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El Yo, el ojo, la voz

La idea de presencia (presencia del alma ante sí misma y de las cosas reales en el alma) que
gobierna la metafísica occidental y su saber, se funda sobre la posibilidad de una presencia ante
la mirada (el ojo que se ve a sí mismo inmediatamente en un espejo: en esta posibilidad se
detiene el mundo antiguo) o sobre la de una presencia ante la conciencia (la posibilidad del
discurso de hacer referencia inmediata, a través del pronombre yo, a la voz del locutor que lo
pronuncia). (Pág.124-125)

Intentando penetrar el secreto de aquella “oscura máquina


para sentir y combinar que se restablece continuamente en el
presente” que, para él, es el cuerpo humano, Valéry vuelve a
poner en juego especialmente la primera de estas
posibilidades e introduce tanto en la vista como en la
conciencia un retraso y un desdoblamiento. (Pág.125)

En aquel texto capital que es la carta a Pierre Louÿs propone, en efecto, un experimento que
rompe la implicación entre Yo y ojo sobre la que se basa el subjetivismo y transforma la
experiencia originaria de la revelación del yo a la mirada en una extraordinaria pantomima en
cámara lenta delante de un espejo. Después de haber hablado de la recíproca implicación entre
Yo y Simultaneidad, escribe (Pág.125-126):

Te miras en el espejo, gesticulas, sacas la lengua... Bien. Supón ahora que un dios maligno se
divierta en disminuir insensatamente la velocidad de la luz.

Estás a cuarenta centímetros de tu espejo. Primero recibes tu imagen después de 2,666...


Milésimas de segundo. Pero el dios se ha divertido concentrando el éter. Y ahora tú te ves
después de un minuto, un día, un siglo, ad libitum [a elección].

Te ves obedecer con retraso. Compara esto con lo que sucede cuando buscas una palabra, un
nombre “olvidado”. Este retraso es toda la psicología, que se podría definir paradójicamente: lo
que ocurre entre una cosa... ¡y ella misma!

En esta separación y en este retraso que se introduce entre el Yo y sí


mismo, la idea de una presencia inmediata a la mirada en la re-flexión,
sobre la que la metafísica fundaba su certeza originaria, pierde toda
consistencia y la conciencia no se vuelve el lugar de una presencia,
sino de un retraso, de una ausencia, de una laguna. (Pág.126)

Al mismo tiempo, sin embargo, en este vertiginoso retroceder mímico del yo más allá del yo,
otro ojo se abre, otra mirada, impersonal, inmaterial, angélica, que sobrepone al teatrillo de
sombras de la Dióptrica la escena sin sujeto de Wittgenstein. Teste es esta otra mirada; él es
realmente, según la etimología sugerida por Valéry, Testis, el testigo, un “observador ‘eterno’,
cuya función se limita siempre a repetir y a mostrar de nuevo el sistema por el que el Yo es
aquella parte instantánea que se cree el Todo” (OE, II, 64); o bien, continuando con la
etimología, el “tercero” (el término latino testis deriva, según los etimologistas, de un arcaico
*tristis, que significa “aquel que se tiene como tercero”) entre el ojo y el mundo, y entre el Yo y
sí mismo, una suerte de “Yo del yo” (C, 121) o de “Anteego” (C, 847). Como tal, Teste es algo
que no puede ser a su vez ni aferrado ni visto: como el Yo del que habla Wittgenstein, éste “se
contrae en un punto inextenso y la realidad queda coordinada con él”. Teste no “pertenece al
mundo, sino que es un límite del mundo”. (Pág.126)
Una vez disuelta teatralmente la implicación inmediata entre el yo y el ojo y la fundación del
sujeto como unidad de vidente y visto en la experiencia del espejo, quedaba sin embargo el otro
principio en el que la metafísica occidental había buscado la consistencia del sujeto: su
presencia inmediata en la experiencia del discurso a través de los indicadores de la
enunciación y, sobre todo, del pronombre yo. (Pág.127)

Valéry ha estado tan fascinado por el pronombre yo, que se puede decir que toda su obra (El
señor Teste, en primer lugar) no es más que una reflexión sobre el yo y una lucha con el yo. Con
sorprendente lucidez, anticipa los descubrimientos de la lingüística moderna sobre la naturaleza
particular del pronombre como indicador de la enunciación: Antes de significar algo, toda
emisión de lenguaje señala a alguien que habla. Esto es capital y no ha sido notado por los
lingüistas (C, 473) (Pág.127)

El Yo o el Mí [Le Je ou Moi] es la palabra asociada a la voz. Es como el


sentido de la voz misma –considerada como signo–. Toda voz “dice” ante todo:
Alguien habla, un Yo (C, 466). (Pág.127)

En un momento Valéry compara el lenguaje con un juego de ajedrez muy imperfecto, en el que
la aparición del pronombre yo corresponde a la invención de un peón con características
diferentes a todos los otros (Pág.127-128):

Había una vez un juego de ajedrez muy imperfecto. Las piezas eran demasiado simples, las
leyes demasiado matemáticas, la previsión posible, etcétera, hasta que alguien tuvo la idea de
introducir una pieza nueva, dotada de propiedades singulares, como por ejemplo la de no tener
propiedades permanentes, pero tomarlas prestadas de la situación del juego.

De este modo, desde los comienzos de su meditación sobre el pronombre, Valéry ya ha


identificado con claridad aquellas características que muchos años después Benveniste fijará en
sus estudios sobre la Naturaleza de los pronombres y sobre la Subjetividad en el lenguaje: la
realidad puramente lingüística del sujeto y su definirse exclusivamente con respecto a una
instancia de discurso. (Pág.128)

¿A qué se refiere entonces el yo? A algo particularísimo, que es exclusivamente lingüístico:


el yo se refiere al acto de discurso individual en el que es pronunciado, y designa al hablante.
Es un término que sólo puede ser identificado […] en una situación de discurso […]. La
realidad a la que éste se refiere es la realidad del discurso. (Pág.128)

Una vez verificada esta consistencia puramente lingüística del Yo, puede disolver con facilidad
toda ilusión de una realidad personal y sustancial del sujeto, toda pretensión del Je de
encarnarse en un Moi. Así como supo retomar el carácter puramente teatral del sujeto de la
visión en la Dióptrica de Descartes, así también ahora se pone en guardia contra la idea de que
moi pueda indicar algo unitario inmediatamente presente. Ya que no tiene otra consistencia que
la que le otorga en cada caso la instancia de habla en la que aparece, el sujeto del lenguaje es
“un peón doble, a la vez dentro y fuera del juego”, tomado necesariamente en un proceso de
separación y deslizamiento (Pág.128-129):

Mi sombrero es el sombrero de mi cabeza. Mi cabeza es la cabeza de mi cuerpo. Mi cuerpo es el


cuerpo de... mi espíritu. ¿Mi espíritu es mi espíritu?
Como el sujeto metafísico de Wittgenstein, el Yo de Valéry es un puro límite insustancial; pero
a diferencia de aquél (del que el Tractatus dice que “no se puede decir, sino mostrar”, prop.
5.62), éste sólo se puede decir y nunca mostrar. (Pág.129)

Se entiende porque, llegados a este punto, el problema se convierte entonces para Valéry en
“suprimir el Yo”, en “librarse de esta palabra”. Dada la naturaleza puramente lingüística y
teatral de este límite, ¿es posible superarlo? ¿Y es posible, entonces, para el hombre
hablante, alcanzar algo más allá de ‘aquel que dice yo’?” (Pág.129)

En realidad es en la poesía donde se sitúa el experimentum crucis [experimento crucial] de


Valéry, porque es en la poesía donde necesariamente debe jugarse toda intento de abolir y
superar al Yo. Según una tradición que es consustancial a la poesía occidental, lo que habla en
la poesía no es el sujeto del lenguaje, sino un otro que se llama Musa, Dios, Amor , Beatriz. Es
decir, la poesía desde siempre ha hecho de la alienación la condición normal del acto de habla:
ella es un discurso en el que el Yo no habla, sino que recibe su palabra de otro lugar (palabra
“inspirada”, en la que el espíritu, el “soplo” llega directamente al lenguaje). (Pág.130)

Mallarmé, cuya poesía siempre fue una experiencia decisiva


para Valéry, había tratado de llevar al extremo esta abolición
del Yo en la escritura poética; pero lo que de este modo había
encontrado más allá del sujeto de la enunciación no era otra
cosa que la lengua misma. La operación destructora de la
Musa (“La Destruction fut ma Béatrice” [La Destrucción fue
mi Beatriz] lleva la lengua misma a la palabra. (Pág.130)

¿En qué se distingue la operación poética de Valéry de la de Mallarmé? Un claro fragmento


de 1939 responde esta pregunta: Pero, de hecho, ¿quién habla en una poesía? Mallarmé
quería que fuera el Lenguaje mismo. Para mí –sería– el Ser viviente y pensante (contraste,
este) –que empuja la conciencia de sí a la captura de la propia sensibilidad– desarrollando
las propiedades de ésta en sus implicaciones –resonancias, simetrías, etcétera– sobre la
cuerda de la voz. Entonces, el Lenguaje surge de la voz, antes que la voz del Lenguaje (C,
293). (Pág.131)

La apuesta de Valéry es entonces la de ir más allá del Yo, sin abolirlo, en dirección a la
sensibilidad y al cuerpo. La voz (“sobre la cuerda de la voz”) es el elemento que –en tanto
concomitante a la vez al lenguaje y al cuerpo– podría permitir esta unión entre la conciencia y
la sensación, entre el Yo y el cuerpo. ¿Pero existe realmente esta posibilidad? (Pág.131)

En uno de los momentos centrales de su poesía, “La Pythie” [La Pitonisa], Valéry describe el
drama de la búsqueda imposible de una voz que no sea ni voz del Yo ni voz del lenguaje, sino
que surja de las profundidades del propio cuerpo. Porque, en la poesía de Valéry, la Pitonisa,
esa figura por excelencia de la palabra inspirada y el cuerpo endemoniado, rechaza la
inspiración y no quiere que otro hable en su lugar (Pág.132):

[¡Qué pena! ¡Entreabierta a los espíritus, he perdido mi propio misterio!... ¡Una Inteligencia
adúltera utiliza un cuerpo que ella ha captado! […] ¿Quién me habla en mi propio lugar?]
Pero cuando –después de haber buscado en la propia carne y en la propia sangre– la voz
finalmente habla, no es fácil decir en qué se distingue la “voz de nadie” que oímos de la voz del
lenguaje (Pág. 132-133):

[Honor de los hombres, Santo LENGUAJE, discurso profético y engalanado bellas cadenas en
las que se atrapa el dios en la carne extraviada. ¡Iluminación, vastedad! ¡He aquí el hablar de
una Sabiduría y el sonar de esta augusta voz que se conoce cuando suena en su ya no ser la voz
de nadie más que de las olas y de los bosques!]

Si la voz de la poesía no es la voz de nadie, no hay ninguna posibilidad de encontrar un punto


en el que el Yo o el cuerpo, dé acceso inmediato a ella. Y sin embargo, hay un lugar –un lugar
que quizá constituye la experiencia más íntima de Valéry– en el que parece que el Yo logra
realmente superarse a sí mismo para alcanzar, más allá del lenguaje, “la oscura sustancia que
somos sin saberlo” (OE, II, 183). En el Dialogo dell’albero [Diálogo del árbol], esta zona
oscura más allá del sujeto se define como “fuente de las lágrimas” y como “Inefable” (ibid.).
Conviene releer este pasaje extraordinario, sobre el que R. Dragonetti ha llamado la atención en
un estudio ejemplar (Pág.133-134):

… y es allí, en el seno mismo de las tinieblas donde se funden y confunden lo que pertenece a
nuestra especie, lo que pertenece a nuestra materia viviente y lo que pertenece a nuestros
recuerdos, a nuestras fuerzas y debilidades escondidas, y por fin el vago sentimiento de no haber
existido siempre y de tener que dejar de existir, donde se encuentra lo que he llamado la fuente
de las lágrimas: LO INEFABLE. Porque nuestras lágrimas son, a mi parecer, la expresión de
nuestra impotencia para expresar, o sea para deshacernos a través de la palabra de la opresión
de lo que somos (OE, II, 183)

En el llanto el sujeto del lenguaje parece llegar a


abolirse para revelar lo que está más allá de la voz y
más allá de “los bordes mudos de la palabra”; pero
esta experiencia es, una vez más, experiencia de un
límite, de “una imposibilidad de expresar”, un
naufragar en lo indecible y no una realidad positiva.
Los límites de la voz son velados por el llanto.
(Pág.134)

Así como el sujeto de la visión (el hombre barbudo de la Dióptrica) no puede unirse al ojo de
carne y sangre, para poder llorar simplemente y alcanzar en el llanto el propio centro indecible,
debería dejar de verse llorar y romper el espejo (es decir, abolirse a sí mismo), así el sujeto del
lenguaje no puede –remontándose a lo largo de la “cuerda” de la voz– tocar las fuentes del
llanto. Sólo muriendo podría el Yo abrir un paso más allá de sí mismo; pero eso es justamente
lo que el Yo no puede hacer, porque la conciencia –esta purísima ficción teatral– no puede
morir, sino sólo repetirse al infinito. (Pág.135)

En tanto que, como alegoría de la conciencia, es un puro límite, un “muro” y a su vez un


“espejo”, Teste es, además de un eterno observador, un eterno “agonizante” (OE, II, 74), al
que le está vedada la experiencia de la muerte. Hasta el final, la muerte es sólo una “tentación”
para él, “una cosa inimaginable que se introduce cada vez en el espíritu bajo la forma del
deseo y el horror” (OE, II, 75). Pero qué está más allá de este deseo y de este horror, ninguna
voz puede decirlo. La apuesta de Valéry permanece sin respuesta. (Pág.136)

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