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La idea de presencia (presencia del alma ante sí misma y de las cosas reales en el alma) que
gobierna la metafísica occidental y su saber, se funda sobre la posibilidad de una presencia ante
la mirada (el ojo que se ve a sí mismo inmediatamente en un espejo: en esta posibilidad se
detiene el mundo antiguo) o sobre la de una presencia ante la conciencia (la posibilidad del
discurso de hacer referencia inmediata, a través del pronombre yo, a la voz del locutor que lo
pronuncia). (Pág.124-125)
En aquel texto capital que es la carta a Pierre Louÿs propone, en efecto, un experimento que
rompe la implicación entre Yo y ojo sobre la que se basa el subjetivismo y transforma la
experiencia originaria de la revelación del yo a la mirada en una extraordinaria pantomima en
cámara lenta delante de un espejo. Después de haber hablado de la recíproca implicación entre
Yo y Simultaneidad, escribe (Pág.125-126):
Te miras en el espejo, gesticulas, sacas la lengua... Bien. Supón ahora que un dios maligno se
divierta en disminuir insensatamente la velocidad de la luz.
Te ves obedecer con retraso. Compara esto con lo que sucede cuando buscas una palabra, un
nombre “olvidado”. Este retraso es toda la psicología, que se podría definir paradójicamente: lo
que ocurre entre una cosa... ¡y ella misma!
Al mismo tiempo, sin embargo, en este vertiginoso retroceder mímico del yo más allá del yo,
otro ojo se abre, otra mirada, impersonal, inmaterial, angélica, que sobrepone al teatrillo de
sombras de la Dióptrica la escena sin sujeto de Wittgenstein. Teste es esta otra mirada; él es
realmente, según la etimología sugerida por Valéry, Testis, el testigo, un “observador ‘eterno’,
cuya función se limita siempre a repetir y a mostrar de nuevo el sistema por el que el Yo es
aquella parte instantánea que se cree el Todo” (OE, II, 64); o bien, continuando con la
etimología, el “tercero” (el término latino testis deriva, según los etimologistas, de un arcaico
*tristis, que significa “aquel que se tiene como tercero”) entre el ojo y el mundo, y entre el Yo y
sí mismo, una suerte de “Yo del yo” (C, 121) o de “Anteego” (C, 847). Como tal, Teste es algo
que no puede ser a su vez ni aferrado ni visto: como el Yo del que habla Wittgenstein, éste “se
contrae en un punto inextenso y la realidad queda coordinada con él”. Teste no “pertenece al
mundo, sino que es un límite del mundo”. (Pág.126)
Una vez disuelta teatralmente la implicación inmediata entre el yo y el ojo y la fundación del
sujeto como unidad de vidente y visto en la experiencia del espejo, quedaba sin embargo el otro
principio en el que la metafísica occidental había buscado la consistencia del sujeto: su
presencia inmediata en la experiencia del discurso a través de los indicadores de la
enunciación y, sobre todo, del pronombre yo. (Pág.127)
Valéry ha estado tan fascinado por el pronombre yo, que se puede decir que toda su obra (El
señor Teste, en primer lugar) no es más que una reflexión sobre el yo y una lucha con el yo. Con
sorprendente lucidez, anticipa los descubrimientos de la lingüística moderna sobre la naturaleza
particular del pronombre como indicador de la enunciación: Antes de significar algo, toda
emisión de lenguaje señala a alguien que habla. Esto es capital y no ha sido notado por los
lingüistas (C, 473) (Pág.127)
En un momento Valéry compara el lenguaje con un juego de ajedrez muy imperfecto, en el que
la aparición del pronombre yo corresponde a la invención de un peón con características
diferentes a todos los otros (Pág.127-128):
Había una vez un juego de ajedrez muy imperfecto. Las piezas eran demasiado simples, las
leyes demasiado matemáticas, la previsión posible, etcétera, hasta que alguien tuvo la idea de
introducir una pieza nueva, dotada de propiedades singulares, como por ejemplo la de no tener
propiedades permanentes, pero tomarlas prestadas de la situación del juego.
Una vez verificada esta consistencia puramente lingüística del Yo, puede disolver con facilidad
toda ilusión de una realidad personal y sustancial del sujeto, toda pretensión del Je de
encarnarse en un Moi. Así como supo retomar el carácter puramente teatral del sujeto de la
visión en la Dióptrica de Descartes, así también ahora se pone en guardia contra la idea de que
moi pueda indicar algo unitario inmediatamente presente. Ya que no tiene otra consistencia que
la que le otorga en cada caso la instancia de habla en la que aparece, el sujeto del lenguaje es
“un peón doble, a la vez dentro y fuera del juego”, tomado necesariamente en un proceso de
separación y deslizamiento (Pág.128-129):
Se entiende porque, llegados a este punto, el problema se convierte entonces para Valéry en
“suprimir el Yo”, en “librarse de esta palabra”. Dada la naturaleza puramente lingüística y
teatral de este límite, ¿es posible superarlo? ¿Y es posible, entonces, para el hombre
hablante, alcanzar algo más allá de ‘aquel que dice yo’?” (Pág.129)
La apuesta de Valéry es entonces la de ir más allá del Yo, sin abolirlo, en dirección a la
sensibilidad y al cuerpo. La voz (“sobre la cuerda de la voz”) es el elemento que –en tanto
concomitante a la vez al lenguaje y al cuerpo– podría permitir esta unión entre la conciencia y
la sensación, entre el Yo y el cuerpo. ¿Pero existe realmente esta posibilidad? (Pág.131)
En uno de los momentos centrales de su poesía, “La Pythie” [La Pitonisa], Valéry describe el
drama de la búsqueda imposible de una voz que no sea ni voz del Yo ni voz del lenguaje, sino
que surja de las profundidades del propio cuerpo. Porque, en la poesía de Valéry, la Pitonisa,
esa figura por excelencia de la palabra inspirada y el cuerpo endemoniado, rechaza la
inspiración y no quiere que otro hable en su lugar (Pág.132):
[¡Qué pena! ¡Entreabierta a los espíritus, he perdido mi propio misterio!... ¡Una Inteligencia
adúltera utiliza un cuerpo que ella ha captado! […] ¿Quién me habla en mi propio lugar?]
Pero cuando –después de haber buscado en la propia carne y en la propia sangre– la voz
finalmente habla, no es fácil decir en qué se distingue la “voz de nadie” que oímos de la voz del
lenguaje (Pág. 132-133):
[Honor de los hombres, Santo LENGUAJE, discurso profético y engalanado bellas cadenas en
las que se atrapa el dios en la carne extraviada. ¡Iluminación, vastedad! ¡He aquí el hablar de
una Sabiduría y el sonar de esta augusta voz que se conoce cuando suena en su ya no ser la voz
de nadie más que de las olas y de los bosques!]
… y es allí, en el seno mismo de las tinieblas donde se funden y confunden lo que pertenece a
nuestra especie, lo que pertenece a nuestra materia viviente y lo que pertenece a nuestros
recuerdos, a nuestras fuerzas y debilidades escondidas, y por fin el vago sentimiento de no haber
existido siempre y de tener que dejar de existir, donde se encuentra lo que he llamado la fuente
de las lágrimas: LO INEFABLE. Porque nuestras lágrimas son, a mi parecer, la expresión de
nuestra impotencia para expresar, o sea para deshacernos a través de la palabra de la opresión
de lo que somos (OE, II, 183)
Así como el sujeto de la visión (el hombre barbudo de la Dióptrica) no puede unirse al ojo de
carne y sangre, para poder llorar simplemente y alcanzar en el llanto el propio centro indecible,
debería dejar de verse llorar y romper el espejo (es decir, abolirse a sí mismo), así el sujeto del
lenguaje no puede –remontándose a lo largo de la “cuerda” de la voz– tocar las fuentes del
llanto. Sólo muriendo podría el Yo abrir un paso más allá de sí mismo; pero eso es justamente
lo que el Yo no puede hacer, porque la conciencia –esta purísima ficción teatral– no puede
morir, sino sólo repetirse al infinito. (Pág.135)