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1. C. Sherrington, Man and His Nature, Cambridge University Press, Cambridge, 1951 (2a edición).
Unos pocos años antes, Bertrand Russell usaba un ejemplo parecido para expresar su
escepticismo sobre la capacidad de los filósofos para alcanzar una respuesta:
Suponemos que un proceso físico da comienzo en un objeto visible, viaja hasta el ojo, donde se
convierte en otro proceso físico que provoca aun otro proceso físico en el nervio óptico y,
finalmente, produce algún efecto en el cerebro al mismo tiempo que vemos el objeto donde se inició
el proceso: pero este proceso de ver es algo «mental», de naturaleza totalmente distinta a la de los
procesos físicos que lo preceden y acompañan. Esta concepción es tan extraña que los metafísicos
han inventado toda suerte de teorías con el fin de sustituirla con algo menos increíble. 2
2. B. Russell, citado en Sir J. Jeans, Physics and Philosophy, Cambridge University Press,
Cambridge, 1943.
Por muy detallada que sea la descripción de los procesos físicos subyacentes, es
difícil concebir de qué manera el mundo de la experiencia subjetiva -ver el color
azul, sentir la sensación de calor- puede surgir de eventos puramente físicos. Y, sin
embargo, en una era en la que la obtención de imágenes del cerebro, la anestesia
general y la neurocirugía son comunes, sabemos que el mundo de la experiencia
consciente depende fuertemente del delicado funcionamiento del cerebro. Nos
percatamos de que la conciencia, en todo su esplendor, puede quedar anihilada por
una minúscula lesión o un leve desequilibrio químico en ciertas partes del cerebro.
De hecho, nuestra vida consciente resulta anihilada cada vez que nuestro cerebro
cambia y dormimos sin soñar. Sabemos también que nuestra conciencia propia es,
en un sentido profundo, todo lo que hay. La cúpula celeste y los centenares de cosas
visibles que se encuentran bajo ella, incluido el propio cerebro -el mundo, en
definitiva existen, para cada uno de nosotros, sólo como parte de nuestra conciencia,
y desaparecen con ella. El enigma por antonomasia, de qué modo se relaciona la
experiencia subjetiva con ciertos eventos descriptibles objetivamente, es lo que
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Arthur Schopenhauer genialmente denominó «el nudo del mundo». Pese a su
apariencia de misterio, nuestra mayor esperanza de deshacer este nudo está en un
enfoque científico que combine teorías contrastables con experimentos bien
diseñados. A este propósito se dedica este libro.
3. A Schopenhauer, On the fourfold Root of the Principie of Sufficient Reason (traducción de E. F.
Payne, La Salle, I11., Open Court, 1974), capítulo 7, §42. (Edición española: De la cuádruple raíz
del principio de razón suficiente, traducción Leopoldo-Eulogio Palacios, Gredos, Madrid, 1981.)
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-1-La conciencia: ¿paradoja filosófica u objeto científico?
Al asunto de la conciencia no le ha faltado atención. En el pasado fue dominio
exclusivo de filósofos, pero recientemente tanto psicólogos como neurocientíficos
han empezado a abordar el llamado problema cuerpo-mente o, en la sugerente
expresión de Schopenhauer, «el nudo del mundo». En este capítulo hacemos una
revisión sucinta de las concepciones clásicas y modernas sobre la conciencia, y
señalamos varias de las posturas tomadas por filósofos, psicólogos y
neurocientíficos, al tiempo que rechazamos la más desmedidas, como el dualismo o
el reduccionismo extremo. Finalizamos el capítulo sugiriendo que la conciencia
puede considerarse un objeto de investigación científica y no es potestad exclusiva
de los filósofos.
Todo el mundo sabe lo que es la conciencia; es lo que nos abandona cada noche
cuando nos dormimos y reaparece a la mañana siguiente cuando nos despertarnos.
Esta engañosa simplicidad recuerda lo que William James decía a finales del siglo
XIX sobre la atención: «Todo el mundo sabe lo que es la atención; es la toma de
posesión por la mente, de una forma clara e intensa, de un hilo de pensamiento de
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entre varios simultáneamente posibles». Más de cien años más tarde, son muchos
los que creen que seguimos sin tener una compresión de fondo ni de la atención, ni
de la conciencia.
1. W. James, The Principies of Psychology, Henry Holt, Nueva York, 1890.
FIGURA 1.1 Uno de los diagramas de Descartes que ilustra sus ideas sobre cómo el cerebro forma
imágenes mentales de un objeto. Presuntamente, la transacción entre sustancia mental y sustancia
física tenía lugar en la glándula pineal (H).
Descartes sostenía que existe una distinción absoluta entre la sustancia mental y la
sustancia material. La característica que define la materia, reflexionaba, es su
extensión, su ocupación del espacio, lo que consecuentemente la hace susceptible de
explicaciones físicas, en tanto que la característica definitoria de
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la mente es estar consciente o, en un sentido amplio del término, pensar. Desde esta
perspectiva, la sustancia mental existe en forma de mentes individuales. De este
modo inauguraba Descartes el dualismo, una postura filosófica que científicamente
no es satisfactoria, pero que es intuitivamente sencilla y atractiva, al menos hasta
que se intenta explicar la conexión entre cuerpo y mente (véase la figura 1.1). Desde
la época de Descartes no han faltado filósofos que propusieran otras versiones del
dualismo o alternativas parecidas. Por ejemplo, una de las teorías relacionadas es el
epifenomenalismo, que concuerda con otras teorías en su afirmación de que los
eventos mentales y los eventos físicos son diferentes, pero sostiene que las únicas
causas verdaderas de las experiencias mentales son eventos físicos, en tanto que la
mente es un subproducto incapaz de actuar como causa. En palabras de Thomas
Huxley, «la conciencia no parece estar relacionada con el mecanismo del cuerpo
más que como producto secundario de su funcionamiento, y no parece que tenga
más poder de modificar su funcionamiento que el que tiene el pitido del vapor de
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influenciar la maquinaria de una locomotora».
3. T. H. Huxley, Methods and Results: Essays, D. Apple ton. Nueva York, 1901, p. 241.
En tiempos más recientes los filósofos han adoptado posturas más materialistas que
les han llevado a afirmar que mente y conciencia son lo mismo que el
funcionamiento del cerebro o, al menos, que ciertas operaciones del funcionamiento
del cerebro. Algunas posiciones materialistas van incluso más allá y niegan a la
conciencia cualquier valor ontológico o epistémico, hasta el punto de insistir en que
no hay absolutamente nada más allá del funcionamiento de los circuitos del cerebro
o, cuando menos, que no hay nada que necesite ser explicado. Varios filósofos han
propuesto que cuando comprendamos suficientemente bien el funcionamiento del
cerebro, el concepto de conciencia se disipará del mismo modo que se disipó el
concepto del flogisto (un hipotético constituyente volátil de todas las sustancias
combustibles que, según se creía, se liberaba en forma de llama durante la
combustión) una vez se comprendió el proceso de la oxidación. Se consigue así
eliminar el problema cuerpo-mente negando o desestimando el problema de la
conciencia. Otras posiciones materialistas insisten en que, si bien la conciencia tiene
su origen en eventos físicos del cerebro, no se reduce a éstos, sino que emerge de
ellos de modo análogo a como las propiedades del agua emergen de la combinación
química de dos átomos de hidrógeno y un átomo de oxígeno, pero no pueden
reducirse a la suma de las propiedades individuales del hidrógeno y el oxígeno. Hay
variaciones de la misma tesis, pero, en general, atribuyen a la conciencia un valor
marginal, al menos desde el punto de vista de la explicación. En cualquier caso,
insisten en que no existe una sustancia de la «conciencia» distinta de la sustancia del
«cerebro».
En efecto, nuestros esfuerzos por discernir los orígenes de la conciencia topan con
una limitación fundamental que surge, en parte, de la suposición de que basta con
pensar para revelar las fuentes del pensamiento consciente. Esta suposición es tan
claramente inadecuada como lo fueron, en su tiempo, los esfuerzos por comprender
la cosmogonía, la base de la vida y la estructura fina de la materia sin la ayuda
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de observaciones y experimentos científicos. De hecho, los filósofos no han
destacado tanto por su capacidad para proponer soluciones al problema como por su
habilidad para señalar hasta qué punto el problema es intratable. Lo que muchos
filósofos reiteran viene a ser esto: Hagan lo que hagan los científicos, será imposible
reconciliar las perspectivas de primera persona y tercera persona de individuos
conscientes, imposible tender un puente entre las explicaciones enfrentadas, e
imposible resolver el problema fundamental: la generación de sensaciones, de
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estados fenomenales o experienciales, a partir del zumbido de las neuronas.
6. Véase, por ejemplo. D. J. Chalmers, « The Puzzle of Conscious Experience». Scientific American
273 (1995), pp. 80-86.
Y a los científicos, ¿qué tal les ha ido en sus intentos por explicar el misterio? Si
dirigimos nuestra mirada a la psicología veremos que la «ciencia de la mente»
siempre tuvo problemas para situar lo que debería ser su tema central -la conciencia-
dentro de un marco teórico aceptable. La tradición introspeccionista de Titchener y
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Külpe representa la contrapartida en el campo de la psicología de las posiciones
idealistas o fenomenológicas en el ámbito de la filosofía; esta tradición pretendía
describir la conciencia vista por el individuo exclusivamente desde su interior, de
ahí el término introspección. Muchos introspeccionistas fueron psicólogos atomistas
que de forma no muy diferente a algunos de los neurofisiólogos actuales postulaban
que la conciencia estaba formada por partes elementales que podían ser catalogadas
(no importa que la escuela americana describiera más de 40.000 sensaciones y la
escuela alemana tan solo 12.000). Lo notorio de los behavioristas, en cambio, es su
intento de desterrar la conciencia completamente del discurso científico, una
posición no muy alejada de la de algunos filósofos contemporáneos.
7. Véase, por ejemplo, E. B. Titchener, An Outline of Psychology, Macmillan. Nueva York, 1901; y
O. Külpe y E. B. Titchener, Outlines o f Psychology, Based upon the Results of Experimental In
vestigation, Macmillan. Nueva York. 1909.
Lo que en cualquier caso sí es cierto es que estas metáforas no deben suplantar a una
auténtica comprensión científica de la conciencia. Los modelos cognitivos suelen
tener poco que ofrecer con relación al lado experiencial o fenoménico de la
experiencia consciente. Desde la perspectiva de estos modelos, sería perfectamente
posible prescindir de la conciencia como experiencia fenoménica (y a menudo
emocional) en tanto que hubiera manera de realizar sus presuntas funciones, como el
control, la coordinación o la planificación. Las interpretaciones cognitivas normales
no nos ofrecen ninguna explicación convincente de por qué la multiplicación,
realizada por una persona, es un lento y dubitativo proceso consciente, mientras que
la misma operación, realizada con gran rapidez por una calculadora de bolsillo,
supuestamente no es en absoluto un proceso consciente. Como tampoco consiguen
explicar por qué los complicados procesos necesarios para equilibrar nuestro peso al
caminar o para articular las palabras al hablar no son conscientes, pero el simple
proceso de apretar el dedo contra un objeto produce una experiencia consciente. Por
último, como muchos críticos han señalado, los enfoques estrictamente
funcionalistas de la conciencia, centrados en el procesamiento de la información,
tienen poco que decir acerca del hecho de que la conciencia precisa de la actividad
de sustratos neuronales específicos. Estos sustratos son precisamente el centro de
atención de los neurocientíficos.
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embargo, durante la última década, más o menos, algo ha cambiado definitivamente
en la relación entre los estudios de la conciencia y las neurociencias. Los científicos
cada vez temen menos acometer abiertamente el estudio de este asunto, han
aparecido varios libros sobre el tema escritos por neurocientíficos, se han puesto en
circulación varias revistas especializadas y se han realizado estudios en los cuales se
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trataba la conciencia como un parámetro experimental.
9. Ibid.
11. R. Penrose, The Emperor New Mind: Concerning Computers, Minds, and the Laws of Physics,
Oxford University Press, Nueva York, 1989.
Otros han adoptado una estrategia que se está revelando más provechosa: la
búsqueda de correlatos neuronales específicos de la conciencia. De hecho, en este
campo se han realizado progresos indiscutibles. Por ejemplo, a causa de la
parquedad del conocimiento neurológico de su época. James hubo de concluir que la
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base neurológica de la conciencia era el cerebro entero. Hoy los científicos son más
sofisticados y específicos. Distintos autores proponen diferentes estructuras del
cerebro para el asiento de la conciencia, estructuras con nombres imponentes, como
los núcleos talámicos intralaminares, el núcleo reticular, la formación reticular
mesencefálica la red intracortical tangencial de capas I-II y los bucles
talamocorticales. Se desatan polémicas sobre cuestiones impensables en los tiempos
de James: ¿Contribuye la corteza visual primaria a la experiencia consciente? ¿Son
las áreas del cerebro que se proyectan directamente sobre la corteza prefrontal más
relevantes que las que no lo hacen? ¿Existe algún grupo particular de neuronas
corticales que desempeñe un papel en la conciencia? Si es así, ¿se caracterizan esas
neuronas por una propiedad o una localización especiales? ¿Necesitan las neuronas
corticales oscilar a 40 Hz o disparar ráfagas de impulsos para contribuir a la
experiencia consciente? ¿Generan distintas partes del cerebro o grupos de neuronas
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fragmentos conscientes distintos -una suerte de microconciencias?
12. W. James, The Principies of Psychologr. Henry Holt Nueva York, 1890.
13. S. Zeki y A. Bartels, «The Asynchrony of conciousness». Proceedings of the Royal Society of
London Series B- Biological Sciences, 265 (1995), pp. 1583-1.585.
Estas cuestiones se discuten cada vez con mayor frecuencia al tiempo que nuevos
datos experimentales alimentan el debate. Sin embargo, como indica la profusión de
preguntas e hipótesis, decididamente falta algo en los intentos por identificar la base
neuronal de la conciencia en este o aquel grupo de neuronas. Nos encontramos de
nuevo enfrentados al nudo del mundo. ¿En virtud de qué misteriosa transformación
el disparo de las neuronas de un lugar particular del cerebro o de las dotadas de una
propiedad bioquímica particular se convierte en experiencia subjetiva, pero no así el
disparo de otras neuronas? No es de extrañar que algunos filósofos vean en estos
intentos un excelente ejemplo de un error categórico: el error de atribuir a las cosas
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propiedades que no pueden tener.
14. G. Ryle, The Concept of Mind, Hutchinson. Nueva York. 1949.
Tampoco es de extrañar que se cometan estos errores dado el carácter tan especial de
la conciencia como objeto científico. En el siguiente capítulo tratamos de qué
manera puede afrontarse el problema fundamental planteado por el carácter especial
de la conciencia. La posición que adoptamos es que la conciencia no es un objeto,
sino un proceso y que, desde este punto de vista, es un objeto científico
perfectamente legítimo.10