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EL DESAFÍO DE LA FORMACIÓN INTELECTUAL

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EL DESAFÍO
DE LA FORMACIÓN
INTELECTUAL

José María Barrio Maestre

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Barrio Maestre, José María
El desafío de la formación intelectual / José María Barrio Maes-
tre. – 1a ed . – Pilar : Universidad Austral. Escuela de Educación ;
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Teseopress, 2020.
Libro digital, EPUB – (Austral educación ; 1)
Archivo Digital: descarga y online
1. Escuelas. 2. Medios de Enseñanza. 3. Desarrollo Intelectual.
I. Título.
CDD 371.10201
ISBN: 9789508939166
Las opiniones y los contenidos incluidos en esta publicación son
responsabilidad exclusiva del/los autor/es.
El desafío de la formación intelectual
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Índice

Presentación......................................................................................9
1. Introducción.............................................................................. 11
2. Conocer no es construir ........................................................ 13
3. Entender es leer dentro, profundizar................................. 19
4. Entender es alumbrar y recordar ........................................ 27
5. Conocemos representaciones, sí, pero también lo que
ellas representan ........................................................................... 35
6. Enseñar es presentar la realidad, no solo las
representaciones de ella.............................................................. 41
Concluyendo….............................................................................. 53
Referencias bibliográficas .......................................................... 57

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Presentación

El quehacer de los educadores en general –y en particular el


trabajo de los maestros– tiene mucho que ver con el desa-
rrollo intelectual de sus alumnos. Naturalmente, hay otras
dimensiones sustantivas del crecimiento personal en las que
la tarea educativa juega un papel relevante. Pero me parece
que en el entorno escolar estas otras van en la estela de la
dimensión intelectual.
Durante la primera infancia, y también más tarde, hay
ciertos aprendizajes que poseen la forma de rutinas que nos
ahorran el pensar y el decidir. Tanto el entorno familiar
como el escolar constituyen ambientes adecuados para esos
aprendizajes, facilitan una atmósfera que propicia su adqui-
sición; proveen algo así como una presión osmótica que
conduce a incorporar algunas destrezas necesarias para la
vida humana en sociedad. Bien que sean efectivos aprendi-
zajes, y por tanto haya que incorporarlos –pues ningún ser
humano dispone de ellos de manera innata–, puede decirse
que se nos inculcan sin necesidad de entender mucho de su
qué y su por qué. Ejemplos de aprendizajes que tienen ese
régimen pueden ser ciertos hábitos de higiene elemental,
algunas reglas fundamentales de cortesía en el trato con
los demás, o incluso la postura vertical (sostenerse sobre
los dos pies).
Resulta obvio que el ecosistema escolar ha de proveer,
además, un ambiente propicio a otro tipo de aprendiza-
jes –intelectuales, morales, cívicos– en los que hace falta
entender, de forma gradual, escalonada, y con un esfuerzo
intelectual creciente, algunas razones acerca del mundo y
de nosotros mismos.
Es justamente este momento del entender –su carácter
y estructura–, y el respectivo asimilar –hacer mío lo que
entiendo– lo que constituirá el objeto de la indagación en

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10 • El desafío de la formación intelectual

estas páginas. Intelectualmente, la información que recibi-


mos solo nos «forma» –nos educa–, si reobra sobre nuestra
propia estructura cognoscitiva llegando a «conformarnos»;
es decir, si hay un contraste de su validez –de su valor
de verdad– que cataliza el proceso de formación de un
criterio propio, si nos ayuda a apropiar un conjunto de
parámetros intelectuales y morales que sirven para orien-
tarnos en la vida.
Naturalmente, ese proceso es largo; tal vez dura toda la
vida. Pero es en la etapa escolar, y muy principalmente en la
Primaria, cuando ha de comenzar. Los maestros tienen un
papel decisivo en la tarea de ayudar a quienes se encomien-
dan a su cuidado a que profundicen, a que no se queden en lo
trivial o anecdótico, y a que dispongan de la lucidez necesa-
ria para orientar la vida con la razón. Ya dijo Sócrates que
no puede ser plenamente humana una vida no examinada,
digamos, vivida sin más, tal como viene dada1.

1 «Una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre» (Platón, Apolo-
gía de Sócrates, 38 a).

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Introducción

En el discurso pedagógico y psicopedagógico actual es difí-


cil ganar una mínima claridad acerca de qué significa enten-
der –y, por extensión, también aprender1–, toda vez que se
«sobre-entiende» que eso no es más que «construir» cono-
cimiento, lo cual conduce a que la cuestión de fondo aca-
be declinando en discursos más o menos operativos pero
escasos de fertilidad profunda, sencillamente porque no se
entiende en profundidad qué es eso de entender.
Me parece que quienes aspiran a ejercer el magisterio
no están precisamente escasos con la inmensa provisión
de protocolos de actuación que actualmente vierten en sus
mentes las escuelas de educación, y sin embargo apenas tie-
nen oportunidad seria de afrontar cuestiones de auténtico
relieve y alcance, como esta. En su momento estarán en
condiciones de diseñar y ejecutar los protocolos necesarios,
pero solo si han podido aclararse suficientemente sobre qué
es aprender, conocer, entender, abstraer, profundizar –en
definitiva, no quedarse solo en la periferia–, que son las
cuestiones que hoy urge abordar.
El problema es que en la formación de maestros estas
cuestiones suelen obviarse, bien porque se da por obvio, o
bien porque se excluye «metodológicamente» lo esencial,
que es entender qué significa entender.

1 Para un ser inteligente el principal aprendizaje es intelectual y, además, todo


conocimiento es aprendido. No hay nada parecido a recursos intelectuales
innatos.

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12 • El desafío de la formación intelectual

Sobre la base de la gnoseología aristotélica quisiera


proponer aquí, no de forma exhaustiva, algunos elementos
que ayuden a apreciar la magnitud de la cuestión y, en con-
secuencia, a percibir la fibra profunda de la formación inte-
lectual, que me parece es la principal preocupación que ha
de mover a quienes trabajan en el entorno escolar (Barrio,
2018). Esta tarea me obliga a confrontarme críticamente,
por un lado con el postulado fundamental del «constructi-
vismo», y por otro –aunque muy en relación con este– con
la tesis central del «representacionismo».
En algunos trabajos anteriores he expuesto la justifi-
cación de mi crítica al constructivismo pedagógico (Barrio,
2000, 2011, 2012a, 2012b), mostrando su insuficiente base
gnoseológica. Aquí recojo masivamente los elementos prin-
cipales de esa crítica, y me centraré más en mostrar la debi-
lidad teórica del representacionismo, así como su ineptitud
para dar cuenta de lo más neurálgico del entendimiento
conceptual.

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Conocer no es construir

El concepto es presencia, no re-presentación

Enseñar es presentar la realidad, no solo las representaciones,


más o menos convencionales, de ella. En el nivel conceptual,
conocer no consiste formalmente en construir nada, sino
en hacer presente de modo inmaterial la realidad conoci-
da. Hay, sí, algunas operaciones lógicas que consisten en
producir una «representación», pero no es este el caso de
la operación lógica más básica de todas1, toda vez que el
supuesto resultado de ella es la operación misma. «Conce-
bir» es lo mismo que «concepto». Entender es haber enten-
dido, lo mismo que ver es haber visto. En ningún caso se
trata de un «proceso», solo al término del cual se halla el
resultado. No es, propiamente, «resultado», sino la acción
misma, en la que se identifica el presente con el pretérito
perfecto. Entre ambos no hay nada más que un «ya» instan-
táneo, nada parecido a fases intermedias.
En griego, a este tipo de actividad se le denomina
práxis (sustantivación del verbo práttein). Aristóteles dice
que entender es una práxis téleia, i.e una acción que entra-
ña su fin (télos) en su mismo hacerla: la acción ya es su
logro (con independencia de que con ella se puedan lograr

1 En el lenguaje de los escolásticos medievales, al concepto se le denomina


«simple aprehensión» –simplex apprehensio–, también en el sentido de
aprehensión de lo más simple que hay en la inteligencia.

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14 • El desafío de la formación intelectual

a su vez otros rendimientos)2. La práxis no es, en ningún


caso, un constructo resultado de un proceso: es acción pura,
sin producto ni constructo distinto. Entender es la acción
vital más intensa que puede realizar un ser vivo dotado de
energía espiritual.
En el concepto se da la inmediata presencia de lo
conocido. En otros términos, la realidad no es algo a lo
que accedemos, mediante el concepto, sino lo que de forma
inmediata (statim) «se nos da» en el concepto.
Las demás operaciones lógicas, más complejas, sí que
son «constructos» en la medida en que son propiamente
«representativas»: el juicio, que es unión de conceptos; el
razonamiento, que es complexión de juicios; el lenguaje,
como expresión del pensar… Todo esto es algo que la men-
te «hace» con conceptos, pero el concepto mismo no es
«hecho», sino «engendrado»3.
La profusión de literatura pedagógica y psico-
pedagógica desde un enfoque constructivista del aprendi-
zaje no ayuda nada a entender esto; más bien lo dificulta
enormemente. A mi juicio, los planes de estudio de Magis-
terio están sobrecargados de contenidos didácticos, meto-
dológicos y psicológicos, que sin duda son necesarios en la
formación de los maestros, pero en la medida en que están
orientados desde la perspectiva constructivista contribuyen
a desatender la cuestión fundamental: ¿Qué significa enten-
der? ¿Y qué significa el aprendizaje intelectual? Solo desde

2 Cfr. Metaphysica, IX, 8, 1050 a 30 – 1050 b. Aduce Aristóteles varios ejem-


plos en los que se pone de manifiesto la diferencia entre el movimiento
(kínesis) y el acto (enérgeia): contrapone el acto de construir y tejer con el de la
visión y la contemplación. En los primeros la acción termina con la produc-
ción del efecto, mientras que en los segundos se conserva en el acto.
3 Genitum, non factum, es la fórmula con la que la Iglesia católica profesa la fe
cristiana en el Verbo de Dios, la segunda persona de la Trinidad divina. Muta-
tis mutandis se puede decir algo análogo del «verbo» humano, que es engen-
drado (partus mentis), no fabricado. Generalmente entendemos por génesis el
origen de un proceso, pero el momento germinal no es, propiamente, parte
del proceso, sino un acontecimiento, la emergencia de algo que empieza a
evolucionar. La generación, explica Aristóteles, así como la corrupción, son
cambios sustanciales instantáneos (metabolé), no procesos (kínesis).

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El desafío de la formación intelectual • 15

una claridad fundamental acerca del qué puede clarificarse


también el cómo y los medios a emplear en el proceso del
aprendizaje. Sin aclarar lo otro, esto último se queda en
un discurso vacío.

Abstraer no es alejarse de la realidad, sino distanciarse


de la mera facticidad

Entender, al menos en su forma prototípica, es abstraer:


extraer la índole de las cosas. Eso supone no quedarse preso
de las imágenes, de los ejemplos, o, sencillamente, en «lo
que hay»4. La inteligencia conceptual permite proyectar la
mirada más allá de lo que tenemos frente a la nariz, ilumi-
nar el futuro, hacer proyectos, combinar y recombinar lo
posible con lo efectivo, abriéndose así espacio al razona-
miento hipotético. Algo parecido a la idea de que la realidad
«podría ser de otra manera», o «no debería ser así», o, en
general, ideas como la de un mundo mejor que el que hay, o
la mejor de las posibilidades, la mejor versión posible, etc.,
no estarían a nuestro alcance si no pudiéramos superar «lo
dado», o «lo convencional». Pero eso es justamente lo que
hace posible el entendimiento conceptual, i.e la capacidad
intelectual de profundizar.
Contra lo que sugiere el tópico, al abstraer no nos ale-
jamos de la realidad, sino que precisamente la penetramos
inmaterialmente, lo cual es posible porque también inma-
terialmente podemos distanciarnos de ella para captar la
dimensión de profundidad, la tercera dimensión. Tal magni-
tud se nos franquea, paradójicamente, cuando captamos no
solo lo que las cosas son de hecho, sino igualmente lo que
podrían llegar a ser. Tan real es, para cada realidad, lo que
de hecho ha llegado a ser, como lo que puede llegar a ser, o,

4 En este sentido, me parece que el pragmatismo lógico de Willard van Orman


Quine (2002) se queda muy corto.

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16 • El desafío de la formación intelectual

dicho en términos aristotélicos, lo que es en acto y lo que es


en potencia. Dicho más claramente, tanto lo que en acto ya
es como lo que en potencia puede ser, cada ente lo es.
Gracias a la inteligencia conceptual, que le permite
ese nivel de distanciamiento de lo fáctico, el ser humano
puede tratar con la realidad proyectándola, modificándola,
transformándola. Le cabe actuar inteligentemente sobre ella
merced a que, al entenderla, puede pre-verla. La inteligencia
conceptual, a su vez, posibilita leer humanamente la reali-
dad –interpretarla, traducirla– y, así, tratarla con respeto,
a la par que la integramos en nuestra narrativa cultural.
Podemos, en definitiva, entender las cosas porque podemos
comprender la realidad de cada una de ellas como un plexo
que comprende lo que naturalmente son –lo que nacieron
siendo, i.e lo que eran en su origen–, y a su vez lo que
hacemos que lleguen a ser.
Mas la condición de que podamos «construir» un mun-
do humano, es que lo hagamos desde la base de un cono-
cimiento que, en rigor, no es constructo, algo constitutivo
de su objeto –una poíesis de la realidad–, sino que en primer
término la deja ser, digámoslo así. Dicho de otro modo,
aprehenderla cognoscitivamente no es otra cosa que apren-
der de ella, escucharla.
El conocimiento no es constructivo de su objeto en
el nivel meramente aprehensivo –el nivel del puro con-
cepto–, como ya he mencionado. Sí lo es en otros niveles
más complejos –los propiamente representativos–, en los
que la mente ya no se limita a captar lo real, sino que se
pronuncia, ella, sobre la realidad. Ahí sí que se da la poíe-
sis más allá de la práxis; digamos, la producción de una
mediación –judicativa, argumental, lingüística– que, a su
vez, podemos objetivar. Es todo el amplio espacio de la
cultura: lo que el hombre hace –construye– con su mente y
con sus manos, mentefacturas y manufacturas, y también lo
que piensa y dice sobre ello, lo que discurre y discute con
los demás seres humanos, tanto sus contemporáneos como
con la humanidad pasada y futura. Mas las representaciones

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que el hombre produce solo pueden ser significativas –solo


pueden significar realmente algo– sobre la base de una rela-
ción con la realidad que no es mediada, sino inmediata,
en la que se nos da algo no a través de ningún canal que
nosotros tendemos5.
Esto se comprende a partir de lo que dice Aristóteles
en el libro II, capítulo 5 De anima acerca de la presencia
como co-actualidad. En efecto, en el entender (conceptual)
se da una real identificación de lo conocido en acto (de
ser conocido) con el cognoscente en acto (de conocer)6. En
efecto, para el Estagirita, conocimiento es posesión inma-
terial de una forma; conocer es informarse de algo. Concre-
tamente, al conocer algo, la «forma» de lo conocido nos
«informa» también a nosotros, si bien en el modo que es
propio del espíritu, i.e «conformándonos» con lo conoci-
do sin serlo materialmente, por tanto, no de-formándolo.
Dado que la forma es, de acuerdo con la teoría hilemórfica
de Aristóteles, el ingrediente ontológicamente más decisivo

5 Lo explica bien este texto de P. Moya (2013, p. 43): «No se puede decir que se
conoce por medio del conocer. El conocimiento en cuanto tal no posee el
carácter de medio, es realización o actualización entitativa por la que el cog-
noscente se perfecciona en su modo peculiar de ser viviente. Al considerar el
conocimiento en la línea de la enérgeia se supera una visión fisicalista o natu-
ralista. El acto cognoscitivo supera la dicotomía físico-mental y se inserta en
la estructura entitativa del ser del sujeto que realiza sus potencias de acuer-
do con su intrínseca naturaleza. En el caso de la persona humana el conoci-
miento se realiza de acuerdo con su condición corpóreo-intelectual. Si se
considerara el conocimiento como un medio [entre el sujeto cognoscente y
el objeto conocido] se le atribuiría un carácter poiéticos, es decir, productivo,
porque lo propio del acto poiéticos es justamente su ir hacia, su tránsito hacia
el producto. El tejer, por ejemplo, encuentra su fin no en el tejer mismo, sino
en el tejido producido. Pero este acto productivo (…) no es nunca posesivo
de su télos: cuando se teje no se tiene el tejido; cuando se tiene el tejido, ya no
se teje. Su télos no es el producir mismo, sino el producto».
6 La coactualidad cognoscitiva, consignada en varios textos del De anima de
Aristóteles, también es afirmada explícitamente por Tomás de Aquino: «El
cognoscente en acto es lo conocido en acto» (Summa Theologiae, I, q. 85, a. 2,
ad 1).

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18 • El desafío de la formación intelectual

de cada realidad –lo que a cada una le hace ser lo que


es–, entenderla es serla, como él dice, «de alguna manera»
(πώς, quoddam modo).
De ahí que ayudar a entender es ayudar a ser más, y en
eso estriba –así lo veo– la tarea esencial de los maestros.
Ahora bien, el concepto nos da acceso a la realidad
en su sentido más amplio, incluyendo –puesto que forma
parte de lo que son– lo que las cosas pueden dar de sí.
Mirar así la realidad –especialmente la realidad de las per-
sonas– proporciona una «amplitud de miras» que resulta
muy interesante para múltiples facetas de la vida, por ejem-
plo, la educación.
La inteligencia conceptual, en fin, hace posible
«narrar» humanamente la realidad –ponerla en relación
con nosotros mismos– sin limitarse a constatar lo que hay,
que suele ser un síntoma de cansancio cultural, y en último
término una forma de violencia contra la razón, que nunca
se satisface solo con lo que hay –los hechos–, sino que aspira
a comprender las razones de lo que hay (Barrio, 1997). Mas
el por qué último de los hechos no está en el orden de
los hechos, sino en un orden «metafáctico», propiamente
metafísico, que no cabe constatar pero sí entender.

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3

Entender es le
leer
er den
dentr
troo, profundizar

Hacia el final de un libro-entrevista autobiográfico titulado


Sobre Dios y el mundo, y respondiendo a una pregunta del
entrevistador, Robert Spaemann declara lo que le parece
que ha aportado la Filosofía a su vida: algo más de claridad,
no tanto en las respuestas como en las preguntas (Spae-
mann, 2014, p. 361).
Sócrates mostraba la importancia de enderezar bien
las preguntas –de apuntar a lo esencial–, dotándolas así de
eficacia heurística; respuestas, en fin, que ayuden a encon-
trar algo. No hay respuestas definitivas a las cuestiones que
la Filosofía plantea, o, lo que es lo mismo, esas respues-
tas responden en la misma medida en que abren espacio
a nuevos interrogantes. El camino de la Filosofía, decía el
maestro ateniense, es aporético –sin límite–, de manera que
discurriendo por él nunca se logra alcanzar la meta final.
Ahora bien, para caminar por él hace falta alguna claridad
sobre la meta; quien no sabe a dónde va, no va, al menos
inteligentemente1.
Algo parecido podría decirse de la vida humana. Para
los filósofos que se reconocen en el linaje de Sócrates –y
en ese linaje sin ninguna duda se reconocen los mejores
filósofos–, la Filosofía es un modo de vida. La genial luci-
dez del maestro de Occidente se pone de manifiesto en los
grandes temas de la vida, y sobre todo a la hora de afrontar
su propia muerte. Aunque trágicamente, la resolución de

1 «Para buscar hay que saber qué se busca. Si no, ¿cómo adviertes que es eso lo
que buscas si no lo conocías?» (Menón, 80 d).

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20 • El desafío de la formación intelectual

no secundar la cordura de sus amigos pone colofón a una


auténtica vida filosófica. El ideal del sabio griego, encarna-
do prototípicamente por Sócrates, es saber vivir, i.e vivir
lúcida, no estúpidamente. Así, en la última conversación
que mantuvo con su amigo Critón, justo antes de beberse
la cicuta, sale a relucir la clarividencia y discernimiento de
quien desea llevar una vida coherente, frente a la perspi-
cacia sagaz de quien no ve más allá de lo que tiene inme-
diatamente delante. Critón deseaba salvarle persuadiéndole
a huir de Atenas, librándose así de cumplir la sentencia de
muerte a la que le habían condenado los senadores. Sócrates
le pregunta: «¿Es preferible vivir a vivir bien?» (Critón, 48
b). Un poco antes ha declarado: «Soy de condición de no
prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento
que, al reflexionar, me parece mejor» (46 b), y «no debe
preocuparnos lo que diga la mayoría sino lo que diga el que
entiende de lo justo e injusto» (48 a).
Quisiera detenerme en esa lucidez.
En casi todos sus Diálogos, Platón presenta a Sócrates
afanado por lograr una definición de aquello sobre lo que
versa la conversación. Este afán es evidente en el Menón, en
el Teeteto, etc. Por ejemplo, en El sofista llama la atención
la cantidad de pormenores en los que se detiene Sócrates
al dividir en categorías las diferentes artes, clasificándolas
cuidadosamente –en especies y subespecies– hasta definir
con total precisión el arte de la pesca con caña2. Ahora
bien, cuando se trata de cuestiones de una mayor hondu-
ra casi siempre termina el diálogo sin haber alcanzado la
anhelada definición; a veces, agradeciendo al interlocutor
su ayuda; a menudo, constatando que, pese a los esfuerzos

2 Vid. El sofista, 221 a-c.

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de ambos, no solo no la han logrado, sino que tienen la


sensación de haberse alejado aún más de ella, de ir como
dando palos de ciego3.
Desde luego, la definición es importante para saber con
precisión de qué hablamos, o, como dicen los alemanes, «de
qué va» (worum geht es). Discurrir con cordura y lucidez
requiere saber qué es (quid est) eso de lo que se trata, es
decir, conocer su esencia (quidditas). Sin una buena defini-
ción esencial –o, al menos descriptiva, que a menudo es el
paso preliminar– vamos, en efecto, sin rumbo. Uno de los
principales aportes del socratismo a la Filosofía, y a la cul-
tura occidental, consiste precisamente en mostrar el alcance
intelectual de las definiciones.
Una definición esencial no se cumple tan solo con una
relación o enumeración de casos, y menos aún con uno solo,
o con un ejemplo («es como si…»). Así, tratando de indagar
sobre el saber, Sócrates pregunta, no acerca de qué cosas
versa el saber, ni cuántos saberes hay, sino en qué consiste
saber, cualquiera sea el saber que se posea (Teeteto, 146 e)4. Y,
a la inversa, entender algo como un ejemplo, como un «caso
de», supone tener el concepto universal que la correspon-
diente definición aclara y explica.
Lo que se define, en efecto, no son cosas, sino índoles,
o sus correspondientes conceptos. El rendimiento de una
buena definición es hallar «lo que es lo mismo en todas las
cosas» (Menón, 75 a).

3 Menón le dice a Sócrates: «He pronunciado muchos discursos sobre la vir-


tud, pero ahora no sabría decir qué es» (Menón, 80 b). Frecuentemente la
reflexión de Sócrates, además de antojársele a él mismo torpe, le parece que
entorpece el discurso, provocando perplejidad en vez de arrojar luz sobre
los asuntos que trata: «Entorpezco a otros porque estoy entorpecido»
(Menón, 80 c). En un momento dado, Menón se queja de que Sócrates se pro-
blematiza y lo problematiza todo: «Es como el pez torpedo: entorpece al que
se le acerca y toca» (80 a).
4 En Teeteto (147 a) dice que a la cuestión de qué es el arte es ridículo respon-
der enumerando las artes: zapatería, alfarería, construcción de hornos o
ladrillos. «No te preguntábamos –le dice Sócrates a Teeteto– con la inten-
ción de contar (los saberes), sino con la intención de conocer qué es el saber
en sí mismo» (146 e).

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22 • El desafío de la formación intelectual

La primera lucidez intelectual consiste en la luz para


leer, dentro de los datos sensoriales que tenemos de cosas
concretas, sus índoles inteligibles. Es exactamente a eso a lo
que apunta la etimología de la palabra «intelecto», en latín
intellectus, que procede del verbo intus-legere, leer dentro5.
Se trata de una luz más «penetrante» que la sensible, y a ella
se refiere Aristóteles (1974) con la expresión nous poietikós,
intelecto agente (en latín, intellectus agens).
Esta luz ha de ser más penetrante, digo, porque «den-
tro» está más oscuro. Gracias a ella, por ejemplo, puedo
entender qué es un perro, i.e puedo leer en mi perro la índo-
le de perro (digamos, la «perrez»). El ser-perro de mi perro
no es mi perro, pero puedo hallarlo en él si detengo la mira-
da intelectual, si se hace luz ahí dentro. Esto no se logra por
el simple procedimiento de coleccionar fotos de perros. Por
muy buenos perros que sean, ninguno encarna la «perrez»;
ningún caso de ser-perro agota la especie canina. De lo
contrario, solo habría un perro, cosa que patentemente no
consta. Tener constancia de que aquí hay un perro significa,
por un lado, que estamos ante un ejemplar canino, es decir,
un caso particular, un individuo de la especie canina, pero
también significa que esta no se reduce a ninguno de sus
casos. Por muy perro que sea un perro, hay otros que tam-
bién lo son, quizá en forma algo más pobre o degradada.
El arquetipo no consiste en el correspondiente prototipo.
Pongamos por caso Rintintín, que es un pedazo de perro:
bueno, listo, guapo, criminólogo… ¡Vaya!, lo más que uno
podría imaginarse en materia de perros. Pues ni siquiera ese
perrazo es la perrez con patas. (Entre otras, una diferencia
significativa estriba en que todo perro tiene madre perra,
mientras que la perrez no).

5 Afirma Tomás de Aquino: «Se ha de decir que el nombre de entendimiento


se toma del hecho de que conoce lo íntimo de las cosas, pues entender (inte-
lligere) es como leer dentro (intus legere). Los sentidos y la imaginación solo
conocen los accidentes exteriores; únicamente el entendimiento llega hasta
las esencias de las cosas» (Quaestiones disputatae de veritate, q. 1, a. 12 c).

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El desafío de la formación intelectual • 23

Pensemos en otro tipo de índole, en este caso no sus-


tantiva sino adjetiva, por ejemplo la blancura. En términos
aristotélicos se trata de una forma accidental, la cual, a dife-
rencia de la índole canina, que es forma sustancial, necesita
darse en otro como en su sujeto, i.e precisa ser sujetada en
el ser por algo más sustantivo –una «sustancia primera»
(proté ousía)–, pues carece de la sujeción necesaria para ser-
en-sí. En efecto, la blancura no es en sí, sino en el perro
blanco, o el caballo blanco, o el folio, la camisa blanca, el
blanco de los ojos, etc.
Ningún blanco es tan blanco que agote la blancura.
Cuando yo era muchacho salía en televisión el anuncio de
un detergente que decía: «Ariel es el que lava más blanco».
Pongamos que Ariel es el prototipo de blancura –los lógicos
medievales dirían que es el analogado principal (analogatum
princeps) dentro del género «blancura»–. Mas por muy blan-
co que sea, no es la mismísima blancura (albedo ipsissima),
digamos, la blancura en sí misma considerada, o la blancu-
ra en sí. También porque, mientras que lo blanco siempre
puede ser más o menos blanco, la blancura no puede ser
más o menos blanca, pues en absoluto la blancura es blan-
ca; es lo que constituye como blancos a los blancos, pero
sin ser ella misma blanca. Para que la blancura confiera el
ser-blanco es menester que la blancura no sea blanca. En
otras palabras, ser blanco es tener blancura, pero sin serla.
Es el tema de la participación metafísica, que puede leerse
de dos maneras, al modo platónico o al aristotélico: como
imitación (mímesis), o como parcial posesión, i.e como un
real formar parte de algo (compartirlo con otros), o como
un tomar parte (partem capere) en algo.
Platón pensaba que esas índoles (formas arquetípicas, o
ideas) residen en un mundo ideal –kosmos noetós– distinto
del que nosotros vemos, y del cual este tan solo es sombra,
reflejo especular. La sombra se parece, imita al objeto que
la produce, pero la condición de ese parecer o imitar es no-
ser aquello que la sombra imita. Lo que vemos aquí, dentro
de la caverna, no son más que malas imitaciones, porque

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24 • El desafío de la formación intelectual

estamos a oscuras, semiciegos. La Filosofía busca librarnos


de esa ceguera. Concretamente, la dialéctica es el arte de ir
cerrando poco a poco los ojos a las sombras, distanciarnos
de las imitaciones para volver a la auténtica realidad, al ver-
dadero mundo al que originariamente pertenecíamos antes
de ser precipitados en la cueva, antes de ser prisioneros en
el cuerpo y condenados a penar en el ostracismo del mundo
de las cosas sensibles (kosmos aisthetós).
A diferencia de Platón, el Aristóteles maduro piensa
que para hallar la verdadera índole de las cosas no hay
que distanciarse de este mundo, sino penetrar en él, eso sí,
con una mirada más aguda facilitada por esa luz intelectual
más intensa. La índole de las cosas, su verdadera realidad o
entidad, no está en otro mundo distinto del que vemos. Lo
que ocurre es que no la «vemos», digamos, a simple vista,
sino que solo podemos «entenderla», i.e leerla dentro de las
cosas (como la índole de perro en un determinado can, o la
blancura en lo blanco). Está ahí, pero «dentro».
Ambos filósofos están de acuerdo en que la intelección
de algo no se reduce a la constatación de un hecho, o al
cómputo de casos, sino que consiste en hallar su «forma» o
índole. Esto es lo que aprendieron de su maestro Sócrates:
intelección es definición.
En el lenguaje filosófico se emplea también el término
abstracción como sinónimo de intelección de la forma o
índole. Pero mientras que para Platón lograr eso implica
«separación», para Aristóteles es «penetración». De forma
muy plástica lo expresa el pintor renacentista Miguel Ángel
en su famoso fresco La escuela de Atenas, que se conserva en
los Museos Vaticanos: en el centro de la escena aparecen
Platón y Aristóteles; el primero señala con el dedo hacia
arriba –el cielo de las ideas, el lugar que está por encima de
las nubes (hyperouranós topós), que es donde piensa que habi-
ta la auténtica realidad–, mientras que Aristóteles apunta
hacia abajo con su mano extendida.

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El desafío de la formación intelectual • 25

Esa lucidez intelectual puede comprenderse también


en términos de profundidad. Más allá de los tópicos al uso,
el discurso filosófico siempre ha tenido la pretensión de ser
fundamental, de ir a los fundamentos, a la raíz más profunda
de las cosas; al menos, de no conformarse con ser un discur-
so trivial, periférico, i.e que se queda solo en la superficie.
En el lenguaje platónico, esa pretensión de profundidad se
expresa con la metáfora de una segunda navegación6.
A juicio de Aristóteles (1979), la manera fundamental
de entender es la inducción (epagogé), el encuentro (inventio):
dar con la clave, o, mejor, con la raíz de las cosas7. Todo
conocimiento es avance, logro, aprendizaje: no hay ningún
conocimiento «natural» o innato. Pues bien, avanzar en
el conocimiento consiste, en lo intelectual, en remontarse,
en dirección ascendente, desde lo particular a lo general,
desde lo concreto a lo universal, y puede tener cualquiera
de estas formas: conectar lo secundario con lo primario,
enlazar lo nuevo con lo antiguo, integrar la experiencia
con la razón, o, en último término, entender lo que se ve,
i.e descubrir la entraña de lo que nos sale al encuentro. A

6 «La expresión “segunda navegación” indicaba, en la terminología náutica, a


aquella que tenía que hacerse con el recurso más esforzado de los remos, a
falta de vientos bonancibles; respecto de la investigación, significa confiarse
al método más arriesgado para fundamentar el aspecto inteligible de la reali-
dad. Siguiendo esta misma estructura, la primera navegación estuvo a cargo
de los presocráticos y su indagación de la physis. Desde el punto de vista del
método (la navegación propiamente metafísica), implica hallar conceptos
que permitan escrutar la verdad de lo real, pues, en un giro que recuerda el
símil de la caverna (República 515 e - 516 b), señala que el alma, para evitar su
ceguera, debe soslayar la contemplación directa de lo inteligible. Por ello, en
la investigación de la noción de causa, resulta necesario probar primero la
existencia de las ideas o “en sí” inteligible: “Me parece, pues, que si hay algo
bello al margen de lo bello en sí, no será bello por ningún otro motivo, sino
porque participa de aquella belleza” (Fedón, 100 c; puede leerse en conjun-
ción con Crátilo 386 e). (…) La segunda navegación se ocupa del aspecto inte-
ligible de la realidad o “lo verdaderamente real”» (Calabrese, 2018, p. 34).
7 Topica, I, 12. Con los límites que puede tener aquí una metáfora topológica,
llama la atención que para llegar a la raíz, al fondo de las cosas, haya que
remontarse «hacia arriba». En efecto, epagogé significa en griego, literalmen-
te, camino ascendente. También en latín altitudo significa profundidad.

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26 • El desafío de la formación intelectual

fin de cuentas es esto posible gracias a unas nociones y a


unos axiomas fundamentales de la razón, que también son
aprendidos, pero que están en la base de todo lo demás que
aprendemos. Esos axiomas básicos los denomina el Estagi-
rita primeros principios. También cabe discurrir desde ellos
hasta la periferia –desde lo general a lo particular–, y eso
es la deducción (apodeixis), procedimiento genuino de las
ciencias formales.
Tanto la in-ducción como la de-ducción son ductiones,
caminos, tránsitos, digamos, modos de acceder (de lo parti-
cular a lo general la inducción, y de lo general a lo particular
la deducción), y constituyen los itinerarios propios del dis-
curso científico. El prototipo de argumento demostrativo
–la demostración más perfecta en ciencia– es el silogismo
deductivo, pero hay otras formas de emplear la inteligencia
–otros hábitos intelectuales–, y para Aristóteles el modelo
de intelección no es el patrón científico o argumentativo,
sino una forma de inducción que no es propiamente dis-
cursiva, y que remite inmediatamente lo secundario a lo
primario, la periferia a la raíz8.

8 Hay tres formas de inducción epagógica, según Aristóteles: 1) la ejemplar,


que encuentra un caso paradigmático (paradéigma) a partir del cual cabe ini-
ciar el ascenso hasta la generalidad; 2) la enumerativa, que realiza el cómpu-
to más pormenorizado y completo posible de casos de una ley general, y que
constituye la inducción prototípica. Mas la forma de epagogé a la que aquí me
refiero es la 3) noético-intuitiva, que descubre o encuentra (invenit) un axio-
ma o principio en una intuición sensible (vid. Höffe, 1996, pp. 87-90).

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4

Entender es alumbr
alumbrar
ar y recor
ordar
dar

Fernando Inciarte explica que dar con la índole de algo


–entenderlo– consiste en «descosificarlo», es decir, forma-
lizarlo: hallar lo más formalmente constitutivo de ese algo,
que es justamente lo que aparece formulado en su defini-
ción. Con un punto de ironía lo expresa diciendo que enten-
der es no quedar preso en «el caso de la cosa» (das Ding mit
dem Ding)1. Esto implica ir desde las cosas a las índoles o for-
mas, desde los casos a los principios o, como se plantea en
la Fenomenología, desde los hechos a los fundamentos.

1 Es el título que inicialmente pensó dar a la lección inaugural de su cátedra


en Münster (Alemania), en la que quería explicar que la metafísica, entendi-
da al modo aristotélico, implica, precisamente, «descosificación». Es esta la
garantía de poder llegar a la índole real de la realidad, a la entidad de los
entes, algo que en otros escritos suyos ha denominado forma formarum
(Inciarte, 2004, p. 181). Solo merced a esta capacidad de descosificar puede
captarse el sentido en el que Aristóteles dice que el alma es, de alguna mane-
ra, todas las cosas (anima est quoddam modo omnia, cfr. De anima, III, 8, 431 b
21), pues todas las puede conocer. Mas para eso hace falta que el intelecto no
posea, antes de conocer, ninguna de las formas de lo que conoce. Continúa
Inciarte: «Tomás de Aquino (…) nunca ha definido el alma como una forma
substantialis materiae primae, sino –siguiendo a Aristóteles– como actus pri-
mus corporis organici, puesto que solamente los órganos pueden hacer posible
la vida, cuya realidad es el alma; y solo así el cuerpo puede ser concebido con
Aristóteles como la posibilidad del alma y, a su vez, el alma como la realidad
del cuerpo. La desfiguración por Russell de la idea de la sustancia, como si
fuera algo así como “un tarugo invisible, del que cuelgan las propiedades
como los jamones de la viga de una granja” (My Philosophical Development,
London, New York, 1959, p. 161), se basa sintomáticamente en la caricatura
empirista de la sustancia que sobrevive en la definición neoescolástica del
alma» (Inciarte, 2004, pp. 191-192).

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28 • El desafío de la formación intelectual

Ya Edmund Husserl había pensado a fondo la dife-


rencia entre el dárseme de algo y el algo que se me da.
Lo primero es el acto de conocer –en griego, nóesis– y lo
segundo es el contenido de ese acto –nóema–, es decir, lo
dado en la nóesis, en cada caso el objeto de ella. Lo uno es un
hecho y lo otro una índole (Husserl, 1997, §§ 85, 86, 96). El
psicologismo, que el fundador de la escuela fenomenológica
combate de forma muy eficaz, es el vicio consistente en
reducir el contenido lógico de lo dado al hecho psíquico
en el que se me da. El método fenomenólogico –tal como
Husserl lo plantea, la filosofía como discurso «fundamen-
tal»– busca analizar nuestras vivencias subjetivas hasta dar
con lo vivido en ellas, el fundamento de ellas, que en ningún
caso es la vivencia misma. Esta es subjetiva, mientras que lo
que en ella se le da al sujeto es un objeto, un dato o «fenó-
meno»; en el lenguaje husserliano también se le denomina
a esto forma o eidos.
Como reza un viejo lema aristotélico, nada hay en el
entendimiento que no haya estado antes en el sentido (nihil
est in intellectu quod non prius fuerit in sensu). Ahora bien, el
intelecto «lee» en los datos sensoriales algo que no es un
dato sensorial, sino una «índole». La cuestión es cómo dis-
tinguir sin desintegrar ambas cosas, en definitiva, la imagen
del concepto, digamos, lo físico de lo metafísico. Aun tra-
tándose de conceptos referidos a realidades materiales sin-
gulares, lo concebido en el concepto –«parto de la mente»
(partus mentis), lo denominan los aristotélicos medievales–
es la respectiva índole, universal e inmaterial. En efecto,
para Aristóteles (1978) «una cosa es la magnitud y otra la
esencia de la magnitud; y una cosa es el agua y otra la esen-
cia del agua» (Metaphysica, VIII, 3, 1043 b 2)2.

2 Lo mismo viene a decir Tomás de Aquino. Según él, el objeto formal propio
de la inteligencia son las esencias inmateriales de las cosas sensibles ejempli-
ficadas por la imaginación. «El entendimiento mira a su objeto según la
común razón del ser» (Summa Theologiae, I, q. 79, a. 7).

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El desafío de la formación intelectual • 29

En otros términos, entender el entendimiento pasa por


captar la conexión, y a la vez el hiato entre lo sensible y lo
metasensible, o metafísico.
Estoy persuadido de que en esto estriba el arte de ense-
ñar, a saber, en manejar hábilmente esa conexión e hiato
entre la imagen y el concepto. Creo que en rigor la peda-
gogía no es una ciencia, sino el «arte», el oficio (craft) que
logran tener los maestros que saben poner buenos ejemplos.
Como todo oficio, se obtiene con el tiempo, la experiencia y
la continua corrección. Un buen ejemplo –un ejemplo peda-
gógico– posee la virtualidad de atraer sobre sí la atención
para redirigirla a su vez más allá de él. Es obvio que de poco
sirve el ejemplo si se queda uno preso en él, sin llegar a
entender lo ejemplificado. El ejemplo pedagógico pide ser
trascendido, en cierto modo «olvidado», como decía Witt-
genstein de la escalera: aunque nos haya servido para subir,
al llegar arriba podemos prescindir de ella3.
Aristóteles habla de dos funciones intelectuales, una
activa y otra pasiva, que se comportan mutuamente como
la luz y lo iluminado. «Así pues, existe un intelecto (nous)
que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz
de hacerlas todas; este último es a manera de una disposi-
ción habitual (hexis) como, por ejemplo, la luz: también la
luz hace en cierto modo de los colores en potencia colo-
res en acto (to phōs poiei ta dynamei onta chrōmata energeia
chrōmata)»4. Una vez que se ha hecho la luz –el intelecto
agente, nous poeitikós–, queda trascendida la imagen (la que
los medievales llamaban «especie sensible»). Y lo iluminado

3 «Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al


final como absurdas, cuando a través de ellas –sobre ellas– ha salido fuera de
ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido
por ella). Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente
el mundo» (Wittgenstein, 2002, 6.54).
4 De anima, III, 5, 430 a 13-15.

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30 • El desafío de la formación intelectual

por esa luz a su vez queda como «impreso» en el intelecto


paciente (nous pathetikós), que es algo parecido a una memo-
ria intelectual, una memoria de conceptos5.
Del nous pathetikós dice Aristóteles que «es lo que es al
convertirse en todo» (De anima, III, 5, 430 a 10). No dice,
sin embargo, que sea como una tabla rasa (tamquam tabula
rasa) en la que nada hay escrito. Esa es una interpretación,
deficiente, que hace John Locke de lo que dice el Estagirita.
Lo que este realmente señala es que el entendimiento pasivo
no posee ninguna forma propia antes de conocer, es decir,
que se conforma plenamente con lo que conoce; en otras
palabras, que es pura potencia respecto de lo que conoce,
no poseyendo de ello nada antes de conocerlo, ni tampoco
semejanza alguna de ello (vid. Llano, 2016a, p. 92).
Entender –ver o leer dentro de las imágenes– y recor-
dar o retener la «índole» guardan analogía con las funciones
del alma según san Agustín. Él decía que hay tres poten-
cias del alma humana: el entendimiento, la voluntad y la
memoria. A esta última se refiere sobre todo en el libro
X de las Confessiones (Agustín de Hipona, 2010). En cierto
modo, la «memoria» es el entendimiento pasivo aristoté-
lico, en tanto que en verdad «recordamos» lo que hemos
entendido. Eso es, en efecto, lo que hacemos nuestro, lo que
incrementa nuestro haber cognoscitivo: re-cordamos lo que
guardamos en el corazón (cor, cordis), en el reducto íntimo
de nuestro ser6. Y a la inversa: lo que sabemos cordial-
mente, lo que constituye nuestra convicción profunda, es
lo que no olvidamos, aunque su causa material ex qua, a
partir de la cual se ha engendrado o concebido en nuestro

5 La mayor parte de los estudiosos de Aristóteles ha entendido que el pensa-


miento del Estagirita no es, propiamente, que haya dos entendimientos, uno
activo y otro pasivo, sino que el mismo intelecto tiene dos funciones: ilumi-
nar y recoger lo iluminado, entender –ver o leer dentro de las imágenes– y
recordar o retener la «índole».
6 En De vera religione (XXXIX, 72) está la célebre invitación de Agustín a la
interioridad «cordial»: Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine
habitat veritas (no necesitas ir fuera, entra en ti mismo: en el interior del
hombre habita la verdad).

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El desafío de la formación intelectual • 31

interior –las imágenes o ejemplos de los que nos hemos


valido para llegar a entenderlo– pueda perderse, o quedar
parcialmente desleída.
Se me puede olvidar el ejemplo del que me he valido
para entender, pero si he entendido a fondo, eso queda,
y puedo expresar el concepto con otro ejemplo o ima-
gen cualquiera. Muchos estudiantes incurren en el error
de pensar que hay que estudiar inmediatamente antes del
examen, pues de lo contrario al momento de tener que
examinarme se me habrá olvidado lo que estudié hace ya
tiempo. Naturalmente, y dependiendo del objeto de estudio,
a veces hay que retener datos con un esfuerzo que es más
mnemotécnico que propiamente intelectual. (Inteligencia y
memoria, por cierto, no están enfrentadas, por mucho que
se empeñen en enfrentarlas algunos pedagogos escasos de
cordura y de sentido común. Son distintas, mas no se opo-
nen mutuamente, aunque solo sea por la evidente razón
de que sabemos lo que recordamos, al menos lo que no
hemos olvidado; de lo contrario, no lo sabemos). Hay cosas
que sin duda habrá que repasar varias veces para que no se
pierdan. Pero estudiar con afán facilita entender, y eso es
una ganancia que no se pierde.
Entender es una «acción» (práxis) que enriquece a
quien la realiza. La respectiva «producción» (poíesis) de la
que esa acción se vale –el esmerado esfuerzo de estudiar–
tiene lugar en el tiempo y está sometido, como todo lo tem-
poral, al desgaste crónico. Ahora bien, una cosa es el pro-
ceso de llegar a entender y otra distinta el entender mismo.
En el entender, en el hacerse la luz intelectual que ilumina
la índole de algo, no hay desgaste temporal. Como veíamos
al comienzo, se identifica el presente con el pretérito per-
fecto: ver es haber visto, entender es haber entendido; en
ningún caso un proceso, sino una acción pura, presente y

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32 • El desafío de la formación intelectual

simultánea7. Por esta razón dice Llano (2016b) que entender


es algo maravilloso, casi milagroso: está fuera del mundo
material, y de la cadena causal.
El entender no tiene espacio ni tiempo; es algo extra-
mundano, algo que acontece «fuera» de este mundo, i.e fue-
ra de la cadena causal y de la sucesión temporal. De ahí que
no dure, sino que lo entendido, una vez entendido, perdura.
«Llegar a entender» sí acontece en el tiempo, constituye
un cambio, un devenir, y presupone un recorrido que solo
al final de él alcanza la meta. Dicho en términos tomistas,
una cosa es algo ya hecho (in facto esse), y otra su hacerse
(fieri): una cosa es lo entendido, la ganancia intelectual ya
obtenida, y otra el proceso de ganarla. Devenir entendido
algo es un proceso psicológico más o menos complejo.
Cuando tratamos de desentrañar un enigma investiga-
mos, i.e rastreamos indicios que nos conduzcan a la solu-
ción. Cuando intentamos resolver un problema lo estudia-
mos analítica, sintética y analógicamente, i.e examinamos
uno por uno los factores que han dado lugar a su apari-
ción; al mismo tiempo, procuramos no perder de vista la
conexión funcional entre ellos; y lo comparamos con otros
fenómenos parecidos, valorando las semejanzas y deseme-
janzas. En matemáticas, por ejemplo, llegar a entender una
ecuación de tercer grado, descifrar las claves necesarias para
comprender una integral compleja, o demostrar un teore-
ma, requieren un esfuerzo prolongado, reiterados acerca-
mientos y ensayos; hay que ir dando todos los pasos, y re-
pasarlos una y otra vez. Mas dar con la clave para resolver
el problema es inmediatamente «hacerse la luz» sobre él;

7 C. Calabrese propone una interesante reflexión sobre tal simultaneidad: «La


filosofía opera ante este horizonte como necesario aval de la moderniza-
ción, ya que nunca es un saber retrógrado. El acto filosófico esencial de ver y
preguntarse por lo visto, dos instancias que se cumplen en tiempo simultá-
neo, se realiza sobre lo que se ve, es decir, sobre el presente del hombre. Aquí
y ahora son los interrogantes para el filósofo. Nunca, como en una era de
obsesión técnica y de autosatisfacción con el fenómeno, la filosofía se vuelve
tan imperativa, tan solidaria con el hombre de siempre» (Calabrese, 2018, p.
18).

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El desafío de la formación intelectual • 33

ahí «damos a luz» algo en lo que nos perpetuamos. Del


mismo modo que una madre no se olvida de sus hijos,
incluso cuando son mayores o están lejos, tampoco lo que
hemos «alumbrado» –entendido– deja de estarnos presen-
te, al menos co-presente cuando no nos lo re-presentamos
de forma explícita, i.e cuando no lo consideramos de mane-
ra actual. Siempre lo re-cordamos. Tal vez podemos perder
la fórmula con la que lo entendimos, o la imagen, el ejem-
plo del que nos valimos para llegar a alumbrarlo, pero lo
alumbrado sigue ahí haciendo posible que lo reformulemos
o lo revitalicemos.

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5

Conocemos representaciones, sí, pero


también lo que ellas representan

La lucidez intelectual de la que habla Aristóteles –luz que


permite penetrar la entraña de las cosas–, capacita para
«ver» de tres modos:

1. ver a través de algo: representar


2. ver en algo: intuir
3. ante todo, ver algo: concebir

El «algo» de los modos 1 y 2 es visto indirectamente,


de forma mediata, i.e mediante otra cosa que ha de ser «vis-
ta» –objetivada– para que ella nos remita a aquel «algo»,
mientras que el «algo» que es visto según el modo 3 lo es de
forma inmediata, directa. En la terminología de los aristo-
télicos medievales se designa esta doble «objetivación» con
las voces obiectum quo (en ablativo, en referencia al medio a
través del que captamos algo), y obiectum quod (en acusativo,
en relación a ese algo que es captado).
Tal mediación representativa es una «especie» (species),
i.e algo parecido a un espejo (speculum) en el que algo dis-
tinto se refleja. El espejo guarda cierta semejanza con lo
reflejado en él: es «algo parecido a…», «una especie de…».
Mas la condición de esto es que la especie no consista en
lo reflejado; por mucho que se parezcan, la co-incidencia es
asintótica, nunca total.
Toda representación hace presente aquello que re-
presenta, pero inevitablemente a base de interponerse entre
el objeto representado y el sujeto ante quien se presenta. En

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36 • El desafío de la formación intelectual

latín, la palabra obiectum (objeto) se refiere a un yacer (iacere)


delante (ob). En alemán, la voz Vorstellung, que traducimos
al castellano como «representación», enfatiza aún más el
anteponerse, el «ponerse delante» (stellen vor).
La cuestión se podría plantear del siguiente modo:
―Cuando me miro en el espejo, ¿qué es lo que veo? ¿A qué
se orienta mi mirada como a su objeto: al espejo o a mí mis-
mo? ―Sin pensarlo demasiado, cabría responder algo que
parece obvio: lo que veo es mi propia imagen, i.e la imagen
mía reflejada en el espejo. ―Mas tampoco sería disparatado
responder que lo visto soy yo a través del reflejo. ―Bien,
pero el yo reflejado, ¿soy yo, o mi imagen? Pues si el espejo,
pongamos por caso, refleja mal –es cóncavo, o convexo, o
está mal pulido, o cromatizado–, entonces deforma la ima-
gen mía sin deformarme a mí. Entonces, en último término,
¿qué es lo que veo?
La afirmación de que lo único que conocemos son
representaciones –sensibles o inteligibles– es la tesis que
en el lenguaje filosófico se designa con el nombre de repre-
sentacionismo. Dicha tesis viene a proponer que a fin de
cuentas no conocemos la realidad en sí de nada. Si lo que
conocemos (obiectum quod) son representaciones, en el fon-
do la representación tan solo se hace presente a sí misma
sin re-presentar nada distinto de ella. En otras palabras, si
la representación no es re-presentación de algo distinto de
ella misma –la cosa que en ella o a través de ella (quo) se hace
presente–, entonces la representación no revela o desvela
nada, sino que oculta o enmascara: más que acercarnos la
realidad, nos aleja de ella.
Desde luego, la realidad supera cualquier modo de
representárnosla. No toda ella podemos capturarla: algo de
ella se nos escapa. Wittgenstein enfatiza esa inefabilidad
del ser conjurando cualquier forma de lo que él denomina
«misticismo»1. Ahora bien, si no captamos algo de la reali-
dad, realmente no captamos nada. La tesis del representa-

1 «De lo que no se puede hablar hay que callar» (Wittgenstein, 2002, Tesis 7).

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El desafío de la formación intelectual • 37

cionismo es la afirmación de que solo percibimos nuestras


percepciones, pero sin poder saber si en realidad son per-
cepciones de… algo distinto de ellas mismas.
Dos formas prototípicas de este planteamiento las
encontramos en John Locke e Immanuel Kant. Para Locke,
solo vemos visiones. En efecto, lo que en teoría haría visi-
bles a los cuerpos sería su color. (Los escolásticos decían
que el color es el objeto formal quod de la capacidad visiva,
es decir, la única formalidad bajo la cual algo se deja ver).
Ahora bien, Locke piensa que el color es una cualidad, no
de lo visto, sino del vidente; algo, por tanto, subjetivo –una
afección del sujeto–, de manera que ver es lo mismo que
«colorear»2. Así, de las cosas no captamos visualmente nada
que no les hayamos dado nosotros y, entonces, ver no es
otra cosa que verse.
Algo análogo dice Kant de la inteligencia que juzga
(analítica). Esta no hace más que sintetizar, es decir, compo-
ner un fenómeno –apariencia– con un concepto a priori, a
saber, algo que la experiencia me da con algo que yo pon-
go en ella para organizarla racionalmente de manera que
pueda entenderla. Mas tener experiencia es dárseme algo
como objeto, i.e representármelo. Por ejemplo, la existencia
es una categoría mental, según Kant: uno de los conceptos
puros, los cuales se deducen de los modos del juzgar (en
este caso, de los enunciados asertóricos, los que asertan o
aseveran, afirman o niegan algo de algo, que a su vez se
incluyen entre los juicios que el maestro alemán denomina
«de modalidad»)3. En efecto, no cabe hacer aserciones sin
presuponer la existencia de lo aseverado.
Desde luego, si la existencia consiste tan solo en la con-
dición de posibilidad del juicio asertórico –tal es la tesis
fuerte del idealismo trascendental, o «crítico»–, entonces al

2 En el Ensayo sobre el entendimiento humano (II, 23, 10) afirma lo siguiente: «La
amarillez no está realmente en el oro, pero es una potencia en el oro para
producir esa idea en nosotros cuando se sitúa en la luz debida» (Locke, 1975,
p. 282).
3 Vid. I. Kant, Crítica de la razón pura, A 74 / B 99-100.

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38 • El desafío de la formación intelectual

decir de algo que existe no estoy diciendo nada real de ese


algo: tan solo digo que estoy pensando en eso (si lo dice la
razón en su uso teórico; si lo dice en su uso práctico, que «A
existe» no significa otra cosa que «necesito pensar en A»).
En consecuencia, nuevamente de acuerdo con Kant, cono-
cer algo es lo mismo que «pensarlo», a su vez no otra cosa
que ponerlo frente a mí, i.e pro-ponérmelo como objeto de
mi consideración. De ahí que para él la existencia no sea
una característica además de las que el objeto ya posee al
representármelo, sino precisamente la condición subjetiva
que hace posible que me lo represente. Tal es el sentido de
la célebre frase de Kant: «El ser no es un predicado real»4.
Que más allá de lo que la representación me pone delante
–algo «para-mí»– haya algo «en-sí» (noúmeno), nunca pue-
do llegar a saberlo.
Aunque pueda ser excesivo por mi parte decirlo, y
a riesgo de parecer inmodesto, he de decir que no pue-
do estar más en desacuerdo. Es evidente que puedo aislar
la representación de aquello que presenta, y considerarla
en sí misma –la imagen, o el concepto que los escolásti-
cos tardíos denominan «formal», no objetivo–, del mismo
modo que puedo acercarme y mirar el espejo, no solo en
él o a través de él. Y es lo que ocurre cuando «reflexiono»,
es decir, cuando hago del propio conocer el tema de mi
consideración. Mas eso solo puedo hacerlo de manera obli-
cua, indirecta, y en un segundo momento (intentio obliqua,

4 Ibid., B 620. En su obra magna el filósofo alemán lleva a cabo un examen de


los que él denomina «paralogismos» de la razón dialéctica, es decir, inadver-
tencias o engaños en los que incurre la razón al confrontarse consigo mis-
ma. Uno de estos paralogismos lo detecta en el famoso argumento de san
Anselmo de Canterbury, al que Kant comenzó a designar como «argumento
ontológico». Anselmo no lo proponía para demostrar la existencia de Dios,
porque para él es evidente –por tanto, no haría falta demostrarla–, pero sí
para mostrar la contradicción en la que incurren quienes la impugnan, los
ateos. Kant hace una crítica inteligente a ese argumento, y en el contexto de
ella dice que «el ser no es un predicado real» (Sein ist kein reales Prädikat), a
saber, cuando digo de algo que es, o existe, no estoy diciendo nada real de
ese algo. Lo único que hago es proponérmelo como objeto, añadiéndole
todas sus determinaciones.

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El desafío de la formación intelectual • 39

o secunda), es decir, una vez que la representación me ha


hecho presente directamente (in recto) otra cosa. En el caso
del espejo, yo solo me hago cargo de que veo a través del
espejo –y me cuestiono si refleja bien– una vez que el espejo
ha reflejado otra cosa distinta de él mismo; digamos, me
doy cuenta de que me veo a través del espejo, después de
haberme visto yo en él.

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6

Enseñar es pr
presen
esenttar la realidad, no solo
las repr
epresen
esenttaciones de ella

Hace años propuse lo que a mi juicio constituye la fibra


neurálgica de la educación escolar. Creo que en lo fun-
damental esta consiste en una introducción a la realidad
mediante un lenguaje significativo (Barrio, 2006). «Lengua-
je significativo» es algo más que palabrería autorreferencial.
Plantear la posibilidad de un lenguaje que diga algo de algo,
obviamente presupone impugnar la tesis representacionis-
ta, empresa nada fácil. Ahora bien, que la realidad pueda
aportarnos algo, i.e que pueda incrementar nuestra propia
realidad personal –y la educación tiene mucho que ver con
la ayuda al crecimiento de lo más humano del ser humano–
depende de que podamos «leerla», entenderla; al menos,
entender algo de ella, dentro de nuestra limitación. Mas la
realidad solo puede abrirse a una inteligencia que a su vez
sea capaz de abrirse más allá de ella misma.
La dificultad de esta empresa –impugnar el represen-
tacionismo– claramente desborda las posibilidades del pre-
sente escrito. Baste por ahora señalar que, si se entiende
que educar tiene algo que ver con tal introducción a una
realidad significativa, entonces la mencionada empresa es
ineludible.
En términos estrictamente filosóficos la abordó Anto-
nio Millán-Puelles en una obra monumental, la Teoría del
objeto puro (2015), y creo que de cara a una impugnación
del representacionismo hasta ahora no ha habido resulta-
dos más contundentes que lo que ese texto ofrece. Con
todo, las dificultades teóricas del representacionismo no

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42 • El desafío de la formación intelectual

han mermado su arraigo cultural. La discusión filosófica


sobre el conocimiento, y en particular el modo de plantear
el «problema crítico» que se ha acuñado a partir del kan-
tismo, ha tenido un impacto profundo que ha rebasado los
cenáculos filosóficos, llegando a configurar una forma men-
tis, una mentalidad muy característica de nuestro mundo
contemporáneo, y afectando finalmente fibras sensibles de
lo que se piensa, se dice y se hace en el mundo educativo.
La cuestión –y pienso que esto muestra la envergadura
de la mencionada empresa– es que la vis atractiva, la fuerza
con la que el representacionismo persuade a tantos reside
en el hecho de que tiene parte de razón. Ahora bien, el pro-
blema de las medias verdades es que acaban siendo grandes
mentiras. ¿Cuál es la media-verdad del representacionismo?
En primer término diré que, salvando las diferencias,
meto aquí en el mismo cajón las posturas que en el lenguaje
filosófico se conocen como idealismo, empirismo, racio-
nalismo, voluntarismo, emotivismo: todas ellas tienen en
común ser modos diferentes de encerrarse el yo en sus
estados de conciencia, en definitiva, en sus representacio-
nes, tanto analépticas como orécticas (cognoscitivas y ten-
denciales, mas estas últimas en la medida en que suponen
a aquellas). En ese sentido, todas estas propuestas pueden
designarse como formas diversas de representacionismo, i.e
distintos modos de quedar confinado el sujeto dentro de
la trama de sus representaciones y, por tanto, igualmente
se pueden designar genéricamente como «inmanentismo»,
o «solipsismo».
Es cierto que el yo mantiene una peculiar relación
consigo mismo, a la que nos referimos, en términos muy
generales, como intimidad o vida interior. Esta se manifies-
ta en estados subjetivos variados en los que está implicada la
razón, la experiencia, la voluntad, la afectividad, la emotivi-
dad, el dinamismo impulsivo. Todos esos estados son reales
y tienen su sede en la inmanencia del yo. Pero, aun cuando
en buena medida tengan causas endógenas, no es verdad
que puedan explicarse apelando solo al sujeto, digamos, de

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El desafío de la formación intelectual • 43

forma exclusivamente endogámica, como con toda justicia


ha señalado el primer Husserl (2002) –influido por su maes-
tro Franz Brentano (1935)–, al hablar de la «intencionali-
dad»1. Hay en todos esos estados una tendencia o tensión
que apunta a algo más allá de ellos mismos y del sujeto que
los vive. La gran mentira a la que conduce la medio-verdad
del inmanentismo es que, a partir de la constatación de la
realidad interior de las vivencias subjetivas –ciertamente
algo muy real–, plantea que el sujeto queda encerrado en la
trama de su percepción individual sin poder trascenderse.
La complejidad de ciertos estados de conciencia parece que
teje una red que le impide salir de sí mismo. Ese encerra-
miento solipsista, esa prisión del yo en la urdimbre de sus
vivencias íntimas, es la gran mentira.
Por otro lado, dejando aparte las vivencias de
carácter tendencial y centrándonos en las de tipo noético-
cognoscitivo, entender es una acción (práxis) que, debido al
carácter psicosomático del ser humano, está unida a la pro-
ducción (poíesis) de ciertas representaciones y, en general,
nuestra relación con el mundo está mediada por ellas.
Que el ser humano es un ser cultural –que en su
naturaleza está la necesidad de cultivar, acrecer su propia
humanidad y el entorno natural, el hábitat donde habita–
significa que no se limita a adaptarse al mundo, sino que
adapta el mundo a sí mismo, lo humaniza. El ser humano
es, en este sentido, un ser técnico: produce instrumentos
que le ayudan a dominar la naturaleza para ajustarla a sus
necesidades. Esta capacidad técnica le franquea la realidad
poniéndola a su disposición; gracias a ella puede tener la
realidad a mano, y tenerla en sus manos (manipularla, mane-
jarla). Por su parte, el ser humano necesita hacerse cargo de
sí mismo en su relación con el mundo. Ese «dominio» sobre
la realidad –tanto sobre el mundo, su hábitat, como sobre sí
mismo, habitante del mundo– lo ejerce el hombre a través

1 Husserl describe la intencionalidad como la propiedad de las vivencias de


estar referidas a algo (2002, p. 498).

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44 • El desafío de la formación intelectual

de mediaciones técnicas, artísticas, lingüísticas, etc. Todas


esas mediaciones, en rigor, son «constructos», productos de
su mano y de su mente (manufacturas, mentefacturas).
Así, la relación entre el ser humano y «su» mundo
está mediada culturalmente. El hombre es un constructor
de mediaciones significativas –plenas de sentido humano–
a través de las cuales, a su vez, encuentra o da sentido a las
cosas y a sí mismo en medio de ellas. De esto ha hablado
el neokantiano Ernst Cassirer (1993), para quien la cultu-
ra es un sistema de formas simbólicas –en cuyo centro se
sitúan el mito, el lenguaje, el arte y la ciencia–, que reco-
gen y realizan la «interpretación», la lectura humana del
universo físico2.
Ahora bien, aunque todo está humanamente mediatiza-
do –interpretado por el hombre, que necesita tomar posesión
de lo real– lo que la realidad tiene de más real –lo que los
metafísicos denominan el ente en cuanto ente– no se reduce
a la mediación ni a la interpretación humana. Lo más real
de la realidad no es su lectura humana, sino que está antes.
Frente a la tesis de la «hermenéutica total» –u holismo, en
expresión de F. Inciarte (2004, p. 215)– habría que decir que
no todo es interpretación. La entidad del ente –el ente en
cuanto ente– es a priori de todas nuestras interpretaciones,
versiones, lecturas, mediaciones, representaciones, signos,
símbolos o «especies».
Lo que los fenomenólogos alemanes, siguiendo al pri-
mer Husserl, llamaron «impulso» (Aufschwung) de ir «a las
cosas mismas» (zu den Sachen selbst) ya estaba en Tomás de
Aquino mucho antes, y en forma diáfana, en el propósito de
no conformarse con lo que se dice de las cosas, sino aspirar
a conocerlas como en verdad son: «El estudio de la filosofía

2 «Cultura significa un todo de actividades verbales y morales, de actividades


que no están concebidas de manera abstracta, sino que tienen una tendencia
constante y la energía para su realización. Es esta realización, esta construc-
ción y reconstrucción del mundo empírico lo que está incluido en el con-
cepto mismo de cultura, lo que constituye uno de sus rasgos esenciales y más
característicos» (Cassirer, 1979, p. 65).

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El desafío de la formación intelectual • 45

no tiene como fin saber lo que piensan los hombres, sino


en qué consiste la verdad de las cosas» (Studium philosophiae
non est ad hoc quod sciatur quod homines senserint, sed qualiter
se habeat veritas rerum)3. Es lo que la realidad nos dice (corpus
veritatis), más que lo que nosotros decimos de ella, lo que
intelectualmente interesa ante todo. En todo caso, el interés
intelectual primario de nuestras representaciones es, preci-
samente, su valor de verdad4.
La única forma de no terminar engullidos en el flujo
mediático, de no quedar presos en un universo de media-
ciones, es mantener un ducto que nos conecte –valga la
redundancia, directamente– con la realidad extramental. La
posibilidad de esto viene dada por dos formas de «inmedia-
ción», una sensible y otra intelectual. No son, propiamente,
re-presentación –eso viene después–, sino dos formas de
presencia inmediata: de lo sensible en el sentido y de lo inte-
ligible en el entendimiento. Se trata del ver y el concebir.
Ver es captar inmediatamente la apariencia, y concebir es
alumbrar la índole real de algo.
Desde luego, ambas acciones las realiza el sujeto que
conoce, y los respectivos rendimientos de cada una –la
visión y el concepto– son operaciones inmanentes, i.e acti-
vidades cuyo resultado permanece en (manet in) la interio-
ridad del sujeto. Es patente que el concepto no está en lo
concebido sino en quien concibe, al igual que la visión no

3 Cfr. In Ar. De coelo et mundo, I, 22, n. 8.


4 Josef Seifert (2008, pp. 20-21) pone en los términos justos el valor del méto-
do, algo que en el gremio filosófico viene muy bien hacer después de Descar-
tes. «Método» significa, en griego «camino a seguir», literalmente «ir tras
de» algo que se busca. Pero lo que se busca no es buscarlo sino encontrarlo.
El verdadero hallazgo –la verdad de las cosas– es lo que interesa, más que las
tentativas. O bien, lo que interesa de las tentativas es su valor heurístico, su
fecundidad para, comenzando por ahí nuestra indagación, o siguiendo por
donde la han dejado antes otros, encontrar realmente algo. Solo desde la
expectativa del hallazgo se justifica la búsqueda, los instrumentos que even-
tualmente podamos emplear en ella y el camino a seguir, incluso los medios,
artificios especiales, trucos o añagazas que pongamos en juego con el propó-
sito de cobrar la pieza que acechamos (por ejemplo, la «duda metódica» car-
tesiana, o la epojé de los fenomenólogos).

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46 • El desafío de la formación intelectual

está en lo visto sino en el vidente. Ahora bien, en ambas


operaciones se verifica la presencia «intencional» de algo
que, al ser visto o entendido, «está presente», bien que en
la forma propia del ser de la inteligencia, que es inmate-
rial. Por el contrario, la re-presentación es un «estar-por»
algo que «no está».
La palabra «intencionalidad» procede de la voz latina
intentio, que es la sustantivación del verbo tendere in, tender-
hacia; en latín, este verbo rige acusativo de dirección, i.e
apunta a algo que «acusa», fuera de mí, mi tendencia hacia
ello. Mas aquí no se trata tan solo de que la operación de
conocer tenga un tema, i.e «verse sobre» un objeto –cosa
que no necesariamente implica que el sujeto se trascienda,
salga fuera de sí–; se trata más bien de que en esas dos
formas de inmediatez el sujeto es remitido directamente
hacia afuera, más allá de sí mismo.
Digo que la representación viene después de la presencia
porque en esta el sujeto es plenamente activo, mientras que
en la representación lo es solo de manera parcial: funda-
mentalmente es re-activo. En otras palabras, la captación
inmediata es una acción pura (práxis), en tanto que el repre-
sentar siempre tiene la forma del constructo: es la pro-
ducción (poíesis) de algo «a partir de» causas o condiciones
antecedentes. Por eso afirma A. Llano que solo en el enten-
der conceptual somos plenamente libres:

«El concepto es producto de la libertad, en cuanto que este


concepto no tendría por qué haberse formado necesariamen-
te; en cuanto que, en lugar de él, se podría haber formado
otro; y que, según esta medida, en su formación no han tenido
parte factores que –como en la representación– no fueran
objetivos: ninguna causa natural ha sido su condición sufi-
ciente. Las representaciones están sometidas a la causalidad
natural; los conceptos no. Cuando se cumplen determinadas
condiciones, se sigue de ellas esta representación y no otra.
Lo cual no vale para el concepto. El concepto no es manipula-
ble, no constituye un miembro de una cadena causal. Incluso
la más estricta sucesión de conceptos en nuestro pensamiento

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El desafío de la formación intelectual • 47

no es inevitable como un acontecimiento natural, no queda


fuera de nuestro control. La necesidad del pensamiento no es
la necesidad natural» (Llano, 2016a, pp. 101-102) 5.

En consecuencia, si se «cierran» esas dos ductiones –que


nos «conducen» más allá de nosotros mismos, liberándonos
del autoencerramiento solipsista–, entonces toda presencia
se desvanece, toda realidad se virtualiza y el mundo deviene
«gran teatro», por emplear la famosa imagen de Calderón6.

5 De ahí que «la suerte de la filosofía, e incluso del humanismo y la ciencia,


exige que reconozcamos una dimensión no representativa en el propio
conocimiento intelectual. Se trata de la índole cuasi-intuitiva y no mediada
que poseen los conceptos más elementales y primitivos, en los que se apoya
la variedad y variación de nuestras conversaciones, razonamientos y discur-
sos. Estamos ante aprehensiones simples, en el sentido más sencillo de la
expresión. Sin ellas, el entramado de representaciones intelectuales tendría
un carácter circular y meramente pragmático. No respondería –en definiti-
va– a un contacto directo con las formas reales, sino que estaría más bien al
servicio de estrategias retóricas o utilitaristas que, a la postre, no pertenecen
a ninguno de nosotros como personas vivas, sino a esos flujos anónimos e
indefinidos a los que llamamos “opinión pública” o “mercados”» (Llano,
2016a, p. 96). Más adelante afirma, frente al naturalismo: «El concepto pro-
piamente no tiene causas. El que alguien conozca es algo que se puede pre-
parar, pero no se puede causar. Se pueden suscitar artificialmente represen-
taciones, pero no conceptos. Por eso no hay –ni puede haber– ningún
procedimiento artificial para introducir conocimientos en la mente huma-
na. He aquí el límite de todos los intentos de sustituir el esfuerzo de apren-
der por estereotipados métodos pedagógicos. Afortunadamente, la publici-
dad y la propaganda tienen un límite, porque no cabe transferir conceptos a
base de influencia o manipulación» (Llano, 2016a, p. 100).
6 Refiriéndose a la experiencia estética, George Steiner habla de que en ella
podemos advertir la «irreductible autonomía de la presencia, de la “otre-
dad”» (Steiner, 1998, p. 259). El arte sublime nos extasía, nos arrebata, nos
eleva y trasciende por encima de nosotros mismos. Pero, por otra parte
–como ha señalado Fernando Inciarte–, el arte sale al paso de la incomple-
xión de la realidad, que no es todo su ser: «No hay nada en este mundo,
incluido el mundo mismo, que sea todo su ser; (…) todo en el mundo y el
mundo mismo es parte de sí mismo, fragmento al que la plenitud sólo le
puede llegar en todo caso de fuera: de lo único que ya es plenitud» (Inciarte,
2001, p. 224). Antes ha afirmado lo siguiente: «La totalidad del ser –la sínte-
sis de finito e infinito– no existe ni, por lo tanto, tampoco, si se me permite
la expresión, el tan cacareado ser, como si este fuera una tarta que se repar-
ten Dios y, en una porción menor por exigua que sea, el mundo. Lo que exis-
te en todo caso es la totalidad de su propio ser –eso sería el infinito, Dios– y
el resto, que en estas condiciones ni se le añadiría en absoluto ni podría

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48 • El desafío de la formación intelectual

Hay muchas metáforas modernas de esa prisión. Tal


vez las dotadas de mayor fuerza expresiva las provee la
literatura, la mitología o el cine7. Me quedo con dos figu-
ras filosóficas: por un lado, la idea de Arthur Schopen-
hauer (2000) según la cual el mundo, como reza el título
de su obra más conocida, es «voluntad y representación»
(Die Welt als Wille und Vorstellung); por otro, la tesis de que
vivimos en una era de «cosmovisiones» (Weltanschauungen),
i.e nuestro mundo es nuestra visión, interpretación o lec-
tura de él, y por tanto hay tantos «mundos» como visio-
nes (o espejismos, alucinaciones). Martin Heidegger descri-
be nuestra época –también es el título de un libro suyo
(1996)– como «la era de la imagen del mundo» (Die Zeit
des Weltbildes). Para él lo decisivo de la realidad es el senti-
do que le damos, la manera humana de hacernos cargo de
la realidad mediante la operación que denomina «otorga-
miento de sentido» (Sinngebung)8. También el postulado de
Schopenhauer pone de relieve la disponibilidad de lo real,

entrar en síntesis alguna con él. No siendo la totalidad de su ser ni, por
tanto, totalidad alguna, el universo es y no es; es decir, no es del todo real
sino que es a la vez ficticio. Y aquí ya tenemos al arte y a la artificialidad
(…) metidas en la vida y determinándola. (…) La filosofía no tiene que ver
con la verdad, sino con la verosimilitud. Es lo que dice Platón en el Timeo: si
el mundo es solo verosímil, el mejor modo de dar con él es “mitificarlo”,
contando historias. Historias que no pretendan ser verdaderas sino sólo
verosímiles» (Inciarte, 2001, pp. 151-152). «¿No hemos quedado en que no
hay tal “todo”, un puro todo o un todo puro, y que por eso el mundo está
abocado al arte, a la artificialidad, barroca o no, a que le prestemos y nos
prestemos el servicio de la cultura?» (Inciarte, 2001, p. 165).
7 Tres ejemplos paradigmáticos: el drama La vida es sueño, el más célebre auto
sacramental de Calderón de la Barca; el mito griego del laberinto (el que
construyó Dédalo en Creta para esconder al Minotauro): una vez dentro ya
nadie puede salir de él; o la escena final de la película La dama de Shanghái,
dirigida por Orson Wells (1948), en la que los personajes se disparan mutua-
mente en un laberinto de espejos dentro de un parque de atracciones; el jue-
go de espejos hace que los disparos acierten en el reflejo, pero sin herir a los
personajes, que salen indemnes (solo al final se hieren de verdad).
8 Según Bech (2001, p. 51), Heidegger se refiere a la Sinngebung de acuerdo
con una noción ampliada de significación que apunta más bien al sentido
(Sinn), la cual toma de los desarrollos que hace Husserl en Ideen I (Husserl,
1997, p. 296).

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El desafío de la formación intelectual • 49

su condición de estar «a mano» (zu Handen). La expresión


Zuhandenheit, que podríamos traducir libremente como dis-
ponibilidad, es de Heidegger (2006, § 96), pero les cuadra
muy bien a ambos filósofos. En efecto, el mundo es tan
disponible como nuestra representación de él; con nues-
tras representaciones podemos jugar libremente, podemos
hacer con ellas lo que queramos.
Esa arbitrariedad, por su parte, es igualmente un tema
muy «posmoderno»: la narrativa. La corrección que la pos-
modernidad plantea respecto de la modernidad es justa-
mente la acusada desafección hacia los grandes relatos cos-
movisionales, característica general de los autores posmo-
dernos. Las cosmovisiones de la modernidad han de ser
reemplazadas por nuestras pequeñas historias personales:
dónde estamos cada uno y cómo hemos llegado hasta ahí.
Narrativas, por cierto, «inconmensurables»: no hay metro
ni criterio para comparar unas con otras, y menos aún para
contrastar su valor. ―«No me juzgues» –dicen muchos–;
los parámetros de tus juicios de valor tan solo te pueden
servir a ti. ―Lo cual, en último término, conduce a cancelar
la discusión racional, que precisamente intenta entrecruzar
narrativas para contrapesarlas, midiendo la valencia huma-
na de cada una de ellas. (En la discusión racional lo que
realmente cuenta es dónde está cada uno y por qué, y no
tanto cómo ha llegado hasta ahí; el trayecto biográfico de
cada interlocutor es pertinente en la discusión tan solo si da
luz sobre lo importante: qué dice y por qué lo dice. Y eso,
el decir algo a otros y aducir razones que lo respalden, pre-
supone que por muy «mía» que sea mi narrativa, al narrarla
a otros lo hago con la pretensión de que la entiendan, y la
discutan, i.e la contrasten con la «suya»).
En todo caso, y salvando el elemento «narrativo», tanto
la modernidad como la posmodernidad filosófica están en
lo mismo: el mundo es lo que cada uno nos contamos de
él. El matiz, ciertamente no menor, es que la cosmovisión

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50 • El desafío de la formación intelectual

moderna aún conserva alguna pretensión de verdad –tal vez


más bien de certeza–, mientras que la narrativa posmoder-
na tan solo pretende ser la mía.
Más afectiva que racional –más personal e intransfe-
rible que comunicable y, desde luego, ya no tan filosófica
como literaria (hoy la mayor parte de los filósofos posmo-
dernos piensan que la filosofía es un género literario: escri-
ben ensayos, no tratados, buscan más sugerir que demos-
trar)–, la posmodernidad «filosófica» está, digámoslo así,
curada de espanto frente a los que Kant llamaba «sueños de
la razón»9, los cuales, como plásticamente refleja el célebre
aguafuerte de Goya, «engendran monstruos». Por razones
de higiene social, más vale no tomarse demasiado a pecho
las propias convicciones, pues todo el que tiene algo por
verdadero de modo incondicional corre el riesgo de ser
intolerante con las convicciones alternativas a la suya.
Con expedientes de esta naturaleza muchos han llega-
do a la paradójica convicción de que cualquier convicción
que no sea sobre fútbol o gastronomía –a excepción, natu-
ralmente, de esta misma que ellos esgrimen– es propia de
sociópatas, gente peligrosa para la sociedad, o de que la
verdad es algo malo porque es la gran excusa para que los
violentos hagan barbaridades10. Es lo que plantean filóso-
fos como el norteamericano Richard Rorty, que escribió un
texto que lleva por título La prioridad de la democracia sobre

9 Cfr. I. Kant, Crítica de la razón pura, A 757 / B 786.


10 El señor G. Soros, que tanto habla, emulando a Karl Popper, de «sociedad
abierta», ha convertido su próspero negocio especulativo en una imponente
empresa de fabricación y distribución internacional de leyes-mordaza. Es
un referente para todos aquellos que pretenden difundir sus principios de
tolerancia y apertura a golpe de código penal. Ha descubierto una mina de
oro para sus lobbies de preferencia: perseguir al discrepante imputándole por
delito de odio es el mejor «argumento» para defender la convicción propia
que, a día de hoy –en la época de la «posverdad»–, no puede encontrar otro
modo de impugnar la convicción contraria que taparle la boca a quien la
exhibe con la pretensión de que es verdadera.

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El desafío de la formación intelectual • 51

la filosofía (2001), egregio monumento al disparate. Confun-


diendo la velocidad con el tocino, proclama la conveniencia
de no tomarse nada en serio11.
De una u otra manera seguimos en lo mismo: el nar-
cisismo solipsista que nos impide abandonar esa postu-
ra autorreferencial, ombligocéntrica, propia de la primera
niñez, y de la que las personas comienzan a librarse cuando
empiezan a crecer.

11 Lo cual evoca el célebre Epigrama de Palladas, de Marco Aurelio: «El mundo


es un escenario, la vida un juguete; disfrázate y juega tu papel; pero destierra
cualquier pensamiento serio; si no, arriesgas que el corazón te reviente»
(apud Waltz, 1928, libro X, p. 72).

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Concluyendo…

La educación es una ayuda a la maduración, al crecimiento


de la persona, o de lo más humano del ser humano. Y ayudar
a eso únicamente es posible si logramos conectar con una
realidad que se sitúa más allá de nosotros mismos, cuya
entidad puede incrementar la nuestra tan solo si la conoce-
mos realmente. Y, a su vez, conocer realmente es re-conocer
lo que las cosas en realidad son, lo que son en verdad. El yo
se acrece en el contacto real con un no-yo que posee una
entidad y un régimen propio, en principio independiente
de nuestras representaciones cognitivas, lingüísticas, afec-
tivas, etc.; leyes y régimen propio, que en primer término
hemos de aprender para poder dialogar con la realidad, e
incluso para poder emplearla en nuestro provecho, hacién-
donos cargo de ella.
De ahí que una parte relevante de la tarea de los docen-
tes consista en suministrar recursos intelectuales que ayu-
den a la gente a irse formando criterio para discernir lo
real de lo virtual, lo que decimos de las cosas de lo que las
cosas «dicen» siendo.
Hoy ese trabajo ha de afrontar algunas dificultades
específicas, pues en un contexto sociocultural tan «mediá-
tico» como el nuestro es fácil que nos empantanemos en
medio de tanta pantalla. Toda cultura está hecha de media-
ciones, pero hoy son tantas y tan aparentemente inmediatas
–visuales, en la llamada «cultura de la imagen»–, que las
virtualidades pueden bloquear mucho el acceso a la realidad
real. Para muestra un botón: la forma en que tanta gen-
te confunde las «amistades» virtuales en las redes sociales
con la auténtica amistad, sin duda la mayor riqueza real
de un ser humano.

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54 • El desafío de la formación intelectual

Las herramientas digitales parece que nos franquean


un acceso inmediato a las cosas y a las personas, pero
en realidad producen el efecto contrario. La profusión de
dispositivos electrónicos, y la dependencia que induce en
mucha gente el abuso de ellos, conduce al aislamiento de la
realidad y de los demás, de lo otro y de los otros. Tantos que
se pasan la vida «conectados» on-line, en realidad quedan,
ausentes, «enganchados» a sí mismos. Ese autocentramien-
to no ayuda, sino que dificulta la maduración.
Confesándose obsesionado por los libros, el filósofo A.
Llano invita a todos a adquirir «la manía de leer: que se
despreocupen de todo lo demás (que es irreal) para abocarse
a los libros, donde se encuentra la verdadera realidad. La
experiencia enseña que el leer –como el vivir– no requiere
un tiempo extra» (Llano, 2016b, p. 223). Por exagerada que
resulte la afirmación de que solo la lectura nos pone en
contacto directo con la realidad, este autor –«un letraherido,
según dicen los pedantes»– no repara en gastos a la hora de
señalar las ventajas «vitales» de la buena lectura:

«El libro tiene todas las ventajas: su uso es totalmente libre,


no pretende apabullar a nadie, invita sin obligar, puede ser
sustituido sin celos y, además, es barato. Representa, dicen
ahora los tecnócratas, con su prosa salvaje, un valor-refugio
contra la crisis. Aunque el buen lector sabe que la causa pro-
funda de la crisis estriba en que demasiada gente ha dejado
de leer y ha buscado satisfacer su fantasía con delirios de
consumo y juegos de azar. Los hispano-hablantes deberíamos
entender lo que está pasando, porque nuestra obra clásica por
excelencia es la historia de un lector empedernido, a quien los
libros enseñaron que lo importante es la honra limpiamente
ganada, y no el dinero o el poder, de origen generalmente
sospechoso. El Quijote es además la historia de una conver-
sión. Porque, al final de la jornada, el Hidalgo acaba dándose
cuenta de que lo importante de los libros no es tanto la fanta-
sía como la verdad» (Llano, 2016b, p. 223).

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El desafío de la formación intelectual • 55

Entender es lo que «realmente» nos saca de nosotros


mismos, pues en esa praxis nos «conformamos» con la
realidad que conocemos. Y así el ser humano se «autotras-
ciende». En eso estriba un aspecto crucial de la libertad
humana: en no estar preso de uno mismo. La apertura a lo
otro y a los otros, que es lo que nos hace crecer y lo que
nos hace más libres, no la facilitan las pantallas. Aunque
para algunas cosas eso está muy bien, lo que más ayuda a
lo fundamental de la vida humana es leer, y discutir con los
amigos sobre lo que se ha leído. Ayudar a la gente que se nos
confía a hacer bien estas dos cosas es, hoy, una «emergencia
educativa» y, desde luego, un reto cultural de gran alcance,
en el que los docentes tenemos un papel primordial.
Termino con una interesante observación de Llano:
«Una educación que prescinda de los libros, y todo lo fíe
a las nuevas tecnologías y al activismo, es una mala edu-
cación. Frente al riesgo de una instrucción postliteraria, al
observar que la afición a la lectura desciende alarmante-
mente entre los jóvenes, es preciso difundir con toda el alma
el amor a los libros. Porque los libros son el cauce ordinario
y común de la vida del espíritu» (Llano, 2016b, p. 221).

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Referencias bibliográficas

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