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2. 5. FRANCISCO DE QUEVEDO
Biografía
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Vesubio: el volcán de Parténope (nombre poético de Nápoles), de donde fue virrey Osuna. También Sicilia
(por otro nombre Trinacria), de donde fue igualmente virrey el duque, enciende en sus honras funerales nsu
volcán Etna (o Mongibelo, nombre cultista del Etna).
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Obra poética
http://www.cervantesvirtual.com/portales/francisco_de_quevedo/vida_y_obra/
aplicasen a las musas, en que los antiguos propios estuvieron muy varios, como en la
distribución de las obras que en aquellos rasgos primeros e informes él delineaba
González de Salas redactó los epígrafes explicativos de las composiciones y una
serie de notas filológicas al texto.
La información con la que contamos en estos momentos permite suponer, pues,
que los 600 poemas del Parnaso español (1648) constituyen versiones acreditadas del
texto final de la poesía quevediana, y gozan de garantía para las seis musas que lo
componen. En 1670, el sobrino de Quevedo, Pedro Aldrete publicó Las tres musas
últimas castellanas, con la intención de completar la publicación de las poesías
quevedianas, pero sus textos son menos fiables que los de González de Salas. Ya en el
XIX aparecen las ediciones de Aureliano Fernández Guerra y Florencio Janer en la
Biblioteca de Autores Españoles. En nuestro siglo las ediciones de Astrana Marín (Obras
completas, Madrid, Aguilar, 1932, con varias reediciones) son de muy escaso rigor,
aunque aportaron textos nuevos y materiales importantes. Mucho más rigurosas son las
ediciones de Blecua, Poesía original, y sobre todo Obra poética (ver la bibliografía para
sus datos), donde se recogen numerosas variantes de manuscritos y ediciones. Todavía
quedan por resolver problemas textuales complejos, y fundamentalmente queda por
resolver el problema de la explicación (anotación) de los difíciles poemas quevedianos,
parcialmente acometidos en algunos trabajos recientes.
Se tiene constancia de unos novecientos poemas fiables escritos por Quevedo que
pueden dividirse en:
- Poesía metafísica/moral/religiosa
- Poesía amorosa
- Poesía burlesca
Sobre la doble idea clásica de la vida como peregrinación (caminar breve jornada)
y navegación (último terceto), construye un soneto lleno de antítesis que, extremadas, son
agudas paradojas como la de «muerte viva» para definir la vida, o bien «tierra animada»
(puesto que somos tierra, por la del destino en el sepulcro), que sin embargo «anhela
duración» (siendo ese destino solo una duración permanente). Insiste en la idea de vida
sepultada en el propio cuerpo, y con el tropiezo en la tumba (monumento). desarrolla
formidablemente el dilatado verso cinco («Nada, que siendo, es poco, y será nada») el
tópico del ser y la nada en un mismo lapso breve de tiempo, pese a la insistencia de una
vanidad inadvertida y engañosa. Esta idea es la que exponen los tercetos, la de una
esperanza ciega y engañoso pensamiento en una duración imposible. La imagen
última es tomada de Séneca de modo muy cercano como pues escribía el cordobés en un
pasaje de su De brevitate vitae: «Los atareados llegan a la vejez sin previsión ... De
repente e impensadamente tropiezan con ella ... Tal y como el viajero se distrae con la
conversación y antes de creer acercarse, se da cuenta de que ha llegado coma pues en la
misma manera en este viaje incesante de la vida ... a los que están atareados con sus
quehaceres, no se les aparece sino cuando termina».
Como bien señala Micó, (El oro de los siglos, p. 343) tal vez no haya mejor
ejemplo del “desgarrón afectivo” —sintagma con el que Dámaso Alonso definió la poesía
de Quevedo— que el soneto que lleva por título Represéntase la brevedad de lo que se
vive y cuán nada parece lo que se vivió
Compárese este soneto que se acaba de comentar con una carta a don Manuel
Serrano del Castillo, fechada el 16 de agosto de 1635, donde Quevedo dice lo siguiente:
«Señor don Manuel, hoy cuento yo cincuenta y dos años, y en ellos cuento otros tantos
entierros míos. Mi infancia murió irrevocablemente; murió mi niñez, murió mi juventud,
murió mi mocedad; ya también falleció mi edad varonil. Pues, ¿cómo llamo vida una
vejez que es sepulcro, donde yo propio soy entierro de cinco difuntos que he vivido? ¿Por
qué, pues, desearé vivir sepultura de mi propia muerte, y no desearé acabar de ser entierro
de mi misma vida? Hanme desamparado las fuerzas, confiésanlo, vacilando, los pies,
temblando las manos; huyose el color del cabello y vistiose de ceniza la barba; los ojos,
inhábiles para recibir la luz, miran noche; saqueada de los años la boca, ni puede disponer
el alimento ni gobernar la voz; las venas para calentarse necesitan de la fiebre; las arrugas
han desamoldado las facciones; y el pellejo se ve disforme con el dibujo de la calavera,
que por él se trasluce. Ninguna cosa me da más horror que el espejo en que me miró ...».
Respecto a su poesía moral, además del conocido poema «Miré los muros de la
patria mía», encontramos otro poema representativo de este tipo de poesía y que es,
probablemente, el mejor elogio que se haya hecho a los libros:
Algunos años antes de su prisión última me envió este excelente soneto desde la
torre2
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Se refiere González de Salas, el editor de la parte de las poesías de Quevedo en la edición titulada El
Parnaso español (Madrid, A costa de Pedro Coello, 1648), en este epígrafe a La Torre de Juan Abad,
residencia de descanso de Quevedo, hacienda en la provincia de Ciudad Real, muy cerca de Villanueva de
los Infantes. Recogido por Micó en su antología El oro de los siglos, pp. 349-350..
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Como bien apunta Micó (p. 349), en este soneto, sobre la base temática del elogio
de la vida apartada de la corte, se recogen varios motivos de la literatura estoica: la
soledad culta, con la poca compañía de unos pocos libros (humanizados como amigos), y
la lectura y el estudio como consuelo y guía del hombre virtuoso. Así pues, el soneto
contiene un triple elogio: a la vida retirada, a la lectura y a la imprenta, que salva las voces
de las grandes almas de la muerte y permite dialogar con ellas a través de la lectura. El
concepto base es que los selectos libros —pocos, pero buenos— permiten la conversación
con los autores muertos. Desarrolla este concepto del diálogo vivo en el segundo cuarteto,
pues se comprendan o no, enmienden o corroboren nuestros discursos, permiten hablar al
difunto con el que está en ese sueño que es la vida. «Despiertos» estaría por tanto en
correlación necesaria con la vida que los libros proporcionan a quienes ya no gozan de
ella, permitiéndoles tener voz para el diálogo de autor y del lector al que se refieren los
«músicos callados contrapuntos» o voces alternadas, recogiendo Quevedo la imagen de
contrapunto musical para ese ir de la voz del autor, que habla despierta en el libro, a la
del lector.
El primer terceto se nos dice que es la imprenta la que al producir los libros doctos
que los difuntos sabios han escrito, quien, vengadora, libra de las injurias de los años —
la desaparición primero, el olvido después— a las grandes almas que fueron ausentadas
por la muerte.
El último terceto tiene una interpretación diáfana después de anotar González de
Salas su fuente, en Persio II,1, Numera meliore lapillo: Quevedo traduce lapillo por
«cálculo» con el valor de las piedrecillas con que se señalaban las horas en los relojes
romanos. El sentido es que la mejor hora de las que huyen es la que computa, cuenta, el
reloj mientras leemos, la más provechosa, puesto que nos mejora. Que viene a ser lo
mismo que dice Micó (p. 351): «la mejor hora es aquella que dedicamos al estudio».
Poesía amorosa
Sabemos que Quevedo era profundamente misógino, que su matrimonio con doña
Esperanza de Mendoza resultó un estrepitoso fracaso y acabó en la separación. De su
poesía satírica en que tantas veces ridiculiza el sentimiento amoroso y ofrece desengaños
a ingenuos entusiastas, no cabe esperar un profundo poeta del amor. Y, sin embargo,
Quevedo es un intenso y extenso poeta erótico. Blecua incluye un total de 220 poemas en
el apartado de los amorosos. Poco o nada se sabe de las llamadas ocultas bajo nombres
como Flora, Floralba, Fili, Aminta… La misma Lisi, a quien dedica todo un cancionero,
nos queda enteramente desdibujada. De manera, que es más que probable que estos
poemas no tengan una destinataria concreta e inmediata. En parte, lo que el poeta
reproduce son tópicos amatorios de la época como a los que dota de nueva expresividad;
pero, por otro lado, surgen en ellos los temas que le preocupan hondamente; la pasión
amorosa tiene autenticidad. Cabe preguntarse si la amada tuvo existencia fuera de la
mente del autor o si la pasión amorosa fue una creación de su espíritu atormentado,
solitario y contradictorio. Sea como fuere, la existencia de testimonios fehacientes de que
Quevedo sintió por Lisi una pasión real no añadiría ningún valor a su cancionero amoroso.
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De manera que es obligado considerar la lírica quevedesca como ente autónomo, cuya
conexión con la peripecia vital del autor hoy en día se nos escapa.
La concepción amorosa de Quevedo parte de una múltiple tradición cultura, pero
las más amplias y próximas son el petrarquismo introspectivo y el neoplatonismo. Parte
Quevedo no tanto de una concepción del amor cuánto de una forma de entender la lírica
amorosa. El primer hito de esa corriente es, sin duda, Petrarca. Tras él, los petrarquistas
italianos y los españoles, en especial la cadena Garcilaso-Herrera-Lope.
Lo que caracteriza el erotismo lírico de Quevedo frente a otros autores de la
tradición neoplatónica y petrarquesca es la violencia. Ya se dijo que Dámaso Alonso ha
hablado del «desgarrón afectivo» como imagen totalizadora de su poesía. En los poemas
amorosos se adivina, más que en ninguna otra faceta, esa afectividad contenida que salta
violentamente en sus versos. La crítica ha subrayado el papel marginal de la amada en
nuestro autor. La introspección psicológica convierte el objeto erótico en mera disculpa
retórica del autoanálisis. Pero esa disculpa retórica tiene importancia en Quevedo por
cuanto le permite expresar una cara de su personalidad: la necesidad afectiva de la
comunicación íntima. Desde el contacto superficial de los sonetos galantes hasta la unión
espiritual de los más exaltadamente neoplatónicos hay siempre una sombra de
encastillamientos con que se pretende romper. Dicho de otro modo: la soledad es tema
habitual en esta región de la lírica quevedesca.
Al igual que vimos en Lope, Quevedo cuenta con poemas que tienen como objeto
principal la definición del amor. Obsérvese el siguiente soneto:
A diferencia del de Lope («Ir y quedarse y con quedar partirse»), el final del de
Quevedo muestra su diferencia de talante personal. No termina con el vitalista «quien lo
probó lo sabe», sino que concluye que el amor es parecido a nada, pues contrario a sí
mismo. Un silogismo muy retórico, pero también una mueca de desengaño, de
descreimiento, frente a la afirmación positiva de la conclusión lopesca.
Por lo demás, estamos ante un ejemplo de agudeza por contrariedad, en la que
sobresale la perfecta construcción voluntariamente ajustada a unas anáforas que repiten
siempre el mismo verbo, el de la definición es (primer cuarteto), aunque en el segundo
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parasismo: último estadio de la enfermedad que antecede a la muerte, cuando el enfermo pierde la
consciencia.
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cuarteto, valiéndose del zeugma 4, limita el verbo es al verso 5, e inicia la serie anafórica
del artículo: un, un, un…
Otro aspecto apreciable es que en buena parte de los poemas amorosos de
Quevedo no se sitúa a la amada como centro principal de atención, tal y como
tradicionalmente se había realizado en poesía renacentista. El centro será el propio paisaje
interior del poeta, generalmente, lleno de dolor. En la poesía del siglo XVI el poeta escribe
desde un presente dolorido evocando un pasado feliz. En la poesía amorosa de Quevedo
apenas existe el recuerdo de un pasado feliz. Una nueva diferencia del tópico del amor
cortés lo encontramos en el hecho de que en la poesía de Quevedo, el amor no es
sensualidad sino tormento, rabia, obsesión, agonía, ruina. Define su sentimiento amoroso
con su propia persona, indicando que todo él es ruinas y destrozos:
Otra de las características del Siglo de Oro es la sublimación del amor. Pero en
Quevedo, de nuevo, encontramos otra diferencia: aunque el amor sea sublime, el dolor
del poeta se convierte en un dolor físico. Se somatiza. Véase este soneto, otro de los
grandes poemas quevedianos recogidos en el cancionero a Lisi:
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Figura retórica de construcción que consiste en sobrentender un verbo o un adjetivo cuando se repite
en construcciones homogéneas y sucesivas.
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Los tres últimos versos desarrollan cada uno una frase y acumulan intensidad.
«Reino del espanto» es metonimia de infierno, pero dándose como cierre en un soneto
que ha ido creciendo en intensidad emotiva suena a algo más que a una referencia culta,
viene detrás de una «confusión que inunda el alma», con esa plasticidad y fuerza que solo
Quevedo supo arrancarle al lenguaje petrarquista hasta llevarlo más lejos. Nótese que
todas las imágenes del soneto por separado eran conocidas: la amada como mar sordo, el
llanto, el suspiro, el infierno como reino del espanto. Todo había sido dicho. Sin embargo,
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Quevedo toma esas imágenes y nos las hace ver como si fuesen nuevas a nuestros ojos,
las acumula, las resitúa y las vivifica. En eso consistió su extraordinario laboreo poético.
Poesía burlesca
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0/html/01770bac-82b2-11df-acc7-002185ce6064_2.html
promontorio de la cara,
pirámide del ingenio,
pabellón de las palabras,
zaquizamí del aliento [...]
«Érase un hombre a una nariz pegado» es soneto muy comentado por los estudiosos
de Quevedo, sin duda por su valor paradigmático: el arte del concepto como relación
alcanza aquí su máximo exponente (Lázaro Carreter).
Como se puede ver, en este sentido la delimitación del tema se conecta
irremediablemente con la misma estructura del poema. Determinado tipo de estructura
podría apuntar a interpretaciones como las defendidas por Molho, si fueran aceptables.
Que tal estructura parezca a ciertos críticos muy simple, y se esfuercen en buscar
algo más es un problema de percepción anacrónica. La verdadera deficiencia está en
ignorar este modelo. El soneto está construido, pues, sobre un modelo vigente, conocido
y eficazmente operativo en el momento de su escritura. Esto no significa que no haya en
él motivos antisemitas, etc. Significa solamente que la estructura debe estudiarse, lo
mismo que los demás componentes, dentro del marco de referencias adecuado.
La macroestructura consiste en una serie de metáforas, que tienden a ocupar cada
una un verso (esticomitia que resalta la composición suelta y acumulativa en unidades
sucesivas identificables).
De los catorce versos los doce primeros, con leves variaciones, pueden considerarse
doce proposiciones esticomíticas referidas todas al objeto de la burla (el hombre narigudo
o la misma nariz, identificados a efectos de la caricaturización). La anáfora con érase,
era, reiterada en once casos (excepto el verso 11) subraya este paralelismo constructivo
(la mayor parte de los versos se construyen efectivamente en paralelismo, del que la
anáfora es solo un componente llamativo) y la asimilación de todos los miembros de la
enumeración.
La unidad viene del referente común de las nueve metáforas que pueden
distinguirse (y alguna otra hipérbole no estrictamente metafórica): el narigudo/la
nariz. En unos casos (versos 1, 4, 5, 6, 7, 8, 12, 13) el referente sobre el que opera el
predicado metafórico es el narigudo; en otros (vv. 2, 3, 9, 10, 11) la misma nariz, con
alternancia poseedor/atributo.
El último terceto introduce pequeñas variantes en la ordenación señalada: el verso
13 no consta de una sola proposición, sino de dos (muchísimo nariz/ nariz tan fiera)
construidos en forma de quiasmo, mientras que el verso 14 se rompe la anáfora para
terminar con una conclusión que cierra sintáctica y semánticamente el poema. Se trata de
una especie de recapitulación y cierre, en un tipo de estructura de soneto característico
también del barroco.
La función de este cambio en el terceto final es precisamente la de marca de cierre:
en una estructura suelta como es la que organiza este soneto, la acumulación de metáforas
podría continuarse indefinidamente (es precisamente lo que sucede de alguna manera en
romances con igual esquema), pero el soneto exige terminar en el verso decimocuarto. Es
necesaria una marca de final para señalar al receptor que el poema se acaba.
A diferencia de la tendencia renacentista en que el soneto se inclina a una estructura
bipartita con los cuartetos para la exposición y los tercetos para la conclusión, este soneto
quevediano ofrece una continuidad estructural, con esquema enumerativo, y reiteración
de la fórmula hasta el último momento.
El resto de nuestro comentario consistirá en declarar verso por verso los conceptos
que construyen esta caricatura famosa del figura protagonista, conceptos que sin duda
apuntan a una variedad de motivos (los antisemitas de manera muy relevante) que
producen en conclusión un efecto de mezcolanza que la crítica ha subrayado como
integrante esencial del arte grotesco.
Verso sexto. Algo semejante habría que decir respecto de la metáfora siguiente que
identifica al sujeto satirizado con una «alquitara pensativa». Molho advierte un valor
alusivo a la alquimia, lo que le conduce a una extensa divagación sobre otros simbolismos
herméticos y múltiples, dejándose, a mi juicio de subrayar lo principal: esto es, el valor
cómico de una nariz larga como el tubo de un alambique, retorcida y grotesca y además
goteante. Por el extremo del tubo de la alquitara sale el líquido destilado; por la nariz
gotea la mucosidad. Este elemento repulsivo, de la secreción corporal, pertenece al
territorio de la burla y la degradación caricaturesca, y tiene que ver con modelos
carnavalescos. No menos grotesca es la cosificación implicada en la imagen, que
complementa la animalización de la anterior: dos vías degradatorias bien conocidas en la
burla.
No es la única vez que utiliza el poeta estos motivos: escribe en el núm. 728, vv. 19-
20: «El narigudo oledor / que fue alquitara con ojos»; en el núm. 748, vv. 53-56: «nariz a
cuyas ventanas / está siempre el romadizo / muy juguetón de moquita/ columpiándose en
el pico»; núm. 803, vv. 53-56, etc.
Gracián en el Criticón señala que el nasudo es sagaz: la nota de «pensativa» aludiría
a la nariz como signo de ingenio (ver núm. 684, v. 30 donde se llama a la nariz pirámide
del ingenio), y ambos rasgos, nariz larga e ingenio, se consideraban característicamente
judíos.
En el verso séptimo vuelve a otra animalización, grotesca de nuevo por la
exageración del tamaño y por el desorden de la posición. Es la imagen de algo disforme
como un elefante patas arriba, con la trompa que se parece a la nariz del narigudo:
semejanza de base visual en principio, a la que se acumulan connotaciones diversas.
Lázaro ve una doble alusión: imagen de algo disforme como un elefante patas arriba y
también el sentido de «arriba, por encima de la boca»: la nariz era tan monstruosa como
un elefante patas arriba y aquel individuo por encima de la boca era un elefante porque
su nariz era tan grande como una trompa. A mi juicio la imagen del elefante patas arriba
hay que referirla al hombre completo no sólo a la nariz, cuyo correlato es la trompa.
Verso octavo. Un juego onomástico (frecuente también en la obra burlesca
quevediana) propicia el chiste siguiente, sin duda de ámbito culto o estudiantil, usado
también por Góngora en la Fábula de Píramo y Tisbe y Salas Barbadillo, entre otros. El
nombre del poeta latino Ovidio Nasón se actualiza en su sentido de «narigudo»,
añadiéndole nueva dimensión por medio del neologismo: es un Nasón «mal narizado».
Dos metáforas visuales continúan en los versos 9-10: espolón de galera y pirámide
de Egipto. Poco misterio tienen las dos, de carácter eminentemente gráfico, acumulándose
a otros términos de comparación de los diversos reinos de la naturaleza y actividades
humanas, en la vía de lo grotesco.
Ya tenemos pez espada, reloj de sol, alquitara, elefante, Ovidio Nasón, espolón,
pirámide... animales, cosas, seres de diversos campos que implican una visión desde
diversos puntos de vista, con asociaciones múltiples, una serie de líneas divergentes que
curiosamente vienen a coincidir en su referente: muestra de ingenio concentrar tantas
cosas disímiles en un centro al que todas expresan, por otra parte, con justeza, gracias a
la coherencia individual de cada uno de los conceptos que componen la definición global.
De Egipto retorna a Judea y los motivos semitas: nueva insistencia sobre la nariz
judía al establecer en nueva hipérbole (verso 11): todas las narices de todos los miembros
de las doce tribus de Israel están concentradas en esta nariz o narigudo.
El último terceto representa la conclusión, sintetizando el sentido de todo el poema,
y organizando la estructura sintáctica con diversas señales de cierre, como ya se ha visto.
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Conviene echar ahora una mirada a otras redacciones del poema, que algunos
estudiosos consideran más felices, sobre todo una de las versiones manuscritas que es la
elegida por Blecua en sus ediciones.
El Parnaso (la versión que yo he elegido) lee:
Los dos textos, en suma, tienen distinto potencial satírico y burlesco, y me inclino a
ver en ellos dos redacciones equipolentes.