Está en la página 1de 18

1

2. 5. FRANCISCO DE QUEVEDO

Biografía

Nació Quevedo en Madrid el 14 de septiembre de 1580, de familia hidalga


montañesa y cristiano-vieja, hijo del secretario particular de la princesa María y más tarde
secretario de la reina doña Ana de Austria —la cuarta esposa de Felipe II— don Pedro
Gómez de Quevedo. Su madre, doña María Santibáñez, fue dama de la reina. Cuando
todavía era niño, muere su padre, en 1586. Su madre pasa entonces al servicio de la
Infanta Isabel Clara Eugenia, de forma que Quevedo empieza ya a familiarizarse con el
ambiente palaciego y cortesano en el que siempre habría de vivir.
Se formó en el Colegio Imperial de los jesuitas (1592-1596), frecuentado por la
nobleza; y 1596 ingresa en la Universidad de Alcalá. En 1600 ha obtenido ya el título de
licenciado en arte; ha adquirido una sólida formación humanística y filosófica, además
del dominio de las lenguas clásicas, el francés y el italiano.
Una estancia en Valladolid, mientras esta ciudad es sede de la corte, parece iniciar la
interminable enemistad con Góngora, probablemente atizada por celos profesionales
entre dos de las mentes más agudas (y atrabiliarias) de la época. En sus años de estudios
mantiene correspondencia con el famoso humanista belga Justo Lipsio, que tanto habría
de influir en el pensamiento filosófico de Quevedo, y desarrolla su interés por las
cuestiones filológicas y filosóficas, y su afición a Séneca y los estoicos. Ya en 1604 era
uno de los poetas predilectos del público
En diversos testimonios del tiempo se hallan referencias a su ingenio, a su defecto
visual y a su cojera. Frecuenta los círculos académicos y las tertulias literarias con notable
éxito.
Poco hay, en cambio, sobre su vida amorosa y más detalles de sus actividades al
servicio del Duque de Osuna, que empiezan en 1613, y que le llevarán a desempeñar
delicadas misiones diplomáticas, a menudo en la Corte española,
En 1613 Quevedo se marcha a Sicilia al servicio del duque de Osuna que ha sido
nombrado virrey. Se convierte en su hombre de confianza y se vuelca en los asuntos
políticos. Intervendrá en las misiones más delicadas de la enrevesada política italiana del
momento. Intriga en Madrid para que se le otorgue a su protector el virreinato de Nápoles,
nombramiento que se consigue en 1616 en circunstancias bastantes dudosas.
El caso, por abreviar, es que todas estas actividades numerosas y agitadas terminan
bruscamente con la caída de Osuna e n 1621, conseguida por sus enemigos de la Corte:
Quevedo fue desterrado a la Torre de Juan Abad, y luego encarcelado en Uclés, para ser
reintegrado a la Torre, en donde hacía tiempo que mantenía un pleito por sus derechos de
señorío sobre la misma. En 1622 regresa a la Corte y se relaciona con los nuevos favoritos,
especialmente con el conde-duque de Olivares, con quien establece complejas ligaduras.
Lo que no le impidió mantener su lealtad al duque de Osuna, cuya muerte en prisión
llorará en el espléndido soneto que citamos:
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.
2

Lloraron sus envidias una a una


con las propias naciones las extrañas;
su tumba son de Flandes las campañas,
y su epitafio la sangrienta luna.
En sus exequias encendió al Vesubio 1
Parténope, y Trinacria al Mongibelo;
el llanto militar creció en diluvio.
Diole el mejor lugar Marte en su cielo:
la Mosa, el Rin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.
Durante todos estos movimientos nunca deja de amistarse o reñir con variados
personajes del momento: amistades con Carrillo y Sotomayor y Lope, enemistades con
Góngora, Pacheco de Narváez, entre otros; ni de escribir asiduamente en los múltiples
territorios literarios en que se mueve: festivos, morales, políticos.
Entre 1635 y 1639 vive prácticamente encerrado en su Torre de Juan Abad. En 1634
se casa, ya cincuentón, con la viuda doña Esperanza de Mendoza, señora de Cetina. Se
separaron a finales de 1636 y ya no volvieron a verse. Ella murió en 1641.
El 7 de diciembre de 1639 sobreviene un acontecimiento inesperado. Es detenido en
casa del duque de Medinaceli en Madrid y, sin mediar explicación alguna, se le encierra
en el convento de San Marcos de León. No se sabe con certeza qué pudo motivar este
cambio de actitud de la esfera del poder de la época. Las durísimas condiciones a que se
vio sometido durante los cuatro años de prisión deterioraron en extremo su ya quebrantada
salud. Recuperó la libertad en junio de 1643, tras la caída en desgracia del conde-duque.
Permaneció unos meses en Madrid y en noviembre se marchó a la Torre. En enero de
1645 se trasladó a Villanueva de los Infantes, donde muere el 8 de septiembre de 1645.
Quevedo es una de las figuras más complejas y ricas en matices de la literatura
española. La misma diversidad de registros que nos ofrece su obra literaria la encontramos
en su personalidad multiforme. No fue ni mucho menos un hombre de carácter fácil. Se
dan en él los más vivos contrastes: desde una apasionada exaltación hasta la degradación
más grotesca y escatológica. Se compaginan en su personalidad el filósofo grave, el
moralista rígido, el poeta de lírica amorosa que canta su dolor inconsolable, el patriota, el
cantor de lupanares e inmundicias nauseabundas, el crítico lúcido de los males de la
España de su tiempo, etc. Es imposible reducir a una unidad los rasgos de un sujeto tan
poliédrico y extremoso en todas sus manifestaciones.
Por otro lado, nadie como Quevedo —tal vez Góngora fue el único rival que
estuvo a su altura— pudo cultivar con tanta pasión y entrega tantas enemistades.
Sus sátiras, sus dardos, sus críticas cáusticas alcanzaron a todo lo divino y humano.
Nada ni nadie se libra de la burla despiadada. Acaso todo tenga que ver con su
pesimismo radical y desolador que aparece en sus páginas. Incluso cuando se ríe, es
el suyo un humor negro, sombrío, esperpéntico, que deforma y retuerce la realidad
para darnos la auténtica dimensión de ese terrible absurdo que es la sociedad
humana. Esa actitud escéptica frente a todo que adopta Quevedo es, probablemente,

1
Vesubio: el volcán de Parténope (nombre poético de Nápoles), de donde fue virrey Osuna. También Sicilia
(por otro nombre Trinacria), de donde fue igualmente virrey el duque, enciende en sus honras funerales nsu
volcán Etna (o Mongibelo, nombre cultista del Etna).
3

producto de su insatisfacción vital. De ahí que la presencia de la muerte y la


irreparable fugacidad de la vida sean temas obsesivos en su obra.
Con todo, sería empobrecer a Quevedo si nos limitáramos a considerarlo un filósofo,
un político o un personaje histórico. Su personalidad, tan arrolladora, encuentra su más
rotunda expresión en su faceta de escritor. Y es que la grandeza irresistible de Quevedo
reside en su poderío verbal, en el dominio sin límites del lenguaje. Esa faceta eclipsa a
todas las demás. Frente a su labor de artista del lenguaje, las demás caras de nuestro poeta
resultan raquíticas.

Obra poética
http://www.cervantesvirtual.com/portales/francisco_de_quevedo/vida_y_obra/

El carácter especial de la transmisión de una parte de su producción en prosa y de su


poesía, su circulación en copias manuscritas, su impresión en ediciones piratas o
anónimas del S. XVIII, y las continuaciones generadas explican la provisionalidad de
muchos textos del corpus poético del escrito madrileño. El panorama ha cambiado en los
últimos años con aportes fundamentales para el establecimiento de esta nómina, como los
trabajos de Crosby y Jauralde, quien se ha ocupado, además, desde otro ángulo, de
determinar la cronología de las últimas obras redactadas en los años de la prisión de San
Marcos, y de las ediciones póstumas, para aclarar problemas aún no resueltos de su
transmisión.
La recuperación de la obra poética de Quevedo en textos responsables no se inicia
hasta 1963 con la primera edición de Blecua, donde se rectifican numerosos errores de
Astrana y se ofrecen textos de confianza; la posterior edición crítica de Obra poética con
las variantes de numerosos manuscritos, representa hasta hoy el mayor esfuerzo editor y
texto base para el estudio de esta poesía.
A pesar de la fama adquirida como poeta desde muy temprano (en 1603 Pedro de
Espinosa recoge 18 poesías de Quevedo en sus Flores de poetas ilustres, publicada en
1605) la mayoría de sus composiciones no se imprimen en vida ni bajo su vigilancia.
Circulan en copias manuscritas o son seleccionadas por diversos editores para su
inclusión en antologías.
En una carta del 12 de febrero de 1645, escrita en Villanueva de los Infantes,
Quevedo anuncia: "Y ansí me voy dando prisa, la que me concede mi poca salud a la
Segunda Parte del Marco Bruto y a las Obras de versos" (Epistolario, 486). No obstante,
Quevedo no llegó a ver impresa su obra poética. Sabemos que a su muerte, su sobrino
y heredero, Pedro Aldrete, vendió el original de las Nueve Musas al editor Pedro Coello.
En el contrato de venta, descubierto por Crosby, se incluye una cláusula según la cual se
le permite a Coello que "haga las diligencias que bien visto le fueren para recoger los
cuadernos del dicho libro que así le vendo, para que no salga su impresión diminuta, y
tenga el lustre que se pretende con esta diligencia".
Probablemente, en ese momento González de Salas trabajaba todavía en la
preparación del manuscrito. Su edición parece haberse basado en las notas preparadas por
Quevedo. El editor indica que él estaba al tanto de las intenciones de nuestro poeta en lo
que respecta a la división temática del volumen en nueve clases o grupos de poemas
designados cada uno con el nombre de una musa:
Concebido había nuestro poeta el distribuir las especies todas de sus poesías en
clases diversas, a quien las nueve musas diesen sus nombres, apropiándose a los
argumentos la profesión que se hubiese destinado a cada una [...] Admití yo, pues, el
dictamen de Don Francisco, si bien con mucha mudanza, así en las profesiones que se
4

aplicasen a las musas, en que los antiguos propios estuvieron muy varios, como en la
distribución de las obras que en aquellos rasgos primeros e informes él delineaba
González de Salas redactó los epígrafes explicativos de las composiciones y una
serie de notas filológicas al texto.
La información con la que contamos en estos momentos permite suponer, pues,
que los 600 poemas del Parnaso español (1648) constituyen versiones acreditadas del
texto final de la poesía quevediana, y gozan de garantía para las seis musas que lo
componen. En 1670, el sobrino de Quevedo, Pedro Aldrete publicó Las tres musas
últimas castellanas, con la intención de completar la publicación de las poesías
quevedianas, pero sus textos son menos fiables que los de González de Salas. Ya en el
XIX aparecen las ediciones de Aureliano Fernández Guerra y Florencio Janer en la
Biblioteca de Autores Españoles. En nuestro siglo las ediciones de Astrana Marín (Obras
completas, Madrid, Aguilar, 1932, con varias reediciones) son de muy escaso rigor,
aunque aportaron textos nuevos y materiales importantes. Mucho más rigurosas son las
ediciones de Blecua, Poesía original, y sobre todo Obra poética (ver la bibliografía para
sus datos), donde se recogen numerosas variantes de manuscritos y ediciones. Todavía
quedan por resolver problemas textuales complejos, y fundamentalmente queda por
resolver el problema de la explicación (anotación) de los difíciles poemas quevedianos,
parcialmente acometidos en algunos trabajos recientes.

Clasificación de la poesía de Quevedo

Se tiene constancia de unos novecientos poemas fiables escritos por Quevedo que
pueden dividirse en:

- Poesía metafísica/moral/religiosa
- Poesía amorosa
- Poesía burlesca

Poesía metafísica, moral y religiosa

El tema central de su poesía metafísica será la relación de la muerte con el paso


del tiempo. Quevedo produce un cambio frente a la tradición que venía desde Manrique
en la que la muerte se comparaba al mar y todas las vidas eran ríos que desembocaban en
este resaltando así el fin de la vida. Sin embargo, para Quevedo la muerte invade la vida,
desde que nacemos estamos muriendo: la muerte ataca con agresividad a la vida desde
nuestro nacimiento:

Conoce las fuerzas del tiempo y el ser ejecutivo cobrador de la muerte

¡Cómo de entre mis manos te resbalas!


¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!

Feroz, de tierra el débil muro escalas,


en quien lozana juventud se fía;
mas ya mi corazón del postrer día
5

atiende el vuelo, sin mirar las alas.

¡Oh condición mortal! ¡oh dura suerte!


Que no puedo querer vivir mañana
sin la pensión de procurar mi muerte.

Cualquier instante de la vida humana


es nueva ejecución, con que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana.

El soneto se estructura en dos partes bien diferenciadas. En los cuartetos, luego de


dirigirse a la vida, en su metonimia de edad (vv. 1-2) lamentando que se «resbala» y
«desliza», dos verbos muy expresivos para significar la vida que se le escapa entre las
manos, pasa a dirigirse a la muerte, con quién imagina una batalla, en la que la enemiga
muerte primeramente se acerca, con callado pie, al muro débil de la vida que finalmente
escala feroz. En la juventud creía el poeta, confiado, en que el muro podría resistir (v. 6).
Los adjetivos van mostrando las fuerzas escasas de la vida frente a la poderosa muerte.
El corazón del poeta se declara vencido en el postrer día, por ello, espera ya el vuelo del
alma, sin preocuparse de las alas (metonimia de cuerpo).
Los tercetos cambian el destinatario, si primeramente fue la vida, luego la muerte,
el tercer destinatario es el poeta mismo, que se dirige así con la conclusión lastimosa de
que la vida es muerte, por ello trabajar por la vida tiene el resultado de la muerte. El
segundo terceto es consecuencia y desarrolla el anterior, hasta culminar en el formidable
verso 14 («cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana») donde los tres adjetivos y la
insistencia en un mismo cuantificador adverbial, que reúne acentuación múltiple,
convierten la sentencia en golpes de convicción creciente en la vanidad y la fragilidad
humana según el pensamiento estoico y cristiano. Así pues, la angustia de Quevedo es la
preocupación por la muerte asociada al tiempo.

Descuido del divertido vivir, a quien la muerte llega impensada

Vivir es caminar breve jornada,


y muerte viva es, Lico, nuestra vida,
ayer al frágil cuerpo amanecida,
cada instante en el cuerpo sepultada.

Nada, que siendo, es poco, y será nada


en poco tiempo; que ambiciosa olvida,
pues de la vanidad mal persuadida
anhela duración, tierra animada.

Llevada de engañoso pensamiento


y de esperanza burladora y ciega,
tropezará en el mismo monumento.

Como el que divertido el mar navega,


y sin moverse, vuela con el viento,
y antes que piense en acercarse, llega.
6

Sobre la doble idea clásica de la vida como peregrinación (caminar breve jornada)
y navegación (último terceto), construye un soneto lleno de antítesis que, extremadas, son
agudas paradojas como la de «muerte viva» para definir la vida, o bien «tierra animada»
(puesto que somos tierra, por la del destino en el sepulcro), que sin embargo «anhela
duración» (siendo ese destino solo una duración permanente). Insiste en la idea de vida
sepultada en el propio cuerpo, y con el tropiezo en la tumba (monumento). desarrolla
formidablemente el dilatado verso cinco («Nada, que siendo, es poco, y será nada») el
tópico del ser y la nada en un mismo lapso breve de tiempo, pese a la insistencia de una
vanidad inadvertida y engañosa. Esta idea es la que exponen los tercetos, la de una
esperanza ciega y engañoso pensamiento en una duración imposible. La imagen
última es tomada de Séneca de modo muy cercano como pues escribía el cordobés en un
pasaje de su De brevitate vitae: «Los atareados llegan a la vejez sin previsión ... De
repente e impensadamente tropiezan con ella ... Tal y como el viajero se distrae con la
conversación y antes de creer acercarse, se da cuenta de que ha llegado coma pues en la
misma manera en este viaje incesante de la vida ... a los que están atareados con sus
quehaceres, no se les aparece sino cuando termina».

Como bien señala Micó, (El oro de los siglos, p. 343) tal vez no haya mejor
ejemplo del “desgarrón afectivo” —sintagma con el que Dámaso Alonso definió la poesía
de Quevedo— que el soneto que lleva por título Represéntase la brevedad de lo que se
vive y cuán nada parece lo que se vivió

¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?


¡Aquí de los antaños que he vivido!
La fortuna mis tiempos ha mordido;
las horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde


la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;


hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el hoy y mañana y ayer, junto


pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.

Este extraordinario soneto desarrolla claramente el tema de la fugacidad de la vida


en dos partes: en los cuartetos interpela a la vida, a la que llama, sin respuesta, pues los
«antaños» (años anteriores) han huido. La personificación de la Fortuna como devoradora
del tiempo logra plasticidad en la imagen de «morder». El verso cuarto debe interpretarse
en relación con lo dicho: es locura esconder las horas a esa fiera. El contraste falta vs
asiste (queda) desarrolla la contraposición «la vida» (presente) vs «lo vivido» (el pasado)
con lo que eficazmente se sugiere que solo permanece lo que ya es pasado, pues solo hay
fugacidad. El primer terceto obtiene una gran expresividad del recurso de la
7

sustantivación. Los adverbios se convierten en sujetos sustantivos para expresar sus


verbos una permanente ausencia (vv. 9 y 10). Solo queda un presente que es fugitivo. Hay
otra sustantivación, en el verso 11: la de los propios verbos con los que el sujeto, en un
juego con el verbo ser, describe su ser cómo no ser. De este modo toda la persona del
poeta se identifica con la fugacidad de los verbos, que recogen la correlación anterior,
con una conclusión en un participio adjetival «cansado». El segundo terceto condensa la
correlación de los tres tiempos, solo que invertida. El polisíndeton y… y… y… hace
detener la atención del lector en cada momento, que se ve en la metonimia unión de
pañales (nacimiento) y mortaja (muerte). Todo el soneto aboca al verso final, uno de los
mejores de Quevedo, en que la imagen de la fugacidad sustantiva del hombre vuelve de
nuevo, sugerida porque su presente es ya una sucesión constante de muerto.

Compárese este soneto que se acaba de comentar con una carta a don Manuel
Serrano del Castillo, fechada el 16 de agosto de 1635, donde Quevedo dice lo siguiente:

«Señor don Manuel, hoy cuento yo cincuenta y dos años, y en ellos cuento otros tantos
entierros míos. Mi infancia murió irrevocablemente; murió mi niñez, murió mi juventud,
murió mi mocedad; ya también falleció mi edad varonil. Pues, ¿cómo llamo vida una
vejez que es sepulcro, donde yo propio soy entierro de cinco difuntos que he vivido? ¿Por
qué, pues, desearé vivir sepultura de mi propia muerte, y no desearé acabar de ser entierro
de mi misma vida? Hanme desamparado las fuerzas, confiésanlo, vacilando, los pies,
temblando las manos; huyose el color del cabello y vistiose de ceniza la barba; los ojos,
inhábiles para recibir la luz, miran noche; saqueada de los años la boca, ni puede disponer
el alimento ni gobernar la voz; las venas para calentarse necesitan de la fiebre; las arrugas
han desamoldado las facciones; y el pellejo se ve disforme con el dibujo de la calavera,
que por él se trasluce. Ninguna cosa me da más horror que el espejo en que me miró ...».

Respecto a su poesía moral, además del conocido poema «Miré los muros de la
patria mía», encontramos otro poema representativo de este tipo de poesía y que es,
probablemente, el mejor elogio que se haya hecho a los libros:

Algunos años antes de su prisión última me envió este excelente soneto desde la
torre2

Retirado en la paz de estos desiertos


con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,


o enmiendan o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,


de injurias de los años, vengadora,

2
Se refiere González de Salas, el editor de la parte de las poesías de Quevedo en la edición titulada El
Parnaso español (Madrid, A costa de Pedro Coello, 1648), en este epígrafe a La Torre de Juan Abad,
residencia de descanso de Quevedo, hacienda en la provincia de Ciudad Real, muy cerca de Villanueva de
los Infantes. Recogido por Micó en su antología El oro de los siglos, pp. 349-350..
8

libra ¡oh, gran don Ioseph! docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora,


pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

Como bien apunta Micó (p. 349), en este soneto, sobre la base temática del elogio
de la vida apartada de la corte, se recogen varios motivos de la literatura estoica: la
soledad culta, con la poca compañía de unos pocos libros (humanizados como amigos), y
la lectura y el estudio como consuelo y guía del hombre virtuoso. Así pues, el soneto
contiene un triple elogio: a la vida retirada, a la lectura y a la imprenta, que salva las voces
de las grandes almas de la muerte y permite dialogar con ellas a través de la lectura. El
concepto base es que los selectos libros —pocos, pero buenos— permiten la conversación
con los autores muertos. Desarrolla este concepto del diálogo vivo en el segundo cuarteto,
pues se comprendan o no, enmienden o corroboren nuestros discursos, permiten hablar al
difunto con el que está en ese sueño que es la vida. «Despiertos» estaría por tanto en
correlación necesaria con la vida que los libros proporcionan a quienes ya no gozan de
ella, permitiéndoles tener voz para el diálogo de autor y del lector al que se refieren los
«músicos callados contrapuntos» o voces alternadas, recogiendo Quevedo la imagen de
contrapunto musical para ese ir de la voz del autor, que habla despierta en el libro, a la
del lector.
El primer terceto se nos dice que es la imprenta la que al producir los libros doctos
que los difuntos sabios han escrito, quien, vengadora, libra de las injurias de los años —
la desaparición primero, el olvido después— a las grandes almas que fueron ausentadas
por la muerte.
El último terceto tiene una interpretación diáfana después de anotar González de
Salas su fuente, en Persio II,1, Numera meliore lapillo: Quevedo traduce lapillo por
«cálculo» con el valor de las piedrecillas con que se señalaban las horas en los relojes
romanos. El sentido es que la mejor hora de las que huyen es la que computa, cuenta, el
reloj mientras leemos, la más provechosa, puesto que nos mejora. Que viene a ser lo
mismo que dice Micó (p. 351): «la mejor hora es aquella que dedicamos al estudio».

Poesía amorosa

Sabemos que Quevedo era profundamente misógino, que su matrimonio con doña
Esperanza de Mendoza resultó un estrepitoso fracaso y acabó en la separación. De su
poesía satírica en que tantas veces ridiculiza el sentimiento amoroso y ofrece desengaños
a ingenuos entusiastas, no cabe esperar un profundo poeta del amor. Y, sin embargo,
Quevedo es un intenso y extenso poeta erótico. Blecua incluye un total de 220 poemas en
el apartado de los amorosos. Poco o nada se sabe de las llamadas ocultas bajo nombres
como Flora, Floralba, Fili, Aminta… La misma Lisi, a quien dedica todo un cancionero,
nos queda enteramente desdibujada. De manera, que es más que probable que estos
poemas no tengan una destinataria concreta e inmediata. En parte, lo que el poeta
reproduce son tópicos amatorios de la época como a los que dota de nueva expresividad;
pero, por otro lado, surgen en ellos los temas que le preocupan hondamente; la pasión
amorosa tiene autenticidad. Cabe preguntarse si la amada tuvo existencia fuera de la
mente del autor o si la pasión amorosa fue una creación de su espíritu atormentado,
solitario y contradictorio. Sea como fuere, la existencia de testimonios fehacientes de que
Quevedo sintió por Lisi una pasión real no añadiría ningún valor a su cancionero amoroso.
9

De manera que es obligado considerar la lírica quevedesca como ente autónomo, cuya
conexión con la peripecia vital del autor hoy en día se nos escapa.
La concepción amorosa de Quevedo parte de una múltiple tradición cultura, pero
las más amplias y próximas son el petrarquismo introspectivo y el neoplatonismo. Parte
Quevedo no tanto de una concepción del amor cuánto de una forma de entender la lírica
amorosa. El primer hito de esa corriente es, sin duda, Petrarca. Tras él, los petrarquistas
italianos y los españoles, en especial la cadena Garcilaso-Herrera-Lope.
Lo que caracteriza el erotismo lírico de Quevedo frente a otros autores de la
tradición neoplatónica y petrarquesca es la violencia. Ya se dijo que Dámaso Alonso ha
hablado del «desgarrón afectivo» como imagen totalizadora de su poesía. En los poemas
amorosos se adivina, más que en ninguna otra faceta, esa afectividad contenida que salta
violentamente en sus versos. La crítica ha subrayado el papel marginal de la amada en
nuestro autor. La introspección psicológica convierte el objeto erótico en mera disculpa
retórica del autoanálisis. Pero esa disculpa retórica tiene importancia en Quevedo por
cuanto le permite expresar una cara de su personalidad: la necesidad afectiva de la
comunicación íntima. Desde el contacto superficial de los sonetos galantes hasta la unión
espiritual de los más exaltadamente neoplatónicos hay siempre una sombra de
encastillamientos con que se pretende romper. Dicho de otro modo: la soledad es tema
habitual en esta región de la lírica quevedesca.
Al igual que vimos en Lope, Quevedo cuenta con poemas que tienen como objeto
principal la definición del amor. Obsérvese el siguiente soneto:

Es hielo abrasador, es fuego helado,


es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado;

es un descuido que nos da cuidado,


un cobarde, con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado;

es una libertad encarcelada,


que dura hasta el postrero parasismo 3;
enfermedad que crece si es curada.

Éste es el niño Amor, éste es su abismo.


¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!

A diferencia del de Lope («Ir y quedarse y con quedar partirse»), el final del de
Quevedo muestra su diferencia de talante personal. No termina con el vitalista «quien lo
probó lo sabe», sino que concluye que el amor es parecido a nada, pues contrario a sí
mismo. Un silogismo muy retórico, pero también una mueca de desengaño, de
descreimiento, frente a la afirmación positiva de la conclusión lopesca.
Por lo demás, estamos ante un ejemplo de agudeza por contrariedad, en la que
sobresale la perfecta construcción voluntariamente ajustada a unas anáforas que repiten
siempre el mismo verbo, el de la definición es (primer cuarteto), aunque en el segundo
3
parasismo: último estadio de la enfermedad que antecede a la muerte, cuando el enfermo pierde la
consciencia.
10

cuarteto, valiéndose del zeugma 4, limita el verbo es al verso 5, e inicia la serie anafórica
del artículo: un, un, un…
Otro aspecto apreciable es que en buena parte de los poemas amorosos de
Quevedo no se sitúa a la amada como centro principal de atención, tal y como
tradicionalmente se había realizado en poesía renacentista. El centro será el propio paisaje
interior del poeta, generalmente, lleno de dolor. En la poesía del siglo XVI el poeta escribe
desde un presente dolorido evocando un pasado feliz. En la poesía amorosa de Quevedo
apenas existe el recuerdo de un pasado feliz. Una nueva diferencia del tópico del amor
cortés lo encontramos en el hecho de que en la poesía de Quevedo, el amor no es
sensualidad sino tormento, rabia, obsesión, agonía, ruina. Define su sentimiento amoroso
con su propia persona, indicando que todo él es ruinas y destrozos:

Amor me ocupa el seso y los sentidos;


absorto estoy en éxtasi amoroso;
no me concede tregua ni reposo
esta guerra civil de los nacidos.

Explayóse el raudal de mis gemidos


por el grande distrito y doloroso
del corazón, en su penar dichoso,
y mis memorias anegó en olvidos.

Todo soy ruinas, todo soy destrozos,


escándalo funesto a los amantes,
que fabrican de lástimas sus gozos.

Los que han de ser, y los que fueron antes,


estudien su salud en mis sollozos,
y envidien mi dolor, si son constantes.

Otra de las características del Siglo de Oro es la sublimación del amor. Pero en
Quevedo, de nuevo, encontramos otra diferencia: aunque el amor sea sublime, el dolor
del poeta se convierte en un dolor físico. Se somatiza. Véase este soneto, otro de los
grandes poemas quevedianos recogidos en el cancionero a Lisi:

En los claustros de l’alma la herida


yace callada; mas consume hambrienta,
la vida, que en mis venas alimenta
llama por las medulas extendida.

Bebe el ardor, hidrópica, mi vida,


que ya, ceniza amante y macilenta,
cadáver del incendio hermoso, ostenta
su luz en humo y noche fallecida.

La gente esquivo y me es horror el día;

4
Figura retórica de construcción que consiste en sobrentender un verbo o un adjetivo cuando se repite
en construcciones homogéneas y sucesivas.
11

dilato en largas voces negro llanto,


que a sordo mar mi ardiente pena envía.

A los suspiros di la voz del canto;


la confusión inunda l’alma mía;
mi corazón es reino del espanto.

Desolación, pavor, sombrío. El amor para Quevedo duele. El amor muerde, el


amor es una herida. Quevedo proyecta una visión muy oscura del amor. No hay atisbo de
luz o alegría, todo es negro y por eso, si el amor duele, todo es un grito. El poeta tiene
que expresar su dolor amoroso a gritos. Dámaso Alonso destaca la modernidad de la
poesía amorosa de Quevedo: «Quevedo es un atormentado: es un héroe —es decir, un
hombre— moderno. Como tú y como yo, lector: con esta misma angustia […] sí,
angustiado y desnortado, como nosotros».
El soneto tiene dos partes muy bien diferenciadas en la estructura: la que
corresponde a los cuartetos y la de los tercetos. Esta diferencia no es sólo temática, sino
también enunciativa: en los cuartetos Quevedo se refiere, en tercera persona, al trabajo de
la herida amorosa que le va consumiendo por dentro, que le va matando. En los tercetos,
ya en primera persona, da cuenta de los efectos o las consecuencias en el amante que se
deshace en un llanto sin destino ni esperanza de ser escuchado, lo que aumenta su
desesperación.
Es muy notable en la primera mitad del soneto la insistencia en la interiorización
de la herida, corporeizada, encerrada en su propio cuerpo, metaforizado por la idea de
«claustro del alma». La actividad de la herida amorosa es dialéctica, y se resuelve en
contrarios, pues yace callada, pero a la vez consume hambrienta la vida, con la voracidad
del hambriento que come callado y con el silencio que evocan los claustros; al mismo
tiempo ese consumirse se pone en contraste con el alimento que es la propia llama, de
manera que la herida-llama (puesto que es herida amorosa) es a la vez muerte, porque
consume la vida, y llama que vivifica y alimenta, extendida por sus medulas.
El segundo cuarteto sigue con la imagen, esta vez del ardor (llama), que bebe con
sed insaciable (antes fue hambrienta) la vida. La llama amorosa consume hidrópica, llena
de sed que no se puede saciar, la vida del poeta.

Concluida la lucha con resultado de muerte, vienen los tercetos con la


manifestación de la soledad y los suspiros. Dilatar voces en negro llanto es algo más que
una perífrasis de suspiro, puesto que «negro» no casa con llanto, sino que metaforiza la
desesperación y la amargura que siente el poeta. De igual modo el mar, que es metáfora
de la amada como destinataria del llanto, es «sordo», imagen que ya está presente en
Garcilaso y Góngora para señalar el desdén de la amada. La pena es «ardiente» y
desemboca en un mar indiferente donde se envía y se ahoga.

Los tres últimos versos desarrollan cada uno una frase y acumulan intensidad.
«Reino del espanto» es metonimia de infierno, pero dándose como cierre en un soneto
que ha ido creciendo en intensidad emotiva suena a algo más que a una referencia culta,
viene detrás de una «confusión que inunda el alma», con esa plasticidad y fuerza que solo
Quevedo supo arrancarle al lenguaje petrarquista hasta llevarlo más lejos. Nótese que
todas las imágenes del soneto por separado eran conocidas: la amada como mar sordo, el
llanto, el suspiro, el infierno como reino del espanto. Todo había sido dicho. Sin embargo,
12

Quevedo toma esas imágenes y nos las hace ver como si fuesen nuevas a nuestros ojos,
las acumula, las resitúa y las vivifica. En eso consistió su extraordinario laboreo poético.

Poesía burlesca

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/a-un-nariz-comentario-del-texto-
0/html/01770bac-82b2-11df-acc7-002185ce6064_2.html

Comentario del profesor Ignacio Arellano al soneto «A un nariz»

Érase un hombre a una nariz pegado,


érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado;

era un reloj de sol mal encarado, 5


érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.

Érase un espolón de una galera,


érase una pirámide de Egito, 10
las doce tribus de narices era;

érase un naricísimo infinito,


muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.

Localización, tema y estructura

Éste es, quizá, el soneto burlesco más famoso de Quevedo.


Utilizo la versión publicada en el Parnaso español, la principal colección de poesía
de Quevedo, debida a su amigo José González de Salas, aparecida póstumamente en 1647.
Se conocen variantes conservadas en diversos manuscritos, de las que analizaré después
algunos detalles que interesan a efectos del comentario.
Los títulos de los poemas del Parnaso parecen en su mayor parte debidos a González
de Salas, el editor, de manera que no vamos a tomarlos muy en cuenta, aunque a veces
son bastante significativos. Este mismo epígrafe que reza «A un nariz» (otros testimonios
leen «A un hombre de gran nariz», «A un narigón», etc.) nos pone en la pista del tema,
esto es, un figura narigudo.
13

El tema resulta fácilmente identificable, y debemos situarlo en el terreno de las


llamadas figuras, un concepto satírico que el propio Quevedo cultiva abundantemente y
que incluso llega a teorizar en opúsculos tempranos como el de Vida de corte, donde
establece un catálogo de figuras naturales y artificiales. Un personaje figura es todo
aquel caracterizado por una extravagancia o exageración ridícula, de cualquier tipo
que sea (física, moral...). Figuras naturales llama Quevedo a aquellos que lo son de
su naturaleza, y menciona como ejemplos a los calvos, contrahechos, etc.; los
artificiales son los que se construyen a sí mismos como figuras: lindos, valientes de
mentira, aduladores...
Un hombre de gran nariz es, pues, un ejemplo de figura natural, objeto de comentario
burlesco, como cualquier otra deformidad o exageración tenida por ridícula.
El tema pertenece, por otro lado, a una larga tradición de burlas a deformidades
corporales o rasgos caricaturescos, en especial a las relativas a grandes narices, como
recuerda en una nota González de Salas: «Los epigramatarios griegos tropezaron mucho
en las narices grandes; y ansí fatigaron, con no poca agudeza a los narigudos muchas
veces. En el libro II de la Antología, cap. 13, se hallarán buen número de epigramas que
prestaron el argumento a este, y conceptos también».
Es poema, por tanto, que incluye elementos de inspiración clásica. A pesar de las
fuentes clásicas Quevedo actualiza el tema integrándolo en el conjunto de motivos
característicos del XVII: por ejemplo, insertando los chistes sobre la calidad judía de estas
narices (otro tópico), según un mecanismo de adaptación que se da también en otras
composiciones quevedianas, y con otros temas. Otro tipo de adaptación del tema, que
deriva hacia la burla de tópicos líricos es el romance núm. 684 «Celebra la nariz de una
dama», donde se pueden encontrar otra serie de metáforas con estructuras análogas a la
de este soneto:

promontorio de la cara,
pirámide del ingenio,
pabellón de las palabras,
zaquizamí del aliento [...]

«Érase un hombre a una nariz pegado» es soneto muy comentado por los estudiosos
de Quevedo, sin duda por su valor paradigmático: el arte del concepto como relación
alcanza aquí su máximo exponente (Lázaro Carreter).
Como se puede ver, en este sentido la delimitación del tema se conecta
irremediablemente con la misma estructura del poema. Determinado tipo de estructura
podría apuntar a interpretaciones como las defendidas por Molho, si fueran aceptables.

¿Cuál es la estructura del soneto, y a qué principio responde?

Si volvemos a los códigos de producción del texto conceptista y recordamos las


palabras de Gracián sobre el tipo de agudeza suelta, y las series de apodos conglobados,
la estructura de este soneto se nos revela de modo clarísimo como un ejemplo notable de
tales estructuras sueltas, definición de un sujeto mediante la acumulación de apodos
o metáforas individuales cuyo tenor o referente es el mismo.
14

Que tal estructura parezca a ciertos críticos muy simple, y se esfuercen en buscar
algo más es un problema de percepción anacrónica. La verdadera deficiencia está en
ignorar este modelo. El soneto está construido, pues, sobre un modelo vigente, conocido
y eficazmente operativo en el momento de su escritura. Esto no significa que no haya en
él motivos antisemitas, etc. Significa solamente que la estructura debe estudiarse, lo
mismo que los demás componentes, dentro del marco de referencias adecuado.
La macroestructura consiste en una serie de metáforas, que tienden a ocupar cada
una un verso (esticomitia que resalta la composición suelta y acumulativa en unidades
sucesivas identificables).
De los catorce versos los doce primeros, con leves variaciones, pueden considerarse
doce proposiciones esticomíticas referidas todas al objeto de la burla (el hombre narigudo
o la misma nariz, identificados a efectos de la caricaturización). La anáfora con érase,
era, reiterada en once casos (excepto el verso 11) subraya este paralelismo constructivo
(la mayor parte de los versos se construyen efectivamente en paralelismo, del que la
anáfora es solo un componente llamativo) y la asimilación de todos los miembros de la
enumeración.
La unidad viene del referente común de las nueve metáforas que pueden
distinguirse (y alguna otra hipérbole no estrictamente metafórica): el narigudo/la
nariz. En unos casos (versos 1, 4, 5, 6, 7, 8, 12, 13) el referente sobre el que opera el
predicado metafórico es el narigudo; en otros (vv. 2, 3, 9, 10, 11) la misma nariz, con
alternancia poseedor/atributo.
El último terceto introduce pequeñas variantes en la ordenación señalada: el verso
13 no consta de una sola proposición, sino de dos (muchísimo nariz/ nariz tan fiera)
construidos en forma de quiasmo, mientras que el verso 14 se rompe la anáfora para
terminar con una conclusión que cierra sintáctica y semánticamente el poema. Se trata de
una especie de recapitulación y cierre, en un tipo de estructura de soneto característico
también del barroco.
La función de este cambio en el terceto final es precisamente la de marca de cierre:
en una estructura suelta como es la que organiza este soneto, la acumulación de metáforas
podría continuarse indefinidamente (es precisamente lo que sucede de alguna manera en
romances con igual esquema), pero el soneto exige terminar en el verso decimocuarto. Es
necesaria una marca de final para señalar al receptor que el poema se acaba.
A diferencia de la tendencia renacentista en que el soneto se inclina a una estructura
bipartita con los cuartetos para la exposición y los tercetos para la conclusión, este soneto
quevediano ofrece una continuidad estructural, con esquema enumerativo, y reiteración
de la fórmula hasta el último momento.
El resto de nuestro comentario consistirá en declarar verso por verso los conceptos
que construyen esta caricatura famosa del figura protagonista, conceptos que sin duda
apuntan a una variedad de motivos (los antisemitas de manera muy relevante) que
producen en conclusión un efecto de mezcolanza que la crítica ha subrayado como
integrante esencial del arte grotesco.

Los recursos del ingenio

El elemento común de todas las imágenes del soneto es su calidad hiperbólica.


Agudeza de exageración, diría Gracián, estribada en una serie de agudezas por
semejanzas que encarecen la grandeza del objeto.
15

El verso primero es uno de los que tienen fuente clásica. La inversión de


proporciones se inspira en modelos antiguos, entre los que destaca un chiste de Cicerón
que se pregunta a dónde va su yerno (de pequeña estatura) amarrado a su espada.
Aparece la forma Érase, que se repetirá anafóricamente a lo largo del soneto. Es la
forma ritual (como recuerda Molho) de comenzar los relatos populares: se trata de una
parodia que abre el soneto sobre la perspectiva de un cuento cuyo desarrollo narrativo,
efectivamente no existe, pues cada metáfora vuelve sobre el mismo referente, sin que
haya ningún avance en esa historia inexistente (una especie de cuento de nunca acabar,
como el que también Cervantes usa en boca de Sancho para el cuento de las cabras) cuya
fórmula introductoria ha sido adaptada por el poeta burlón.
El verso segundo apoya la hiperbolización en un adjetivo de sentido y uso
específicamente gramatical: superlativa. Aparentemente es una expresión menos
ingeniosa que las otras, pero no hay que olvidar que se carga de connotaciones en dos
sentidos: primeramente, resulta cómico por la disparidad de los planos que pone en
relación (la nariz / la gramática); y por otra parte adelanta los superlativos de los versos
12 y 13 sobre los que volveré luego. Literalmente esta nariz es «naricísimo», esto es, nariz
superlativa y de un tipo de superlativo (en -ísimo) ya adaptado a la lengua, pero todavía
con valores algo extravagantes en la época, lo cual carga de nuevas connotaciones la
mirada sobre el referente.
El tercer verso introduce el primer motivo de alusiones judaicas. Sintácticamente
yuxtapone al sustantivo nariz otros dos sustantivos, en el mismo esquema del «clérigo
cerbatana» con que describe al dómine Cabra en el Buscón.
Los dos sustantivos sufren una recategorización (nótese lo que esto supone de
experimentación y juego lingüístico) y funcionan como adjetivos con valor metafórico,
al identificar la nariz (a través de otros fenómenos de metonimia) con un sayón («verdugo
de Cristo») y con un escriba («doctor de la ley judía»). La base de la alusión es el tópico
de la nariz larga de los judíos, muy conocido en la época. En el Buscón, por ejemplo, se
designa perifrásticamente a los judíos como gente «que tiene sobradas narices».
Desde otro punto de vista (aquí acierta Molho) comienza la caricatura grotesca al
iniciar la serie de equiparaciones de la nariz con seres y cosas heteróclitos: sayón, peje
espada, reloj de sol, alquitara, etc., en una acumulación no exactamente caótica (hay un
centro unificador, que es el referente, el objeto sobre el que gravitan todas las
comparaciones), sino grotesca.
El verso cuarto continúa con una imagen gráfica, de fundamento visual, típica de
los géneros caricaturescos: el narigudo se identifica metafóricamente con un peje espada
muy barbado. La asimilación implica animalización del personaje, y añade nuevos juegos
dilógicos con barbas «apéndices pilosos» y «los cartílagos del pez». En otras redacciones
del poema se lee este verso «mal barbado»; quizá haya otro doble sentido en peje «pez»
y «hombre astuto»; quizá haya alusiones a la espada que puede llevar al cinto, pero lo
principal es la dilogía de barbado, «el que tiene barbas en el rostro» y «pez dotado de
aletas o cartílagos llamados barbas» que evoca por otra parte el largo apéndice como la
espada de un pez espada.
Verso quinto. Varios sentidos explota, igualmente, la siguiente metáfora: «reloj de
sol mal encarado»: parece un reloj de sol cuya aguja sigue una dirección anómala; es
además, de mala cara, por causa de semejante nariz. Lázaro apunta que la mención del
reloj de sol evoca un largo gnomon (la nariz hiperbólica); y mal encarado: a) «mal
orientado, con el gnomon desviado»; b) «no enfrentado al sol, en sombra, sombrío»; c)
«de mala cara»: aquel individuo parecía un reloj de sol cuya aguja seguía una dirección
anómala y era a la vez sombrío y de mala cara (Lázaro Carreter).
16

Verso sexto. Algo semejante habría que decir respecto de la metáfora siguiente que
identifica al sujeto satirizado con una «alquitara pensativa». Molho advierte un valor
alusivo a la alquimia, lo que le conduce a una extensa divagación sobre otros simbolismos
herméticos y múltiples, dejándose, a mi juicio de subrayar lo principal: esto es, el valor
cómico de una nariz larga como el tubo de un alambique, retorcida y grotesca y además
goteante. Por el extremo del tubo de la alquitara sale el líquido destilado; por la nariz
gotea la mucosidad. Este elemento repulsivo, de la secreción corporal, pertenece al
territorio de la burla y la degradación caricaturesca, y tiene que ver con modelos
carnavalescos. No menos grotesca es la cosificación implicada en la imagen, que
complementa la animalización de la anterior: dos vías degradatorias bien conocidas en la
burla.
No es la única vez que utiliza el poeta estos motivos: escribe en el núm. 728, vv. 19-
20: «El narigudo oledor / que fue alquitara con ojos»; en el núm. 748, vv. 53-56: «nariz a
cuyas ventanas / está siempre el romadizo / muy juguetón de moquita/ columpiándose en
el pico»; núm. 803, vv. 53-56, etc.
Gracián en el Criticón señala que el nasudo es sagaz: la nota de «pensativa» aludiría
a la nariz como signo de ingenio (ver núm. 684, v. 30 donde se llama a la nariz pirámide
del ingenio), y ambos rasgos, nariz larga e ingenio, se consideraban característicamente
judíos.
En el verso séptimo vuelve a otra animalización, grotesca de nuevo por la
exageración del tamaño y por el desorden de la posición. Es la imagen de algo disforme
como un elefante patas arriba, con la trompa que se parece a la nariz del narigudo:
semejanza de base visual en principio, a la que se acumulan connotaciones diversas.
Lázaro ve una doble alusión: imagen de algo disforme como un elefante patas arriba y
también el sentido de «arriba, por encima de la boca»: la nariz era tan monstruosa como
un elefante patas arriba y aquel individuo por encima de la boca era un elefante porque
su nariz era tan grande como una trompa. A mi juicio la imagen del elefante patas arriba
hay que referirla al hombre completo no sólo a la nariz, cuyo correlato es la trompa.
Verso octavo. Un juego onomástico (frecuente también en la obra burlesca
quevediana) propicia el chiste siguiente, sin duda de ámbito culto o estudiantil, usado
también por Góngora en la Fábula de Píramo y Tisbe y Salas Barbadillo, entre otros. El
nombre del poeta latino Ovidio Nasón se actualiza en su sentido de «narigudo»,
añadiéndole nueva dimensión por medio del neologismo: es un Nasón «mal narizado».
Dos metáforas visuales continúan en los versos 9-10: espolón de galera y pirámide
de Egipto. Poco misterio tienen las dos, de carácter eminentemente gráfico, acumulándose
a otros términos de comparación de los diversos reinos de la naturaleza y actividades
humanas, en la vía de lo grotesco.
Ya tenemos pez espada, reloj de sol, alquitara, elefante, Ovidio Nasón, espolón,
pirámide... animales, cosas, seres de diversos campos que implican una visión desde
diversos puntos de vista, con asociaciones múltiples, una serie de líneas divergentes que
curiosamente vienen a coincidir en su referente: muestra de ingenio concentrar tantas
cosas disímiles en un centro al que todas expresan, por otra parte, con justeza, gracias a
la coherencia individual de cada uno de los conceptos que componen la definición global.
De Egipto retorna a Judea y los motivos semitas: nueva insistencia sobre la nariz
judía al establecer en nueva hipérbole (verso 11): todas las narices de todos los miembros
de las doce tribus de Israel están concentradas en esta nariz o narigudo.
El último terceto representa la conclusión, sintetizando el sentido de todo el poema,
y organizando la estructura sintáctica con diversas señales de cierre, como ya se ha visto.
17

Conviene echar ahora una mirada a otras redacciones del poema, que algunos
estudiosos consideran más felices, sobre todo una de las versiones manuscritas que es la
elegida por Blecua en sus ediciones.
El Parnaso (la versión que yo he elegido) lee:

érase un naricísimo infinito,


muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.

La versión manuscrita a que hago referencia (manuscrito 3795 de la Biblioteca


Nacional de Madrid) lee:

Érase un naricísimo infinito,


frisón archinariz, caratulera,
sabañón garrafal, morado y frito.

Respecto a la primera, interpreto naricísimo en el v. 12 referido más que al poseedor


(«hombre de gran nariz, narizadísimo») a la misma nariz: el apéndice nasal del
personaje deja de ser nariz y es un «naricísimo». El superlativo en -ísimo adoptado del
italiano desde hacía tiempo, conserva todavía un matiz extravagante y connotaciones
burlescas. Quevedo habla en los Sueños, de unos habladorísimos; y en otros lugares
(Poesía original, núm. 756, v. 26) de los maridísimos, etc. El texto de Hora, XXXVII
apoyaría más bien la interpretación «hombre de gran nariz»: «fuera más justo que lo
fueran [esclavos] en todos partes los naricísimos, que traen las caras con proas y se
suenan un pece espada». En cualquier caso, retengamos el valor burlesco de la propia
forma lingüística.
El verso catorce presenta algunos problemas. Ya Valbuena Prat veía en este verso
una concesión poco feliz al lector semiculto: Quevedo sabe que Anás nada tiene que ver
con el latín, pero ejerce una disociación caprichosa: a- nás «sin nariz», chiste «soso y
frío». También cree posible una mera alusión al Anás de la Pasión, de poco ingenio, a
menos que apunte a algún político, quizá a Olivares. Blecua cree poco original el chiste
de Anás, pero no explicita cuál sea ese chiste. Lázaro recoge la interpretación de Valbuena
y explica la hipérbole del verso: «tan descomunal era el apéndice que hubiera resultado
excesivo, delictivo, hasta en el rostro de un riguroso chato». Otros intérpretes lo explican
recurriendo al acusativo latino: a-nás derivaría de ad nasum «nariz sobre nariz»; o
advierten posibles juegos con el vocablo ana, medida de longitud y cifra que los médicos
ponían en sus recetas; o identificación Anás-Satanás por evocación paronomástica... o
alusión, en fin, a Olivares, que tenía poderosa nariz.
La mayoría de estas sugerencias son bastante gratuitas. Lo único que parece autorizar
el texto es el chiste sobre el motivo de la nariz de los judíos: es una nariz tan enorme que
hasta en la cara de Anás, judío arquetípico, personaje conocido por la Pasión de Cristo,
hasta en esa cara que tendría derecho a una gran nariz (como judío) sería un exceso tan
grande que constituiría delito.
La versión aceptada por Blecua introduce:
18

-un vocablo característico del idiolecto quevediano, «frisón» (raza de caballos de


Frisia, Holanda, de gran alzada), que siempre tiene el sentido «enorme».
-una formación neológica igualmente favorita de Quevedo,
con archi- (archipobre y protomiseria es Cabra en el Buscón).
-otro neologismo por derivación, caratulera, adjetivo «propia de una careta o
carátula» (como las de carnaval), motivo muy adecuado a la caricatura que desarrolla.
-y una metáfora muy propia también del idiolecto quevediano: garrafal, que se aplica
a las guindas de mayor tamaño (y a otras cosas caracterizadas por su gran tamaño).
Las dos versiones responden, en diferentes vías, a tendencias expresivas de Quevedo,
pero la segunda elimina la mención de Anás (connotadora de «judío», con todo el
potencial insultante que encierra además el personaje concreto, que establece
correspondencia con el sayón del v. 3). Anás, sea chiste soso o gracioso, se integra en la
serie de menciones antisemitas del resto del soneto; su eliminación no hace sino debilitar
esta recurrencia.
El cambio de muchísimo nariz por frisón archinariz, respondería según Blecua al
intento estilístico de suprimir dos ísimos cercanos. Pero si bien es cierto que la sustitución
responde perfectamente a tendencias léxicas de Quevedo, es más dudoso que la
acumulación de superlativos se entendiera como defecto estilístico en la poesía burlesca,
que hace de la cacofonía uno de sus recursos.
Tales acumulaciones potencian el efecto cómico, que es el objetivo del poeta
burlesco: baste recordar el episodio de la dueña Dolorida del Quijote, II, 38 donde se
explota de modo insuperable esta acumulación superlativa:

Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora


y discretísimos circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en
vuestros valerosísimos pechos acogimiento [...] quisiera que
me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía,
el acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su
escuderísimo Panza. -El Panza -antes que otro respondiese,
dijo Sancho- aquí está, y el don Quijotísimo asimismo; y así
podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis;
que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros
servidorísimos

Los dos textos, en suma, tienen distinto potencial satírico y burlesco, y me inclino a
ver en ellos dos redacciones equipolentes.

También podría gustarte