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Quevedo: poesías

VIDA
Francisco de Quevedo y Villegas nació en Madrid en 1580. Sus padres, hidalgos
oriundos de la Montaña, ocupaban puestos al servicio de la familia real, y en
Palacio transcurre su infancia. Estudió en Alcalá y Valladolid. En esta (1601-
1605) alcanzó ya fama por su gran cultura y sus escritos, y se enfrentó
virulentamente con Góngora. Ya por entonces se inicia su dolor por España.
De 1606 a 1613, su vida transcurre entre Madrid y su señorío de la Torre de
Juan Abad, pueblo manchego con el que sostuvo un interminable pleito para
cobrar sus derechos.
Sigue una azarosa etapa de Quevedo como político. En 1613 va a Italia (Sicilia,
Nápoles) como consejero del Duque de Osuna. Colabora, hasta con peligro de
su vida, en los planes de aquel para mantener la hegemonía de España en Italia.
Pero el más amargo fracaso saldó tales proyectos: Osuna cae en desgracia y
muere en prisión; Quevedo es encarcelado en Uclés (1620) y luego desterrado a
la Torre de Juan Abad.
En 1621, con el advenimiento de Felipe IV, recobra el favor del rey, que lo
nombrará secretario suyo. Pero sus amarguras no terminan. Dejando aparte los
sinsabores de un tardío y obligado matrimonio, que duró solo unos meses
(1634), Quevedo es cada vez más consciente de cómo se hunde España. Se
derrumban las esperanzas que había puesto en el nuevo rey y en su valido, el
conde-duque de Olivares. Su disconformidad asoma en algunas de sus páginas.
Tal vez esté ahí la razón de su infortunio final: en diciembre de 1639 es hecho
preso y conducido a San Marcos de León, donde padecerá un duro encierro de
casi cuatro años. Parece que sus enemigos le acusaron de espionaje en favor de
los franceses. Con todo, el motivo concreto de su prisión sigue siendo un
misterio.
En 1643 es liberado, pero su salud está rota. Se retira a la Torre de Juan Abad.
A sus sufrimientos físicos se une el dolor por las noticias que le llegan sobre
España. Murió en Villanueva de los Infantes en 1645, tras haber apurado los
más amargos desengaños.

UNA PERSONALIDAD DESCONCERTANTE


La figura de Quevedo nos desconcierta con sus facetas múltiples y
aparentemente contradictorias: ¿cómo puede un mismo autor componer graves
tratados morales o angustiados versos sobre la vida y la muerte, al lado del
Buscón o de las páginas más desenfadadas y hasta procaces?
Tradicionalmente, fue el Quevedo satírico y burlesco el que atrajo la atención:
de ahí la imagen chocarrera que ha circulado entre el pueblo. Sin embargo, la
parte más amplia de su obra está formada por escritos graves. Y la crítica, desde
hace unos años, ve en Quevedo, ante todo, un lírico de fuerza incalculable y un
severo pensador político y moral.
¿Hay “dos Quevedos”? No: Quevedo es uno, aunque escindido en
contradicciones, como imagen de la edad barroca. Angustias y burlas tienen en
él una fuente común: el desengaño. Nadie como Quevedo representa ese
vitalismo frustrado que está en las raíces del Barroco. Nadie expresó tan
radicalmente el dolor por España, las decepciones personales o, sobre todo, la
angustia metafísica. Y de ese mismo dolor nacen sus burlas: son las risotadas
amargas o cínicas con las que desahoga su desengaño; su manera de fustigar,
resentido, una realidad que no correspondió a sus anhelos vitalistas.

UN VIRTUOSO DEL IDIOMA. EL ESTILO DE QUEVEDO


Quevedo supo moldear la lengua hasta extremos inconcebibles, jugando a su
antojo con las palabras, con la sintaxis, con los conceptos. El resultado es
siempre deslumbrante y densísimo. Esto nos recuerda su adscripción al
conceptismo, del que es cima. Y así, en su obra se acumulan comparaciones
inesperadas, antítesis y contrastes, paradojas, juegos de palabras... Lo
extraordinario es que rara vez resultan gratuitas tantas acrobacias estilísticas: se
ponen al servicio ora de la densidad y radicalidad de las ideas (en su obra seria),
ora de una implacable intención desenmascaradora (en su obra satírica).
En su poesía, los recursos conceptistas (serios o jocosos) se hacen aún más
densos y fulminantes al envasarse en el verso, cuyos estrictos cauces métricos
parecen favorecer los hallazgos más sorprendentes. La poesía grave de Quevedo
se caracteriza por la intensidad emocional y la condensación del pensamiento
(“Quevedo prensa pensamiento hirviente”, dice Dámaso Alonso). Y su poesía
burlesca concentrará igualmente las agudezas más hirientes, las distorsiones
semánticas más audaces y los juegos de palabras más difíciles.
Las formas métricas que usa Quevedo son muy variadas: domina el soneto (es,
acaso, nuestro máximo sonetista); pero escribió, con la misma maestría, silvas,
canciones, epístolas en tercetos, décimas, redondillas, romances, etc.
QUEVEDO, PROSISTA
Decía Borges: “Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y
compleja literatura”. Su obra, en efecto, es vasta y variadísima.
En su prosa satírica destacan los Sueños, cinco escritos en los que se propone
desenmascarar “abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados
(condiciones sociales) del mundo”. El resultado es una visión desolada, una
sistemática degradación de la realidad, producto inequívoco del desengaño: lo
noble y lo bello son pura apariencia, y la realidad es fea y deleznable. El mismo
enfoque se ve en La hora de todos, fantasía moral en la que muestra que, si la
Fortuna fuera justa, todo el mundo se trastocaría, ya que nada es como debería
ser.
Dentro de su prosa satírica y burlesca figuran obrillas de tema vario, entre las
que no deben olvidarse algunas de sus famosas burlas del culteranismo (Aguja
de navegar cultos, La culta latiniparla).
Como novelista, nos dejó La vida del Buscón llamado don Pablos, escrita en su
juventud (hacia 1603). Su argumento se ciñe a los moldes del género picaresco,
pero su originalidad radica en la visión implacable de Quevedo y, sobre todo, en
la elaboración estilística, el alarde de ingenio y el virtuosismo verbal de una
estética deformante, que se complace en degradar la realidad.
La concepción desengañada de la vida le llevó a buscar consuelo en la filosofía
estoica, sobre todo en Séneca. El estoicismo le proponía ejemplos de entereza
de ánimo para sobreponerse a las miserias de la vida terrena y combatir su
angustia ante la muerte. A un estoicismo cristianizado responde una de sus más
interesantes obras en prosa: La cuna y la sepultura. En ella se condensa, con
grave estilo, su visión pesimista de la vida: de la cuna a la sepultura hay tan
breve trecho que “la vista desengañada no solo las ve confines, sino juntas”.
Pero, agarrándose a las doctrinas estoica y cristiana, reraliza un magno esfuerzo
por aceptar la mísera condición humana y la tan temida muerte.
A sus preocupaciones políticas se deben dos obras de envergadura: Política de
Dios y Vida de Marco Bruto. Aunque sus enfoques, por razones de cautela,
pretenden ser generales, se percibe cómo Quevedo las escribió pensando en los
problemas de España.

LA POESÍA DE QUEVEDO
QUEVEDO, POETA
Si la obra en prosa convierte a Quevedo en uno de nuestros grandes clásicos, su
poesía lo eleva a cimas aún más altas. Los poemas que de él conservamos
rondan el millar; sin embargo, Quevedo solo publicó en vida un número muy
reducido de sus versos; muchos debieron de perderse; los demás fueron
recogidos por personas allegadas al autor y publicadas después de su muerte en
dos volúmenes: Parnaso español (1648) y Las tres Musas (1670).
Por su temática y sus tonos, la poesía de Quevedo presenta la misma variedad
desconcertante que su obra en prosa: la angustia vital, la preocupación patriótica
y la gravedad moral alternan con la sátira mordaz y con las burlas más procaces.

UNA POESÍA ANGUSTIADA


Si el desengaño es el centro de toda la obra de Quevedo, conviene abordar su
poesía por lo que Blecua ha llamado “poemas metafísicos”. Son composiciones
en que el autor encierra su concepción angustiada de la condición humana.
En estos poemas consigue Quevedo la máxima troquelación de aquella temática
del desengaño barroco:
La vida es breve. “Vivir es caminar breve jornada...” Pero este viejo tópico se
revitaliza en manos de Quevedo y recibe formulaciones de insuperable
radicalidad: la vida es más que breve; es fugitiva (“Bien sé que soy aliento
fugitivo...”). Así aparece en versos escalofriantes:

Ayer se fue; mañana no ha llegado;


Hoy se está yendo sin parar un punto.
Soy un fue y un será y un es cansado...

Late en estos versos la angustia del Tiempo: el tiempo nos destruye


(“sepultureros son las horas”); vivir es “deshacerse”:

Azadas son la hora y el momento


Que, a jornal de mi pena y mi cuidado,
Cavan en mi vivir mi monumento (mi sepulcro)

Así nos encontramos con la muerte, el más grave tema quevedesco (y en el que
no ha sido superado por ningún poeta español). Si la vida se nos escapa, si es
inconsistente, la muerte vendrá a llenar todo el horizonte. Más: los conceptos
“vida” y “muerte” llegarán a confundirse: vivir será ir muriendo:

Vivir es caminar breve jornada,


Y muerte viva es, Lico, nuestra vida,
Ayer al frágil cuerpo amanecida,
Cada instante en el cuerpo sepultada.
Nada que, siendo, es poco, y será nada
En poco tiempo...

En estos versos asombrosos se encierra un sentimiento trágico de la vida;


trágico porque tal desengaño arranca de unas inmensas y frustradas ansias de
vivir: solo una insaciada sed de vida puede explicar tan magna obsesión por la
muerte. Así lo dijo el mismo Quevedo:

Temo la muerte, que mi miedo afea;


Amo la vida, con saber que es muerte.

POESÍA MORAL
La vida, pues, carece de valor. Pero son varias las actitudes que cabe adoptar
ante tal desengaño. La actitud del moralista es una de ellas. Quevedo, en parte
de su poesía (como en su prosa, ilustra este enfoque.
Por una parte, desarrolla el tema de la corrupción del mundo: hipocresía,
envidia, ambición, ansia de riquezas, egoísmo de los poderosos... Es una sátira
seria que muestra su descontento de la vida en general. A veces, se refiere en
concreto a la realidad española: así ocurre aparte de varios sonetos, en la
Epístola satírica y censoria (“No he de callar, por más que con el dedo...”),
donde se lamenta por la pérdida de las virtudes tradicionales de los españoles.
Faceta de especial interés es la influencia del estoicismo. En la doctrina estoica
buscó Quevedo un alivio de sus “cuidados”. Ante todo, una lección para aceptar
serenamente los sinsabores de la existencia. Pero, sobre todo, para aceptar la
muerte, como ley de la naturaleza. En una sentencia estoica se inspiran estos
versos:
Breve suspiro, y último, y amargo
Es la muerte forzosa y heredada;
Mas si es ley, y no pena, ¿qué me aflijo?

La muerte, predica el estoico, es ley forzosa que ha de aceptarse. Sin embargo,


en estos versos sigue latiendo la angustia de Quevedo.

POESÍA RELIGIOSA
Otro camino para superar la angustia le proponía la religión. Su fe cristiana
también le enseñaba a despreciar la vida terrena y a aceptar la muerte como
liberación de los pesares. A estas convicciones se aferra Quevedo en algunos de
sus poemas. Así, cuando escribe en un miércoles de ceniza:

(la ceniza) puesta en mis ojos dice eficazmente


Que soy mortal, y vanos mis despojos,
Sombra oscura y delgada, polvo ciego.

Habría que resignarse, pues, a esa “condición mortal”, e, incluso desear la


muerte. Así, un soneto (“Ya formidable y espantoso suena...”) será ejemplo de
esta actitud resignada: la muerte nos trae el “descanso”, la “paz serena”; por eso
acaba diciendo:

Llegue rogada, pues mi bien previene;


Hálleme agradecido, no asustado;
Mi vida acabe, y mi vivir ordene.

Sin embargo, esta resignación solo aparece en momentos transitorios, breves


treguas de su angustia. Por supuesto, no cabe dudar de su fe; pero sí hablar de
un dramático conflicto entre sus creencias y sus sentires: aquellas le proponían
consuelo, y estos estaban hechos de ansias de vivir y de horror a morir.
La lucha entre propósitos ascéticos y afanes vitalistas se advierte en otros
poemas religiosos (por ejemplo, en los salmos de su Heráclito cristiano). La
religiosidad de Quevedo tiene mucho de angustiada.

POESÍA AMOROSA
¿Pudo encontrar Quevedo, en el amor, un camino para reconciliarse con la vida?
Escribió más de doscientos poemas de tema amoroso. Es cierto que arrancó de
los tópicos del amor cortés y del petrarquismo, pero los transformó y superó de
un modo tan asombroso que, para Dámaso Alonso, Quevedo es “el más alto
poeta de amor de la literatura española”. Ello se debe a su intensidad emotiva y
a la presencia de sus grandes temas “metafísicos”.
Una doble y contradictoria vertiente presenta la poesía amorosa de Quevedo:
por una parte, el amor como vencedor de la angustia; pero, por otra, el amor
como ideal inalcanzable, como una frustración más.
Quevedo vio en el amor una experiencia que podría justificar la vida y dar un
sentido al mundo: “Alma es del mundo amor...” Podía incluso, frente al temor a
la muerte, dar al enamorado una sensación de eternidad:

No verán de mi amor el fin los días:


La eternidad ofrece sus blasones
A la pureza de las ansias mías.

Esta idea quedó magnificada en el inolvidable soneto “Cerrar podrá mis ojos...”:
todo se hundirá en la muerte menos la conciencia del amor, que seguirá
alentando en las venas y en los huesos del amante; venas y huesos “serán
ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”.
Sin embargo, este ideal del amor se deshará como un vano sueño. “En vano
busca la tranquilidad en el amor”, reza el título de un soneto. Y en la mayor
parte de sus poemas, en efecto, el amor es imposible. Ha sido una experiencia
sembrada de amarguras: una contienda perpetua (“guerra civil de los nacidos”),
algo fugitivo como la vida (“A fugitivas sombras doy abrazos...”), un
deshacerse como la vida (“Todo soy ruinas, todo soy destrozos”). En suma, en
vez de salvarle de la muerte, le acerca más a ella; de un poema amoroso son
estos versos impresionantes:

Bien puede mi cadena


El ser con el no ser a un mismo punto
Estar por mi mal junto;
Pues, muerto al gusto, estoy vivo a la pena;
Y así es verdad, Inarda, cuando escribo
Que soy y no soy, y muero, y vivo.

POESÍA SATÍRICA Y BURLESCA


Por ningún camino parecía encontrar Quevedo alivio seguro a su profundo
malestar vital. En muchas ocasiones, solo una salida debió de resultarle posible:
la sátira feroz, la burla despiadada. Decía un filósofo (Kierkegaard) que “las
palabras del humorista son los hijos de su dolor”. La frase es perfectamente
aplicable a Quevedo: tras su risa, se percibe su amargura; es como si insultara a
una realidad que le ha desengañado.
Muchos de los temas de su poesía grave se repiten en su poesía satírica y
burlesca, tratados ahora con una comicidad demoledora. Así, se burla del amor,
de la vida y hasta de la muerte. Su sátira apunta, asimismo, a metas que hemos
visto en su poesía moral: hipocresías, ambiciones, poder del dinero (“Poderoso
caballero es don Dinero”). Por sus poemas desfilan, como en los Sueños,
alguaciles, médicos, ricos, poetas, mujerzuelas, maridos ridículos... Nadie se
salva.
La poesía burlesca es difícil de deslindar de la satírica: digamos que, si en esta
hay un trasfondo moral, en aquella (la burlesca) hay un puro regusto de
envilecer la realidad, enfocando sus perfiles más grotescos (así, en los sonetos A
una nariz, A una mujer puntiaguda con enaguas, etc.). A veces, responderá a
una pura actitud lúdica, aunque siempre en línea degradante. Son significativos
los poemas en que se burla de los mitos clásicos o de los grandes héroes
(Orlando, Don Quijote). Citemos, en fin, sus jácaras, en donde se complace en
recoger tipos y costumbres de los bajos fondos.
El lenguaje de Quevedo alcanza aquí su cima en cuanto a creación verbal
intencionada, juegos de palabras, retorcimiento, dificultad y osadía, sin
retroceder ante lo más procaz. Es esa maestría idiomática la que convierte al
Quevedo satírico en un “brutal espoleador de la realidad” (Dámaso Alonso).

CONCLUSIÓN. QUEVEDO Y EL BARROCO


Quevedo llevó a sus máximas expresiones algunos de los temas y actitudes
propias de su tiempo. Quevedo, moralista riguroso y burlón impenitente, parece
encarnación perfecta de la contradictoria edad barroca, vitalista y desengañada.
Por otra parte, estuvo escindido entre su mentalidad de hidalgo, fiel al ideario
tradicional, y su implacable lucidez ante la decadencia política y las miserias de
su tiempo.

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