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Su padre se llamaba Juan De la Mata Robles Quinto y su madre Nemesia Broncano

Gutierrez. En 1930 la pareja lo bautizó como Agapito y fue uno de los siete
hermanos que nacieron en la estancia Charquicancha. De niño transitaba entre la
puna y la tibieza aromática de los eucaliptos de Yanahuanca; observaba lo que
ocurría en el pueblo y le preguntaba a su padre ¿desde cuándo había la maldad?
¿Siempre habían existido los hacendados? Lo sabría años después, cuando ocuparía
el puesto de personero de Yanacocha. Mientras tanto, un Agapito adolescente
recibía clases de otro personaje recurrente en las novelas de Manuel Scorza: el
profesor Eulogio Vento. Un hombre robusto, de rostro rectangular y severo, que fue,
de alguna forma, el que encendió la chispa justiciera en su alumno.
Obligado a buscar nuevas labores, Agapito fue a probar suerte a Lima, en 1949,
pero la capital habría de ofrecerle un primer obstáculo: era muy grande y estuvo
dando vueltas, muchas horas, como un desamparado en la estación de trenes
Desamparados. Felizmente yo no me perdí, solo me extravié, escribe, jocoso,
Agapito en su autobiografía inédita. Buscó a su tía Isabela en el todavía transitable
distrito del Rímac, y ahí empezó a trabajar como repartidor de pan.
En Lima vio también la miseria, las distintas formas de explotación, y empezó por
liberarse a sí mismo. Su oportunidad llegó en forma de aviso en el periódico: la
Fuerza Aérea del Perú (FAP) solicitaba jóvenes de 19 a 20 años para el servicio
militar. Ese año, 1950, ese instituto armado lo acepta por dos años como voluntario.
Adentro se chocaría con una realidad distinta a la de los suburbios limeños: la férrea
disciplina y el andar siempre con un ojo pegado al compañero, le desencajó el
ánimo: La vida militar –anota en su autobiografía– no es como la vida civil, allí
mucha disciplina, mucha responsabilidad, las órdenes del Superior se cumplen sin
dudas y murmuraciones. Por entonces, Agapito no presagiaba que en 1963
comandaría, como si fuera un militar curtido, a casi tres mil hombres para recuperar
las tierras usurpadas de Yanacocha.
Después del voluntariado militar, Agapito decidió adherirse a la Escuela de Policía,
pero por falta de educación secundaria el oficio de las botas y la metralleta lo
rechazó. Decepcionado, volvió a Pasco, donde un hermano evangélico había
montado una panadería en el distrito de Goyllarisquizga, el territorio de las minas
carboníferas de la compañía norteamericana Cerro de Pasco Corporación. La ciudad
de Goyllarisquizga, donde una vez cayó una estrella, es descrita por Teófilo
Muñasqui como un poblado minero donde no hay tregua posible, los músculos
activos y diligentes no pueden guardar un domingo. La avidez de la compañía no
puede darse ese lujo. El activo poblado de Goyllarisquizga, ha aglutinado a
numerosos hombres venidos de diferentes latitudes ofreciéndoles trabajos en sus
negras galerías hulleras (Goyllarisquizga. Explotación del carbón y la voracidad
del imperialismo yanqui, p. 218). En esas circunstancias, el joven e imberbe
Agapito atiende como administrador de la panadería a esos obreros tiznados de
carbón. Y vuelve a sufrir por sus hermanos al ver de cerca el negro rostro de la
minería. Decide regresar.
Acusado de un crimen que cualquiera pudo cometer

Goyllarquizga fue el lugar donde también conoció el amor. Anita Sánchez fue la
mujer que apaciguó a este avezado jinete. Con ella y sus hijos, recorrería montes,
cárceles y el oprobioso camino de la persecución. Cuando Agapito llegó a ser
personero de Yanacocha y aceptó la misión de recuperar las tierras arrebatadas por
la hacienda Huarautambo, su esposa le había dicho:
–No dejes tu cargo de la comunidad. Tu apellido defiende, sino van a decir se ha
comprado. Hasta mis hijos van a llevar la vergüenza.
Agapito no puede explicar por qué lo eligieron personero, solo recuerda que a sus
espaldas se había formado una larga fila de comuneros. Esta era la forma antigua de
elegir a las autoridades en la sierra. Robles, de 28 años, asume la personería de
Yanacocha. Junto a él, es elegido presidente de la comunidad Isaac Carbajal, el
personaje que en la ficción de Scorza se enfrentó a botella partida con el temible
juez Francisco Madrid, pero en la realidad trabajó unos meses como celador del
municipio que gobernaba la esposa del magistrado.
Al saber la noticia, el profesor Eulogio Vento se alegra y le dice a Agapito: “Hay
que sembrar para la escuela”. Por sugerencia del maestro, los comuneros deciden
mejorar la escuela de segundo grado de varones 4952. Para su alumno esto
significaba entrar en las chacras arrebatadas por Francisco Madrid y Alcira
Benavides, “dueños” de Huarautambo. “A buena hora –le dijo a Vento–, hay que ir
allá”. Ese fue el motivo para comenzar la lucha.
La comparación con lo narrado en El cantar de Agapito Robles, por Scorza, no
difiere mucho de la realidad. Incluso se indica el apellido del caporal que, viendo a
Robles y sus paisanos barbechar la tierra, los conminó a abandonar el sembrío y
amenazó con denunciarlos ante el doctor Madrid. El chuto Ildefonso, caporal de la
hacienda, al ver que los comuneros se empecinaban en sembrar, quemó las semillas
y los atropelló con su caballo.
Desde entonces, la hacendada Alcira Benavides y el juez Madrid le echarían el ojo a
este “mocoso” que, supuestamente, no conocía, como los antiguos personeros, los
verdaderos linderos de la comunidad. Una de las artimañas que el juez Madrid
utilizaba para congraciarse con las antiguas autoridades de la comunidad, era
haciéndolos sus ahijados y compadres.
– Él tenía la intención de ser mi compadre –cuenta Agapito, tieso por el frío que se
cuela por la única ventana que regala un poco de luz a su casa–, quería bautizar a mi
hija mayor. Yo me reía nomás… me habrá dicho dos o tres veces.
Muchos sucumbieron a los ofrecimientos del juez, quien era una especie de
reyezuelo en los Andes. El caso más notable fue el de Remigio Sánchez, parodiado
hasta el sentimentalismo en la novela de Scorza, Garabombo el invisible, como un
jorobado llamado El niño Remigio. De él, Exaltación Travezaño, un comunero que
luchó contra la hacienda Paria, dice: el Judas de Remigio Sánchez Vega, quien
habiendo sido elegido personero de la Comunidad, tras el mandato fenecido de
Juan Lovatón se había convertido en agente de los gamonales y en enemigo de su
comunidad (Comuneros que derrotaron a gamonales y militares, pág. 86).
La ojeriza del doctor Madrid contra Agapito Robles alcanzó el extremo de acusarlo
de un delito que le costaría una mudanza forzosa de 13 meses a la prisión de
Huánuco.
Los peritos firmantes opinan que en la muerte de Amador Leandro Hinostroza (…)
hubo probablemente lucha, y la muerte se produjo por hemorragia cerebral (…) El
agente traumático, por acción externa, ha podido ser el puño cerrado o empuñando
una piedra, y algún objeto duro, contra el cual chocó la cabeza (Oficio N°5.
Autopsia de Amador Leandro al cabo Honorio Minchez Alderete, Comandante
de Puesto de la Guardia Civil de Yanahuanca, 21 de enero de 1960).
Luego de cruzar el Chaupihuaranga, una serpiente de agua que separa a Yanacocha
y Yanahuanca, Agapito y su comitiva fue detenido en la subida hacia el barrio
Fátima por guardias civiles. El crimen: asesinato de Amador Leandro,
el Cortaorejas.
Amador Leandro, nombre exacto que aparece en El Cantar, pertenecía a la
servidumbre de la hacienda Huarautambo. Una noche antes había descendido a las
calles inclinadas de Yanahuanca para, según dicen, reconciliarse con su exmujer. El
hombre calcinado por los ardores del alcohol y los celos, acudió a una cantina para
seguir bebiendo. “Abuelita –dice que suplicó Amador a la solitaria tendera del bar–,
no vas a contar lo que he estado tomando acá”, cuenta Alejandra Agui, acusada
también por la muerte del Cortaorejas.
Hasta este punto coinciden los hechos, pero la autoría del fallecimiento de este
hombre nunca se pudo precisar. La primera versión y la que condenó a Agapito fue
la de Francisco Madrid. El personero habría ordenado el asesinato de Leandro por
ser este un espía del juez, y los que lo secundaban acataron la orden de lanzarlo a
una zanja. El testigo del magistrado señaló a Agapito como cabecilla, “a él le he
visto, con ropa tal, tal y tal”. Por esa declaración, posiblemente comprada, se fueron
al cepo seis personas más: Blas Valle, Felicio de la Vega, Alejandra Agui, Anacleto
Minaya, Amador Minaya y Sinforosa Liberato. La segunda versión es la del propio
Agapito:
–Dicen que [Amador Leandro] estaba sin comer… inanición… puro trago vivía,
borrachito era, pues. Le habría dado aire, o no sé –suspira–. Más claro –se crispan
sus cejas ralas–: le había asfixiado Héctor.
La figura del Nictálope es el punto central de la tercera versión. Alejandra Aguí jura
y rejura que Héctor Chacón y Amador Minaya fueron los causantes; que, en
realidad, Leandro tenía un trapo atracado en la garganta, y que el mismo Chacón,
enterrando el rostro, lo había confesado frente al juez de Huánuco.
Un tiempo antes de su indulto del penal El Sepa, en la selva peruana, Chacón había
mandado una carta a la revista Caretas tratando, en parte, de esclarecer el asunto:
El que suscribe, Héctor Chacón Reques, (…) sentenciado por el honorable tribunal
de Huánuco a la pena de 16 años de prisión, por el pseudo delito de homicidio en
agravio de Amador Leandro, hecho que sucedió según lo acomodaron las
autoridades [señala a Francisco Madrid] (…) Yo en vista que dichas autoridades [se
refiere a Agapito y su comitiva] estaban detenidas sólo tuve que decidir una cosa y
sacrificarme por un delito que realmente lo cometió todo mi pueblo (Caretas, n°
437, 1971).
Lo más extraño de este caso es cuán peligroso pudo ser el Cortaorejas para que en su
muerte interviniesen ocho personas. Quizá no sea casualidad que este personaje,
según cuenta Agapito, haya sido elegido por Madrid para que fuese el verdugo del
personero. Y que su fama de belicoso y bebedor lo llevó a pelearse con su propio
cuñado hasta el extremo de arrancarle una oreja y tragársela, enfurecido,
convirtiéndose en la vida real en el Tragaorejas.
Tras inútiles carcelazos, solo quedó recurrir a ciertos maleficios
El padre de Agapito, Juan Robles tuvo que ir en su auxilio. Pagó a la Corte de
Huánuco 1500 soles para la liberación de su hijo y 250 por su defensa, según un
recibo que se amarilla en los archivos del expersonero. En la novela
homónima, Manuel Scorza relata: Agapito Robles siguió encarcelado tres meses
más: su mujer demoró todo ese tiempo en obtener los mil quinientos soles que
requerían los trámites de su liberación (pág.8).
El realismo con que describe Scorza a los perseguidores de Agapito Robles,
tampoco difiere de lo que a continuación dice el personero sobre el juez Francisco
Madrid:
–Era dueño, amo de esta provincia. Policías, alcaldes, eran gente de Madrid.
Nosotros, en ese tiempo, ni un auxilio nos hacía, ni una demanda. Más bien nos
molestaba. No había autoridad para nosotros. Ni entrada teníamos, nos íbamos a
caballo hasta Oyón para ir a Lima, ahí dejábamos nuestro caballo. No podíamos
entrar a Cerro de Pasco [porque el doctor Madrid les había prohibido el paso]. Buen
tiempo hemos andado así.
Francisco Madrid Salazar, nacido en Jauja en 1910, pertenecía a una familia
acomodada que lo hizo estudiar Derecho en la Universidad San Marcos, y Letras en
la Universidad Católica del Perú. Madrid Salazar llega a Pasco como juez suplente y
profesor de castellano en la Escuela Práctica de Minería. Mientras aún no era el juez
Montenegro, como lo llama Scorza en sus novelas, conoce en un baile de
compadrones a quien sería su esposa: la señorita Alcira Benavides. Muchos años
después, ella habría de recordarlo así:
Mi esposo era un hombre demasiado justo. Ha sido uno de los mejores jueces del
Perú, cinco o seis veces ratificado por la Corte, por la Suprema. Últimamente era
llamado a ocupar una vocalía en Huánuco. Toda la provincia le tenía respeto.
Hacía mil favores a todas las personas que visitaba (Entrevista de Guillermo
Thorndike a Alcira Benavides en La República, 3 de diciembre de 1983, pág.
15).
Por órdenes del juez Madrid, cuando se enteró que Agapito volvía de la cárcel, se
prohibió en toda Yanahuanca y Yanacocha regalarle un saludo al personero. Scorza
narra este pasaje con una intensidad desoladora, pero Robles se acomoda en su catre
y se quita el sombrero para restregarse el cabello nevado y acomodar sus recuerdos:
– Claro, no se estimaba a la persona [que salía de la cárcel], era prohibido. La gente
más tenía temor a Madrid. Como era juez, decían “acá se va vengar”, no querían ser
testigos ni nada.
Y los que no le dirigieron la palabra fueron los allegados de Francisco Madrid o
Francisco Montenegro, como la historia prefiera recordarlo.
Llevaba traje negro y solía caminar 60 minutos alrededor de la Plaza de
Yanahuanca, relata Scorza, y vivía en un caserón de tres pisos en una esquina. Hace
tres años aquel caserón conservaba los rastros frívolos de una arquitectura diseñada
para la fiesta y el sibaritaje. Cuartos amplios y pisos forrados con madera, puertas
altas y tejado impermeable contra el frío. Una pileta en medio del patio, símbolo de
alcurnia y el buen gusto, se conservaba en la casa del magistrado. Hoy el recinto no
existe, se ha convertido en un elefante de concreto que pronto, dicen los vecinos,
será el hotel más lujoso de Yanahuanca.
Pero hay quienes defienden a este personaje. Empezando por –con perdón de los
naturalistas– su alma gemela. Alcira decía:
El día que mi esposo murió –se rompe su voz– todo el pueblo ha llorado. Hasta los
presos de la cárcel… hasta los presos de la cárcel, el día que supieron su muerte, se
han puesto a llorar (Entrevista de Guillermo Thorndike a Alcira Benavides en
La República, 3 de diciembre de 1983, pág. 15).
En Yanahuanca, sin embargo, pocos pueden poner las manos al fuego por el doctor
Madrid, salvo aquellos ancianos que nunca tuvieron pleito por tierras y que se
fueron muy temprano a Lima y ven a este jurisprudente como un señor dadivoso y
de mucha plata que, posiblemente, enterró su fortuna en algún sitio de su extinta
morada.
No podríamos comprender el sentimiento que guardaban aquellos rebeldes como
Agapito contra esa poderosa pareja sin conocer a la mujer que, según se puede
deducir, movía los hilos en casa y en el pueblo.
–Era saco largo –dice Agapito, carcajeándose–. Según me dicen de Madrid, a veces
discutía [con su esposa], diciendo: “¡Tú me haces pelear mentira con la gente!” –
mueve su cabeza blanca–. Le hacía quedar mal.
Alcira Benavides –o doña Pepita Montenegro en la novela– no era precisamente
una mujer de carácter pálido y mirada bovina cuyo mundo terminaba en las pétreas
paredes de su fortín de Huarautambo. Esta señora había crecido alimentada por los
vicios del poder. La explotación, la violencia y el hambre de posesión fue la
herencia de sus antepasados que llegaron a Huarautambo como unos desposeídos
dispuestos a alquilar una parcelita a los yanacochanos. El resto de la historia se
puede deducir. Lo quisieron todo y no cejaron hasta convertir Huarautambo en un
latifundio con río incluido.
Una seña que revela la intensidad del matrimonio Madrid–Benavides puede ser la
siguiente:
–Era un esposo modelo. Yo creo que no hay esposos como él. Nos teníamos tanto
cariño, le digo. Nos invitaban a una fiesta en Yanahuanca y yo estaba acá: él no
iba. Y cuando mi esposo no estaba, me invitaban y yo no iba. ¡Así vivimos
veinticinco años! (Entrevista de Guillermo Thorndike a Alcira Benavides en La
República, 3 de diciembre de 1983, pág. 16)
Que el juez Madrid se haya labrado una imagen dominante ante la provincia, puede
tener una explicación en los vericuetos de su alcoba. Nunca tuvo hijos. “Madrid o la
mujer, ¿quién será, 'pe? Era infértil”, aseveran tres cabalgados que merodeaban por
el camino a Racri. Alcira, en cambio, aseguró que tuvieron cuatro, pero todos
murieron.
–Cuando Pepita enviudó, ¿se casó con otro?– pregunto a Agapito.
–Así ha quedado viuda –dice, con gesto indiferente–Le decían Pepita –ríe
enseguida–, porque era picante, 'pe. Y Montenegro porque era un monte negro,
grande, feo, de miedo.
Once años después de su única entrevista, Alcira Benavides sería ajusticiada en
1983 por cuadrillas de Sendero Luminoso en su soledosa casa de Huarautambo.
La pareja no solo despojó territorios a la comunidad de Yanacocha durante las
décadas del 50 y 60, sino también formó un sólido aparato político en Yanahuanca.
Él, siendo juez de Primera Instancia, y ella gobernando el municipio. Al clan se
sumaron sus sobrinos Carlos Benavides, como subprefecto, y Alejandro Benavides
como personero de la localidad. Un modo de gobierno enquistado en nuestro país
que tiene hasta ahora visibles ejemplos, como el clan Fujimori.
La política era un arma inagotable que habían descubierto los hacendados en todo el
Perú. Uno de los más conocidos fue Ignacio Masías, terrateniente en Cerro de Pasco
y Ministro de Agricultura del presidente Manuel Prado en su segundo gobierno.
Pero los Madrid-Benavides, no solo se confiaron en la política sino en instrumentos
más extremos como el ocultismo.
El combate contra los rebeldes yanacochanos no solo se basó en carcelazos, sino
también en “daños” y “hechizos” que la paranoica Alcira lanzaba contra los
escurridizos Héctor Chacón y Agapito Robles.
–Siete brujas tenía la Alcira Benavides –vuelve a carcajearse Agapito–. Dice que
tendían velas en mi nombre, de Chacón y de distintos. ¡Nada! ¡Ja,ja,ja! A mí no me
llegó nada la brujería. Pero dice un día le llegó a su burrito de Héctor, en su casa
apareció sentado como gente. Entonces como él entiende la brujería, cree también,
sabía quién era. Era una viuda la que llevaba todos los acuerdos de las sesiones a
Madrid. Y se le ocurre una noche. La viejita vivía sola, no sé cuántos hincones le
habrá dado para que declare todo.
Aquella anciana viuda se llamaba Angélica de Cruz y murió de varias puñaladas en
el cuerpo. La autoría se le atribuye al Nictálope, quien se gastó once años visitando
cárceles de Lima y la selva. Once años que le parecieron “una fumada de cigarro”.
En Redoble por Rancas, Scorza cambia el sentido de este conjuro nigromántico.
Dice que el asno empezó a reducirse hasta desaparecer. Tan igual de extraordinario
cuando Chacón vio al borrico sentado como un gamonal en su patio.
El daño que habría causado este matrimonio a quienes, por lo menos, no eran sus
ahijados es difícil de calcular. Cientos o miles de ganados llevados al coso de
Huarautambo, infinitos aparejos de montura que decomisaron sus caporales a los
comuneros, innumerables mantos, pullos y sombreros que despojaron a los que no
tenían cómo agradar al juez.
Antes de retirarme de la casa de Agapito, le pregunté fuera de la entrevista, ¿qué
sentimiento guardaba, ahora, después de muchos años, por el doctor Madrid y su
esposa? Exhaló un suspiro hasta romper el silencio de la estancia, estrujó su
sombrero en su pecho y resucitó un recuerdo: “Nos perdonamos, el doctor me pedía
disculpas: 'Perdóname, hijo, tanta maldad que te hecho', me decía en mis sueños".
Los ojos de Agapito se enturbiaron. Un resabio amargo sentí cuando le pregunté
sobre la doña. El silencio en estos casos puede ser más triste que el pasado.
¿Hubo un hacendado que ayudó a quienes querían desterrarlo?

Uno observa a Agapito Robles y parecería un viejecillo más cargando una biblia
entre sus manos, coloreando con su presencia las calles angostas de Yanahuanca. E
inmediatamente surgen las preguntas: ¿cómo este menudo hombre pudo liderar una
revolución silenciosa en los Andes? ¿Cómo pudo ser la preocupación de la Guardia
Civil si con las justas había llegado a cabo? ¿Qué tipo de temor inspiraría su rostro
cetrino en el pensamiento de los hacendados?
En diciembre de 1961-dice el historiador Wilfredo Kapsoli- los comuneros tomaron
las tierras en disputa y permanecieron en posesión hasta marzo del año siguiente en
que fueron desalojados violentamente. En el choque con la policía murieron 27
comuneros, otros fueron heridos o encarcelados. Esta fue la mayor masacre
ocurrida en la Sierra Central del país (Los movimientos campesinos en Cerro de
Pasco, pág. 99-100).
La gesta librada contra la hacienda Huarautambo no fue un hecho aislado. Muchas
comunidades se amotinaron contra los hacendados al comprobar que la justicia
estaba reservada para los ricos, cuyos fragorosos apellidos (Benavides, Lercari,
Fernandini, Masías, Arias y Proaño) recuerdan hasta hoy los
cerreños. Yanacocha conservaba sus títulos desde 1705 y las autoridades
principales emprendieron una campaña de desinformación asegurando que los
títulos jamás existieron y que Yanacocha había sido siempre de los gamonales,
quienes con sus medios y sabiduría "hacían andar la economía del Perú".
Antes de Agapito, las quejas eran incontenibles. El nuevo personero recibió la
batuta de lo que inevitablemente iba a suceder. En el sur del Perú, por ejemplo, la
revolución agraria había comenzado por la fuerza. Grupos de campesinos dirigidos
por Hugo Blanco ponían en duda la autoridad del latifundio y eran constantemente
sofocados por la Policía. Los campesinos del centro sabían que los del sur libraban
batallas bajo un mando, una organización, un ideario, y se plegaron al Movimiento
Comunal Campesino del Centro, del cual Manuel Scorza fue su secretario.
La organización era una estrategia que ni todo el dinero de los gamonales pudo
combatir. Un comunero convencido de su realidad valía más que diez impulsados
por el alcohol y el oportunismo. Para recuperar la hacienda Huarautambo se tuvo
que conspirar:
–Para organizar esa posesión de tierras, hemos trabajado más de un año: ¡sesión
permanente! ¡Permanente! Gente de la altura, de la puna, no de aquí –
dice Agapito en una visita breve a la casa de su hija en Yanahuanca- (Estos) eran
compadres, ahijados, nietos de Madrid, era su gente. Gente conocida nosotros hemos
ido contra eso, por eso a mí… cómo se llama… era cabecilla para todos los delitos.
Más de 12 delitos con orden de captura en la corte de Huánuco tenía, diferentes
delitos, el comunismo era peligroso en esa época.
Acusar de comunista a todo aquel que cuestionaba el “orden” era moneda corriente.
El administrador de la Sociedad Ganadera de Yanahuanca S.A. se refería así
de Agapito en un oficio dirigido al Ministerio de Fomento y Obras Públicas:
“agitador comunista, cabecilla. Por robo de animales y su muerte, Robles debe
pagar 88, 500 soles de oro – Firma- Hacienda Chinche, Agosto 5 de 1963. R.
Vergara”.
Agapito no conocía nada sobre Marx o Lenin, pero intuía que la tierra era el medio
de producción que los gamonales se querían adueñar. Así que los famosos
conciliábulos tenían que hacerse al margen de la ley. Robles tenía que conspirar
contra un sistema que lo había corrompido todo.
Los constantes viajes hasta el Ministerio de Asuntos Indígenas en Lima, las cartas
secretas de sus informantes, los abundantes memoriales enviados a Radio Excelsior,
Radio Victoria y al diputado Malpica sobre la situación de su pueblo, y los
padecimientos que en esas jornadas sufrió al igual que sus compueblanos Fermín
Espinoza o Exaltación Travezaño, le cincelaron el carácter.
La modalidad usual de la “invasión” era pacífica – escribe Wilfredo Kapsoli-. Los
comuneros esperaban la noche para introducir su ganado e instalarse en chozas
provisionales. En estas chozas casi siempre, izaban banderolas nacionales, y allí
permanecían en espera de los fallos judiciales (Los movimientos campesinos en
Cerro de Pasco, pág. 101).
El día de la toma de la hacienda Huarautambo, es decir el 27 de agosto de 1963, para
los ojos ambiciosos de la Benavides, los hechos sucedieron así:
Más de tres mil comuneros de Yanacocha, armados con escopetas, palos, picos,
lampas y piedras, invadieron la totalidad de mi fundo “Huarautambo” que tiene
una totalidad de 900 hectáreas (…) dirigidos y capitaneados por los
denunciados [Agapito Robles encabeza la lista]. No solamente han cometido estos
actos de violencia (…) han vendido parte del ganado robado y el resto está
veneficiando (sic.)para la alimentación de los invasores, a vista y paciencia del
público, como repugnantes bandoleros que son (Solicitud de captura para
Agapito Robles de Alcira Benavides, 2 de setiembre de 1963, Yanahuanca).
En esos años muchos pastores y campesinos cobijaban un arma en casa, wínchester
y máuseres, como forma de protección contra el abigeato (robo de animales), un
delito recurrente en las alturas. Algunos de los comuneros eran licenciados del
ejército. Otros sabían cómo organizar y convocar a las masas, según lo aprendido en
los sindicatos de la Cerro de Pasco Corporation.
Nada de esto, sin embargo, puede asegurar que la gente comandada por Agapito
Robles fue un ejército como tal, a lo mucho una masa de campesinos velozmente
adiestrada y sin algún plan de contraataque. Según la manifestación policial de
Isaac Carbajal en su manifestación sobre la “invasión” se puede leer:
Del primer momento no había nadie, después de diez minutos que llegamos a la
plaza principal, los empleados del Sr. Francisco Madrid se presentaron portando
una bandera, embriagados, profiriendo insultos ofendiéndonos y jurando por
nuestras vidas, realizándose una pelea entre los mismos empleados no nos pusieron
resistencia cuando llegamos a tomar posición (sic.) de los lugares mencionados.
Tengo entendido que los empleados del doctor Madrid tienen arma de fuego
carabina, revólver, escopetas y fusiles. (Documento certificado por el
Investigador de la Gefatura de Pasco don Jorge Villena, 30 de agosto de 1963).
Al traspasar el arco pétreo de la hacienda Huarautambo, los rebeldes y Agapito
encontraron en lastimeras condiciones a los colonos. Huarautambo contaba con un
cepo particular, y muchos de los niños nacidos ahí no conocían más allá de la
frontera de los cercos. En ese lugar había muerto el padre de Héctor Chacón, quien
nunca pudo saciar su sed de venganza. En los primeros días de la organización,
Robles había dicho a los dirigentes de los otros 14 caseríos:
– ¡Con título o sin título, por posesión somos dueños Yanacocha!
La lucha se extendió todo el año de 1963. La muerte de 27 comuneros, en otra pelea
contra la hacienda Uchumarca, sacó del marasmo al gobierno de turno y el
presidente Fernando Belaunde Terry decretó la primera Reforma Agraria solo en
Junín y Pasco.
Esta lucha, sin embargo, abarcó espacios un poco íntimos, diríamos familiares.
Agapito Robles no había terminado la secundaria y el único auxilio jurídico de los
abogados Honorio Espinoza y Genaro Ledesma no era suficiente para concretar esta
batalla. Hubo un personaje insospechado en la lucha contra los Madrid– Benavides:
el hermano de Alcira.
Sebastián Benavides, hacendado y hombre de letras, aparece en El Cantar como
Sebastián Barda, un viejo arruinado por la inquina de su hermana Pepita. Al parecer,
los comuneros de Yanacocha lo respetaban por su moderado apetito por la tierra. No
había abarcado más allá de los linderos de la comunidad e iba solícito a los
comparendos territoriales. Manuel Scorza lo pinta así:
– Sebastián Barda, mi padre, saluda a la comunidad de Yanacocha. Él sabe que
amaneciendo ustedes se posesionarán de Huarautambo. Nadie detendrá a la
poderosa comunidad. ¡Suplica que no se lleven su ganado! Él también es pobre. Su
hermana lo ha hecho sufrir. Ustedes son testigos. El juez Montenegro lo despojó. Él
debía ser dueño. En el tiempo en que corría ni siquiera podía usar el agua del río
Huarautambo (El Cantar de Agapito Robles, pág. 210).
El odio entre estos hermanos llegó a límites delirantes. Por donde menos culebrea el
agua del Huarautambo, los Benavides se habían partido el río. La huella de la
muralla de piedra que dividió la corriente en dos, sugiere un deslucido afecto entre
ambos. La mezquindad de Alcira contra su propio hermano, llevó a este a colaborar
con las luchas de los comuneros. ¿Pero de qué forma?
Agapito cuenta que, a falta de conocimientos sobre leyes y trámites, y la escases de
decididos abogados para defender no solo a Yanacocha sino a varias comunidades
en Pasco, recibió la ayuda de Sebastián y su tinterillo Edmundo Ruiz Avellaneda.
Un señor contagiado por el mismo rencor de Benavides a los Madrid. Este hombre
entendido en el arte de la abogacía era quien bosquejaba, redactaba y enviaba los
memoriales y denuncias a los ministerios de Lima y las prefecturas. Agapito y los
demás, tras una lectura, estampaban sus firmas.
Una solicitud sin fecha, muestra la rabia que provocaba la presencia de estos dos
“caínes” en la vida de Alcira Benavides de Madrid:
Edmundo Ruíz Avellaneda (…) se ha aliado con Benavides sublivando (sic.) a la
comunidad de Yanacocha, con un imaginario conflicto de linderos nada más que,
para causar intencionalmente daño a mi Fundo.
En otro oficio de los comuneros al Señor Presidente de la Cámara de Senadores de
Lima del 30 de octubre de 1959, la alcaldesa de Yanahuanca, Alcira Benavides,
mandó a perseguir “so pretexto de haber sustraído alambres del Consejo Provincial a
Edmundo Ruiz Avellaneda”, porque este denunciaba constantemente en radios y
periódicos la argolla existente en la provincia.
La ayuda legal que prestaron estos dos personajes pudo ser tan importante como la
colaboración de los exmilitares comuneros y los caseríos alejados en las luchas de
recuperación. Tanto así que Agapito recuerda nítidamente a Sebastián:
–Era mi amigo, él entendía, no me ha contradicho –y enseguida encoge los
bombros–. Eran enemigos con su propia hermana.
Por temor, Agapito Robles ocultó un secreto a Manuel Scorza
Los nietos de Agapito Robles desconocen las hazañas de su abuelo. Ninguno ha
terminado de leer El Cantar, no por falta de escuela ni por ausencia de voluntad.
Incluso se podría asegurar que pocos cerreños conocen esa novela. El profesor de
Literatura de la Universidad Daniel Alcides Carrión de Pasco, David Salazar, dice
que hasta ahora solo un par de alumnos, de las varias promociones que enseñó,
presentaron una tesis sobre la novela. En una actividad realizada por una institución
escolar de Pasco, la cantidad de asistentes a una charla con el mismísimo Agapito
Robles fue conmovedora. ¿Cuántos cerreños sabían que fuera de su ciudad, en
lejanas estribaciones, los hombres habían sentido detenerse el tiempo por gracia de
un puñado de señores?
Para adquirir El Cantar de Agapito Robles, obra muy estudiada en Europa, hay que
viajar a Lima y comprarla en librerías a precios exuberantes. Por suerte, se puede
encontrar un ejemplar en las librerías de viejo del centro, pero en departamentos
como el mismo Pasco es casi imposible. Después de las masacres, Agapito
Roblesse convirtió en publicista de sí mismo. De la caja de ejemplares que fue el
único recuerdo que le dejó Scorza fue distribuyéndolos entre amigos y extranjeros
que llegaban, incrédulos de su existencia, hasta su estancia.
-Cómo conociste a Manuel Scorza? - le pregunto a Agapito.
-Creo que en Huancayo. Él sabía ya por medio de un abogado que estaba en el
Congreso, Ledesma Izquieta. Con él habían conversado. Entonces [Scorza] llega a
Huancayo –hace una pausa para volverse a acomodar el sombrero-. Entonces yo le
informé, nos hicimos amigos. Fuimos a su residencia, por Miraflores vivía, por la
avenida Armendáriz… ya me olvidé.
Y el autor de Redoble por Rancas lo llevó a su hogar, donde poetas como César
Calvo lo visitaban constantemente. Ahí entrevistó a Agapito y Garabombo,
estando como espectador privilegiado su hijo, Eduardo Escorza, quien cuenta en el
café de Surco, que estos personajes llegaban y hablaban largas horas con su padre.
–Dos o tres días hemos conversado –dice Agapito, trayendo la presencia de Manuel
a su memoria–. Esa vez estaban fresquito las cosas.
Aquellas jornadas reviviendo la gesta de Yanacocha, fueron registradas en cintas
magnetofónicas que Scorza prometió reproducir, sin embargo, el paradero de estos
audios se desconoce.
– ¡No me digas señor! –dice que le dijo el escritor al personero–. Dime Manuel.
Porque tú y yo somos iguales.
Le brindó confianza y Agapito supo rápidamente de qué lado estaba el artista. Le
tenía mucho respeto, porque Robles no habla de él sin pensar dos veces lo que va a
decir.
Agapito recuerda que –mientras se ocultaba de la orden de captura por dirigir la
liberación de las haciendas– Scorza le llevó a Huancayo unos cuantos libros de
literatura para que pueda exhibir en su carpita de periódicos. Aquellos libritos fueron
los famosos Populibros, un proyecto editorial de Scorza, que el
canillita Roblesdemoraba en vender.
Cuando la persecución amainó, Agapito asumió por un año la Presidencia de los
canillitas. Fue a muchos congresos sobre el indígena peruano y contó ampliamente
su historia a los medios de comunicación de Lima, pero éstos nunca le dieron el
valor necesario a su epopeya. Robles decidió volver a su estancia a más de 4 mil
metros sobre el nivel del mar. Los pastores y choferes que atraviesan su chacra
dicen: “Allí vive el viejo Robles” y siguen su camino polvoriento. Cuando la noche
encapota el cielo, la estancia desaparece. No hay electricidad, ni servicios básicos.
Afortunadamente, un hilo de agua corre por una hendidura rocosa para alimentar a
su ganado.
Esa mañana en Charquicancha el frío endurecía cualquier cosa que no estuviera
embozada con lana de oveja. Agapito llevaba puesto un pantalón caqui sobre otro de
bayeta. Aun así, el halo blanquecino de su aliento se confundía con la neblina. A la
hora de arriar sus animales, se colocó el capote de militar de los años cincuenta. Así,
sujetando un palo de molle dirigía a su nuevo ejército rumiante, les pasaba revista y
un soberbio capón negro le respondía “beeee-e-e-e”.
El expersonero no solo es un hombre moderado, es un extirpador del consumismo.
Ha fabricado varias de sus ropas con el pelo de sus llamas, ha techado su casa con la
paja que le regalaba el viento y sus corrales fueron amurallados con estas piedras
que estoy tocando.
¿De dónde viene ese carácter opuesto al de los hacendados que vivían en la
comodidad y la fanfarria? La repuesta puede estar en la misma tierra, producto de
tanto enfrentamiento. El hombre andino es un ser apegado a los astros, a
la mamapacha y el paisaje. Con la llegada de los españoles a los Andes, parte de
esta cosmovisión se alteró. El occidente ha dejado atrás en las ciudades el orden
místico del antiguo Perú. En caseríos tan alejados como el de Agapito aún
sobreviven vestigios, la lengua quechua es su mejor ejemplo.
En un pasaje de El Cantar, se habla un poco del austero carácter de Agapito:
Era solo el comienzo de la celebración. La noche encontró casas iluminadas por
una alegría demente. Sólo Agapito Robles, que nunca bebía, no se emborrachó. El
resto se atracó de carnero asado y de aguardiente… (El Cantar de Agapito
Robles, pág. 242).
En un país donde el consumo de alcohol es de 8,9 litros por persona según la
Organización Mundial de la Salud, la firmeza del personero ante el licor tiene un
argumento: su religión.
Agapito con una biblia. Agapito con la biblia que el inca Atahualpa arrojó a los
españoles. Agapito yendo a predicar con su caballo Pin Pon a pueblos ignotos,
donde solo la gracia divina puede alumbrar la noche. En los años 50, la religión
había salvado al personero de su propia humanidad.
Seis años antes de que Yanacocha convulsionara, Agapito Robles se había
entregado al evangelio. Fue en Goyllarizquisga. En la panadería donde despachaba
llegaron los hermanos Pedro, Vicente y Modesto. Lo invitaron a escuchar sus
prédicas sobre la historia de la humanidad y Jesucristo. Vio tantas coincidencias de
su pueblo con las guerras, las violaciones y, lo más importante, las rebeliones de la
Santa Biblia, que esta última imagen la tuvo en cuenta al escribir su propio cantar.
–Yo no [le] manifestaba mucho –dice Agapito recordando nuevamente a Scorza-,
porque antes de eso yo no sabía. Mi pastor me decía “¿estás metido en eso?” Me
acomplejé y decía de repente estoy mal delante de Dios.
Y nunca le dijo al escritor su verdadera vocación. Este fue el secreto que no quiere
callar más, porque asegura que fue su creencia la que le llevó a estar al frente de su
comunidad. Como un pastor que arrea con cariño a sus ovejas descarriadas.
–Mis pastores me decían: “¡Eh, te has metido ahí! ¡Eh! ¡Eh!” – Repite Agapito con
menosprecio–. Pero yo pensé tres cosas. Dije, cuando sea autoridad, voy a hacer
respetar mi religión, mi apellido y de donde soy. Eso me motivó para no ser
compadre.
Años después, esos mismos ministros del cielo habrían de reconocer la gesta
libertaria de Agapito hacia sus hermanos.
“La mejor obra”, recuerda que le dijeron al pastor Robles.
¿Qué le debe, Agapito, a Héctor, el furioso?
Cuando Agapito Robles desciende a Yanahuanca, sus conocidos lo reciben como
si estuvieran cantando “¡Dooon Agapito! ¿Cúuumu estás, papacu?”.
Robles se detiene, cobija su biblia en su casaca y les envuelve las manos como si
estuviera recogiendo un pajarillo. Continúa su camino y en una esquina un amigo le
extiende un vasito de cerveza, “no tomo”, en la siguiente calle le invitan a un
cumpleaños, “tengo pastoreo”, más allá alguien le dice que visite más seguido, “no
puedo, nadie ve mis animales”, hasta que un sobrino le cuenta que falleció fulano y
ahora sí Agapito accede a acompañarlo. Sobre las calles desniveladas de
Yanahuanca, las piernas de Robles se balancean como si anhelaran los ijares de un
caballo. De seguro piensa en Pin Pon que hace poco murió de rabia, “alocándose,
alocándose, arrastrándose en la tierra, ha muerto mi Pin Pon”. El viejo Robles
almuerza un aguadito en la casa del doliente y luego trepa solitario por el espinoso
camino hacia Baños Rabí. En las estribaciones moteadas de tunares se halla un
cementerio. Nadie le ha reservado un sitio para predicar algún salmo de despedida,
pero desde su lugar ora con las manos abiertas, como si capturase una llovizna
imaginaria. ¿Cuántas veces habrá pedido así por sus compañeros muertos? ¿Por
Héctor, por Raymundo, por Fermín, por los 27 caídos de la masacre
de Yanahuanca?
A Fermín Espinoza, Garabombo, el que tenía una voz imponente, dicen que lo
balearon en un puente hacia Huánuco y solo encontraron su caballo. Tal vez no sea
así, porque Agapito recuerda que Espinoza se transformó. Desalojó hacendados y
recuperó tierras para luego convertirse, progresivamente, en uno de ellos. Sus
compueblanos al ver al héroe de Chinche malogrado por la ambición, hicieron lo
que él mismo hubiera hecho a un hacendado. Y para despistar, colocaron su caballo
sobre el puente. En Yanahuanca el fotógrafo del pueblo Heraclio Rojas me muestra
una fotografía de la casa de Garabombo, en Chinche. La desnudez de sus paredes y
una puerta de hojalata no concuerdan con los síntomas de la riqueza.
Sobre Raymundo Herrera, el Jinete insomne, dicen que murió de viejo de tanto
planear cómo destruir a los hacendados. Agapito Robles lo recuerda vetusto y
partido por el sueño, hablando sin parar hasta el despertar de los gallos. Él era el
encargado de llevar a los más jóvenes a conocer los linderos. De eso, no recuerda
más Agapito.
Pero Héctor, Héctor Chacón, quizá el único comunero peruano del siglo pasado que
más páginas y coberturas tuvo en los medios. ¿Ladrón o héroe? ¿Vengador o
justiciero? La Guerra Silenciosa que escribió Manuel Scorza no hubiera sido la
misma sin el Nictálope (el que puede ver por las noches), pero fue a pesar que otros
comuneros con más protagonismo que Chacón no tuvieron su propia novela.
-¿Qué le dijo Héctor cuando ustedes estaban en la cárcel de Huánuco?
-¡Qué cosa pues! –dice Agapito, entonando como el Nictálope-. Estamos en la
cárcel, ¿a dónde más nos van a pasar?
Un tipo duro que se hizo respetar en uno de los penales más salvajes que tuvo el
Perú: El Sepa. “A los días de llegar –cuenta Guillermo Thorndike en una entrevista a
Chacón-, dobló de un puntapié al hampón que quería denigrarlo” (La República, 3
de diciembre de 1983, pág. 9). Pero así como era rudo, podía divertirse con
chiquillerías, dice Agapito, con él y los demás pasaban las horas en la cárcel
jugando un deporte norteamericano: el básquetbol.
Cuando Héctor Chacón salió de El Sepa indultado en julio de 1971, un año
después de la publicación de Redoble por Rancas, tenía las mejillas hundidas y los
ojos metidos en un par de cavernas, y “unas zapatillas de basquetbolista”, detalla
Thorndike. Al llegar a su pueblo, dice el periodista César Lévano en la
revista Caretas, fue vapuleado por los vecinos de Yanahuanca, pero aclamado por
los comuneros de Yanacocha. ¿Quién era Héctor Chacón? ¿Solamente el
compañero carcelario de Agapito Robles? ¿Colaboró realmente con la justa de
reivindicación? ¿O fue un avezado delincuente que amargó la vida del juez Madrid?
–Robar –dice la anciana Alejandra Agui, recordando a Chacón–. Robar nomás.
Abigeo era, por eso vivía en la cárcel desde muy antes.
Agapito Robles conserva una carta de Chacón donde le pide el respaldo de la
comunidad tras la acusación de Alcira Benavides por el asesinato de una de sus
“hechiceras”:
En seguida don Agapito, ahora quisiera que el pueblo me certifica en el sentido que
esas fechas no me encontré en ese pueblo, por otra parte que el Juez Instructor de
Yanahuanca es mi enemigo desde hace un tiempo y los testigos son incinuados (sic.)
por él (Carta de Héctor Chacón a Agapito Robles, 23 de marzo de 1963).
Los herederos de la historia del Nictálope viven en Yanahuanca. “Tuvo varios
hijos”, dijeron las personas que oyeron sobre él. Nadie pudo precisármelo en el
pueblo. Nadie en Yanahuanca ni Yanacocha está seguro de quién fue Héctor. Solo
su hija Juana, la que sucumbe en la hipótesis de haber entregado a su padre a los
policías, pudo quizá tallarlo en su verdadera estatura, pero la muerte había llegado
primero.
Sin embargo, hay una certeza. Chacón odiaba a Madrid tanto como éste a los
indígenas. Y no tenía miedo. Fue un hombre que despreciaba la muerte hasta en sus
últimos días. “Tomando ha muerto, quién sabe cómo”, coinciden Alejandra y
Agapito al recordarlo.
¿Sin el temperamento de Héctor, hubieran tenido el mismo nervio para enfrentar a
los Madrid-Benavides los dirigentes de Yanacocha? Nadie había obligado
al Nictálope a entrar en esa guerra, nadie le había quitado sus parcelas,
gustosamente hubiera seguido en el mundo del abigeato, como dicen que pasó. La
imagen que se lleva Agapito Robles de su amigo Héctor es la de un hombre osado,
el primero en probar que el juez Madrid y Alcira Benavides eran seres humanos. Y
sufrían. Cuando los ojos de Chacón salieron del verde inconmensurable de su
presidio en la selva, lo primero que soltaron sus labios fue algo así como "me
vengaré de Madrid". Aquel hombre que Scorza privilegió en sus novelas con el don
de mirar por la noche, no podía sentir la paz de un día claro... “Le faltaba encontrar a
Dios”, se apena Agapito.
***
Yanahuanca, 26 de agosto. Un espeso silencio se acumula en la entrada de la
provincia. Acabó la feria dominical. Solo los camiones cargados de comerciantes
rompen el paisaje monótono de las calles. Cuarentaisiete años antes, en
1971, Manuel Scorza sacaba del anonimato los enfrentamientos campesinos
de Cerro de Pasco. El gobierno “revolucionario” del presidente Juan Velasco
Alvarado tomó estas luchas como el símbolo del dolor campesino y se exacerbó un
nacionalismo con rostro indígena. Ese mismo año, Héctor Chacón fue su mejor
bandera y llegaba a Yanahuanca indultado y junto al escritor. Mientras la comitiva
de periodistas y delegados iban a celebrar a Yanacocha el regreso del Nictálope, un
buscado Agapito Robles, ya sin su poncho multicolor y montado sobre un camión
destartalado, borraba por otro camino las recientes huellas de su gesta.
EL CANTO EN EL CAMPO DE AGAPITO ROBLES

Algunas personas dicen que Agapito Robles se convirtió en Puma y así burlo a sus
perseguidores y enemigos; nosotros lo hallamos en su estancia en el caserío de
Charquicancha, perteneciente a la comunidad, San Juan de Yanacocha, de la provincia
Daniel Alcides Carrión, a más de 4 mil m.s.n.m., congelado en el tiempo pero con ganas de
recordar. Lo ubicamos leyendo el mejor de los libros “La Biblia” pues él es Pastor en su
Iglesia Evangélica desde 1954. Le pedimos a Don Agapito Robles concedernos una
entrevista, ya que fue una suerte lograr encontrarlo. Él vive solo, dedicado a una de sus
pasiones, la crianza de ganado. Vive en una humilde casa de barro, al costado de una
carretera que dirige al límite entre los departamentos de Huánuco y Pasco. Él afirma que
siempre han pasado a visitarlo, gente de otros países como España, Dinamarca e Italia.

Por largos años se pensó por ahí que don Agapito Robles, ya no vivía entre nosotros, sin
embargo pudimos constatar que eran meras especulaciones; él vive y está lucido a sus 89
años, sentado en una pequeña banca de madera en su humilde vivienda lo hallamos: “Algo
hemos hecho, aunque los comuneros y el pueblo no conocen, hemos luchado por la
abolición de la esclavitud contra hacendados, que mantenían en ignorancia al pueblo,
especialmente a los pobladores de Huarautambo (…) tenían los sábados y domingos libres,
sembraban papa para su consumo y sobrevivir; Alcira Benavides -esposa del Juez Madrid,
y fragmentada como doña Pepita Montenegro en las novelas- fue una abusiva con los
pobladores de Huarautambo, los tenía sin educación, los controlaba a los pobladores”
revela.
Al mostrarle una fotografía a blanco y negro en el que se distingue a un joven Agapito
Robles de 28 años junto a Manuel Scorza, se deleita y manifiesta que en esa edad estaba en
apogeo, pues había ya vivido muchas experiencias, y que con el gran escritor mantenían
una gran amistad, se “tuteaban”: “Cuando nos conocimos yo le decía señor Manuel, él me
decía no me digas señor Manuel, dime Manuel”.
Cuenta que lo conoció en la ciudad de Huancayo, hasta donde llego víctima de la
persecución por defender sus tierras. Años también duros para don Agapito: fue acusado de
comunista y encarcelado por tal calumnia por más de un año en el penal de Huánuco por
diferentes delitos, la mayor parte dirigidos por del Juez Francisco Madrid Salazar, un
advenedizo jaujino, (en las novelas es el Juez Juan Montenegro).

Agapito vivió 3 años en la ciudad de Huancayo, fue allí cuando, en su pequeño negocio –un
quiosco en la calle Real donde vendía periódicos y revistas, Manuel Scorza llegó
promocionando sus famosos “Populibros” (un proyecto editorial de Scorza). Lleva unos
cuantos libros de literatura para que pueda exhibirlo; conversaron y le conto un poco de su
realidad y de su comunidad, por esos tiempos ya se escuchaba el atropello que perpetraba la
Cerro de Pasco Corporation en la comunidad de Rancas. La conversa sirvió de impulso
para que Scorza vaya a enterarse en persona acerca de la realidad a Cerro de Pasco,
Yanahuanca y posterior me hizo llamar a la ciudad de Lima.
Quienes hemos podido leer las novelas del gran Manuel Scorza Torres, éste ha consignado
nombres, hechos y lugares reales de campesinos de la sierra central del Perú; el personaje
real, Agapito Robles, aparece en 5 de sus novelas, que fueron traducidos a 40 idiomas: El
famoso Redoble por Rancas, El Jinete Insomne, Historia de Garabombo el Invisible, La
Tumba del Relámpago y El Cantar de Agapito Robles. Todas estas obras integran La
Pentalogía La guerra silenciosa y que a través de ella se denuncian las injusticias cometidas
contra las comunidades indígenas del centro del Perú. El libro “El Cantar de Agapito
Robles” fue de los libros más vendidos en Europa y por ironías de la vida, es muy caro y
difícil de conseguir en el Perú ye el mismo Cerro de Pasco.
En estos escritos Agapito Robles, tuvo notable Scorza narra la lucha épica de Agapito
Robles contra el juez Montenegro, una etapa más en los cinco tramos que comprende su
novela, la dura tarea del personero que representa los intereses de los campesinos
explotados es titánica: debe enfrentar la fuerza y los astutos manejos legales combinados.
Se defenderá de las armas y de la justicia viciada con la mágica danza final en la que su
poncho de colores se convierte en un remolino que va quemando todo a su paso.

En estos escritos Agapito Robles tuvo notoria participación dirigencial como personero,
liderando una intensa lucha para recuperar las extensas tierras de la comunidad San Juan de
Yanacocha, que actualmente cuenta con 88, 500 hectáreas, gracias a las luchas de sus
ancestros desde 1705, así Yanacocha conserva sus títulos hasta la actualidad.
Héctor Chacón “El Nictálope” otro personaje real de las novelas de Scorza, fue su gran
amigo y paisano. Se conocieron en estos enfrentamientos por la recuperación de tierras allá
por los años de 1961 y al igual que Agapito, estuvo en la cárcel, llegado incluso a parar
hasta el popular otrora “Sepa”, acusado también por Francisco Madrid por el delito de
abigeato de la hacienda Huarautambo, en ese momento propiedad de Alcira Benavides;
Héctor Chacón fue sentenciado a 11 años, siendo Agapito fiel testigo de ello, el juez
después de la sentencia le preguntó a “El Nictálope”.
¿Estás de acuerdo con tu sentencia, Chacón?
Si Doctor, once años es como fumar un cigarrillo
Si, alguna vez sales del Sepa, ¿Qué piensas hacer?
Yo me voy a vengar de Madrid. Contestó Chacón
Chacón fue indultado en Julio de 1971, un año después de que se publicara “Redoble por
Rancas”, el indulto fue rubricado por el mismísimo presidente Juan Velazco Alvarado, y a
los pocos días se enrumba a Yanahuanca junto al escritor Manuel Scorza.

Scorza narra “El Indulto” como una anécdota, cuando el presidente Velazco decide indultar
a Chacón, uno de sus ministros le pregunta al escritor, ¿Qué cosa es lo que usted quisiera?
Mire, si yo pudiese darle la noticia de libertad –fue uno de los momentos más importantes
de mi vida, relata el escritor. Al llegar al aeropuerto del Amazonas, doy la mano a la
tripulación y me dejaron con la mano extendida, yo me quede un poco desconcertado, me
quede callado, luego se acercaron los oficiales disculpándose por no corresponder el saludo
¿Por qué? le digo yo, un saludo ni quita, ni da. Es que pensábamos que Usted iba preso,
contesto el oficial.
Yo no iba preso, sino que yo iba a sacar a Héctor Chacón (…)

Volviendo a lo de Agapito Robles, él hace un retroceso en su trayectoria de los 2 años de


servicio a su patria, cuando perteneció a la Fuerza Aérea del Perú, en la unidad de
Aeronáutica y posteriormente cuando llegó a trabajar a Goyllarisquizga, allá entre los años
de 1952 y 1955 para la empresa Cerro de Pasco Corporation, donde conoció a su esposa y
la palabra de Dios, tras leer en los libros de Isaías y Jeremías los pasajes de lucha, con los
cuales se identificó dándole la visión para ejercer como autoridad cristiana.
Narra que Madrid utilizó artificios para cautivar a las antiguas autoridades de la comunidad
haciéndolos sus ahijados y ganando compadrazgo con los comuneros; “Él quiso ser mi
compadre quería bautizar a mi hija mayor, la cual yo rechace por mi religión… Yo luche
por 3 cosas fundamentales: Por mi apellido, mi religión y el lugar donde vivo… El juez
Madrid compraba a las autoridades de la provincia y pasaban por su mano; y no pudo hacer
lo mismo conmigo; es a partir de allí es que empieza a vengarse, calumniarme, por
diferentes delitos, yo tenía prohibido el ingreso a Yanahuanca y Cerro de Pasco, para hacer
gestiones en favor de mi comunidad, iba con caballo hasta Oyón, dejábamos nuestro
caballos ahí y luego continuábamos el viaje hasta Lima, para esos viajes la comunidad me
designaba los mejores caballos, en la que dicho sea de paso nos acompaña un burro
pequeño explicando que ya no cuenta con equinos”.
Agapito fue personero en Yanacocha por un periodo de 5 años y fue el tiempo que luchó
sin ninguna muestra de amilanamiento por su comunidad, aceptando la misión de recuperar
las tierras de su comunidad que habían sido arrebatadas por la hacienda Huarautambo.
Madrid tenía intenciones de ir como vocal a la corte de Huánuco, “el compraba cada 5 años
su cargo, con las autoridades judiciales de Huánuco”; Madrid manifestaba que Agapito
Robles nunca va a salir de la cárcel, “ahí se va a podrir; pero yo siempre digo y estoy
contento de haber apoyado en la libertad del gamonalismo de la hacendada Benavides,
también construimos la escuela en el lugar”, refiriéndose a Huarautambo.
Gestionó la creación del distrito con un ingeniero miembro de la Sociedad Geográfica, pero
como el Juez Madrid era enemigo de Yanacocha, le otorga el distrito a Pillao, exterioriza
con triste semblante.
“Tuve la oportunidad de estudiar en la escuela el año de 1948, no había escuelas en
Yanahuanca ni en Pasco, siendo mi maestro Eulogio Vento Santamaría, nombre de la actual
Institución Educativa de la comunidad de Yanacocha. Me apoyó en la trascripción de
documentos el hermano de doña Alcira Benavides, don Sebastián Benavides, él era
hacendado de Astobamba y hombre de letras, la escases de abogados hizo que defendiera
no solo a Yanacocha, sino a varias comunidades, junto a su tinterillo Edmundo Ruiz
Avellaneda, quien redactaba y enviaba los memoriales y denuncias a los ministerios en
Lima, después de leer firmábamos”, revela. Sebastián Benavides aparece en el Cantar como
Sebastián Barda. Tan fue el odio de estos hermanos que se habían partido el río, el rastro de
la muralla de piedra dividió el caudal de agua en dos; la mezquindad y avaricia de Alcira
contra su propio hermano, lo llevó a Sebastián a colaborar con las luchas de los comuneros.
“La mayoría de mis comuneros tenían miedo a Madrid, eran unos amarillos, a mí me
apoyaron unos cuantos pobladores; cuando apareció el terrorismo pensaban que yo los
había traído, la policía investigaba y se preguntaba ¿Con quién tenía una hostil relación
Madrid? Sacando conclusiones que era enemigo de la comunidad de Yanacocha,
especialmente con Héctor Chacón y Agapito Robles. Mi compañero “El Nictálope” tenía
coraje y nos levantaba la moral. En una oportunidad perseguido por los policías y siendo
rodeado, se aventó a un abismo y se salvó de la muerte -fragmento que es comentado en la
novela- en total se luchó contra 7 hacendados en toda la provincia. El resto de esta novela
real se puede deducir.
“Yo no hice ningún daño a nadie, por eso Dios me ha dado vida, todo mis enemigos no
están ya, si bien ellos deseaban desaparecerme, matarme, yo no me he caído, yo tengo las
manos limpias”
Quizás la prenda que lo caracterizaba en sus tiempos de rebeldía, era el ponchito multicolor
de líneas verticales. Antes de su muerte, Manuel Scorza le escribió una carta en 1983,
indicándole que se encontrarían a su arribo al Perú y no llegó, “era mi amigo, me quede
triste sobre todo por su amistad, tenía buen trato”.

En la última parte de la entrevista manifiesta que en su lejana Choza vinieron muchas


personas entre peruanos y extranjeras en especial Europeas, -donde es más conocido y por
consiguiente, lugar donde se han vendido los libros de Scorza, ni bien se publicaron. Se
toman fotos con el principal protagonista de las novelas de Scorza pero nadie le deja nada,
ni dogmas ni el propio libro “El Cantar de Agapito Robles”. En un momento tuvo el
original en su poder, pero por infortunios del destino se lo llevaron al haberle robado su
casa en la comunidad de Yanacocha. En una ocasión, tuvo la visita de una maestra de
Dinamarca y le reveló ¡Tu libro se ha agotado!
Don Agapito solicita al menos que le faciliten un pequeño Panel Solar, solo cuenta con una
cocina con bosta y un mechero le sirve de iluminación. Añora conocer a la familia de
Scorza, a su hijo Manuel, el (refiriéndose al escritor) lo llevó a su casa una vez en
Miraflores, por Armendáriz, antes de que se vaya a España, “tuvimos una conversación
para escribir un libro en el extranjero, porque ahí tenia libertad, en nuestro país era
perseguido y asediado por escribir en contra de las grandes empresas explotadoras”.
La recuperación de nuestra identidad y nuestra cultura, pende principalmente de cuánto
estamos dispuestos a dar por ellas, reconociéndole y dándole dignidad a los personajes que
construyeron nuestra historia como Agapito Robles, gran luchador del gamonalismo. Los
sectores responsables de que todo lo logrado por décadas no perezca, tienen un arduo
trabajo. Las Direcciones de Educación y Cultura deben dejar ya de dormir en sus laureles.

Por: Julio Mario Alania Taquire

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