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EL CASO DE LA MOCHILA INVISIBLE O DE DONDE VIENEN LAS

PALABRAS
Los grandes-ya se sabe- tenemos mucho que decir; sobre todo tenemos
mucho que decirles a los chicos. Los chicos también hablan, por supuesto.
Pero hay que reconocer que, como chicos que son, tienen una voz pequeña y
titubeante. Muy difícil de oír si antes no se hace silencio.
Y eso supone una diferencia.
No es que los grandes no duden, claro está, no es que a ellos no se les
achique la voz y se les vuelva a veces titubeante. Pero los grandes sólo
titubean frente a otros grandes. Frente a los chicos, los grandes se
agrandan. Retan con el índice en ristre, recomiendan con la mano en el
hombro o explican con sonrisa amable. En cualquier caso, su voz crece y lo
llena todo, aplasta, no deja sitio para otras voces.
Aquí querría hablar yo a favor del sitio para las otras voces. En cierto modo
querría hablar del silencio. No sé porqué los grandes nos apuramos a llenar
el espacio que nos separa de los chicos con palabras. Tal vez nos angustie el
abismo, tal vez nos haga sentir incómodos al recordarnos la propia infancia.
Lo cierto es que en general no esperamos, hablamos.
No esperamos a que nos cuenten, pedimos informes. No esperamos las
preguntas, nos adelantamos a responderlas. No esperamos el aplauso, lo
exigimos. Damos por sentada la risa cuando hacemos un chiste. Y siempre,
sea como sea, seguimos adelante. Apuramos, apretamos, empujamos. No
toleramos el titubeo.
Eso pasa en la crianza, en la educación, en la vida de todos los días, en los
programas para niños, en los espectáculos, en los libros, en las publicidades
y en la escuela. La clave está en el imperativo, aunque a veces esté
disimulado detrás de la seducción y la compinchería, la clave está en avanzar
sin oír la voz que viene del otro lado.
Claro que muchos pensaran que esperar esa voz no tiene el menor sentido.
Porque ¿qué puede venir del otro lado? Los chicos son, al fin de cuentas, lo
que los hicimos ser, están llenos de lo que los llenamos... No son sino un
recipiente en el que vaciamos amorosamente nuestras palabras...
Y, sin embargo, Basta que se haga un momento de silencio. un alto en el
discurso, y de pronto brota una frase, una voz, unas palabras tal vez no
dirigidas a nosotros sino flotantes. parte de un juego solitario, cola de un
cuento. que dejan sospechar otros adentros.
En esos casos se ha entreabierto la mochila. Porque los chicos tienen su
mochila invisible de palabras. La han ido llenando de a poco, mientras vivían.
Es muy personal, un poco loca y decididamente desprolija. Está llena de
palabras que todavía no se desprendieron de las cosas y que, por lo tanto,
están contagiadas de olores, de sabores y de ruidos.
Ya les dije: todo muy desprolijo. Palabras ásperas o suaves, ácidas, jugosas,
blandas, secas, crepitantes, saladas, con gusto a tierra, con gusto a
manzana, agudas, cosquillosas, arenosas, amarillas como el pis, picantes...
Puede parecer caótico, pero la carga es valiosa: con esas palabras se nos va
armando la infancia. Con esas palabras lo vamos construyendo todo: juegos
imaginarios del “dale que”, nuestros primeros y apasionantes insultos y
nuestra primera ciencia, precaria pero fundamental, nuestra manera de
entender al mundo, cosida pacientemente con retazos de porqués.
De esa mochila, y de otra valija mucho más pesada, habrá que ocuparse
cuando llegue el tiempo de la escuela, la gran ceremonia, el encuentro oficial
entre los grandes y los chicos.
Los chicos llegan a primer grado entusiasmados con la expectativa de crecer
y de aprender a leer, en fin, con ganas. Y también con su mochila invisible. Es
de suponer que la traen llena, bien cargada (son muchas las palabras que se
juntan en seis años, sobre todo si son los seis primeros), pero no parece
molestarlos con el peso. Al menos se los ve livianos y brincadores.
Del otro lado esperan los maestros. También entusiasmados a su manera, y
también cargados. Eso sí, tienen un gesto agobiado; se ve a simple vista que
la carga no es tan fácil de llevar como la de los chicos. No es para menos,
porque la valija que tienen que acarrear tiene, prolijamente acomodadas,
palabras de mucho peso: las que hay que usar en las planillas, en las
planificaciones y en las efemérides, las que deben fluir desde el pizarrón
hacia los pupitres. Algunas palabras son tan solemnes, tan sonoras, tan
macizas y pesadas que se corre el riesgo de que agujereen el fondo de la
valija. Menos mal que la mayor parte de los maestros tiene la prudencia de
no volcar de golpe el contenido: hay palabras tan pero tan pesadas que, si se
dijeran en voz alta en el patio el primer día de clases, podrían aplastar
irremediablemente a los chicos de seis, formados y más bien asustados por
el gran comienzo. Y, en cuanto a la mochila que traen los chicos..., bueno, en
primer lugar es invisible, de modo que a uno no lo pueden culpar por no verla.
Además, hay tanto que hacer en la escuela.
Hay que enseñar a leer y a escribir. Hay que explicar el 25 de Mayo. Hay que
sumar siete más ocho y acordarse de llevarse uno. A veces hay que vigilar
que no se duerman de hambre. Hay que cuidar que no se maten en el recreo.
Hay que mostrar, explicar, enseñar, señalar, subrayar, corregir, estimular,
favorecer, promover, desarrollar. ¿ Cómo va a quedar tiempo para espiar en
las mochilas invisibles -y tal vez un poco arrugadas a esta altura- que los
chicos siguen llevando empecinadamente a la escuela? “Paula tiene un lazo
azul de tafeta” “Quique remonta su cometa por sobre el cerco de ligustrina”
“Hay cinco ríos, a saber:...” “Belgrano sólo pensaba en el bienestar de la
patria”. No hay tiempo para mirar en la mochila, pero la mochila sigue
estando. De la valija siguen saliendo palabras de valija, bien recortadas,
afeitadas, planchaditas, pero la mochila sigue estando.
De ida y vuelta, los chicos reciben lo que viene de la zona del pizarrón, lo
que sale de la valija, y confrontan con lo que traen atrás, en su mochila
invisible. De ida y de vuelta. Es difícil conciliar. Si hasta las cosas más
conocidas se disfrazan en los libros de lectura: los viejos, por ejemplo, se
vuelven “ancianos”, aunque para eso tengan que poner gesto venerable y
dejar de contar anécdotas y de reírse, como don Gómez, con los dos o tres
dientes que le quedan; y los barriletes se vuelven cometas, y las veredas,
aceras, y las madres cosen junto a floreros con rosas, que tal vez, en el
colmo de la travesura, vuelca un perrito bandido. Es difícil reconocer el
barrio, la propia escena doméstica, la propia palabra...
Y ésta podría terminar siendo una historia más bien triste de no ser por
algo que muchas veces trató de ocultarse pero que a esta altura ya no es
ningún secreto: también los maestros tienen su mochila invisible.
No la valija que les pusieron en la mano. Sino la mochila de sus palabras
propias. Tal vez esté un poco ajada; tal vez las palabras se hayan refugiado
en el fondo. pero es cuestión de hacer silencio para que vayan saliendo. Al
principio van a ser un poco pequeñas, titubeantes, en una de esas estén algo
apelmazadas y cansadas, porque vienen de lejos, pero son las únicas que van
a poder dialogar con las palabras de los chicos. Quiero decir: sin aplastarlas.
GRACIELA MONTES

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