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Los discursos feministas que relacionan el malestar y la enfermedad de las mujeres con la

desigualdad y la subordinación se iniciaron ya en la Ilustración. La obra de Mary Wollstonecraft,


Vindicación de los Derechos de la Mujer, considerada un texto fundacional que puso las bases
intelectuales y políticas del feminismo, también puede y debe ser considerada un texto
fundacional en la teoría feminista aplicada al ámbito de la salud.

. En España, a finales del siglo XIX, las primeras mujeres que acceden a la Universidad y se
doctoran son médicas y sus tesis doctorales se dedican a desactivar los argumentos médicos en
contra del acceso de las mujeres a la educación. Asimismo, las mujeres que protagonizaron las
vindicaciones feministas en esta etapa, como Emilia Pardo Bazán y Concepción Arenal,
combatieron duramente los argumentos para la exclusión de las mujeres de la medicina y, al igual
que Mary Wollstonecraft, Concepción Arenal identificó el malestar que sienten las mujeres como
una consecuencia de su reclusión en la vida doméstica y de las restricciones impuestas a su
desarrollo intelectual y profesional, como después teorizará Betty Friedan en La Mística de la
Feminidad. También en la obra de Simone de Beauvoir, desarrollada entre el sufragismo y el
feminismo radical, se encuentran discursos relacionando las condiciones sociales, la doble jornada
y el ciclo vital de las mujeres con su estado de salud.

Se concluye que, en el feminismo, la salud adquiere una dimensión profundamente política, al


estar determinada por las condiciones estructurales, materiales y simbólicas, impuestas por el
patriarcado en la vida de las mujeres. La idea de que existe una clara y estrecha relación entre el
malestar y la enfermedad de las mujeres y las limitaciones que las estructuras patriarcales
imponen en sus vidas, forma parte de las raíces mismas de la teoría feminista. La salud es una
dimensión fundamental de la vida y el feminismo, desde sus orígenes, desvela que se ve
profundamente afectada por el sistema de dominación de los hombres sobre las mujeres. El
concepto de salud feminista es biopsicosociopolítico y el feminismo muestra que la política
sanitaria del patriarcado es una de las herramientas fundamentales para el control y la
subordinación de las mujeres.

“La historia de la mujer viene así contada desde la perspectiva feminista, lo cual implica que
seleccionará, entre el material histórico disponible, los hitos que estima más relevantes desde el
punto de vista adoptado, es decir, las situaciones históricas en que se pone de manifiesto alguna
inflexión significativa en la inserción de las mujeres en las estructuras y las ideologías del
patriarcado así como en su lucha contra las mismas” (Amorós, 1988:2). La teoría feminista sitúa el
inicio del feminismo en la Ilustración, con las vindicaciones de igualdad. Celia Amorós señala que la
idea de vindicación ha sido históricamente el nervio de todo feminismo y un criterio de
demarcación del mismo respecto a otro tipo de fenómenos que ella denomina protofeministas o
perifeministas (Amorós, 2006:289). La vindicación está íntimamente unida a la idea de igualdad,
señala, por eso califica de “memorial de agravios”, como género todavía no propiamente
feminista, la expresión de quejas de las mujeres por los abusos de poder d

En el ámbito de la salud, como muestra la historiografía feminista, se podría considerar que ya en


la Edad Media hubo claros antecedentes de vindicación de las mujeres en tanto que sanadoras,
cuando fueron excluidas del ejercicio profesional y de la formación institucionalizada. Puesto que
ya estaban ejerciendo como sanadoras e incluso habían adquirido socialmente tal identidad,
podríamos decir que “se dan las bases para que se pueda hablar de una exclusión ilegítima”
(Amorós y de Miguel, 2007:31), que parece así fue percibida por ellas de acuerdocon las
investigaciones realizadas por historiadoras feministas. La exclusión, en ese caso, podía aparecer
como claramente arbitraria, siendo propiamente una discriminación, como establecen Celia
Amorós y Ana de Miguel: “discriminación implica parámetros conmensurables y homologables
entre los individuos, de tal modo que la exclusión de un grupo de éstos aparezca como arbitraria y
pueda ser por tanto irracionalizada: es, en este sentido, en el que hablamos propiamente de
discriminación” (Amorós y de Miguel, 2007:31).

En efecto, aunque la investigación histórica desde el marco feminista tuvo, fundamentalmente, “el
objetivo de construir genealogías de práctica sanitaria femenina” (Cabré y Ortiz, 2001:9), estas
investigaciones sirven también para recuperar y poner de manifiesto las luchas y vindicaciones de
las mujeres sanadoras para mantenerse en la profesión, para acceder a la formación y exigir su
reconocimiento como expertas sanitarias. La historiografía feminista, por tanto, puede ayudarnos
a situarlas como precursoras y pioneras del movimiento de las mujeres en el campo de la salud.
Ninguna otra actividad que hoy consideramos profesional y que desarrollaron las mujeres,
provocó tal reacción masculina para su apropiación y control. Las sanadoras suponían una fuerte
competencia y una amenaza de tipo económico para los médicos y otros profesionales sanitarios.
Hasta tal punto que contra ellas se ejercieron múltiples formas de violencia, que culminaron en la
tortura y el asesinato de miles de mujeres por la inquisición, con el apoyo de las instituciones
académicas, especialmente la de medicina. En ese sentido, Silvia Federici afirmó:

“Solo el movimiento feminista ha logrado que la caza de brujas emergiera de la clandestinidad a la


que se le había confinado, gracias a la identificación de las feministas con las brujas, adoptadas
pronto como símbolo de la revuelta femenina. Las feministas reconocieron rápidamente que
cientos de miles de mujeres no podrían haber sido masacradas y sometidas a las torturas más
crueles de no haber sido porque planteaban un desafío a la estructura de poder. También se
dieron cuenta de que tal guerra contra las mujeres, que se sostuvo durante un periodo de al
menos dos siglos, constituyó un punto decisivo en la historia de las mujeres en Europa” (Federici,
2010:221). De la misma forma, las historiadoras Bonnie S. Anderson y Judith Zinsser, en su obra
Historia de las Mujeres. Una historia propia, afirmaron, al referirse a Juana de Arco:

“La corta vida de Juana demostró los extravagantes y poderosos efectos del temor de los hombres
hacia la mujeres que de manera firme reclamaron autoridad y actuaron con independencia. Se
honraba y valoraba a quienes se consideraba que defendían las instituciones masculinas, pero a
quienes eran juzgadas una amenaza o se oponían se las deshonraba y condenaba a muerte….Un
siglo y medio más tarde, cientos de miles de campesinas fueron percibidas del mismo modo, en
pueblos de toda Europa… Fueron víctimas de la persecución de brujas de los siglos XVI y XVII,
cientos de miles de mujeres acusadas, torturadas, ejecutadas” (Anderson y Zinsser, 1991:186). El
hecho de que las brujas hayan pasado a formar parte del imaginario, del simbólico y del lenguaje
feminista como mujeres transgresoras, poderosas y sabias, que tenían en sus manos
conocimientos y herramientas que empoderaban a las mujeres y que ellas mismas habían
desarrollado, así como el hecho de que fueran mujeres que se reunían en grupos, los llamados
aquelarres de brujas, es un indicador de que el feminismo las considera mujeres que desafiaron las
relaciones de género hegemónicas y que se mostraban y vivían como mujeres independientes y en
cierta manera, emancipadas. Como manifestó Carmen Sáez Buenaventura:
“El odio que despertaron, no solo de cara al poder, sino incluso respecto a sus coetáneos, se
basaba en cinco pilares fundamentales: 1) eran mujeres, en una sociedad que despreciaba a la
mujer; 2) por su edad, habían perdido su encanto físico, su posibilidad de procrear y de reponer la
fuerza de trabajo en el ámbito del hogar; 3) hicieron uso de su sexualidad, fuera de los límites
prescritos y aprobados socialmente; 4) se reunían y formaban grupos y 5) lograban vivir
autónomamente, dedicándose a actividades no domésticas… Pero todo ello, que hubiera podido
ser el germen de una auténtica revolución social, fue ahogado en sangre” (Sáez Buenaventura,
1979:18).

Igualmente, Bárbara Ehrenreich y Deirdre English sostienen que las llamadas brujas representaban
una amenaza política, religiosa y sexual para la iglesia, tanto católica como protestante, y también
para el Estado. En primer lugar, se las acusaba de todos los crímenes sexuales concebibles en
contra de los hombres. Sobre ellas pesaba la acusación de poseer una sexualidad femenina. En
segundo lugar, se las acusaba de estar organizadas, y la tercera acusación era la de tener poderes
mágicos sobre la salud, de poseer conocimientos médicos y ginecológicos (Ehrenreich y English,
1988:13). Mª Milagros Rivera, desde el pensamiento de la diferencia sexual, sostiene que “las
brujas representaban una expresión libre de la diferencia sexual, de la femenina en este caso…
cuando el orden dado no soporta más esa experiencia humana femenina original, la destruye con
ferocidad” (Rivera, 1997:37). Asimismo, Adrienne Rich, en su artículo “Heterosexualidad
obligatoria y existencia lesbiana” (Rich, 2001), al exponer la invisibilización de las lesbianas en la
historia, menciona la quema de brujas, distinguiendo que muchas de ellas eran mujeres no
casadas, que mantenían una vida independiente fuera de la institución heterosexual: “Mujeres de
todas las culturas y a lo largo de la historia han acometido la tarea de llevar a cabo una existencia
independiente, no heterosexual, conectada con mujeres, hasta el límite que haya permitido su
contexto, a menudo creyendo que eran ‘las únicas’ que lo habían hecho. Han acometido esta tarea
aunque pocas mujeres han tenido una situación económica que pudiera permitirles el lujo de
rechazar abiertamente el matrimonio, e incluso a pesar de que los ataques contra las mujeres no
casadas hayan ido de la difamación y la burla al genocidio deliberado, incluyendo la quema y la
tortura de millones de viudas y de solteras durante las persecuciones de brujas en los siglos XV,
XVI y XVII en Europa” (Rich, 2001:49). Adrienne Rich, al referirse a la omisión de las luchas de las
lesbianas en el libro de Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur: Sexual
Arrangements and the Human Malaise, vuelve a nombrar a las brujas como mujeres que se las
habían arreglado para tener una existencia independiente, que no colaboraba con el orden
patriarcal:

“Las reiteradas luchas de las mujeres para resistirse a la opresión (la propia y la de otras) y para
cambiar su condición. Ignora, específicamente, la historia de las mujeres que, como brujas,
femmes seules, reacias al matrimonio, solteras, viudas independientes y/o lesbianas, se las han
arreglado, a distintos niveles, para no colaborar. Es esta historia, precisamente, de la que las
feministas tienen tanto que aprender y sobre la que existe, cubriéndola, tan tupido silencio” (Rich,
2001:48). También Germaine Greer, en el apartado denominado “Rebelión” en su libro La Mujer
Eunuco, escribió: “siempre ha habido mujeres que se han rebelado contra su papel en la sociedad.
Las más destacadas son las brujas, mujeres que se retiraban de las relaciones humanas ‘normales’
para vivir en contacto con sus animales de compañía o con algún familiar, y conseguían ganarse la
vida gracias a sus conocimientos sobre las propiedades medicinales de las hierbas… Una lectura
cuidadosa de las declaraciones en los juicios por brujería revela que algunas de esas mujeres
fueron perseguidas con los horribles métodos reservados a las brujas porque eran agitadoras que
incitaban a los aldeanos a la subversión o la rebelión declarada. Uno de los castigos, la silla de
inmersión, fue la forma más primitiva de psicoterapia punitiva, equivalente al tratamiento de
choque que actualmente se aplica a las mujeres melancólicas o recalcitrantes… Sabremos bastante
más sobre la historia del

feminismo cuando aprendamos a leer entre líneas en los casos de la caza de brujas y otras formas
de persecución de las mujeres” (Greer, 2004:385). Se puede afirmar, por tanto, que las sanadoras,
señaladas y acusadas de brujería por la Inquisición, están siendo recuperadas para la historia del
feminismo como mujeres pioneras en su resistencia al patriarcado. En palabras de Suzel Bannel y
Mabel Pérez-Serrano: “Entre aquellas mujeres, seguramente analfabetas pero ‘cultas’, que
merecerían, además, el agradecimiento de sus conciudadanos, podríamos rastrear un ejemplo de
incipiente liberación de la mujer, al que no nos atreveríamos a calificar de protofeminismo pero
que, de no ser brutalmente reprimido, no sabemos hasta dónde hubiera podido llegar” (Bannel y
PérezSerrano, 1999:308). Como subrayaron Monserrat Cabré y Teresa Ortiz, la perspectiva
feminista en la historiografía transformó la imagen tradicional que presentaba a las mujeres como
sujetos pasivos del quehacer sanitario y de su historia, y las líneas de investigación que se centran
en los saberes y prácticas de salud de las mujeres están ofreciendo importantes resultados,
señalando una trayectoria que ha transcurrido desde el total protagonismo y autonomía de las
mujeres como sanadoras, hasta tener que situarse en los márgenes de los sistemas organizados de
asistencia sanitaria, para llegar actualmente a la inserción e incluso, la transformación del centro
mismo de los sistemas de salud después de numerosas luchas y negociaciones para la conquista
del derecho al ejercicio de todas las profesiones sanitarias (Cabré y Ortiz, 2001:13).

Es posible concluir que las raíces de la trayectoria histórica del movimiento de mujeres en el
ámbito de la salud se sitúan en las vindicaciones de las sanadoras para permanecer en este ámbito
y ejercer en el mismo con total libertad, así como en sus luchas para acceder a la formación. Si
bien no existen testimonios de vindicaciones claramente feministas en los términos en los que hoy
así las consideramos, las investigaciones realizadas hasta el momento muestran una clara
resistencia y oposición de las sanadoras a su exclusión y una vindicación activa de su derecho a
permanecer en ese ámbito, que se pone de manifiesto, como señala Monserrat Cabré, en sus
declaraciones en los juicios y en sus interacciones con el sistema legal, a veces las únicas fuentes
documentales de sus discursos: “Las sanadoras aparecen reflejadas en las fuentes en la medida en
la que interaccionan con el sistema legal. Su visibilidad documental depende de que su práctica
sea legalmente autorizada, prohibida o cuestionada; de que

su opinión experta sea utilizada como testimonio en causas jurídicas; de que sus actividades
sanadoras sean definidas y reguladas por las instituciones o de que sus trabajas sanitarios sean
remunerados y, por lo tanto, controlados y anotados. Pero si tomamos estas actividades
globalmente, solo significan un pequeño porcentaje del nuevo sistema médico que se implantó
durante la Baja Edad Media” (Cabré, 2005:645-646). Como subraya la historiadora Mª Dolores
Ramos, “los archivos judiciales no solo hablan sobre las mujeres sino que hacen hablar a las
mujeres” (Ramos, 2003:25). Existe una gran dificultad para documentar con precisión las
actividades, discursos y vindicaciones de las mujeres en el ámbito de la salud durante la Baja Edad
Media, ya que “las mujeres emergen solo en la medida en la que su actividad se regula y/o se
reconoce como apropiada o impropia por parte de las instituciones políticas, religiosas o
sanitarias… aquello que sobresale es una minimísima parte de las actividades desarrolladas por las
mujeres” (Cabré, 2005:640-641). Sin embargo, es de esperar que futuras investigaciones puedan
encontrar otras fuentes que aporten nuevos datos, ya que, como apunta Mª Dolores Ramos, “más
o menos porosas, numerosas fuentes aun esperan ser descubiertas, interrogadas, interpretadas.
Muchos materiales aún andan ‘perdidos’, atrapados en medio de una gran masa documental.
Algunos textos han sido sepultados, ‘sustraídos’ a la mirada, borrados de la memoria” (Ramos,
2003:24).

Las nuevas y críticas aproximaciones de la historiografía feminista pueden ser de utilidad y resultar
fructíferas para enmarcar y vincular la resistencia de las sanadoras en la Edad Media a ser
expulsadas de la práctica sanitaria con el proceso histórico de las luchas feministas en el campo de
la salud. Las historiadoras Mary Nash y Karen Offen plantearon una revisión crítica del
conocimiento del feminismo histórico, proponiendo una redefinición y una apertura de horizontes
en su conceptualización historiográfica. Karen Offen defendió la necesidad de ampliar el concepto
de feminismo, un concepto menos exclusivo y más inclusivo, que enfatizase la flexibilidad,
teniendo en cuenta dos marcos feministas, uno igualitarista, que se articula en torno a la igualdad
y los derechos políticos, y otro relacional, que se focaliza en las diferencias de género existentes,
saliendo, de este modo, del modelo sufragista británico (Offen, 1991). En 1994, también Mary
Nash cuestionó las visiones sobre el feminismo histórico vigentes hasta entonces en la historia de
las mujeres, subrayando la necesidad de no equiparar el feminismo con una modalidad universal
de lucha y resistencia o con una perspectiva rupturista de abierta confrontación con el sistema
patriarcal (Nash, 1994). En la historiografía feminista fue muy polémica la idea de que la renuncia
de las mujeres a la lucha contra la discriminación política no tenía que implicar forzosamente una
conformidad con su situación de discriminación. Nash, además, conceptualizó las distintas
experiencias colectivas de las mujeres como causa y origen de la expresión de su feminismo. La
presencia activa de mujeres en espacios sociales configuraba la experiencia colectiva femenina en
un aprendizaje social. La categoría de experiencia, señaló, es crucial en la formación de las
estrategias plurales de resistencia y de cambio social de las mujeres. Por ello, apostó por la
ampliación de la definición de feminismo para abarcar otras experiencias históricas que habían
supuesto una modificación en las relaciones de género dominantes, aunque algunas historiadoras
seguían manteniendo como criterio para la evaluación de una voluntad emancipadora, el desafío a
las normas de género (Nash, 1994:172).

Hasta el momento, se había priorizado una conceptualización de lo que era considerado


feminismo que subrayaba como necesaria la abierta confrontación con la opresión. Por ello, el
sufragismo era invocado como el eje definitorio del feminismo. Refiriéndose a etapas históricas del
XIX, Nash advierte que se había concluido que la única reacción o resistencia posible de las
mujeres era la confrontación abierta desde discursos pública y claramente opositores al
patriarcado, por lo que solo se estudiaba a las “protagonistas femeninas que rompían los moldes
de la subordinación histórica en una lucha heroica emancipadora” (Nash, 1994:151). Nash, desde
una dimensión epistemológica, planteaba una reformulación de la relación entre pasado y
presente: “La contextualización histórica nos da la clave precisa para calibrar la capacidad
rupturista o de cuestionamiento de las normas y valores culturales que discriminaban a las
mujeres, y también para definir como feminista o no cada movimiento concreto de mujeres”
(Nash, 1994:158).

Entre los siglos XII y XVII se produjo en Europa un proceso de organización y consolidación de un
sistema de formación y asistencia médica y sanitaria regulado mediante el poder de la ley, que no
solo excluyó a las mujeres del trabajo sanitario, sino que subordinó sus actividades a las
desarrolladas por los varones (Cabré y Ortiz, 2001:13). Se prohibió a las mujeres estudiar en las
Universidades y practicar la medicina, se desautorizaron su conocimiento y sus prácticas
sanadoras, negándoles autoría y autoridad, aunque hubiesen practicado la medicina desde
presupuestos científicos (Ortiz, 2001:58), “no se las acusaba de ser incompetentes,

sino de haber tenido la osadía de curar, siendo mujer” (Ehrenreich y English, 1981:19). Como
muestran Monserrat Cabré y Teresa Ortiz en la introducción de su libro Sanadoras, matronas y
médicas en Europa, Siglos XII-XX2 , hasta ese momento las mujeres podían, libremente, asistir los
partos, atender las necesidades de salud de niñas y niños, administrar medicamentos y tratar una
variada gama de problemas de salud de hombres y mujeres. También podían testificar como
expertas ante las cortes judiciales. En este sentido, Monserrat Cabré relata el caso de un grupo de
mujeres que en 1398 en Zaragoza y por encargo de las cortes, examinaron manualmente a una
mujer joven que había sido violada y fueron a testificar en lo que hoy se denominaría como un
acto médico de la medicina forense. Asimismo, en la Barcelona de 1410, también la corte ordena a
varias mujeres el examen de tres niñas de 9 y 10 años, declarando que efectivamente habían sido
violadas, aunque no podían saber si había sido recientemente, puesto que, según declararon, “la
natura” se había secado y no podían conjeturar cuándo había tenido lugar la violación. Ello
muestra, como resalta Cabré, que tenían conocimiento y capacidad de lectura de las alteraciones
del cuerpo femenino (Cabré, 2000:24). Concluye Cabré que “parece que las cortes bajomedievales
habitualmente recurrieron a mujeres para determinar si una mujer había sido violada o si estaba o
no embarazada” (Cabré, 2000:21). A partir del siglo XIV empieza a reglamentarse la actividad de
las mujeres sanadoras, prohibiendo practicar a quien no poseyera un permiso o una licencia y se
fueron restringiendo las actividades que eran legales para ellas hasta el momento. En la edad
moderna se fueron reduciendo cada vez más las posibilidades de las mujeres para la práctica
sanitaria. En el caso de las matronas, que venían ejerciendo con total autonomía la atención a los
partos y cuyo saber “se basaba en siglos de observación y experiencia” (Ehrenreich y English,
2010:58), tuvieron que obtener su reconocimiento como tales por médicos y/o cirujanos, que
podían examinarlas y supervisar su ejercicio, pero que, además, competían con ellas por un
espacio profesional que hasta el momento había sido exclusivamente femenino. Teresa Ortiz, en
su libro Medicina, historia y género. 130 años de investigación feminista (Ortiz, 2006), y Teresa
Ortiz con Montserrat Cabré en el libro Sanadoras, matronas y médicas en Europa. Siglos XII-XX
(Cabré y Ortiz, 2001), recogen trabajos de investigación que documentan los saberes y prácticas de
las mujeres desde el siglo XII, los conflictos y estrategias de las sanadoras para mantenerse en el
ejercicio de su profesión, hasta llegar al siglo XIX, describiendo las trayectorias específicas de las
mujeres para acceder a los estudios de medicina y la creación de clínicas para mujeres como
estrategia, entre otras, para poder ejercer como médicas. La historiografía feminista también está
desvelando los mecanismos utilizados por los hombres desde las instituciones patriarcales en
diferentes momentos históricos para excluir a las mujeres de la formación y el ejercicio de las
actividades sanadoras, especialmente la medicina, con el objetivo de apropiarse de este ámbito e
impedir que ellas continuaran ejerciendo esta actividad. Como afirmaron Ehrenreich y English, “en
esta lucha se dirimían cosas muy importantes. Concretamente, el monopolio político y económico
de la medicina, esto es, el control de su organización institucional, de la teoría y la práctica, de los
beneficios y el prestigio que su ejercicio reporta” (Ehrenreich y English, 1981:8). Asimismo, las
historiadoras feministas también están descubriendo las diferentes formas de oposición de las
sanadoras a su exclusión y sus luchas para el acceso a la formación, así como sus modos de
organización, sus formade reivindicación y sus estrategias para poder continuar ejerciendo como
tales

“Las investigaciones que se están realizando sobre las sanadoras en la Europa medieval y moderna
han señalado las formas de exclusión, segregación y subordinación del trabajo sanitario de las
mujeres que acompañaron a los procesos de organización y consolidación de un nuevo sistema de
asistencia médica con formación de base universitaria. Y apuntan también que los conflictos,
resistencias y formas de negociación social por parte de las sanadoras, así como las alianzas
ocasionales fueron [36] paralelas al éxito final masculino en ese proceso organizativo” (Ortiz,
2006:194)

Sobre las sanadoras se ejercieron múltiples formas de violencia para su exclusión del ejercicio
profesional. Los hombres, valiéndose de un verdadero pacto patriarcal entre varones (Amorós,
1990), se apropiaron y usurparon los saberes de las mujeres; silenciaron e invisibilizaron sus
aportaciones al conocimiento en salud; descalificaron sus discursos y prácticas sanadoras; les
impidieron el acceso a la formación académica y al ejercicio profesional; subordinaron las
actividades sanadoras de las mujeres a las profesiones sanitarias de las que ellos se habían
apropiado; estigmatizaron a las mujeres que desarrollaban actividades sanitarias y las
discriminaron. Miles de mujeres fueron perseguidas, condenadas a destierro y asesinadas,
acusadas de brujería. Los hombres, desde las instituciones académicas, realizaron un verdadero
exterminio de las sanadoras, en alianza con el poder eclesiástico. La represión de las sanadoras
bajo el avance de la medicina institucional fue una lucha política (Ehrenreich y English, 1988:8).
Como contrapartida, se produjo la creación de la profesión médica masculina. Fue una toma de
poder activa por parte de los hombres. La historiografía feminista ha documentado estas múltiples
formas de violencia masculina contra las sanadoras, como se expone a continuación

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