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Introducción:

Enseñamos, narramos, teorizamos...

1. Entre la teoría y la práctica de la enseñanza

La naturaleza de las relaciones entre la teoría y la práctica de la enseñanza ha sido


objeto de muchas y variadas controversias, empezando porque la propia naturaleza de
la enseñanza es aún hoy objeto de controversia y discusión. ‘Enseñar’ es sin duda dar
clases, por ejemplo, de alguna asignatura. Eso quiere decir que una persona se para (o
se sienta) delante de una clase y habla de algo que los demás en la clase deberían
aprender. Hay quienes desean discutir acerca de si las clases se ‘dan’, se ‘dictan’, se
‘ofrecen’ o se ‘comparten’. También hay quienes desean discutir acerca de si la ense-
ñanza es la que produce el aprendizaje, de si no tienen nada que ver con él, o de si es
solo una parte de una situación más compleja en la cual los alumnos aprenden o pue-
den aprender algo acerca de la asignatura enseñada por su maestro o su profesor.
Durante la mayor parte del siglo XX las conceptualizaciones acerca de la naturaleza
de la enseñanza estuvieron profundamente ligadas a los grandes marcos que susten-
taban la progresiva extensión de los sistemas educativos estatales y ‘masivos’ (hasta
donde se pudiera lograr respecto de la población involucrada y del nivel educativo al-
canzado). Este acontecimiento significó una rotación fundamental en el rol de los
maestros, que dejaron casi súbitamente de ser intelectuales portadores notorios de
saberes deseados y valorados por los demás, para pasar a ser funcionarios del Estado1.
Sin lugar a dudas es un punto crucial para entender todo lo demás respecto de la
cuestión de la teoría y la práctica en materia de asuntos educativos. En la etapa que el
siglo XIX dejó definitivamente atrás, una persona que era considerada como un maes-
tro (no necesariamente ‘titulado’) era alguien que se había hecho de alguna manera de
un saber valioso, y por lo tanto –aún a demanda de su ‘clientela’- era él quien decidía
qué, cómo, cuándo y por qué enseñar a los demás lo que sabía. Todavía conservamos
ese sentido de la palabra maestro, pero para ser entendida como tal necesita no solo
un contexto particular, sino una entonación especial de la voz, a riesgo de posibles ma-
lentendidos que puedan acabar significando precisamente lo contrario.
La instauración de institutos de formación docente (sintomáticamente llamados
‘normales’) y la promulgación de programas oficiales y nacionales marcaron dos de las
tres condiciones esenciales de esta rotación copernicana. La tercera fue la feminización
del rol. Las implicaciones de la feminización de cualquier profesión a fines del siglo XIX
o a comienzos del siglo XX daban cuenta de su desprestigio laboral, aunque no necesa-
riamente social (la idea de un apostolado o de una misión sagrada tiene siempre un
sentido positivo y es reconfortante a pesar de los sesgos negativos del asunto). Late-
ralmente, para el caso de la enseñanza primaria, la cercanía entre el rol doméstico y
laboralmente no especializado de madre y el de la maestra, sumado a lo elemental de
los conocimientos a manejar durante la enseñanza y a la corta edad de los aprendices
(seres considerados como esencialmente incompletos), todo apuntaba a la configura-

1
Popkewitz, T (1996): Sociología política de las reformas educativas, Madrid : Morata

1
ción de una tarea de segunda2. En el caso de los profesores de enseñanza secundaria,
la situación fue evolucionando más lentamente hacia el mismo nivel conceptual que la
primaria a medida que la élite original de los enseñables se iba ampliando hacia ‘las
masas’. Los profesores de tercer nivel permanecen aún relativamente resguardados,
pero sin demasiadas expectativas.
Bajo estas condiciones, la tarea de proveer de una teoría a la práctica de la ense-
ñanza a estos practicantes tan singulares como los enseñantes, no podía ser sensata-
mente atribuida a los practicantes, como podía ser el caso de otras prácticas como la
medicina, la política o la investigación científica en cualquiera de sus ramas. De todas
formas, más allá de la calidad de los practicantes (principalmente mujeres en clara
condición de subalternidad familiar, social, económica laboral e intelectual), la idea de
que la enseñanza era una actividad secundaria respecto de la producción de los cono-
cimientos que enseñaba tiene también su relevancia a la hora de tratar de comprender
la evolución de las conceptualizaciones teoría-práctica en materia educativa3. No solo
se trataba de enseñar lo que un sabio ‘descubrió’, sino de enseñarlo parcial y sucinta-
mente a personas que de todas formas no tenían ni la necesidad de, ni la capacidad
para comprenderlo en su cabal dimensión.
Llegados a este punto, lo que parecía imprescindible era encontrarle un sentido a
una tarea que después de todo no parecía tenerlo esencialmente. Las razones de Esta-
do aparecen permanentemente en las búsquedas de sociólogos e historiadores de la
educación. La mayoría de las explicaciones apelan al accionar de una razón de Estado,
solo que para algunos es parte de la explicación y para otros constituye una mera justi-
ficación enmascaradora de una conspiración global para la alienación y el sometimiento
de los individuos, cuerpos y mentes, creencias, pensamientos y sueños, deseos y valo-
res4. Más allá de los efectos que la razón de Estado haya podido tener sobre la mayo-
ría de los individuos, y excluidos los teóricos que han sido capaces de eludir o contra-
rrestar el efecto de la misma, lo que importa en relación a la cuestión teoría-práctica es
que a lo largo de la mayor parte del siglo XX, la enseñanza apareció hegemónicamente
considerada como la aplicación de teorías hechas por expertos en la materia como psi-
cólogos u otros académicos relevantes (no enseñantes) para explicar y guiar la práctica
de los no expertos en la materia (los sí enseñantes). Visto desde hoy en día, y desde
cierto punto de vista, es como el reino del revés.
En ese contexto, el sentido de la expresión ‘teoría educativa’ remitía a un confuso
conjunto de mandatos que incluían los fines de la acción, los logros esperados acorde
a esos fines y los medios (métodos) para lograrlos. Estas teorías educativas atendían
con bastante superficialidad la cuestión de lo que era propiamente el fenómeno del
que pretendían dar cuenta. De esta forma, las teorías de la enseñanza daban cuenta
más del cómo hacer de la acción de enseñar, y también de la de aprender, que de los

2
Davini, M.C. (1995): La formación docente en cuestión: política y pedagogía. Piados : Buenos
Aires. También: Liston, D.P. y Zeichner, K.M. (1993): Formación del profesorado y condiciones
sociales de la escolarización, Madrid : Morata
3
Contreras, J. (1997) La autonomía del profesorado, Madrid : Morata
4
Esto coincide particularmente con la lectura ‘americana’ de Foucault, representada entre otros
por Thomas Popkewitz. Ver por ejemplo: Popkewitz, T. (1994a): Sociología política de las re-
formas educativas. El poder/saber en la enseñanza, formación del profesorado y la investiga-
ción, Madrid : Morata; Popkewitz, T. (comp.) (1994b): Modelos de poder y regulación social en
pedagogía. Crítica comparada de las reformas contemporáneas en la formación del profesorado,
Barcelona : Pomares-Corredor; Apple, M. (1986): Ideología y curriculo, Madrid : Akal; Apple, M.
(1989): Maestros y textos. Una economía política de las relaciones de clase y sexo en educa-
ción, Barcelona : Paidós; Apple, M. (1996): El conocimiento oficial. La educación democrática en
una era conservadora, Barcelona : Paidós

2
múltiples por qué y para qué que están detrás de cada cómo. En efecto, las relaciones
entre enseñanza y aprendizaje fueron copando progresivamente el campo de la teori-
zación acerca de la enseñanza, cuya servidumbre de la psicología se fue haciendo cada
vez más pesada. De estos reavalúos teóricos es que provienen expresiones como ‘en-
señanza conductista’ o ‘constructivista’, cuando en realidad el conductismo o el cons-
tructivismo son teorías que dan cuenta de la forma en que se produce el aprendizaje, y
no la enseñanza.
De alguna manera se fue instalando como algo natural en el paisaje la idea de que
la práctica de la enseñanza dependía para su realización de alguna teoría elaborada
por algún teórico estudioso de la enseñanza ‘desde fuera’, probablemente, por aquello
que los árboles no permiten ver el bosque... Era como una especie de metáfora per-
versa de la forma en que las ciencias duras pueden ‘dominar’ a la naturaleza a partir
del conocimiento de sus leyes. Los físicos descubren las leyes y los ingenieros las ‘apli-
can’ para ‘lograr’ construir puentes más largos o más seguros, o represas más impre-
sionantes, o edificios más audaces. Los químicos y los biólogos descubren cómo se
comportan los microbios y los médicos ‘aplican’ esos conocimientos para ‘lograr’ vencer
a las enfermedades y curar a los enfermos... Los psicólogos descubren las maneras en
que el aprendizaje se produce, y entonces los maestros y profesores ‘aplican’ esos co-
nocimientos para ‘lograr’ que los alumnos aprendan. Todo andaría muy bien, si no fue-
ra que entre la resistencia de materiales, los microbios, los antibióticos y los alumnos
hay alguna diferencia que vale la pena tomar en cuenta a la hora de elaborar alguna
teoría respecto de la cuestión.
El peso de esta división de tareas entre los teóricos de la enseñanza y los prácticos
fue tan fuerte que aún cuando desde la psicología aparecían ideas que sugerían –por
ejemplo- una relación bastante menos mecánica entre la enseñanza y el aprendizaje
que lo que se solía considerar desde la tradición conductista, igual se habla(ba) de
‘aplicar Piaget’ o ‘aplicar Vygotskii’, o de ‘lograr el aprendizaje significativo’. Hubo un
momento crucial en el que comenzaron a apreciarse cada vez con más nitidez los lími-
tes de la acción educativa. La extensión de la matrícula combinada con el deterioro de
las condiciones socioeconómicas derivado del agotamiento del modelo del Estado de
Bienestar acabaron por poner en crisis a gran parte de las asunciones teóricas vigentes
desde comienzos del siglo XX. Esto significó, en un contexto de comprensión de las
relaciones teoría-práctica tal como el que venimos analizando, un gran reforzamiento
de la investigación ‘teórica’. Se dio por asumido que de la correcta ‘aplicación’ de los
nuevos hallazgos teóricos dependía necesariamente el mejoramiento de la calidad de la
enseñanza, es decir, del aprendizaje. En la medida en que el refinamiento teórico no
dio ningún resultado visible ni en el ámbito de la enseñanza ni en el del aprendizaje, la
Academia proclamó la existencia de un conflicto teoría-práctica5.
La idea de que las teorías educativas (básicamente teorías del aprendizaje), aún co-
nocidas y demostradamente sabidas por los enseñantes, se perdían en algún misterio-
so triángulo cuando iban rumbo a la práctica, sobrecogió a los círculos académicos,
que abrieron un nuevo campo de investigación: la formación docente (más específica-
mente: ‘el pensamiento del profesor’). Hasta la década del 70 nadie osaba cuestionar
que los teóricos eran los teóricos y que los prácticos de una forma o de otra aplicaban
sus teorías en la práctica. La idea de que la práctica de la enseñanza era meramente
una ciencia aplicada parecía inamovible, y por lo tanto lo que se necesitaban eran me-
jores teorías para mejorar las prácticas de la enseñanza, que sin duda mejorarían el
aprendizaje de los estudiantes.

5
Carr, W. (1990): Hacia una ciencia crítica de la educación, Barcelona : Laertes

3
Ha sido, sin embargo, en el último cuarto del siglo XX que la Didáctica –que es la
teoría de la enseñanza- ha experimentado una interesante renovación teórica (de he-
cho, metateórica). Ya a fines de los 60 Schwab6, que era profesor de Biología, empezó
a hablar de ‘lo práctico’ como una dimensión ajena a ‘lo teórico’ y también a ‘lo curricu-
lar’ en sentido administrativo y gerencial de la educación. Casi al mismo tiempo y en
un viraje revolucionario para la época Lawrence Stenhouse7, que era profesor de reli-
gión, planteó que los profesores debían ser investigadores de la enseñanza. Su pro-
ducción es extraordinaria y puede ser considerada fundante en más de un sentido, pe-
ro está marcada por la transición. Stenhouse no acaba de consolidar a los profesores
como investigadores exclusivos de la práctica de la enseñanza, aunque da buenos ele-
mentos para sostener la idea. El problema es que de tanto en tanto, también aparecen
(o no acaban de desaparecer) otros investigadores a los que llama expertos, en franca
contradicción con lo que plantea en otras partes de su obra. Su idea de que ‘serán los
profesores los que cambiarán la enseñanza, conociéndola’, es toda una declaración de
principios. Aunque Stenhouse no la profundizó especialmente, el hecho de plantear
que la práctica de la enseñanza se juega entre ‘practicar las creencias y teorizar las
prácticas’, está implicando una dimensión afectiva de la teoría de la práctica que solo
más adelante y con más audacia, algunos autores retomaron y profundizaron.
La renovación más fuerte del campo teórico de la Didáctica vino de la mano de Wil-
fred Carr y Stephen Kemmis8 con su best-seller de principios de los 80: ‘Teoría critica
de la enseñanza’ (singular traducción del título en inglés ‘Becoming critical’). Con un
fuerte respaldo de la neomarxista Escuela de Frankfurt (permanentes referencias a
Horkheimer y a Adorno, por ejemplo), y muy particularmente de algunas aportaciones
teóricas de Jurgen Habermas, esta obra marca con toda claridad un antes y un des-
pués en cuanto a cómo puede pensarse la relación teoría-práctica en materia educati-
va. La recomposición del esquema medios-fines que había caracterizado a toda la teo-
rización anterior aparece reformulada bajo la idea de que los medios son constitutivos
de los fines (y viceversa). La dramática consecuencia que se desprende de este plan-
teo, es decir que el fin de la enseñanza es enseñar (y no aprender) sigue sorprendien-
do a mucha gente y evidenciando cuán espesa es la borra tecnológica del positivismo
conductista.
Retomando la línea iniciada por Schwab, y profundizándola, Carr y Kemmis discu-
ten con propiedad y profundidad la idea de que la enseñanza pueda ser considerada
como una actividad de tipo técnico, como se asumía mayoritariamente hasta el mo-
mento. Desde la teoría de los intereses constitutivos de los saberes de Habermas, y
desde la Etica a Nicomaco de Aristóteles (que es sobre quien Habermas se apoya),
muestran la primera gran fundamentación teórica de la enseñanza como una actividad
práctica, y por lo tanto éticamente fundada.
En una obra diez años posterior9 retoman varias de esas ideas, profundizando espe-
cialmente la cuestión de cuáles son y donde están las teorías de la práctica. La idea de
que existen dos campos distintos que son el académico y el práctico, destinados uno a
la producción de saberes y el otro a la producción de acciones -por ejemplo de ense-
ñanza, pero también de investigación destinada a la producción de saberes- resulta
fundamental para la construcción teórica de una teoría (metateórica) acerca de las re-
laciones entre teoría y práctica en el ámbito de la enseñanza. Las teorías de la prácti-

6
Schwab, J. (1989): “Un enfoque práctico como lenguaje para el currículo”, en: Gimeno Sacris-
tán, J, y Pérez Gómez, A.: La enseñanza, su teoría y su práctica, Madrid : Akal
7
Stenhouse, L. (1991): Investigación y desarrollo del currículum, Madrid : Morata
8
Carr, W. y Kemmis, S. (1988): Teoría crítica de la enseñanza, Martinez Roca : Madrid
9
Carr. W. (prólogo de S. Kemmis) (1990): Hacia una ciencia crítica de la educación, Barcelona :
Laertes.

4
ca (sustantivas), nacen de la propia práctica y a su vez la guían. No se ‘aplican’ a nada.
Las teorías académicas (formales) nacen de la apetencia de saber acerca de un objeto
de estudio, al cual finalmente describen, explican y posiblemente predicen en un cam-
po de relativas regularidades.
La idea de que la práctica está gobernada por una lógica práctica y no por las regu-
laridades normalizadas de las teorías de la academia tiene siempre un efecto demole-
dor sobre los ámbitos de poder, tanto administrativo como académico. El brazo del po-
der parece ser, finalmente, más corto de lo esperado. En realidad no es tan corto, pero
no se ejerce de la manera que se piensa, haciendo estudiar ciertos temas a los profe-
sores y a los estudiantes de profesorado, y formulando planes de estudio y programas
obligatorios.
Los pasos siguientes en la búsqueda de las palabras que aclaren y expliciten las re-
laciones entre las teorías y las prácticas aparecen ligados a los estudios sobre las prác-
ticas y sobre la acción. Resulta, por ejemplo interesante la distinción aportada por Do-
nald Schön10 refiriéndose a las teorías practicadas (en tanto auténticos sustentos teóri-
cos de la acción) y a las teorías profesadas (en tanto discursos rituales de formato
principalmente académico que priorizan la demostración de saber o la emisión de soni-
dos funcionales a la aceptación social, institucional o académica del sujeto en cues-
tión). La idea de Schön de que existe un saber experto difícilmente verbalizado, y posi-
blemente oculto bajo mantos formales de lenguaje social está presente en la búsqueda
que hemos iniciado en el ámbito de Claeh, y cuyos resultados aparecen hoy publicados
en este libro.
Hasta aquí hemos llegado entonces a plantear que la enseñanza es una práctica, y
que por lo tanto su relación con la teoría no es empírica, sino práctica (valga la redun-
dancia). Las teorías que acompañan esa práctica tienen una naturaleza distinta a la de
las teorías formales11. Sintomáticamente Stenhouse alude a las teorías de la práctica
como ‘creencias’, enfatizando la dimensión de convencimiento que las define. Nos que-
da por lo tanto por recorrer el camino hacia la comprensión más profunda de qué clase
de cosa son esas teorías.
Formales o sustantivas, las teorías vuelven inteligible aquello sobre lo que teorizan:
el mundo físico, el mundo psíquico, el pasado del hombre, la práctica de la enseñanza.
Una teoría es eso, un aporte a la inteligibilidad de un acontecimiento u objeto. La bús-
queda de las teorías que vuelvan inteligible la práctica de la enseñanza, que es una
acción, estará entonces conceptualizada y orientada por las teorías de la acción. La
Didáctica es en definitiva, una teoría de la acción, en pos de dar un sentido (como
cualquier teoría hace) a la práctica de la enseñanza.
La búsqueda de un sentido para la acción de enseñar tiene algunas restricciones
que resultan bastante difíciles de aceptar para buena parte de los campos académicos
y de los administrativo-jerárquicos ligados a los académicos. La idea de que la práctica
expresa al sujeto (de la práctica), supone que la teoría que acompaña y guía a esa ac-
ción pertenece a ese sujeto, que es su autor de la misma manera que es autor y actor

10
Schön, D. (1982): La formación de profesionales reflexivos. Hacia un nuevo diseño en la en-
señanza y el aprendizaje de las profesiones, Barcelona : Paidós; Schön, D. (1998): El profe-
sional reflexivo. Como piensan los profesionales cuando actúan, Barcelona : Paidós
11
Usualmente se puede confundir las cuestiones teoría-empiria (la relación entre la producción
de pensamiento científico, por ejemplo) y el objeto de investigación (la empiria, el terreno, el
campo, de la investigación), con las relaciones teoría-práctica, que vinculan a los sujetos de la
acción con sus acciones en relación a los pensamientos, o correlatos verbales que a la vez que
dicen la acción (describen, explican, de la misma manera que las teorías formales lo hacen)
también la predicen, indicando al sujeto de qué manera ha de actuar en cada situación práctica
concreta.

5
de la acción (es decir, agente). La relación teoría-práctica ha venido pues a quedar
atrapada en los juegos identitarios y autobiográficos del sujeto de la práctica que es el
encargado de filtrar significativamente saberes formales y experiencias para perfilar
una línea de acción, por ejemplo en materia de enseñanza de la Historia. Entre los
grandes iluminadores de estas cuestiones se encuentra Paul Ricoeur12, y algunos de
sus seguidores, como J.M. Barbier13 y buena parte del equipo del CNAM (al cual cir-
cunstancialmente también estuvo integrado Donald Schön14).
Siguiendo pues la idea ricoeuriana de que la acción es un texto, en la medida en
que puede ser leída y decodificada, pero que además, como texto expresa y construye
a la vez la identidad del sujeto, es que continuaremos en la búsqueda de más compo-
nentes de esto que al final es un problema referencial ‘sobrecifrado’, puesto que las
claves de la inteligibilidad provienen del sujeto por doble vía: actor y teórico (teórico en
el sentido de ser el constructor de sentido y de inteligibilidad para la acción). De esta
manera pues, estamos implicando que los artículos compilados en este libro son expli-
citaciones teóricas respecto de la enseñanza de la Historia tomadas desde sus fuentes
más primarias, es decir, de los autores de la práctica de la enseñanza que son necesa-
riamente los autores de la teoría de esa práctica de la enseñanza. Como la Didáctica es
una teoría de la enseñanza, y de lo que trata este libro es de enseñanza de la Historia,
este es un libro de Didáctica de la Historia.

2. Las raíces epistemológicas de la práctica


de la enseñanza de la Historia

La idea de que la Didáctica se apoya a la vez sobre una epistemología de la práctica


y sobre una epistemología de la Historia, en tanto que conocimiento enseñado, tiene
aún bastante camino por andar. Habitualmente, aún las Didácticas más fuertemente
críticas están polarizadas en particular hacia lo concerniente a la epistemología de la
práctica. Fue precisamente Donald Schön quien consolidó el concepto de epistemología
de la práctica sobre la base de ideas anteriores menos precisas, como por ejemplo:
‘conocimiento experto’, ‘conocimiento práctico’, ‘sabiduría del hacer’, etc. No es poca
cosa haber establecido la dimensión epistemológica de la práctica, sobre todo porque
con ella se alejó para siempre la posibilidad de fantasear libremente acerca de la idea
de la ‘aplicación’ de teorías de la Academia en la práctica de la enseñanza.
Esta línea teórica de la epistemología de la práctica es la que conduce directamente
a las teorías de la acción y de la identidad de las que hemos hablado anteriormente.
Sin embargo, la acción de enseñar es en si misma compleja, porque moviliza a la vez
saberes prácticos y saberes académicos, como lo es el conocimiento histórico. No falta
quien considere que la epistemología de la práctica es ‘general’ (al menos en el sentido
de inespecífica) y la epistemología del conocimiento enseñado es ‘particular’ (como al-
go concreto y específico), y que sobre una misma epistemología de la práctica se pue-
den incrustar distintas epistemologías de distintos conocimientos enseñados. De hecho,

12
Ricoeur, P. (1983): Temps et récit, I. L’intrigue et le récit historique, Paris: Editions du Seuil;
Ricoeur, P. (1986): Du texte à l’action, Paris: Editions du Seuil
13
Barbier, J.M. & Galatanu, O. (ed)(1997): Action, affects et transformation du soi, Paris:
P.U.F.; Barbier, J.M. & Galatanu, O. (2000): “La singularité de l’action: quelques outils
d’analyse”, en: Barbier, J.M. et Galatanu, O. (ed) : L’analyse de la singularité de l’action, Sémi-
naire du Centre de Recherche sur la Formation du CNAM, Paris: P.U.F.
14
Schön, D. (1996): “À la recherche d’une nouvelle épistémologie de la pratique et de ce qu’elle
implique pour l’éducation des adultes”, en: Barbier, J.M. (ed), Savoirs théoriques et savoirs
d’action. Paris: P.U.F.

6
la epistemología de la práctica y la del conocimiento enseñado interactúan y se con-
forman mutuamente. Es cierto que parece más claro que la epistemología de la Histo-
ria se integre a la epistemología de la práctica de un profesor de Historia, que lo inver-
so. Esto no es así, y ya lo veremos a su debido tiempo.15
Sería muy difícil considerar que uno es primero profesor y después de Historia, o de
Geografía, o de las dos a la vez... o que primero sabe Historia, y después se hace pro-
fesor. Muchas teorías de la formación docente consideran que lo esencial es formar
profesores, y después, lo de las asignaturas que vayan a enseñar, es otro asunto, evi-
dentemente secundario. Muchísimas investigaciones académicas acerca de la enseñan-
za observan y analizan de todo en las prácticas de la enseñanza, menos lo que se está
enseñando, que acaba por ser lo irrelevante de la enseñanza. Contrariamente, también
hay toda una tradición de formación docente que se sustenta casi únicamente en el
saber académico del conocimiento que ha de impartirse en las clases, y luego, lo de-
más ya vendrá con el tiempo y con la práctica.
En realidad, la forma en que uno es profesor está integrada esencialmente por la
forma en que uno entiende la asignatura que enseña, o las que enseña si enseña más
de una. Antes que nada, hay un vínculo que no se puede negar ni eludir, y es la razón
por la cual, entre todas las asignaturas posibles eligió esa y no otra. Amor a primera
vista, primera o segunda opción en una lista más larga, deslumbramiento tardío, tradi-
ción familiar, prestigio social o académico o laboral, inserción segura en el mercado
laboral, una oportunidad para el disfrute del poder y la autoridad, réplica de un modelo
idealizado, etc., están por detrás de las distintas opciones por la enseñanza que reali-
zan los distintos sujetos que pueblan aulas de formación docente y salas de profeso-
res. ¿Qué es finalmente la Historia para cada uno de los profesores de Historia? Lo que
sea, es parte de su identidad como persona y como profesor.
Decir que los profesores de Historia enseñan Historia, en la manera en que muchos
trabajos de Didáctica de la Historia lo hacen, es decir suponiendo una unicidad y globa-
lidad del conocimiento, no nos lleva a ninguna parte. Enseñar Historia es enseñar ‘al-
guna’ Historia, porque la Historia a secas, no existe. Existen las historiografías naciona-
listas, marxistas, estructuralistas, postestructuralistas, postnacionalistas, revisionistas,
eclécticas, globales, focalizadas, microhistóricas, superadas o actualizadas, audaces e
innovadoras, patrioteras o groseramente sesgadas... Todos los historiadores hablan del
pasado, se refieren al tiempo y a acontecimientos que sucedieron hace mucho, en este
lugar o en algún lugar lejano. Eso no es Historia. La Historia es una interpretación del
pasado, es la creación de un discurso que provee de sentido a los hechos y aconteci-
mientos del pasado. Enseñar Historia es enseñar (en el sentido más llano de ‘mostrar’)
alguna versión inteligible del pasado16.
La lectura epistemológica de una clase o de un programa o de un escrito de Historia
muestra la forma en que la información, los conceptos y los vínculos causales se tra-
ban en la conformación de un relato. No es lo mismo hablar, por ejemplo, de causas,
de factores o de antecedentes, o bien entender que son palabras intercambiables para
establecer vínculos causales entre distintos acontecimientos. Tampoco es lo mismo
manejar los conceptos ‘con’ ejemplos que ‘sin’ ejemplos o casos particulares, depen-
diendo del amor, el respeto, la indiferencia o la repugnancia que uno tenga por el de-

15
Veremos más adelante en qué medida la construcción personal de cada profesor acerca del
conocimiento histórico es la contracara de las maneras en que el propio conocimiento histórico
ha configurado identitariamente al sujeto de la acción, en tanto profesional, y también en tanto
persona.
16
Especialmente: Certeau, M. de (1993): La escritura de la historia, México : Departamento de
Historia, Universidad Iberoamericana. También: Catalano, F. (1980): Metodología y enseñanza
de la Historia, Barcelona : Península

7
talle anecdótico. Seguramente hay alguna diferencia entre pensar que lo que uno en-
seña es ‘tal cual sucedió’ o ‘según dice alguien’. Los documentos, ¿para qué sirven en
una clase de Historia? ¿Ilustran? ¿informan? ¿demuestran algo? o simplemente ador-
nan? Descontada la clase de ‘qué es la Historia y las ciencias auxiliares, etc.’ ¿los histo-
riadores tienen algún papel en lo que se enseña, ya sea como contenido explícito o
como respaldo del contenido seleccionado? De todo esto está hecha la dimensión epis-
temológica de la Historia enseñada, que no es inventada por los profesores (los que
dan clases y los que hacen programas de estudio para dar las clases) aunque a veces
lo parece.
La versión del pasado que nosotros los profesores de Historia ofrecemos a nuestros
alumnos siempre corre mayormente por cuenta nuestra (aunque las tradiciones y esas
sujeciones institucionales llamadas programas algo tienen que ver). Esa versión del
pasado que estamos mostrando (enseñando) a nuestros alumnos es seguramente más
fiel a la historiografía tal o a cual historiografía, lo es explícita o soslayadamente, es
una versión ecléctica, o es tal vez una versión infame y degradada de una obra no-
ble17. Lo que sea que enseñemos, siempre guarda alguna relación (ni ingenua, ni
inocente, ni neutral) respecto de alguna historiografía. No podemos enseñar Historia
objetivamente, porque ninguna acción intencional –como lo es la enseñanza- puede
aspirar ni a ser objetiva ni a dejar de serlo. No está en su naturaleza. Podemos hacerlo
rigurosamente, esto es dando cuenta (no necesariamente a los alumnos, o a los cole-
gas o a las autoridades, más bien a uno mismo en principio) de cuán cerca o lejos es-
tamos del referente historiográfico más cercano y del más lejano. Todo en la práctica
de la enseñanza de la Historia remite a los referentes historiográficos, que es donde
aprendimos la Historia que enseñamos. Los contenidos que priorizamos y los que sos-
layamos o eludimos, los errores que consideramos leves o graves, los conceptos que
enfatizamos y las relaciones causales que sostenemos como ‘verdaderas’ o al menos
como verosímiles, todo proviene de una cierta y primaria versión historiográfica, según
la entendimos. Lo que nos hace sentirnos seguros, es que lo que decimos, alguna vez
lo leímos en un libro, o que está en todos lados.
Esto no significa que los profesores enseñemos necesariamente las dimensiones his-
toriográficas del conocimiento histórico como un contenido de enseñanza. Algunos lo
hacen y otros no, y ese no es el problema con la Historia y la historiografía en relación
con la enseñanza de la Historia. Lo que interesa es que los profesores enseñamos algo
que alguien (historiadores, pero también otros profesores de Historia) nos enseñó an-
tes. Cuando los historiadores escriben la Historia, están implicados en un proceso que
es a la vez personal, social, institucional-académico, y político que da sentido tanto a
su trabajo como a la difusión de sus resultados. Su primer juez y control son sus pro-
pios pares, los otros historiadores, algunos amigos y otros enemigos, pero ninguno
neutral. Los historiadores generalmente piensan poco en que sus trabajos van a llegar
a las aulas de enseñanza primaria o secundaria. Luego, los profesores leemos los libros
escritos por los historiadores y les contamos a nuestros alumnos lo que hemos leído. Si
no podemos contar todo, seleccionamos, y también nosotros, como los historiadores, a
la búsqueda de una inteligibilidad para lo que entendimos y para lo que estamos di-
ciendo para los otros, organizamos un segundo relato de la historia de los tiempos pa-
sados.
De alguna manera los historiadores, los profesores y los alumnos todos jugamos a
nuestra manera nuestra relación con eso que de Certeau, Ricoeur y otros llaman la

17
Maestro, P. (1993): “Epistemología histórica y enseñanza”, en: Ruiz, P (ed); La historiografía,
Ayer Nº2, pp. 135-181; Maestro, P. (1994): “Procedimientos versus Metodología. Los procedi-
mientos desde la disciplina y la metodología didáctica”, en: Revista Iber. Didáctica de las Cien-
cias Sociales, Nº1, pp. 53-71

8
‘otredad’ del pasado. Las formas en que logramos sorprendernos con la diferencia y la
similitud son a la vez percepción del pasado y del presente, tanto para historiadores,
como para profesores y alumnos, cada uno desde su ‘lugar’. Las dimensiones atempo-
rales de una Nación que nunca ‘no fue’, los vicios y las virtudes de un pasado hecho a
la medida del presente, los grandes énfasis en los temas que ‘nos preocupan’, todo
remite a un lugar, que a veces no es el mismo para los historiadores, para los profeso-
res de Historia y para los alumnos liceales, que no acaban de entender por qué alguien
se copa tanto con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciuda-
dano... El juego otredad-lugar como espacio de lo distinto y lo identitario se confunden
siempre en los acercamientos a la Historia y al conocimiento histórico, y constituyen
una de las claves principales para descifrar (teorizar) las dimensiones epistemológicas
de la Historia como texto(s), como lugar(es) y como práctica(s) de todos los involucra-
dos en el juego de sus manipulaciones.
El fondo epistemológico de la conformación del segundo relato, el de la clase, es ex-
traordinariamente complejo y remite a los juegos más profundos de la autobiografía y
de la identidad del sujeto enseñante en relación con su percepción del contexto de la
acción y de la relación pedagógica18. Para muchos, sus teorías (creencias diría Sten-
house) acerca de cómo los niños y jóvenes aprenden, o acerca de lo que creen que es
necesario o posible enseñarles, o de lo que piensan que es de estilo enseñar en ese
nivel, en esa institución o en ese lugar geográfico de la ciudad o del país, determinan
la forma final del relato de la historia de los Mayas que va a ofrecer un profesor en su
clase. Es cierto que la ignorancia o la sabiduría respecto de los Mayas puede ser un
factor fundamental en la forma de ese relato. El que sabe poco enseña poco, pero no
sólo es cuestión de cantidad. Hay muchos profesores que saben mucho (o mejor) y lo
mismo enseñan poco (o peor), porque creen que –dadas las circunstancias- eso es lo
correcto. Enseñar mucho (o mejor, más complejo, más sofisticado) sería desubicado.
Hay otros que enseñan mucho, pero después exigen poco (en cantidad y/o en calidad),
porque su contacto con la acción les ha generado alguna teoría que ahora organiza su
acción de esa precisa manera. Por lo tanto, es entre poco y mucho, entre simple y
complejo, entre fiel e infiel a una determinada historiografía que se halla el punto que
determina la dimensión epistemológica del conocimiento enseñado. El ‘qué’ y el ‘cuán-
to’ sabemos de un tema y la medida en que pensamos que es enseñable, es lo que
determina no solo la forma final del relato, sino además todos sus corolarios, como la
interrogación, las distintas formas posibles de la ejercitación, la evaluación, el señala-
miento y valoración de los ‘errores’, etc.
En la medida en que ninguno de nosotros, los profesores de Historia, aparecimos de
golpe en algún liceo para enseñar algo que jamás se había enseñado antes, nuestra
relación con las tradiciones de enseñanza juega también un papel muy importante en
la configuración de nuestras propuestas de enseñanza. Los alumnos que fuimos y la
relación que guardamos con la forma en que la Historia nos fue enseñada no es preci-
samente el factor más despreciable de la cuestión. La Historia (junto con la Geografía,
pero no por razones epistemológicas sino estrictamente políticas19) entraron al currícu-
lo como las disciplinas encargadas de contribuir a fundar la Nación desde las aulas de
la enseñanza primaria (con los debidos reforzamientos en los tramos subsiguientes del
sistema educativo). La mezcla de carga ideológica y afectiva que implica ese perfil de
la enseñanza de la Historia difícilmente pueda ser igualado por ningún otro perfil de
adoctrinamiento en la enseñanza, sobre todo si se tiene en cuenta de que normalmen-

18
Barbier, J.M. (2000): “Rapport établi, sens construit, signification donnée”, en: Barbier, J.M.
et Galatanu, O. (ed): Signification, sens et formation, Paris: P.U.F.
19
Cuesta, R. (1998): Clío en las aulas. La enseñanza de la Historia en España entre reformas,
ilusiones y rutinas, Madrid : Akal

9
te aparece bajo los calificativos positivos de ‘bueno’, ‘verdadero’ y ‘objetivo’. Los efec-
tos de la Guerra Fría a lo largo de la segunda mitad del siglo XX simplemente partieron
la Nación en dos (dos buenos, dos malos, dos verdades, dos objetividades, distintas de
las que había habido antes, por ejemplo durante los períodos de consolidación de la
nación, las guerras civiles, etc.), pero no lograron arrasar en la mayoría de los casos
con el fondo esencial de los criterios epistemológicos y políticos (ideológicos) que ro-
dean tanto a la producción como a la enseñanza de la Historia Nacional.
Cuando se trata de otras Historias (para el caso tenidas por universales o america-
nas, o regionales... pero en el fondo siempre de alguna manera nacionales) el peso del
relacionamiento con el modelo inicial bajo el cual fueron conocidas es igualmente fuer-
te. Las jerarquías temáticas, los vínculos causales, los acontecimientos tenidos por in-
eludibles, replican muchas veces aquel modelo en que la Historia fue enseñada a un
alumno que ahora es el profesor y trata de ver a sus alumnos en su lugar20. El des-
prendimiento de los modelos forjados en tiempos de formación docente pasiva (el
tiempo en que somos alumnos) constituye uno de los mayores esfuerzos en materia de
renovación de la enseñanza puesto que constituye una modificación de dimensiones
identitarias a veces centrales en la conducción de la acción.
De alguna manera pues, las concepciones teóricas acerca de la Historia y las con-
cepciones teóricas acerca de la práctica de la enseñanza (de la Historia) aparecen co-
mo un doble trasfondo epistemológico respecto de la propia práctica de la enseñanza.
La conjunción de dimensiones identitarias perfiladas en cascadas (el individuo ense-
ñante, su perfil ideológico y social, su vínculo con la historiografía, el perfil identitario
social, institucional, sus alumnos...) ajustan permanentemente las relaciones entre dos
relatos de la historia, uno hecho por el historiador en función de un método que le
permite acercarse al pasado, y otro hecho por el profesor en función de un doble juego
de sentidos, para la historiografía que ha leído y para la clase que ha de dictar a sus
alumnos. No es este el lugar para extenderse sobre la cuestión, pero todos sabemos
que hay cientos, miles, de ‘terceros’ relatos hechos por nuestros alumnos respecto de
nuestras clases, que a su vez son relatos respecto de una cierta historiografía conside-
rada valiosa y pertinente.
La idea de que la lección de Historia constituye un relato sobre un relato no está
implicando ninguna invención libre y arbitraria de disparates convenientes al facilita-
miento de la tarea tanto del profesor como de los alumnos. No quiere decir que esto
no pueda existir o exista, pero si es que existe, no se deriva de la condición doblemen-
te epistemológica de la Didáctica ni del sentido epistemológico de la construcción de
un relato acerca de otro relato. Lo que tendría que quedar claro es que la naturaleza
de la acción de enseñar Historia implica que los profesores digan a sus alumnos lo que
han leído en los libros de Historia. La enseñanza de símil-Historia creará seguramente
su propia Didáctica, con su doble epistemología que pueda dar cuenta de la acción de
enseñar eso que se parece a la Historia, pero que finalmente no lo es en ningún grado.
Los artículos que componen este libro están todos sostenidos por el doble tejido de
la epistemología de la práctica y la epistemología de la Historia. La mayoría de ellos no
procede a separar una de otra, en la medida en que esto constituiría un esfuerzo analí-
tico y metateórico con poco sentido para la Didáctica de la Historia. Los efectos espe-
culativos de esa acción agregarían poco a la comprensión de la acción, y solo se están
cubriendo desde esta introducción, que no es un relato de las prácticas, una teoría de
las prácticas, sino algo ‘acerca de’ la Didáctica de la Historia.

20
Blanchard Laville, C. (1996): Saber y relación pedagógica. En Serie Los documentos, Nº 5,
Buenos Aires : Ediciones Novedades Educativas, Facultad de Filosofía y Letras

10
3. El sentido teorizante de la narración
del autor, actor y agente de la práctica de la enseñanza

Las acciones humanas, como por ejemplo la enseñanza, adquieren sentido cuando
pueden ser puestas en palabras pensadas, habladas o escritas. Según Ricoeur, esta
comprensión tiene un momento semántico (al que llama precisamente ‘semántica de la
acción’) que provee primariamente de un sentido a todos los acontecimientos que su-
ceden simultáneamente en un contexto de acción. Es una clase de primero, hace calor,
hay dos que están charlando en el fondo, los demás no parecen muy interesados, es la
quinta clase del día, ya hablé de tal cosa y ahora tengo que seguir con... son cosas que
suceden simultáneamente y son provistas a un mismo tiempo de un sentido mínimo
que busca una palabra o un conjunto de palabras para convertir la acción en una fór-
mula de lenguaje, tanto para pensarla como para decirla. Así empiezan las teorías, y
así empiezan las narrativas, que son teorías porque dan sentido a la acción.
Ahora bien, si bien uno puede comprender (atribuyendo un sentido primario) simul-
táneamente las distintas cosas que suceden en un contexto de acción, la comprensión
más profunda exige que todas ellas denuncien las relaciones que guardan entre sí. Es-
to quiere decir, que la simultaneidad debe ser como ‘achatada’ en una dimensión ‘pla-
na’ de uno a uno, debe ser ‘ordenada’. Los relatos están compuestos de palabras di-
chas o escritas una por una, formando oraciones que van de a una a la vez, una detrás
de otra. No podemos hacer acordes, no hay narración polifónica para dar a entender la
dimensión semántica de la comprensión primaria de la acción. Para pensarla y decirla,
hay que ordenarla de alguna manera, en un orden que es en sí mismo una sintaxis. No
se puede hacer de cualquier manera, hay reglas que nos permiten a la vez hacerlo y
hacernos entender por los otros. Ricoeur dice que el sujeto narrador es quien agencia
los hechos al trasladarlos de la dimensión semántica a la sintáctica. Puede decir: ‘Esta-
ba muerta de cansada cuando empecé a dictar la quinta clase del día’ o bien: ‘Cuando
empecé a dictar la quinta clase del día estaba muerta de cansada’, pero no hay forma
de decir simultáneamente dos cosas que sí sucedieron al mismo tiempo.
Por otra parte, también hay acontecimientos que suceden en distintos momentos
del tiempo, lo que no quiere decir que necesariamente esa dimensión cronológica se
imponga al narrador. El problema aquí no es el orden cronológico, sino la inteligibilidad
y la intención del narrador sobre el destinatario de la narración, así sea él mismo. Pue-
de que diga: ‘Estuvo molestando toda la clase, y al final, lo eché’ como preparando el
terreno para lo inevitable, o bien: ‘lo eché, porque había estado molestando toda la
clase’, como dando cuentas de una acción, que al final aparece como inevitable. Las
distintas y personales formas en que los narradores ajustan el orden de los hechos y
acontecimientos que forman la trama de su narración es en sí mismo un componente
del sentido que al final el relato producirá para esos hechos y acontecimientos.
Lo precioso y extraordinario de las narrativas (pensadas, habladas o escritas) que
los docentes hacen en relación a su propia práctica es que constituyen la única fuente
válida y validable de tener acceso a la Didáctica, entendida en el sentido de una teoría
de la enseñanza. Las narrativas son, en definitiva, la Didáctica (de la Historia, o
de...). Son la única expresión teórica de las prácticas de la enseñanza, son la forma en
que la teoría nace y se expresa, abarcando a la vez teoría de la enseñanza y acción de
enseñar. Desde aquí, las formas en que la Didáctica ‘se enseña’ o ‘se aprende’ en un
contexto de formación docente (ya sea inicial, como en el IPA, o de posgrado como en
el CLAEH) aparecen completamente reconfiguradas. La teorización de la práctica de la
enseñanza como dimensión de la comprensión de lo que uno hace cuando da clase de
Historia, por ejemplo, aparece a la vez –y no podía ser de otra manera- como el primer

11
organizador de sentido de la Didáctica como actividad de los aprendices y como activi-
dad de aquellos que los acompañan en el proceso de acercamiento a las contracaras
teóricas de la práctica de la enseñanza.
No se trata en realidad, como muchos acaban pensando, de dejar todo librado al
azar de las circunstancias, porque lo que está hecho (el sujeto) está hecho, y un curso
no lo va a cambiar. Estas posturas pendulares son bastante usuales y siempre necesi-
tan ser recentradas y despejadas de sus reduccionismos más atroces. Muchos piensan
que si esto de las teorías es así, ya no hay razón para enseñar Didáctica, puesto que
ya todos la saben y nadie puede saberla por ellos y menos enseñársela. Algunos perci-
ben incluso que es como una liberación, puesto que entonces ya no hay que estudiar
más todo aquello de los objetivos operacionales, ni lo de los contenidos actitudinales y
procedimentales, ni lo de la evaluación sumativa y formativa. Visto desde ese punto,
hasta parecería una buena propuesta. En realidad, la disposición a teorizar es un acto
de coraje, como lo es mucho más, la disposición a la investigación práctica. Exige, co-
mo se verá en varios de los artículos, un esfuerzo enorme de explicitación y en muchos
casos de búsqueda de los esqueletos teóricos de una práctica que vista de afuera pa-
rece que uno se para delante de la clase y habla... y nada más. El sólo hecho de acep-
tar dar cuenta de lo que uno hace, marca una diferencia. Algunos teóricos (Donald
Schön y otros) han hablado mucho de los profesionales ‘reflexivos’ para aludir a la ca-
pacidad de comprender (es decir, teorizar) su propia práctica. En la medida en que el
término ‘reflexión’ puede ser utilizado en muchos y muy variados sentidos, posiblemen-
te la expresión ‘prácticos reflexivos’ esté destinada a sobrevivir meramente como un
slogan, reclamando una semantización más precisa para designar esto que es un pro-
fesor que más que reflexionar estrictamente ‘comprende’ lo que hace, en el sentido de
poder producir el texto verbal que vuelve inteligible su acción de enseñar.
En otros ámbitos académicos de mayor peso que el uruguayo, las búsquedas a la
interna del terreno de las narrativas docentes no son una novedad. Tenemos, sin em-
bargo, algunas diferencias importantes. En algunos contextos europeos, la idea de que
la narrativa docente era un acceso hacia la teorización de las prácticas de la enseñan-
za, las convirtió -antes de arrancar- en un fruto podrido. Impuestas como un ritual
administrativo y burocrático, han terminado equivaliendo más o menos al grado de
compromiso y sinceridad que ponemos en ese apartado de las libretas llamado ‘desa-
rrollo del curso’. Todos sabemos que lo que dice en esas páginas guarda una relación
más o menos cercana, más o menos lejana, con lo que en la clase se dio tal y cual día
durante el curso aludido. Si además, entre las cuestiones que hay que llenar en la li-
breta a fin de año, o a principio, también hay que poner algo sobre tu personalidad, la
forma en que te gusta dar clase, quien fue tu maestro preferido, quienes son tus histo-
riadores más respetados, etc., seguramente pasaría algo similar a lo que pasa con el
desarrollo del curso. Como si esto fuera poco, después aparecerían los investigadores
académicos recopilando los textos de las narrativas docentes, sobre las cuales solo ha-
bía para decir: superficialidad, torpeza, ridiculez, banalidad, etc.21 Si algo hemos queri-
do evitar en este libro ha sido esto. A pesar de que la mayoría de los trabajos publica-
dos constituyen el trabajo de pasaje de curso del taller que se ofrece en el CLAEH, ha
habido en todo momento un enorme recaudo frente a ‘lo obligatorio’, ‘lo impuesto’, ‘lo
requerido para aprobar el curso’. Para algunos de los autores, la instancia verdadera-
mente rica y productora de teoría fue la del intercambio oral durante el taller; para
otros, la privacidad de la escritura era lo que faltaba para entrar en tema.
Hay también disponibles muchos trabajos ‘acerca de’ las narrativas docentes, para
los cuales lo que los profesores hacen al narrar es simplemente su base de datos, su

21
Fendler, L. (2001) : "Réflexion des enseignants dans un palais des miroirs", en: Recherche et
formation, Nº 38, pp. 31-45

12
contexto empírico para un trabajo académico. Por el contrario, aquí no hay nada empí-
rico. Todo en este libro es entre las prácticas y sus teorías expresadas en relatos que
Ricoeur diría ‘miméticos’. Esta introducción solo devela metateóricamente las teorías
que sus propios autores han elaborado, practicado y narrado (hasta donde han querido
permitirnos el acceso a ellas).
De todas formas, la complejidad que reviste una narrativa en relación a una práctica
de un sujeto que es a la vez narrador y actor de la práctica es enorme. Además, hay
que tener en cuenta que la acción narrada es una acción de enseñanza, de forma que
la narración remite simultáneamente a cuestiones referidas a la práctica en sí misma, y
a cuestiones referentes al conocimiento que se enseña. Estas narraciones combinan
por lo tanto dos acciones conexas que son la de dar la clase y la de contarla por escri-
to, que es otra práctica. Aquí la veremos como una práctica ex-post-facto, pues lo que
se narra ya sucedió. Sin embargo, la relación de las prácticas de la enseñanza con las
narraciones es bastante más compleja que escribir algo acerca de lo que ya pasó.
Normalmente escribimos (en realidad producimos un texto) ‘para’ o ‘acerca de’ lo que
no ha pasado aún. Le llamamos planificar la próxima clase o el próximo curso. Algunas
veces producimos un texto que no es ni anterior ni posterior a la acción, sino que es
simultáneo: ‘lo que estamos haciendo ahora es muy importante porque estamos tra-
tando de ver cómo influían las enfermedades en...’ De manera que dar clase, narrar la
Historia, narrar la clase, antes, durante y después, no son cosas tan raras ni tan
inusuales como parecería a primera vista (y podríamos también agregar: narrar nues-
tros alumnos, sus escritos, sus conductas, sus actitudes, sus ocurrencias, sus desem-
peños en general, etc., porque la evaluación también es la producción de un texto
acerca de un objeto).
Hay pues implicada en estos trabajos una cierta complejidad temporal que no acaba
nunca de ser estrictamente cronológica. Los acontecimientos del pasado se significan
desde el presente, o mejor dicho desde todos los presentes que se suceden después
de ese pasado. Pero cuando el presente es presente, juega a dos puntas, significándo-
se desde el pasado (ya sea desde la planificación que hice ayer para la clase de hoy,
ya sea desde lo que quiero repetir o cambiar con respecto al año pasado) a la vez que
desde un futuro cifrado por las intencionalidades de la acción (lo que uno desea que
suceda como consecuencia de la acción, desde divertirse con la clase hasta obtener
una buena calificación del inspector, o también que los alumnos entiendan lo que uno
quiso decir tal cual uno lo dijo). Esta complejidad temporal se incrusta en el propio
juego temporal de la Historia, donde hoy hablamos de lo que ayer dijo un historiador
que había pasado anteayer... que es muy importante para el escrito del jueves, o para
el examen, o para el curso del año que viene...
En realidad, lo que está publicado después de esta introducción, tiene mucho que
ver con la Historia, y no porque trate acerca de clases de Historia, sino porque se ins-
tala en el mismo juego de sujeto/s y tiempo/s que la Historia lo hace. Las narraciones
que se leen a continuación no son fantasías, aunque tampoco son ‘lo que realmente
sucedió’ como hubiera pretendido Ranke. Estas narraciones tratan del sentido que tie-
nen para sus actores y autores algunos tramos de su práctica de la enseñanza de la
Historia. No son tampoco meras descripciones, o simples frases de acción como diría
Ricoeur, aunque ciertamente nos informan acerca de acontecimientos relacionados con
la práctica de la enseñanza de la Historia. En un terreno cuya vecindad con la historio-
grafía habría que deslindar con mucha precisión, estas narraciones hacen cosas muy
parecidas a lo que hacen los historiadores, solo que en este caso historia e historiador
coinciden en la identidad y no en la otredad. Hay, es cierto, una cierta otredad del pa-
sado vivido, de un presente anterior que ya no es, o que sigue siendo a la vez pasado
y presente. También hay, particularmente en algunos de los trabajos, la posibilidad de

13
ir más allá de una teoría y una acción para inventar el cambio, la novedad y lo inédito.
En este punto, las narraciones invaden otras dimensiones que a los historiadores en
general les son ajenas.
La recuperación de la condición de sujeto de los enseñantes que ha venido de la
mano de la Didáctica Crítica supone también la asunción de que el sujeto de la práctica
es a su vez su teórico. No se trata, como hemos visto, de una simple traslación de
‘quién’ hace las teorías que el sujeto ‘aplica’ en su práctica, porque las teorías (de la
práctica) son en realidad el texto verbal de la práctica, y la práctica es ese texto hecho
acción y nada más. Dado el prestigio que tiene el término ‘teoría’ (asimilada rápida-
mente a la producción de un saber sabio y relevante para la humanidad) muchas per-
sonas se sienten asombradas de que se esté condecorando como ‘teórico’ a tal o cual
profesor que.... (sigue larga lista de acciones reprochables y descalificadoras). Sin em-
bargo, la acción de no preparar las clases, o de promover a todos los alumnos, o de no
corregir los escritos en fecha, o de ‘olvidarse’ de la reunión de profesores, etc., etc.,
son en definitiva la puesta en práctica de teorías acerca de la enseñanza, de la asigna-
tura que se enseña, del sentido de la misma en el plan de estudios, de la evaluación,
etc., y esas teorías expresan, traducen, dicen, acerca de la identidad del sujeto de esas
prácticas. Estas consideraciones son centrales a la hora de considerar las políticas de
formación y ‘mejoramiento’ docente y de pensar a las acciones de aprendizaje e incor-
poración de saberes como acciones de formación decididas desde fuera de los sujetos
implicados en la transformación deseada.
Es desde aquí que podemos validar una propuesta de trabajo ‘didáctico’ apoyada
sobre la producción de textos relativos a la experiencia de enseñar. Posiblemente es un
camino todavía torpemente transitado, pero no se avanza si no se camina. La falta de
tradiciones respecto de una tarea de narrativa docente (no solo escrita, también pen-
sada y hablada) es todavía muy pesada. Sin embargo, en la medida en que podemos
fundamentar que es posiblemente el mejor camino para mejorar tantas cosas que te-
nemos en el debe como la enseñanza, los enseñantes, la profesionalización docente (el
aprendizaje y el sistema educativo no dependen sólo de los docentes), es que estamos
dispuestos a profundizar en esta propuesta.
De todas maneras es siempre necesario recordar, que a diferencia de lo que ocurre
con las teorizaciones de otros ámbitos –por ejemplo los académicos- estos textos no
son naturalmente un ‘algo’ para ser escritos. No es que no tengan que ser escritos, ni
que necesariamente tengan que serlo. Lo importante es producirlos, y soportarlos en la
mente, en la voz o en el papel, eso no importa. La idea de publicarlos es antes que
nada el establecimiento de un contexto de diálogo con los colegas, de invitación, de
desafío a profundizar lo que muchos hacen naturalmente y desde toda la vida.

4. Teorización, problematización,
investigación práctica de la enseñanza

Así como la noción de teoría se bifurca en teorías de la práctica (teorías de la ac-


ción) y teorías formales (conocimiento científico), producto de la labor de investigación
académica, también la noción de ‘problema’ necesita ser explicitada cuando estamos a
la interna de un contexto práctico y no de uno empírico. En el mundo de la investiga-
ción académica, una investigación adquiere sentido cuando –a partir de un problema-
uno va hacia el objeto para saber más acerca de él. El problema de investigación aca-
démica se formula siempre en forma de preguntas hechas a un objeto del cual se

14
desea saber más por la razón que sea. ¿Cómo...? ¿Por qué...? ¿Cuándo...? ¿Dónde...?
¿Quién...? De alguna manera, la investigación académica es cuestión de ‘ignorancia’,
en el mejor sentido de la palabra. Los saberes que de ella resultan (la mayoría de ellos
teorías en el sentido más amplio de la palabra, teorías para el describir el funciona-
miento, teorías para la explicación causal, teorías para la comprensión...) sacian –de
alguna manera- el apetito de saber que dio origen a la investigación.
Desde los años 70 el nombre de ‘investigación-acción’ ha servido para nombrar a la
investigación práctica. Tomado de la obra de Kurt Lewin, el nombre de investigación-
acción intentaba enfatizar el contexto práctico como contexto de investigación por
oposición a las investigaciones académicas y hechas ‘desde fuera’. Lawrence Stenhou-
se derivó de esto dos términos opuestos, que son investigación ‘educativa’ (la investi-
gación práctica de la educación) e investigación ‘acerca de’ la educación (la investiga-
ción académica y empírica de la educación, particularmente la de las Ciencias de la
Educación). En realidad, las sujeciones a la tradición de Kurt Lewin tienen un alto costo
en materia de conceptualización de la investigación práctica de la educación, en la me-
dida en que enfatizan lo colectivo de la investigación-acción (‘en’ la acción y no ‘acerca
de’ la acción) y el fruto de la investigación (una acción y no un conocimiento, como en
el caso de la investigación académica). A los efectos de una práctica como la educati-
va, que supone un sujeto singular para la acción de enseñar, el énfasis en lo colectivo
debe ser reconsiderado como una nota de la investigación-acción, sin desconocer que
la práctica individual de la enseñanza no significa que los profesores no conozcamos a
nadie, ni trabajemos con otros, ni discutamos nada, ni leamos libros, ni seamos social
e institucionalmente conformados. Significa que todo esto tiene, para los efectos de
enseñar Historia, también sujeciones individuales, identitarias y autobiográficas que
gestionan lo social de formas singulares y posiblemente inéditas22. Por otra parte, la
propia mención a ‘acción’ en el nombre de la investigación alude a unos resultados te-
nidos como acciones, como si las teorías fueran por otro lado. Las nuevas acciones son
nuevas teorías prácticas, porque si se cambia una, también se cambia la otra. En razón
de todas estas precisiones que habría que seguir profundizando, es que preferimos el
término ‘investigación práctica’ que habla de la naturaleza de la investigación, de la
misma manera que la palabra ‘académica’ lo hace para referirse a las investigaciones
que producen conocimientos en relación a un contexto empírico (terreno, campo, etc.).
Para ser coherentes, entonces investigación práctica y académica nombran por su na-
turaleza prácticas de investigación diferentes. Mantener el término investigación-acción
como concepto, requeriría posiblemente renombrar la investigación académica como
investigación-teoría...
En los contextos prácticos las cosas son un poco distintas, aún considerando los
contextos prácticos de la propia investigación académica. Las teorías de la práctica, es
decir las palabras que dicen y hacen inteligible la acción del sujeto (de la acción) han
surgido, como hemos visto, de la acción y de la experiencia, incluida la lectura y el es-
tudio de los frutos de la investigación académica. Usualmente se dice que un problema
práctico es una distorsión o un hiato entre la teoría y la práctica. Esta expresión necesi-
ta una explicación. No se trata de la cuestión que ha desvelado a los investigadores
académicos durante los últimos 30 años, buscando que las prácticas de la enseñanza
se adecuen a lo que sus teorías dicen que se debería hacer. No es a ese hiato al que
se refieren. Tampoco es que puedan existir prácticas sin teoría y teorías sin práctica,
porque existe una relación referencial necesaria entre ellas. Si una teoría habla sobre

22
Barbier, J.M. & Galatanu, O. (2000): “La singularité de l’action: quelques outils d’analyse”,
en: Barbier, J.M. et Galatanu, O. (ed) : L’analyse de la singularité de l’action, Séminaire du
Centre de Recherche sur la Formation du CNAM, Paris: P.U.F.

15
‘la’ práctica en abstracto pero no ‘dice’ realmente la práctica a la que alude, entonces
es un texto de ficción y no una teoría.
Lo que la Academia llamó el conflicto teoría-práctica, no era en realidad más que
una rivalidad entre dos teorías23, la académica y la práctica, ambas pretendiendo guiar
y explicar la práctica de la enseñanza. En realidad, la Academia lo percibía así, y así lo
teorizaba. Sin embargo, la expresión de ese conflicto no refiere específicamente a la
cuestión de la investigación práctica, cuya esencia descansa sobre otro nivel de rivali-
dades ‘teóricas’. De hecho, la práctica de la enseñanza tal cual es, no puede no tener
una teoría que la acompañe, por más escondida y camuflada que esté detrás de todas
las teorías profesadas del mundo. Este es el terreno de la teorización, en el cual los
juegos miméticos texto-acción, y acción-texto se ajustan ‘perfectamente’. Lo que hay
que explicar ahora es cómo en algún momento ese texto y esa acción pueden empezar
a llevarse mal. ¿Cómo es posible pensar que a ese texto quede ‘sin’ acción o a esa ac-
ción se quede ‘sin’ texto? Normalmente decimos que se nos aparece un ‘vacío teórico’,
que hay una práctica que es imposible teorizar, y que es eso lo que –una vez asumido-
da arranque a un proceso de investigación práctica.
De hecho, no es que sea imposible teorizar una cierta práctica de enseñanza, sino
que lo que parece imposible es finalmente aceptar la teorización que surge de esa ac-
ción de enseñanza, porque parece indefendible. No se pueden encontrar por ningún
lado los argumentos que digan ‘hago esto y está bien porque...’ Esta espantosa situa-
ción de indefendibilidad de las prácticas es el verdadero problema práctico y por lo tan-
to posiblemente el origen de un proceso de investigación práctica. De hecho, esta con-
dición de indefendibilidad es en cierta forma la expresión de un conflicto, pero no es-
trictamente entre teorías sino más bien entre valores. Los problemas prácticos son
siempre conflictos éticos, porque la práctica traduce y expresa al sujeto de la acción.
Lo que alguien cree que está bien, funciona como una teoría en relación con su propia
práctica si tiene correlato práctico en una cierta acción. Lo que sucede es que algunas
veces podemos tomar conciencia del hecho de que no todas nuestras prácticas son
consistentes con los valores que sustentamos (como valores y no como teorías profe-
sadas). Los problemas prácticos no son del tipo de ‘cuatro preguntas era demasiado;
para la próxima les pongo solo tres’. Naturalmente, ‘cuatro preguntas’ aparece como
algo indefendible, y el cambio en la práctica, es decir reducir el número de preguntas
en una prueba, no es el efecto de una investigación práctica. Es simplemente el movi-
miento estratégico de ajuste de esos que todos hacemos en cualquier contexto de
práctica.
Los problemas prácticos siempre convocan –y conmueven- los soportes teóricos
más profundos de la práctica. Por esta razón parece bastante insensato suponer que
los profesores pueden encaminarse directamente a procesos de investigación práctica
independientemente de la capacidad teorizadora que tengan incorporada a su práctica.
Muchas cosas que hacemos en nuestras clases nos parecen por momentos indefendi-
bles, hasta que lo pensamos. A veces, uno acaba buscando por ahí, y encontrando los
motivos, las intenciones, los rasgos autobiográficos, los identitarios, los valores, la
ideología, y todo lo demás que sustenta esa práctica tal cual está, y que además, no
está finalmente dispuesto a cambiar dada la ausencia de argumentos en contrario.
Otras veces, sucede que a medida que los argumentos a favor de una práctica van
apareciendo, también van caducando. Muchos procesos de investigación práctica
arrancan suponiendo que lo que uno hace está ‘bien’ -solo que ‘mal hecho’- y por lo
tanto se trata de ‘mejorarlo’ en lugar de ‘cambiarlo’. En algún momento queda claro

23
Carr, W. (1990): Hacia una ciencia crítica de la educación. (Introduction by S. Kemmis)., Bar-
celona: Laertes

16
que el punto no estaba en considerar que aquello estaba bien o mal hecho, sino más
bien en la esencia de esa práctica (de selección de contenidos, de evaluación, de abor-
daje de los temas, etc.). Normalmente, es un momento ‘conmovedor’, en el sentido
que el piso tiembla fuerte. De todo esto se deduce que –en tanto el problema es prác-
tico y la práctica es una expresión del sujeto de la práctica- los problemas prácticos no
son demostrables, como lo podrían ser los académicos. No hay necesidad de demos-
trar a nadie que ése es un problema, es decir, que uno tiene un problema. Los pro-
blemas prácticos no existen independientemente de la conciencia que se tenga de
ellos. No importa si todos nos damos cuenta que en la práctica del profesor tal hay
problemas. Hasta que él no se de cuenta y lo asuma como un problema (podemos in-
tentar ayudar...), y tenga además las herramientas necesarias (incluida la voluntad)
para buscar una solución, no amanece.
La mayoría de los artículos de este libro refieren a situaciones teorizadas, en las
cuales lo que se dice da sentido a lo que sucedió. Sin embargo, hay algunos trabajos
que muestran cómo las teorías que se suponía que guiaban las prácticas no eran tales,
puesto que en un cierto momento las prácticas fueron teorizadas en contradicción con
lo que se suponía una teoría pero que en realidad no era tal. Relatos acerca de la bús-
queda de nuevas acciones acompañadas de teorías aceptables y defendibles pueden
ser leídos al final de este libro.
Durante un tiempo, y posiblemente como sombra inconsciente de la majestad de la
investigación académica, se pensó que la investigación práctica (la investigación-
acción) también tenía un procedimiento que contribuía a organizarla, teorizarla, reali-
zarla, planificarla, describirla, etc., tal como si fuera cualquiera de las Ciencias de la
Educación, que son disciplinas académicas. Se hablaba incluso de una espiral reflexiva,
que organizaba el proceso de la investigación-acción24. Actualmente queda poco de la
dichosa espiral reflexiva, puesto que la mayoría de los autores de investigaciones prác-
ticas coincide en que su investigación no ha seguido esos pasos y, aún así, logra vali-
dar los resultados.
Lo que sí queda de esa expresión (espiral reflexiva) es la alusión a la reflexión en
relación con la investigación práctica. El entorno polisémico que rodea al término ‘re-
flexión’ contribuye a confundir mucho las cosas. Donald Schön utiliza el término refle-
xión en un sentido amplísimo, significando la capacidad de pensar sobre lo que uno
hace (teorizar). Desde allí es que ha difundido ampliamente la expresión ‘prácticos re-
flexivos’ (no solo para los docentes, sino para muchas otras profesiones) o ‘profesiona-
les reflexivos’. La bibliografía específica de la educación ha acuñado la expresión ‘pro-
fesores reflexivos’, particularmente frecuente en los trabajos de algunos autores espa-
ñoles25.Sin embargo, en otros trabajos26 aparecen teorizaciones y perfiles mucho más
restringidos y específicos para dar cuenta de la reflexión. La idea de que la reflexión es
una actividad conmovedora y conversacional la aleja definitivamente de la cotidianei-

24
Carr, W. y Kemmis, S. (1988): Teoría crítica de la enseñanza, Madrid : Martínez Roca; Kem-
mis, S. y McTaggart, R. (1988): Cómo planificar la investigación-acción, Barcelona : Laertes
25
Contreras, J. (1999): "El sentido educativo de la investigación". En: Angulo Rasco, J. F. ;
Barquín Ruiz, J. y Pérez Gómez, A. I. (eds.) (1999): Desarrollo profesional del docente : Política,
investigación y práctica, Madrid: Akal P. 448-462; Pérez Gómez, A.I. (1993): "Autonomía profe-
sional y control democrático”, en Cuaderno de Pedagogía Nº 220, pp. 25-30 ; Gimeno Sacris-
tán, J: "Profesionalización docente y cambio educativo", en: Alliaud, A. et al. (comps) (1992):
Maestros, Formación, práctica y transformación escolar, Buenos Aires : Miño y Dávila, pp. 113-
144
26
Kemmis, S. (1999): “La investigación-acción y la política de la reflexión”, en: Angulo Rasco, J.
F. ; Barquín Ruiz, J. y Pérez Gómez, A. I. (eds.): Desarrollo profesional del docente : Política,
investigación y práctica. Akal, Madrid, pp. 95-118.

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dad, y por lo tanto de cualquier aspiración a confrontarse plenamente con la teoriza-
ción (es decir con el entendimiento llano, y no por eso menos profundo, de la prácti-
ca). La conmoción no puede ser un estado permanente que no sea no patológico. De
hecho, pensamos que la conmoción altera una cierta ‘normalidad’ a la que de una ma-
nera o de otra, deseamos volver.
De hecho, la conmoción y la demanda de una respuesta conversacional frente a una
situación determinada implica que esa situación es excepcional, tanto por su compleji-
dad como por su negatividad. Esa situación es precisamente la emergencia en la con-
ciencia de algo que se teoriza a sí mismo como un problema. Los problemas, en tanto
situación que demanda alguna solución, implican inestabilidad y a-normalidad. Es des-
de aquí, que la expresión profesores reflexivos debería tal vez desdoblarse en dos. Una
de ellas podría ser profesores ‘comprensivos’ o ‘teorizadores’, para referirse a la capa-
cidad de crear relatos miméticos respecto de la propia práctica, que den cuenta de ella
y que la transformen en inteligible. Eso es lo cotidiano de la Didáctica: la búsqueda de
un sentido para la práctica de la enseñanza. Por otro lado, cuando hay problemas prác-
ticos, y la reflexión aparece como una herramienta metodológica de primer nivel para
contribuir a la aclaración de lo que está pasando y sugerir nuevas vías de acción en
pos de una solución, entonces podemos hablar de ‘profesores reflexivos’, que es lo
mismo que decir ‘profesores investigadores’. En realidad, uno puede ser un profesor
teorizador o comprensivo de tiempo completo, pero reflexivo lo será durante los proce-
sos de investigación práctica y solo a los efectos de esas zonas problemáticas de la
práctica de la enseñanza. Es cierto que los procesos de investigación práctica pueden
durar años, y aún así, las instancias de reflexión no son ni agendables con día y hora,
ni de tiempo completo durante el ciclo de la investigación. Estas cuestiones están ges-
tionadas por los propios sujetos investigadores, de manera que no podemos poner una
llamada a pie de página indicando qué libro leer para saber cuando y cómo reflexionar
si llega el caso que haya que enfrentarse a un problema práctico.
Cuando uno llega a leer un relato de un proceso de investigación práctica, sucede
que la acción ya no es teorizada de la misma manera que cuando no era considerada
problemática. Aparece filtrada por la noción de problema, de manera que el énfasis
está en lo raro, lo que no funciona, lo malo, lo incoherente. Además, la reflexión con-
versa en estos relatos. Hay muchas voces en un relato reflexivo, que no aparecen en
un relato teorizado. Los otros que hablan en un relato teorizado, son algunos parecidos
a uno mismo y otros diferentes. Si se los convoca, es para utilizar sus palabras, sus
conceptos esclarecedores, sus ideas, o bien para refirmar las propias en la diferencia y
en el contraste. Los otros que hablan en un relato reflexivo pueden parecer un coro
desafinado. Hay veces que se contradicen, aportan ideas para nuevas prácticas, cues-
tionan las prácticas presentes desde miradas que son adversas al sujeto, etc. De todas
formas, los relatos conversacionales de una investigación práctica, si están por escrito,
normalmente dicen de la misa la mitad. Lo otro, va por dentro, y posiblemente solo
con el tiempo se anime a ser palabra hablada o escrita.
Finalmente, algunas implicaciones para la formación docente a partir de estas con-
sideraciones respecto de la investigación práctica de la enseñanza. Parecería obvio que
el énfasis de la formación de grado tendría que estar en el plano de la teorización. No
es que los profesores jóvenes no puedan encontrar problemas prácticos respecto de su
propia práctica, sino que de hecho, cuando todo está tan recién estrenado, la mayor
parte de las veces no parece sensato llamar problemas prácticos a lo que no son más
que meras adaptaciones al terreno de la práctica. La idea de consolidar un status teori-
zador desde el vamos parece la apuesta más fuerte y prometedora que se puede hacer
en formación docente, y eso es ya un trabajo enorme aún teniendo en cuenta que con-
tamos con dos años de práctica en un grupo ‘prestado’ y solo uno en grupo propio.

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La idea de seguir trabajando con profesores en actividad, prioritariamente sobre el
nivel de la teorización, pero dejando la puerta abierta para ver cuando los textos de las
palabras y de la acción no se llevan del todo bien, es algo muy nuevo en nuestro me-
dio. La problematización es ya de por sí una instancia lo suficientemente conmovedora
y personal como para que se la pueda provocar y además institucionalizar en el perío-
do de un seminario de investigación práctica. Los seminarios de investigación práctica
de CLAEH solamente intentan acompañar hacia las zonas más oscuras y cenagosas de
la práctica de la enseñanza de la Historia de cada uno de los participantes. No es lo
mismo que hacer un seminario sobre el terrismo. Tampoco es el juego metateórico de
la Académica, dictando clase sobre ‘el problema práctico de investigación’ y recibiendo
al final un trabajo ‘acerca de el problema práctico de investigación’.
La idea de que los cambios en la práctica de la enseñanza, y posiblemente la mejora
en la misma, anidan profundamente en los sujetos de esas prácticas es la que acaba
dando un profundo sentido de compromiso e involucramiento con la mejora de la en-
señanza a este trabajo desde todos sus actores.

5. Los artículos de este libro.

Este libro se compone de 12 relatos (que son teorizaciones) hechos por profesores
de Historia de enseñanza secundaria. La mayoría de los relatos son los trabajos de pa-
saje de curso del Taller de Análisis de la Práctica de la Enseñanza de CLAEH (genera-
ción 2002). Algunos trabajos provienen de integrantes del grupo Catacumbas, un gru-
po de profesores de Historia que ha trabajado desde 1998 -con distintos integrantes y
en distintas modalidades- en busca de la comprensión y mejoramiento de la práctica
de la enseñanza de la Historia. Si bien la mayoría de los trabajos que aparecen publi-
cados en este libro están instalados en la teorización de la práctica de la enseñanza de
la Historia, también hay algunos que se asoman a la definición de un problema práctico
o bien que lo perciben y actúan en el sentido de una búsqueda (investigación práctica)
de nuevas formas de práctica y de comprensión de la práctica.
Los artículos están puestos necesariamente uno detrás de otro, pero esto no implica
necesariamente ‘un orden’ respondiendo a algún criterio valorativo. Excepción hecha
de que los últimos artículos son los que narran procesos de investigación práctica, los
demás han sido puestos casi simplemente uno detrás de otro. En cierta forma la di-
versidad de temas y situaciones que han sido narradas impide la imposición de cual-
quier criterio de clasificación que no sea el que utiliza Borges para clasificar los anima-
les del zoológico del emperador: los que parecen moscas desde lejos, los que tiemblan
como locos, etc. Liceos de la capital y del interior, secundaria y UTU, primer y segundo
ciclo, grupos magníficos y de los otros, profesores con poca, mediana y mucha expe-
riencia, Historia, Historia del Arte, educación de adultos, alumnos sordos... casi no ha
faltado nada. Como sea, lo más seguro es que algunos leerán el libro ordenadamente,
y otros mirarán el índice y buscarán por tema o por autor, el artículo puntual que les
interesa leer primero.

1. El artículo de Lizzie Keim titulado Un pequeño jardín de la victoria, describe y ana-


liza algunas vicisitudes de la enseñanza de la Historia en un grupo de esos que todos
desearíamos tener. Alumnos inquietos, interesados, participativos, que representan a la
vez un problema resuelto y un gran desafío para la tarea de enseñar Historia a los jó-
venes actuales.

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2. Liliana Carvajal ha trabajado sobre la experiencia de enseñar Historia en un cen-
tro con alumnos de extra-edad. Las prioridades educativas relacionadas con la ense-
ñanza de la Historia aparecen continuamente desafiadas por otras problemáticas
igualmente educativas en un artículo lleno de frescura y olor a aula, como es Los Pro-
fesores payan !... ¿Nos podremos dar segundas (o tal vez últimas) oportunidades?
3. En Una mirada al espejo, Lydia di Lorenzo bucea en profundidad acerca de los
sentidos que podemos construir y reconstruir para nuestras prácticas. Partiendo de un
par de anécdotas sencillas, el relato permite aflorar con mucho énfasis la propia cons-
trucción identitaria de la práctica de la enseñanza, y los juegos temporales e intelec-
tuales sobre los que está soportada.
4. Hay algunas veces en las que las condiciones institucionales adversas vuelven a la
práctica de la enseñanza de la Historia algo singular. Verónica Winkler en su trabajo
titulado La libertad y sus límites, analiza el singular juego de la institución educativa, su
propuesta de enseñanza de la Historia y los alumnos a los cuales la institución y la
propuesta están destinados.
5. Federico Lanza en El por qué del por qué presenta un análisis de la interacción de
una propuesta para la enseñanza de la Historia y sus vicisitudes cuando llega al mundo
real de los estudiantes en un interesante juego de dos miradas sobre lo mismo. Da
cuenta, al mismo tiempo de las posibles aperturas y reconfiguraciones de las que pue-
de ser pasible la enseñanza de la Historia, en pos de una mejor comprensión por parte
de los alumnos.
6. En Un triángulo ¿amoroso?... la comunidad, el liceo y yo, Andrea Custodio se si-
túa en la intersección de distintos campos de influencia de los cuales la enseñanza da
cuenta no siempre armoniosamente. Las acciones de enseñanza analizadas muestran
con agudeza de qué manera la complejidad del contexto social, institucional y educati-
vo acaba siendo un actor más en el hacer y en el pensar de la enseñanza.
7. La enseñanza de la Historia del Arte a cargo de profesores de Historia es todavía
una cuenta pendiente para la Didáctica. Mariana Rava en De plantas y otras hierbas
profundiza en los ejes sobre los cuales la enseñanza de la Historia del Arte se mueve y
las derivaciones que de ello se desprenden para la Didáctica, desde su condición do-
blemente epistemológica.
8. Portadora de una larga y sólida experiencia en materia de enseñanza de la Historia,
Sonia de Mello ha podido teorizar con mucha profundidad en relación a la presencia
de situaciones imprevistas en el aula de Historia. Planificar la incertidumbre muestra
con frescura y solidez la interacción de los textos previstos para la enseñanza y los tex-
tos resultantes de su puesta en práctica en un contexto de incertidumbre, como lo es
naturalmente el aula.
9. Volver a empezar es una pequeña obra de teatro. Ema Zaffaroni ha intentado un
formato diferente, y por cierto ágil y atractivo, para teorizar su experiencia como pro-
fesora de Historia en un momento particular. La naturaleza de los personajes de la
obra hacen que trascienda por momentos la mera teorización, para adentrarse en pla-
nos reflexivos propios del proceso de investigación práctica y por lo tanto del vislum-
bramiento de un problema práctico.
10. Laberintos es la historia de muchos desencuentros teóricos, entre quien enseña y
quienes aprenden en el contexto de esta relación. Andrea Garrido plantea con gran
agudeza el juego entre sus teorías (sentidos construidos y expectativas) respecto de la
enseñanza de la Historia y las de sus alumnos. Partiendo del análisis de trabajos con-
cretos, este trabajo se sorprende ante fracasos no deseados y éxitos inexplicables.

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11. Mariana Albístur ha trabajado desde el principio en la experiencia de integración
de estudiantes sordos a la enseñanza secundaria. El desafío de los tiempos cuando en-
señas Historia relata el discurrir de varios años de experiencia y búsqueda –en el senti-
do de investigación práctica- en pos de una forma de enseñar Historia a estudiantes
sordos. El eje central de los contenidos se cruza progresivamente con la problemática
del bilingüismo, en un proceso de investigación práctica para nada cerrado aún...
12. Algunas veces las dimensiones historiográficas de la Historia enseñada pueden ser
motivo de desvelo a la hora de pensar la enseñanza de la Historia. Sibila Núñez ha
trabajado particularmente este punto en su trabajo titulado Cerrando brechas. En él
hace referencia a un proceso de investigación práctica cuyo problema estuvo precisa-
mente en torno a la relación entre la Historia historiográfica y la Historia enseñada en
su clase.

Ana Zavala

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