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El testimonio de la comunidad eclesial:

Una moral de la fe, la razón y el corazón

I. La moral en la reflexión y el testimonio de la comunidad eclesial1


Después de haber profundizado en el estudio de las raíces bíblicas de la moral
cristiana, analizaremos ahora su constitutiva dimensión eclesial. Es la Iglesia toda,
“Cuerpo de Cristo” (1Cor 12), “singo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano” (LG 1) que, en la diversidad de sus carismas y
ministerios, tiene la responsabilidad de iluminar los desafíos y problemas concretos del
mundo de hoy con la luz de la Palabra que encontramos en la Sagrada Escritura y en la
Tradición eclesial.
De lo que ya hemos estudiado acerca de las raíces bíblicas de la moral cristiana,
tanto en el AT como en el NT, podemos concluir que “el recurso a la Biblia no es
suficiente como en otros códigos religiosos donde la conducta queda perfectamente
reglamentada. Muchas afirmaciones éticas del Antiguo Testamento y algunas del Nuevo
son fruto de una cultura determinada, en la que se expresó el autor sagrado y cuya
formulación ya no tiene sentido para nuestro tiempo, aunque la idea de fondo conserve
su valor actual. Todo ello exige un esfuerzo de interpretación para distinguir lo que es un
dato cultural o una enseñanza permanente. Hay que reconocer, por otra parte, que para la
mayoría de los problemas que hoy nos preocupan, tanto en el ámbito persona como
colectivo, la Revelación no ofrece ninguna respuesta concreta”.2
La tarea de “interpretar” fielmente el mensaje bíblico de tal manera que siga
siendo orientador y normativo para los hombres y las mujeres de hoy, corresponde a la
Iglesia, en cuanto comunidad de todos los creyentes. El Espíritu Santo suscita en cada
bautizado un cierto “sentido de la fe” (sensus fidei) que le permite distinguir aquello que
es conforme con la fe cristiana y lo que no lo es. Como leemos en Lumen Gentium 12:
La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. 1Jn., 2,20-17) no puede
fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentido
sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde el Obispo hasta los últimos fieles
seglares" manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con
ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la
dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los
hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1Tes., 2,13), se adhiere indefectiblemente
a la fe dada de una vez para siempre a los santos (cf. Jds., 3), penetra profundamente con
rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.
Por supuesto, este “sentido sobrenatural de la fe” no es algo automático ni mágico,
sino que supone, tanto en la persona como en la comunidad creyente, un espíritu de

1
F. ARDUSSO, Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, San Pablo, Madrid 1998; E. LÓPEZ
AZPITARTE, El nuevo rostro de la moral, San Benito, Buenos Aires 2003, pp. 177-194; Los desafíos
éticos del mundo actual: una mirada intercultural. Primera Conferencia Internacional e Intercultural
sobre la Ética Teológica Católica en la Iglesia Mundial, editado por J. Keenan, San Benito, Buenos Aires
2008, 257ss.
2
E. LÓPEZ AZPITARTE, El nuevo rostro de la moral, p. 177.
El testimonio de la comunidad eclesial: una moral de la fe, la razón y el corazón 2

oración, participación en la vida celebrativa y misionera de la Iglesia, escucha atenta de


la Palaba de Dios, espíritu de comunión, de conversión, etc.
Ahora bien, que la correcta interpretación de la Palabra de Dios y su aplicación a
los problemas y desafíos éticos actuales corresponda a la Iglesia en su totalidad, no
significa que todos los bautizados participen de manera indiferenciada en este trabajo de
discernimiento eclesial. Así es como tenemos tres funciones principales que, al interno
de la comunidad eclesial, hacen posible que -en cuanto guiadas por el Espíritu-, la Palabra
de Dios contenida en la Escritura y la Tradición, se mantenga viva a través de la historia.
Una de estas funciones es la que ya hemos nombrado como “sentido de la fe”, que en
cuanto función de todo el pueblo de Dios recibe el nombre técnico de sensus fidelium
(sentido de fe de los fieles). De esta función participan todos los bautizados, desde el Papa
y los obispos hasta los laicos. Las otras dos funciones de “inteligencia” de la fe son el
Magisterio y la Teología.
Ya hemos dicho que la tarea de custodiar fielmente el depósito de la fe y el
discernimiento de sus implicancias éticas en los distintos momentos de la historia, han
sido confiados a la Iglesia en su totalidad (cf. DV 10). En este sentido, las tres «funciones
de inteligencia de la fe» son instancias autoritativas, aunque cada una según un modo
propio.
Sintéticamente, podríamos decir que:
• al Magisterio del Papa y los obispos corresponde garantizar la correcta
interpretación de la Escritura y la Tradición en continuidad con la fe recibida de
los Apóstoles (cf. LG 25; DV 7.10);
• al sensus fidelium le toca testimoniar la correspondencia entre una determinada
doctrina, en materia de fe o de moral, y la experiencia de la fe vivida (cf. LG 12);
• a la Teología le corresponde profundizar científica y críticamente en la
inteligencia y comprensión de la verdad revelada, en diálogo con las culturas y
sabiduría de cada tiempo (cf. GS 62).
Dado que las tres funciones son por naturaleza complementarias entre sí, y
ninguna puede ser desplazada, sustituida o ignorada por las otras, deben mantener entre
sí relaciones de viva reciprocidad. Magisterio, teología y sensus fidelium se necesitan
mutuamente, y juntos dan testimonio de la presencia del Espíritu que sigue actuando en
la Iglesia y conduciéndola hacia la “verdad completa” (cf. Jn 16,13). Por lo tanto, la
situación normal es que entre estas tres instancias no haya conflictos, aunque estos puedan
darse en situaciones concretas, que por lo tanto exigirán un esfuerzo especial de
discernimiento conjunto, de diálogo y de escucha mutua. Importante en estos casos será
recordar que nadie en la Iglesia “monopoliza” el Espíritu Santo, y por lo tanto no puede
cerrarse a la escucha de otras voces bien fundamentadas, que también pueden aportar al
discernimiento haciéndolo verdaderamente eclesial.

Sensus fidelium y vida cristiana


La experiencia de «vida en Cristo» desarrolla en la conciencia creyente un
delicado sentido de la fe, que la capacita para identificar más fácilmente y por una especie
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de connaturalidad la voluntad de Dios en las distintas circunstancias que exigen un


trabajo de discernimiento. La acción del Espíritu hace la «conciencia cristiforme», en
modo tal que por una afinidad interior con Cristo penetramos la realidad y las
obligaciones que ella nos impone, casi como con sus mismos ojos.
El «sentir» moral es parte del proceso de discernimiento, por ejemplo cuando
«sentimos» que tal decisión es mala, o tal juicio es erróneo. Para el cristiano, esta
espontaneidad en el juicio sólo es posible sobre la base de una especie de afinidad con el
Espíritu, de una familiaridad con sus modos de proceder que hace posible un modo de
conocimiento análogo al que se adquiere en una relación de amistad profunda con
respecto al modo de sentir, juzgar, etc., del amigo.
De esta manera, bajo la gracia y guía del Espíritu de la verdad, con el cual ha sido
ungido, el cristiano es capaz de penetrar, no sólo intelectualmente sino también afectiva
y cordialmente, los sentimientos mismos de Jesús y convertirse no en mero imitador del
Maestro, sino en dócil discípulo que conoce los valores y los aplica correctamente a su
realidad.
Esta espontaneidad es en realidad el fruto de un aprendizaje, del cultivo de una
intimidad de vida con el Maestro en la oración, la vida sacramental y litúrgica, la escucha
eclesial de la Palabra de Dios y las enseñanzas del Magisterio, la lectura creyente de los
signos de los tiempos, la búsqueda sincera de la verdad en la reciprocidad con otras
conciencias, el esfuerzo cotidiano por practicar el bien, etc.

Magisterio eclesial y discernimiento moral


Dado que el creyente interpreta la exigencia moral a la luz de la fe vivida en la
comunidad de la Iglesia, que es animada y constituida por el Espíritu como un cuerpo, el
discernimiento tiene una dimensión comunitaria y dialogal. «Cada uno se abre al Espíritu
en relación con el otro y en diálogo con los hermanos». El magisterio pastoral de la Iglesia
(Papa y obispos) tiene la función de iluminar y orientar el discernimiento de los creyentes.
Hay que afirmar simultáneamente tanto la acción inmediata del Espíritu Santo en
cada creyente instruyéndolo desde lo íntimo, cuanto la necesidad de la mediación eclesial,
donde el magisterio del Papa y los obispos tiene un rol fundamental. La conciencia del
creyente tiene necesidad de esa guía para interpretar correctamente las mociones del
Espíritu; a su vez, el magisterio eclesial sólo puede ser una autoridad moral en cuanto
dirige su apelo esencialmente a la conciencia.
El discernimiento es eminentemente personal, y por eso en la moral católica se ha
presentado siempre la conciencia como la última instancia de decisión. Pero en el proceso
–nunca acabado definitivamente- de la formación de la conciencia, el creyente tiene la
responsabilidad y el deber de confrontar su propio discernimiento con el de los
responsables de la comunidad (Biblia y moral, n. 154).
Dado que es el mismo Espíritu el que habla a través de la conciencia del creyente
y de las enseñanzas del Magisterio, lo normal es que no exista conflicto entre ambas
instancias, como decíamos un poco más arriba. La mayoría de las situaciones de aparente
conflicto se da cuando no se tiene en cuenta la diferencia de planos entre uno y otro:
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mientras que el plano propio de la conciencia personal es el de las decisiones concretas,


y el del Magisterio es el de las proposiciones generales.
Para lo católicos, las enseñanzas del Magisterio tienen una fuerza de autoridad
muy importante. Pero no hay que olvidar que la palabra latina auctoritas viene de augere:
«hacer crecer». En el plano moral, es evidente que sólo una autoridad que tienda a
establecer una relación de reconocimiento mutuo que pretende suscitar en el otro una
respuesta libre, es capaz de «hacer crecer». El ejemplo por antonomasia de autoridad en
la Iglesia viene dado por el mismo Jesús de los Evangelios.
Un ejercicio de la autoridad moral que pretendiese imponerse a la conciencia sin
tener en cuenta que el valor propuesto debe ser querido y reconocido por la misma
conciencia como deseable y bueno, resultaría inhumano, y por lo tanto inmoral. El
magisterio no puede de ningún modo sustituirse a la conciencia en el íntimo de cada
hombre, sino ayudar a cada uno a crecer en la fidelidad a la propia conciencia. La
obediencia auténticamente cristiana no es simple sumisión, sino ante todo responsabilidad
de cristianos adultos en la reciprocidad de las conciencias.
Un poco más adelante en el desarrollo de los temas del programa, volveremos al
tema de la “conciencia moral” para estudiarlo más en profundidad. Por ahora, lo dejamos
acá, y concluimos esta breve exposición sobre el rol del Magisterio con dos textos muy
expresivos de Amoris laetitia.
“Recordando que el tiempo es superior al espacio, quiero reafirmar que no todas las
discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones
magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis,
pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de
la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá hasta que el
Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13), es decir, cuando nos introduzca
perfectamente en el misterio de Cristo y podamos ver todo con su mirada. Además, en
cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones
y a los desafíos locales, porque «las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio
general [...] necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado»” (AL 3)
“Nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles, que muchas veces responden lo
mejor posible al Evangelio en medio de sus límites y pueden desarrollar su propio
discernimiento ante situaciones donde se rompen todos los esquemas. Estamos llamados
a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas” (AL 37).

II. Una moral de la fe, la razón y el corazón


Presentamos brevemente ahora algunas conclusiones acerca de lo que hemos
estudiado y reflexionado juntos en estas dos primeras unidades del programa de Didáctica
de la moral cristiana. Ciertamente, estas conclusiones no pretenden agotar la temática,
sino simplemente ofrecer una especie de síntesis reflexiva del camino recorrido hasta aquí
a partir de una propuesta de articulación de tres dimensiones esenciales de la moral
cristiana que son la «fe», la «razón» y el «corazón» ...
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1. Una moral de la fe
La esencia de la moral cristiana sólo se comprende si se la ubica en el horizonte
de la fe en el Dios Trinitario. Ya en el Antiguo Testamento, vemos cómo las normas éticas
y reglas de comportamiento están insertas en el contexto de la Alianza que hace Dios con
su pueblo. Así, por ejemplo, la particularidad del Decálogo no está tanto en los preceptos
particulares (no matarás..., no robarás...), que eran compartidos también con otros
pueblos, sino en el hecho de que estos preceptos vienen enmarcados y re-significados a
partir del primer “mandamiento”, que en realidad no es un mandamiento sino una
“palabra”: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de
esclavitud» (Ex 20,2; Dt 5,6). En el contexto de la Alianza, los preceptos del Decálogo
tienen como función ayudar a que el pueblo mantenga la libertad que Dios le dio al salir
de Egipto. Los hijos de Israel son libres porque Dios los ha liberado, y por eso deben
erradicar de entre ellos cualquier comportamiento que oprima o explote al hermano.
Al tiempo de la venida de Jesucristo sin embargo, la Ley que debía tener un
sentido y un fin liberador, se había convertido en un pesado yugo que oprimía a los hijos
e hijas de Israel con una desproporcionada cantidad de preceptos y normas que hacían
agobiante la vida. Frente a esta situación, Jesús proclama: «Vengan a mí todos los que
están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan
de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi
yugo es suave y mi carga liviana» (Mt 11,28-30). Jesús llama a ir hacia él, a caminar con
él; a cargar con su yugo... En una palabra, Jesús llama a “seguirlo”; y es precisamente la
expresión “seguimiento de Cristo” una de las categorías más importantes que definen la
identidad de una moral cristiana. Por tratarse de un seguimiento que involucra toda la
vida, no se reduce a un determinado número de prácticas litúrgicas o sacramentales, ni a
la creencia meramente intelectual en una serie de verdades o dogmas. El seguimiento de
Cristo es el horizonte vital, existencial, en el cual el cristiano está llamado a “vivir bien,
con y para los demás, en instituciones justas” (P. Ricoeur). Además, la expresión
“seguimiento” implica movimiento, dinamismo, procesualidad. “Seguimiento” significa
que estamos en camino, que aún no hemos alcanzado la meta; y esto es lo que queremos
significar cuando hablamos de un proceso de “conversión permanente” que abarca todo
el arco de la vida del cristiano.
La moral cristiana no es la moral del fariseo que da gracias “por no ser pecador
como los demás” (Lc 18,9-14); no es la moral que pone el cumplimiento de una ley por
encima del valor de la persona (Lc13,10-17 y otros muchos pasajes donde se le recrimina
a Jesús las curaciones que hace en día sábado); no es la moral de los esclavos, sino de
personas libres y liberadas en Cristo.... (Gal 5,13). Porque el horizonte de la fe en Cristo
ubica la moral no frente a una ley impersonal, sino en una relación interpersonal de
llamada y respuesta, que pone a cada cristiano simultáneamente delante de Dios y del
prójimo.

2. Una moral de la razón


Ahora bien, una vez afirmado que la moral cristiana sólo se comprende en toda su
profundidad y en todas sus dimensiones dentro de horizonte de la fe, se debe afirmar
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también que se trata de una moral que puede ser compartida y propuesta con otras
personas que no tienen esta misma fe, gracias a la “racionalidad” que la constituye.
El Vaticano II utiliza una bella fórmula para expresar lo que aquí estamos tratando,
cuando dice que «el Concilio, a la luz del Evangelio y de la experiencia humana, llama
ahora la atención de todos sobre algunos problemas actuales más urgentes que afectan
profundamente al género humano» (GS 46). No sólo el Evangelio, es decir, la Palabra
Revelada contenida tanto en la Escritura como en la Tradición interpretadas
eclesialmente, sino también la experiencia humana, que incluye la razón pero que abarca
mucho más, aportan la luz que permite discernir los problemas del mundo
contemporáneo. Se establece así un fecundo círculo hermenéutico según el cual la
experiencia humana es interpretada a la luz del Evangelio; a su vez, el Evangelio viene
leído a partir del contexto y de los interrogantes concretos que surgen de la experiencia
histórica. La vitalidad de este círculo metodológico es imprescindible para la
actualización de la Palabra de Dios en los distintos tiempos y culturas, según una
inseparable fidelidad a Dios y al ser humano.
Entre la propuesta moral del Evangelio y el bien moral que percibe la razón
humana no puede, en línea de principio, haber contraposición. Ya Pablo señalaba en su
Carta a los Romanos que “cuando los paganos, que no tienen Ley, guiados por la
naturaleza, cumplen las prescripciones de la Ley, aunque no tengan la Ley, ellos son ley
para sí mismos, y demuestran que lo que ordena la Ley está inscrito en sus corazones. Así
lo prueba el testimonio de su propia conciencia, que unas veces los acusa y otras los
disculpa” (Rm 2,14.15)
Una correcta comprensión de cómo se relacionan fe y razón en la propuesta moral
cristiana, evita que se caiga en los extremos de un “dogmatismo fideista” que buscase en
la Biblia las “recetas” para resolver los distintos problemas éticos del mundo actual, como
de un “racionalismo” que podría fácilmente esconder posiciones ideológicas.
Ya San Alfonso, Doctor de la Iglesia y patrono de los moralistas y confesores,
decía que en moral se debe dar preferencia a los argumentos de razón por sobre los
argumentos de autoridad. Y hoy, se podría decir que este pensamiento tiene más
actualidad que nunca. En primer lugar para todo creyente, que está llamado a vivir como
un cristiano adulto, que se hace responsable de la formación de su propia conciencia (para
lo cual cuenta con la ayuda del Magisterio eclesial, los aportes de la teología, las ciencias,
la comunidad, etc.) y asume el riesgo de discernir, de cara a Dios y al prójimo, lo que
debe hacerse en cada circunstancia. Pero además, en un mundo pluralista como el que nos
toca vivir, debemos transmitir y comunicar los valores del Evangelio de un modo que
pueda ser comprendido, aceptado y valorado también por aquellos que no comparten la
misma fe, pero se dejan guiar por la luz de sus conciencias y buscan sinceramente el bien.
Son todos aquellos a quienes los últimos Papas han dirigido también sus encíclicas,
especialmente en materia de Doctrina Social de la Iglesia, bajo la denominación de “todos
los hombres de buena voluntad”. Frente a ellos, debemos estar siempre dispuestos a “dar
razón de nuestra esperanza” (1Pe 3,15), de tal manera que en el diálogo sincero y fraterno
se pueda arribar a encontrar las soluciones cada vez más adecuadas a los problemas éticos
que afligen nuestro mundo. En este diálogo, un lugar importante tendrá el que se vaya
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acrecentando con otras iglesias cristianas (ética ecuménica) y con otras religiones
tradicionales (ética interreligiosa).

3. Una moral del corazón


Finalmente, la moral cristiana es también una moral del corazón. Ya dijimos que
en la frase de Gaudium et Spes, “a la luz del Evangelio y de la experiencia humana”, este
último término abarca más que la luz de la razón. Podemos incluir acá toda una rica gama
de sentimientos morales, que no siempre han tenido un lugar en la reflexión ética, muchas
veces demasiado “intelectualista”.
Que la propuesta moral del Evangelio sea abarcadora de toda la persona humana,
incluyendo su corazón, es algo que nos ha resultado evidente ya desde el comienzo de
nuestro curso cuando analizamos la perícopa del Buen Samaritano (Lc 10,29-37).
Mientras que del sacerdote y el levita que pasaron por el lado del hombre herido se dice
que lo vieron y siguieron de largo, del samaritano se dice que “lo vio y se conmovió”. Es
la conmoción, la compasión que surge de ponerse en el lugar del otro, de com-padecer el
sufrimiento del otro sintiéndolo como propio, lo que hace de puente entre el simple “ver”
la necesidad del prójimo, y el actuar efectivo en favor de él.
El amor, la misericordia, la compasión, son sentimientos profundamente humanos
que si bien suponen el respeto por el otro, lo superan, en el sentido que evitan que
degenere en indiferencia o mera tolerancia. Estos sentimientos, que hemos llamado
morales, son parte esencial de la propuesta evangélica, que no sólo mira a los actos, sino
en primer lugar a la intención del corazón. Como dice San Pablo, “aunque repartiera todos
mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo
amor, no me sirve de nada” (1Cor 13,3).
Resumiendo, podemos decir que una propuesta moral evangélica, para ser
auténtica, no debería dejar de lado ninguna de estas tres dimensiones: la fe, la razón, el
corazón:
Una reflexión moral que sólo se asentara en la fe revelada, fácilmente degeneraría
en un fundamentalismo que no respetaría la historicidad constitutiva del ser
humano ni la naturaleza misma de la Revelación.
Una reflexión moral que sólo se basara en la razón, podría llegar a ser fácilmente
manipulada por ideologías de turno, y perdería la profundidad de comprensión y
motivación que le ofrece el horizonte de la fe.
Una moral que se dejara sólo a merced de los “buenos sentimientos” de las
personas, fácilmente degeneraría en formas extremas de relativismo e
individualismo egoísta, que dejarían especialmente vulnerables a los más
desprotegidos de la sociedad.

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