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Símbolos de la fe
La Dinámica de la «professio fidei»
Julián A. López Amozurrutia
«Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos
es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo».
(Mt 13,52)
Introducción
La fe es respuesta personal y eclesial al Dios que se revela. Tal respuesta implica la
misteriosa dinámica de interacción entre la gracia divina y la naturaleza humana1. En
cuanto personal, la respuesta de fe se articula consecuentemente en las estructuras
que constituyen al hombre como persona, es decir, en su corporeidad espiritual, en su
inteligencia y voluntad, en su sensibilidad, en su sociabilidad y en su individualidad, en
su historicidad y en su dinámica de trascendencia; pero ello ocurre de tal manera que su
ser queda involucrado radicalmente en su más intransferible identidad, en la más amplia
gama de sus espacios de acción y en su más decisivo horizonte de realización. En cuanto
eclesial, la respuesta de fe establece un continuum de testimonios que construyen una
tradición viva, orgánica y estructurada, con una poderosa fuerza expansiva a la vez que
una clara identidad anclada en su piedra angular.
referidos a Jesús adquieren un contenido original (cf., v.gr., 1Co 12,3; Hch 9,20.22) y
que se combinan hasta hacer de la expresión «Señor Jesucristo» un nombre propio (cf.
Flp 2,11; Col 3,1; Ef 3,11); tenemos también textos más elaborados (cf. Rm 10,9; 1Co
15,3-4) e incluso himnos o bendiciones especiales (cf. Flp 2,6-11; Ef 2,14-16, 1P 3,18-22;
1Tm 3,16), llegando aún a enriquecer las formulaciones con vocabulario que trascendía
el contexto judío (cf. Jn 1,1-18; Hb 1,1-4; Col 1,15-20).
Desde el inicio fue claro que la profesión de fe cristológica implicaba una nueva
manera de concebir a Dios. Esto quedó expresado por la relación en que se encuentra
frecuentemente el reconocimiento del único Dios con el del único Señor Jesucristo en
fórmulas binarias (cf. 1,Co 8,6) y, más extendido, en fórmulas ternarias que mencionan
también al Espíritu (cf. 2Co 13,13; Rm 1,1-4; Ef 4,4-6; Mt 28,18-20).
Por otra parte, este Símbolo es piedra de edificación del dogma en la Iglesia.
En él, por primera vez se utiliza un término que no está presente en la Escritura para
hablar de las verdades de la Escritura: «homousios», para declarar contra los arrianos la
verdadera divinidad del Hijo. Este paso es crucial en el desarrollo de la comprensión de
la fe. Por lo general, se reconocía como garante de ortodoxia la referencia a la Escritura.
Aún en contextos culturales diversos, los textos escriturísticos daban autoridad a las
argumentaciones en torno a la verdad de la fe. Los Símbolos eran de alguna manera el
compendio de la recta fe, lo que había que reconocer como fundamental para asegurar
la aceptación correcta de la fe en Jesucristo. Hasta ahora, en medio de su diversidad,
los Símbolos mantenían un lenguaje bíblico o muy cercano a la Escritura. Sin embargo,
la lectura equivocada de los textos bíblicos daba pie a que ciertas posiciones sobre la
verdad de la fe que la Iglesia terminaba por reconocer como erróneas pretendían tener su
fundamento en la misma Escritura. La herejía ha argumentado siempre desde la misma
Escritura: de ahí su fuerza y su peligro. En el período preniceno, nadie como Arrio había
acudido al Nuevo Testamento para argumentar la creaturalidad del Verbo. Contra él, y
no sin dificultades, la formulación del «homousios» como término aseguraba mantener
la recta interpretación de la Escritura. Era un término no bíblico asumido para realizar
una lectura correcta de la Biblia, para realizar la afirmación de un contenido de verdad
presente en la Escritura. Una explicación superficial y con frecuencia ideologizada de
estos eventos quiere encontrar en ellos la indicación de una helenización del cristianismo
que significaría la perversión de su mensaje. En realidad, el cristianismo desde su origen
se mueve en el entorno cultural helénico. Con el «homousios», el entorno helénico le da
elementos no para diluirse en él, sino para mantener su identidad dentro de él.
Otro texto merece ser mencionado, por haber sido considerado Símbolo
durante mucho tiempo: el llamado «Quicumque» o «Símbolo Atanasiano»17. Si bien de
un género diverso a los otros, es también una síntesis, aunque más extendida y de un
vocabulario elaborado en clave más metafísica que histórico-salvífica. También llegó a ser
incorporado a la liturgia latina, y es un notable ejemplo de equilibrio en la expresión del
misterio trinitario y cristológico.
Acto teologal. En primer lugar, el acto de fe se refiere a Dios. Para el hombre, ello
significa que introduce en su vida un horizonte divino. Más adelante profundizaremos
sobre el contenido teológico presente en los Símbolos. Aquí destacamos la caracterización
teologal del acto presente en la misma expresión lingüística de los Símbolos: «Creo/
creemos en» («Pisteuo/pisteuomen eis»; «credo/credimus in»). La Teología ha explicado con
Agustín el acto de la fe como un «credere Deum», «credere Deo» y «credere in Deum», es decir,
como un creer en Dios, creerle a Dios y dirigir la propia persona hacia Dios. Es interesante
destacar que el Símbolo utiliza en su expresión toda la fuerza de la preposición «en» («eis»,
«in»), rigiendo en griego y latín el acusativo. Con ello se indica el acto de fe en su aspecto
más personal e intenso. Se trata de la adhesión personal al Dios vivo, el acto de entrega de
confianza, el movimiento hacia Dios que implica todo el dinamismo espiritual del sujeto
en una permanente superación de sí mismo, tendiendo hacia Dios. Esto nos indica que
el acto de fe vivido en la profesión hace que quien vive en la fe no viva para sí, sino que
ponga el centro y el horizonte pleno de su vida en Dios. Es, así, una fe esencialmente
trascendente, que saca al hombre de sí, para llevarlo en sí más allá de sí mismo. En este
sentido, al involucrar al hombre en su totalidad y al dirigirse a Dios como horizonte
definitivo del hombre, la fe teologal incluye necesariamente un carácter de unicidad:
tiene que ser única, dirigirse al único Dios, al único que merece adoración, al único al
que se puede rendir la obediencia de la fe, la total entrega del propio ser sin traicionar la
propia dignidad.
Acto eclesial: Por otra parte, la dinámica eclesial del acto de fe queda patente en
la formulación utilizada por el Símbolo en su composición conciliar: «Creemos». Se trata
de un pronunciamiento episcopal común, en donde se indica no sólo el consenso de
las distintas personas que lo emiten, sino también y sobre todo la comunión implicada
en la declaración. Con ello se muestra que la Iglesia es el sujeto de la profesión de
fe. Incluso la confesión personal, el «creo» se realiza en el marco eclesial, en el que el
individuo concreto se ubica como el ámbito natural de la expresión de su propia fe.
Como acto eclesial, sin embargo, el Símbolo incluye otro aspecto: la realidad misma de
la Ekklesía, de la asamblea convocada, es objeto de la profesión de fe. Ya autores como
Tertuliano habían urgido incluir la mención de la Iglesia en el Símbolo. Es cierto que
no corresponde a la fe en la Iglesia de modo directo el carácter teologal indicado antes.
No se dice «creo in Ecclesiam», sino «credo Ecclesiam», de modo que la estructura del
Símbolo incorpora en realidad a la Iglesia al interno de la profesión de fe en el Espíritu.
Cabe así señalar la peculiaridad de la Iglesia como «misterio», lúcidamente expuesta por
el Concilio Vaticano II. A la vez, la Iglesia como sujeto de profesión, en la realización de
su acto de fe, convierte al Símbolo en testimonio de la fe que profesa tanto al interno de
sus miembros visibles – cohesionándolos – como al externo de ellos – expandiéndose
–, en la dinámica misionera propia de la fe.
En primer lugar, conviene recordar que los elementos que han quedado
plasmados en los Símbolos se reconocen como verdad definitiva. Al indicar su historia, ha
quedado claro que ha existido una pluralidad de expresiones de la misma fe. Sin embargo,
también ha quedado claro que en todo momento se ha visto como necesaria la posibilidad
de que unas y otras fórmulas diversas pudieran reconocerse mutuamente. Que una Iglesia
local utilizara una fórmula no significaba que no reconociera a las otras. Ya señalamos
también que en ese mismo recorrido se favoreció siempre el lenguaje de la Biblia, pero
ello no impidió que se innovara el lenguaje con tal de defender un contenido. Así, se
ha incorporado al lenguaje bíblico el lenguaje filosófico y el lenguaje litúrgico. Se trata,
pues, de un fenómeno complejo, pero radicalmente abierto, no cerrado. Sin embargo, tal
apertura corresponde a un organismo que integra elementos para mantenerse en vida,
no de una amalgama arbitraria y desarticulada. En este sentido, podemos reconocer con
Newman entre los principios del desarrollo dogmático una «preservación del tipo»20.
A esta idea me parece oportuno añadir la consideración de la matriz cultural judeo-
helénica como la «lengua madre» al interno de la cual se generan los rasgos fundamentales
de la expresión de la fe21. Toda nueva expresión de la fe debe guardar la continuidad
fundamental con los elementos de los que brota. No se trata en ningún caso de buscar la
novedad por el valor de la novedad misma, sino por fidelidad al tesoro de la fe que se porta
en las vasijas de barro de las propias expresiones lingüísticas.
Se trata, sin duda, de fórmulas muy sugestivas, pero difícilmente comprensibles fuera
del marco de su muy personal sistema teológico. Citemos su «breve fórmula teológica»:
«El hacia dónde inabarcable de la trascendencia humana, que se realiza existencial y
originariamente, no sólo en forma teorética o conceptual, se llama Dios; este Dios se
comunica existencialmente e históricamente al hombre como su propia consumación en
el amor indulgente. La cumbre escatológica de la comunicación histórica de Dios mismo,
cima en la que ésta queda revelada como irreversiblemente victoriosa, se llama Jesucristo»22.
Quien sigue el lenguaje y la argumentación rahneriana, es capaz de adherirse con emoción a
semejante frase. Pero ¿podemos pedir a la comunidad que reconozca ahí su Credo?
Por una parte, los Símbolos de la fe nos dan testimonio del desarrollo teológico
y dogmático, del modo como la fe ha crecido y se ha profundizado, especialmente
en el período patrístico, y también de cómo ante las herejías, especialmente, se fue
logrando la claridad en la formulación de la propia fe. El mismo desarrollo histórico de
los Símbolos nos permite descubrir una doble línea de proyección teológica y pastoral
sobre los Símbolos: 1) Línea de desarrollo, es decir, de creación de nuevos Símbolos que
permitieron, desde el germen de la proclamación «Jesús, Señor» hasta la elaboración
más compleja de los textos posteriores, perfilar el contenido de la propia fe para poderlo
comunicar y declarar públicamente. En este sentido, por ejemplo, Oriente «desarrolló» el
Símbolo Niceno en Constantinopla y Occidnete lo siguió desarrollando con la inclusión
del «Filioque». 2) Línea de conservación, es decir, el hecho de mantener una misma
fórmula invariable junto con una serie de explicaciones que permitieran explicar, en
distintos contextos, su contenido. En este sentido, por ejemplo, el Símbolo Apostólico ha
mantenido bastante fielmente su formulación, si acaso cambiando la fórmula inicial de
cuestionario a una fórmula declaratoria, pero con los mismos contenidos y expresiones,
que podían ser utilizados para las explanationes a los nuevos fieles.
Desde este marco teológico que la historia de los Símbolos aporta a la conciencia
teológica, podemos explicitar aún más la relación entre la profesión de fe y la racionalidad
teológica. Se trata de principios teológicos fundamentales de la profesión de fe27. El
primero de ellos, su principio fundamental es el «principio Revelación». Con él queremos
decir que todo el saber teológico, al igual que la profesión de fe, tiene su fuente, su norma y
su criterio en el hecho de la libre autocomunicación de Dios al hombre en Jesucristo. Ello
significa que la estructura de la Revelación tiene a Cristo como referente indispensable
del acto de fe. La unicidad y unidad de Cristo (el Christus unus, en su carácter irrepetible
de universale concretum), la integridad de su misterio (el Christus totus), la validez de su
mensaje y de su transmisión en la Iglesia (el Christus verus), la eficacia de su acción salvífica
(el Christus bonus) y la continuidad histórica de su figura que expresa en el tiempo a la
divinidad y trasciende así desde dentro a la misma historia (el Christus pulcher), son todos
aspectos del único misterio redentor, en el que se concentra la eficacia salvífica que se
busca alcanzar con la profesión de fe.
Conclusión
Hemos dado unas modestas pinceladas sobre el tema de la profesión de fe
estructurada en Símbolos. Los Símbolos de la fe permiten expresar y pueden actualizar
de manera sencilla y eficaz la unidad, la identidad, la verdad y la dinamicidad de la fe.
Los Símbolos, como expresión de fe, tienen una riqueza enorme. Son parte de las cosas
antiguas disponibles en las arcas de la Iglesia, que podemos sacar para servir con eficacia y
fidelidad a las condiciones nuevas de la historia.