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Gvirtz, Silvina; La educación ayer, hoy y mañana; Capítulo 3: “¿Para qué sirve la escuela?

” y Capítulo 2:
“¿Cuándo se inventó la escuela?”; Aique; Buenos Aires; 2009.
¿De qué hablamos cuando hablamos de educación?
La educación es un fenómeno necesario e inherente a toda sociedad humana para la supervivencia de todo
orden social. Sin educación, cada individuo, cada familia o cada grupo social tendría que reconstruir por sí
solo el patrimonio de toda la humanidad: volver a descubrir el fuego, inventar signos para la escritura,
reconstruir la fórmula para elaborar el papel, reconquistar los saberes para edificar una casa o para curar
ciertas enfermedades. Hacer esto, en lo que dura una sola vida, es materialmente imposible.
¿Por qué educamos? La necesidad social de la educación
El ser humano no posee una genética que lo diferencie del resto del mundo animal. De hecho, el ser
humano, alejado de la influencia de sus congéneres, vive muy cercanamente al mundo animal. Los niños
lobos no sabían hablar, apenas emitían algún sonido, pues el lenguaje, es decir, el reconocimiento verbal
de los objetos culturales, es una construcción histórico-social. El lenguaje es histórico, porque se hace, se
mejora, se perfecciona y cambia a lo largo del tiempo, y a través de generaciones y generaciones de seres
humanos que se suceden. Es social, porque sólo se construye en el contacto con otras personas.
Es posible afirmar, entonces, que la educación es un fenómeno necesario y que posibilita tanto el
crecimiento individual, como la reproducción social y cultural.
Si bien la educación no es el único proceso que permite la supervivencia en los seres humanos2, es uno de
los más importantes. Lo que caracteriza a la especie humana se basa en su aprendizaje social, y no en la
transmisión genética, la que sí ocupa un lugar destacado en el mundo animal.
¿Para qué educamos? La educación entre la producción y la reproducción social
Cuando las prácticas educacionales tienden a conservar un orden social establecido (conocido como statu
quo), estamos ante fenómenos educativos que favorecen la reproducción. En la familia, se puede encontrar
esta situación cuando sus prácticas educacionales incentivan que el hijo estudie o trabaje en la misma
profesión que el padre, o incluso, que ambos trabajen juntos, que escuchen la misma música, que vivan en
el mismo barrio, que tengan una vestimenta similar y conductas sociales parecidas.
Sin embargo, la enseñanza y el aprendizaje social en sus distintas formas no son meramente reproductivos.
A diferencia de lo que acontece con la conducta y con el aprendizaje instintivo de los animales, no hay en el
hombre posibilidad de una reproducción pura, total o completa. En primer lugar, porque las condiciones de
vida cambian constantemente y exigen nuevas habilidades de adaptación: vivir en diversos climas, en
variadas regiones geográficas, en desiguales ambientes sociales e históricos. Para ello, las personas se
adaptan y actúan de distintas maneras, generan conductas específicas para cada caso. En segundo lugar, la
comunicación social es, en esencia, inestable. Los mensajes que se envían de una generación a otra, de
miembros de un grupo social a otro, de un individuo a otro están sometidos a la distorsión y a la
interferencia comunicativa. Por una parte, se produce una distorsión inherente a la transmisión de un
sujeto a otro: un mensaje, a medida que pasa de boca en boca, cambia su significado. Por otra parte, hay
una distorsión voluntaria, que depende del consenso que suscite el mensaje. Puede ocurrir que quien lo
envía le haga cambios, porque, por ejemplo, no está de acuerdo con el mensaje original. También puede
suceder que quien lo reciba lo altere por otras tantas razones. La generación de nuevas conductas y de
nuevos saberes tiene varios orígenes: la imposibilidad de una reproducción total por la propia naturaleza
del aprendizaje social; los deseos de introducir innovaciones; las variaciones en las condiciones sociales,
históricas, geográficas, etc., que favorecen la producción de nuevas prácticas.
Cuando las prácticas educacionales tienden a transformar el orden establecido y a crear un nuevo orden,
estamos ante prácticas educativas productivas. En una familia, las prácticas educativas son de este modo
cuando favorecen, voluntariamente o no, que los hijos actúen de una manera autónoma, sin repetir las
conductas de los padres.
Una relación conflictiva: educación y poder
Hemos visto que la educación es un fenómeno socialmente significativo que posibilitan la producción y la
reproducción social. Pero este fenómeno, además, implica un problema de poder. Aunque muchas veces
pase inadvertido, siempre que se habla de educación, se habla de poder.
Este último no será aquí entendido como algo necesariamente negativo, al que acceden unos pocos que
tienen el control de todo. El poder, desde nuestra conconcepción, no se ejerce sólo en las esferas
gubernamentales. Estamos hablando de un poder más cotidiano, que circula en el día a día de las
instituciones y que constituye una parte muy destacada de los hechos educativos. Poder es la capacidad de
incidir en la conducta del otro para modelarla.
Desde esta perspectiva, la educación no sólo se relaciona con el poder, sino que ella es poder, en la medida
en que incide y, en muchos casos, determina el hacer de un otro alguien social e individual. Educar es
incidir en los pensamientos y en las conductas, de distintos modos. Es posible educar privilegiando la
violencia o haciendo prevalecer el consenso, de modos más democráticos o, en cambio, mediante formas
más autoritarias. Pero, en la educación, el poder siempre se ejerce. Por cierto, cuando se realiza este
ejercicio democráticamente, entonces, es deseable.
Las actuales perspectivas teóricas acerca de estas temáticas advierten que el poder se ejerce no sólo en
lugares específicos, sino en el mundo cotidiano, en la vida diaria. La diversidad en las relaciones de poder
permite establecer dos categorías: la de macropoderes y la de micropoderes. En el nivel macro-, ejercen el
poder los políticos, los grandes empresarios, los medios de comunicación o la gente en una manifestación.
El poder en el nivel micro- es, por ejemplo, el de una madre al establecer un límite a sus hijos, el de un
supervisor frente al directivo, el de un director frente al maestro, el de un profesor frente a su alumno;
pero también, un hijo, un docente o un alumno ejercen el micropoder.
Pero ¿y esto?, se podrá preguntar el lector, ¿qué tiene que ver esto con el saber? Esto es el saber. El saber
no es sólo información, pues él incluye el saber actuar de una manera eficaz; por lo tanto, el saber es
también una conducta. Cuando las instituciones educativas promueven, a partir de su ejercicio, formas de
gobierno democráticas, están poniendo en práctica y enseñando a ejercer el poder de una determinada
manera. Cuando se promueve que los alumnos tengan ciertas conductas y no otras, cuando se transmiten
ciertos saberes y no otros, cuando se selecciona una población para el aprendizaje de ciertos contenidos,
se toman decisiones de poder. La institución escolar en particular y la educación en general no son
ingenuas, no son neutras; aunque ninguna de ellas decida por sí sola el destino de la humanidad, ejercen
poder.
Asumir esta definición del poder implica considerar que los dispositivos institucionales intervienen en el
modelado de las conductas, de las formas en que nos acercamos a conocer, comprender y actuar en el
mundo. Pero dado que estos dispositivos se sustentan sobre principios acerca del orden, de lo válido y de
lo legítimo, y de quién es el dueño de ese orden, esos principios también contienen oposiciones y
contradicciones. Cuando un individuo atraviesa el proceso de socializarse en el marco de esos dispositivos,
es socializado dentro de un orden, y también un desorden: esa persona vive inmersa en todas las
contradicciones, divisiones y dilemas del poder y, por tanto, ella es un potencial agente de cambios.
Hacia una definición de educación
Pero entonces, ¿cómo definimos la educación? A partir de las consideraciones hasta aquí desplegadas,
podemos decir que la educación es el conjunto de fenómenos a través de los cuales una determinada
sociedad produce y distribuye saberes, de los que se apropian sus miembros, y que permiten la producción
y la reproducción de esa sociedad.
En este sentido, la educación consiste en una práctica social de reproducción de los estados culturales
conseguidos por una sociedad en un momento determinado y, a la vez, supone un proceso de producción e
innovación cultural, tanto desde el plano individual como desde el social. Si educar supone potenciar el
desarrollo de los hombres y de la cultura, entonces el proceso educativo debe ser pensado en su doble
acepción productiva y reproductiva, aceptando que, en el acto de reproducción, se sientan las bases de la
transformación y la innovación. Esa capacidad de provocar el advenimiento de nuevas realidades debe
gobernar la práctica y reflexión en torno a la educación.
Los saberes que se transmiten de una generación a otra, y también intrageneracionalmente, no son sólo, ni
sobre todo, saberes vinculados con lo que comúnmente se denomina saber erudito. Los saberes a los que
aquí nos referimos incluyen, como señalamos antes, formas de comportamiento social, hábitos y valores
respecto de lo que está bien y lo que está mal. Educar implica enseñar literatura, arte, física, pero también,
enseñar hábitos y conductas sociales (bañarse a diario, lavarse los dientes, llegar puntualmente al trabajo o
a una cita, saludar de una manera determinada, dirigirnos de distinto modo según quién sea nuestro
interlocutor). Estos saberes, en apariencia tan obvios, que construyen nuestro día a día, no son innatos; se
enseñan y se aprenden en la familia, en la escuela, con los amigos.
La educación se encarga de la transmisión de saberes, en el sentido amplio con que hemos usado el
término, e implica relaciones de poder. Está generalmente pautada o tiene algún grado de
institucionalización, lo que supone un cierto número de reglas, normas de acción o modelos de conducta
tipificados. La educación es, por último, una práctica histórica, en la medida en que las formas que la
educación adopta varían a lo largo del tiempo.
Desde esta perspectiva, educación no es sinónimo ni de escolarización ni de escuela. Esta última, tal y
como la conocemos hoy en día, es un fenómeno muy reciente. A lo largo de la historia, existieron otras
formas de institucionalizar la educación; todavía hoy, siguen existiendo maneras no institucionalizadas de
educación.
Desde tiempos remotos, el adulto siempre ha ocupado el lugar del saber; y el niño, el de la ignorancia o el
del no-saber. Todavía hoy, esta creencia es compartida por el común de la gente. Sin embargo, este nuevo
siglo nos invita a repensar estas categorías y a observar procesos educativos actuales en los que los niños
son los poseedores del saber; y los adultos son quienes deben ser enseñados. En el caso de la tecnología de
los electrodomésticos, por ejemplo, suelen ser las generaciones jóvenes las que enseñan a las generaciones
adultas. Pues, aquellas suelen tener mayor dominio de esta tecnología; mientras que el conocimiento de
los adultos, en esta área, suele ser limitado.
Si bien ya nos hemos referido al tema en anteriores apartados, resulta indispensable distinguir, ahora
desde otra perspectiva y empleando otro vocabulario, escolarización de educación. Por escolarización,
entendemos el conjunto de los fenómenos de producción, distribución y apropiación de saberes que lleva a
cabo en la institución escolar.
La naturaleza de la escuela actual
¿Alguna vez nos hemos preguntado por qué los alumnos se sientan en bancos que miran al frente,
mientras el maestro habla de pie?, o ¿por qué las aulas son todas iguales?, ¿por qué existen los horarios,
las materias y hasta los recreos?, ¿siempre hubo guardapolvos, patio y bandera en el mástil? Estos y otros
tantos interrogantes encuentran su respuesta en prácticas educativas que comenzaron a desarrollarse en
otros tiempos.
En ocasiones, pensamos que hay cosas que, definitivamente, no pueden cambiarse. A pesar de desearlo en
forma intensa, resulta muy difícil concebir estrategias para modificar esas cosas. Muchas veces, esto
sucede porque ellas nos parecen naturales. Entonces, la posibilidad del cambio se presenta como
impensable. Para revertir esta suposición, antes que nada, es preciso realizar el ejercicio de considerar que
la escuela no es un fenómeno natural, sino que constituye un fenómeno histórico y social: no siempre hubo
escuela, y menos aún, como hoy la conocemos.
Considerar el carácter de construcción histórica de la escuela es saber que su naturaleza no es eterna, sino
contingente. La escuela de hoy es un fenómeno de la Modernidad, y saberlo nos habilita a repensar las
formas que asume la educación. De allí, podemos discutirlas para construir posibles y necesarias nuevas
formas de educación. Para ello, es necesario "... restituir esta sensación de extrañeza, de artificialidad, para
lectores que hemos crecido en sociedades donde la presencia de escuelas no sólo es lo más natural del
mundo, sino que su ausencia es vista como una falta, defecto o desatención" (Pineau, Dussel y Caruso,
2001: 22).
La des-naturalización de las prácticas educativas
En las escuelas, encontramos:
• Un edificio con ciertas características, al que identificamos como escuela.
• Salones contiguos y diferenciados denominados aulas.
• Patios cubiertos y descubiertos, gimnasios, salones de usos múltiples, salas de profesores, bibliotecas.
• Un mástil, un timbre o una campana, una portera, guardapolvos, formaciones, saludos a la bandera.
• Cuadernos de clase, carpetas, pupitres, pizarrones, escritorios.
• Copias; dictados; expresiones, como "tema 1, tema 2", "saquen una hoja"; corrección con lápiz rojo.
• Planificaciones anuales, carpetas didácticas, planes de unidad y de clase, diseños, prediseños y
protodiseños curriculares.
• Libros de lectura, manuales del alumno, cuadernos de comunicaciones, sanciones, amonestaciones y
libretas sanitarias.
Con diferentes nombres, formatos y costumbres de uso, estos modelos y prácticas escolares son comunes
a todos nosotros; aunque en otros tiempos y lugares, existieron otros modelos y prácticas diferentes, y
alejadas de las que hoy conocemos.
Aquí proponemos que la naturalización de las prácticas obedece a un proceso en el que la génesis social e
histórica de nuestras acciones se pierde y cede su lugar a la inmediatez de lo cotidiano. No es posible decir
en qué momento las cosas comenzaron a ser como son ni, mucho menos, por qué. Pero cuando nuestra
propias producciones han sufrido una cosificación, estas se nos aparecen como fuera de nuestro alcance; y
cambiarlas – incluso cuestionarlas – aparenta ser algo imposible.
Pero aquí nos hemos propuesto someter al debate de este supuesto carácter natural de la escuela. Nuestra
intención es, antes que conocer los detalles por su propio valor, trazar un recorrido que nos permita
capturar el carácter histórico, contingente – no eterno ni natural – de las prácticas educativas, ya que,
pedagógicamente, no es posible construir un conocimiento acerca de un objeto sin cuestionar su forma, su
contenido y las prácticas y relaciones sociales, que le dieron forma y lo sustentan. El desafío, entonces, nos
anima a desnaturalizar nuestras concepciones y a intentar, como propone Jorge Larrosa, ―suspender la
evidencia de nuestras categorías y de nuestros modos habituales de pensar y de describir las prácticas
pedagógicas por el mero recurso de intentar pensarlas de otro modo, a otra escala, con otras conexionesǁ
(1995:13).
Modelos para armar: recorriendo los caminos de la institucionalización educativa a través de la historia
Las formas de educación que una sociedad se da a sí misma y la manera en que las prácticas educativas se
institucionalizan se relacionan estrechamente con la acumulación de saberes que se haya producido en el
interior de la sociedad considerada
Si una sociedad posee un escaso saber acumulado y sus procesos son simples, los procesos educativos
serán de corta duración. Por el contrario, a medida que una sociedad se vuelve más compleja y posee más
saberes, el proceso educativo requiere más tiempo.
Dado que la educación es necesaria para la producción y reproducción de la sociedad, los saberes
considerados apropiados son – y deben ser – transmitidos a quienes han de contribuir a que la sociedad
continúe y se proyecte en el tiempo. Esto ha hecho y hace que la educación apueste, por lo general, a las
generaciones jóvenes. En otras palabras, la educación suele concebirse como una inversión a futuro,
incluso cuando como afirma Sandra Carli, en su artículo Malestar y transmisión cultural es imperioso
reconocer la dislocación que surge de transmitir una cultura para un tiempo que vivirá el otro (el
educando) y no yo (el educador), y ello se tolera si ambas generaciones podemos imaginarnos ligadas en
un futuro, es decir, todo esto supone la constitución de la sociedad (en Frigerio y otros, 1999:173, 182).
En las primeras comunidades en que se organizaron los seres humanos, la educación estaba caracterizada
por su casi nula institucionalización ya que, en general, los infantes aprendían a través de su participación
en la práctica de los adultos. La convivencia diaria con los mayores introducía a los niños en las creencias y
en las prácticas socialmente significativas, pues no había instituciones dedicadas exclusivamente a la
enseñanza.
Esta convivencia entre lo educativo y la vida misma resulta prácticamente inhallable en el mundo actual. La
institución escolar, si bien está inscripta en el seno de la comunidad, procede de acuerdo con una lógica
que le es propia y exclusiva: sus ritmos y sus tiempos no se ajustan a los del mundo, sino a los de sus
propias necesidades. A su vez, los contenidos –si bien debieran preparar para la vida– poseen una
artificialidad tal que hace que la escuela se caracterice por su descontextualización frente a otros procesos
de enseñanza. ¿Qué significa esto? Si, en las sociedades primarias y en los primeros tiempos de la
evolución social, lo que llamamos educación era un proceso casi indiferenciado de los mecanismos de
subsistencia y de mantenimiento de las condiciones necesarias para la vida, en las nuevas sociedades, en
cambio, fue preciso diseñar espacios especializados para la transmisión cultural como parte de un "sistema
económico de instrucción para niños y para jóvenes" (Trilla, 1985: 30). Había que crear estos espacios,
dotarlos de sentido y de reglas de funcionamiento, sistematizarlos y generalizarlos hasta la
universalización.
Este análisis permite entender que ese proceso de institucionalización que originó la forma escuela requirió
de un largo e intrincado camino. Y este recorrido impuso hegemónicamente una determinada forma que
dejó atrás otras formas posibles. El modelo de escuela que se consolidó resultó hegemónico,
principalmente, por haber resultado funcional a los procesos de conformación de los sistemas educativos
nacionales hacia fines del siglo XIX.

Kornblit, Ana Lia; Transformaciones en el lugar de la escuela y en las relaciones entre jóvenes y adultos;
Ministerio de Educación.

En las últimas décadas se han producido en el mundo occidental y en la Argentina en particular profundos
cambios sociales que pueden sintetizarse afirmando que el Estado dejó de ser el eje integrador alrededor
del cual se articulaba la sociedad, surgiendo la lógica del mercado como aquello a lo que deben
subordinarse las diferentes esferas sociales. En nuestro país este cambio se vio acompañado por la
acentuación de las diferencias sociales, derivadas de una mayor falta de equidad en la distribución de la
riqueza.
Como es obvio, la escuela no pudo permanecer ajena a estos cambios: sin la capacidad para transformarse
en la medida de lo necesario para enfrentar con éxito la devaluación del proceso de enseñanza-aprendizaje
que sobrevino, la escuela, y los docentes particularmente, quedaron presos de la incertidumbre y del no
saber qué hacer.
Un corolario de la transformación de los valores y las prácticas que se fueron instalando en la sociedad y
especialmente en los jóvenes es el aumento en el consumo de drogas, que se fue dando a edades cada vez
más tempranas. Es por eso que consideramos que la prevención debería comenzar en la escuela primaria.
Para ello, resulta fundamental capacitar a los maestros desde el marco de la promoción de la salud
(desarrollado en el Módulo 5). Sin afirmar que todos los consumos llegan a ser problemáticos, es indudable
que la preocupación por este tema, alimentada por las noticias sensacionalistas de los medios, cundió en
los adultos y repercutió de un modo directo en los docentes, que se sienten interpelados por jóvenes cuyas
vidas aparentemente transcurren por carriles muy diferentes a los suyos cuando tenían esas edades.
Dichas tensiones repercuten necesariamente en la vida escolar.
La escuela: transformaciones y tensiones. El caso de la escuela secundaria
El proyecto educativo argentino
En un trabajo reciente, el sociólogo francés François Dubet (2006) analiza la función que tenía la educación
en el mundo occidental hasta la primera mitad del siglo XX: socializar a los niños y jóvenes en los valores
imperantes en la época, fundamentalmente la valoración del esfuerzo personal y el trabajo, y al mismo
tiempo, hacer de los educandos sujetos responsables y autónomos. La creencia en la capacidad de la
escuela para resolver de manera satisfactoria esta doble función fue lo que sustentó la expansión de la
escuela pública.
En los fundamentos del proyecto pedagógico argentino, formulado a mediados del siglo XIX tomando como
principal modelo a la escuela pública francesa, se encontraba la creencia optimista acerca de que el
desarrollo social se logra a través de cambios en la mentalidad de cada persona, y en esta transformación
la escuela juega un papel fundamental. Este principio estuvo en el centro de los discursos y debates de
Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. Mientras para el primero la inmigración, los
ferrocarriles y las leyes eran instituciones socializadoras1 mucho más eficientes que la escuela pública, para
Sarmiento, que hacía hincapié en la dimensión política de la ciudadanía, la educación era un instrumento
estatal imprescindible para la solución del problema de las luchas internas y de la “tendencia del gaucho
nativo a la disolución social” (citado por Tedesco, 2003).
Esta última posición terminó predominando en las creencias laicas que sostuvieron el sistema educativo
nacional desde fines del siglo XIX. El programa de la naciente escuela secundaria se basaba en la
transmisión de los valores de “la razón y el progreso”, a través de la vocación docente, hacia los
individuos/ciudadanos –en principio, de la elite y, poco a poco, del resto de la sociedad. Los planes de
estudio de 1884 establecía la escuela única (no diferenciada por especialidades), mantenía el latín como
materia y acentuaba el predomino de las disciplinas humanísticas sobre las científicas (Tedesco, 2003). Se
priorizaba, entonces, la preparación para seguir estudios superiores, a partir de una base humanística.
De esta manera, uno de los núcleos sobre el que se constituyó y legitimó el sistema educativo hasta la
actualidad fue el corte entre el mundo escolar y el mundo social. Este corte con el mundo social se basó en
los siguientes ejes fundamentales:
- La diferenciación entre alumno y niño/adolescente/joven: la escuela se dirigía únicamente al
alumno, es decir, a la parte de la razón de la que todos disponen, desconfiando de todo lo que es
privado, afectivo y utilitario –la familia, la economía, el cuerpo–. El niño y el adolescente tenían que
dejar su niñez y adolescencia en la puerta de la escuela.
- La autonomía de la cultura escolar: la escuela desconfiaba de la cultura del trabajo. La jerarquía de
los valores escolares era únicamente escolar: colocaba en la cima las enseñanzas más abstractas y
las que proporcionaban la menor “utilidad” en lo inmediato.
Desde mediados de la década de 1970, la profundización en nuestro país de los procesos de desigualdad
social y de crisis socioeconómica, junto a políticas educativas contradictorias, a la masificación y
fragmentación del sistema educativo y a la diversificación de las subculturas juveniles2, vienen impactando
en el modelo tradicional de la escuela. Estos factores no provocan solo una “crisis” de las instituciones
encargadas de la socialización (familia, escuela), sino una nueva modalidad de vinculación entre valores,
normas e individuos, es decir, una nueva forma de socialización (Dubet, 2006; Tiramonti, 2004).
Fragmentación del sistema educativo
En este marco, como desarrollamos en la próxima sección, si bien la escuela sigue siendo para muchos
jóvenes –y en el caso del nivel medio, en forma creciente– la única institución pública con la cual se
vinculan cotidianamente, hoy se encuentra atravesada por los fenómenos de fragmentación, crisis de
legitimidad3 y por la multiplicación de demandas sociales y políticas, muchas veces contradictorias. La
demanda de intervenciones asistenciales (becas, comedor, gestión de programas sociales, contención
psicológica), así como el avance de las tecnologías, implican para las instituciones escolares nuevas
exigencias de una rápida adaptación a las transformaciones económicas y sociales.
En este sentido, Guillermina Tiramonti (2008) cuestiona la noción de segmento o circuito educativo, sobre
la que habían trabajado las teorías críticas de sociología de la educación hasta fines de la década de 1960.
La escuela provee hoy identidades fragmentadas entre los distintos grupos socio-económicos y
territoriales, con muy escasos elementos que integren al sistema educativo como totalidad. Utilizando la
noción de fragmento, la autora señala que cada espacio escolar se encuentra auto-referido y produce
subjetividades distintas y no integradas.
La escuela tiene ahora alumnados heterogéneos y ya no le bastan los objetivos y las normas de antaño para
conseguir cumplir su cometido con los educandos. En las últimas décadas las subculturas y las experiencias
juveniles, durante mucho tiempo mantenidas fuera de los muros de la escuela, irrumpieron en la misma
con sus modelos, conflictos y preocupaciones. Las nuevas pautas de socialización juvenil (los espacios
recreativos, los lugares de encuentro entre pares, las nuevas tecnologías, entre otros) hacen evidente, por
contraposición, la pérdida de importancia de la cultura escolar clásica: el predominio de la lectura, la
valorización del conocimiento y del trabajo sistemático, la postergación de satisfacciones y la valorización
del pasado como patrimonio que se ha de transmitir y del futuro como proyecto para el cual es preciso
formarse. La educación no garantiza ahora a los jóvenes una integración con perspectivas de movilidad
social ni tampoco facilita el acceso a lo valorado por las subculturas juveniles dominantes (Tenti Fanfani,
2000).
Una de las cuestiones que ha surgido en la escuela en las últimas décadas, vivida por los docentes como un
problema para el cual no tienen herramientas que les permitan encararlo, es el tema del consumo de
drogas. Movidos por la dificultad para comprender conductas de los jóvenes que les parecen muy alejadas
de lo que fue su propia juventud, muchos docentes se acercan al tema del uso de drogas cargados de
prejuicios, lo que provoca un distanciamiento aún mayor con los alumnos. Frente a esto, como plantea el
educador español Amando Vega (1984) es necesario tener en cuenta que el docente no tiene por qué ser
un especialista en el tema, sino simplemente un educador que no desconoce su realidad. Pero ¿qué
significa no desconocer la realidad? En primera instancia, aceptar y respetar la diversidad y la necesidad de
volver a construir acuerdos que permitan recuperar la experiencia de la comunidad educativa.
Como se expresa en el documento El lugar de los adultos frente a los niños y los jóvenes, del Ministerio de
Educación de la Nación (2007), "el consenso así construido conlleva el compromiso de aceptar una decisión
tomada por quienes participaron del mismo aunque ésta no represente exactamente lo que
individualmente cada uno quería." (pág. 9).
La condición juvenil hoy: principales dimensiones socioeconómicas y culturales
La definición clásica de juventud surge de su oposición a la caracterización del sujeto adulto como un
individuo racional que constituye su propia vida y la de su familia independizándose de su origen familiar,
que se autosustenta y que ha logrado exitosamente, después de formarse para ello, una inserción laboral.
En este marco, la juventud es definida como:
Ese período de mora en el cual cierto segmento de la población llegado a la madurez sexual, a su plena
capacidad biológica para reproducirse, no termina de consumarse como un adulto y se encuentra a la
espera de adquirir los atributos que lo identifiquen como tal (Urresti, 2000: 21).
Como sintetiza la antropóloga argentina Mariana Chaves (2005; 2006), las concepciones sobre la juventud
en América latina están signadas por “el gran NO”:
a) la juventud es negada: desde el punto de vista legal se le niega existencia como sujeto acabado, por el
contrario, es concebida como un estado de transición, incompleto (no se es ni niño ni adulto);
b) es negativizada, en el sentido de que se evalúan negativamente sus prácticas y se la concibe como
juventud problema, joven desviado, ser rebelde, delincuente, drogadicto, etc., lo que conlleva actitudes y
conductas represivas.
Estas concepciones sobre la juventud, muchas veces vehiculizadas por los medios masivos, tienen
presencia en algunos de los discursos y prácticas de los agentes escolares en torno a los jóvenes.
Por otra parte, desde la década de 1960 hasta la actualidad una serie de profundas transformaciones
económico-sociales y culturales generan importantes cambios en la condición juvenil y sus vinculaciones
con las instituciones educativas. Estas transformaciones son:
- Mayor acceso y permanencia en el sistema educativo de los alumnos
- Trayectorias educativas y laborales frágiles y fragmentadas
- Desencuentros entre las experiencias juveniles y la cultura escolar
Mayor acceso y permanencia en el sistema educativo de los alumnos
El crecimiento de los niveles de escolarización de los niños y adolescentes de América latina es un proceso
que viene desplegándose desde principios del siglo XX. En Argentina su máxima expresión fue la
masificación de la escuela secundaria y la gran expansión de la matrícula en el nivel superior. La actual
generación de jóvenes cuenta con niveles de acreditación educativa superiores a las anteriores,
permaneciendo por períodos más prolongados en el sistema educativo formal. Sin embargo, a pesar de
que en los últimos años siguió creciendo la proporción de jóvenes que atraviesan la escuela secundaria
entre los 13 y 19 años, también aumentaron los índices de repitencia y abandono escolar en dicha franja
etaria (Miranda, 2007).
Trayectorias educativas y laborales frágiles y fragmentadas
Diversos estudios sobre el sistema educativo argentino señalan que el proceso de masificación escolar
estuvo marcado por la heterogeneidad y la desigualdad. Los datos de la estadística educativa y de pobreza
territorial muestran importantes niveles de desigualdad de la oferta educativa entre las regiones que
ocupan posiciones centrales en el sistema económico y las que quedaron en posiciones marginales con
respecto al mismo. Se observan mayores niveles de retraso escolar (sobre-edad) entre los estudiantes que
habitan en zonas con mayor proporción de hogares con necesidades básicas insatisfechas (NBI). De esta
manera, la masificación del sistema educativo se traduce, en muchas ocasiones, en una inclusión de los
jóvenes en fragmentos diferentes del sistema, con diferentes niveles de calidad educativa,
reproduciéndose así en la escuela secundaria la desigualdad social (Miranda, 2007).
A partir del análisis de experiencias escolares de jóvenes de barrios periféricos del Gran Buenos Aires que
participaron en delitos contra la propiedad con utilización de la violencia, el sociólogo Gabriel Kessler
(2004) formula la categoría de escolaridad de baja intensidad. Con la misma hace referencia al
desenganche del currículum escolar por parte de estos jóvenes que, si bien figuran en los registros
institucionales, no participan de las actividades pedagógicas dispuestas por sus profesores. Para ellos, la
condición de estudiante se alterna con la de trabajador, participando en alguna ocupación temporal en el
sector informal de la economía o con la de delincuente ocasional, participando en algún delito “amateur”.
Como consecuencia, para la mayoría de los jóvenes en situaciones de pobreza, (...) los obstáculos objetivos
(dificultades económicas de la familia y escasez de oferta, etc.) y subjetivos (desinterés, apatía, baja
motivación, etc.) para continuar la carrera escolar determinan una inserción temprana y defectuosa en el
mercado de trabajo. A su vez, la educación deficiente será un lastre cuyo peso se hará sentir durante toda
la trayectoria laboral de estos individuos (Tenti Fanfani, 1998: 38).
Desencuentros entre las experiencias juveniles y la cultura escolar
Actualmente las culturas juveniles valoran aspectos que son en general ajenos a lo que se intenta
transmitir en la escuela. Así, confieren importancia al cuerpo, a la música, a las imágenes más que al
lenguaje verbal como forma de transmisión de contenidos, a la utilización de las nuevas tecnologías, a sus
espacios de sociabilidad4, a la afectividad contrapuesta a la razón como dimensión fundamental de las
relaciones sociales. Por otra parte, se ha producido un cambio en el sentido de la temporalidad, con un
predominio del presente como dimensión dominante que se impone frente a la consideración del pasado y
del futuro.
En la medida en que la escuela no ha asimilado estos cambios, se ha producido un progresivo alejamiento
entre ella y las experiencias sociales juveniles. Por ende, la pérdida de predicamento de la escuela sobre los
estudiantes radica, en gran medida, en la crisis de sentido que afecta a la institución educativa en el actual
contexto histórico-social, en el que ha perdido su lugar estratégico como parte del gran articulador social
en el eje trabajo-estudio y como espacio de construcción de las identidades juveniles (Urresti, 2008).
Los usos de los distintos tipos de drogas atraviesan muchas de las citadas experiencias de sociabilidad de
los jóvenes, lo que las hace en la mayoría de los casos difíciles de aceptar y entender por los adultos. Sin
embargo, es necesario hilar más fino y diferenciar, como vimos en el módulo 1, el consumo esporádico, el
frecuente, el habitual y la adicción, así como las circunstancias en que se produce el consumo. No censurar
a los jóvenes, abrir el diálogo con ellos, pero marcarles límites es el desafío del rol que los adultos deberían
poder desempeñar en relación con los jóvenes que asumen los riesgos de consumir drogas.
La antropóloga mexicana Rossana Reguillo (2004) afirma que frente a la pérdida de predicamento de las
instituciones tradicionales con respecto a los jóvenes surgieron dos modos (hegemónicos) de abordar esa
ruptura:
a) Por un lado, continuando con el mandato clásico de socializar a los jóvenes a través de la escuela y el
trabajo, se postula que los jóvenes deben incorporarse a dichas instituciones “a como dé lugar” o sea,
“como puedan”. De esta manera se ocultan los conflictos que pueden surgir del encuentro entre estas
concepciones del mundo diferentes, si no opuestas, y el hecho de que las valoraciones tradicionales se
intenten imponer a los sujetos, desoyendo sus aspiraciones y deseos.
b) Otra postura –que muchas veces se complementa con la anterior–, se basa en una visión del sujeto
joven como alguien centrado en el placer, con experiencias nómades y cambiantes según las “tribus”5 a las
que adhieran y cuyas prácticas no parecerían tener otra razón de ser que “la perpetuación indefinida del
goce” (Reguillo, 2004: 51).
Ambas posturas no contribuyen a pensar cómo los jóvenes podrían insertarse participativamente, con sus
intereses y sus críticas, en la institución escolar. Abrir el juego para que esto pueda darse es
responsabilidad de los docentes y especialmente de las autoridades escolares. Y en esta tarea no existen
las recetas, sino que se trata del trabajo de cada docente según su comunidad, sus alumnos, su contexto
social…
Los discursos de los adultos en la escuela en torno a los jóvenes Chaves (2005) afirma que por lo general lo
que los adultos piensan en torno a los jóvenes en el contexto escolar se basa en cinco grandes
concepciones:
- Concepción naturalista: define a la juventud como una fase natural en la evolución de los
individuos. Por ende, las características de la misma estarían determinadas por las dimensiones
biológicas de los seres humanos. Esta concepción se legitima, actualiza y transmite desde los
saberes científicos y, especialmente, desde el modelo biomédico hegemónico o predominante en el
campo de la salud.
- Concepción psicologista: complementaria de la anterior, en ella se define a la juventud como un
momento de confusión, de crisis, que será superado en el proceso de maduración y constitución de
la personalidad. De aquí proviene la significación del adolescente como aquél que adolece de algo;
la juventud está asociada así con dolencia, carencia y sufrimiento.
- Concepción de la patología social: la juventud es el sector de la sociedad más vulnerable a las
enfermedades. El joven es visto como expresión de las consecuencias negativas de los cambios
sociales (socioeconómicos, familiares, culturales, etc.). Esta concepción constituye una mirada
negativa, fuertemente asociada a diversos problemas y/o patologías sociales: alcoholismo, sida,
drogas, embarazo adolescente, violencia, y está plagada de términos médicos, psicológicos, legales
y/o sociológicos, tanto en torno a los diagnósticos de las patologías como a los diversos tipos de
estrategias para su tratamiento, prevención, control y/o contención.
- Concepción del pánico moral: reproducida sistemáticamente por los medios masivos de
comunicación, esta concepción se basa en una fuerte asociación entre los jóvenes y los miedos
sociales. El joven “desviado” y/o peligroso cumple en un determinado momento en la sociedad el
rol de chivo expiatorio o enemigo interno. Se suele seguir una secuencia típica: a) en primer lugar,
se presenta un evento dramático (por ejemplo, episodios graves de violencia o de consumo de
drogas de estudiantes), que genera inquietud en la población; b) a partir de esto se desarrolla una
campaña de censura moral en la que se culpabiliza a los jóvenes, sin analizar las situaciones en su
complejidad; c) se implementan acciones de mayor represión (ligadas a lo que se ha denominado
“tolerancia cero”)6.
- Concepción sociologista: coincide con la de la patología social en presentar al joven como víctima de
las condiciones sociales: de la globalización, del posmodernismo, de los medios de comunicación, de
las instituciones familiares y escolares que no funcionan, de los malos profesores, etc. Si bien esta
concepción busca alejarse de la estigmatización de los individuos desviados o peligrosos, coincide
con la anterior en negarle a los jóvenes la posibilidad de ser sujetos sociales creadores. Por ende, no
se piensa que pueden construir otros caminos que los impuestos por los determinantes familiares,
socioeconómicos, culturales, espaciales, escolares, etc.
De esta manera, se conciben negativamente las prácticas de los jóvenes, asociándolas fundamentalmente a
las violencias, transgresiones y/o riesgos sociales –drogas, delito, infecciones de transmisión sexual (ITS),
VIH/sida, etc. Al abordar la problemática del consumo de drogas los medios de comunicación masiva
contribuyen a reproducir estas concepciones, especialmente en cuanto a la asociación delito-consumo de
drogas. Las drogas aparecen así como un elemento central en torno al cual giran la decadencia y la
desintegración social, lo que oculta el análisis de las causas que llevan a esas condiciones.
La percepción de una profunda brecha entre el mundo de los adolescentes, que es visto como no reflexivo,
incivilizado, violento y el de los adultos, visto como reflexivo, civilizado, genera en algunos docentes y
directivos sensaciones de una creciente incapacidad para ejercer el rol para el cual fueron formados. Esto
los enfrenta a la crisis de la autoridad y de la institución escolar, lo que a su vez profundiza sus
sentimientos de malestar y estrés laboral.
Las consecuencias de estos fenómenos en la práctica pedagógica –desgano, dificultades para controlar las
propias reacciones y establecer una comunicación con estudiantes y pares– retroalimentan en un círculo
vicioso las sensaciones de malestar de los docentes y las situaciones de conflictividad en la escuela.
Las transformaciones de la experiencia escolar
Malestar docente y experiencias juveniles escolares
Para muchos docentes la mayoría de los problemas vividos en la escuela se originan en una profunda crisis
de autoridad, generada principalmente por el progresivo alejamiento de la escuela de sus objetivos
institucionales tradicionales.
Las percepciones de los agentes escolares en torno a la generalización de episodios de violencias y/o
transgresiones de los alumnos, al creciente malestar generado por la imposibilidad de ejercer sus roles y,
en general, a la crisis total de la escuela pública, tienen como uno de sus fundamentos principales la
sensación de que los estudiantes, sus familias e, incluso, muchos de los agentes escolares ya no creen en
las normas, saberes y símbolos que otorgaban legitimidad a la institución escolar.
En una investigación acerca de los factores que inciden en el estrés laboral docente (Kornblit y Mendes Diz,
1993), casi todos los profesores entrevistados señalaron como uno de los factores del contexto más
estresantes “la desvalorización de la profesión docente” y algunos mencionaron “la inadecuación de la
educación a la realidad actual”. Asimismo, según un estudio reciente (Kornblit, Mendes Diz y Di Leo, 2005),
los factores del escenario laboral señalados como más estresantes fueron las relaciones interpersonales
con los alumnos (determinadas por la falta de interés en el estudio, el ausentismo, la indisciplina, entre
otros).
Podemos agregar a esta lista la preocupación por ciertas prácticas de los alumnos como el uso de drogas,
tanto en el escenario escolar como fuera de él.
Violencias y crisis de la autoridad escolar
La crisis de la escuela como institución socializadora se manifiesta cotidianamente en disrupciones,
transgresiones y diversos tipos de incivilidades7 mediante las cuales los jóvenes revelan la pérdida de
sentido para ellos de su experiencia escolar. Los estudiantes explicitan cotidianamente esta falta de sentido
mediante diversos modos de impugnación de la autoridad, entre las cuales el antropólogo argentino
Gabriel Noel (2009) identifica tres grandes tipos:
- Impugnación personal: consiste en una recusación basada en la imputación de que la persona que
reclama autoridad carece de determinadas características personales que lo avalen para el
desempeño de su rol.
- Impugnación posicional: consiste en rehusar el cumplimiento de lo que se demanda por la
afirmación de que la persona que reclama autoridad se extralimita en sus funciones.
- Acusación de autoritarismo: consiste en negar el consentimiento a lo que es formulado por los
docentes por razones morales, haciendo equivaler automáticamente cualquier reclamo de
autoridad a alguna forma de autoritarismo y declararlo, por ende, moralmente condenable.
En las experiencias escolares de los jóvenes tienen una gran importancia diversas prácticas cotidianas de
los docentes y directivos que los estudiantes identifican como injustas, autoritarias y/o de falta de respeto
hacia ellos. Estas percepciones del menosprecio de los docentes movilizan a los estudiantes hacia una
verdadera lucha por el reconocimiento, es decir, los fuerzan a intentar que se los valore por lo que son e
intentan ser. Esta lucha, a su vez, puede analizarse desde dos dimensiones: a) una dimensión dirigida al
rechazo de la autoridad escolar, y b) una dimensión positiva, en la que se entienden estas manifestaciones
como el deseo de los estudiantes de ser reconocidos como personas con derechos. Las reacciones –muchas
veces violentas– y las demandas de los estudiantes –no siempre articuladas verbalmente– frente a lo que
perciben como experiencias de injusticia, autoritarismo y/o falta de respeto, pueden entenderse, en parte,
como expresiones de sus luchas por ser reconocidos como sujetos. Los jóvenes viven las diversas formas de
ausencia y/o falta de interés de los adultos en la institución escolar como verdaderas manifestaciones de
desprecio:
(...) en un momento en el cual la subjetividad está tan fuertemente valorizada, muchos alumnos no tienen
el sentimiento de ser reconocidos en sus aprendizajes escolares. Se sienten ignorados por la escuela,
tienen el sentimiento de que su sensibilidad y su inteligencia no son ni movilizadas ni aceptadas por parte
de la escuela. Muchos se instalan en una dualidad oponiendo el mundo de la escuela al mundo de la
juventud, el mundo de los aprendizajes al mundo de la vida. Desde su punto de vista, la escuela los ignora y
los desprecia, aun cuando los docentes no manifiesten ningún desprecio explícito (Dubet y Martuccelli,
2000: 264).
En el mismo sentido Rafael Gagliano (2005) afirma:
Muchas adolescencias en la Argentina de hoy sencillamente no son reconocidas y los jóvenes atraviesan
vidas devaluadas porque nadie los ve, nadie los inscribe y les hace pertenecer a un nosotros diverso y
plural (…) la adolescencia es un sistema complejo de adioses, de dolorosas despedidas (…) los adolescentes
recorren angustiantes corredores de un laberinto en el que, muchas veces, están absolutamente solos (…)
un adiós que conoce, una despedida fundada en el conocimiento, sólo es posible cuando aquel/aquello de
quien nos separamos fue en su momento bienvenido.8
Las investigadoras argentinas Duschatzky y Corea (2002) afirman que los fenómenos de las violencias
escolares deben entenderse en el marco del proceso de declive de las instituciones familiares y educativas
en tiempos de fragmentación social. Estas instituciones pierden su poder de formación en relación con los
jóvenes, para los que las experiencias en las que adquieren mayor protagonismo son los encuentros en
espacios de sociabilidad juvenil, el choreo (robo), el consumo, el faneo (drogarse), etc. De esta manera, la
sociabilidad entre pares surge como una alternativa más poderosa que las instituciones tradicionales
(familia y escuela) en relación con la construcción de la identidad.
A la par que los estudiantes denuncian el alejamiento de la institución escolar con respecto a sus intereses
y cuestionan la autoridad escolar y sus dispositivos de control y disciplinamiento, demandan
simultáneamente a la escuela la generación de espacios que propicien diversas formas de participación,
reflexión y expresión. De esta manera, la experiencia social escolar juvenil se expresa cotidianamente en
una tensión entre el desencantamiento –que finalmente lleva al abandono escolar– y la disputa por la
reconstrucción de nuevos sentidos, vínculos y escenarios que propicien el reconocimiento de sus intereses
y aspiraciones.
Según el psicoanalista argentino Bruno Bulacio (1988), el uso de drogas en el ámbito de la escuela o en sus
cercanías por parte de los estudiantes debe entenderse como un intento de mostrar lo que “permanece
muy seriamente impedido”, una situación personal que se manifiesta en una institución “deficitaria”, en la
que algo está obstaculizando el buen funcionamiento institucional. Según las educadoras argentinas M.
Beer, C. Costanzo y E. Vinelli (1990: 111):
Parafraseando a B. Bulacio (1988), entrar a una estructura institucional para modificar sus pautas es tarea
muy difícil y compleja, pero habremos avanzado más decididamente en la medida que logremos introducir
en ella un lugar de ‘escucha’, y podamos preguntarnos por ejemplo: ¿qué está sosteniendo este hecho
dentro de la institución? ¿qué se le está diciendo a la institución?
Podemos preguntarnos en consecuencia, ¿cuál es el mensaje implícito en conductas de los alumnos como
el consumo de drogas, dentro y fuera de la escuela? ¿Se trata de un pedido de ayuda o de una forma de
rechazo a lo que significa la escolaridad? Probablemente ambas cosas, pero lo importante es entender esas
conductas como un quiebre en la relación entre jóvenes y adultos que es urgente encarar.
Climas sociales escolares
El concepto de clima social escolar puede definirse como el conjunto de características psicosociales de una
escuela que le confieren un estilo particular, el cual condiciona los procesos educativos. Lo que define el
clima social de una institución es: a) la percepción que tienen los sujetos (docentes-directivos-preceptores-
alumnos) acerca de las relaciones interpersonales que establecen en el contexto escolar (a nivel del aula o
de toda la escuela) y b) el contexto o marco en el cual estas interacciones se dan.
El clima escolar o clima social escolar puede ser estudiado a nivel de la escuela en su conjunto o a nivel de
lo que ocurre en algún «microespacio» al interior de la institución, especialmente el aula.
Tomar en cuenta el tipo de clima social de la escuela y del aula es fundamental a la hora de pensar cómo la
experiencia escolar puede vincularse con el consumo de sustancias o con otras conductas de riesgo. Así,
todo el ámbito de la escuela puede constituirse como un “factor protector” o como un “factor de riesgo”
en relación con la adopción de ese tipo de conductas. Si bien pueden convivir en una misma institución
varios climas sociales escolares, podemos caracterizar dos grandes tipos ideales (que nunca se manera
pura):
a) Clima social negativo: tiene que ver con un bajo nivel de participación, relaciones distantes y faltas de
cooperación, predominio de tareas rutinarias y falta de claridad en los objetivos escolares, así como
falencias en la organización de la escuela, ya sea por falta de aplicación de las normas o por exceso de
control. Según los resultados de una reciente investigación realizada en escuelas secundarias de todo el
país (Kornblit, 2008), entre los aspectos del clima social escolar, es especialmente el grado de autoritarismo
de los docentes –tal como es percibido por los alumnos– la variable que más incide en la adopción por
parte de estos últimos de conductas contestarias, entre las que podemos incluir el uso de drogas.
b) En cambio, si la escuela representa un continente para la conflictiva juvenil y los estudiantes perciben
que la interacción con los docentes y las autoridades es positiva, estaremos en presencia de un clima social
favorable, cuyos indicadores son: alto nivel de participación juvenil en las actividades de aprendizaje y
extracurriculares, normas claras y continuidad en su aplicación, con márgenes posibles para la innovación y
objetivos claros para todos los actores del sistema escolar.
Si bien no pueden establecerse relaciones causales directas entre clima social escolar y la adopción de
conductas de riesgo, sí puede decirse que los climas sociales favorables, donde se propicia el diálogo, se
abren canales de comunicación, se valora el esfuerzo del alumno, se minimizan las prácticas autoritarias y
se desarrollan prácticas pedagógicas que facilitan la integración y participación de los alumnos, disminuyen
considerablemente la atracción de los jóvenes por escenarios y prácticas de riesgo.

Notas
1 Se consideran instituciones socializadoras a aquéllas, como la familia y la escuela, que proveen a las
personas de las experiencias interpersonales significativas a través de las cuales van adquiriendo los
valores, las actitudes y las habilidades necesarias para lograr su integración a la comunidad.
2 Se denominan culturas o subculturas juveniles al conjunto de valores, creencias y prácticas compartidas
por un grupo de jóvenes, que implican una determinada visión del mundo, una cierta estética y el gusto por
determinados géneros musicales, en base a los cuales toman distancia del mundo adulto y constituyen
espacios de encuentro en los cuales comparten intereses e inquietudes.
3 La expresión “crisis de legitimidad” se refiere a una situación en la que los actores sociales cuestionan
más o menos radicalmente la validez de un sistema político. Por extensión, se suele aplicar también dicha
expresión a una situación en la que se cuestionan los basamentos, normas y valores de una institución, en
este caso la escuela.
4 Georg Simmel define a la sociabilidad como “la forma lúdica de la socialización” (2002: 82), es decir, una
forma de establecer relaciones sociales sin otra finalidad que el encuentro con los otros.
5 La expresión “tribus urbanas” fue utilizada por primera vez en 1990 por el sociólogo francés Michel
Maffesoli (1990) en un libro titulado El tiempo de las tribus, para referirse a los grupos de jóvenes que se
forman en las grandes ciudades compartiendo una determinada estética que los diferencia de otros y para
los que el grupo opera como una comunidad emocional.
6 La “tolerancia cero” fue una política adoptada por el alcalde R. Giuliani en la ciudad de Nueva York entre
1990 y 1997, para ejercer un control estricto sobre los delitos considerados “menores”, bajo el supuesto de
que el control de este tipo de delitos conlleva también una importante reducción en el número de actos
delictivos más graves. Se trata de una ideología sobre el delito que tiene como objetivo demostrar que los
índices delictivos pueden ser reducidos más allá de la influencia que tengan sobre ellos los factores
estructurales como la pobreza y el desempleo.
7 El término incivilidades se usa en los trabajos sobre violencia en el ámbito escolar para referirse a las
infracciones a las reglas de convivencia (por ejemplo las groserías, palabras ofensivas, etc., que constituyen
ataques cotidianos al derecho a ser respetado). Estas conductas son la principal fuente de quejas de los
docentes y ello da cuenta de un nivel de malestar que es importante tomar en cuenta tanto por sí mismo
como por su posibilidad de convertirse en fuente de episodios graves de violencia.
8 Citado en Aportes de la tutoría a la convivencia en la escuela. Coordinación de Programas para la
Construcción de Ciudadanía en las Escuelas. Ministerio de Educación, 2009.

Wainerman, Catalina (compiladora); Vivir en familia, 1994 Buenos Aires, UNICEF/Losada. Educación y
Construcción de identidad nacional. Un desafío de reconstrucción conceptual

A modo de introducción
Teniendo en cuenta la amplitud del concepto educación, como actividad humana por excelencia, me
pareció interesante partir de su división en dos dimensiones temporales; porque si bien la educación
siempre tuvo dimensión de futuro, no debemos olvidar que es una cuestión del presente. Esto quiere decir
que la educación forma sujetos hoy para que desarrollen cualidades (adquiridas) en un mañana. Por otro
lado, la educación tiene una presencia histórica, afectada por vaivenes en diversos ámbitos, de los que se
destaca el rol del Estado.
Con la aparición del Estado Moderno surge la escuela de masas como brazo del estado con el fin de formar
ciudadanos. El Estado tenía un carácter regulador que le daba las herramientas para estandarizar un
modelo de que le permitiese homogeneizar a los individuos a partir de la razón, que era considerada una
forma de explicación absoluta. Esta cualidad influyó en el proyecto educativo nacional, que formaba
sujetos cartesianos (poseedores de razón) obligándolos a someter lo propio, a dejar la cultura en la puerta
de las escuelas, haciendo “tabula rasa del pasado” para la conformación de una identidad homogénea
nacional.
A partir de la crisis de la modernidad, la Economía sobrepasa al Estado. De este modo, el Estado pierde su
carácter regulador, se desdibuja su figura y el ámbito privado toma protagonismo por sobre lo público. Esto
se traslada al ámbito educativo porque al ser “la escuela (...) el lugar donde los saberes se hacen públicos,
es también en ella donde se sintomatiza la crisis”.
La crisis de lo público en la educación hace que la universalidad del conocimiento se vea condicionada y
derive gradualmente en una inequidad educativa que, actualmente, constituye uno de los mayores
exponentes de la crisis educativa.
Para entender el concepto actual de equidad, Silvina Gvirtz lo diferencia de la idea moderna de “igualdad
de oportunidades”. Explica que la preocupación de antes era “dar a todos lo mismo”, en cambio “hoy
preferimos hablar de equidad: [porque] para que todos puedan saber lo mismo, no se les puede dar a
todos lo mismo”. Contextualizando esta concepción, podemos establecer una relación con la idea de
sujeto: entender que todos deben saber lo mismo, es considerar que todos los sujetos son iguales como si
no existiesen particularidades. Hoy, no encontramos un denominador común de sujeto ni podríamos
considerar imponerlo, porque las diversidades presentes marcan la importancia de las particularidades, y
es por este motivo que ese “dar a todos lo mismo” no puede seguir vigente.
Otro quiebre importante se produce al comprenderse que por medio de la razón no se puede explicar
todo: la razón no es absoluta. De este modo se desmitifica la idea del sujeto cartesiano. En el mundo
contemporáneo, “quien conoce no es ya (...) una “función de la razón”, educada para construir desde lo
dado, sino que es sujeto ampliado, educado para imaginar posibles”.
Frente a esta nueva posibilidad de “imaginar posibles” se pone en tela de juicio qué es la identidad
nacional. En tiempos modernos la educación formaba identidades homogéneas, nacionales, pero desde el
momento en que se pierde el carácter masivo de la educación cabe preguntarse, entonces, ¿qué clase de
identidades forma? o, en su defecto, ¿continúa formando identidades?
En este contexto de cambio es importante repensar no sólo el rol sino también el concepto de identidad
que, cuando suponía ser algo permanente en sentido prácticamente eterno (ahistórico), ahora resulta
implicar no sólo permanencia sino también cambio.
Este factor cambio no sólo rompe con la eternidad que suponía la ahistoricidad de la palabra identidad
durante la modernidad, sino que también nos obliga a preguntarnos cuál es el lugar del concepto identidad
en la educación dentro de este nuevo contexto. Considero que en este punto reside la problemática
central de la educación en el siglo XXI: querer entender un concepto homogeneizador de identidad en un
contexto cambiante contemporáneo.
Acerca de una posible respuesta
Con la idea anterior se plantea que el concepto de identidad que tenemos ya no nos sirve porque no se
adapta al contexto en el que vivimos. Por lo tanto, una forma de solucionar este problema es mediante la
reconstrucción del concepto de identidad.
Una nueva concepción de identidad debe considerar aspectos pasados pero también adaptarse a lo nuevo,
ser flexible a los cambios presentes. No podemos pensar en un concepto unificador porque esa es,
justamente, la mayor falencia histórica que implica la exclusión y consecuente negación del otro.
La mirada del otro
La noción de capital cultural que desarrolla Bourdieu explica que cada uno de nosotros “portamos una
cultura de origen (...) regida por valores”. Desde la crisis de la modernidad, se acentuaron cada vez más las
diferencias entre los sujetos. Retomando una idea planteada anteriormente, se puede afirmar que no
existe una única idea de sujeto sino varias y que, por cierto, son muy diversas. Paralelamente, cada vez son
más las culturas de origen.
Esta pluralidad plantea otro interrogante importante presente en el siglo XXI que tiene estrecha relación
con la formación de la identidad nacional: ¿cómo conformar identidades frente a las diversidades
presentes? (…)
Ideas finales
Para finalizar, quisiera retomar brevemente cada una de las ideas presentes en el informe citando autores
que amplían cada concepto y, luego, sintetizar todas las ideas para concluir con la finalidad del trabajo.
En primer lugar, la problemática de la construcción de la identidad, implica en la actualidad la necesidad de
cambiar el fin unificar de la modernidad por aglutinar para redefinir la idea de identidad en sentimiento de
pertenencia. Esta idea se adapta a la diversidad presente, revalorizando al otro como parte constitutiva
del todo social, de modo tal que las diferencias no sean sólo lo diverso sino también lo enriquecedor de lo
propio. Porque para combatir la inequidad debemos empezar, como explican Dussel y Southwell,
pensándola como “una igualdad que habilita y valora las diferencias que cada uno porta como ser humano,
sin por eso convalidar la desigualdad y la injusticia”.
(…) Frente a la pluralidad actual debemos tener en claro que, como explica Cullen, “reconocer la diferencia
(...) no implica renunciar a la unidad” y que, por otro lado, la mirada del otro es fundamental para nuestro
“eterno” desarrollo. Entonces es apropiado pensar que, como condición mínima de convivencia, debemos
respetar las diferencias.
(…)En síntesis, debemos otorgarle a la identidad un fin que aglutine y genere sentimientos de pertenencia a
su vez garantizados por la educación de valores, que permitan esfumar los límites marcados entre quienes
reciben una educación de calidad y quienes no.
(…)Finalmente, quisiera aclarar que todas estas ideas pueden perder su sentido si no se tiene en cuenta
una actitud fundamental que valore a la educación como base primordial de la formación de cada sujeto.
Porque la educación, en el ámbito social, no sólo tiene un poder formador sino también transformador.
Me gustaría cerrar el informe con una frase de Oliver Goldsmith que encierra varios conceptos detallados a
lo largo del informe. “Educar no es fabricar adultos según un modelo, sino liberar en cada hombre lo que
le impide ser él mismo y permitirle realizarse según su genio singular”. Si sumamos a esta frase el
compromiso social de la educación que supone el respeto a los valores compartidos y controvertidos,
entonces obtenemos un concepto integral que permitirá comprender claramente qué conlleva educar.

Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación; Las condiciones de enseñanza en contextos


críticos; Parte 1: Enseñar en la escuela hoy; Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación;
Buenos Aires; 2006.
Enseñar en contextos complejos, difíciles, desfavorables, críticos... Estos términos dan cuenta de las
diferentes formas en que nombramos las condiciones actuales en las que, como educadores, nos toca
llevar adelante la transmisión de un universo simbólico y cultural a las nuevas generaciones.
¿De qué hablamos cuando decimos que hoy los educadores se enfrentan al desafío de educar en contextos
críticos? ¿Cuáles son estos contextos? ¿Cómo se visualizan actualmente? ¿Qué tiene de complejo nuestro
presente? ¿Dónde radica su dificultad?
La complejidad de este tiempo quizás radique, sobre todo, en la densa trama de múltiples y variadas
transformaciones sociales, políticas, culturales y económicas que desde hace tres décadas se vienen
sucediendo en todo el mundo, y que han asumido en los distintos países latinoamericanos rasgos
particulares.
Así pues, las sociedades actuales se enfrentan con viejos y nuevos problemas que, por supuesto, no afectan
del mismo modo a todos los países y regiones. Estos problemas involucran, entre otras cuestiones, la
profundización de la inequidad en la distribución de la riqueza, el debilitamiento de los estados nacionales
en la regulación del orden social, la reconfiguración de las jerarquías y relaciones de poder entre los países
centrales y los periféricos, dramáticos cambios en el mundo del trabajo que trajeron consigo la disolución
de las protecciones sociales para un amplio conjunto de la población y, junto con ello, un aumento de
grandes porcentajes de desempleados, la agudización de la pobreza y de la brecha entre pobres y ricos. En
otras palabras, se trata de la acentuación de procesos de fragmentación social que se evidencian en el
arrojamiento de grandes sectores de la población a situaciones extremas de exclusión y vulnerabilidad
social.
En estas condiciones de desigualdad social, los sujetos se encuentran ante la urgencia de organizar sus
vidas en el día a día, en situaciones de profunda incertidumbre acerca de lo que vendrá. El futuro se
presenta como un tiempo difícil de proyectar. Se produce, entonces, un cuestionamiento de los marcos de
referencia que nos orientaban y, junto con ello, una pérdida de horizontes que nos enfrenta al desafío de
construir otras referencias y sentidos.
En este escenario, la escuela no ha permanecido inalterada. Por el contrario, las consecuencias y efectos de
las transformaciones antes mencionadas la interrogan profundamente: ¿Cuál es el papel que les cabe a las
escuelas en la transformación del doloroso presente que vivimos? ¿Cuáles son sus funciones sociales en
este turbulento y complejo contexto? ¿Cuáles son las respuestas y concepciones que sostenemos sobre el
oficio de enseñar en el presente? ¿Con qué herramientas contamos los educadores para educar en
contextos de agudización de la brecha social entre pobres y ricos?
Vamos a empezar a responder a estas preguntas situando, en primer lugar, cómo es que la escuela se hace
parte del paisaje social. No debemos olvidar que la escuela es una institución relativamente reciente:
consigue instaurarse como un espacio obligatorio hace poco más de cien años, en un contexto de
consolidación de los estados nacionales, que echaron mano de ella para alfabetizar a la vez que para
hacerse visibles en una población heterogénea. La escuela habilitó y consolidó, a su vez, un modo
específico de enseñar, coherente con otras instituciones de la sociedad, que consiguió ser efectivo y
reemplazar formas previas de transmisión de la cultura. Nos ocuparemos, entonces, de indagar en qué
consiste esta forma específica, qué es lo que dio sentido a su expansión y universalización, con qué lógica
operó y qué transformaciones viene sufriendo en los últimos años.
Las escuelas que heredamos
La escuela como institución, como espacio privilegiado de transmisión de la cultura de las generaciones
adultas a las jóvenes, nace en sociedades como las nuestras como parte del gesto de atender a la igualdad
de los sujetos. Dado que nuestras sociedades poseían una base poblacional que presentaba diferencias
(aborígenes de distintas etnias, inmigrantes, nativos, gauchos), se hizo necesario, para quienes pretendían
instaurar un orden nacional, que todos ellos se reconocieran en una forma de organización y en una ley
única para todos, con fronteras definidas, lenguaje y cultura común. Los sistemas educativos fueron una
herramienta para instaurar y consolidar ese orden. Desde la educación se pretendía trabajar esas
diferencias, homogeneizándolas, en pos de la búsqueda de la igualdad.
Los sistemas educativos emergieron y se presentaron como uno de los modos en los que los estados
modernos proveían aquello que en ese momento tenía una distribución desigual en la sociedad: los bienes
simbólicos (lectura, escritura, operatoria matemática, conocimiento de pautas sociales, etc.) Al mismo
tiempo, y en la misma operación, los sistemas educativos se ocuparon de que esos sujetos aprendieran lo
que la sociedad esperaba de ellos al ser sus miembros: la escuela se ocupó de producir ciudadanos.
La búsqueda de la igualdad, durante mucho tiempo, tuvo que ver con que el sistema educativo fuera uno
para todos, fuera el mismo en todo el territorio de la Nación, que poseyera un currrículum común, una
formación docente única, una estructura gradual y simultánea, que en todos lados se ordenara desde los
mismos parámetros. En la obligación de ir a la escuela se jugaba la inclusión a un cuerpo homogéneo y la
construcción de una civilidad con los mismos rasgos para todos.
Pero también la igualdad se imponía desde una gramática única y homogeneizante, es decir, desde una
misma configuración y un mismo método. La siguiente imagen puede ser útil para graficar esta fuerza: “Un
maestro para muchos alumnos que se hallan en el mismo nivel de aprendizaje, transmitiéndoles a todos un
mismo saber al mismo tiempo. Siempre con el mismo método y necesariamente acompañados con el
mismo texto. Y esta escena repetida en las otras salas de clase de la escuela y a su vez en todas y cada una
de las escuelas de un mismo territorio. Todos a la vez; todos tratando los mismos temas, del mismo modo,
con los mismos recursos. (...) Ese es el paisaje de la pedagogía moderna” (1)
Es así como la enseñanza escolar estuvo regulada por un principio único, pretendiendo desde él ofrecer la
misma educación para todos. Esto que hemos planteado aquí ha tenido, en cada sociedad que lo ha llevado
adelante, especificidades propias, características particulares. En países como Argentina, Uruguay y Chile,
es la escuela pública la que condensó la voluntad del Estado de alcanzar a todos con la educación. El siglo
XX fue el siglo donde la escuela pública se desarrolló y expandió al punto de abarcar a casi la totalidad de la
población. Sin embargo, pocos países de Latinoamérica comparten este rasgo. El resto de los países, con los
cuales hemos compartido el rasgo común de tener economías dependientes, poseen características
diferentes, porque los sistemas educativos han tenido un alcance mucho menor en el conjunto de la
población, como Bolivia o Perú, o han sido más diversos, menos homogéneos, ya que se articularon con
otras estrategias educativas de la población, como es el caso de México.
En mayor o menor grado, los países latinoamericanos compartieron también otros rasgos:
· La instalación en el imaginario social, por décadas y hasta hace poco tiempo, de la movilidad social ligada
al acceso a la educación. Ir a la escuela significó, durante mucho tiempo, la posibilidad de pensar un futuro
diferente para sí o para sus hijos ya sea porque capacitaba para el trabajo, o porque permitía acceder a
estudios superiores. La movilidad social ligada a la educación, que podemos rastrear en la historia de
nuestros padres o nuestros abuelos, aunque estuvo ligada a estrategias individuales, abonó la chance de
que la educación revirtiera desigualdades ligadas al acceso de bienes simbólicos o materiales.
· El sostener una idea de ciudadanía que se construye a través de la conquista de derechos, primero
civiles, luego políticos y, por último, sociales donde la educación se ubica en el doble juego de ser, a la vez,
un derecho de los ciudadanos y una obligación del Estado, enfatizando el papel del Estado como proveedor
y el del ciudadano como demandante de algo que le corresponde a todos por igual.
Sin embargo, no debemos olvidar que en nuestras sociedades, como la de muchos otros países donde se
dieron estos procesos, si bien la enseñanza escolar buscaba la igualdad de los sujetos, la sociedad poseía, y
posee, una base desigual frente a la propiedad, por lo que la igualdad, si bien estuvo en el horizonte, nunca
fue un hecho. Ni los sistemas educativos, ni la salud pública u otras “provisiones” del Estado apuntaron a
desarmar esa base desigual.
Por otra parte, la igualdad era entendida en clave de homogeneización, por lo cual prevaleció en la
enseñanza escolar y en el imaginario social un modelo único de ciudadano, previamente establecido por
quienes imaginaron nuestros países, a la vez que un modelo único de maestro y de método a seguir.
Esto no impidió que la escuela, y lo que en ella se aprendía, se constituyera en una clave para la inserción
en la sociedad, en el mundo laboral y en la vida política, que permitió a muchos de nuestros antepasados
soñar con una vida distinta para ellos y para sus descendientes.
Los avatares de los sistemas escolares: del mandato homogeneizador a la premisa del respeto por la
diversidad
Aunque muchos de los rasgos más arriba señalados estén presentes en nuestras escuelas todavía, las
relaciones entre el Estado y la sociedad han cambiado sustancialmente en las últimas décadas, y uno de los
espacios donde se ven desplazamientos y transformaciones es en el sistema educativo.
En los últimos 30 años, las impugnaciones y críticas que recibió el sistema educativo se concentraron, entre
otras cuestiones, en su carácter homogeneizador. La existencia de un curriculum único nacional, y de una
estructura burocrática que de modo centralizado pretendieran atender las demandas de todo un territorio
se convirtieron en blanco de críticas.
Por un lado, se planteó que esta estructura, tan poderosa, funcionaba de un modo verticalista, donde las
jerarquías y los principios de control y de obediencia no permitían la inscripción activa de los actores.
Docentes, directivos y equipos técnicos provinciales no manejaban márgenes de autonomía ni de
participación. Por otro lado, el curriculum único para todo el país dejaba pocos espacios para las
inscripciones regionales, para la cultura local y provincial, para que los proyectos educativos se articularan
con las necesidades del contexto donde funcionaban.
Para solucionar estos problemas, los distintos países de Latinoamérica impulsaron reformas de los sistemas
educativos que partían de principios de “descentralización” y “autonomía”, y abrieron el debate sobre el
carácter homogeneizador de la enseñanza escolar. Este debate no sólo se dio en el ámbito de las políticas
de Estado, sino que se configuró a través de teorías del aprendizaje, conceptualizaciones sobre el sujeto de
la educación, debates sobre los modos de delimitar la cultura y de regular las prácticas escolares.
En el plano de lo que sucede en el vínculo entre maestro y alumno, se introdujo la preocupación por la
diferencia: por lo que el sujeto trae (una cultura familiar y social, una inscripción cultural) y por lo que el
sujeto es (varón, mujer, aborigen, inmigrante, pobre, delincuente, etc.). ¿Cómo entender estas diferencias
en el aula? ¿Es posible que una institución como la escuela, que ha demostrado su capacidad instituyente,
albergue y conviva con estas diferencias? ¿Cómo, cuándo, en qué sentido? ¿No corre el riesgo de diluir su
capacidad instituyente si tiene que atender y dar lugar al sujeto?
El cuestionamiento a la homogeneización tuvo su correlato en el florecimiento de distintos enfoques que
plantearon el problema de la diversidad, preocupados por los modos en que hay que darles lugar a los
rasgos propios de los sujetos en el ámbito educativo. El problema de la diversidad se hizo presente no sólo
planteando las diferencias culturales, étnicas o de género que un grupo podía poseer, sino también se hizo
presente a través de la pregunta por lo que los sujetos pueden aprender, introduciéndose conceptos como
los de capacidad, potencialidad, y todos aquellos enfoques que se preguntan por los rasgos individuales de
los sujetos que aprenden. Es así como las preocupaciones por la diversidad de los sujetos, que en algunos
países y regiones tienen que ver con las movilizaciones y demandas de minorías étnicas y culturales para
ser reconocidos, en otros viene de la mano del problema de la pobreza, instalándose, muchas veces, una
fuerte sospecha acerca de que estas diferencias suponen puntos de partida diferentes que tienen que ser
“compensados” a la hora de aprender.
Ahora bien, definir la educación en términos de compensación trae consigo un desplazamiento en torno a
lo que históricamente se ponía en juego en este terreno. En otras palabras, se abren preocupaciones más
ligadas a lo que se aprende y a la “capacidad de absorber la oferta educativa”, tanto de cada sujeto como
del grupo social al que pertenece. Es así como en las políticas que buscan “compensar” están presentes los
cálculos acerca de lo que el otro puede y de lo que el otro necesita para poder aprender, desplazando el
problema de la igualdad desde la oferta a la receptividad de la oferta.
En este tipo de oferta está considerado el “terreno” donde esa oferta tendrá lugar: las condiciones de vida
de los sujetos, el acceso que tienen a bienes materiales y simbólicos, sus contextos afectivos, las demandas
que reciben del mercado laboral, etc., y ese “terreno” condiciona la forma de la oferta. En este sentido, la
compensación de las desigualdades y la diversidad funcionan de igual modo: ponen en duda la idea de que
la educación debe ser la misma para todos, e introducen la cuestión de “adecuar” la educación a las
condiciones (sociales, psicológicas, biológicas, etc.) que se ponen en juego en el ámbito del aprendizaje. La
consecuencia de la consideración de lo que el sujeto trae es una oferta educativa “diferenciada” por rasgos
identitarios o por condiciones de vida. Su reverso, puede ser una educación para pobres, para ricos, para
mujeres, para aborígenes, para inmigrantes, para deficientes, para incapaces.
Estos desplazamientos en el campo educativo traen consecuencias directas no sólo en los modos de
entender qué es la educación, sino en dimensionar cuál es su alcance y cuáles sus posibilidades. Lo que se
pone en juego, realmente, es el tamaño de la operación pedagógica. El riesgo es que, por “adecuar” o
“adaptar” la educación al contexto de recepción ésta se acorte o se reduzca. ¿Cómo puede la consideración
del contexto de los sujetos acotar las posibilidades de la educación?
Partamos de un ejemplo: la relación entre educación y posibilidades de inserción laboral. Si establecemos
una relación muy estrecha entre estos términos, corremos el riesgo de adaptar la educación, para que
resulte exitosa, a los requerimientos de una región o de un medio específico.
Históricamente la operación pedagógica supo ser mucho más amplia que la de aportar a una exitosa
inserción en el mercado de trabajo, y esa amplitud permitió abrir nuevos horizontes, hasta el momento no
imaginados por los sujetos. Con el aditamento de que hablamos de mercado de trabajo, el que suele exigir
competencias no cuestionadas, y donde opera con todo rigor la oferta y la demanda. Otro ejemplo. Si
hacemos depender el éxito de la educación de las condiciones (socioeconómicas, étnicas, culturales,
familiares, etc.) en las que el sujeto se encuentra inmerso, sólo la modificación de esas condiciones, cuando
ellas sean desfavorables, hará posible un sujeto educado. El riesgo aquí es insistir en la “reproducción
intergeneracional de la pobreza”, más allá de toda educación. La dimensión política de toda educación y su
capacidad de instituir nuevos futuros es obviada al encuadrar el “deber ser” de los procesos educativos en
cálculos y principios de determinación, que muy lejos están de aportar a la institución de una sociedad de
iguales. ¿Es que la enseñanza escolar debe abandonar la posibilidad de ofrecer otros futuros que los que el
contexto muestra como posibles?
¿Igualdad o equidad en el horizonte de la escuela?
Otro ámbito donde se evidencian las preocupaciones por la desigualdad social es en el de las políticas
públicas, donde se llevaron y se llevan adelante estrategias para reducirla o revertirla. Sin embargo, la
preocupación por la desigualdad no trae, necesariamente, una búsqueda de la igualdad. Por el contrario, el
término igualdad pareciera estar desplazado, apareciendo con insistencia el término equidad. Pero,
¿hablamos de lo mismo? ¿Son términos equivalentes? ¿Cuáles son las diferencias que rodean cada
término? ¿Es lo mismo procurar sistemas igualitarios de educación, por ejemplo, que instalar en ellos
principios de equidad?
Comúnmente, solemos decir que una distribución es equitativa no cuando distribuye a todos por igual, sino
cuando da a cada uno lo que le corresponde, o lo que necesita. El diccionario lo plantea de este modo:
“justicia natural, por contraposición a las leyes positivas”. El concepto de equidad designa, a la vez,
igualdad de oportunidades y compensación de las diferencias. La preocupación se centra no sólo en ofrecer
las mismas oportunidades a todos, sino también en cuidar o velar por las condiciones en las que los sujetos
se posicionan frente a esa oferta. Veamos como funciona esto al interior del campo educativo.
Por un lado, está la cuestión de ofrecer oportunidades. Si revisamos lo ya planteado en relación con la
búsqueda de homogeneización que se hizo desde el sistema educativo, ésta no se hacía en clave de ofrecer
oportunidades, sino de producir identidades con perfiles previamente establecidos.
En cambio, la posición de ofrecer oportunidades otorga cierta responsabilidad al sujeto de la educación
que, en última instancia, será quien tome -o deje pasar- la oportunidad que la educación le ofrece.
El documento de la CEPAL “Equidad, ciudadanía y desarrollo”, formulado en el año 2000, constituye un
claro ejemplo de este tipo de conceptualización. Allí se plantea la siguiente afirmación: “La equidad no
implica igualdad en el desempeño, sino en las oportunidades que el medio ofrece para optimizarlo. Las
potencialidades de aprendizaje no son homogéneas, incluso en un universo con condiciones socioculturales
uniformes en el origen y en el proceso. La equidad implica, pues, dar oportunidades a todos los educandos
para desarrollar sus potencialidades y para lograr hacer el mejor uso productivo y de realización personal
de estas potencialidades en el futuro” (2).
Allí se puede ver la centralidad que adquieren las ideas de aprendizaje y de potencialidad, por lo que la
búsqueda de la equidad se extiende desde lo que la educación ofrece a lo que el sujeto puede hacer con
esa oferta.
El reemplazo de la igualdad por la equidad tiene profundas consecuencias en el campo educativo. Lejos
estamos aquí de negar la necesidad de una sociedad más justa y equitativa en la distribución del ingreso, y
del papel crucial que tienen las condiciones de vida en las posibilidades de desarrollo de un sujeto o de un
grupo social. Nuestro problema es el de dimensionar el papel que le cabe al contexto propio de los sujetos
en la formulación, forma y contenido de la educación.
Dussel, Inés y Southwell, Myriam; ¿Qué es una buena escuela?; en Revista El monitor de la educación; Ministerio de
Educación de la Nación; número 27.

"Encontrar una buena escuela no es tan difícil como encontrar un unicornio azul, no es imposible, no forma
parte de los sueños. Creo que no es una utopía, que es posible hacerlo (porque de hecho las hay.)".
Marcelo Bianchi Bustos

Cuando convocamos a los lectores de El Monitor a presentar ideas sobre qué es una buena escuela, y a
señalar experiencias concretas que evidenciaran prácticas productivas, lo hicimos con la voluntad de poner
a discusión dos cuestiones.
La primera es si, efectivamente, podemos definir hoy qué es una buena escuela entre quienes hacemos hoy
la escuela. Buscábamos debatir con la crítica extendida que dice que las escuelas de hoy, en bloque, son
instituciones que no funcionan, o funcionan mal (visión que es, en parte, exacerbada por algunos discursos
mediáticos). Nos interesa, como lo señala Marcelo Bianchi Bustos en el epígrafe de este artículo, poder
hablar de lo que "sí funciona", poner en evidencia lo que creemos que produce buenos resultados, colocar
la lupa sobre el cotidiano escolar para superar la sensación de "sin salida" que sienten muchos docentes.
La segunda cuestión es si esta definición pasa por lo que en algunas corrientes se delinea como "la escuela
eficaz", "las buenas prácticas", y en general, por el conjunto de recomendaciones que se vienen
produciendo, sobre todo desde los organismos internacionales, para orientar la reforma de la institución
escolar. ¿Hay algún modelo de institución que podamos tomar como respuesta para todos los problemas?
¿Hay un formato de escuela establecido para resolver nuestras crisis? ¿Es un único formato, o se trata de
múltiples criterios que cobran distinta vida en cada establecimiento? Al mismo tiempo, si creemos que hay
múltiples criterios, ¿quiere decir que renunciamos a decir algo más general sobre el conjunto de las
experiencias escolares? ¿Qué pasa entonces con el principio de justicia en el sistema educativo? La
diversidad de experiencias escolares, ¿no vendrá a legitimar una desigualdad social y cultural?
En este artículo, nos gustaría recuperar las opiniones que nos enviaron los lectores, y proponer una
reflexión en conjunto acerca de qué muestran ellas sobre las prácticas escolares actuales, y otras que
podemos imaginarnos para el futuro. Pero antes, quisiéramos detenernos un poco en qué cuestiones hoy
definen a la escuela como institución, y en qué condiciones se está produciendo la acción escolar.
La escuela: ¿Institución-cascarón?, ¿centro social?, ¿lugar de aprendizaje?
Hoy, a la escuela se le demandan muchas cosas, quizás demasiadas. Se le pide que enseñe, de manera
interesante y productiva, cada vez más contenidos; que contenga y que cuide, que acompañe a las familias,
que organice a la comunidad; que haga de centro distribuidor de alimentos, cuidado de la salud y de
asistencia social; que detecte abusos, que proteja los derechos y que amplíe la participación social.
Estas nuevas demandas tienen que ver con nuevos tiempos. Vivimos en condiciones que han sido llamadas
por algunos "modernidad líquida"1, en las que se incrementa la velocidad de los intercambios, en las que la
fluidez y la flexibilidad se convierten en valores, y lo duradero y estable aparece como sinónimo de pesadez
y atraso. Por otra parte, de "este lado del mundo", la precariedad y la incertidumbre se asocian a la
pobreza, a la desigualdad, a la crisis, a la exclusión. El "declive de las instituciones"2 que nos daban
identidad y amparo (el Estado, las sociedades vecinales, los barrios, las iglesias, las escuelas) y que
organizaban ese largo plazo más estable y duradero, implicó un "quedarse en la intemperie" -como lo
denominó el historiador Tulio Halperin Donghi- que nos hizo sentir hermanados, más que en la solidaridad
colectiva de un proyecto común, en el desamparo más terrible.
Las demandas que hoy "llueven" sobre la escuela tienen que ver con este contexto, pero al mismo tiempo
colocan a las escuelas en una situación paradojal, que alimenta este "sin salida" que sienten muchos
educadores. La escuela nació para resguardar y transmitir el saber en tanto este se volvió más complejo 3.
Pero en el contexto de la modernidad líquida, la idea misma de la reproducción cultural de las sociedades,
de la conservación y transmisión de la cultura, se vuelve más problemática. ¿Cómo lograr cierta estabilidad
en la transmisión intergeneracional que asegure el pasaje de la cultura de adultos a jóvenes? ¿Cómo
establecer ciertos puntos de referencia si tanto los puntos de partida como los de llegada están en
permanente cambio? ¿Cómo evitar que esa transmisión no se interrumpa con las dislocaciones (exilios,
desempleo, mudanzas, quiebras) y turbulencias a que están sometidas hoy amplias capas de la población?
Un estudioso de las nuevas alfabetizaciones, Gunther Kress, dice algo similar en relación con lo que se le
pide a la escuela que enseñe: "En un mundo de inestabilidad, la reproducción ya no es un tema que
preocupe: lo que se requiere ahora es la habilidad para valorar lo que se necesita ahora, en esta situación,
para estas condiciones, estos propósitos, este público concreto, todo lo cual será configurado de manera
diferente a cómo se configure la siguiente tarea".4 Uno de los elementos más destacables del panorama
actual es que, pese a este presente de demandas cruzadas, de recursos escasos y de incertidumbres
variadas, la organización de la escuela en tanto institución no ha cambiado demasiado. Los puestos de
trabajo, la forma en que se organiza la tarea de los docentes, la estructura de los "contratos de trabajo" y la
organización en áreas y disciplina, no se transformaron al mismo ritmo que se transformó la sociedad y la
cultura. Pero más todavía que esta estructura organizativa y administrativa, lo que permaneció estable fue
la forma en que pensamos que deben organizarse las escuelas, y lo que creemos que es una buena
enseñanza. Esta manera de entender "qué es una escuela" sigue siendo bastante parecida a lo que se
pensaba cuarenta, o incluso ochenta o cien años atrás.

Esta disparidad o disyunción entre realidad e imaginario no es nueva, ni es solamente argentina. Distintos
analistas europeos y norteamericanos 5 hablan de la crisis de un modelo o forma escolar; y, al mismo
tiempo, de la persistencia de una cierta gramática o núcleo duro de reglas y criterios que resisten los
cambios, y que es más poderosa que los intentos de los reformadores y de los expertos científicos para
modificar la vida de las escuelas. Esta disparidad o disyunción entre realidad e imaginario no es nueva, ni es
solamente argentina. Distintos analistas europeos y norteamericanos 5 hablan de la crisis de un modelo o
forma escolar; y, al mismo tiempo, de la persistencia de una cierta gramática o núcleo duro de reglas y
criterios que resisten los cambios, y que es más poderosa que los intentos de los reformadores y de los
expertos científicos para modificar la vida de las escuelas. Esta gramática provoca que, en muchos casos, y
pese a la irrupción de nuevos sujetos y demandas, las escuelas mantegan la "apariencia escolar" anterior 6,
o asuman una estrategia defensiva de resistencia, nostálgica y orientada al pasado. La escuela, entonces, se
convierte en una institución-cascarón, al decir del sociólogo británico Anthony Giddens:
"Donde quiera que miremos, vemos instituciones que parecen iguales que siempre desde afuera, y llevan
los mismos nombres, pero por dentro son bastante diferentes. Seguimos hablando de la nación, la familia,
el trabajo, la tradición, la naturaleza, como si todos fueran iguales que en el pasado. No lo son. El cascarón
exterior permanece, pero por dentro han cambiado -y esto está ocurriendo no solo en Estados Unidos,
Gran Bretaña o Francia sino prácticamente en todas partes-. Son lo que llamo instituciones cascarón. Son
instituciones que se han vuelto inadecuadas para las tareas que están llamadas a cumplir".7
Para Giddens, la escuela es una de estas instituciones-cascarón que no saben cómo hacer frente a las
transformaciones de las relaciones de autoridad, a la emergencia de nuevas subjetividades y a las nuevas
formas de producción y circulación de los saberes.8 Si no hay más legitimidades garantizadas para las
instituciones, porque la idea misma de transmisión y del largo plazo aparece en crisis, lo que parece quedar
son instituciones que deben arreglárselas como puedan o quieran, docentes que se quejan de que los
chicos ya no vienen como antes, adultos abdicando de su autoridad ante el cuestionamiento y, en algunos
casos, escuelas que se sienten como una última tribu que defiende los valores humanistas que ya nadie
defiende en la sociedad, y que se vinculan con sospecha y enojo con la sociedad que las rodea.
Hay dos modelos de "buena escuela" que parecen irse abriendo paso como respuesta a la crisis: aquel que
postula a la escuela como un centro social, preocupado ante todo por educar en ciertos valores y organizar
la conducta de los futuros ciudadanos para evitar la violencia y el conflicto en sociedades crecientemente
desiguales; y aquel que plantea a la escuela como un lugar de aprendizaje, estrictamente vinculado con la
instrucción cognitiva, dominado por el saber experto, la multiplicidad y riqueza de recursos didácticos y la
idea de innovación permanente. 9 Los dos parecen plantearse como respuestas excluyentes, en un
antagonismo que opone la enseñanza al cuidado y que no contribuye a pensar otras relaciones entre la
escuela y la sociedad (como señalamos en el dossier de El Monitor Nº4). Sin embargo, lo que nos parece
más preocupante es que su análisis es pobre en relación al sentido y las razones de la organización escolar,
a qué hacer con las tradiciones heredadas (las que recibimos, y las que queremos pasar "en herencia" a las
nuevas generaciones), y a cómo plantearse los desafíos de la transmisión cultural manteniendo las
preguntas sobre la justicia y la relevancia de esa transmisión.
¿Hay otras alternativas en las escuelas argentinas? A continuación, queremos dialogar con las respuestas
que enviaron colegas de todo el país, para construir una reflexión conjunta sobre lo que dicen sobre
nuestras escuelas y sobre lo que queremos ser.
Las opiniones de los lectores: orientaciones para un mapa de inquietudes
A partir de la convocatoria, recibimos numerosos aportes acerca de aspectos que deberían ser revisados,
valorados o modificados para tener "una buena escuela". Como era de esperar, las respuestas que
recibimos no son uniformes ni abren los mismos problemas y temas. Precisamente, nos interesa
comprobar la enorme dispersión de aspectos a revisar y la gran heterogeneidad de reflexiones que ella
despierta. Nuestra intención no es la de alcanzar un consenso, sino abrir una reflexión a partir de esta
pregunta que de manera cotidiana nos interroga a todos los docentes, independientemente de que
tengamos ocasión -o no- de formularla en voz alta.
a) Una buena escuela es una escuela democrática
Marta Bertolini nos contestaba acerca de la pregunta "¿Qué es una buena escuela?": "Considero que si
pudiéramos, por lo menos en general, responder entre todos los actores involucrados a esta pregunta,
habríamos comenzado a transitar el camino de la verdadera transformación; con esto simplemente
estoy marcando la importancia que desde mi punto de vista tiene el tema. (.) Que sea inclusiva, y no
expulsora, como es hoy. (.) Que propugne relaciones democráticas: entre los distintos miembros de la
comunidad educativa, con el conocimiento, en su organización, etcétera. (y aquí también toca
directamente al Sistema)".
Son muchos los que coinciden en que una buena escuela es una escuela democrática. También surge,
de inmediato, que lo que entendemos por democracia son cosas diferentes. Difícilmente podremos
aspirar a construir una sociedad justa, de entendimiento colectivo, de distribución equitativa, si la
escuela encierra prácticas que no promueven estos modos de convivencia. Muchos, al hablar de
democracia, hacen una rápida asociación con el ámbito de los derechos, y ésta sigue siendo una sana
vinculación, ya que la educación es un derecho que encierra (y abre, habilita) otros derechos. Por eso,
un aspecto que debe ser destacado es que nadie puede tener dentro de la escuela menos derechos que
los que posee fuera de ella en tanto ciudadano.
Esto que puede ser considerado una obviedad es, sin embargo, algo que no siempre resulta claro en
una institución que tiene como destinatarios más frecuentes a menores y que, por lo tanto, suele poner
a los adultos en el terreno de dar por sobreentendido qué es lo mejor para ellos. Sin lugar a dudas,
nuestro lugar de adultos-educadores implica una asimetría con los más jóvenes, que cobra sentido
debido a nuestra función de velar por brindarles lo mejor, por hacerlo del mejor modo, y por contribuir
a abrirles puentes hacia un futuro deseable. Un elemento importante a fin de que la asimetría no se
traduzca en desigualdad, es que no se asfixie aquello que los más jóvenes tienen para decir. En este
sentido, hace poco tiempo un grupo de docentes relataba que los alumnos demandan que la escuela no
sea ni más fácil, ni más permisiva, ni más exigente, ni más parecida a otros ámbitos, sino más justa.
Todos los que "hacemos" la escuela sabemos que la posibilidad de tener derechos en la escuela y fuera
de ella no reside solamente en la voluntad interior a la escuela; antes bien, es una responsabilidad
colectiva que implica al Estado, al gobierno del sistema educativo, a las familias y también a todos los
que concretan la escolaridad cotidianamente. Pero insistir en la idea de democracia, y aún más, vincular
la noción de democracia a una clásica y estructural idea de "república" (en el sentido de la cosa pública,
de lo común) implica también proteger a los más desfavorecidos, a los que más necesitan el amparo, a
los que no pueden solos. Por ello, una idea muy simplificada del igualitarismo no provee las mejores
condiciones para fundamentar posiciones más democráticas. Lo hemos señalado en números
anteriores de El Monitor: no alcanza con proclamar una idea monolítica de igualdad, sino que es
necesario construir las condiciones para ella. Las intenciones más democráticas no pueden dejar de
considerar que las sociedades son -desde su propio punto de partida- profundamente desiguales, y que
el conflicto es inherente a la sociedad misma. La democracia tiene que pensarse más como un
movimiento, como una acción que tiende a mejorar las condiciones de participación y de igualdad de
todos, y no necesariamente como un punto o sistema fijo.
b) Una buena escuela es una escuela que enseña
Otro aspecto central que destacan las respuestas es que una buena escuela es una escuela que enseña
y que abre posibilidades hacia el futuro, que transmite mucho, "cosas valiosas", "conocimientos
actualizados", con herramientas adecuadas, con instrumentos que permitan explorar, inventar,
descubrir y dar cabida a la creatividad y a la libertad.
Los colegas de un jardín maternal lo decían de este modo: "Una buena escuela debe tener la capacidad
de dar al alumno los instrumentos básicos para la cultura y formación integral. Que sus objetivos no
sean solo combatir el analfabetismo, sino darle al niño las herramientas necesarias para lograr su
realización".
También nos hablaba de esto Patricia Martel cuando miraba a los alumnos como "una generación que
pide a gritos que se le ilumine el camino. (.) es necesario crear espacios para debatir.(.) enseñar a
pensar, enseñar a elegir".
La escuela que deseamos cobra sentido cuando puede mostrar los tesoros, decir a todos:"Esto te
pertenece y yo estoy aquí para ayudarte a que forme parte de tu mundo". Pero, como en el caso
anterior, también en torno a la enseñanza se abre una serie de aspectos dilemáticos. El currículum es
una selección cultural arbitraria, y por ello mismo deja conocimientos, culturas, tradiciones por fuera
de ese conjunto. Esa selección, se sabe, no es neutra en términos sociales o políticos. Aquí hay que
tener cuidado de no caer en visiones conspirativas o demonizadas de la historia; no es un solo grupo o
sector el que orienta el currículum, sino que este es un mosaico que ha recibido distintas influencias,
aunque esas influencias hayan tenido pesos distintos según quiénes las ejercen. Y también se conforma
por la inercia de lo que existe, por las tradiciones de los profesores y maestros, por ideas muchas veces
difusas sobre lo que debe enseñar la escuela. Lo que queremos destacar es que el currículum es el
resultado de una lucha por la hegemonía o dirección cultural de la sociedad, y como tal encierra
conflictos, algunos explícitos y otros que han sido silenciados.
Dice Vanesa Saúl:"Una buena escuela es donde se les ofrece a los chicos variedad de temas,
información y recursos, para que puedan acceder a la información de diversas maneras. Se "explotan" -
en el buen sentido de la palabra- las capacidades e intereses de cada uno de los chicos para que
acceden desde distintos puntos y enfoques a una misma temática".
Hay otra selección que configura lo que se enseña, que se opera en el aula. Y aquí intervienen no pocas
tensiones: si el conocimiento tiene que vincularse con características propias de la comunidad de
pertenencia, con el ámbito más próximo, con el futuro que esa escuela prefigura para esos chicos, o
con definiciones más generales sobre lo que significa "ser educado"10, entre otros aspectos. En esas
tensiones, quedan zonas grises, descubiertas, insatisfechas, dado que -como decíamos- el currículum
no encierra todo el conocimiento existente sino que selecciona, incluye y, por lo tanto y en el mismo
proceso, excluye. Pensar en los sujetos concretos que se tiene "enfrente" en el aula, en la utilidad para
su vida, en la capacidad de intersectar con sus experiencias y expectativas, es fundamental. Y en ese
sentido esto hace a una escuela más democrática, porque puede mostrar que todos tenemos derecho a
ser parte de eso común que transmite la escuela. Pero la tensión entre acercarse a lo próximo e
inmediato, y vincularse con lo más universal y generalizable, sigue en pie, y no deja de plantearnos
inquietudes. Al respecto, el pedagogo Robert Connell -quien cree que el currículum debe incluir
también la voz de los grupos menos visibles- alerta sobre los riesgos de lo que denomina currículos de
guetos, en el sentido de currículos separados o diferentes. Por ello, señala que la existencia de un
currículum común que se debe ofrecer a todos los alumnos es una cuestión de justicia
social.11 Proponer una escuela que "enseñe mucho" no debería dejar de lado estas preguntas sobre la
justicia curricular.
En muchas de las respuestas recibidas, los docentes de distintos lugares del país destacan que, para
enseñar mucho y bien, son necesarias adecuadas condiciones edilicias, bibliotecas, laboratorios y otros
insumos igualmente indispensables. La cultura material de la escuela es muy importante, porque hace a
nuestra relación con el espacio, con los objetos, con lo que estructura nuestra experiencia cotidiana. Y
eso no significa sumarse al tren del consumismo, sino más bien mostrar que hay muchos tesoros por
transmitir, que hay cosas valiosas, agradables y un espacio protegido en la escuela.
c) Una buena escuela es una comunidad donde todos tienen "su" lugar, y donde hay valores o
principios compartidos
Para otros docentes, hablar de una buena escuela es hablar de una institución que permita
reconocerse, valorar el propio lugar, la propia voz, y en esa dirección, refieren a sentidos de
pertenencia, de identidad, de colectivos de trabajo, y se vinculan con la idea de democracia.
Clásicamente, la escuela argentina planteó que para entrar, integrarse y tener éxito en ella, había
que dejar "en la puerta" experiencias, lenguajes, creencias y peculiaridades que fundaban la
individualidad. Hoy, el conjunto de las respuestas hablan de la importancia de sentirse parte de una
comunidad, de que esa comunidad debe hacer espacio para lugares diferenciados, y que debe
generar un buen clima de trabajo.
Nos dice la docente Silvia Bello: "Una buena escuela, además, es aquella en la que el diálogo entre
los distintos actores institucionales es fluido; una institución donde las cuestiones problemáticas
son discutidas por los actores involucrados y no existe únicamente verticalidad en las decisiones".
Por su parte, Orlando Vicente Guzzo opina:"Me gustaría recomendar una escuela donde los que
asistan vayan contentos, que piensen junto a sus pares y docentes, que hagan las cosas porque les
gusta, que resuelvan problemas charlando con los demás, que piensen que todos dependemos de
todos, que ellos mismos se evalúen y evalúen al docente".
La importancia de poseer un "buen clima" en la institución no debe ser subestimada, ya que
muchos de los conflictos que hoy llevan buena parte de las energías en las escuelas están
relacionados con lo que llamamos "lo social" o "lo vincular". En las escuelas, esos conflictos son
abordados como cuestiones de personalidad, y se promueven respuestas psicológicas, pero habría
que interrogarse, también, sobre los malestares sociales y culturales de los que hablan esos "malos
climas". ¿En cuántos de esos conflictos no está en juego la crisis de la transmisión? ¿Cómo
responder con formas "sólidas" a situaciones "líquidas"? ¿No hablan muchas de esas situaciones de
instituciones-cascarón, que siguen haciendo de cuenta que nada cambió? Los aportes de muchos
docentes creen que ese malestar puede aminorarse si hacemos de las escuelas lugares más
hospitalarios, más alegres, más agradables, donde cada uno pueda expresar "su" voz.
Otra colega, Carina Fedrigo, aporta un sentido diferente: "A mi criterio, una buena escuela debería
(.) defender los derechos de los docentes y alumnos, pero que, por encima de eso, medie para que
cumplan ambos con sus obligaciones".

Repensarnos como comunidad implica también repensarnos como institución que tiene autoridades,
reglas, leyes, derechos y deberes. Muchos colegas mencionan la necesidad de pensar en una nueva
institucionalidad, con otros mecanismos de participación y de evaluación mutua. Es necesario reconstruir
instituciones que tengan la capacidad y la legitimidad suficiente para desarrollar políticas para el bien
común y, en ese sentido, que ayuden a construir marcos para el largo plazo, para algo más duradero, para
sentirnos más protegidos y amparados y no tan "a la intemperie". Lo que surge de la convocatoria es que
las instituciones tienen que fundarse en un orden democrático y apoyarse en el debate público colectivo.
Parece importante reactivar los mecanismos de participación educativa que proponen las leyes, volverlos
verdaderos foros públicos donde se debata qué educación queremos, y crear otras formas de gobierno
donde fuera necesario, a nivel de las escuelas y de los espacios de gobierno del sistema educativo.
Finalmente, varios aportes mencionan la importancia de contar con principios y valores que nos orienten
como institución. Y, claro está, no todo son rosas. Algunos señalan que la escuela argentina está inmersa en
una "crisis de valores". Sobre esta difundidísima apreciación (a la que contribuyen muchos medios
periodísticos), nos gustaría señalar que no toman en consideración los muy contundentes valores o
principios que encierran experiencias que sostienen buenas escolarizaciones para muchos alumnos. Entre
ellas, solo para mencionar unos pocos de las muchos existentes, destacaremos las de Mónica Zidarich,
Norma Colombato, Laura Vilte, entre otras historias que venimos presentando en esta revista.
Cabe preguntarse, la idea de valores o principios comunes ¿de qué valores habla? ¿Se trata de valores
consensuados entre "nosotros los de la escuela", "nosotros los argentinos" o "nosotros los humanos"? A
veces parece, por ejemplo en las alocuciones de los actos escolares, que la escuela solo se tiene a sí misma
para defender "los valores" y para definir lo que se considera por tales. ¿Se trata de algunos valores
consagrados e inapelables? ¿Cambian los valores y principios junto con las culturas? Este "diagnóstico" de
la "crisis de valores" suele darse cuando se habla de nuestros alumnos y sus familias, y parece decir -de un
modo no demasiado explícito- que "alumnos eran los de antes" ,"familias eran las de antes", hasta "futuro
era el de antes". Es especialmente llamativa esta idea de que la organización familiar ha variado y eso la
pone en crisis, justamente cuando la docencia es una profesión que ha sacado enormes beneficios de la
inclusión de la mujer en sus filas. Inclusión, como sabemos, que supuso entrar en un territorio no siempre
sencillo y que implicó el reordenamiento de otros roles sociales. Es por esto que resulta llamativo que sea
tan extendida esta idea de que las familias "ya no están", que se asocia a que las mujeres parecen haber
dejado un lugar que no deberían haber dejado. Este modo de concebir el problema plantea tensiones y
discute los límites de una sociedad que busca consolidarse como democrática, con iguales posibilidades de
inclusión para hombres y mujeres, y abierta a la renovación de roles y modelos culturales.
Como se ve, las respuestas que nos enviaron muestran distintas preocupaciones y enfoques. Pero creemos
que todas ellas dan elementos para definir mejor de qué (se) trata, o debería tratar, la escuela. La vida en
comunidad, los saberes, la institución, la autoridad, la posibilidad de hablar y escuchar, son temas y
preocupaciones que organizan los rasgos de una "buena escuela". Hay orientaciones distintas, énfasis
propios, lugares comunes y caminos más originales; pero en conjunto, estas respuestas dan cuenta de un
colectivo docente y profesional que está pensando qué tipo de institución necesitamos hoy. Ojalá estas
reflexiones, junto con los aportes que incluimos en el dossier, contribuyan a que seamos menos "cascarón"
y más "escuela", una institución que muestre tesoros, que ponga en contacto con otros mundos: los del
pasado, los del futuro, los de las ciencias, los de las lenguas, los de los sueños. Al final, como decía un
politólogo chileno, "imaginando otros mundos, se acaba por cambiar también a este".

Dussel, Ines y Southwell, Miryam; La escuela y la igualdad: renovar la apuesta; en Revista El Monitor; N° 1;
Ministerio de Educación de la Nación.
La igualdad es un concepto querido por los educadores. La escuela que conocemos se organizó como un
medio de distribuir conocimientos a todos, y de producir una cultura común que garantizara la inclusión en
una sociedad integrada. Por ejemplo, las instituciones educativas que diseñó la Revolución Francesa (una
de las primeras experiencias históricas modernas que se plantea la formación de una sociedad igualitaria)
se llamaban casas de igualdad, y en ellas los niños debían acceder al mismo vestuario, la misma
alimentación, la misma instrucción y el mismo cuidado. La idea de "escuela pública" como un espacio
común que proponía una igualdad en el trato a cada uno de los alumnos y alumnas, colocaba al sistema
educativo en línea directa con la formación de la ciudadanía y de la vida republicana.
La noción de igualdad moderna se planteó superar un sistema de castas y jerarquías que establecía
distintos derechos y posibilidades para los distintos rangos sociales. El establecimiento de la igualdad ante
la ley, si bien todavía hoy dista de ser una realidad efectiva, fue un paso importante para instituir una
sociedad basada en principios igualitarios: todos los seres humanos nacen iguales y tienen iguales
derechos. Que eso no era así ni siquiera entre los sectores más privilegiados de la sociedad, lo muestra la
historia de Mariquita Sánchez de Thompson. Esta mujer valiente tuvo que pedirle al Virrey Sobremonte, en
1804, que intercediera ante su madre para poder casarse con su primo Martín Thompson, en una apelación
a la autoridad masculina -exterior a la familia- frente a lo que consideraba una vulneración de sus "justos y
honestos deseos" por parte de su madre.(1) Las mujeres, en ese entonces, no eran consideradas iguales a
los hombres; sus destinos eran decididos por sus padres o maridos, o por los adultos a cargo de la familia.
Tampoco eran iguales los mulatos, los indígenas o las "castas raciales", como se las llamaba entonces. La
afirmación de la igualdad como principio constitutivo de la sociedad es uno de los principios de las
repúblicas modernas, un principio que no siempre se ha cumplido pero que actúa como horizonte
orientador de las prácticas, y como un sentido de lo que es una "vida buena" para todos.
Aunque esta noción de igualdad se fue naturalizando en nuestras lógicas de pensar y de hacer, resulta
necesario recordar que la igualdad no fue ni es un concepto unívoco; dicho en términos más precisos, se
trata de un concepto con gran densidad semántica. Podemos encontrar dentro de él las implicancias de la
igualdad ante la ley, la prohibición en pos de la igualdad, la igualdad como derecho, la igualdad como
imposición, la igualdad como punto de llegada o de partida, las experiencias históricas concretas de
construir la igualdad, entre otros. ¿Cuál fue nuestra experiencia con la igualdad en la escuela? ¿Cómo
podemos pensar hoy en formas más complejas de la igualdad? Quisiéramos, a continuación, empezar a
responder estas preguntas, convencidas de que la igualdad sigue siendo un valor fundamental para una
sociedad más justa y más plena.
La escuela sarmientina: igualar es lo mismo que homogeneizar
Recordar que la igualdad no es un concepto unívoco resulta útil para pensar la forma en que procesamos
esta voluntad de igualar desde el sistema educativo. En la Argentina, la propuesta de Sarmiento y de otros
miembros de su generación implicó algo similar: la imagen de ricos y pobres en el mismo banco de escuela
y recibiendo la misma educación, fue motivo de orgullo para muchas generaciones. En el caso de la
generación del ochenta, la propuesta fue más suavizar las desigualdades que construir una igualdad: "El
amplio edificio de elegantes formas y detalles a que asiste el niño pobre como el rico, no solo tiene la
ventaja de suavizar las diferencias de las clases sociales por el roce frecuente y la común educación, sino
que es también una condición de nuestra democracia que necesita del molde común de la escuela, para
formar la sociedad homogénea que, a la vez, haga posible el régimen representativo de gobierno, evite las
catástrofes que la diversa educación y condición social han engendrado en todos los tiempos y en todas las
partes del mundo" (Memorias del Consejo Nacional de Educación, 1887, XLIV). Pero más allá de las
proclamas, la escuela fue un medio importantísimo para conformar una ciudadanía letrada que se sintió
parte de una comunidad inclusiva.
Sin lugar a dudas, la pretensión igualadora puso a la escuela dentro de un canon de tradición democrática,
aunque también le dio las armas para excluir o derribar todo aquello que sus parámetros ubicaban por
fuera de la igualación. Porque la igualación -a la vez que generaba corrimientos para igualar- construía
parámetros acerca de lo deseable y lo correcto. La igualdad se volvió equivalente a la homogeneidad, a la
inclusión indistinta en una identidad común, que garantizaría la libertad y la prosperidad general. No solo
se buscaba equiparar y nivelar a todos los ciudadanos, sino también se buscó, muchas veces, que todos se
condujeran de la misma manera, hablaran el mismo lenguaje, tuvieran los mismos héroes y aprendieran las
mismas, idénticas, cosas. Esta forma de escolaridad fue considerada un terreno "neutro", "universal", que
abrazaría por igual a todos los habitantes. El problema radicó en que quienes persistían en afirmar su
diversidad fueron muchas veces percibidos como un peligro para esta identidad colectiva, o como sujetos
inferiores que aún no habían alcanzado el mismo grado de civilización. Eso sucedió con las culturas
indígenas, los gauchos, los pobres, los inmigrantes recién llegados, los discapacitados, los de religiones
minoritarias, y con muchos otros grupos de hombres y mujeres que debieron o bien resignarse a ser
incluidos de esta manera, o bien pelear por sostener sus valores y tradiciones a costa de ser considerados
menos valiosos o probos.
En ese gesto de volver equivalentes la igualdad y la homogeneidad, la escuela hizo muchas cosas: fusionó
las nociones de cultura, nación, futuro, territorio en torno a la idea de nosotros, de algo en común; siempre
y cuando se adhiriera a los valores que ella consagraba. Si este "en común" no existía, debía construirlo;
aunque esa construcción no estaba exenta de jerarquías y exclusiones.
El desplazamiento de la igualdad a la diversidad
Este consenso sobre la necesidad de pedagogías homogeneizantes como la vía hacia la igualdad comenzó a
quebrarse en la posdictadura, cuando se hicieron más visibles las marcas autoritarias de esta forma escolar.
A partir de 1983, surgieron propuestas democratizadoras y participativas que plantearon con fuerza la
necesidad de regímenes de convivencia más tolerantes en las escuelas. Con el apoyo de las psicologías
constructivistas, también se empezó a valorar al sujeto de aprendizaje como protagonista activo de la
enseñanza.
La década de los '90 evidencia una impugnación más fuerte de la tradición sarmientina, esta vez unificando
proclamas participativas y antiburocráticas con los nuevos discursos sobre la eficiencia de los
administradores y el ajuste fiscal. Desde mediados de los '90, muchas de las políticas educativas se han
ejecutado con la premisa de atender a la diversidad, partiendo del supuesto de que es necesario realizar
una desigualación provisoria o un trato diferenciado, para lograr más tarde una igualdad en el punto de
llegada. El problema no es, a nuestro entender, que se hayan focalizado las prestaciones, una medida
muchas veces necesaria en un contexto de pocos recursos y de necesidades diferenciadas; lo que aparece
como preocupante es que, en esta situación, la igualdad quede postergada a un futuro lejano, que será el
efecto de políticas y acciones bastante imprevisibles. Como lo ha señalado Beatriz Sarlo "Nos
acostumbramos a que la sociedad argentina sea impiadosa. Ese es un verdadero giro en un imaginario que,
hasta hace no tantos años, tenía al ascenso social como una expectativa probable para casi todos." (2)
Quizás uno de los legados más pesados que ha dejado esa década en nuestro país es la ruptura de un
imaginario que se pensaba republicano e igualador.
La aparición de la noción de diversidad en un contexto fuertemente desigualador permite interrogarnos
sobre cómo se procesó la igualdad en nuestro país y cómo se está pensando hoy. Por ejemplo, en otros
países, las propuestas del multiculturalismo y el reconocimiento de la pluralidad cultural emergieron en
situaciones de auge de movimientos de derechos civiles, que pugnaban por superar experiencias de
marginación a minorías étnicas, nacionales o religiosas. La diversidad tuvo en esos casos el inmenso valor
de afirmar política y culturalmente los derechos de las minorías. En el escenario de una Argentina en
creciente empobrecimiento, en cambio, la diversidad fue vinculándose a nuevos sentidos. La "diversidad"
es leída, a veces, como un indicador de extrema pobreza o de discapacidad manifiesta; lejos de ser un valor
afirmativo sobre el que lo enuncia, parece referir a una desigualdad total sobre la que hay poco por hacer.
"Yo sí que trabajo con alumnos diversos", se escucha a muchos docentes cuando se plantea el tema, y allí
inevitablemente surgen relatos terribles y dolorosos sobre la miseria y la exclusión.
En realidad, lo sabemos todos, la escuela siempre trabajó con la diversidad. Históricamente, la escuela
incluyó a una población cuyos integrantes eran -por supuesto- diferentes; pero su condición de diferente
no se anteponía a la posibilidad de educarse, sino que la educación tenía por objetivo borrar la diferencia y
superarla. Hoy pocos estarían de acuerdo en que hay que borrar y superar la diversidad. Pero si ella viene a
ser un sinónimo de desigualdad y de pobreza extrema, ¿quién no estaría de acuerdo en borrarla de una vez
y para siempre? Y si borramos a "los diversos" así entendidos, ¿qué nos diferencia de las propuestas tan
autoritarias de la generación del ochenta? ¿Qué impide que designemos como "prescindibles",
"desechables" o "imposibles de educar" a buena parte de los chicos y chicas que hoy recibimos en las
escuelas?
El problema puede empezar a aclararse si cuestionamos esa equivalencia entre igualdad y homogeneidad,
y desigualdad y heterogeneidad. La igualdad debería empezar a pensarse como una igualdad compleja,
como una igualdad que habilita y valora las diferencias que cada uno porta como ser humano, sin por eso
convalidar la desigualdad y la injusticia. Es cierto que hay en esa relación una tensión que no termina de
resolverse nunca. ¿Cuál es el punto en que la diversidad se convierte en desigualdad? ¿Solo la pobreza es
una "diversidad injusta"? ¿Qué pasa con la discriminación por género, etnia, religión o discapacidad?
¿Cómo se garantiza un trato igualitario, a la par que se reconoce el derecho a la diferencia? Estas son
preguntas centrales de las sociedades democráticas, que no se resuelven nunca del todo, sino que retornan
como interrogaciones sobre la justicia de nuestras acciones y la calidad de nuestra vida en común. Un
ejemplo alejado de nuestros dolores cotidianos puede ayudar a dimensionar esta tensión. Hace pocos
meses, en las escuelas francesas se pusieron algunas de estas cuestiones en discusión cuando se prohibió a
las niñas musulmanas usar el velo islámico en las escuelas. Las comunidades reclamaron mayor pluralismo
religioso y las autoridades invocaron la cualidad secular de la escuela pública francesa. ¿En qué medida el
velo atenta contra la escuela laica? ¿Puede haber un sentido de la inclusión que garantice mayor tolerancia
a las creencias y posturas de cada uno? Es cierto que, si algo es totalmente diverso, ello significaría que no
es posible establecer con otros esa zona del "en común". Por otro lado, si la sociedad no hace lugar a las
diferencias, y supone que todos tenemos que ser idénticos y pensar lo mismo, se convierte en la pesadilla
de Georges Orwell en 1984. ¿Cómo se combinan lo común y lo diverso en nuestras sociedades? ¿Cómo
pensamos esta combinación desde un parámetro de igualdad de los seres humanos, de igualdad de
derechos a vivir sus vidas en condiciones dignas y a realizarse plenamente? Pensando estas preguntas
desde la Argentina del 2004, ¿cómo combinamos lo común y lo diverso en situaciones cotidianas que
parecen echar por tierra cualquier perspectiva de igualdad?
Igualdad, diversidad y fracaso escolar
Uno de los ámbitos en que se manifiestan estas tensiones es en la cuestión del fracaso escolar. El mirar lo
que aprenden los chicos, desde una u otra óptica determina pronósticos acerca del éxito o fracaso en los
aprendizajes, y por lo tanto en el futuro que se les augura. Entrar en esta dimensión nos pone frente a la
pregunta acerca de los alcances y los límites de nuestra acción educativa, así como acerca del impacto en el
fracaso escolar. Esta pregunta se hace más aguda en la medida en que se endurecen las condiciones
económicas y sociales de niños y jóvenes; las situaciones críticas y desgarradoras que encontramos dan
paso, a veces, a que se consolide la presunción sobre la imposibilidad de una buena experiencia educativa.
En estos contextos, muchas veces la denominación de diverso es una antesala a cuestionar la capacidad (y
el derecho) de ser educado de ciertos niños, y a la ponderación de las diferencias como deficiencias o
déficits. En esa conceptualización, una diferencia es significada como un retraso no deseable. Se instala una
sospecha que se ubica entre la capacidad del alumno de ser educado o se desplaza hacia los familiares
como contexto que "incapacita". Frases como "qué querés que hagamos, con la familia de donde viene" o
"de esta gente no se puede esperar mucho" señalan que se expandió un cierto determinismo sociológico
que cree que es poco lo que la escuela puede hacer en un contexto tan marcado por la desigualdad.
Parecen decir que aquellos nunca llegarán a ser tan iguales como estos: la diversidad es sinónimo de
desigualdad.
Frente a eso, hay otros que se inclinan por una visión más idealizada de la pobreza que a veces se mimetiza
con "lo que hay" y que, sin quererlo, recae en una propuesta voluntarista de ir a reparar injusticias más allá
del límite de lo posible; porque, digámoslo, en la Argentina de hoy, con tanto desamparo, a cualquiera esa
tarea le queda grande. En algunos partidos del conurbano bonaerense ya se habla de los "docentes
quemados": son quienes apostaron durante años a trabajar en escuelas en sectores urbano-marginales y
terminaron agotados, frustrados y desalentados. ¿Cómo protegerlos, y proteger las experiencias
interesantes y productivas que se hacen en miles de escuelas que incluyen, educan y asisten a miles de
chicos en condiciones durísimas? Quizás una manera es recuperar la especificidad de la escuela, algunos
límites sobre lo que puede hacer; y discutir más y mejor el cómo lo hace, y cómo organiza y reparte las
otras tareas vinculadas al bienestar de los alumnos.
La igualdad como punto de partida: condiciones para la escuela
Para no caer en la culpabilización de los niños y/o de las familias, ni en el voluntarismo excesivo de la
escuela, es conveniente volver a plantearse el problema en términos de la diversidad, en tensión con la
igualdad. Entendemos que la capacidad del otro que está siendo educado se pone en juego en la relación
educativa misma, no previamente en el sujeto de aprendizaje; es decir, esa capacidad es el resultado de
una construcción en el marco de una relación pedagógica, que posee una historicidad y decisiones que la
estructuran. Así, los desempeños subjetivos, aun cuando se expresen en un desempeño individual,
constituyen el remate de un desarrollo que es cultural y singular, propio de cada uno. Esto es, el despliegue
de las condiciones para el éxito o el fracaso no son una propiedad exclusiva de los sujetos sino, en todo
caso, un efecto de la relación de las características subjetivas y su historia de desarrollo, junto con las
propiedades de la situación que permite que ellas se desplieguen. Que haya sujetos que pueden educarse
depende de lo que hagamos con ellos en la escuela, no solo lo que haga la familia o la sociedad: depende
de cómo los recibamos y los alojemos en una institución que los considere iguales, con iguales derechos a
ser educados y a aprender. Lo cual no quiere decir abolir la asimetría de la relación pedagógica: tiene que
haber un docente con una voluntad y un deseo y un saber que transmitir. Pero esa transmisión debe
pensarse como un acto de institución de la igualdad, actual, efectiva, y no como la promesa de que alguna
vez aquel que tenemos enfrente se convertirá en un igual.
Pensar a los niños y adolescentes desde un lugar de iguales no significa considerarlos iguales porque están
inmersos en la misma intemperie que a veces sentimos nos horizontaliza en el desamparo y la
desprotección, sino porque tienen un lugar de pares en esa sociedad más justa que queremos. Es
considerarlos tan iguales que creemos que vale la pena prepararlos para esa tarea de renovar el mundo en
común, que es propia de cada generación, como alguna vez lo definió la filósofa Hannah Arendt; es darles
las herramientas intelectuales, afectivas y políticas para que puedan proceder a esa renovación; y también
es protegerlos en ese tiempo de preparación. Es hacer lugar a los padecimientos que atraviesan, ayudar a
procesarlos intelectual y afectivamente, y también establecer puentes con otras instituciones sociales que
fortalezcan esa protección. Considerarlos iguales es no renunciar a enseñar; es enseñar mejor, poniendo a
los chicos en contacto con mundos a los que no accederían si no fuera por la escuela, a mundos de
conocimientos, de lenguajes disciplinarios y de culturas diferentes; es confiar en que ellos pueden pero que
solos -sin nuestra enseñanza y nuestro deseo de que "sean alguien en la vida"- no pueden. Es volver a creer
que hay lugar para ellos en este mundo, no por un acto caritativo o piadoso sino porque los creemos
iguales, capaces, valiosos para nuestras vidas y para la sociedad toda.

(1) Véase Sánchez de Thompson, Mariquita (2003), Intimidad y política. Diario , cartas y recuerdos, edición
a cargo de M. Gabriela Mizraje, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editores, pág. 325-326.
(2) Sarlo, Beatriz, Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura. Ed.Siglo XXI. Editores Argentina
S.A., Buenos Aires, 2001

Fattore, Natalia y Serra, Silvia; De la escuela al sistema educativo; en Hacer escuela; Ministerio de
Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación; Buenos Aires; 2006.
(…) A su vez, las escuelas son interpeladas por un sinnúmero de acontecimientos exteriores a ellas: los
desarrollos de la tecnología y las comunicaciones, las dificultades para conseguir trabajo, las preguntas
sobre la eficiencia de sus saberes, la violencia social cotidiana, la desorientación y las dificultades para
pensar a largo plazo que nuestra sociedad en su conjunto viene experimentando en la última década. El
presente de las escuelas se ha vuelto complejo. ¿Cuál es la función de estas viejas instituciones, en una
sociedad atravesada por el cambio? ¿De qué tienen que ocuparse? ¿Les toca jugar algún papel en la
apuesta por una sociedad más justa e igualitaria? ¿Poseen alguna función que exceda la de enseñar y
transmitir? ¿Son las responsables de la educación de un país? En este fascículo nos proponemos
detenernos en las escuelas, en lo que fueron, en lo que son y en lo que pueden ser.
La acción de la escuela incluye, además de la alfabetización, el acceso a la cultura, la transmisión de una
historia común, de normas y códigos de convivencia, el aprendizaje con pares, distintas relaciones con el
cuerpo, el conocimiento y respeto de los símbolos patrios, la certificación para el acceso a un trabajo, el
contacto con algunas artes y muchas otras cosas.
En este sentido, el verbo "escolarizar" puede subsumirse al verbo "educar", aunque no se correspondan
literalmente: si bien la escuela educa, lo hace de un modo particular.
Existieron, y existen, modos de educación no escolares. Con muchos otros verbos se ha descrito la acción
de la escuela. Algunos de ellos, en clave de denuncia, remiten a que la escuela ejerce una acción que va en
contra de la libertad de los sujetos, que "encorseta" las posibilidades y "cuadricula" lo que podemos ser. Es
desde allí que se plantea que la escuela "disciplina", "civiliza", "aculturaliza", "reprime", "homogeneiza",
"encasilla", "domestica", "forma un ejército de trabajo", "ordena".
Podríamos comenzar diciendo que la escuela, tal como nosotros la conocemos y la hemos vivido, no puede
pensarse si no es como parte indivisa del paisaje moderno: ese momento histórico en que las sociedades
abandonan las monarquías como forma de gobierno y empiezan a ordenarse en Estados, con autoridades
elegidas por sistemas de representación, y con principios de organización racionales, momento que puede
ubicarse entre los siglos XVII y XIX en el Occidente europeo.
En este sentido, la forma escolar es una forma moderna, que más allá de las particularidades que haya
cobrado en cada región, constituye un fenómeno universal bastante reciente.
El modo de enseñar desarrollado por las iglesias es visualizado como el más efectivo para hacer que una
población diversa y dispersa, pobre en su mayoría, reconozca y responda a la autoridad del Estado, se
sienta parte de un territorio, obedezca unas leyes y se incluya en un conjunto común de conocimientos. Los
Estados modernos se hacen cargo de esta generalización de la educación escolar, bajo un ideal de
"homogeneización" y de ambición "civilizatoria" de las poblaciones.
Podríamos decir que los Estados modernos necesitaban la escuela, en tanto debían atender a las exigencias
de legitimidad del nuevo orden político, pero −y quizás fundamentalmente− la escuela estaba llamada a
promover en las nuevas generaciones el sentido de pertenencia a un espacio social determinado, que era
el nacional, y que se compartía con otros ciudadanos.
Claro que este proceso no fue rápido ni sencillo. La escuela logra consolidarse como un espacio civilizatorio
no sólo por el sostén que le brinda el Estado, sino, y fundamentalmente, por el consentimiento de las
familias.
Una operación que, como nos cuentan los historiadores de la pedagogía, implicó una "alianza" que se
sostuvo, por un lado, en la violencia ejercida sobre las familias a partir del establecimiento de leyes de
obligatoriedad escolar. Por otro lado, es necesario sumarle a esta imposición la cuota importante de
confianza que la familia depositaba en este espacio que se convertía rápidamente en metáfora de progreso
y en una vía de ascenso social.
El triunfo de la forma escolar mucho le debe a la aceptación y al reconocimiento que las familias
depositaban en la legitimidad de ese espacio y de las figuras de la maestra y el maestro.
¿QUÉ DEFINE A UNA ESCUELA?
Para poder llevar adelante la ardua tarea de alfabetizar, civilizar y disciplinar a la vez, la escuela se ordena
alrededor de un conjunto de características. El primer rasgo que es necesario subrayar es la separación, la
cerrazón del espacio escolar con respecto al mundo, a los adultos, a la calle, a la vida; en definitiva, la
distancia entre el afuera y el adentro.
La escuela nace como un espacio delimitado, donde las cosas no son ni deben ser "como en la vida"; es un
lugar de aislamiento que separa a las generaciones jóvenes del mundo y sus placeres, y de los adultos.
Podríamos decir, entonces, que la escuela nace como una institución cerrada al afuera y de espaldas a un
tiempo presente al que se considera de poco valor. Este rasgo se hace patente en el plano material en la
estructura de los internados, pero también se encuentra en el interior de cada alumno a través del
contenido y la forma de la enseñanza, un universo puramente pedagógico que se define por ajenidad y
separación del mundo exterior.
La escuela se configura así como templo del saber, de la civilización, de la salud, de la tradición, de la razón,
de la ciencia, de la verdad, de la patria, del orden, frente a un afuera donde se ubica la ignorancia, la
barbarie, el peligro, el caos.
Un segundo rasgo a destacar de la escuela es el lugar que en el aula ocupa la figura de quien enseña. El
docente se ubica en el centro de la vida escolar, es quien a la vez que enseña permite y prohíbe, controla,
vigila. No sólo sabe lo que enseña, sino que también tiene el saber acerca de cómo enseñar; es una figura
de autoridad que actúa como soporte de las acciones de los alumnos. En este sentido, es la misma
arquitectura escolar la que se encarga de dar realce al maestro o profesor y convertirlo en el único dueño
de los medios colectivos de expresión: en la clase, las relaciones se ejercen de manera asimétrica, y la
comunicación es jerárquica. Los pupitres se disponen mirando el pizarrón y el escritorio del maestro, que a
su vez se ubica sobre una tarima; los salones de clase se ordenan de tal modo que desde un corredor
central o patio se pueden controlar.
Esta organización del espacio escolar se complementa con el "método de enseñanza simultánea", que
guarda para la historia de la educación un carácter observador y punitivo. A través de este método, un
docente podía enseñar a muchos alumnos a la vez, lo que hacía la acción de la escuela más eficaz. Aunque
surgen otros métodos de enseñanza, la simultaneidad no es sostenida sólo por la "economía" de gastos
que garantiza, sino también en función del lugar que allí se le asigna al docente como única autoridad, un
docente dirige la atención simultánea de los alumnos.
Un cuarto rasgo que define a la escuela moderna es su organización graduada. La escuela se encarga de
dividir las edades, y especifica saberes y aprendizajes para cada una de ellas. Grados, niveles y modalidades
componen una pirámide ordenada, en la que cada nivel se apoya en el anterior y es base del siguiente. El
orden ascendente se corresponde con una continuidad entre los saberes comprendidos en cada uno de
estos ciclos temporales.
Estos rasgos fueron la matriz desde la cual la escuela se dio forma, matriz que se multiplicó para dar lugar a
los sistemas educativos en el momento en que el Estado incluyó la educación entre sus responsabilidades.
Para uniformizar la acción de la escuela, el Estado impuso un currículum homogéneo, indicaba qué se debía
aprender −y de qué manera− en cada ciclo.
La Argentina, en particular, es un país donde la escuela tuvo una importancia crucial para la constitución de
la nación. A diferencia de otros países latinoamericanos, aunque con semejanzas con Uruguay y Chile, la
Argentina cuenta con un sistema educativo que desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la década de
1970, no cesó de expandirse.
Este lugar se "ganó" a partir de la importancia adjudicada por el poder político a la escuela desde fines de
siglo XIX y casi a lo largo de todo el siglo XX. Esta particular articulación entre política y sistema escolar fue
a su vez la que le dio forma a este último: la apuesta por la educación no constituyó en realidad una
apuesta sino una certeza de que el sistema escolar era una herramienta clave para la constitución de
identidades colectivas, que se presentaban dispersas y variadas, y esa certeza se plasmó en objetivos,
métodos, contenidos, rituales y fines de la educación.
La máxima "civilización o barbarie" representó para el pensamiento de las generaciones en el poder una
certera síntesis de la disyuntiva sobre la cual fundar una nación. Constituyó la clave interpretativa para
pensar y nombrar los misterios de la llanura argentina. En el significante "barbarie" no sólo estaban
comprendidos sectores de la población, sino también especiales formas de vida, que traían consigo leyes
propias de organización política. La educación y la inmigración empiezan a perfilarse como respuestas a
este problema.
Es, sin embargo, especialmente la llamada "Generación del 80", que gobierna nuestro país de 1880 a 1916
−período que el historiador Natalio Botana denominó "el orden conservador"−, la que asume los desafíos
de poblar y educar. En este proyecto de país, la escolaridad pública funcionaría como un dispositivo
disciplinador de las clases populares, de los inmigrantes y de los nativos.
El primer momento histórico de quiebre lo constituye la dictadura militar que comenzó en 1976, donde se
ven claros signos del abandono del Estado de su función de educar, al caer los niveles de inversión y de
expansión del sistema. Pero el cambio más significativo de este sistema nacional de escuelas se da desde
un grupo de leyes que se sancionan en las últimas décadas del siglo XX: las leyes de transferencia de la
jurisdicción nacional a las provincias, la Ley Federal de Educación, de 1994, y la Ley de Educación Superior.
Con este conjunto de leyes, el sistema educativo pierde su carácter nacional y empieza a depender de las
provincias, a la vez que se abre a la participación de otros actores.
A lo largo de nuestra historia educativa se pueden reconocer las dificultades que el sistema educativo ha
tenido para articularse con el mundo productivo. Una desarticulación que algunos historiadores de la
educación reconocen como "congénita", producto de una sociedad agroexportadora exitosa que se
suponía capaz de derramar beneficios en el tiempo y mantener un nivel de vida comparable al de los países
industrializados.
Fueron los mismos sectores medios quienes rechazaron durante mucho tiempo la educación laboral
"formal", en tanto veían, en algunos intentos de reforma del sistema tradicional humanístico, la intención
de limitar el número de aspirantes a ingresar a las universidades. Cabe destacar el desarrollo de las
escuelas técnicas que se produjo con el peronismo en la década del 50, que supo resolver la articulación
escuela/trabajo sin sacrificar la formación general de la escuela secundaria, pero que no fue mantenido por
los siguientes gobiernos para ser prácticamente desmantelado en los noventa. Es más, en el marco de las
políticas neoliberales, las reformas implementadas retomaron el problema pero se plantearon un precario
concepto de trabajo, al que equipararon al empleo. Las propuestas pedagógicas fueron entonces de corto
alcance: capacitar personal o proporcionar conocimientos instrumentales.
Posicionarse frente a la formación laboral sin atarse a las demandas puntuales pero siendo capaz de
responder a la inserción de sus egresados en el mundo productivo es uno de los desafíos que enfrenta la
escuela actualmente.
LA ESCUELA EN LA MIRA
Hoy, la escuela es una institución que viene siendo revisada. Mucho se discute acerca de su potencia, de su
importancia, del papel que debe cumplir en este mundo cambiante. Al mismo tiempo que se la convierte
en lugar de múltiples demandas, es fuente constante de impugnaciones.
Los diagnósticos que se hacen acerca de ella son muchos y complejos, a veces contradictorios. Esta
discusión se da en diferentes ámbitos: entre los especialistas en educación, en la clase política, en los
gremios y sindicatos, en los medios de comunicación. Muchas veces tomamos parte de ella, cualquiera sea
nuestro lugar en la sociedad, porque tiene que ver con nuestros hijos, con el mundo que queremos para las
generaciones que vienen, con la responsabilidad que nos cabe como sociedad en la escuela que tenemos y
en la que queremos.
Con la intención de responder a las preguntas acerca del papel que le compete a la escuela en los desafíos
que el presente nos impone, vamos a revisar estos debates, con el objeto de visualizar cuáles son los
problemas que la escuela debe enfrentar y qué cambios y resignificaciones se debe a sí misma.
Vamos a ordenarlos en grandes grupos, intentando señalar en cada uno cómo califican la acción de la
escuela y qué aspectos marcan como deficitarios.
1) Una de las primeras críticas que ha recibido el modelo escolar discute su aislamiento con respecto al
medio. "La escuela no tiene nada que ver con la vida", "la escuela cierra las puertas a la vida", son frases
que hemos oído o dicho alguna vez. La impugnación se dirige a la escuela como espacio de encierro,
construido −tal como describimos anteriormente− de espaldas al tiempo presente.
Este reclamo se dirige directamente a la forma de lo escolar, y abre algunas preguntas: ¿cuál es el peso del
pasado, de la tradición, de lo instituido, en la educación de la infancia? ¿Qué sucede cuando la escuela
"abre" sus puertas a la vida? ¿A qué riesgos se enfrenta cuando no logra hacer diferencia con el afuera? ¿La
escuela debe trabajar con lo que el chico trae o, por el contrario ofrecerle otros mundos extraños a los que
no accedería de otra manera?
2) Desde otra perspectiva, más política, se discute, pensando en el sistema educativo en su conjunto, el
papel que la escuela cumple en la reproducción de las desigualdades sociales. Dado que el sistema
educativo se ordena con un proyecto político, que en nuestro país ha tenido siempre como base un sistema
capitalista, se señala que la escuela es funcional a un orden social que es injusto y desigual. La escuela, se
plantea, es un aparato que trasmite la "ideología dominante", de tal manera que los valores, el currículum,
los roles fijos de maestro alumno, la disciplina escolar, la concepción del "fracaso escolar", resultan
funcionales a los intereses de los grupos en el poder.
La escuela, desde esta perspectiva, reproduce, ejerce un control social, selecciona, clasifica, diferencia,
oculta, mantiene el statu quo, impone. Se abre aquí la pregunta acerca de quién define y qué es lo que la
escuela enseña; a los intereses de quién debe responder.
3) Si a comienzos del siglo XX la escuela apostó fuertemente por la homogeneización de la población
escolar, comenzando el siglo XXI la crítica se dirige justamente a esa operación, señalando que la escuela
no respeta las diferencias entre los sujetos y no trabaja con la diversidad. La escuela moderna negó las
culturas regionales, familiares, sociales que preexistían al proceso de escolarización. "Igualdad" fue en
nuestro sistema educativo sinónimo de "homogeneidad", y la inclusión que la escuela produjo fue a costa
de subsumir las diferencias de los sujetos en una identidad común.
Desde esta perspectiva, tradicionalmente la escuela uniformizó, homogeneizó, aculturizó, borró las
diferencias y disciplinó. Claro que la discusión sobre la diversidad va mucho mas allá de revisar la forma que
asumió nuestro sistema educativo con relación a las culturas de los sujetos. La apuesta por la diversidad, la
tolerancia, el respeto por la diferencia, incluye un conjunto de críticas amplias, que van desde el reclamo
por un currículum "multiculturalista", al respeto por las identidades sexuales y la construcción de narrativas
étnicas y raciales que no sean discriminatorias.
Se señala, en este sentido, que la escuela discrimina, reparte desigualmente, refuerza estereotipos,
construye jerarquías entre géneros, clases y etnias, privilegia unos modos de ser hombre y mujer por sobre
otros. El desafío que se le plantea a la escuela tiene que ver con cómo organizar y presentar los saberes,
contenidos y prácticas escolares de modo que tengan en cuenta las diferencias y las particularidades de los
sujetos, resistiendo la construcción de jerarquías culturales, de clase y de género, y de criterios de
normalidad y anormalidad.
4) Otra impugnación a la escuela se formuló en términos de discutir la calidad de la enseñanza que allí se
imparte. La discusión sobre la calidad de la enseñanza escolar fue una de las constantes en las décadas del
80 y del 90. Los argumentos que sostenían la necesidad de las reformas educativas se basaban en un
diagnóstico que planteaba que los sistemas educativos modernos habían cumplido con la expansión y la
universalización de la educación; crecimiento que se logró en desmedro de la "calidad" de los "productos".
La crítica caracterizaba un sistema educativo caro e ineficiente, con un extendido aparato burocrático
estatal, con docentes con escasa capacitación y un bajo rendimiento en el aprendizaje de los alumnos.
La "falta de calidad" se midió y se mide, fundamentalmente, a partir de dos variables:
a) La insuficiencia de formación que la escuela brinda para responder a las nuevas demandas del mercado
de trabajo. En este sentido se acusa al sistema educativo de no atender a las modificaciones operadas en el
mundo del trabajo, que requieren de formación de nuevas competencias.
Esto abre algunas preguntas fundamentales: ¿debe el sistema educativo adaptarse a las demandas del
mercado de trabajo?; ¿no es precisamente el no haber sido permeable a la demanda lo que le dio a
nuestro sistema educativo su fuerza y autonomía?
b) La falta de actualización de los saberes escolares frente al avance acelerado de las nuevas tecnologías de
la comunicación y la información. Se ha señalado que la escuela sigue centrada en el pasado, descansando
sobre el uso de la palabra, la argumentación, la linealidad, el orden secuencial, la escritura, y
desconociendo las nuevas modalidades de acceso al conocimiento y la diversidad de lenguajes. Se plantea
que las nuevas tecnologías están creando una nueva "cultura del aprendizaje" que pone en duda los
elementos que constituyeron el modelo escolar (gradualidad, simultaneidad, asimetría, etcétera).
5) La escuela es acusada, además, de dejarse "invadir" por los problemas sociales, no logrando sostener las
tareas para las que fue creada. Se acusa a la escuela de haberse convertido en comedor, ropero, centro de
salud, lugar de contención, refugio contra la violencia familiar, la drogadependencia, etc., y por ese motivo
se señala que ha dejado de ocuparse de enseñar, de transmitir, de ofrecer conocimientos.
Podríamos decir que este argumento contribuyó, sobre todo en las últimas décadas, a validar el
desprestigio de la escuela pública, pero también es una crítica recurrente de los docentes frente a una
realidad para la que no han sido preparados, crítica que se dirige a mostrar que la escuela ha cambiado sus
funciones: ya no enseña, asiste.
Como si lidiar con la pobreza no hubiera sido nunca objeto de la escuela, se construye un dilema entre
educar y asistir que olvida que educar incluye cuidar de múltiples formas. Se enfatiza que la escuela asiste,
contiene, alberga, protege, cuida. Estas críticas abren la pregunta acerca de las relaciones entre sociedad y
educación, acerca de las delegaciones que hace el Estado en la escuela como modo de atender la crisis,
acerca de la conflictividad que atraviesa la escuela cuando una sociedad como la nuestra es tan conflictiva
en términos económicos y sociales. Ahora bien, ¿cómo establecer los límites históricamente precarios
entre educar, cuidar y proteger?
6) Por último, se acusa a la escuela actual de que se ha dejado permear por la crisis de valores propia de la
sociedad. La escuela ha abierto sus puertas a una libertad que se traduce en el repliegue de la enseñanza,
el desprestigio del conocimiento y la caída de la autoridad, sin la cual no puede funcionar.
El argumento se amplía mostrando que la escuela participa del relativismo moral y cultural de nuestro
tiempo: banalización, ignorancia, superficialidad, "todo vale", falta de límites, ocio, invaden el espacio
escolar.
El lamento de la pérdida sitúa a este grupo de críticas en una constante nostalgia por un pasado mejor,
donde no se ve con claridad qué relación hay entre ese pasado de certezas y un presente tan difícil. La
nostalgia por lo perdido descontextualiza la crisis actual, dejando de lado los procesos sociales y
económicos que expulsan a gran parte de la población. Caben aquí los cuestionamientos acerca de la
universalidad de estos valores que se añoran, o acerca del fuerte peso conservador y del autoritarismo que
suelen acompañar esta queja. Deberíamos preguntarnos por la historicidad de los valores, por su carácter
situacional, por la necesidad de que sean construcciones colectivas y no simples retóricas.
Atendiendo a las críticas anteriores, la escuela, esa maquinaria superpoderosa de producción de
identidades que la modernidad supo conseguir, pareciera languidecer en un presente en el que poco puede
hacer. Claro que a lo largo de la historia ha habido múltiples experiencias que nos muestran que la escuela
libera, concientiza, emancipa, transforma, problematiza, ofrece alternativas, posibilita el pensamiento, nos
convierte en otra cosa de lo que somos, cambia destinos de lugar.
En una sociedad desigual como la nuestra, con profundos problemas para reducir estas desigualdades
entre los sujetos, la escuela sigue siendo un espacio dirigido a todos, con capacidad para abrir mundos,
para habilitar, para incluir. La escuela es un espacio que también se define por la posibilidad y la
oportunidad. Como institución pública seguramente todavía tiene mucho para ofrecer a las nuevas
generaciones si estamos en condiciones de afrontar los desafíos pedagógicos que implica que todos
efectivamente puedan aprender en la escuela.
Pineau, Pablo; La educación como derecho; Fe y Alegria. Movimiento de educación popular e integración
social; 2008
La concepción del hombre como portador de derechos es una invención del siglo XVIII. Para ese entonces,
la constitución de la teoría política liberal llevó pensar las sociedades con términos nuevos como soberanía
popular, contrato social, delegación, división de poderes y, sobre todo, ciudadanía. Según estos nuevos
postulados, todos los hombres nacen libres e iguales, lo que equivale a decir que llegan al mundo con las
mismas atribuciones y garantías. Así, el “súbdito” del Antiguo Régimen, que establecía un vínculo de
vasallaje con su señor al que no podía rebelarse, dio paso al ciudadano, individuo portador de derechos y
deberes.
Estos derechos son considerados “naturales” porque pertenecen al hombre por nacimiento, por lo que la
sociedad y el Estado debe reconocerlos sin ninguna restricción. Se refieren especialmente a proteger a los
individuos frente a los poderes absolutos –como las monarquías y los imperios-, por lo que eran más
“permisos” que atribuciones. Por eso, muchas veces aparecen enunciados como “libertades”. En nuestro
país, esto se cristalizó en la redacción de artículos Constitucionales –como el art. 14 de la Constitución
Nacional de 1853- y otras leyes que le dan amparo legal y judicial contra potenciales abusos. En el caso
educativo, esto se manifiesta en el derecho –en tanto “autorización”- de todas a aprender,
independientemente de que éste se efectivice o no.
Ya avanzado el siglo XIX, y con mayor fuerza en el siglo XX, estos primeros derechos “individuales” o
“civiles” dieron paso a una nueva generación de derechos llamados los derechos “sociales” En esta nueva
posición, la sociedad y el Estado deben abandonar su función de simples “protectores” que limita su
accionar a permitir que los sujetos hagan uso de los derechos, para volverse los garantes efectivos de su
ejercicio. O sea, no sólo deben reconocerlos, sino también protegerlos, ampararlos y velar por su
cumplimiento. Como explicábamos más arriba, para el caso educativo esto implicó ciertas medidas como el
establecimiento de la obligatoriedad y la gratuidad escolar, la comprensión del Estado docente como su
último garante, y la asignación de recursos públicos humanos y materiales para satisfacer tal fin.
Como se ve, a lo largo del tiempo la concepción de la educación como un derecho pasó de un simple
“permiso” individual a una compleja red de garantías y facultades sociales y colectivas que asociadas a la
creación de mundos más justos.
Esta situación se fue ampliando a lo largo del siglo XX, y su auge se dio entre 1945 y 1975
aproximadamente. Argentina era entonces una sociedad rica que, si bien mantenía una fuerte desigualdad
social y enfrentaba graves problemas por la falta de una distribución más justa de la riqueza que generaba,
garantizaba a la casi totalidad de la población el ejercicio de sus derechos básicos, a la vez que le prometía
mejores futuros a las generaciones venideras.
Pero hoy, en el siglo XXI, la situación ha cambiado radicalmente. Como dice Sarlo, “para (los) hombres y
mujeres (que hoy son) menores de cuarenta años, ser argentino no presupone los derechos políticos y
sociales anteriormente inscriptos en el triángulo identitario (de la ciudadanía, la educación y el trabajo)”.
La autora sostiene que, si bien esta situación terminó de consolidarse en la década del 90, comenzó con la
última dictadura militar iniciada en 1976. En ese entonces, se puso fin al largo proceso de ampliación de los
derechos a la mayoría de la población que presentamos en los párrafos anteriores, y se inició la nueva
situación de despojo. Para lograrlo, la dictadura impulsó un proyecto político basado en el estado de sitio,
el terrorismo de Estado, la prohibición del accionar de los partidos y sindicatos, la represión de la sociedad,
el abuso de poder, la sumisión de la justicia y la violación sistemática de los más elementales derechos
humanos.
Ese reordenamiento político fue acompañado por un reordenamiento económico que adscribía a las teorías
monetaristas de la escuela de Chicago que privilegian al sector financiero. La apertura de los mercados, el
fomento de las importaciones, la progresiva eliminación de los mecanismos clásicos de protección de la
producción local y una pauta cambiaria desfavorable se combinaron para dar como resultado procesos de
desindustrialización, concentración económica, desempleo y precariedad laboral.
Por supuesto, el registro educativo no estuvo exento de esta situación. La Dictadura llevó a cabo políticas
específicas que se propusieron modificar algunas lógicas previas y volverlas afines al resto de los cambios
sociales. Al respecto, Myriam Southwell sostiene que la última dictadura produjo un desmantelamiento del
proyecto pedagógico hegemónico vigente desde fines del siglo XIX que presentamos en los párrafos
anteriores, -al que la dicha autora llama “modelo civilizatorio-estatal”- que sentó las bases para el
establecimiento del neoliberalismo en la década de 1990.
De acuerdo a sus planteos, el gobierno militar dislocó el proyecto educativo fundacional mediante tres
operaciones:
1) el desarme del andamiaje del Estado docente –lo que quiere decir que el Estado Nacional cedió su lugar
principal como garante y prestador del servicio educativo para transferirlo a los Estados provinciales y a los
sectores privados-
2) el quiebre del discurso educacional que había sostenido la expansión escolar vinculado al ascenso social,
la igualdad de oportunidades y el derecho a la educación –lo que le implicó a las clases más desfavorecidas
la perdida de la movilidad social a través de la escolarización-,
3) la represión mediante el terrorismo estatal –lo que implicó el armado de una importante estrategia
represiva que iba desde la desaparición forzada de docentes y alumnos hasta el control de la vestimenta
diaria, pasando por censura de libros y cesantías varias.
En resumen: hace pocas décadas, “ser argentino” se vinculaba al ejercicio de tres derechos considerados
básicos e incuestionables: trabajo, representación política, y escuela. Esto no implica que en el pasado esto
estaba garantizado para todos, sino que se había constituído un imaginario en el que estaba presente la
aspiración y posibilidad de lograrlo. Ese fue el patrón con el que se constituyeron las identidades de
numerosas generaciones de argentinos. Pero el modelo de ajuste económico, privatización y desregulación
iniciado por la Dictadura, y puesto en plena vigencia en la década del ´90 con su corolario en la arrolladora
crisis del 2001, dieron lugar al empobrecimiento de amplios sectores de la población y a una creciente
polarización social que implicó la pérdida de los viejos soportes colectivos. En este nuevo contexto, los
individuos que antes actuaban, pensaban y sentían en el marco de estructuras sociales y normas -como las
familias, los sindicatos, los partidos políticos, etc- que les otorgaban identidades, seguridades y
obligaciones, y sobre todo le garantizaban sus derechos, ahora tienen que hacerlo en la incertidumbre del
capitalismo flexible, caracterizado por la pérdida de las certezas tradicionales y de las viejas redes de
contención. Podemos decir, que ha caído el modelo de sociedad integrada por la acción política de un
Estado capaz de articular inclusivamente al conjunto de la población y garantizar el ejercicio de derechos. El
individuo aparece fragilizado por falta de recursos materiales y protecciones colectivas que en ciertos
sectores se transforma directamente en desafiliación o exclusión social. Están “a la intemperie”, según la
expresión de Duschatzky (2007).
Esta progresiva individualización de las distintas esferas sociales –el pasaje de los espacios colectivos de
contención a la total des-sujeción de los individuos- tiene su correlato en la responsabilización individual
por la propia vida. Situaciones como la pobreza o el desempleo dejan de ser entendidas como temas
sociales para pasar a ser comprendidas como problemáticas individuales, que redunda en mecanismos de
culpabilización de las víctimas. Por ejemplo, se estigmatiza a la infancia marginada como un “peligro social”
o como una “población en riesgo”, y no se comprende a su situación como el resultado de los procesos de
segregación social: el adolescente excluido es culpabilizado por su exclusión, como si fuera producto de su
decisión personal y no una consecuencia del modelo social. Así el “problema” son “los pobres” y no “la
pobreza”, “los desocupados” y no “la desocupación”, los “delincuentes” y no “la delincuencia”·. Los
derechos se esfuman como bien social para volverse una propiedad personal limitada a pocos, y se impone
un imaginario social que considera que los derechos más “individuales” –como la propiedad y la seguridad-
son prioritarios a derechos colectivos como la educación y la salud.
Las familias de origen de los alumnos, con mayor o menor resistencia, fueron aceptando –en algunos casos
sin tener otras opciones- la autoridad de la escuela como garante del mejor futuro para sus hijos. Si bien
este mandato de la escuela ha sido central y persiste en el presente, adoptando matices en el marco de las
transformaciones contemporáneas, la confianza de la escuela en su actuación sobre las familias se
encuentra actualmente en duda. Laura Cerletti (2006), investigadora del tema, advierte sobre la actual
reiteración en el discurso de los docentes de sectores populares –que de a poco se va extendiendo a otras
poblaciones- de la idea de que “si la familia no está, la escuela no puede”. Es decir, ante la ausencia de una
familia “bien constituida”, la escuela afirma que no puede cumplir con sus objetivos. Como se comprende,
esto implica un cambio absoluto con respecto a la confianza en el poder “normalizador” de la escuela. En
consecuencia, la solución a los problemas de los alumnos –de aprendizaje, de conducta, etc.- tiende a
situarse por fuera de la escuela para ubicarlo en la familia –o, más aún, es su “falta” o “ausencia”-. Así,
como sus causas son explicadas en términos ajenos a lo escolar, también lo son sus posibles soluciones, que
se tramitan mediante derivaciones varias (médicas, sociales, psicológicas, judiciales, etc.) Se genera
entonces un círculo vicioso: se culpabiliza a las familias, considerándolas causantes de los problemas
escolares, y a la vez se las responsabiliza de la búsqueda de su solución. Las familias “carenciadas” de
recursos –muchas veces al límite de la sobrevivencia- son quienes deben conseguir per se los recursos para
resolver la situación. Este circulo vicioso habilita discursos y prácticas cargados de imposibilidad o
impotencia que se acompañan con sentimientos de angustia y desesperanza por parte de padres o
sustitutos, alumnos o docentes.
En términos materiales, el empobrecimiento y polarización social han afectado de modo singular y
dramático a miles de infantes y jóvenes que viven en condiciones de pobreza extrema, trabajan o hacen
changas, sufren el abandono o maltrato familiar o de otros adultos, deben hacerse cargo de sí mismos y de
sus hermanos, han vivido de cerca la experiencia de la muerte, han sido maltratados por las fuerzas de
seguridad o han transitado por alguna institución de minoridad.
En términos simbólicos, este proceso implicó la pérdida de la aspiración compartida a un horizonte de
futuro de acceso a los derechos. Esto les ha provocado la pérdida de la experiencia común denominada el
“tiempo de infancia” (Redondo, 2004:125), -que podemos ampliar al “tiempo de la adolescencia” y al
“tiempo de la juventud”-, asociado a esa etapa de formación y cuidado al que tienen derecho todos los
miembros de las nuevas generaciones.
También hay una redefinición actual de la juventud como el lapso que media entre la madurez física y la
madurez social en la que se goza homogéneamente de la “moratoria social”. Hoy, esto se encuentra muy
diversificado entre los distintos grupos sociales. Por ejemplo, los sectores populares ingresan no sólo muy
tempranamente al mundo del trabajo respecto a otros sectores sociales, sino que lo hacen en forma
inestable y precaria. También es frecuente comenzar a tener hijos muy cercanamente al desarrollo sexual,
abandonar temporal o totalmente el hogar de crianza, tener que responsabilizarse por la propia
supervivencia, enfrentar conflictos legales y penales, etc. La moratoria social como marca pretendidamente
abarcativa de toda la juventud enfrenta nuevos desafíos. Por ejemplo, muchos jóvenes de clases populares
tienen abundante tiempo libre como producto de la falta de propuestas integradoras. Pero ese tiempo
libre no puede confundirse con el que surge de la moratoria social de la que gozan otros sectores sociales,
que propone un tiempo libre socialmente legitimado, una etapa de la vida en que se postergan las
demandas externas, un estado de gracia durante el cual la sociedad no exige totalmente. Esa espera no es
un “tiempo libre” productivo, sino un tiempo de impotencia lleno de circunstancias desdichadas que
empujan hacia la marginalidad, la delincuencia o la desesperación. Por eso, en el plano de los derechos, es
necesario reestablecer la “moratoria social” para todos los adolescentes y jóvenes como momento de
formación para el goce pleno de sus derechos tanto actuales como futuros.
A su vez, estos procesos de diferenciación se ven atravesados por tendencias de homogeneización cultural
propuestas por el consumo y los medios de comunicación. Como esta homogeneización sólo se da en
términos de valores, aspiraciones y vínculos y no en el plano material de la distribución de la riqueza y los
bienes, no genera mecanismos de integración sino de segregación social. En sus programas y propagandas,
los medios presentan una imagen de adolescente “normal”, claramente asociada a un sector minoritario,
que se propone como deseo e imagen a alcanzar por el resto mayoritario de grupo de edad que no posee
las mismas condiciones económicas, sociales, familiares, culturales o personales que esos personajes. La
adolescencia y juventud se presentan alegres, despreocupadas, bellas, vistiendo las ropas de moda,
viviendo romances y sufriendo decepciones amorosas, habitando un mundo altamente tecnologizado, que
se mantiene ajenas de las responsabilidades de la vida supuestamente adulta (marcada por el trabajo, la
descendencia, la supervivencia, etc.) ubicadas en su tiempo futuro. Desde esta perspectiva mediática, sólo
podrían ser jóvenes quienes pertenecen a sectores sociales relativamente acomodados; los otros
carecerían de juventud.
Hoy, el circuito “normal”, por el que circulan los grupos integrados, cuantitativamente menor a sus valores
históricos, se construye con los tramos más estables y duraderos de infancia - adolescencia (prolongada)-
juventud (prolongada) – adultez. Por otro lado, se construye el circuito degradado, por el que circulan las
mayorías no integradas, compuesto por los tramos más cortos e inestables de “minoridad - adultez
temprana”. Esta situación se basa en un reparto diferencial y desigual de derechos: mientras los miembros
del primer circuito gozan de ellos, el segundo se construye mediante su ausencia.
A diferencia de esa separación previa, hoy los sujetos concretos combinan estas categorías en formas
variadas y temporarias, y se entra y sale de ellas en forma muy fluida: hoy se es a la vez alumna y madre,
alumno y trabajador, alumno y persona en conflicto penal. Esto ha llevado a la creación de alumnos más
complejos, con distintas necesidades y particularidades que no responden al modelo esperado por la
institución educativa, a la vez que le generan una cantidad de nuevas demandas.
Para comprender mejor estos procesos nos es útil una categoría acuñada por Guillermo O’Donnell (2004):
la noción de “ciudadanía de baja intensidad”. Por tal, ese autor se refiere a que, aunque en términos
formales todos tenemos los mismos derechos y libertades, a muchos le son negados de hecho: por
ejemplo, hoy son muchos los sujetos y familias que no disfrutan de protección contra la violencia policial y
las variadas formas de violencia privada; se les niega acceso igualitario a las agencias del Estado y los
juzgados; sus domicilios pueden ser invadidos arbitrariamente y, en general, están forzados a vivir una vida
no sólo de pobreza sino de humillación recurrente y de miedo a la violencia, muchas veces perpetradas por
la fuerza de seguridad que supuestamente deberían protegerlos.
“En buena medida, la posición social de los sectores populares en el actual contexto limita la vida de estos
grupos, donde lo central de su cotidiano es la búsqueda del ingreso económico. Dicha situación reduce las
aspiraciones y posibilidades de incluirse en instituciones educativas y restringe, del mismo modo, los
procesos de disputa del capital cultural
En consonancia con esto, Gabriel Kessler (2004) construye el concepto de “escolaridad de baja intensidad”
para describir el vínculo educativo que establecen con el sistema educativo muchos adolescentes de los
sectores marginados. Son alumnos que, si bien continúan inscriptos en la escuela a la que concurren con
mayor o menor frecuencia –muchas veces menor-, no realizan casi ninguna de las actividades escolares que
se supone debe hacer un alumno (cumplir la tarea, estudiar, tomar apuntes, llevar los útiles, mantener la
regularidad, someterse a evaluaciones, etc.). Se limitan a estar en las aulas en forma intermitente. O sea,
no se “enganchan” con la vida escolar. Esto produce entonces un círculo vicioso que provoca malestar en
todos los sujetos intervinientes, que se sienten incómodos en esa situación.
Volvamos al tema de los derechos para analizar los cambios que presentamos en el apartado anterior.
Beatriz Sarlo (1998) sostiene que la paradoja de la “imposición de derechos” fue la base de la propuesta
escolar en su “época de oro”. La escuela fue históricamente una maquinaria que combinó prácticas
autoritarias –la imposición- con democráticas –los derechos-, en un equilibro muy inestable que imponía
derechos aún sin el acuerdo de los sujetos involucrados.
Para esta posición pedagógica, el mejor futuro posible –al que tienen derecho todos los sujetos- sólo se
construye a partir de la negación del pasado, entendido por tal a la “historia incorporada” de los sujetos
que se deben educar. Por eso, en la escuela, el mandato hacia el otro -nativo, inmigrante, aborigen,
jóvenes, trabajadores- era: “Vení a la escuela, acá está, este es tu pupitre, este tu libro de lectura, acá está
tu maestro formado, en este lugar te vamos a enseñar a leer y a escribir, para que seas un ciudadano, para
que progreses, mejores y decidas los destinos del país, pero para eso debes dejar de lado todo lo que sos
afuera de la escuela, tenés que someterte a la operación de extirpación de todas tus marcas sociales y
culturales”. Esto tiene aún mucha presencia en las aulas; por ejemplo, cuando un docente dice frases
como: “Yo tengo una muy buena propuesta pedagógica, pero con estos chicos no se puede”, está
retomando la matriz fundacional, porque le está ofreciendo a sus alumnos lo mejor que puede –los
derechos-, pero si sólo podrá hacerlo si ellos cambian –la imposición. En el momento que sostiene que su
propuesta pedagógica es buena está afirmando que es lo mejor que posee. El problema es que para gozar
de sus ventajas, los alumnos tienen que dejar de ser quienes son histórica y culturalmente en forma total y
absoluta, por lo que se manifiesta una dificultad para pensar proyectos a partir de los sujetos concretos
que asisten a la escuela que les permita salir de las situaciones de vulnerabilidad en que se encuentran.
Hoy, esta situación de “imposición de derechos”, -por la que niños y adolescentes son convertidos en
alumnos-, convive con la “sustracción de derechos” que los convierte en menores judicializados o en
adultos tempranos. Esto los quita del lugar de alumno, supuestamente asociado a la infancia y la
adolescencia “normal”, y les priva de los derechos que dicha situación debería garantizarles.
Por todo esto, uno de los principales desafíos que actualmente enfrentamos los educadores es aportar a la
restitución de los derechos que han sido sustraídos a vastos sectores de la sociedad –en especial niños y
jóvenes- en a su vez supere el viejo dispositivo de la imposición homogeneizante. Para eso debemos ser
capaces de generar propuestas educativas que les permitan construir nuevos soportes y anclajes, debemos
lograr habilitarles la posibilidad de acceso a nuevos lugares en lo social, lo cultural y lo político, propiciando
la conexión (y muchas veces, la reconexión) con los entramados sociales que les garantice el ejercicio pleno
de sus derechos.
Pensar y generar prácticas pedagógicas que pongan el centro en la educación como derecho
Poner el foco en comprender a la educación como derecho implica tener como punto de partida la
comprensión del otro como “sujeto de derechos”. El otro - alumno no es un sujeto incompleto, un futuro
peligro social o un “portador de intereses”, sino alguien que posee ciertos derechos, con “derecho” a
ejercerlos, ampliarlos, y sumar nuevos.
En cierta forma, recuperar los “derechos de los sujetos” nos lleva a revisar algunas posiciones pedagógicas
vigentes que ponen el centro en los “intereses de los sujetos” como el garante de construcción de mejores
sociedades. En muchos casos, los “intereses” de los alumnos son comprendidos como elementos innatos y
asociales a los que debe someterse la totalidad del accionar educativo. Esto es, no se concibe a lo que
interesa a los alumnos como producto de experiencias sociales como el consumo y los medios de
comunicación, sino como marcas identitarias propias y personales, “verdaderas”, que deben ser respetadas
a rajatabla, por lo que todo intento de cuestionamiento y modificación es per se una práctica educativa
autoritaria entendida como “imposición”.
Por eso, muchas veces la pedagogía centrada en los intereses cree que la mejor educación es aquella que
les enseña los alumnos lo que ellos –de antemano- quieren aprender. A nuestro entender, estas posiciones
son mezquinas porque se corren de la función de “abrir el mundo” a las nuevas generaciones que implica
todo acto educativo, y que por tal dificultan el ejercicio de ciertos derechos.
Creemos que pasar de una educación basada en los “intereses del alumno” a otra basada en los “derechos
del alumno” amplia el “tamaño de la operación pedagógica” en la construcción de sociedades más justas.
Por eso, la pregunta principal para poner a los sujetos en el centro de la propuesta no es “qué tiene interés
en aprender” sino “qué tiene derecho a aprender”. Enseñarles sólo lo que ya les interesa aprender es
dejarlos en el “estado de dependencia” que sostenía Meirieu en el párrafo citado más arriba. El interés
debe ser, en el mejor de los casos, el punto de legada y no el punto de partida de nuestra tarea; la idea no
es hallar sino generar intereses
Las propuestas de poco tamaño han producido también un conjunto de “pedagogía de la pobreza” que, a
nuestro entender, obturan la posibilidad de generar sociedades más justas. Su operación principal es a
siguiente: se determina a priori cómo es el “alumno pobre” en términos de carencia, peligrosidad o riesgo,
y desde ese diagnóstico se establecen las propuestas pedagógicas a aplicar adecuadas a sus características,
siempre cargadas de altas dosis de prevención y compensación. De esta forma, se acorta el tamaño de la
operación pedagógica al ubicarlos en el lugar de “peligrosos sociales” en lugar de habilitarlos como sujetos
de derecho. Para esas posiciones, ser “pobre” es más importante que “ser alumno”. La pobreza es así
naturalizada como condición inmodificable y constituitiva de los sujetos y no es entendida como un efecto
de ciertas políticas que puede ser modificado por otras.
En oposición a esas posturas, estamos proponiendo recuperar el horizonte de igualdad que implica la
concepción del otro como sujeto de derecho para pensar desde allí propuestas pedagógicas que no sólo
prevengan, sino que sobre todo habiliten situaciones que permitan la irrupción de algo nuevo, no
predecible de antemano, que aporte a la construcción de situaciones de mayor justicia. Es una apuesta a
que, frente a situaciones de desigualdad, pobreza y exclusión, los docentes recuperemos la posibilidad de
desligar a nuestros alumnos de la profecía del fracaso futuro con la que llegan y de re-situarlos en un lugar
de la posibilidad, confiando en que ellos pueden aprender, que van a hacerlo y que nosotros vamos a
poder enseñarles.
Esta “igualdad de base” que implica pensar la educación como derecho se articula con generar espacios de
cuidado basados en una apuesta en confiar en las posibilidades de aprender del otro -contra todo
diagnóstico “objetivo” que pronostique lo contrario-, y con brindar conocimientos como medios de
orientación para interpretar los contextos y permitir la comprensión de la propia historia.
Frente a la crudeza de ciertas condiciones sociales, la educación tiene una función central: transmitir
conocimientos, palabras y herramientas que no dejen a los niños solos frente a situaciones críticas y les
permitan situarse en una trama de significados que los habilite para comprender esa realidad. En el marco
de una extendida exclusión social, ésta es una de las formas de inclusión que podemos llevar los
educadores y se diferencia radicalmente de la postura que considera que nada se puede hacer con esos
niños, para quienes la educación no sería más que un compás de espera en el destino de exclusión (social,
económica, laboral, política) que los espera en su vida adulta.
En esta noción de “destino no elegido” radica la potencialidad de la educación para la formación de
mundos más justos. Por eso, George Steiner sostiene que:
“Hasta en un nivel humilde –el del maestro de escuela- enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una
posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba
versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos”.
La “posibilidad trascendente” se vincula con la noción de inaugurar algo nuevo, poder romper con un
destino supuestamente prefijado. Y ser docente, es ser “cómplice” de ese hecho; no haber sido su autor, su
único responsable, sino un participante de un proyecto que involucra a otros, y especialmente a nuestros
alumnos. Es creer que el acto educativo vale la pena, y que puede inaugurar condiciones inesperadas.

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