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Anaïs Nin
Henry y June
PREFACIO DEL EDITOR
Anaïs Nin supo muy pronto que iba a ser escritora. A los
siete años firmaba sus relatos: «Anaïs Nin, miembro de la
Academia Francesa.» En su francés de colegiala escribió
numerosos cuentos y obras de teatro que brotaban de forma
espontánea de su imaginación sumamente dramática, acentuada
por su necesidad de controlar a sus dos hermanos menores.
Anaïs descubrió que solamente alcanzaba ese control
contándoles historias interminables y dándoles papeles en sus
producciones teatrales.
En 1914, a los once años, comenzó el ahora famoso diario
como una serie de cartas a su padre, que había abandonado a la
familia. Trataba al diario como a un confidente y escribió en él
casi cada día de su vida, en francés hasta 1920, y en inglés
después. (Los manuscritos, que ocupan unas 35.000 páginas,
se hallan en el Departamento de Colecciones Especiales de la
Universidad de California, en Los Angeles.) La disciplina de
escribir un diario sin lectores ni censura confirió a Anaïs, a lo
largo de los años, una habilidad especial para describir sus
emociones, que alcanzó en el período de Henry y June, iniciado
en 1931.
Escribió de forma continua, tanto obras de ficción como en
el diario, durante cuarenta y cinco años más. La Anaïs del diario
y la Anaïs novelista tenían una relación incómoda. En 1933
escribió en el diario: «Mi libro (una novela) y mi diario se
interponen constantemente el uno en el camino del otro. Me es
imposible divorciarlos ni reconciliarlos. Sin embargo, soy más
leal a mi diario. Incluyo páginas del diario en el libro, pero nunca
pongo páginas del libro en el diario, lo cual viene a demostrar
una lealtad humana a la au tenticidad humana del diario.»
A finales de los años veinte, John Erskine le expresó a
Anaïs que su diario contenía lo mejor que había escrito y ella
empezó a darle vueltas a la idea de publicar «muchas de sus
páginas». En aquel momento hubiera podido publicarse
completo, pues no tenía nada que ocultar. Fue a partir de
entonces cuando Anaïs elaboró varios planes de publicación:
transformar el diario en ficción, presentarlo bajo forma de diario
con nombres ficticios, o bien incluir tanto nombres ficticios como
reales. Sin embargo en 1932, año en que inició con Henry Miller
lo que iba a convertirse en una búsqueda del amor perfecto que
se prolongaría a lo largo de toda su vida, se dio cuenta de que
no podría publicar el diario tal como lo escribía sin herir a su
esposo, Hugh Guiler, así como a otros. Se dedicó, entonces, a
publicar sus escritos en ficción.
A mediados de la década de los treinta, tras comprobar
que con sus relatos y novelas no obtenía sino un reconocimiento
limitado a su círculo, ideó otro método más factible de publicar
limitado a su círculo, ideó otro método más factible de publicar
el diario evitando el riesgo de herir a los demás. Decidió usar los
nombres verdaderos pero, eso sí, omitiendo todo lo referente a
su vida personal, a su marido y a sus amantes.
Después de leer Henry y June, cualquiera que conozca el
primer diario publicado (1966) se dará cuenta de que se trataba
de un ingeniosísimo recurso. Probablemente, la Anaïs del diario
hubiera dado comienzo al texto inicial en su verdadero inicio, en
1914, mas la Anaïs novelista, siempre dominante, decidió
empezar en 1931, el período más interesante y dramático, justo
cuando acababa de conocer a Henry y June Miller. El presente
volumen es un repaso de ese período desde una perspectiva
distinta y presenta un material que fue excluido del diario original
y que nunca ha sido publicado. Era deseo de Anaïs que se
contase toda la historia.
El texto ha sido extraído de los diarios treinta y dos a
treinta y seis, titulados «June», «Los poseídos», «Henry»,
«Apoteosis y caída», y «Diario de una poseída», escritos entre
octubre de 1931 y octubre de 1932. Se han elegido los pasajes
que se centran en la historia de Anaïs, Henry y June. Se ha
excluido en su mayoría el material aparecido en Diario I (1931-
1934), aunque algunos fragmentos aparecen repetidos con el fin
de que el relato resulte cohe rente.
Éste fue el período más fecundo de Anaïs en lo que hace
referencia al diario. Sólo en 1932, llenó seis cuadernos. En ellos
encontramos sus primeras experiencias en el género erótico. La
puritana muchacha católica, incapaz de describir en su diario lo
que para su mente inocente no eran sino experiencias salaces de
modelo, se enfrentaba ahora a la necesidad de registrar el
despertar de su pasión. Naturalmente, ésta se vio influida por el
estilo y el vocabulario de Henry Miller, pero a la postre
prevalece su propia voz y sus escritos reflejan el frenesí
emocional y físico de ese trascendental año de su vida. Jamás
volvería a ser tan fogosa.
DICIEMBRE 1931
ENERO 1932
Hoy nos hemos visto media hora para hablar del futuro de
Henry y me ha pedido que le cuidara; luego me ha regalado la
pulsera de plata con la piedra de ojo de gato, teniendo tan
pocas posesiones como tiene. Al principio la he rechazado,
pero luego la alegría de llevar su pulsera, una parte de ella, me
ha embargado. La llevo como un símbolo. Para mí es preciosa.
Hugo la ha visto y ha dicho que no le gustaba. Quería
Hugo la ha visto y ha dicho que no le gustaba. Quería
quitármela, para hacerme enfadar. Yo la he agarrado con todas
mis fuerzas mientras él me estrujaba las manos y he dejado que
me hiciera daño. June tenía miedo de que Henry me pusiera en
contra suya. ¿Qué es lo que teme?
–Tenemos un secreto fantástico –le dije–. Yo sólo sé de ti
lo que conozco a través de mí misma. Fe. ¿Qué significa para mí
lo que Henry sepa?
Luego me encontré casualmente a Henry en el Banco. Me
he dado cuenta de que me odiaba y me ha extrañado. June había
dicho que se sentía incómodo e intranquilo porque tiene más
celos de las mujeres que de los hombres. June, inevitablemente,
siembra locura. Henry, que me consideraba una persona «poco
común», ahora me odia. Hugo, que odia muy pocas veces, la
odia a ella.
Hoy me ha dicho que cuando habla con Henry de mí trata
de ser lo más natural y directa para no dar a entender nada
desacos tumbrado.
–A Anaïs le aburría su vida, por eso nos acogió –le dijo. A
mí me ha parecido cruel. Es lo único desagradable que le he
oído decir.
Hugo y yo nos entregamos totalmente el uno al otro. No
podemos estar el uno sin el otro, no soportamos la discordia, la
guerra, el alejamiento, no podemos dar paseos solos, no nos
gusta viajar sin el otro. Nos hemos entregado a pesar de nuestro
individualismo, de nuestra aversión a la intimidad. Nuestro amor
individualismo, de nuestra aversión a la intimidad. Nuestro amor
ha absorbido nuestro egocentrismo. Nuestro amor e s nuestro
ego.
No creo que Henry y June hayan conseguido lo mismo,
porque tanto el individualismo del uno como el del otro son
demasiado fuertes. Así que están en guerra; el amor es un
conflicto; han de desconfiar uno del otro.
FEBRERO 1932
A Henry: «Tal vez no te has dado cuenta, pero hoy por vez
primera me has hecho despertar de un sueño. Todas tus notas,
tus historias sobre June nunca me hicieron daño. Nada me hizo
daño hasta que tocaste la fuente de mi terror: June y la influencia
de Jean. Cuando recuerdo de qué modo hablaba y sentía a
través de ella, lo cargada que está de riquezas ajenas, de todos
los que aman su belleza, me entra terror. Hasta el conde Braga
era una creación de Jean. Cuando estábamos juntas, June me
dijo: "Tú inventarás lo que hagamos juntas." Yo estaba dispuesta
a darle todo lo que he inventado y creado en mi vida, desde mi
casa, mis trajes y mis joyas hasta mis escritos, mis
imaginaciones, mi vida. Hubiera trabajado sólo para ella.
MARZO 1932
Henry toma notas sobre mí. Registra todo cuanto digo. Los
dos registramos, pero con sensores distintos. La vida de los
escritores es otra vida.
Me siento en su cama, con el vestido rosa extendido en
torno, fumando, y, mientras me observa, dice que nunca me
arrastrará a su vida, a los sitios de los que me ha hablado, que
para mí todos los adornos de Louveciennes resultan
convenientes y apropiados, que he de tenerlos.
–No podrías vivir de otro modo. Yo contemplo su sórdida
habitación y exclamo:
–Creo que es cierto. Si me hicieras meterme en esta
habitación, pobre, volvería a comenzar desde un principio.
Al día siguiente le escribo una de las notas más humanas
que ha recibido nunca: nada de intelecto, sólo palabras sobre su
voz, su risa, sus manos.
Y él me escribe: «Anaïs, al recibir tu nota esta noche me he
quedado pasmado. Nunca podré expresar nada que esté a la
altura de esas palabras. La victoria es tuya, me has hecho
guardar silencio, quiero decir en lo que toca a expresar estas
cosas por escrito. No sabes cuan maravillado me siento de tu
capacidad para sentirte absorbida rápidamente y luego volverte
y arrojar las lanzas, dar en el clavo, penetrarlo, envolverlo con tu
intelecto. La experiencia me dejó aturdido; sentí una particular
exaltación, un arranque de vitalidad y luego de lasitud, de vacío,
de extrañeza, de incredu lidad, todo, todo.
De regreso a casa me fijé en el viento primaveral, todo
habíase vuelto suave y aromático, el aire me lamía el rostro, me
era imposible engullir lo suficiente. Y hasta que he recibido tu
nota estaba atemorizado. Miedo tenía de que lo negaras todo.
Pero mientras leía –leía muy despacio porque cada palabra era
una revelación para mí– pensaba en tu cara sonriente, en esa
especie de alegría tuya inocente, algo que siempre había
buscado en ti pero que nunca había encontrado. A veces
empezaba de ese modo, en Louveciennes, pero luego la mente
se interponía de pronto y veía los graves ojos redondos y los
labios fruncidos, que casi me atemorizaban, o que, en cualquier
caso, me intimidaban.
»Me haces dichosísimo abrazándome indiviso, dejándome
»Me haces dichosísimo abrazándome indiviso, dejándome
ser el artista, como si dijéramos, sin renunciar al hombre, al
animal, al amante hambriento e insaciable. Ninguna mujer me ha
concedido todos los privilegios que necesito, y tú, tú cantas tan
alegremente, tan descaradamente, incluso con una risa, sí, me
invitas a seguir adelante, a ser yo mis-mo, a atreverme a
cualquier cosa. Por eso te adoro. En eso eres verdaderamente
regia, una mujer extraordinaria. ¡Qué mujer! Ahora me río para
mí mismo cuando pienso en ti; no le temo a tu femineidad. Y eso
que estabas ardiente. Recuerdo vividamente tu vestido, su color
y textura, su voluptuosidad y aire espacioso, precisamente el que
te hubiera pedido que te pusieras de haber podido prever el
momento.
«Date cuenta de que tú preveías lo que he escrito hoy; me
re fiero a lo que has dicho de la caricatura, del odio, etc.
»Podría seguir escribiéndote durante toda la noche. Te veo
permanentemente ante mis ojos, con la cabeza gacha y las
largas pestañas descansando en las mejillas Y me siento muy
humilde. Ignoro por qué me has elegido, siento extrañeza. Tengo
la impresión de que desde el momento en que abriste la puerta y
extendiste la mano, sonriente, fui acogido, fui tuyo. June sintió lo
mismo. Dijo inmediatamente que estabas enamorada de mí, o
yo de ti. Pero yo no sabía que era amor. Te hablaba con
entusiasmo, sin reservas. Y entonces June te conoció y se
enamoró de ti.»
Henry juega con la idea de la santidad. Yo pienso en los
tonos de órgano de voz y en las expresiones y reconocimientos
que obtengo de él. Y pienso en su capacidad para sentir temor
reverencial, que es lo mismo que decir para sentir la divinidad.
Tras haberme comportado con total naturalidad, con absoluta
femineidad, y haberme levantado de la cama para ir a buscarle
un cigarrillo, para servirle champán, para peinarme, para
vestirme, dice:
–Todavía no me siento natural contigo.
Hay algunos momentos en que vive en silencio, casi
fríamente. Se ausenta del presente. Luego, cuando escribe, se
templa, empieza a dramatizar y a arder.
Nuestros asaltos: él en su lenguaje, yo en el mío. Yo nunca
uso sus palabras. Creo que mi registro es más inconsciente, más
instintivo. No se muestra en la superficie, y sin embargo, no sé,
él se daba cuenta, como del peso de mis ojos. Lo resbaladizo de
mi mente contra su dirección inexorable. Mi creencia en la magia
frente a sus densas notas realistas. La alegría cuando sí percibe
la magia: «Parece que tus ojos esperen milagros.» ¿Los llevará
él a cabo?
Escribe notas como: «Anaïs, peine verde con cabello
negro. Car mín indeleble. Gargantilla bárbara. Rompible. Frágil.»
ABRIL 1932
MAYO 1932
JUNIO 1932
JUNIO 1932
Tras pasar cinco días sin ver a Henry por culpa de un millar
de obligaciones, ya no podía más. Le pedí que nos viéramos una
hora entre compromiso y compromiso. Hablamos un momento y
luego nos fuimos a la habitación de hotel más próximo. ¡Qué
profunda necesidad de él! Sólo cuando estoy en sus brazos
todo me parece bien. Después de pasar una hora con él, me
sentí con fuerzas para seguir adelante, hacer cosas que no quería
hacer, ver a gente que no me interesaba.
Una habitación de hotel tiene para mí una connotación de
voluptuosidad furtiva, efímera. Tal vez no ver a Henry ha
acentuado mi apetito. Me masturbo con frecuencia,
placenteramente, sin remordimiento ni mal gusto de boca. Por
primera vez sé lo que es comer. Me he engordado dos kilos. Me
entra un hambre frenética y la comida me produce un placer
prolongado. No había comido nunca de esta manera carnal y
prolongado. No había comido nunca de esta manera carnal y
profunda. Ahora sólo deseo tres cosas: comer, dormir y follar.
Los cabarets me excitan. Quiero escuchar música estridente,
ver caras, pasar rozando cuerpos, beber «Benedictine»
ferozmente. Las mujeres hermosas y los hombres guapos
despiertan fieros deseos en mí. Quiero bailar. Quiero drogas.
Quiero conocer a gente perversa, llegar a la intimidad de ellos.
Nunca miro los rostros ingenuos. Quiero morder la vida y que
me desgarre. Henry no me da todo esto. He despertado su
amor. Maldito sea su amor. Me folla como nadie, pero quiero
más. Me voy al infierno, al infierno, al infierno. Salvaje, salvaje,
salvaje.
Voy a ver a Henry sin ganas. Tengo miedo del Henry suave
con quien me voy a encontrar; se parece demasiado a mí.
Recuerdo que desde el primer día esperaba que él tomara la
iniciativa, en la con versación, en la acción, en todo.
He pensado amargamente en la magnífica determinación,
iniciativa y tiranía de June. «No son las mujeres fuertes las que
hacen débiles a los hombres, sino los hombres débiles los que
hacen a las mujeres excesivamente fuertes.» Yo me presenté
ante Henry con la sumisión de una mujer latina, dispuesta a
dejarme arrollar. Y él ha dejado que lo arrolle yo. Siempre ha
temido decepcionarme.
Ha exagerado mis expectativas. Se ha preocupado por
cuánto y hasta cuándo lo amaría. Ha permitido que el
pensamiento se in terfiera en nuestra felicidad.
Henry, amas a tus putitas porque eres superior a ellas. Te
has negado a conocer a ninguna mujer que esté a tu altura. Te ha
sorprendido en qué medida yo era capaz de amar sin juzgar, de
adorarte como no te ha adorado ninguna puta. ¿Es que no te
hace más feliz que te adore yo, no te hace infinitamente superior?
¿Se aco bardan todos los hombres ante un amor difícil?
Para Henry todo sigue como antes. No percibió mi
vacilación cuando propuso que fuéramos al «Hotel Cronstadt».
Nuestra hora fue aparentemente tan pletórica como siempre y él
estuvo lleno de adoración. No obstante, yo tuve que hacer un
esfuerzo para amarlo. Tal vez sea que me ha asustado. Esperaba
que volviera a estar impotente. No tenía la misma exaltada
seguridad. Ternura, sí. La mal dita ternura. Recuperé la felicidad,
pero era una felicidad fría. Me sentía distante. Nos
emborrachamos y así fuimos felices. Pero yo pensaba en June.
JULIO 1932
JULIO 1932
Anhelo a Henry, sólo a Henry. Quiero vivir con él, ser libre
con él, sufrir con él. Algunas frases de sus cartas me obsesionan.
Sin embargo, tengo dudas sobre nuestro amor. Temo mi
impetuosidad. Todo está en peligro. Todo lo que he creado.
Sigo a Henry el escritor con toda mi alma de escritora, entro en
sus sentimientos mientras vaga por las calles, comparto sus
curiosidades, sus deseos, sus putas, pienso sus pensamientos.
Todo en nosotros está unido en ma trimonio.
Henry, no me mientes; eres todo lo que creo que eres. No
me engañes. Mi amor es demasiado nuevo, demasiado absoluto,
dema siado profundo.
Esta noche, mientras Hugo y yo bajábamos desde la cima
de la colina, he visto París envuelta en una neblina de calor.
París. Henry. No he pensado en él como hombre sino como
vida.
Perversamente, le he dicho a Hugo «Hace un calor terrible.
¿No podríamos invitar a Fred, Henry y Paulette a pasar la noche
en casa?»
Ello se debía a que esta mañana he recibido las primeras
páginas de su nuevo libro, unas páginas estupendas. Ahora es
cuando está escribiendo mejor, enfebrecido pero coherente.
Cada palabra, da en el clavo. Está entero y fuerte como nunca lo
ha estado. Quiero respirar su presencia unas horas, darle de
comer, refrescarle, llenarlo de esa emanación de tierra y árboles
que enardece su sangre. Dios mío, es como vivir un orgasmo
continuo, sólo interrumpido por pequeñas pausas entre
arrebatos.
Quiero que Henry sepa esto: soy capaz de subordinar los
celos de mujer a la apasionada devoción por el escritor. Siento
una orgullosa servidumbre. En sus escritos hay un esplendor que
trans figura todo lo que toca.
Anoche Henry y Hugo se defendieron mutuamente, se
admiraron mutuamente. Floreció la generosidad de Hugo. Una
vez en nuestro dormitorio le compensé por ello. Durante el
desayuno, que tomamos en el jardín, leyó las últimas páginas de
Henry. Su entusiasmo se inflamó. Yo aproveché la ocasión para
Henry. Su entusiasmo se inflamó. Yo aproveché la ocasión para
proponer que le abriéramos nuestra casa, a él, el gran escritor.
Mientras me cogía la mano, sopesando mis tranquilizadoras
palabras –«Henry me interesa como escritor, nada más»–
consintió en todo lo que yo quería. Salí a la verja a despedirlo.
Es feliz sólo con sentirse amado, y yo estoy asombrada ante mis
propias mentiras, mi fingimiento.
SEPTIEMBRE 1932
Allendy es lo desconocido.
Eduardo, a -quien le he contado todo esto, se alegra de
que me está acercando a Allendy. Ambos odian a Henry.
Con todo, esta noche deseo a Henry, mi amor, mi esposo,
a quien pronto voy a traicionar con tanta pena como sentí
cuando traicioné a Hugo. Ansío amar con una entrega total, ser
fiel. Me encanta el surco por el que ha corrido mi amor por
Henry, sin embar go, unas fuerzas diabólicas me apartan de todo
surco.
Allendy está ayudando y dando mucha fuerza a Hugo. Está
empezando a quererle porque hay en él cierto elemento de
homose xualidad.
Allendy es ahora un dios demonio que dirige todas nuestras
vidas. Anoche, mientras hablaba Hugo, observé la hábil
influencia de Allendy. Me reí estrepitosamente cuando dijo que
Allendy le había dicho que yo necesitaba ser dominada. Hugo
respondió: «Sí, pero eso es sencillo. Anaïs es latina y por lo
tanto dócil.» Allendy debió de sonreír. Luego Hugo llega a casa
y se lanza sobre mí con una nueva furia, y yo disfruto, sí,
disfruto. Siento que en este momento tengo la fortuna de contar
con tres hombres maravillosos y de ser capaz de amarlos a los
tres.
Supongo que es únicamente un escrúpulo lo que me impide
disfrutar de ellos. Ojalá Allendy fuera más enérgico. Se somete
a las mujeres. Le gusta la agresividad que demuestro en nuestros
juegos sexuales. Su primera experiencia sexual fue pasiva y tuvo
lugar a los dieciséis años; una mujer mayor le hizo el amor.
OCTUBRE 1932