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Nombre: Cervantes Ventura Heissel

Número de cuenta: 421150757


Asignatura: Historia Económica General II
Asesor: Erasto Antúnez Reyes
Semestre: 2022-2
Facultad: Economía
Después de la gran guerra, el problema que tenía Europa era restaurar el sistema
monetario las dificultades fueron considerables. En la base de todas ellas estaba
el hecho de que la inflación bélica hubiera disminuido el poder adquisitivo de las
monedas y, además, que esta disminución hubiera sido diferente en unos países y
otros, por lo cual los tipos de cambio no eran los mismos que antes.
Para los estadistas de la época eran evidentes las virtudes del patrón oro que,
como sistema de pazos internacionales, había permitido la gran prosperidad de la
belle époque. La cuestión era que la adopción de paridades distintas de las de
preguerra implicaba devaluaciones, y también significaba reconocer la
inflexibilidad de precios y salarios a la baja. Para muchos el cambio de paridades
era no sólo peligroso, sino inmoral, porque los europeos se habían acostumbrado
a vivir con una seguridad inmutable basada en el sagrado valor del oro y la
moneda.
Ofrecer a los europeos de la posguerra menos oro por sus billetes era considerado
una especie de estafa por parte de los poderes públicos, una frustración del deseo
profundo de los ciudadanos de recuperar el valor pleno de sus ahorros. El público
había aceptado los billetes de banco porque sabía que eran convertibles a
voluntad en una determinada cantidad de oro: si esa equivalencia se modificaba
hoy, podría modificarse también en el futuro; lógicamente, el público desconfiaría
de los billetes y preferiría atesorar oro.
Otro aspecto del problema, donde también se aunaban las cuestiones de
moralidad y de riesgo, era el de la competencia desleal. Si unos países
restablecían la convertibilidad por debajo de la paridad de preguerra, serían más
competitivos internacionalmente que los que la restablecieran a la antigua paridad,
y ello entrañaría un doble sacrificio para estos últimos, que deberían rebajar aún
más sus precios y salarios para poder competir con los que habían rebajado sus
monedas.
Otra variedad de patrón oro también muy empleada en el periodo de entreguerras
fue el llamado «patrón lingotes oro»; según este sistema, la convertibilidad oro de
los billetes del banco central se mantenía, pero sólo para cantidades muy grandes
(lingotes), es decir, solamente para unos pocos operadores. De esta manera se
evitaba que el público, en momentos de pánico, se agolpara ante el banco central
para transformar sus billetes en oro. Técnicamente, los billetes eran convertibles
en oro, pero el metal no se acuñaba ni circulaba. Sin embargo, la resolución de un
problema conducía a otro; el peligro del patrón de cambios oro radicaba en que la
transmisión internacional de una crisis podría hacerse de manera más rápida,
fulminante y peligrosa que con el patrón oro a secas.
En todo caso, durante el decenio que siguió al fin de la Gran Guerra, tras unas
inflaciones galopantes en los países de Europa Oriental, una serie de
estabilizaciones, facilitadas en su mayor parte por préstamos estadounidenses,
permitieron volver a la normalidad monetaria y a la restauración del patrón oro en
esos países.
Un caso diferente fue Alemania la inflación alemana llegó alcanzar unas
dimensiones históricas. Entretanto, se había convocado una conferencia para
estudiar el enojoso problema de las reparaciones, que produjo un plan elaborado
por una comisión presidida por el político y militar estadounidense Charles Dawes.
El Plan Dawes consistía en mantener la cifra total de deuda, pero alargando el
plazo de pago, disminuyendo por tanto las anualidades y empezando por pagos
menores en la esperanza de que la recuperación de la economía alemana
permitiera mayores pagos en el futuro. El Plan Dawes fue aceptado por todos, y
gracias a él el nuevo marco mantuvo su estabilidad y las tropas franco-belgas
acabaron por abandonar el Ruhr en 1925. No faltaron sin embargo voces que
señalaran lo precario del nuevo equilibrio, por estar basado esencialmente en el
flujo de los préstamos norteamericanos.
La inflación alemana, aparte de constituir un caso insólito por sus dimensiones,
tuvo muy serias y duraderas consecuencias, que dejaron graves secuelas en la
memoria colectiva, no sólo de Alemania, sino del mundo entero. Por otra parte, el
recuerdo de la inflación dejó una huella indeleble en la memoria colectiva alemana
y un miedo a la política de dinero fácil que aún hoy está presente y se manifestó,
por ejemplo, a finales de los años 1990 en la desconfianza de los alemanes hacia
el euro y en su apoyo largamente sostenido a la política del “marco fuerte”. Este
miedo a la inflación explica la pasividad de los medios financieros alemanes ante
la deflación de 1930-1933. Lo mismo puede decirse de los otros países
importantes, como Estados Unidos, Inglaterra o Francia, cuyas autoridades
monetarias no se atrevieron a seguir políticas anticíclicas en los primeros
momentos de la Gran Depresión y que, cuando lo hicieron, las aplicaron de
manera tímida e insuficiente. En una palabra, la memoria de la inflación alemana
contribuyó a agravar el impacto de la depresión mundial ocho años más tarde.
Los casos de otros países de Europa Oriental fueron algo parecidos, aunque los
precios y la depreciación de la moneda no alcanzaron las dimensiones
astronómicas de Alemania. En general, las inflaciones en los países de Europa
Occidental fueron, aunque fuertes, menos virulentas que en la mitad Oriental. En
algunos de ellos, como Holanda y los países escandinavos, o como la propia
Inglaterra, las alzas de precios fueron relativamente moderadas y la vuelta a las
paridades de preguerra no parecía algo utópico o arriesgado, aunque requiriera
una fuerte medida de deflación.
El patrón oro era el elemento más simbólico de la situación de preguerra y del
glorioso pasado de la economía británica, y aquí Inglaterra se encontraba en un
dilema. El nivel de precios había subido durante la guerra; si Inglaterra adoptaba la
paridad de preguerra, es decir, que la libra tuviera el mismo valor en oro que en
1913, ello podría implicar una sobrevaluación de la moneda británica, lo cual
encarecería los productos británicos con respecto a los de otros países.
Las consecuencias fueron las de esperar. Keynes escribió inmediatamente una
serie de artículos atacando la decisión, Entretanto, la fuerte resistencia de los
trabajadores a aceptar reducciones en los salarios y de los empresarios a bajar los
precios fue haciéndose sentir. En 1926 hubo una huelga general, que sólo duró
nueve días, pero que dejó una secuela de resentimiento y malestar, persistiendo
además una larguísima huelga en las minas de carbón. Pese al fracaso de la
huelga general, los salarios reales no bajaron lo bastante como para aliviar el
déficit de la balanza de pagos. El paro siguió aumentando y el gobierno se vio
obligado a ampliar el subsidio de desempleo en 1927.
El problema más grave a mediados de los veinte, sin embargo, parecía ser el de
Francia y Bélgica, porque habían sido los más seriamente afectados por la guerra
en Europa Occidental. Las destrucciones físicas habían sido muy grandes y
ambos contaban con las reparaciones para emprender la reconstrucción.
El caso italiano presenta un contraste interesante con el de Francia y Bélgica por
un lado y con el de Inglaterra por otro, un contraste que muestra la interrelación
entre la política y el patrón monetario. Los políticos españoles hubieran querido
adoptar el patrón oro, pero nunca se sintieron lo suficientemente fuertes para ello y
el Banco de España no lo aconsejaba. Se temía que la convertibilidad oro
conllevara una sangría en las reservas del Banco de España.
Hacia 1930 prácticamente toda Europa y toda América habían adoptado el patrón
oro, y también lo habían hecho importantes países asiáticos como oceánicos
como Australia, Nueva Zelanda, Filipinas, India y Japón, y los africanos
independientes más importantes, como Egipto y la Unión Sudafricana. Países
destacados fuera del patrón oro (excluyendo colonias, claro) eran España, China,
Turquía y, por supuesto, la Unión Soviética.
Los países americanos lo habían adoptado pronto y con relativa facilidad, tras
volver Estados Unidos a la convertibilidad oro poco después de acabar la guerra,
en 1919. Los países más estrechamente ligados a Estados Unidos (Cuba,
Nicaragua, Panamá y Filipinas) lo hicieron simultáneamente en 1919. Animó a
Argentina, Chile, Brasil, México, Canadá y a la mayor parte de los países
latinoamericanos que aún no lo habían hecho, a adoptar el patrón oro hacia 1926-
1927. Algunos de ellos, como México, Chile, Ecuador y Colombia, crearon nuevos
bancos centrales e Implantaron reformas inspiradas en las recomendaciones del
profesor Kemmerer. Otros países, como Brasil, acudieron asimismo a expertos
internacionales. Hemos visto que en Europa también invitaron a asesores internos
y externos como España y Polonia; esta última, contó además con el consejo del
propio Kemmerer.
No se había aún rematado este complicado edificio áureo cuando, en expresión de
Condliffe y Eichengreen, aparecieron las primeras “grietas en la fachada”. Éstas
vinieron causadas, naturalmente, por el inicio de la Gran Depresión, cuyos
orígenes y consecuencias se analizan más adelante. Las grietas se convirtieron en
un primer y gran boquete el 21 de septiembre de 1931, cuando Inglaterra decidió
suspender la convertibilidad oro de la libra. Recordemos que Portugal acababa de
proclamar, el 9 de junio de 1931, la convertibilidad oro de su moneda y que
España estaba en aquellos momentos planeando adoptarla por primera vez en su
historia.
El abandono del patrón oro por Inglaterra fue una decisión histórica, aunque el
gobierno en aquel momento anunciara la medida como temporal. En realidad,
otros países lo habían hecho algo antes: Argentina, en diciembre de 1929;
Alemania, desde junio de 1931, había suspendido el patrón oro subrepticiamente
al introducir controles de créditos y cambios, aunque en realidad nunca lo abolió
formalmente, Di siquiera en el periodo nazi. Sin embargo, la medida inglesa tuvo
trascendencia histórica y alcance mundial porque Inglaterra era aún una primera
potencia económica y se la consideraba la patria del patrón oro. Para Inglaterra la
decisión fue muy difícil de tomar, y puede decirse que fue una medida in extremos
y pretendidamente provisional.
El encarecimiento del crédito y la escasa competitividad internacional causaban
paro, lo cual exigía un aumento del gasto público para pagar los subsidios de
desempleo. Ello, añadido a la menor recaudación por la crisis, provocaba un déficit
presupuestario que, aunque no era muy alto, unido al bajo nivel de reservas en el
Banco de Inglaterra debilitaba la confianza de los financieros y agentes
internacionales en la libra. Además, había un problema comercial. El déficit de la
balanza de pagos se había venido aminorando o había venido desapareciendo
desde el siglo XIX gracias a la llamada balanza de invisibles, la exportación de
servicios: típicamente seguros y fletes, pero también servicios bancarios, legales,
etcétera. Esta partida, sin embargo, fue disminuyeron lentamente desde mediados
de los años veinte y cayó fuertemente con la Gran Depresión.
En gran parte, fue un cambio que muchos consideraron saludable, y que la
autoridad monetaria estadounidense había estado tratando de producir en los
meses, incluso años, anteriores, por el deseo de cortar un proceso que
consideraba excesivamente especulativo. Lo que fue una sorpresa para todos fue
la magnitud y violencia de la caída, así como la conversión de lo que ellos
consideraban que debía ser un ajuste temporal en la mayor depresión que hubiera
jamás experimentado la economía estadounidense, y que hubieran sufrido la
mayor parte de las economías europeas y latinoamericanas. A partir de finales de
octubre era claro que la Bolsa estadounidense estaba en caída libre.
El pánico y la desesperación cundieron: igual que la Bolsa había sido el emblema
del optimismo estadounidense en los años veinte, en los treinta se convirtió en el
símbolo del pesimismo. Todos los indicadores empezaron a caer, excepto los que
ya lo habían hecho antes, que simplemente continuaron el desplome. La renta
nacional estadounidense en su conjunto cayó en parecidas proporciones en el
mismo periodo: un 32%.
El economista heterodoxo más escuchado en los años treinta fue John Maynard
Keynes, que primero había logrado fama con su libro sobre Las consecuencias
económicas de la paz, y que luego volvió a hacerse famoso por sus ataques
contra el patrón oro y en especial contra Winston Churchill.
La Gran Depresión fue una catástrofe social de dimensiones y características
hasta entonces desconocidas; su causa última estuvo en tratar de poner en
práctica simultáneamente paradigmas económicos y sociales incompatibles.
De un lado se intentó volver a un sistema monetario, el patrón oro, que requería
unas normas de comportamiento social muy estricto; de otro lado se intentó evitar
la disciplina social que el funcionamiento del patrón oro requería, disciplina cuyo
mantenimiento resultaba políticamente imposible dentro del ordenamiento
democrático que se fue generalizando en las primeras décadas del siglo XX y
cuya implantación se aceleró tras la primera Guerra Mundial, y que requería un
fuerte aumento del gasto público con destino a transferencias sociales. Igual que
fracasó el intento de mantener el patrón oro sin pagar las consecuencias políticas
que este sistema conllevaba, los remedios contra la depresión se aplicaren con
ineptitud y retraso, por la simple razón de que los responsables políticos no
entendían la situación y no conocían las curas. Costó dos años o más lograr
encontrar las fórmulas ad hoc que permitieran salir de la depresión, y eso, en la
mayor parte de los casos, con unas políticas de “sálvese quien pueda”, en que
cada país trataba de mejorar su economía a costa de los demás.
Hay que señalar que, a pesar de estas claras diferencias doctrinales, en la
práctica los sindicatos en los países comunistas fueron bastante parecidos a los
sindicatos fascistas, ya que los sistemas comunistas también se caracterizaron por
un férreo control del mercado de trabajo.
Pese a la docta opinión de A. J. P. Taylor, las réplicas convincentes de Trevor-
Roper y Bullock dejan claro que el gran responsable personal del inicio de la
guerra fue el dictador nazi, Adolf Hitler, aunque formalmente la declaración de
guerra la hubieran hecho Inglaterra y Francia el 3 de septiembre de 1939 tras
invadir Alemania Polonia el primero de septiembre.
Los hechos en principio son evidentes: tras llegar al poder, Hitler llevó a cabo el
programa que venía delineando desde hacía tiempo: rechazo del Tratado de
Versalles y expansionismo alemán hacia el este, con la finalidad última de derrotar
a la Unión Soviética y permitir la expansión alemana hacia el este, que era uno de
los objetivos últimos de la política nazi.
La eventualidad de una guerra en dos frentes, por tanto, había sido considerada
por el gobierno nazi, como lo había sido por el gobierno imperial alemán antes de
la Gran Guerra.
En cierto aspecto, la II Guerra Mundial tuvo motivaciones similares a las de la
primera: el deseo alemán de ser la potencia hegemónica en Europa. El que
Alemania volviera a plantear una nueva guerra en términos muy parecidos a la
precedente veintiún años después de haber salido derrotada en la anterior resulta
difícil de entender de un pueblo tan racional como el alemán.
Bibliografía:
Tortella, Gabriel “IX. Depresión y totalitarismo” 275-364p en Los orígenes del S.
XXI. Madrid, 2006.

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