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México: de la Revolución a la novela

Marta Portal

La Revolución Mexicana fue el acontecimiento sociopolítico que conmocionó la


conciencia colectiva de un pueblo y proporcionó a sus artistas e intelectuales el material
vivo de inspiración, reflexión y autoconocimiento. Los cambios en la sociedad civil, en
ese período, 1910-1917, de la lucha armada, son tan importantes como los militares, y
de ellos deriva la actual sociedad mexicana, su estatus político y ¡todavía! la actitud
crítica de muchos pensadores y novelistas que se vuelven, como referencia iniciática, al
pasado revolucionario para encontrar en él, recreándolos, los ideales que suponen han
sido traicionados o incumplidos.
La Revolución Mexicana proporcionó a los escritores de oficio y a narradores
improvisados el argumento, la expresión y la justificación ética que los obligaron a
escribir sobre los acontecimientos nacionales, en un período literario en que el realismo
y el costumbrismo naturalista todavía pretendían explicar la vida.
Este capítulo de la literatura Hispanoamericana que se conoce con el nombre de
«Novela de la Revolución Mexicana» es un fenómeno literario cuyas derivaciones no se
han agotado y podemos rastrear en novelas contemporáneas, tan alejadas del realismo y
tan diferentes entre sí como: La muerte de Artemio Cruz (62), José Trigo (66) o Los
relámpagos de agosto (64) la «antinovela» de la Revolución.
Hay que tener en cuenta que R. M. es la primera revolución del siglo XX, anterior a
la rusa, y el movimiento social más importante de América, por lo menos hasta el año
60. La R. M. es un movimiento confuso en sus orígenes, si exceptuamos como causas
germinantes la madurez histórica de un pueblo que dice ¡Basta! a la injusticia y a la
corrupción del caciquismo, y que siente la asfixia de un orden mantenido por la
represión. Un pueblo en el que se había ido configurando una nueva clase media (¡por el
orden y el progreso porfirianos!!!) que no veía perspectiva de cambio ni posibilidad de
acceso a la participación, ni mucho menos a la responsabilidad de gobernar, y se sentía
ahogada en la inmovilidad social de la dictadura que había propiciado el liberalismo.
Un grupo de jóvenes intelectuales, unidos en «El Ateneo de la Juventud», fueron en
ese momento «el alma de México -al decir de Samuel Ramos- [...] pero un alma sin
cuerpo».
En aquel mundo social en que los valores de la clase preeminente eran importados
de Europa, surge la Revolución como un cambio cualitativo. La Revolución es el
tiempo dinámico que va a hacer posible los cambios de fortuna, los encuentros azarosos,
los heroísmos y las brutalidades. Hay trasvase de gentes de Norte a Sur del país; todo
ello da al pueblo una conciencia nacional. Así surge la literatura mexicana
verdaderamente independiente. Si la literatura es la conciencia de un pueblo, tampoco
ella puede nacer sin convivencia en común: la R. M. es el drama en que participan todos
los mexicanos y que propiciará el nacimiento de una novelística que, a manera de la
épica, da su mayoría de edad literaria a las letras mexicanas.
Casi todos los temas de la novela de la R. serán propuesta de reflexiones filosóficas
posteriores. Toda novela es una pregunta lanzada al azar. La novela de la R. M. inquiere
sobre el sentido de esa existencia y convivencia en común que ha puesto al descubierto
ese trasvase humano que supuso la R. La novela de la R. M. es el medio y la expresión
de un proceso colectivo de doble vertiente, que Brushwood llama «proceso simultáneo
de introversión y extroversión». Es un interrogante hacia adentro y una pregunta
también hacia el exterior.
-¿Quién soy? ¿Qué vamos a proponernos ser?
-¿Qué somos para los demás?
La Novela de R. es también el medio por el que las nuevas generaciones, hablando
de ella (o mejor, leyéndola), acceden al proceso general.
Al hablar de la novela de la R. son ya referencia obligada los nombres de Azuela,
Martín Luis Guzmán, López y Fuentes, José Rubén Romero... Los dos primeros tienen
una significación auroral en este capítulo novelístico. Azuela, porque fue el iniciador del
género, más con Andrés Pérez, maderista, 1911, que con Los de abajo, 1916.
Descubierta ésta última en 1925, cuando Azuela ya había desistido de seguir explorando
la veta revolucionaria. Los de abajo fue publicada en El Universal Ilustrado, por
entregas, en cinco cuadernos semanales, anunciándola como «la única novela de la
Revolución». Y Martín Luis Guzmán, desde España, envió al mismo periódico, en
1926, sus recuerdos revolucionarios novelados, que habrían de recogerse en el libro, El
águila y la serpiente, publicado en Madrid en 1928, por Aguilar. Esta novela obtuvo
resonancia y éxito inmediatos y suele considerarse esta obra como la segunda gran
novela revolucionaria después de Los de abajo. A la vez impulsora de esa temática que
habría de monopolizar durante casi dos décadas el interés y la atención de los narradores
mexicanos.
A pesar de esta contigüidad de la atención lectora y crítica de las dos grandes
novelas, cerca de treinta novelas de la Rev. selecciona John Ruttherfford, escritas antes
de 1925, comenzando la selección en el año 1911, con Andrés Pérez, maderista, novela
que no fue, ni siquiera en tan temprana época ni sola ni única.
«Novels of the Revolution started to be written in the
earliest months of the armed conflict. The first two to be
written were both published in 1911: one a mere curiosity,
the other a novel of real importance. The curiosity was La
majestad caída, by the octogenarian Juan A. Mateos».

Entre las obras curiosas, por poco mencionadas o por poco conocidas y comentadas,
de este período revolucionario, se destacan las del periodista reaccionario y
contrarrevolucionario Alfonso López Ituarte, El Atila del sur (1913) y Satanás (1914).
La fecha 1915/16 nos trae, no solo Los de abajo sino, además una aportación española
al capítulo novelesco, La tórtola de Ajusco, del profesor español Julio Sesto, que noveló
una historia de amor con el panorama de la Revolución como telón de fondo, y tuvo un
éxito extraordinario, el único éxito de esa etapa, quizá por el sentimentalismo de la
anécdota, sentimentalismo que tanto escaseaba en la dramática y caótica situación por la
que México atravesaba.
De los años 18 al 24 se inicia una novela que se conoce con el nombre
de neocolonialista, cultivada por los jóvenes de los círculos literarios de la capital. El
iniciador es Francisco Monterde. Julio Jiménez Rueda, Genaro Estrada, Artemio de
Valle Arizpe, Ermilo Abréu Gómez, fueron los mejores representantes de esta primera
tendencia posrevolucionaria, en que los escritores se volvían hacia anécdotas del
pasado colonial.
A finales de esta década en que la Revolución fue el tema monolítico de novelística
mexicana aparece una obra que se ha considerado indigenista, El resplandor (1937), de
Mauricio Magdaleno, pero que a mí me parece tiene un más amplio significado:
introduce en el relato un tratamiento más complejo de la realidad; va en busca de un
pasado histórico en que insertar como principio de causalidad parte de las explotaciones
e injusticias del presente, que abocarán a los ciclos encadenados de explotaciones, hasta
llegar a la más cruel y desesperanzada: la que ejerce el de la propia clase, la de la propia
raza.
De este inicio de cala psicológica que supone El resplandor nos encontramos ya
plenamente inmersos en un nuevo período narrativo en que la oposición, mundo =
estructura objetiva-protagonista = estructura subjetiva, va a darse en un contexto de
complejidades psicológicas y formales. En el 43 escribe José Revueltas El luto
humano de predominantes dimensiones subjetivas, en que la relación con lo exterior es
un dolor, un desengaño, una trampa, una explotación, -que revierte en la conciencia de
los protagonistas- como un sinsentido de toda su existencia. Han participado en la
Revolución, en las huelgas, en todo lo que les han pedido, y no saben por qué. La
religión tampoco les da ningún saber: solo saben que mueren. Revueltas es un
revolucionario marxista y, en ocasiones consigue que su compromiso político no
traicione el arte. Sus obras son irregulares. Tienen momentos de vigoroso acento
poético, otros, de excesos y, de propaganda panfletaria. Pero no puede olvidarse la
amargura, la soledad y la hiriente desesperanza que destilan. En El luto humano los
buitres zopilotes parecen ganar; aguardan a que perezca el grupo de hombres y mujeres
que agonizan en las últimas páginas y que un minuto antes de morir tienen una vaga
conciencia lúcida de que mueren redimiendo algo, pero sin saber qué. Para mí,
Revueltas se me presenta en su obra como un intérprete del existencialismo opaco; sus
personajes son Sísifos ciegos.
En el 47 se publicará la novela de Yáñez, Al filo del agua, novela situada
cronológicamente al filo de la Revolución, pero en la que la Revolución tiene un valor
dialéctico y no necesario como en el primer ciclo de esta novelística. De Yáñez, se ha
dicho, que inicia «la otra novela de la R. Mexicana», aunque a mi entender ya estaban
los nuevos modos esbozados en obras anteriores. Aquí, la oposición sociedad-sujeto se
transforma en fuerte contradicción: «La visión moderna del pasado reciente», el deseo y
las apariencias, la vida comunal y los insomnios inconfesables; la culpa y el «auto-
castigo»; el instinto sexual y la represión cuaresmal; el doble juicio público -el «qué
dirán» y la «confesión pública»- y la obsesión solitaria; lo colectivo y lo individual.
Para Paz el tema central, insoluble, de la obra, es el combate y la complicidad de
religión y erotismo que mutuamente se abrazan, se alimentan y se autodevoran. La
novela de Yáñez ofrece igualmente la característica que apunté en M. Magdaleno, una
mirada retrospectiva al suceso anterior revolucionario, buscándole antecedentes
sociológicos y enraizarla en la historia anterior, buceando en los fondos y no solo
espumando el borbotón que se derrama.
Esta complejidad narrativa y análisis más sutil de la realidad que llevan a cabo estos
novelistas de la década de los 40, va a alcanzar su máxima expresión en la obra breve de
Juan Rulfo, El llano en llamas (53) y Pedro Páramo (55). En Rulfo se produce una
condensación del lenguaje y una mitificación de situaciones y tipos. La obra de Rulfo,
para emplear sus propias palabras, camina más de lo que lleva andado, y es que la
extensión literal de su prosa contiene sobriedad poética. El tema central puede ser
también la culpa y el castigo (o la condenación), pero la culpa y la condenación en
planos diferentes a los acostumbrados; en un plano intemporal, y en un tiempo acrónico
simultáneo. Los personajes -tardamos algo en darnos cuenta- viven ya en un purgatorio:
la culpa es la memoria -el recuerdo de la culpa-; son almas en pena que no encuentran el
descanso eterno, y que viven «en pena» en los mismos lugares que habitaron en pecado
(la mitología azteca dice que las almas no se mudan). La acción gira en tres tiempos
simbólicos: el tiempo dinámico en que la comunidad gira alrededor del cacique: Pedro
Páramo. El cacique, alrededor de una loca: Susana San Juan. La loca en sus giros
propios, convulsionada por los recuerdos de sus amores con un hombre que murió antes
que ella. El tiempo estático en que muere la loca, el cacique -por represalia y falto de
ilusión- se cruza de brazos, las tierras se agostan, la comunidad muere de hambre o
huye, y el pueblo deviene un lugar calcinado y desolado. El tiempo de la muerte o en
muerte, es en el que se vienen a insertar, como recuerdo, los dos anteriores, pero tiene
su propia identidad y características físicas: se ríe, se habla, se trajina, ¿Qué hace
trajinar sin descanso las almas de los muertos?
Un rencor vivo: Pedro Páramo. Todo el libro es la representación de El rencor de los
muertos, la posmuerte que estaría arraigada en el subconsciente mexicano.
También hay, en esta novela irreal, una realidad cronológica posible: la de
las condiciones históricas objetivas en las cuales la anécdota biográfica existencial de
Pedro Páramo hubiera podido realizarse. Es la historia de un pueblo jalisciense,
dominado por un cacique, al que llegan los rumores de la R. Rulfo mitifica las
conductas: a Pedro Páramo le avisan de que vienen unos revolucionarios a desposeerlo
de sus tierras. Los sienta a la mesa, los compra con abundante dinero, les da trescientos
hombres más para que «hagan la R.», pero les dice que no se alejen demasiado, no sea
que vengan otros. Organiza su propia R. para defenderse la R. Los veinte forajidos a su
mesa, inquiere del cabecilla por qué se han levantado en armas. La respuesta es
históricamente posible: «Aguárdenos un tantico a que nos lleguen las instrucciones y
entonces le averiguaremos la causa».
Rulfo incorpora la temática del campo y de la R. mexicanos a un contexto universal.
A partir de este momento puede decirse que la novela en México ha llegado a una
completa maduración. En el 58 se publica La región más transparente, de Carlos
Fuentes, obra muy ambiciosa y compleja, en la que en forma de un gran mural trata el
autor de dejar plasmadas todas las capas sociales que componen el censo de la capital de
México. En el centro de este mural un personaje revolucionario, Federico Robles,
enriquecido en los negocios de la posrevolución. Fuentes intenta desnudar los mitos,
descubrir los falsos valores, desenmascarar el falso lenguaje, y utiliza todos los
procedimientos expresivos a su alcance, a veces prestados de las literaturas extranjeras
(norteamericana, principalmente), instrumentándolos en un intento de narración
totalizadora. Hay un agente del narrador, el personaje Ixca Cienfuegos, mitad simbólico,
mitad ente individual, que para mí encarna el espíritu colectivo objetivado y que
logra sonsacar la intimidad del personaje con quien coloquia. Técnicamente muy
discutido por los críticos.
En el 62 escribirá Fuentes La muerte de Artemio Cruz1, desde la revolución cubana.
Esta obra, profunda, intimista, simbólica acaso (?), metafísica, -en el sentido de esfuerzo
por abarcar por dentro la condición humana-. La anécdota es la agonía de Artemio C., la
dialéctica de la obra: La Revolución y el neocapitalismo que propiciaron los gobiernos
posrevolucionarios. También el tema de las generaciones: el hijo de Artemio, se va de la
comodidad y bienestar económico que le proporciona la fortuna de su padre, «al único
frente que queda», al frente republicano de la guerra civil española.
En este momento de los años primeros de la década de los sesenta hay una gran
admiración en los jóvenes novelistas por la revolución cubana que, dicen, está
cumpliendo las aspiraciones que no satisfizo la mexicana. En las últimas creaciones
literarias de los novelistas se advierten dos tendencias: la universalista, común a toda la
narrativa latinoamericana, y a la cual no se le pueden achacar influencias foráneas, sino
hablar de interinfluencias, como dice Cortázar, ya que si la novela latinoamericana
recibió de las técnicas europea y norteamericana, también aportó sus propias
innovaciones. Esta tendencia universalista suele situar la acción en las grandes ciudades,
enfrentando las situaciones ciudadanas de los modelos de desarrollo conocido, al
hombre, amenazado más que nunca de soledad y sometido a los neocolonialismos de la
técnica y la masificación, o inmerso aún en el subdesarrollo y amenazado ya por la
muerte espiritual y el deterioro físico, que, por el despilfarro de recursos no reciclables,
pueden suponer los paraísos del superdesarrollo. En esos años primeros de la
revolución cubana, Cuba fue el epicentro literario del grupo de escritores
latinoamericanos que apoyaron a Castro. La revista «Casa de las Américas» publicó
estudios profundos, artículos críticos y difundió esta narrativa. Es significativo que una
novela mexicana, que podríamos llamar la antinovela de la Revolución, Los relámpagos
de agosto, de Jorge Ibargüengoitia, sátira cruel y despiadada de «la novela de la R.»,
haya obtenido el premio «Casa de las Américas» que otorgaba anualmente Cuba, en
1964. (Y por cierto, catorce años más tarde, otro joven narrador mexicano obtuvo el
mismo galardón con su libro de relatos El miedo ambiente (78)).
(Ejemplo de esta novela urbana sería Los albañiles (1964), de Vicente Leñero, en la
que queda patente la degradación de las vidas humanas en la ciudad (hay más de un
personaje con suficientes motivaciones para haber cometido el crimen), la distorsión de
las relaciones sexuales es el tema, y en ella subyacen problemas filosóficos como la
relatividad de la culpa, la ética de la justicia, y la imposibilidad de conocer la pura
verdad.)
Pero, en México, aparte de esta novela del hombre y sobre el hombre en una
circunstancia universal, se sigue escribiendo la novela del hombre enraizado en la
circunstancia mexicana, la novela que sigue explorando esta realidad social, nacional, y
en ella está presente la R., porque la circunstancia actual sociopolítica de México es
heredera de la R. y esta circunstancia está entrañada al vivir social de México. En estas
nuevas generaciones de narradores la actitud respecto al pasado reciente histórico es
pesimista, traicionada, incumplida, demagogizada, mitificada, aburguesada, vienen a
decir la R.
Elena Garro, en el 63, trae la R. a las páginas de su excelente novela Los recuerdos
del porvenir. Agustín Yáñez reincide en el tema revolucionario o en sus
consecuencias, La creación (1959), Las tierras flacas (1962), Las vueltas del
tiempo (1973) obra escrita a continuación de Al filo... y que el autor no quiso publicar,
en la que se entretejen vivencias del pasado político de México, rememoradas por varios
personajes en la tarde del entierro de Calles (en 1945). Ibargüengoitia, en el 64, la mira
con ojos burlones y la esperpentiza; es la novela de la contra-revolución o la antinovela
de la R.... Fernando del Paso escribe, acaso, la mejor obra de los últimos tiempos, José
Trigo (66) recreación del ambiente ferrocarrilero de México en un momento
determinado, una huelga de ferrocarriles, reprimida con los procedimientos usuales:
arrestos, violaciones, militarización de los servicios. En la anécdota se busca un
personaje imposible, el que da título al libro, la encarnación momentánea del espíritu
objetivo. Cada accidente, cada personaje, cada instante, están referidos a una
inconmensurable dimensión histórica. La novela es difícil de leer, de estructura
piramidal 1-9-9-1, tiene también una nueva reestructuración del lenguaje: se intenta
dar, en paralelo con el movimiento histórico diacrónico de la lengua, la total v posible
sincronía del habla. La lengua desde la fundación de Tlatelolc y el habla en el presente
de la anécdota.
Y en ese intento de historia total de México, naturalmente hay crónica de la R., el
tema del indigenismo es también un derivado de la novela de la R., o bien, del sentido
nacionalista que despertó entre los escritores y de la propuesta de reivindicación que
asumieron los escritores como justificación a su situación de privilegio. Los más
próximos al indígena trataron de dárselo a conocer a sus compatriotas citadinos.
Posiblemente la obra más objetiva sea Juan Pérez Jolote (48), que describe
antropológicamente el mundo de los tzotziles.
En el 62 Rosario Castellanos escribirá acaso la mejor novela indigenista, Oficio de
tinieblas, en la que conviven el mundo religioso y mágico de los indígenas de la
comunidad de San Cristóbal de las Casas y los ladinos, blancos o mestizos, explotadores
tradicionales de la pasividad indígena. Confabulada con el clero, hay una sofocada
rebelión indígena y la comunidad vuelve a insertarse en el tiempo de la conformidad,
en el siempre de la derrota y la persecución.
Hay, por fin, una obra más reciente de este período novelístico (en el filo de los 70)
que intento analizar, la de la escritora Elena Poniatowska, Hasta no verte Jesús
mío (69). En que se recoge la voz de una mujer de pueblo que a punto de morirse
recuerda su vida, y en ella, naturalmente, su propia parte en los acontecimientos
revolucionarios y en la historia reciente de México.
El indigenismo, el ruralismo, el tema ferrocarrilero, el urbano, la interiorización
psicológica, y otros muchos más son temas derivados de la Revolución y el cambio de
estructuras que supuso el movimiento revolucionario. La R., ha sido un trauma en la
mentalidad colectiva mexicana y la novela ha proporcionado al intelectual el
instrumento crítico de diagnóstico-pronóstico de una realidad que se intenta cambiar.
Si la literatura de la R. ha dado la carta de nacionalidad a México, la R., podemos decir
ha dado la legalidad crítica a la novelística como soporte específico de protestas y
posturas. En la primera etapa, de la novela, primordialmente documental, el novelista
que hace la R., se desilusiona y se desahoga en sus escritos mostrando sin tapujos su
decepción «discursiva». En la segunda etapa, de realismo crítico, el escritor, que ya no
ha hecho la R., considera el movimiento y sus resultados sociales, va en busca de la
génesis histórica que haya provocado el movimiento, traicionándolo después, y su
crítica no se inserta en párrafos declamatorios de censura, sino que la crítica se
desprende de la conciencia de fracaso, de injusticia, de soledad, o de traición, de los
propios personajes, y de las causas generadoras de esta situación que sutilmente se nos
desvelan a los lectores. Los más jóvenes narradores no quieren reproducir la crítica
panfletaria de la primera etapa ni la interiorizada de los de la segunda, ni siquiera la
crítica realista y social de alguna de sus primeras narraciones (como es el caso de
Fuentes), porque piensan que la crítica consigue acaso cambios periféricos y lleva luego
a la conformidad y la satisfacción. Ellos dicen que representan la superación de la R.,
criticarla es seguir haciéndola, y no les interesa ayudar a los políticos a
conservarla, aunque sea en la referencia crítica. La R. M. ha resultado ser una
revolución burguesa y ellos quisieran anunciar otra revolución... No quieren mostrar al
indígena, ni al hombre elemental mexicano, quieren decir del hombre en una
circunstancia de insuficiencia, en el contexto universal, o ir mucho más lejos, a un
pasado más prestigioso, a buscar los orígenes, como si el escritor a medida que piensa y
escribe, se autosubyugase y temiera seguir traicionando el propio espíritu revolucionario
primero.
El drama de los novelistas mexicanos tan disconformes con su R. y sin poder
olvidarla es el drama de todas las revoluciones y de la propia creación literaria -que es
una R. traicionada-; la R. pretende acabar con la Historia. Hay un momento en que
parece conseguirlo, pero el hombre, poseído de un instinto religioso, necesitado de lo
sagrado, convierte las ideas en creencias, y las creencias en ritos y mitos. La rebelión
revolucionaria se vuelve tradición revolucionaria; con sus hábitos y su lenguaje, se hace
demagogia. El escritor cree, en cada obra, poder salvarse a esta ley. Los novelistas
mexicanos, viendo y padeciendo la institucionalización de las ideas revolucionarias por
el poder, quisieran seguir siendo fieles en su obra al impulso generoso primero que
provocó el movimiento y el espíritu revolucionarios, pero, en cierto modo, seguir siendo
fieles a ese espíritu, en forma ortodoxa, es hacer el juego a los políticos, porque alejado
en el espacio y el tiempo que lo originaron, se ha vuelto contra su propia
esencia: cambio, rebeldía, novedad.
La crítica cruel (y justa) al mundo de la posrevolución de los novelistas engendra la
creación de un mito: remitifican la R. en su estallido popular y sus ideales primeros. A
la vez, este método de denuncia de la ruptura del ideal por la gestión política posterior,
entraña una mitificación subsidiaria: ellos, los novelistas, se reservan -desde la buena fe-
el papel de críticos, de censores de la mala configuración del ideal revolucionario. Se
ven a sí mismos como protagonistas-antagonistas de la ideología política en el poder -
hoy príista. Es decir, oposicionistas, y pueden llegar a crear una conciencia mítica de su
propia vocación crítica.

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