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ESTRUCTURA DEL ACTO ADMINISTRATIVO

Gustavo Linares Benzo


Trabajo para ascender a Profesor Asociado de Derecho Administrativo
Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas
Universidad Central de Venezuela

Caracas, 31 de mayo de 2010


Introducción
I. El concepto de acto administrativo
II. Contenido del acto administrativo
III. Las empresas del Estado y los actos administrativos
1. Generalidades
2. Algunos casos particulares
IV. Elementos del acto administrativo
1. Objetivos
A) Presupuesto de hecho
B) Finalidad
C) Causa
D) Motivos
2. Elementos formales
A) Procedimiento
B) La Forma
C) La Motivación
V. La Eficacia de los actos administrativos
1. El concepto de ejecutoriedad
2. El fundamento de la ejecutoriedad
3. Ejecutoriedad y Constitución
A) El principio general
B) Su limitación principal: la no ejecutoriedad de obligaciones dinerarias
de base administrativa
4. La ejecución de los actos administrativos
A) Apremio sobre el patrimonio
B) Ejecución subsidiaria
C) Compulsión sobre la persona
D) Multa coercitiva
VI. Validez de los actos administrativos
1. Nulidad absoluta

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2. Anulabilidad
3. Revocación
VII. Clasificación de los actos administrativos
1. Actos reglados y actos discrecionales
2. Actos de efectos generales y actos de efectos particulares

* Salvo indicación en contrario, las citas de las sentencias de la Corte Suprema de


Justicia están tomadas de BALASSO TEJERA, Caterina. Jurisprudencia sobre los
Actos Administrativos (1980-1993). Colección Jurisprudencia Nº 7. Editorial Jurídica
Venezolana, Caracas 1998. Las citas de las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia
pueden consultarse en www.tsj.gob.ve.

El presente trabajo pretende esbozar las líneas básicas de la estructura de los actos
administrativos en el ordenamiento jurídico venezolano. Siguiendo a GARCIA DE
ENTERRIA (1999), se estudiarán el concepto, los sujetos y los elementos del acto

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administrativo, la disciplina de su eficacia y el régimen de su validez. Sabedores de que no
se trata del elemento nuclear del Derecho Administrativo, el acto administrativo sigue
siendo sin embargo el vehículo ordinario de la voluntad administrativa y la materia propia
del contencioso, a pesar de su subjetividad como es su tendencia moderna.
Desde el punto de vista procesal, el acto administrativo semeja mucho a una demanda, sólo
que en virtud de la capacidad de la Administración de pasar a los hechos sin control
judicial, tal demanda puede imponerse aún coactivamente contra su destinatario, como si se
tratara de una sentencia ejecutoriable. De hecho, entender el acto administrativo como una
demanda explicará que en el proceso contencioso administrativo de nulidad no haya
oportunidad para la contestación de la demanda, pues esa contestación vendría siendo
precisamente el recurso intentado por los destinatarios del acto.
Esta posibilidad de entender el acto administrativo como una demanda, inmediatamente
ejecutable por la Administración sin recurrir a un juez, contra los particulares, es
consecuencia también de la posición privilegiada que tiene frente a los tribunales y a la
justicia, pues como ya se ha dicho hasta la saciedad, puede ejecutar por sí misma sus actos
aún contra la voluntad ajena, cosa que ningún otro sujeto del ordenamiento puede hacer.
Es cierto que el acto administrativo se ha equiparado también a una sentencia, de hecho
toda la dogmática sobre su estructura y requisitos se ha construido sobre los fallos
judiciales, exigiéndole elementos semejantes a los de esas decisiones, como motivación,
congruencia, sustanciación. Así, el recurso de nulidad sería una suerte de apelación, un
recurso también en el sentido procesal del término, que se intenta contra un acto previo; en
todo caso, una impugnación. Sin embargo, esta tesis es menos acorde con una concepción
subjetiva del contencioso, pues le daría al acto administrativo un valor que no posee. En
efecto, las sentencias son tales por emanar de un juez, órgano imparcial de la justicia y cuyo
procedimiento de actuación garantiza los derechos procesales de las partes. En cambio, los
actos administrativos provienen de un sujeto con intereses propios, la Administración, es
decir, de un sujeto no imparcial, con lo cual comparar los actos administrativos a una
sentencia inclinaría a dotar de un valor mayor a actos que carecen de las garantías jurídicas
propias de la sentencia.

Sobre el carácter parcializado de la Administración, puede decirse que deriva de su misma


condición política, pues sus jerarcas son electos popularmente y por ello responden a
concepciones del interés público variables y posiblemente todas válidas dentro del
ordenamiento jurídico. Podría decirse que el interés público que gestiona la Administración
depende del proyecto político triunfador en las elecciones correspondientes, lo que hace
evidente e inmediatamente parcializado a ese gestor. De allí que sea imposible entender a
los actos administrativos como sentencias, como si provinieran de un juez. De hecho, la
Constitución, que postula una larga serie de valores y características de la Administración
(honestidad, participación, celeridad, eficacia, etc.: artículo 141 de la Constitución) no

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incluye entre ellos la imparcialidad. Sólo la Ley Orgánica de la Administración Pública
establece ese principio, de una manera claramente inconstitucional pues así se exige a la
Administración que renuncie a su condición política, que viene directamente de su origen
electoral.

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I. El concepto de acto administrativo
Dos concepciones gravitan en torno a la idea de acto administrativo que ha llegado hasta
nosotros. La primera, de origen francés, parte del dogma de que la Administración no podía
ser juzgada –juzgar a la administración es administrar- y como sucedáneo, entonces, se
enjuician sus actos a través de una jurisdicción, la contencioso administrativa, que es sobre
todo revisora y que actúa en consecuencia a posteriori. Esa corriente francesa se
complementa con las nociones de Duguit, que pretendió construir actos propios de cada uno
de los poderes del Estado, viniendo a ser el acto administrativo el producto particular del
Ejecutivo. Esa es la tesis entre nosotros del profesor BREWER (PAREJO ALFONSO
1984)
Esta corriente no es de recibo hoy en día. En primer lugar, la progresiva subjetivización del
contencioso administrativo ha aumentado los poderes del juez y ya no es posible decir que
juzgar a la Administración sea administrar, sino que se trata de su sujeción a verdaderos
tribunales y de una construcción del procedimiento mucho más semejante al de Derecho
común: un torneo de patrimonios antes que un juicio al acto.
Por su parte, desde Alemania (Mayer) se veía el acto administrativo como paralelo de la
sentencia judicial, dotado por tanto de ejecutividad y ejecutoriedad, reservando por tanto
esa categorización a los actos que podían llevarse a la práctica sin homologación judicial.
Esta tesis restringe indebidamente el catálogo de los actos administrativos, pues es un
hecho que muchos de éstos no requieren de ejecución. Sin embargo, esta concepción
parajudicial del acto administrativo ha tenido una importancia difícil de exagerar, pues no
cabe duda de que la concepción doctrinaria de los elementos y de la funcionalidad de los
actos simplemente ha recibido y modulado la teoría de la sentencia para explicar los actos
administrativos, como se verá a lo largo de este trabajo.
Otra aspiración doctrinal ha sido muy influyente en la idea del acto administrativo que ha
llegado hasta nosotros: la pretensión de hacer de esos actos el núcleo del Derecho
Administrativo, una suerte de institución germinal y generativa de toda la estructura de
nuestro Derecho. Esa pretensión es a todas luces exagerada, pues el acto administrativo es
una institución más del Derecho Administrativo y no la única. Se aprecia aquí la juventud
de ese Derecho que, como todo Derecho primitivo hace de una categoría de actos el objeto
de su arte (acto de comercio, obligación jurídica, etc.) antes de evolucionar hacia estadios
donde el centro de la disciplina es la personalidad de sus sujetos, como ha venido pasando
con el propio Derecho Administrativo desde las premonitorias palabras de Hauriou
(HAURIOU 1976) a principios del siglo XX.
Siendo el acto administrativo todo acto jurídico dictado por la Administración y sometido
al Derecho Administrativo, se distingue entonces de la actividad material de la
Administración, de su sistema contractual, de los actos de los administrados y de aquellos

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actos de la Administración sometidos a otros Derechos (Laboral, Mercantil, etc.).
Establecida esa frontera del concepto de acto administrativo, podemos tratar de definirlo.
“Acto administrativo es toda declaración de voluntad, de juicio, de conocimiento o deseo
realizada por la Administración en ejercicio de una potestad administrativa”, nos dice
García de Enterría( GARCIA DE ENTERRIA 1999)
Esta definición podemos descomponerla en algunas notas. En primer lugar, el acto
administrativo es cualquier declaración de la Administración y no sólo aquellas de voluntad
que alteren una situación jurídica. Luego, debe emanar de una Administración Pública y no
de los particulares, cosa que se verá detenidamente más adelante al hablar de la categoría de
los “actos de autoridad”. Proviene, en tercer lugar, de una potestad administrativa, concepto
técnico que asegura el respeto al principio de legalidad y que también se verá al hablar de
potestades regladas y potestades discrecionales.
Que los actos administrativos sean aquéllos sometidos al Derecho Administrativo y no los
regulados por otros ordenamientos (Laboral, Mercantil, etc.) es otra manera de referirse al
concepto mismo de Derecho Administrativo. El problema es real y práctico, pues en
nuestro medio ha dado lugar a las largas décadas de discusión del régimen de los actos de la
Administración Laboral, de los Registros Públicos y de la materia inquilinaria. ¿Cuándo un
acto de la Administración es administrativo por estar sometido al Derecho Administrativo y
cuándo no lo es por estar bajo otros Derechos?
La respuesta más antigua que conozco es la de la sentencia de la Corte Federal de 3 de
diciembre de 1959. Su párrafo más citado:
Que en toda pretensión que se proponga ante el órgano jurisdiccional contencioso-
administrativo, debe examinarse previamente si cae dentro de la esfera de esta jurisdicción
por estar fundada en preceptos de Derecho Administrativo; porque ni una pretensión de este
tipo puede ser deducida ante jurisdicción distinta, ni una pretensión con otro fundamento
podrá ser examinada ante la jurisdicción contencioso-administrativa.
La Corte hace suyo el concepto anterior: el fundamento en el Derecho Administrativo de
las pretensiones para que puedan residenciarse en la jurisdicción contencioso-
administrativo. Esa frase es citada luego en decisión de la Sala Político Administrativa de
21-03-1965. Esa sentencia decide un recurso de nulidad de un “acto” del Concejo
Municipal del Distrito Independencia del Estado Anzoátegui, relacionado con la propiedad
de ciertos inmuebles, pero como tal “acto” no supone ejercicio de la potestad municipal,
sino que trata de un conflicto de titularidad predial, no corresponde su decisión a la
jurisdicción contenciosa. Nótese que la sentencia nada dice expresamente acerca de los
actos administrativos, sino sobre las pretensiones que pueda conocer la jurisdicción
contenciosa.
En otra decisión del mismo año (CSJ-SPA de 11-08-65) se precisa el asunto con respecto a
esos actos:

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Pueden estar en juicio como actores y como demandados, y el juicio puede ser o no
contencioso-administrativo según sea la naturaleza del acto o hecho generador del litigio.
Conviene no olvidar las diferencias sustanciales entre los diversos actos de la
Administración Pública, pues las autoridades administrativas no sólo producen actos
administrativos, sino que, según su competencia pueden producir actos sometidos al
Derecho Privado.
Pareciera que si el acto no es administrativo las pretensiones correspondientes no pueden
ventilarse en la jurisdicción contenciosa, pues existen actos de la administración “sometidos
al Derecho Privado”.
Treinta y un años más tarde, la misma Sala Político Administrativa trata el tema en extenso,
en la famosa sentencia FETRAEDUCACIÓN (CSJ-SPA de 05-06-1986):
En tal sentido, se observa que, por definición, el contencioso-administrativo se justifica
cuando las situaciones jurídicas de los particulares en sus relaciones con la Administración
estén reguladas por normas de Derecho Administrativo (v.g. relaciones de empleo público,
servicios públicos, ejercicio de derechos cívicos, etc.). En estos casos, los derechos
subjetivos de los particulares son de índole administrativa y si la Administración actuando
de manera antijurídica afecta alguna de esas situaciones, el administrado puede solicitar
ante la jurisdicción contencioso-administrativa tanto la nulidad del acto, como el
restablecimiento de la situación jurídica vulnerada o la condena de la Administración,
conforme a los términos del artículo 206 de la Constitución. (Vid. Moles Caubet, Antonio:
“Contencioso-Administrativo en Venezuela”, Colección Estudios Jurídicos Nº 10. Editorial
Jurídica Venezolana. Caracas, 1981).
No es contencioso-administrativo, por el contrario, -como ha expresado la Corte en los
fallos citados y en otros de análoga orientación- cuando la relación que se crea entre la
Administración y los particulares está regida por normas de Derecho Privado (civil,
mercantil, laboral, etc.) pues, en tales casos aunque intervenga la Administración Pública,
tanto el acto como los derechos y obligaciones que de él derivan son de índole privada y en
la solución de sus conflictos se aplican normas de Derecho Privado.
(…)
La redacción de las normas constitucionales y legales referentes al contencioso de anulación
(“cuando sea procedente”, “si su conocimiento no estuviere atribuido a otra autoridad”)
permite sostener por el contrario la tesis, que se sustenta en este fallo, del mantenimiento de
la fórmula tradicional de sometimiento a la jurisdicción contencioso-administrativa “de las
pretensiones que se deduzcan en relación los actos de la Administración Pública sujetos al
Derecho Administrativo”, según la expresión utilizada por la actual ley española de lo
contencioso-administrativo (27-12-1956) a la que la orgánica de este Supremo Tribunal
sigue de cerca en muchos aspectos.
(…)
Las dudas se presentan en los casos límite, sobre todo cuando actividades consideradas
como de Derecho Privado comienzan a desplazarse de este campo por efecto de la
intervención de normas jurídico-públicas. ¿Puede deducirse entonces, del solo hecho de la
señalada intervención, que los actos de la Administración producidos en esas circunstancias
se encuentran sujetos al Derecho Administrativo y, por tanto, al correspondiente régimen de
control contencioso-administrativo?. La respuesta es negativa: considera la doctrina que,

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para que una relación de Derecho Administrativo aparezca, es necesario, por una parte, que
el Estado intervenga “en la relación jurídica de que se trate, haciendo de la norma jurídica
una norma obligatoria”. Así nace la norma de Derecho Público: “ello no nos pone
necesariamente en presencia de normas de Derecho Administrativo. Para que (éstas) surjan,
es preciso –por otra parte- que aparezcan en escena el Estado actuando a través de sus
órganos administrativos, dispuesto a tutelar, con su intervención el interés que la norma
declara”. Es decir, que el propio Estado acuda, aun, a su poder de coacción montando,
además, un aparato administrativo encargado de la puesta en marcha, aplicación y ejecución
de la normativa jurídico-pública. Sólo entonces es posible el sometimiento de los actos
emanados de la Administración, en ejecución de dichas normas, al régimen administrativo
total, incluida su impugnación en vía contencioso-administrativa.
FETRAEDUCACION es un hito del Derecho Administrativo venezolano y es útil repasar
sus conceptos. Recogiendo las tesis de Moles Caubet, presentada la duda, la mezcla de
Derecho Administrativo y Derecho Privado, para que el litigio sea del dominio del primero,
es necesario que “el Estado acuda a su poder de coacción montando además, un aparato
administrativo encargado de la puesta en marcha, aplicación y ejecución de [la] normativa
jurídica pública”. La ejecutoriedad –“el poder de coacción (…) aplicación y ejecución de la
normativa”- es la característica básica de las pretensiones residenciables en la jurisdicción
contenciosa. Solo si la Administración puede pasar a los hechos sin autorización judicial se
justifica el contencioso-administrativo. Cara a nuestro tema, sólo si el acto es ejecutorio
puede pedirse su nulidad ante la jurisdicción administrativa. Esta tesis, dicho desde luego,
es la más coherente con la razón de ser de la jurisdicción contenciosa, montada para lidiar
con ese carácter más poderoso y único de las Administraciones Públicas.
FETRAEDUCACION decidió el caso de la nulidad del “acto” del Ministerio de Educación
de descontar un día de salario a sus obreros por haber dejado de trabajar por ese tiempo en
virtud de un paro declarado ilegal, reenviando el asunto a la jurisdicción laboral por no
tratarse de un asunto sometido al Derecho Administrativo. Esa decisión fue completada
poco después por la también famosa Asociación Nacional de Supermercados y Afines
(ANSA) (CSJ-SPA de 30-03-1987). Consciente de su propia jurisprudencia, la Sala dijo en
ese fallo:
Recientemente esta Corte, en fecha 5 de junio de 1986, al conocer de un recurso de nulidad
interpuesto contra una decisión del Ministerio de Educación mediante la cual se procedió a
descontar un día de salario a todos los trabajadores obreros al servicio de dicho Ministerio,
declaró dicho asunto de naturaleza contenciosa del trabajo y calificó a la reclamación
planteada ante esta jurisdicción como un conflicto “…en orden al reconocimiento de un
pretendido derecho retributivo referente al descuento de un día de salario”. Afirmó este
Juzgado inadmisible el señalado recurso contencioso-administrativo por ser los derechos
pretendidamente lesionados de índole laboral, regidos por la Ley del Trabajo, aplicable esta
normativa al fondo de la cuestión entonces planteada, y correspondiente, en consecuencia, a
la jurisdicción del trabajo la resolución de tales litigios.
La naturaleza jurídica de la cuestión ahora suscitada no coincide con la antes referida; se
trata ahora de un acto administrativo de efectos particulares dictado por el Ministerio del
Trabajo –ente administrativo- mediante el cual ordenó la convocatoria a una Convención

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Obrero-Patronal para un tipo de actividad empresarial y convocatoria a una Convención
Obrero-Patronal para un tipo de actividad empresarial y con el objeto de negocias y
suscribir un Contrato Colectivo para esa rama empresarial. Sirvió de fundamento normativo
a la impugnada providencia administrativa el Decreto Nº 440 de fecha 21/11/1958 emitido
por la Junta de Gobierno entonces constituida y dictado en consideración a la necesidad de
“una fecunda paz social”, para lo cual el Estado, a través de su potestad de imperio,
patrocinaría la realización de los Contratos Colectivos por Ramas de Industrias para
uniformar las condiciones generales de trabajo. Dicho Decreto-Ley, -debe observarse- no
regla el fondo o contenido mismo de tales contrataciones, sino que impone al Estado una
actividad administrativa dirigida a fomentar, desarrollar e incentivar la contratación
colectiva.
Del modo aquí descrito y señalado, el caso de autos propuesto a este Tribunal es de
naturaleza administrativa y no directa y estrictamente laboral. En efecto, no existe hasta
ahora planteado un asunto que concreta y específicamente esté vinculado al fondo o
contenido mismo de una contratación colectiva, sino a la obligación genérica, a la orden o
mandato impuestas por el Estado a un particular para que emprenda una negociación
destinada a suscribir un Contrato Colectivo. Como en el caso de autos se han llenado los
requisitos reguladores de competencia exigidos por el citado fallo de esta Corte antes
comentado, la tramitación y conocimiento de este recurso contencioso administrativo de
anulación dirigido a impugnar un acto emitido por un órgano de la Administración Pública
en ejecución de una norma de Derecho Administrativo como lo es el Decreto-Ley 440,
corresponde a esta jurisdicción y así se declara.
ANSA se refiere a un verdadero asunto administrativo, pues en ese caso hay una obligación
en cabeza de los particulares de negociar un contrato colectivo, obligación que puede ser
impuesta coactivamente por la propia Administración. En FETRAEDUCACION la
Administración actuaba como simple patrono, en ANSA como verdadera Administración
con potestades de ejecución. Por ello, en esta última la Sala se considera competente.
El 9 de abril de 1992 la Sala Político Administrativa modificó diametralmente este criterio,
al menos aparentemente, cuando en su decisión Corporación Bamundi asignó a los propios
tribunales laborales la nulidad de los actos administrativos dictadas por la Administración
Laboral (inspectorías del trabajo). Así:
En consecuencia, conforme a los textos de los artículos 5º y 655 de la Ley Orgánica del
Trabajo vigente, y de acuerdo a las reglas interpretativas contenidas en los artículos 59
ejusdem (“principio de la prevalencia de las normas del trabajo, sustantivas o de
procedimiento”), y 60 ejusdem (“principio del orden jerárquico de aplicación de las normas
laborales”), los Tribunales del Trabajo de Primera Instancia, que según el ordinal 1º del
artículo 28 de la Ley Orgánica de Tribunales y Procedimientos del Trabajo, son los
Tribunales de la causa, en materia laboral, los competentes para conocer de las demandas de
nulidad en contra de las decisiones administrativas, dictadas en aplicación de las normas de
dicha Ley que regulan su “parte administrativa”, a que se refiere su artículo 586; salvo
aquellas demandas que en forma expresa son atribuidas a los órganos de la jurisdicción
contencioso administrativa, como sucede en los casos antes señalados de los artículos 425,
465 y 519, todos de la citada ley.

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Se trató, sin embargo, de un criterio aislado en esta larga travesía. Pues la Sala
Constitucional en decisión 2862/2002 de 20-11, caso Ricardo Baroni, regresó los asuntos
de nulidad de los actos dictados por la Administración Laboral a la jurisdicción contencioso
administrativa, por considerar que sólo si la ley los atribuía expresamente era posible
residenciarlos en otros tribunales.
Durante estas peripecias, con participación de la Sala Social y la Sala Plena, perfectamente
narradas y comentadas por TORREALBA SANCHEZ ( TORREALBA SANCHEZ 2009),
hasta la fecha la jurisdicción contenciosa sigue siendo la competente. El debate se ha
centrado en si es posible a la luz del artículo 259 de la Constitución (antes 206) residenciar
asuntos contencioso-administrativo en tribunales que no pertenezcan a esa jurisdicción sin
que una ley lo determine. Esta crítica ya se había hecho a Corporación Bamundi.
A los efectos de los actos administrativos, sin embargo, el asunto sigue siendo si son tales
los dictados por la Administración laboral. Tal jurisprudencia consideró, como se dijo, que
si la Administración actúa como patrono, sus actos no son administrativos, pero que si
interviene en las relaciones laborales de terceros, sí lo son.
El tema esencial a resolver, pues, es la naturaleza de los actos de la Administración
Laboral, como prototipo de esta serie de actos problemáticos que incluye los registrales e
inquilinarios. Si son administrativos, debe aplicárseles el Derecho Administrativo aunque
los litigios referidos a esos actos correspondan a los tribunales laborales. Y ello ha sido la
constante de la doctrina: también los tribunales laborales exigen a los actos de la
Administración laboral los requisitos de la LOPA y demás leyes administrativas aplicables,
además del respeto al ordenamiento laboral, como es lógico. Sobre todo, como se
desprende con toda claridad de la decisión de la Sala Constitucional 3569/2005 de 6/12,
caso Saudi Rodríguez, los actos de la Administración Laboral son ejecutorios, lo que los
hace sin ninguna duda actos administrativos:
Pero el caso sub-examine, la orden contenida en el acto administrativo del Inspector del
Trabajo, es la de proceder al reenganche de los trabajadores antes mencionados, que según
se desprende de autos, están amparados por inamovilidad laboral. Por tanto la Sala reitera
su criterio al considerar que las Providencias Administrativas deben ser ejecutadas por la
autoridad que las dictó, sin intervención judicial, por lo que el amparo no es la vía idónea
para ejecutar el acto que ordenó el reenganche. En este sentido, la Sala modifica lo señalado
en la sentencia del 20 de noviembre de 2002 (caso: Ricardo Baroni Uzcátegui), respecto a
que el amparo sea una vía idónea para lograr el cumplimiento de las Providencias
Administrativas provenientes de la Inspectoría del Trabajo.
Además constituye un principio indiscutible en el derecho administrativo la circunstancia
de que el órgano que dictó el acto puede y debe el mismo ejecutarlo, recogido como
principio general en el artículo 8 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos.
Por estar dotado de ejecutoriedad el acto administrativo adoptado en los términos
expuestos, no requiere de homologación alguna por parte del juez: y la ejecución de dicha
decisión opera por su propia virtualidad.
(…)

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El voto salvado de Rondón Haaz es aún más claro:

En el fallo se declara con lugar la solicitud de revisión de una sentencia de la Corte Primera
de lo Contencioso Administrativo que declaró con lugar un amparo constitucional contra la
negativa de un órgano administrativo de ejecutar un acto administrativo de reenganche
dictado por la Inspectoría del Trabajo. Para ello, la decisión expone el criterio de que los
actos administrativos “deben ser ejecutados por la autoridad que los dictó, sin intervención
judicial, por lo que el amparo no es la vía idónea para ejecutar el acto que ordenó el
reenganche”.
Ahora bien, este voto salvante disiente de esa postura que abandonó la jurisprudencia de
esta Sala que se asumió en sentencia de 2-8-01 (Caso: Nicolás José Alcalá), que se reiteró
en sentencia de 20-11-02 (Caso: Ricardo Baroni), según la cual es cierto que la
Administración tiene la potestad (deber-poder) de ejecutar sus propios actos, “…pero es
evidente que de negarse la Administración a cumplir con la obligación que tiene de ejecutar
sus actuaciones, ello constituiría, sin lugar a dudas, una abstención u omisión, controlable
por los órganos jurisdiccionales como cualquier otra inactividad en la que aquella pueda
incurrir, sea cual sea el estadio en la que la misma se manifieste ”, y, además, se sostuvo que
el amparo constitucional es la vía idónea para ello. Y es que, evidentemente, la
ejecutoriedad y ejecutividad propias de los actos administrativos (artículo 8 de la Ley
Orgánica de Procedimientos Administrativos) no impiden que, cuando la Administración se
niega a ejecutar sus actos, sea el juez quien, mediante el control de esa negativa, ordene su
ejecución a través de las vías contencioso-administrativas (Vgr. El recurso por abstención)
o constitucionales (El amparo).
Con esa postura, la Sala retoma el criterio que alguna vez se sostuvo en sentencia de la Sala
Político-Administrativa 21-11-98 (Caso: Arnaldo Lovera), pero que posteriormente fue
superada por la jurisprudencia contencioso-administrativa, entre otras muchas, en fallos de
la Sala Político-Administrativa, de 23 de septiembre de 1999 (Caso: Aideé Isabel Campos
Pérez), de la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo de 16 de abril de 1996 (Caso:
Ministerio de Fomento) y de 29 de enero de 1997 (Caso: Luis Enrique Pages), así como las
sentencias que pronunció dicha Sala el 29 de julio de 1992 (Caso: Mercedes María Barrera)
en la que se afirmó que resulta “…factible para aquel que, con interés legítimo, pretenda
hacer concretar realmente los efectos del acto, acudir a la vía judicial contencioso-
administrativa para lograr que, a través del recurso de abstención, la Administración haga
cumplir el acto que está obligada a ejecutar por sí misma”; de 30 de octubre de 1997 (Caso:
Luis Enrique Pages II); y de 10 de abril de 2000 (Caso: Instituto Educativo Henry Clay).
En todo caso, lo que sí es cierto es que si en el caso concreto el particular pretendía que la
Gobernación del Estado Yaracuy diera cumplimiento a un acto administrativo de la
Inspectoría del Trabajo, debía, antes de acudir a la instancia jurisdiccional, solicitar al
propio órgano que expidió el acto (La Inspectoría del Trabajo) la ejecución forzosa del
mismo. No obstante, no queda claro si ello ocurrió o no en este caso, por lo que pareciera
que no es razón suficiente para fundamentar la revisión.

La jurisprudencia ha tenido hasta ahora fundamentalmente una preocupación procesal: cuál


es la jurisdicción competente para conocer las nulidades de los actos de la Administración
Laboral, la contencioso-administrativa o la laboral y, salvo Corporación Bamundi, ha

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considerado tal a la jurisdicción contenciosa a falta de una ley que expresamente atribuyera
la materia a tribunales no contenciosos. Pero el asunto que ahora nos ocupa es sustancial:
cuál es la naturaleza de los actos de la administración laboral, pues si resulta administrativa,
debe aplicársele el Derecho Administrativo. Y ya se ha adelantado la respuesta, al citar de
Saudi Rodríguez: son administrativos porque son ejecutorios, siendo esa característica la
razón de ser de la jurisdicción contencioso-administrativa. Sean cuales sean los tribunales
en concreto que conozcan de la nulidad de los actos de la Administración Laboral, deben
aplicar el Derecho Administrativo y no sólo el Derecho Laboral a resolver la controversia.

Mientras la ley determine el tribunal competente para conocer las pretensiones contencioso-
administrativas, es decir, de las contenidas en el artículo 259 de la Constitución, respetará
el contenido de ese artículo, aunque se trate de tribunales de otras jurisdicciones. Así, es
perfectamente posible, como hace la LOPCYMAT (Disposición Transitoria Séptima)
atribuir pretensiones contenciosas a tribunales laborales:
Mientras se crea la Jurisdicción Especial del Sistema de Seguridad Social, son
competencias para decidir los recursos contenciosos administrativos contenidos en la
presente Ley, los Tribunales Superiores con competencia en materia de trabajo de la
circunscripción judicial en donde se encuentre el ente que haya dictado el acto
administrativo que dio origen al recurso inicial.
De estas decisiones se oirá recurso ante la Sala de Casación Social del Tribunal Supremo de
Justicia.

Así queda por dilucidar el problema principal que envuelve la posibilidad, válida
constitucionalmente como acaba de verse, de que tribunales no contenciosos conozcan de
pretensiones contenciosas: determinar el Derecho aplicable, problema que se desdobla a su
vez en determinar qué Derecho sustantivo y qué Derecho adjetivo (procesal) lo sea. En
otras palabras, el problema es aquí el tradicional de cómo integrar el Derecho
Administrativo con otros derechos. Es el eco de la distinción entre los actos de Derechos
Privado y los actos de Derecho Administrativo de la Administración Pública, que se ha
querido solucionar con el principio simplista de que a los primeros se aplica el Derecho
Privado (o Laboral, o Mercantil, en derecho aplicable a los particulares, pues) y a los
segundos el Derecho Administrativo.

La solución es más compleja y pasa por recordar que, haga lo que haga la Administración,
sigue siendo tal, y en consecuencia dotada de poder público, de ejecutoriedad en términos
más técnicos. Y el equilibrio, constitucionalmente necesario, frente a esa desigualdad
manifiesta es el Derecho Administrativo y sus técnica de limitación del poder. De allí que a

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la Administración, haga lo que haga, siempre se le aplicará un núcleo de Derecho
Administrativo:
Ese núcleo primero irreductible de Derecho Público que acompaña o precede
inexcusablemente a toda actuación de Derecho Privado de la Administración es la expresión
del centro subjetivo último de la Administración como organización política, como “poder
público” en el sentido de la Constitución [española] (art. 9), el que somete, domina e
instrumentaliza todas las manifestaciones orgánicas y funcionales de la Administración, de
modo que en la aplicación al mismo del Derecho Administrativo, podemos y debemos
hablar de un verdadero límite sustancial. Por otra parte, el Derecho Administrativo es el
Derecho necesario para la actuación del “poder público” que la Administración
inexcusablemente es, y que como tal poder sólo puede justificarse en la Ley y no en el
arbitrio de ninguna persona individual (art. 103.1 de la Constitución [española]), más todas
las reglas que la Constitución impone a la actuación de estos poderes (interdicción de la
arbitrariedad y responsabilidad, art. 9.3; procedimiento debido y participación de los
interesados, art. 105; control judicial de la legalidad y del fin de la actuación, art. 106;
inclusión en los Presupuestos Generales de sus finanzas, art. 134.2, y censura de cuentas por
el Tribunal de Cuentas, art. 136), reglas que sólo el Derecho Público puede articular de
manera efectiva. (Curso de Derecho Administrativo, Civitas, Madrid 1999, tomo I, p. 53).

Hay un mínimo irreductible de Derecho Administrativo en la actividad de la


Administración. Y para determinarlo hay que recurrir de nuevo a la idea básica de
ejecutoriedad. Toda manifestación de fuerza pública, toda posibilidad de actuar al margen
del proceso judicial debe ser regulada íntegramente por el Derecho Administrativo. Que la
Administración sea patrono, comerciante o mandatario no le impide, por esa sola razón,
ejecutar sus decisiones unilateralmente, pero tampoco la habilita a ejecutarlas fuera de los
rígidos cánones del Derecho Administrativo. La administración patrono no deja de ser
Administración, pero no puede invocar libertad alguna para actuar como tal, imponiendo su
voluntad a los particulares. Para ello debe actuar conforme al Derecho Administrativo, es
decir, en ejercicio de potestades de rango legal, con las garantías administrativas previstas,
para comenzar por allí, en la LOPA, y garantizar el acceso pleno de los administrativos a la
jurisdicción contencioso-administrativa.

La jurisprudencia de la Sala Constitucional ha venido aplicando el Derecho Administrativo,


y en concreto la LOPA, a los procedimientos administrativos laborales. Así en la sentencia
379/2007 de 7 de marzo, expresó que el procedimiento sancionatorio establecido en los
artículos 647 y siguientes de la Ley Orgánica del Trabajo, referido a la ejecución de las
multas previstas en esa ley, es “eminentemente administrativo”, cuyas decisiones son
recurribles de acuerdo con el artículo 95 de la LOPA, y cuya ejecución debe reconocer el

14
procedimiento del artículo 80 de esa ley. Otro asunto, que no es el de este trabajo, es la
materia pendiente de la ejecución forzosa de las decisiones de las autoridades
administrativas del trabajo y no ya simplemente de las multas que éstas imponen, problema
muy lúcidamente destacado en el voto salvado de la Magistrado Zuleta de Merchán de la
referida sentencia.

15
II. Contenido del acto administrativo
Casi todas las definiciones de acto administrativo incluyen la necesidad de que éste cause
efectos jurídicos. Obviamente si no los causara no sería objeto del Derecho, pero detrás de
esa afirmación subyace la idea de que sólo aquellos actos que puedan imponerse
obligatoriamente a los administrados serían tales actos administrativos.
Por otra parte el acto administrativo es una manifestación de voluntad unilateral de carácter
sublegal y tiende a producir efectos jurídicos determinados.
De acuerdo a los conceptos emitidos, el acuerdo del Concejo Municipal objeto del presente
recurso, no constituye un contrato administrativo ni de ninguna otra naturaleza, sino un acto
administrativo que tiende a extinguir una situación jurídica individual (resuelve de pleno
derecho un título enfitéutico), una declaración de voluntad emanada de un órgano del Poder
Público (Administración Municipal) (CSJ-SPA de 09-11-93, caso varios vs. Concejo
Municipal del Municipio Autónomo Sotillo del Estado Anzoátegui).
Sin embargo, también lo son aquellas meras declaraciones de juicio o deseo. Entre ellos se
encuentra el caso de las opiniones, que normalmente responden a una consulta.
Varias leyes venezolanas se refieren a la posibilidad de que la Administración responda
consultas de los particulares sin que esa opinión sea vinculante para ellos. Quizás la
primera de estas normas es la que contienen los artículos 230 a 235 del Código Orgánico
Tributario (COT).

Artículo 230: Quien tuviere un interés personal y directo podrá consultar a la


Administración Tributaria sobre la aplicación de las normas tributarias a una situación de
hecho concreta. A ese efecto, el consultante deberá exponer con claridad y precisión todos
los elementos constitutivos de la cuestión que motiva la consulta, pudiendo expresar su
opinión fundada.
Artículo 231: No se evacuarán las consultas formuladas cuando ocurra alguna de las
siguientes causas:
1. Falta de cualidad, interés o representación del consultante.
2. Falta de cancelación de las tasas establecidas por la ley especial.
3. Existencia de recursos pendientes o averiguaciones fiscales abiertas, relacionadas con el
asunto objeto de consulta.
Artículo 232: La formulación de la consulta no suspende el transcurso de los plazos, ni
exime al consultante del cumplimiento de sus obligaciones tributarias.
Artículo 233: La Administración Tributaria dispondrá de treinta (30) días hábiles para
evacuar la consulta.
Artículo 234: No podrá imponerse sanción a los contribuyentes que, en la aplicación de la
legislación tributaria, hubieren adoptado el criterio o la interpretación expresada por la
Administración Tributaria en consulta evacuada sobre el asunto.
Tampoco podrá imponerse sanción en aquellos casos en que la Administración Tributaria
no hubiere contestado la consulta que se le haya formulado en el plazo fijado, y el
consultante hubiere aplicado la interpretación acorde con la opinión fundada que haya
expresado al formular la consulta.

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Artículo 235: No procederá recurso alguno contra las opiniones emitidas por la
Administración Tributaria en la interpretación de normas tributarias.

Como puede verse, la opinión de la administración tributaria al responder esta consulta sí


produce un efecto concreto sobre el administrado: éste no podrá ser sancionado si actúa
conforme al criterio emitido por la administración tributaria o ésta no contesta en tiempo
hábil y el contribuyente actúa conforme a su propia opinión expresada en la consulta.
Podemos encontrar aquí un primer indicio de que también las meras opiniones de la
Administración son actos administrativos, que deben reunir sus requisitos y se rigen por las
normas comunes de esos actos.
También llama la atención que el artículo 235 COT impide intentar “recurso alguno” contra
las consultas, al parecer entendiendo que éstas no producen verdaderos efectos sobre el
administrado. Si se entiende que esta prohibición de intentar recursos se restringe a los
recursos administrativos y se permiten en cambio los contencioso administrativos, el
artículo sería impecable constitucionalmente. En cambio, una prohibición general de
acceder a la justicia administrativa de un determinado tipo de actos sería inconstitucional,
pues el artículo 259 de la Constitución no distingue entre ellos a los efectos del acceso a esa
jurisdicción. En consecuencia, sería perfectamente posible recurrir ante los tribunales
contenciosos competentes de las consultas emitidas por la Administración Tributaria.
A esta conclusión podría objetarse que las consultas, por un lado, no afectan al particular
pues no son vinculantes y en consecuencia no inciden en su libertad y, por otro, son
expresión simplemente de una mera opinión de la Administración que sería discrecional y
que, sobre todo, no vincularía el ejercicio posterior y sí vinculante de sus potestades
ordinarias. Sin embargo, también es cierto que normalmente se trata de las opiniones del
ente administrativo encargado precisamente de actuar esas potestades.
Además, cierta doctrina ha aclarado que lo que la Administración e incluso la propia ley
han denominado consultas y opiniones son, en realidad, verdaderos actos de gravamen que,
efectivamente, constituyen una amenaza a los derechos e intereses de los particulares.
Es pertinente invocar aquí la posición de Auby y Drago:

“La jurisprudencia acepta así la admisibilidad del recurso contra actos calificados como
opiniones por su autor. El examen específico muestra que estos actos eran en realidad
verdaderas decisiones de las cuales el Juez ha determinado la verdadera calificación
correcta” (AUBY J.M. Y DRAGO R., Tratado de Contencioso Administrativo, 2da.
edición, Tomo II pp. 178-179)

Corresponde a la autoridad judicial calificar la naturaleza de los actos administrativos. Ello,


además de ser una función judicial por su propia naturaleza, es más importante cuando lo
que está en juego es el acceso a la justicia.

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III. El caso particular de las empresas del Estado y los actos administrativos
1. Generalidades
Habiendo dicho que sólo las Administraciones Públicas pueden dictar actos
administrativos, un caso partircular permite decir mucho sobre esa necesidad: el de las
empresas del Estado (LINARES BENZO, 2008).
La primera cuestión a resolver es la posibilidad de que las empresas del Estado dicten actos
administrativos. Asunto fértil, pues exige indagar sobre la naturaleza de esas empresas en
vista al concepto del acto administrativo, uno de cuyos núcleos es que se producen por el
ejercicio de potestades públicas y que por tanto la mejor doctrina considera que sólo pueden
emanar de verdaderas Administraciones Públicas y no de otros sujetos. Queda aparte el
problema de los llamados “actos de autoridad”, aquellos actos administrativos dictados por
particulares, cuya mera existencia es problemática; y que se verá más adelante.
En consecuencia, la naturaleza de las empresas del Estado es eminentemente pública. Es
evidente su carácter instrumental, ahora legalmente consagrado por la excelente Ley
Orgánica de la Administración Pública (LOAP) que por primera vez dedica varios artículos
a las empresas del Estado. Básicamente, las considera una especie de la descentralización
funcional (Título IV, de la desconcentración, de la de la descentralización funcional; Cap.
II, de la descentralización funcional; Sección segunda, de las empresas del Estado)
juntamente con los institutos autónomos y las fundaciones y asociaciones civiles del
Estado. Este carácter de entidades descentralizadas funcionalmente les otorga sin duda
carácter público, requisito necesario para dejar en claro su instrumentalidad, carácter
esencial que elimina cualquier camuflaje que les confunda con empresas en mano privada e
impida por tanto el debido control de lo que de otro modo sería el ejercicio nudo de
potestades públicas.
En efecto, estas empresas nacen por la necesidad del Estado interventor de agilizar sus
actuaciones sobre la sociedad, limitadas y ralentizadas ex professo en aras de la libertad
privada. De allí que el peligro fundamental que envuelve la figura de las empresas del
Estado es el ejercicio disfrazado de verdaderas potestades públicas por entes que sólo
instrumentalmente tienen forma privada de personificación, pero pueden ser vehículo del
poder del Estado. Una de las tareas básicas del Derecho Administrativo en este campo es,
pues, evidenciar la actividad de las empresas del Estado para que sea patente cuándo
ejercen potestades públicas, para que éstas sean debidamente equilibradas con la libertad
privada.
¿Pueden, por lo tanto, ejercer esas potestades? Responder esta pregunta es también hacerlo
con la de si pueden dictar actos administrativos. Entra a jugar aquí la otra cara de las
empresas del Estado: su carácter mercantil. De ello no hay duda, pues además de su

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personificación como sociedades mercantiles, se rigen por el ordenamiento mercantil, tal
como establecen los artículos 101 y 106 de la LOAP.

Artículo 101. La creación de las empresas del Estado será autorizada respectivamente por el
Presidente o Presidenta de la República en Consejo de Ministros, los gobernadores o
gobernadoras, los alcaldes o alcaldesas, según corresponda, mediante decreto o resolución
de conformidad con la ley. Adquirirán la personalidad jurídica con la protocolización de su
acta constitutiva en el registro mercantil correspondiente a su domicilio, donde se archivará
un ejemplar auténtico de sus estatutos y de la Gaceta Oficial de la República Bolivariana de
Venezuela o del medio de publicación oficial correspondiente donde aparezca publicado el
decreto que autorice su creación.
Artículo 106. Las empresas del Estado se regirán por la legislación ordinaria, salvo lo
establecido en la presente Ley. Las empresas del Estado creadas por ley nacional se regirán
igualmente por la legislación ordinaria, salvo lo establecido en la ley.

Ciertamente, ese carácter mercantil es un instrumento del Estado para el cumplimiento de


fines públicos, pero por ello no puede negársele toda sustantividad. Las empresas del
Estado no son institutos autónomos, donde la descentralización funcional incluye la
personalidad pública: algo tiene que significar su mercantilidad y sometimiento al Derecho
privado.
Significa, en primer lugar, que los particulares tienen la expectativa legítima de que las
empresas del Estado actúen sobre todo como sociedades mercantiles. La mercantilidad de
un sujeto no sólo es una técnica para agilizar su giro, sino también garantía de los demás
ante conductas hostiles: ese es el sentido de las obligaciones del comerciante como la
publicidad de sus actos fundamentales y las garantías patrimoniales frente a terceros, la
quiebra entre ellas. De allí que los particulares tienen derecho a que las empresas del Estado
actúen normalmente como sociedades mercantiles y sólo excepcionalmente ejerzan
potestades públicas. El sometimiento de la Administración al Derecho Administrativo no es
principalmente una técnica organizativa, sino garantía de la libertad privada; cualquier
huida del Derecho Administrativo es sospechosa, debe ser atajada con premura y
precisamente el recurso a las empresas del Estado es el expediente mejor para esa huida.
En consecuencia el ordenamiento básicamente aplicable a las empresas del Estado es el
mercantil, no sólo en el sentido de facilidad en el tráfico, sino también en el sometimiento
al estatuto normal de las personas privadas, es decir, a la imposibilidad de ejecutar la propia
voluntad en contra de la de terceros sin intervención judicial. Esa ejecutoriedad es el núcleo
de lo público y debe decirse sin ambages que de ella carecen las empresas del Estado. Solo
mediante la actuación del órgano judicial pueden estas sociedades mercantiles en mano
pública vencer la resistencia ajena.
Por lo tanto, en principio, las empresas del Estado no pueden dictar actos administrativos.
Sólo por excepción expresamente prevista en la ley son capaces de ejercer potestades
públicas y dictar esos actos, como dice el copiado artículo 106 LOAP: se rigen por la
legislación ordinaria “salvo lo establecido en la presente ley”, es decir, no pueden dictar

19
actos administrativos salvo que la propia LOAP lo autorice expresamente. De hecho, la
LOAP es particularmente restrictiva en este campo, pues sólo ella puede apoderar a las
empresas del Estado a dictar actos administrativos; en el caso de las empresas del Estado
creadas por ley nacional puede la ley en general atribuirles el ejercicio de potestades
públicas.
El juego del artículo 106 LOAP es muy importante. Una empresa del Estado creada por las
máximas autoridades de las personas territoriales, únicas que pueden hacerlo a tenor del
artículo 101 LOAP, sólo pueden dictar los actos administrativos previstos en la propia
LOAP. Las empresas del Estado “creadas por ley nacional” son las únicas a las cuales
cualquier ley puede atribuirles potestades públicas. Se impone así indagar que actos
administrativos les atribuye LOAP a las empresas del Estado en general.
Ninguna norma de LOAP le atribuye potestades públicas a las empresas del Estado. La
única previsión al respecto se encuentra en las disposiciones relativas a la descentralización
funcional, la delegación intersubjetiva y la encomienda de gestión. Así, el artículo 32
LOAP establece:

Artículo 32. La descentralización funcional o territorial transfiere la titularidad de la


competencia y, en consecuencia, transfiere cualquier responsabilidad que se produzca por el
ejercicio de la competencia o de la gestión del servicio público correspondiente, en la
persona jurídica y en los funcionarios y funcionarias del ente descentralizado.
La desconcentración, funcional o territorial, transfiere únicamente la atribución. La persona
jurídica es cuyo nombre actúe el órgano desconcentrado será responsable patrimonialmente
por el ejercicio de la atribución o el funcionamiento del servicio público correspondiente,
sin perjuicio de la responsabilidad que corresponda a los funcionarios que integren el
órgano desconcentrado y se encuentren encargados de la ejecución de la competencia o de
la gestión del servicio público correspondiente.

La creación de una empresa del Estado puede por lo tanto contener transferencias de
competencias de la Administración matriz a esa empresa. Se abre aquí la estrecha postura
inicial de la ley, pues se podrán transferir muchas potestades a las empresas del Estado en
sus actos de creación. Sin embargo, estas transferencias tienen importantes limitaciones. La
primera de ellas esta contenida en el artículo 35 LOAP:

Artículo 35. Sin perjuicio de lo dispuesto en la Constitución de la República Bolivariana de


Venezuela o en leyes especiales, la delegación intersubjetiva e interorgánica no procederá
en los siguientes casos:
1. Cuando se trate de la adopción de disposiciones de carácter normativo.
2. Cuando se trate de la resolución de recursos en los órganos administrativos que hayan
dictado los actos objeto de recurso.
3. Cuando se trate de competencias o atribuciones ejercidas por delegación.
4. En aquellas materias que así se determinen por norma con rango de ley.
Las delegaciones intersubjetivas y su revocación deberán publicarse en la Gaceta Oficial de
la Administración Pública correspondiente.

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La delegación será revocable en cualquier momento por el órgano que la haya conferido.

Esta norma es aplicable a la descentralización funcional, pues de lo contrario sería inútil. La


Administración haría fraude a la ley al constituir una empresa del Estado con las mismas
atribuciones que no podría delegar de acuerdo con esta norma, haciéndola inoperante. De
allí que no puedan constituirse empresas del Estado con potestades normativas (num. 1°), ni
con ninguno de los poderes cuya delegación está prohibida en ese artículo.
La segunda limitación viene dada por la naturaleza mercantil de las empresas del Estado.
Su actividad es comercial, por lo que sólo podrían atribuirse a esas empresas el ejercicio
excepcional de potestades públicas de sustancia económica y mercantil, que no suponga la
abdicación de potestades públicas que esencialmente corresponden a la Administración.
Esa esencialidad corresponderá determinarla al juez, pero parece haber casos claros de
potestades públicas que si bien se refieren a materias económicas y mercantiles no pueden
atribuirse a empresas del Estado, como sería el caso de fijar el arancel de aduanas.
Otra limitación esencial a la atribución de potestades públicas a empresas del Estado es la
propia del Derecho de la competencia. Si la empresa del Estado de que se trate actúa en un
régimen de competencia, se violaría la libertad económica si pudiera imponerse a sus
rivales ejerciendo potestades sobre el respectivo mercado, como sería por ejemplo el caso
de empresas del Estado competidores de particulares que les fuera atribuida la potestad de
fijar precios u otras condiciones. También el sector público está sujeto al Derecho de la
competencia, como establece el artículo 4° de la Ley para Promover y Proteger la Libre
Competencia.
Tampoco podría atribuirse a las empresas del Estado la posibilidad de ejecutar los actos
administrativos que dicten excepcionalmente. Ello es claramente una potestad exclusiva de
las administraciones públicas: tal como se dijo, la mercantilidad de las empresas del Estado
es también una garantía para los particulares, lo que exige su sometimiento a la necesidad
de tutela judicial para imponerse a terceros.
En conclusión, sólo excepcionalmente y en su correspondiente acto de creación pueden
otorgarse potestades públicas a las empresas del Estado y la consecuente emisión de actos
administrativos, con las limitaciones previstas para las delegaciones en el artículo 35
LOAP, sólo en el caso de potestades de carácter económico y mercantil que no
corresponden esencialmente a la Administración, no violen el Derecho de la competencia,
ni impliquen ejecución administrativa.
En el caso de las delegaciones intersubjetivas (art. 33, 35 y 36 LOAP) se aplican las
mismas limitaciones.
En cambio, es imposible atribuir potestades públicas a una empresa del Estado mediante
encomiendas de gestión. El artículo 39 LOAP así establece:

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Artículo 39. En la Administración Pública Nacional, de los estados, de los distritos
metropolitanos y de los municipios, los órganos de adscripción podrán encomendar, total o
parcialmente, la realización de actividades de carácter material o técnico de determinadas
competencias a sus respectivos entes descentralizados funcionalmente por razones de
eficacia o cuando no posean los medios técnicos para su desempeño, de conformidad con
las formalidades que determinen la presente Ley y su reglamento.
La encomienda de gestión no supone cesión de la titularidad de la competencia ni de los
elementos sustantivos de su ejercicio, siendo responsabilidad del órgano encomendante
dictar cuantos o resoluciones de carácter jurídico den soporte o en los que se integre la
concreta actividad material objeto de la encomienda.

Solo actividades de carácter material o técnico pueden encomendarse a entes


descentralizados funcionalmente. Se aplica también aquí que en el caso de las empresas del
Estado esa actividad no puede significar la ejecución administrativa, y las demás
limitaciones que hemos predicado de las atribuciones a ellas de potestades públicas.
El mismo artículo 106 LOAP establece otra limitación importante a la atribución de
potestades públicas a las empresas del Estado: sólo en el caso de empresas creadas por ley
nacional pueden otras leyes, obviamente nacionales, otorgarles potestades públicas. Así,
empresas del Estado no creadas por ley nacional no pueden recibir atribuciones de
potestades públicas así sea de leyes nacionales, con lo cual ello sólo es posible en su acto de
creación y con las limitaciones ya analizadas.
Así, sólo en el caso de empresas del Estado creadas por ley nacional –como sería el caso de
PDVSA en la Ley Orgánica de Hidrocarburos- pueden ser apoderadas de potestades
públicas por esa ley de creación y por otras leyes nacionales. Si a esa atribución se aplican
las mismas limitaciones que en el caso de las potestades atribuidas por el acto de creación a
empresas no creadas por ley es cuestión aparte, pero que debe ser modulada pues en este
caso quien atribuye las potestades es el propio legislador y no la Administración. Sin
embargo, el núcleo de esas limitaciones tiene que ver con la garantía de la libertad privada
frente al ejercicio del Poder Público, con lo cual habría que analizar bajo esa luz la
correspondiente atribución y decidir si desmejora la posición de los administrados, lo que la
haría inconstitucional.

2. Algunos casos
Un caso particular de potestades administrativas en cabeza de empresas del Estado está
previsto en la reciente Ley de Silos, Almacenes y Depósitos Agrícolas. Su Disposición
Transitoria Primera establece:

Los entes públicos y privados que se constituyen, a los efectos de esta Ley, o que se
encuentren administrando y operando comercialmente Silos, Almacenes y Depósitos
Agrícolas, obligatoriamente se someterán a las normas y recomendaciones impartidas por el

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Ministerio de Agricultura y Tierras, como órganos rector de las políticas de
almacenamiento agrícola.

Con independencia de que esta norma debe ser interpretada de modo que sea necesaria una
previa determinación de los contratos a que se refiere esta Disposición realizada por la
correspondiente autoridad administrativa, la propia CASA ha venido interpretando la
norma de modo que actúa directamente y más que solicitar la entrega material de los
correspondientes silos los toma con auxilio de la fuerza pública.
Se aplica aquí lo dicho anteriormente: los estatutos de CASA no la habilitan expresamente
a dictar actos administrativos que den por resueltos contratos administrativos como serían
los referidos a la copiada disposición legal. Por lo tanto, no siendo CASA una empresa
creada por ley nacional sino constituida por instrucciones del Presidente de la República, ni
siquiera la Ley de Silos puede atribuirles potestades administrativas y sólo podría ejercer
las permitidas por LOAP, que no es el caso. De allí que la copiada disposición es
inconstitucional al violar lo preceptuado en una ley orgánica en la materia de su
competencia. Mucho menos podría CASA ejercitar materialmente esta resolución y ocupar
con auxilio de la fuerza pública.
Existen varios casos de empresas del Estado creadas por ley nacional que ejemplifican la
segunda de las posibilidades enunciadas, es decir, que pueden ser apoderadas de potestades
públicas por su ley de creación y cualesquiera otras leyes, además de las que establece la
LOAP. Al menos puede hablarse de dos: las empresas del Estado del sector de los
hidrocarburos y la empresa del Estado gestora del sistema eléctrico nacional.
Las primeras se encuentran previstas en la Ley Orgánica de Hidrocarburos, cuyos artículos
22 y 27 establecen:

Artículo 22. Las actividades primarias indicadas en el artículo 9, serán realizadas por el
Estado, ya directamente por el Ejecutivo Nacional o mediante empresas de su exclusiva
propiedad. Igualmente podrá hacerlo mediante empresas donde tenga control de sus
decisiones, por mantener una participación mayor de cincuenta por ciento (50%) del capital
social, las cuales a los efectos de este Decreto Ley se denominan empresas mixtas. Las
empresas que se dediquen a la realización de actividades primarias serán empresas
operadoras.
Artículo 27. El Ejecutivo Nacional podrá mediante decreto en Consejo de Ministros, crear
empresas de la exclusiva propiedad del Estado para realizar las actividades establecidas en
este Decreto Ley y adoptar para ellas las formas jurídicas que considere convenientes,
incluida la de sociedad anónima con un solo socio.

Se trata así de empresas nacionales creadas por ley nacional o al menos con su expresa
previsión, por lo que se les pueden otorgar potestades públicas mediante cualesquiera leyes
además de la de su creación y en consecuencia dictar actos administrativos, con las
limitaciones que se han establecido anteriormente. De hecho, la propia Ley Orgánica de
Hidrocarburos les permite emplear nada menos que la potestad expropiatoria (art. 38).

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De igual manera, la Ley Orgánica del Servicio Eléctrico establece en su artículo 33:

Artículo 33. El Ejecutivo Nacional constituirá una empresa propiedad de la República para
llevar a cabo la gestión del Sistema Eléctrico Nacional, bajo la forma o modalidad que
considere pertinente, la cual estará supervisada por el Ministerio de Energía y Minas.
La empresa que realice la actividad de gestión del Sistema Eléctrico Nacional, que para los
efectos de esta Ley se denominará Centro Nacional de Gestión del Sistema Eléctrico,
ejercerá el control, la supervisión y la coordinación de la operación integrada de los
recursos de generación y transmisión del Sistema Eléctrico Nacional, así como la
administración del Mercado Mayorista de Electricidad.
La función de gestión del Sistema Eléctrico Nacional será fiscalizada por la Comisión
Nacional de Energía Eléctrica a efecto de establecer su adhesión a esta Ley y a las Normas
de Operación del Sistema Eléctrico Nacional.
Parágrafo Único: El Ejecutivo Nacional, oída la opinión de la Comisión Nacional de
Energía Eléctrica, podrá ordenar que la actividad de gestión del Sistema Eléctrico Nacional
se separe en gestión económica y gestión técnica, de tal forma que ellas sean ejercidas por
personas jurídicas distintas. Las normas de funcionamiento y la organización de las nuevas
empresas serán establecidas en el Reglamento de esta Ley o en los Estatutos de las nuevas
empresas.

De nuevo, una empresa del Estado creada por ley nacional, con lo que puede ser objeto de
la asignación de potestades públicas por cualesquiera leyes nacionales, también con las
intenciones ya apuntadas. La propia Ley Orgánica del Servicio Eléctrico le atribuye muchas
de esas potestades (art. 34).

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IV. Elementos del acto administrativo
1. Elementos objetivos
La estructura del acto administrativo presenta algunos elementos que le dan sustantividad.
Son el presupuesto de hecho, el fin, la causa y los motivos. Se trata de un aparato montado
para garantizar el cumplimiento de la ley y la efectividad del principio de legalidad en el
desenvolvimiento de las potestades de la Administración. Como veremos al hablar de los
motivos, el presupuesto de hecho desencadena la actividad administrativa según la ley, que
debe dirigirse al fin que la misma ley impone, de manera efectiva (causa), todo lo cual se
expresa en los motivos (GARCIA DE ENTERRIA, 1999).

A) El presupuesto de hecho
La jurisprudencia líder ha dicho sobre el supuesto de hecho:

Como puede fácilmente observarse, las aludidas Resoluciones Ministeriales incriminan un


mismo hecho, un hecho común como es la pérdida de hidrocarburos, petróleo y gas, y la
contaminación consiguiente de las aguas del Lago de Maracaibo, del Mar Caribe y de
algunos caños, en sus casos, y atribuyen ese hecho a una misma causa, esto es, mal
funcionamiento, desperfectos y fallas de determinadas instalaciones de la concesionaria. En
otras palabras, las referidas Resoluciones Ministeriales, como tales actos administrativos,
contienen, ellas mismas, y de manera muy clara, precisa y concreta, los hechos enjuiciados
por ellas, así como las circunstancias que los originaron. Esos hechos y esas
circunstancias, que dieron lugar a la aplicación de sanciones administrativas, constituyen
los motivos de hecho de estos actos administrativos sancionatorios. (CSJ-SPA de 17-04-80)
Se trata de una situación material que vienen a ser el supuesto de hecho de la norma
atributiva de la potestad que se ejerce. Son hechos, comprobables mediante la experiencia,
y que se encuentran previstos como el supuesto de hecho de una norma concreta.
De alí la necesidad de su prueba:

…Este Supremo Tribunal estableció que “en los casos en los cuales los supuestos de hecho
de un acto administrativo no son notorios, es necesario probarlos, pues de lo contrario el
acto sería nulo por falta de motivación”. (CJS-SPA de 21-04-80)
Siguiendo la dogmática procesal, la determinación del supuesto de hecho supone un doble
ejercicio. En primer lugar, la constatación de los hechos en su facticidad, en el mero
suceder, y luego la calificación de esos hechos a los efectos de su subsunción en el supuesto
de hecho de la norma. Así, el intercambio de voluntades sobre cosa y precio (constatación
de hecho) se califica como contrato de venta, y será normalmente ese hecho calificado el
que servirá para encuadrarse en el supuesto de hecho de la norma. Nótese que la
calificación es ya una operación jurídica, que como tal puede ser controlada por el juez si se

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trata de una calificación reglada. En ese sentido, la calificación es una cuestión de derecho,
patrimonio de juez, salvo que del examen de la potestad de que se trate se deduzca que la
operación de calificar los hechos corresponda a una potestad discrecional, como es el caso
paradigmático del concepto “interés público”, como veremos en su oportunidad.
El supuesto de hecho puede consistir en una situación material fácilmente objetivable, cuya
subsunción en la norma no requiere de mayores esfuerzos técnicos o hermenéuticos. La
potestad de nombrar a un funcionario en un cargo determinado exige que esté vacante, lo
que es sencillo de determinar.
Sin embargo, también es posible que el supuesto de hecho consista en una expresión
abstracta o ambigua, que exija determinadas operaciones para su concreción y claridad.
Antes de entender que esa abstracción o ambigüedad otorgan discrecionalidad a la
Administración pata determinar el hecho, debe examinarse si nos hallamos más bien ante
un concepto jurídico indeterminado, caso en el cual no existiría esa discrecionalidad. De
hecho, buena parte de las potestades que tradicionalmente se consideraban discrecionales
sencillamente presentaban un concepto jurídico indeterminado cuya concreción es una
operación reglada, controlable por el juez.
La técnica de los conceptos jurídicos indeterminados es patrimonio del Derecho común, y
es perfectamente aplicable a los actos administrativos. Si la ley usa términos abstractos,
como justiprecio, urgencia, emergencia, su concreción no habilita a la Administración a
decidir libremente si ocurre o no en la realidad. Se trata de conceptos abstractos en la
norma, pero que pueden concretarse perfectamente en los hechos de modo que sólo en
determinados casos se da o no se da el concepto en la realidad. Existe o no emergencia, y se
permite entonces acudir a la adjudicación directa en la contratación necesaria para
afrontarla (art. 88, 6 de la Ley de Licitaciones), sin que le quepa a Administración decidirlo
a su arbitrio.
Mientras en el caso de un supuesto de hecho fácilmente objetivable la Administración
procede sencillamente a su constatación en la realidad, en el caso de los conceptos jurídicos
indeterminados la abstracción de la norma requiere de diligencias prácticas o interpretativas
para determinar su realidad fáctica, pero sólo existe una solución justa, conforme a
Derecho, en la concreción de ese concepto jurídico indeterminado. El bien a expropiar tiene
un precio, la emergencia existe o no.
Salta a la vista que esa concreción del concepto jurídico indeterminado puede no resolverse
en una constatación precisa en la realidad. De hecho, la estructura de estos conceptos
presenta en la realidad zonas de certeza negativa, realidades en que es absolutamente cierto
que el concepto no se da en práctica, este inmueble no vale menos de un millón de
bolívares ni más de un millón quinientos mil. Esas zonas de certeza negativa dejan un
sector de maniobra a la Administración, que el juez debe respetar. De esta manera se
templa la técnica de los conceptos jurídicos indeterminados y es mucho más asequible para
el manejo de las potestades de la Administración.

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Queda por analizar si el concepto “interés público”, “interés general” o sintagmas parecidos
constituyen un concepto jurídico indeterminado o, por el contrario, habilitan a la
Administración para determinar discrecionalmente cuándo se realiza en la realidad. El tema
no es académico, pues ha sido planteado por GARCIA de ENTERRIA (GARCIA DE
ENTERRIA, 1999) en términos muy rotundos.
Desde ya debemos decir que el término “interés público”, su similar “interés general” o
frases semejantes, construyen a favor de la Administración una potestad discrecional
inequívoca, pues ese término apunta a decisiones de sustancia política, que corresponden
constitucionalmente al Poder Ejecutivo y no a los tribunales. En efecto, el interés público
viene determinado en una democracia por la orientación de la mayoría de la población, y
ese juego político se concentra en el binomio Poder Legislativo – Poder Ejecutivo, el
primero representante del pueblo y el segundo su fiduciario. Por ello, cuando el legislador
otorga potestades a la Administración para ejercerlas de acuerdo con el interés general, la
determinación de ese interés corresponde a la Administración dentro de los límites de la
ley, si es que ésta impone algunos.
Si el término “interés general” fuera un concepto jurídico indeterminado, el juez podría
controlar su determinación, con lo cual se apoderaría de potestades propias de los
componentes políticos del Poder Público. El Poder Judicial carece de la información
necesaria para determinar ese interés y, sobre todo, no posee la legitimación popular
esencial para que esa determinación sea democrática.
Normalmente se entiende que el principio de separación de poderes es principalmente una
salvaguarda de la autonomía judicial, y sobre esa base se ha expresado la mayoría de la
literatura. Sin embargo, es necesario recordar también que el principio, consagrado en el
artículo 136 de la Constitución venezolana, funciona en ambos sentidos. Existen no sólo
zonas exclusivas de la competencia de los tribunales, sino también ámbitos donde la
Administración posee potestades propias cuyo ejercicio le corresponde sin interferencias.
No sólo existe una autonomía judicial, sino también una autonomía administrativa, como
corolario de la separación de poderes.
Nótese que la propia Constitución otorga potestades directamente a la Administración. En
otras palabras, que existe un ámbito constitucionalmente asignado al Ejecutivo que es
corolario de la separación de poderes, y que excede a la mera discrecionalidad
administrativa, otorgada por la ley. El ejemplo clásico en Venezuela han sido las potestades
financieras de este Poder Público a la hora de elaborar y ejecutar el presupuesto, donde la
propia Constitución establece límites tanto al Legislativo como al Judicial.
La separación de poderes en Venezuela, pues, es originalmente, desde la Constitución de
1811, más cercana a la establecida en los Estados Unidos que la que se ha ido hilvanando
en Europa desde su tardío constitucionalismo del siglo XIX (BREWER CARIAS, 1990).El
juez no puede sustituir a la Administración en todos los casos, no solo cuando la ley le
otorga discrecionalidad a ésta, sino mucho más en el ejercicio de potestades directamente

27
consagradas en la Constitución. Allí la amplitud de los poderes ejercidos es aún mayor que
cuando la ley le permite recurrir a su apreciación subjetiva. Así, existe también una
verdadera autonomía ejecutiva frente al juez, en los términos de la Constitución, y ello
impide que sus actos sean controlados completamente por el Poder Judicial.
Esta autonomía del Ejecutivo también existe, aunque en menor grado, en el ejercicio de
potestades discrecionales. Allí es la ley la que permite a la Administración actuar
libremente, y ese caballo de Troya dentro del Estado de Derecho puede ser controlado por
las técnicas cada vez más en boga entre nosotros y en el Derecho comparado.
La estructuración constitucional del Poder Ejecutivo se articula sobre la base de un órgano
–con su cortejo de personas públicas- dotado de todas las prerrogativas y potestades
necesarias para administrar y gobernar. Entre ellas, se trata de un aparato que es capaz de
reunir toda la información necesaria para decidir los asuntos que le estén encomendados. La
enorme cantidad de data que reposa en los archivos de cualquier Administración moderna
es una de las principales garantías de la mayor posibilidad que tiene ésta de tomar la
decisión adecuada en cada caso.
No es superfluo anotar aquí que entre los órganos que normalmente se encuadran dentro de
una Administración están los entes encargados de la estadística y de la recopilación de esta
información, y que la ofrece al resto del aparato administrativo. Esos órganos no están en el
Poder Judicial, ni existe ninguna previsión mediante la cual los tribunales accedan
regularmente a los datos que produce y procesa la Administración Pública.
La procedimentalización de la Administración, fenómeno normal en las administraciones
modernas, es otra garantía de que este compuesto es el más indicado para decidir los
asuntos que le competen. Esos procedimientos no sólo aseguran que la información se
almacene ordenadamente, sino lo que es más importante, que los particulares interesados en
esos procedimientos tendrán acceso tanto a la información producto del órgano público de
que se trate como la posibilidad de exponer y probar sus datos. Las leyes de procedimiento
administrativo y la jurisprudencia que las interpreta son muy exigentes en estos externos, y
salvaguardan la capacidad de la Administración de decidir adecuadamente.
Esta mejor posición de la Administración es otra de las razones que exigen que los jueces
sean cuidadosos a la hora de tomar decisiones por la Administración. No cuentan los
tribunales con la información que sí es del acceso de los entes públicos, y deciden los casos
únicamente con la que se encuentra en autos. Esta es una de las razones de las deferencia
que conoce el derecho administrativo norteamericano, mediante la cual los tribunales dan
por buenas las decisiones administrativas, en vista de la más adecuada posición de la
Administración en los casos bajo su dominio. (Sent. de la Corte Suprema de Justicia de los
EEUU, caso Chevron (467 US, 104 S. Ct) (SCHWARTZ, ________)
El control judicial de la Administración, por pleno que sea, no puede olvidar tanto la más
adecuada visión de los asuntos que tiene ésta, como la realidad de que el interés general en
su plenitud sólo es de su dominio, y que le está constitucionalmente encargado.

28
Por lo tanto, la posición de la Administración dentro del Poder Público es una razón más
para que sea ésta la que decida cual es el “interés público”.

B) La finalidad del acto administrativo


El artículo 12 de la LOPA establece:

“Aun cuando una disposición legal o reglamentaria deje alguna medida o providencia a
juicio de la autoridad competente, dicha media o providencia deberá mantener la debida
proporcionalidad y adecuación con el supuesto de hecho y con los fines de la norma, y
cumplir los trámites, requisitos y formalidades necesarias para su validez y eficacia”.

El artículo copiado parece dirigirse exclusivamente a reglamentar las potestades


discrecionales de la Administración. Sin embargo, es obvio que es aplicable a todas las
potestades administrativas, inclusive las regladas, por argumento a fortiori. Así, todas las
potestades administrativas tienen que “mantener la debida proporcionalidad y adecuación
(...) con los fines de la norma”. Se construye así el elemento fin de los actos administrativos
(RONDON DE SANSO, 2001)
El fin de los actos administrativos es el objetivo a perseguir en el desenvolvimiento de la
potestad que se resuelve en el acto administrativo de que se trate. Cada norma tiene una
causa final a la que apunta, como la recaudación de tributos a subvenir a las necesidades
fiscales y no, por ejemplo, a aterrorizar a los ciudadanos. De allí que el fin de la norma
debe ser servido por el acto administrativo en todo caso, sin que quepa apartarse de él aun
apuntando a otro fin público.

C) La causa
La causa de los actos administrativos es la efectividad del servicio que el acto presta al fin
normativo. En otras palabras, si el acto logra obtener el fin que la norma prescribe.
Caben aquí las disquisiciones sobre la causa y la importación al Derecho Administrativo de
las nociones del Derecho Privado. En principio, éstas son plenamente aplicables al campo
de los actos administrativos, con la reserva de que se trata de una de las cuestiones más
debatidas dentro de la teoría general del Derecho.
Entre otras notas, esa teoría ha diferenciado la causa de los contratos nominados (la
compraventa, por ejemplo) de la de los innominados. Aquella vendría dada por la ley, en el
caso de la compraventa por el efectivo intercambio de consentimientos sobre cosa y precio,
mientras que en los contratos innominados por el servicio al objetivo fijado libremente por
las partes. Sin embargo, esta nociones no son trasladables sin matices al Derecho
Administrativo, por la sencilla razón de que en el caso de los actos administrativos su
finalidad está siempre contenida en la ley, sin que pueda la Administración interponer otros

29
distintos. La causa de los actos administrativos, el servicio del acto a su finalidad, sería
entonces siempre nominada.
Noción muy debatida, pues, sobre todo en el Derecho privado. Pero en el campo del acto
administrativo la reflexión normalmente no pasa de unas consideraciones eruditas,
importadas de otros ordenamientos, sin mayores consecuencias para la disciplina real de
esos actos.
Una de las primeras conclusiones del estudio de la noción de causa en el Derecho Privado
(MELICH, 1993) es su profunda impertinencia para el caso de los actos administrativos. En
efecto, desde el Derecho Romano la causa se busca en la obligación y en los negocios
jurídicos, lo que supone siempre un concurso de voluntades, lo que de ninguna manera
existe en el acto administrativo, fundamentalmente unilateral en la mayoría de los casos. De
allí que a la pregunta cur debetur?, ¿por qué me obligo? que apunta precisamente a la causa
se ha respondido en el causalismo clásico de Domat que la causa de la obligación es la
prestación del otro obligado, como sería el pago del precio en el caso de la entrega de la
cosa vendida. Luego de los ataques anticausalistas de fin del siglo XIX, la dogmática
alemana del Derecho Civil, que alzaprimaba la declaración de voluntad, exterior por
definición, frente al dogma de autonomía de la voluntad de origen romano, como núcleo de
los intercambios, sustituyó inclusive en el pensamiento francés e italiano del que somos
tributarios en el Derecho Civil la noción subjetiva de causa por una teoría objetiva, que no
necesitaba indagar en los motivos de los obligados para la validez y eficacia de los actos.
De allí se llegó a predicar la falsedad y la inutilidad de la causa.
Aunque luego CAPITANT remodeló la noción clásica para resucitar al causalismo, lo
cierto es que en plena emergencia de la doctrina alemana que hacía inútil la noción de causa
HARIOU (HAURIOU, 1976) demostró que la tesis germana de la declaración de voluntad
como núcleo del tráfico privado, no necesitaba de especulaciones causalistas, que era
precisamente y desde hacía tiempo la tesis francesa del acto administrativo. Este era una
declaración de voluntad y por lo tanto el examen de su causa era en principio inútil.
Ciertamente, no se ve como una noción que pretende fundar la validez de un acto jurídico,
en este caso la obligación, en un estado de voluntad que se basa en la conducta de otro,
puede ser utilizada para explicar el mecanismo de un acto que, como el administrativo,
precisamente no requiere de ninguna voluntad ajena para imponerse pues se basa en la
potestad de la Administración. De allí que el sólo empleo de la palabra “causa” para
describir un elemento del acto administrativo sea por lo menos peligrosa al prestarse a
multitud de equívocos, pues como puede verse la misma génesis y desarrollo de la causa en
su origen privado nada tiene que ver con los actos unilaterales como el administrativo.
Así que la intención de HARIOU sigue imponiéndose: el concepto de causa de los actos
administrativos es falso e inútil, porque estos son declaraciones de voluntad en el sentido
alemán de la expresión y por lo tanto deriva su fuerza obligatoria del ordenamiento y no de
la existencia de cualesquiera voluntades ajenas. Sin embargo, fue el propio Consejo de

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Estado francés quien desarrolló una de las llamadas aperturas del contencioso sobre la
pretendida base de la causa: la desviación de poder. Pero por su misma definición se
aprecia que el significado clásico de causa en el Derecho Privado muy poco tiene que ver
con esta apertura: la desviación de poder es la búsqueda por la Administración de fines
distintos a los que el ordenamiento otorga a la potestad de la que dimana el acto
administrativo, y esa voluntad desviada, dice HARIOU, solo puede buscarse en el mismo
acto y no en voluntades Particulares, las de los funcionarios de carne y hueso (HAURIOU,
1976).
Este cambio de polo del sujeto obligado en el causalismo de Derecho privado al acto
mismo –a la declaración de voluntad- en el Derecho Administrativo prohíbe usar aquel
causalismo para explicar estos actos administrativos desviados de su fin. Aquí se trata
simplemente de constatar el servicio al fin normativo que cumple, o no, el acto
administrativo, sin que sea dado buscarlo en estados de conciencia o de voluntad de
terceros. Por ello, además, la teoría más en boga entre nosotros que disgrega además entre
el elemento causa del elemento fin en los actos administrativos también es falsa, pues
inclusive la causa que el Derecho privado busca es la causa final, el fin, pero sobre todo
aquel elemento de causa desaparece cuando se pondera el carácter objetivo del acto
administrativo, su validez y eficacia basados en supuestos exteriores a la voluntad ajena y
establecidos en el ordenamiento.
En conclusión, el elemento “causa” de los actos administrativos no existe y es inútil, pues
todos sus efectos prácticos, inclusive la desviación de poder, se explica en realidad en base
al fin de la potestad de la que dimanan los actos. Y este fin, a su vez, es completamente
distinto de la causa final del Derecho Privado, pues no reside en voluntades ajenas sino en
la adecuación del acto a ese fin normativo.

Así parece reconocerlo la jurisprudencia, que cuando habla de desviación de poder se


refiere siempre al fin del acto administrativo, como interés objetivo previsto en la norma y
no hace exámenes acerca de voluntades de terceros ni siquiera, en la mayoría de los casos,
utiliza la expresión “causa”. Así, cuando se utiliza el procedimiento disciplinario para la
venganza personal se desvía el acto de sus fines (CPCA. 13-08-1986); el uso de
procedimientos disciplinarios para remover un funcionario pero cuando las razones son de
idoneidad constituye una desviación de poder (CSJ-SPA de 28-02-1991); la revocatoria de
la creación de una universidad experimental sin previa evaluación de su desempeño
incumple los fines experimentales de esas universidades (CSJ-SPA de 14-02-1991). Así
ésta última:

Si se aprecia el alcance del artículo 10 de la Ley de Universidades, de su texto emerge la


facultad del Ejecutivo Nacional, oída la opinión del Consejo Nacional de Universidades, de
crear Universidades experimentales. Esta creación no tiene un fin libre, sino que el mismo
está determinado en la norma que es “ensayar nuevas orientaciones y estructuras en
educación superior”. De allí que para crear una universidad de tal índole válidamente, de

31
acuerdo con los lineamientos que la norma señala, es necesario tener un proyecto de
universidad que innove bien en el método educativo; bien la estructura organizativa, o bien,
en ambos elementos. Una universidad que se ciña a los moldes de las existente no puede ser
creada como universidad nacional experimental, por cuanto su objetivo carece de las
exigencias que en forma específica la norma contempla.

(…)

Esta última indicación es la que nos señala la potestad revocatoria del Ejecutivo sobre estas
universidades, la cual está condicionada a la evaluación periódica del sistema a los fines de
determinar si el mismo debe continuar o si no tiene ningún sentido que ello suceda. La
justificación de la potestad revocatoria, es decir, el fin y objetivo de la misma, es la
evaluación del régimen creado. Por ejemplo, si el Ejecutivo crea una universidad de libre
escolaridad para desconcentrar el flujo de estudiantes a las metrópolis y, al mismo tiempo,
establece la obligación de pasantías de los inscritos en los cursos, en granjas rurales, tendrá
que vigilar si el sistema ofrece alicientes para los estudiantes a los cuales se destina; si su
organización está adecuada a los fines que persigue y si en un tiempo prudencial tiene
receptividad entre el grupo humano sobre el cual opera. Del resultado de esta evaluación
puede surgir cualquiera de las tres decisiones que la ley prevé: la continuación, la
modificación o la supresión del sistema establecido.

En el caso presente, la Universidad Pedagógica Experimental fue creada en el mes de


febrero de 1979; el 23 de ese mismo mes y año fueron designadas las autoridades y el 19 de
marzo se publicó el Reglamento Ejecutivo. Es el 5 de abril de 1979 cuando, mediante
Decreto Nº 68, el Ejecutivo revoca la creación de la Universidad. Si se atiende a las
consideraciones precedentes efectuadas y se constata que no había posibilidad alguna de
evaluar en menos de un mes el sistema que la nueva universidad establecía obviamente que
el Ejecutivo, al proceder a suprimirla, estaba actuando sin facultad alguna para hacerlo, por
cuanto su potestad revocatoria estaba limitada exclusivamente a la evaluación del sistema
que revelara un resultado negativo. Al proceder sin la previa evaluación negativa a la
revocatoria del acto anterior creador de la universidad, el Ejecutivo se estaba excediendo en
el ejercicio de sus facultades por cuanto carecía del poder legal para prescindir del resultado
que la evaluación revelara a los fines de extinguir el status del nuevo ente.

(…)

Si a lo anterior se une la carencia de poder legal para extinguir el acto, por no haberse
basado en la condición esencial para que ello procediera, esto es, en el resultado de la
evaluación, la cual, por una parte, no consta en autos y, por otra, no podía haberse efectuado
en un tiempo tan breve, debe llegarse a la conclusión de que el acto no estuvo destinado a
los fines anulatorios que el mismo señala y, en consecuencia, que fue dictado para obtener
otros fines, y esto es constitutivo del vicio denunciado por los recurrentes como desviación
de poder, el cual está presente en este caso, y así se declara.

D) Los motivos

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El Derecho Privado ignora los motivos subjetivos de las partes para actuar. Protege los
pactos e intercambios con abstracción de la motivación concreta de los sujetos, para
garantizar el tráfico jurídico (MESSINEO, 1979).
La situación de la Administración es muy distinta. Su vida debe estar siempre ajustada a
Derecho, con lo cual no puede tener motivos distintos a los permitidos por el ordenamiento,
pues incluso en el caso de las potestades discrecionales esa discreción viene otorgada por el
propio ordenamiento.
Así, los motivos que tiene la Administración para actuar deben ser en todo conforme con el
derecho, y de esa manera se concreta todo el esquema propuesto. Los motivos deben
expresar la realidad en la práctica del supuesto de hecho normativo y que desencadena el
ejercicio de la potestad, revelan el servicio al fin propio de la potestad, cuya efectividad es
la causa del acto en que se resuelve ese ejercicio. De allí que el control de los motivos,
mediante el examen de la motivación, permite calibrar el cumplimiento de todos estos
requisitos –supuesto de hecho, fin y causa. Así lo confirma variada jurisprudencia:

La exigencia de la expresión de los fundamentos del acto administrativo tiene por objeto
indicar su base legal, es decir, la norma jurídica que permita la actualización del órgano
administrativo que produjo la decisión, lo cual resulta esencial para determinar la
competencia de dicho órgano, y por ello constituye uno de los requisitos de la validez de los
actos administrativos, al tenor de lo dispuesto en los artículos 9 y 5, ordinal 18º, de la Ley
de Procedimientos Administrativos, lo cual contiene principios generales aplicables a los
actos administrativos, y por tanto, también aquellos actos de esta naturaleza que emitan los
organismos profesionales. Por otra parte, la ausencia de base legal puede ocurrir cuando el
órgano que emite el acto interpreta erradamente determinada norma jurídica, es decir, la
aplica mal, o cuando simplemente no existe ninguna norma que lo faculte a actuar. (CPCA
de 26-05-83)

No obstante lo dicho anteriormente, se debe indicar que tanto los actos administrativos de
efectos particulares como los de efectos generales, responden a determinados motivos que
tuvo la Administración al momento de dictarlos. Estos motivos que pueden o no constar en
el mismo texto del acto administrativo, según sea el caso, los llamados presupuestos de
hecho del acto, los cuales tal y como lo indica el artículo 12 de la Ley Orgánica de
Procedimientos Administrativos, “deberán mantener la debida proporcionalidad y
adecuación con el supuesto de hecho”…”de la norma”. Estos presupuestos de hecho o
motivos de los actos administrativos deben ser comprobados, apreciados y calificados
adecuadamente por la Administración, ya que si no existen, o si ha habido errores en la
apreciación y calificación de los mismos, se configura un vicio en la causa que produce la
anulabilidad tanto de actos de efectos particulares como de efectos generales. (CSJ-SPA de
17-03-90, caso: Varios vs. República (Ministerio de Educación)).

De acuerdo con lo expuesto, más que un problema de motivación, es decir, la


exteriorización de los motivos del acto, nos encontramos con un problema vinculado con la
causa misma del acto. En efecto, por lo que respecta a la motivación, el artículo 18, ordinal

33
15, de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos exige, en la respectiva
providencia, la expresión sucinta de los hechos, de las razones que hubieran sido alegadas y
de los fundamentos legales pertinentes. Si las razones alegadas en el acto o sus fundamentos
legales son contradictorios, nos encontramos ante un vicio que afecta el elemento “causa”,
mas no a la motivación.
El a quo incurrió entonces en el vicio de confundir el elemento motivación con la causa, lo
que resulta evidente de la lectura misma del fallo en su página 16 cuando, al declarar el
vicio de inmotivación, lo hace fundamentado en la circunstancia de que:
“…no aparecen elementos que demuestren la existencia de tal conflicto (el de propiedad)…”
Es decir, vincula la ausencia de motivación a la inexistencia de elementos probatorios que
justifiquen la decisión adoptada, elementos probatorios que constituirán los supuestos de
hecho del acto (causa). (CPCA de 15-05-90, Caso Feliz Chapín D. vs. República
(Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables)

La existencia de motivos tanto de hecho como de derecho, y la adecuada expresión de los


mismos, se constituye en elemento esencial de la noción de acto administrativo. El ejercicio
de las potestades administrativas envuelve asimismo un poder-deber circunscrito a la
ocurrencia de las circunstancias de hecho previstas en las normas como supuesto válido de
actuación. De tal manera que decidir sobre hechos inexistentes, o indebidamente
apreciados, vicia la esencia misma del acto dictado, afectando directamente su causa o
motivo, e indirectamente la propia competencia del órgano, al pretender éste presentar un
falso supuesto de hecho con miras a atribuirle las consecuencias jurídicas que están
previstas en la norma sólo para supuestos exactos.
Adicionalmente, la correcta expresión de los motivos o circunstancias de hecho apreciados,
así como los dispositivos legales que sirven de base a la decisión adoptada, es lo que en
definitiva puede permitir un adecuado control de su ajuste al derecho y con ello la plena y
absoluta vigencia del principio de legalidad. (CPCA-SPA de 09-06-88, Caso José Texeira
vs. Gobernación del Distrito Federal).

2. Elementos formales
A) Procedimiento
MERKL dejó claro que toda actividad estatal debía procesalizarse y no sólo la judicial. Así
nace la idea de un procedimiento administrativo, afín al judicial y que es uno de los
elementos de producción de los actos administrativos.
El procedimiento administrativo regula la actividad de la Administración para fijar el
supuesto de hecho que desencadenará la aplicación de la norma. Permite igualmente la
participación de una pluralidad de sujetos administrativos: las distintas Administraciones
Públicas involucradas en la emisión del acto. Sobre todo, permite la actividad de las partes,
es decir, de los administrados sobre los cuales recaerán los efectos del acto.

34
El régimen positivo del procedimiento administrativo se encuentra en los artículos 47 y
siguientes de la LOPA. Su tratamiento completo excede el objetivo de este trabajo.

B) La forma
En principio, la forma escrita es la normal de los actos administrativos. Su contenido se
encuentra disciplinado en el artículo 18 LOPA. La jurisprudencia ha venido analizando
cada uno de ellos:

La Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos establece que los actos administrativos


deben ser expresos y, en consecuencia, deben constar por escrito. Así, el artículo 18
consagra los llamados requisitos de forma de los actos administrativos, los cuales deben ser
cumplidos a través de actos escritos. Igualmente sucede cuando el artículo 72 ejusdem,
expresa: los actos administrativos de carácter general o que interesen a un número
indeterminado de personas deberán ser publicados en la Gaceta Oficial y el artículo 73 de la
misma ley obliga a que la notificación a los interesados de todo acto administrativo de
carácter particular deberá contener el texto integro del acto. (CSJ-SPA de 06-06-91, Caso
Alberto Silva Guillén vs. CGDLR).

Los actos administrativos como declaraciones expresas, deben ser escritos (Arts. 7 y 18 de
la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos), por lo que cualquier excepción a este
principio general tendría que ser expresamente consagrada por la ley. (CSJ-SPA de 30-03-
93)

En efecto, si actuó por delegación, no podía indicar que cumplía “instrucciones del
Despacho Superior”, para dictar tales actos, pues se entendía que ostentaba tal delegación,
pero, como antes se señaló, ninguna referencia se hace a esa delegación, como lo exige el
ordinal 7º del artículo 18 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos al
establecer que en los actos administrativos debe indicarse la titularidad con la que actúa el
funcionario y, en caso de delegación, el número y fecha del acto delegatorio de
competencia. (CPCA de 04-07-90, Caso Carmen A. Martínez vs. República (Ministerio de
Transporte y Comunicaciones)).

Es indiscutible que para la validez de todo acto administrativo es requisito indispensable


que el mismo se encuentre debidamente firmado por su autor. Pero es asimismo cierto que
para que dicho requisito quede cumplido, basta que la firma del autor haya sido estampada
en el documento original contentivo del acto.
Por consiguiente quien alegue la nulidad de un acto administrativo por falta de este
requisito esencial, está obligado a demostrar la inexistencia de la firma en el texto original
del acto administrativo. (CSJ-SPA de 19-05-83)

“Las Comisiones Tripartitas serán permanentes y cada una estará constituida por un
representante del Ministerio del Trabajo, quien la presidirá, uno de los patronos y otro de
los trabajadores. El representante del Ministerio tendrá el carácter de funcionario público”;
de otra parte, el artículo 168 del Código de Procedimiento Civil preceptúa que “la
sentencia” debe estar firmada “por los miembros del Tribunal” y, en su primer aparte

35
establece que “no se considerará sentencia ni se ejecutará la decisión a cuyo
pronunciamiento aparezca que no han concurrido todos los Jueces llamados por la Ley, ni la
que no esté firmada por todos ellos”, situación que se asimila a las decisiones de las
Comisiones Tripartitas, pues de otra manera no podría manifestarse la voluntad de la
mayoría de esos órganos administrativos. (CPCA de 16-12-80)órganos administrativos.
(CPCA de 16-12-80)

E) La motivación
Es la exposición de los motivos. De acuerdo con el artículo 9 LOPA

“Los actos administrativos de carácter particular deberán ser motivados, excepto los de
simple trámite o salvo disposición expresa de la Ley. A tal efecto, deberán hacer referencia
a los hechos y a los fundamentos legales del acto”

Se trata de razonar sobre la base de la norma el que los hechos fijados se subsumen en el
correspondiente supuesto de hecho. Por lo tanto, incluye la base legal del acto:

El mencionado artículo 9 establece el requisito de motivación de los actos administrativos


de efectos particulares, el cual es un requisito de motivación de los actos administrativos de
efectos particulares, el cual es un requisito de forma que se cumple cuando aparecen en él
referencia a los hechos y a sus fundamentos legales. Si el acto contiene esa referencia, tal
requisito queda cumplido independientemente de la veracidad de los hechos o de la
legitimidad del derecho en que fundamenta. Si tales circunstancias son erróneas, inexactas,
infundadas o falsas, el acto sería ilegal por vicios de mérito o de fondo, por error de hecho o
de derecho, pero no por inmotivación. (CPCA de 29-09-87, Caso Francisco Uzcátegui vs.
República (Ministerio del Trabajo-Comisión Tripartita)).

“La motivación del acto administrativo constituye un elemento sustancial para la validez del
mismo, ya que la ausencia de fundamentos abre amplio campo al arbitrio del funcionario.
En efecto, en tal situación, jamás podrán los administrados saber por qué se les priva de sus
derechos o se les sanciona. Además, la motivación del acto administrativo permite el
control jurisdiccional sobre la exactitud de los motivos”. (CSJ-SPA de 13-06-85, Caso
Desarrollos Prebo 800, C.A. vs. República (Impuesto sobre la Renta), cita jurisprudencia de
sentencia de 09-08-1957).
En relación a la segunda infracción alegada por el recurrente, de falta de motivación, es
menester señalar que si bien la dogmática civil lleva a distinguir entre la causa impulsiva y
la causa final, dando relevancia a aquélla, minimizando los motivos de la causa, salvo que
afecten la consideración jurídica del negocio, en el Derecho Administrativo, por el
contrario, tal distinción no tiene aplicación, porque los motivos y el fin que determinan los
actos administrativos, deben exteriorizarse, en razón de la obligación que se impone a la
Administración de “motivar” sus actos –artículo 99 y 18, numeral 5 de la Ley Orgánica de
Procedimientos Administrativos-. Esto es, de hacer públicos, mediante una declaración
formal, los motivos de hecho y de derecho en función de los cuales se han dictado sus actos.
En este orden de ideas, puede afirmarse que en el acto administrativo los motivos están
siempre, y necesariamente incorporados a su causa, de modo tal que el acto administrativo

36
se encuentra fundamentado, cuando en su justificación remite a la disposición legal en la
cual se encuentra el supuesto que configure los elementos fácticos del acto respectivo.

Este Supremo Tribunal ha sostenido y hoy se reitera que “basta para tener cumplido
formalmente este requisito que la motivación aparezca del expediente administrativo
contentivo del acto, de sus antecedentes, siempre que en uno y otro caso, el destinatario del
acto haya tenido acceso a tales elementos y conocimiento de ellos, así como también es
suficiente, según el caso, la sola referencia del acto a la norma jurídica de cuya aplicación
se trate”. (CPCA de 22-10-92, Caso Casa París S.A. vs. República (Ministerio de
Fomento)).

37
V. La eficacia de los actos administrativos
1. El concepto de ejecutoriedad

Lo que hace distinto, lo específico del acto administrativo y que hace necesaria una teoría
sobre su esencia y sobre su existencia –pues es una de las cosas más contingentes del
mundo jurídico: podría no existir- es su ejecutoriedad. Sin ejecutoriedad el acto
administrativo no se diferenciaría de otros actos, serían mínimas las modulaciones que
habría que hacerle a la teoría general del acto jurídico. Pero la posibilidad de que la
Administración imponga materialmente, frente a cualquier voluntad ajena contraria, el
contenido del acto administrativo es una exorbitancia tal que cambia completamente las
reglas ordinarias del Derecho; de hecho, podría decirse que es la razón de ser del Derecho
Administrativo. Con admirable lucidez lo expresó nuestra jurisdicción contencioso-
administrativa en 1988:
(…) el principio cardinal del derecho administrativo, cual es el de la ejecutoriedad de los
actos de la administración pública. (Sent. de la CPCA de 07-04-88, caso Jesús R. Camacho)

Estudiar su ejecutoriedad es lo más útil y fértil que puede hacerse con el acto
administrativo. De hecho, los grandes maestros se han dedicado a construir la figura sobre
la base de la vocación ejecutoria del acto administrativo. A ese respecto, la doctrina de
HAURIOU es a la vez originaria, genial y sumamente influyente en Venezuela, pues como
hemos dicho nuestro Derecho Administrativo, al menos en sus momentos fundacionales, es
tributario del francés. HAURIOU no consideraba que la ejecución directa por la propia
Administración de los actos administrativos fuera la manera normal de llevarlos a la
práctica.
Sin embargo, para Hauriou la ejecución forzosa del acto administrativo por la
Administración es un supuesto de ejecución anormal. Fiel a la doctrina del Comisario
Romieu, la ejecución por la Administración es excepcional. La decisión ejecutoria produce
como efecto la posibilidad de su ejecución por la Administración, que se hace realidad
siempre que se den los demás requisitos enumerados por Romieu. Para Hauriou la
identificación de acto administrativo y decisión ejecutoria no se corresponde o acompaña
con una generalidad paralela de la ejecución forzosa por la Administración (BETANCOR,
1992, p. 339).

Pero toda su teoría sólo tiene sentido si esa Administración puede pasar a los hechos sin
autorización judicial, para repetir la frase feliz de GARCÍA DE ENTERRÍA

38
La Administración no necesita someter sus pretensiones a un juicio declarativo para
hacerlas ejecutorias; sus decisiones son ejecutorias por propia autoridad (arts. 56 y 94 LPC),
de modo que las mismas imponen por sí solas el cumplimiento, sin que resulte oponible al
mismo una excepción de ilegalidad, sino sólo la anulación efectiva lograda en un proceso
impugnatorio, cuya apertura, a su vez, tampoco interrumpe por sí sola esa ejecutoriedad.
Pero tampoco si ese cumplimiento es desatendido por quienes resulten obligados al mismo
necesita la Administración recabar respaldo judicial para imponer coactivamente dicho
cumplimiento (juicio ejecutivo), sino que ella misma puede imponer con sus propios
medios coactivos la ejecución forzosa (art. 95 LPC); no podría por ello pretender
equipararse la ejecutoriedad de que se benefician los actos administrativos con la atribución
de “fuerza ejecutiva” a ciertos títulos o documentos del tráfico privado, pues en este caso
dicha fuerza ejecutiva sólo a través de un juicio ejecutivo puede hacerse valer. En otros
términos: la Administración está exenta de la carga de someter sus pretensiones tanto a
juicio declarativo como a juicio ejecutivo, que alcanza a los demás sujetos del ordenamiento
sin excepción (GARCÍA DE ENTERRÍA, 1999, p. 483).

La primera tarea para dar con esta esencia del acto administrativo, su ejecutoriedad, es
aislarla de sus otras manifestaciones. Entre ellas destaca, a estos efectos, la ejecutividad. La
homofonía entre ambos términos no ha impedido que la doctrina los distinga desde los
comienzos. A los efectos nuestros, en una de los primeros comentarios a la Ley Orgánica
de Procedimientos Administrativos (LOPA), ya RONDON DE SANSO decía:
A. Principio de ejecutividad
El principio de ejecutividad es aquel en virtud del cual los actos administrativos
definitivamente firmes, esto es, que hayan agotado la vía administrativa, producen los
efectos perseguidos con su emanación, sin necesidad de una homologación por parte de un
órgano extraño a la esfera de la Administración. (…)
B. Principio de ejecutoriedad
Si la eficacia es la idoneidad del acto para producir los efectos para los cuales ha sido
dictado y la ejecutividad consiste como se vió, en la cualidad de los actos que requieran
ejecución de que la misma sea realizada por la propia Administración, la ejecutoriedad
implica una cualidad mucho más específica. En efecto, ella es igualmente una condición
relativa a la eficacia del acto; pero sólo de los actos capaces de incidir en la esfera jurídica
de los particulares imponiéndoles cargas (tanto reales, como personales; de hacer, de dar o
de abstenerse). Lo relevante de la ejecutoriedad es que la Administración puede obtener el
cumplimiento de lo ordenado aun en contra de la voluntad del administrado y sin necesidad
de recurrir a los órganos jurisdiccionales. Se deroga así, con tal principio y en relación a su
esfera (que como veremos es muy limitada), una regla que es la base de la convivencia
pacífica de las sociedades, que impide que cada uno se haga justicia por sí mismo.
Resumiendo las notas esbozadas, la ejecutoriedad del acto administrativo se presenta en
consecuencia como una especial manifestación de eficacia de los actos administrativos que

39
imponen cargas, en virtud de la cual se puede obtener el objetivo perseguido por el acto aun
en contra de la voluntad de los administrados sobre los cuales dichas cargas recaigan y, sin
necesidad de recurrir a los órganos jurisdiccionales. En la redacción que emplea el texto
sancionado (artículo 79 LOPA), el principio general que rige en materia de ejecución
forzosa es su realización de oficio por la propia Administración, salvo que exista una
expresa disposición legal que la encomiende a la autoridad judicial. (RONDÓN DE
SANSÓ, 1982, pp. 79-81) (Subrayados míos)

Podría citarse amplísima y anterior doctrina sobre esta distinción (BETANCOR, 1992, pp.
388-412).

En todo caso, todo se reduce en buena medida a que la ejecutividad es un efecto de derecho
y la ejecutoriedad sobre todo de hecho. La ejecutividad es lo que hace al acto
administrativo un título ejecutivo, es decir, susceptible de su ejecución posterior, mientras
que la ejecutoriedad consiste en que su ejecución corresponde a la propia Administración y
no a los tribunales, esto último el caso normal en el mundo jurídico. De allí que el acto
administrativo sea uno más entre los títulos ejecutivos, pero el único, o casi el único, de los
actos que pueden ejecutarse por su propio autor, se entiende uno distinto a los tribunales.

Hay otros títulos ejecutivos, obviamente. En primer lugar, la sentencia judicial. Pues en
lógica para proceder a la ejecución material primero ha de haber un acto que llevar a los
hechos. Pero no sólo la sentencia. Los particulares pueden dictar actos ejecutivos, sobre
todo en materia mercantil. Algunos efectos de comercio, como las letras de cambio, no
requieren de homologación judicial para ejecutarse en contra de la voluntad del deudor,
dando base precisamente a lo que el Derecho Procesal común llama el juicio ejecutivo. Así
el artículo 630 del Código de Procedimiento Civil (CPC):
Cuando el demandante presente instrumento público u otro instrumento auténtico que
pruebe clara y ciertamente la obligación del demandado de pagar alguna cantidad líquida
con plazo cumplido, o cuando acompañe vale o instrumento privado reconocido por el
deudor, el Juez examinará cuidadosamente el instrumento y si fuere de los indicados, a
solicitud del acreedor acordará inmediatamente el embargo de bienes suficientes para cubrir
la obligación y las costas, prudentemente calculadas.

Estos actos ejecutivos por sí mismos incluyen, además de los efectos de comercio, otros
tales como la hipoteca o la prenda (arts. 660 y 666, CPC). Su efecto fundamental es
eliminar la necesidad de una declaratoria previa por parte de los tribunales de que pueden
llevarse a los hechos, imponerse frente a la voluntad ajena de terceros. Cualquier acto no
ejecutivo sí requiere de esa declaración, como es el caso de las obligaciones quirografarias
u otros actos ordinarios. La ejecutividad es así un plus de ciertos actos jurídicos que ahorra

40
el primer paso para imponer su contenido: una sentencia judicial. Procesalmente, ese
carácter ejecutivo significa que la pretensión que se basa en el acto no ejecutivo debe
tramitarse por el juicio ordinario, que supone a su culminación la declaratoria –o no- de que
esa pretensión puede ejecutarse, es decir, que supone al final un acto ejecutivo, la sentencia.

Los actos administrativos son ejecutivos en este sentido, tienen ejecutividad, para usar la
expresión tradicional. Pero esa no es su especificidad, pues como acabamos de ver otros
actos también gozan de esa prerrogativa. Que un acto administrativo tenga ejecutividad
sencillamente significa que no requiere de una declaración judicial para que sea base de una
ejecución forzosa, significa una exoneración de la carga de accionar y triunfar en juicio,
obteniendo una declaratoria de conocimiento del juez que convierte la pretensión en una
decisión base de una ejecución material, un acto con ejecutividad.

Que los actos administrativos sean ejecutivos, pues, es sin duda un plus extraordinario, pero
no los distingue de otros actos jurídicos, incluso emanados de particulares. Pero que tales
actos puedan ser ejecutados de hecho por su propio autor, una Administración Pública y
que ese autor no sea un tribunal, es lo que hace tales a los actos administrativos, es lo
específico de su naturaleza.

La ejecutoriedad, pues, altera el reparto primordial del Poder Público, transfiriéndolo de los
tribunales a la Administración. Sin la ejecutoriedad, los actos administrativos son uno más,
muy especiales sin duda, pero uno más entre la galaxia de actos jurídicos. Por lo tanto, el
núcleo de una teoría del acto administrativo tiene que ser el análisis de su ejecutoriedad, de
su potencialidad de ser puestos en práctica por la propia Administración que los dictó. La
ejecutividad, como se vió, es un presupuesto de la ejecutoriedad, pero como tal presupuesto
no es exclusiva de los actos administrativos.

2. El fundamento de la ejecutoriedad

El fundamento dogmático de esta ejecutoriedad se ha colocado en la naturaleza misma de la


Administración Pública, potentior persona, que se resuelve en una posición frente a los
tribunales distinta a la de los particulares. Estos necesitan al juez para cambiar el status quo
en los hechos; la Administración no. Puede, repito, pasar a los hechos sin intervención
judicial; “hacerse justicia por sí misma”, dicho con menos precisión, pues como se sabe
este poder de pasar a los hechos es sobre tales hechos y no produce efectos jurídicos
definitivos, cosa que sólo puede hacer el juez.

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Lo dijo nuestra jurisprudencia en sentencia merecidamente célebre:
En la relación jurídica de carácter privado, aunque ésta se encuentre revestida de eficacia, si
el sujeto pasivo se niega a cumplir las obligaciones que en virtud de dicha relación le
incumben, el sujeto activo deberá intentar a través de un proceso de cognición ante un
órgano del Poder Judicial la declaratoria de la existencia de tal derecho. Y si, pese a ello, el
obligado se resiste a observar la conducta debida para obtener la realización material del
derecho judicialmente reconocido y declarado, el acreedor habrá de acudir aun al proceso
de ejecución.
Pero, observa la Sala, no ocurre lo mismo en la relación jurídico-administrativa regulada
por nuestro Derecho positivo en forma, por lo demás, semejante a como lo hacen la mayoría
de los ordenamientos extranjeros: el acto administrativo al dictarse se presume legítimo y,
amparado por la presunción de legalidad que lo acompaña desde su nacimiento, se tiene por
válido y productor de su natural eficacia jurídica. Puede afirmarse entonces que el acto
administrativo desde que existe tiene fuerza obligatoria y debe cumplirse a partir del
momento en que es definitivo, es decir, en tanto resuelva el fondo del asunto; característica
general que la doctrina (Zanobini, Sayagues, González Pérez, Garrido) es coincidente en
bautizar con el nombre de “ejecutividad”.
Pero además la Administración, tal como se ha dejado expuesto, tiene –cuando los actos, de
suyo ejecutivos, impongan deberes o limitaciones-, la posibilidad de actuar aun en contra de
la voluntad de los administrados, y sin necesidad de obtener previamente una declaración
judicial al respecto; atributo al que –distinguiéndolo del género “ejecutividad”- se ha dado
la denominación específica de “ejecutoriedad”. En el artículo 8 de la Ley Orgánica de
Procedimientos Administrativos se reconoce esta posibilidad, atribuida a la Administración,
de materializar ella misma, e inmediatamente, sus actuaciones: “Los actos administrativos
que requieran ser cumplidos mediante actos de ejecución, deberán ser ejecutados por la
Administración en el término establecido. A falta de este término, se ejecutarán
inmediatamente”.
Este principio adicional, al que suele darse la denominación de ejecutoriedad –para
distinguirlo del género “ejecutividad”- de los actos administrativos, ha sido fundamentado
en la presunción juris tantum de legalidad que los acompaña y en la necesidad de que se
cumplan sin dilación los intereses públicos que persigue la Administración, cuyo logro no
puede ser entorpecido por la actuación de los particulares. (Sent. CSJ-SPA de 9-11-89, caso
Arnaldo Lovera), cfr. sents. de CSJ-SPA de 11-02-92 y 16-07-92) (BALASSO, 1998, p.
613).

A este respecto es sintomático que García de Enterría coloque su disertación sobre este
poder exorbitante de la Administración cuando habla de la “Posición de la Administración
frente a los Tribunales” y no en la ejecución de los actos administrativos, que se incluye en
el capítulo correspondiente a tales actos. En otras palabras, la ejecutoriedad correspondería

42
a la Administración y no a los actos administrativos, pues aquélla pudiera actuar
coactivamente inclusive sin un acto previo, como en el caso del orden público. Al menos
esa sería una conclusión preliminar, que García de Enterría no expresa pero que sería
consecuencia de su postura.

Pero esa conclusión no resiste enfrentarse con la teoría de la vía de hecho, que consiste
precisamente como se sabe en actuar sin un acto administrativo previo. El proceso al acto
en que consiste tradicionalmente el contencioso administrativo se encuentra incómodo
cuando no existe un acto que enjuiciar. Y ese es, precisamente, el caso de la vía de hecho,
como pinta clarísimamente el artículo 8 de la Ley de Expropiación, es decir, una agresión
actual física a las propiedades o a otros derechos subjetivos de los particulares, que no
encuentra cobertura en un acto previo. Esa necesidad de una cobertura previa, está
expresamente impuesta en nuestro derecho por el artículo 78 de la LOPA que, de una
manera rotunda, dice que la Administración no podrá pasar a los hechos, no podrá pasar a
las actuaciones materiales sin un acto previo expreso que le dé cobertura a esa actuación.
En consecuencia, la vía de hecho no es otra cosa que la falta de cobertura jurídica suficiente
en el actuar de la Administración. La falta de cobertura de la actuación material de la
administración es el concepto de vía de hecho. (Cfr. LINARES BENZO, 2004, pp. 130 y
131)

En consecuencia, debe negarse la posibilidad de pasar a los hechos sin un acto previo. Esta
tesis, de antigua data en el Derecho francés, es el clásico preléable, la necesidad de dar
fundamento formal a la coacción administrativa. De hecho, tan importante principio se
encuentra expreso en la LOPA, como dijimos:
Artículo 78. Ningún órgano de la administración podrá realizar actos materiales que
menoscaben o perturben el ejercicio de los derechos de los particulares, sin que previamente
haya sido dictada la decisión que sirva de fundamento a tales actos.

Ubicado en el mismo capítulo relativo a la “ejecución de los actos administrativos”, esta


norma exige base formal para la coacción. Así que la ejecutividad, es decir, que los actos
administrativos son título suficiente para su ejecución material, hablando como RIVERO,
no es sólo un “privilegio en más”, que ahorra a la Administración la necesidad de obtener
sentencia judicial favorable, sino también un “privilegio en menos”, pues la Administración
debe dictar el acto como condición de su ejecución. Así la sentencia líder, citada, Arnaldo
Lovera

43
Y es también en atención a semejante privilegio, que la misma Ley exige como requisito
para la ejecución forzosa (consecuencia lógica del principio de ejecutoriedad) la existencia
de un acto previo. So pena de hacerse reo la Administración de las gravísimas
consecuencias que comportaría una actuación irregularmente realizada al no existir otra,
necesariamente previa, que la justifique (“vía de hecho”). Reza, en efecto, el artículo 78:
“Ningún órgano de la administración podrá realizar actos materiales que menoscaben o
perturben el ejercicio de los derechos de los particulares, sin que previamente haya sido
dictada la decisión que sirva de fundamento a tales actos”.

Los particulares pueden actuar sin formalidades previas, siempre que no alteren el status
quo; la Administración debe formalizar sus intenciones en el acto administrativo. Las
razones son muchas, que apuntan a equilibrar el poder ejecutorio de la Administración con
las garantías particulares, permitiendo el derecho de defensa y acotando la actividad
material de la Administración a lo establecido en el acto que le da base.

Entonces hay que atreverse a corregir al maestro García de Enterría. Si bien es cierto que
fuera de los tribunales sólo una Administración Pública puede actuar materialmente aún
contra la voluntad particular contraria, para hacerlo requiere un acto administrativo previo
que sea el título de esa actividad material. Así que si bien la ejecutoriedad es exclusiva de
las administraciones públicas, el acto administrativo es su condición necesaria. Ni coacción
por entes distintos a las Administraciones Públicas, ni coacción administrativa sin acto
administrativo.

Este razonamiento puede dar renovada importancia al acto administrativo en épocas del
“nuevo paradigma” del carácter subjetivo del contencioso-administrativo. No tan nuevo,
pues basta consultar la exposición de motivos de la derogada Ley Orgánica de la Corte
Suprema de Justicia (1976) para percatarse que hace tres décadas el legislador se planteó el
asunto:
El recurso contencioso administrativo, por versar sobre un acto de efectos particulares, es
decir, un acto que se concreta a una determinada persona o a una categoría de personas
perfectamente individualizadas, es un recurso subjetivo y, en consecuencia, exige un interés
calificado en el recurrente, un lapso para impugnar el acto y ciertos requisitos en cuanto a la
documentación de la demanda. El acto general, en cambio, por ser un acto que afecta en
igual medida a toda la colectividad o a un sector de la misma, cuyos componentes no se
pueden identificar, como recurso objetivo, requiere de un tratamiento especial para
impugnarlo, en cuyo caso se justifica la acción popular.

Con una clara tendencia hacia la protección de los derechos del administrado, se ha ido
convirtiendo el proceso contencioso en uno cada vez más cercano al derecho procesal

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común y alejándose del “juicio al acto”, como gráficamente exponía HAURIOU hace un
siglo. Quizás la declaración más fuerte en ese sentido es la sentencia BOGSIVICA de la
Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ):
La constitucionalización de la justicia administrativa, a partir de la Constitución de 1961,
implicó la adición de su función subjetiva o de tutela judicial de los administrados a su
función tradicional u objetiva de control de la legalidad de la Administración Pública. De
conformidad con esa premisa y la correcta lectura de las normas constitucionales que se
transcribieron, la justicia contencioso-administrativa venezolana debe garantizar los
atributos de integralidad y efectividad del derecho a la tutela judicial. De esa manera, y en
lo que se refiere a la integralidad, toda pretensión fundada en Derecho Administrativo o que
tenga como origen una relación jurídico-administrativa, debe ser atendida o amparada por
los tribunales con competencia contencioso-administrativa, pues el artículo 259
constitucional no es, en modo alguno, taxativo, sino que, por el contrario, enumera algunas
–las más comunes- de las pretensiones que proceden en este orden jurisdiccional
(pretensión anulatoria y pretensión de condena a la reparación de daños) y
enunciativamente permite, como modo de restablecimiento de las situaciones que sean
lesionadas por la actividad o inactividad administrativa, la promoción de cuantas
pretensiones sean necesarias para ello. Integralidad o universalidad de procedencia de
pretensiones procesales administrativas que, además, son admisibles con independencia de
que éstas encuadren o no dentro del marco de medios procesales tasados o tipificados en la
Ley, pues, se insiste, es el Texto Constitucional el que garantiza la procedencia de todas
ellas. Pero en atención a la cláusula constitucional de la jurisdicción contencioso-
administrativa (artículo 259), ésta no sólo ha de dar cabida a toda pretensión, sino que,
además, debe garantizar la eficacia del tratamiento procesal de la misma y en consecuencia,
atender al procedimiento que más se ajuste a las exigencias de la naturaleza y urgencia de
dicha pretensión.
El enfoque del tratamiento y estudio del contencioso administrativo desde la óptica de la
pretensión consigue, así, fundamento en el artículo 259 de la Constitución y es, además,
consecuencia obligada de su función subjetiva y de su naturaleza jurídica: la de un orden
jurisdiccional, inserto dentro del sistema de administración de justicia, cuya finalidad
primordial es el restablecimiento de situaciones jurídico-subjetivas y que debe, por ende,
informarse siempre con los principios generales del Derecho Procesal (cfr. González Pérez,
Jesús, Manual de Derecho Procesal Administrativo, tercera edición, Civitas, Madrid 2001,
pp. 70 y ss.). De allí el error cuando se entiende que es el acto administrativo –en vez de la
pretensión procesal- el objeto del proceso contencioso administrativo y de allí también la
tradicional imprecisión terminológica que ha caracterizado el tratamiento de nuestro sistema
contencioso administrativo, denominando recursos a medios procesales tales como, entre
otros, el “recurso de abstención o carencia”, que mal puede considerarse “recurso” ni
“medio de impugnación”, cuando su objeto es la pretensión de condena a una obligación de

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hacer o de dar por parte de la Administración. (Sent. 93/2006 de 1º de febrero, caso
BOKSHI BIBARI KARAJA AKACHIVANU (BOGSIVICA))

No cabe duda de que la subjetivación del contencioso es muy favorable para los
particulares. Sin embargo, esa tendencia tiene límites, pues puede terminar convirtiendo
totalmente al Derecho Administrativo de un Derecho de actos y nulidades en uno de
personas y patrimonios, como también profetizó HAURIOU: el Derecho de las personas
administrativas y sus patrimonios y de los administrados. Pero la única manera de que un
Derecho Administrativo exclusivamente de personas y no de actos fuese tal, verdadero
Derecho, sería eliminar la capacidad de la Administración de actuar sin control judicial,
pues de lo contrario tendríamos a un monstruo administrativo capaz de actuar
materialmente sin siquiera formalizar sus decisiones, sin dictar un acto administrativo
previo que acote esa actuación material y permita defenderse al administrado. Así que
mientras la Administración tenga poder público (cosa que parece una necesidad) hay que
mantener la figura del acto administrativo, pues si bien la formalidad del Derecho
Administrativo se debe al acto administrativo y esa formalidad puede lesionar derechos
particulares, la ausencia total del acto que podría ser una consecuencia lógica de la
subjetivación del contencioso sería más lesiva aún, pues se eliminaría uno de los principales
límites a ese poder exorbitante.

Por esta vía se ratifica el dogma de HAURIOU: el acto administrativo es la “clave de


bóveda” del Derecho Administrativo, pues es vehículo de lo específico de la
Administración Pública, la posibilidad de actuar materialmente sin intervención judicial.
Ese poder que hace a las administraciones públicas tan distintas de los particulares, debe
ejercerse sobre la base y en los términos no sólo de la ley, sino de una concreción formal y
previa de ella que es el acto administrativo. Toda coacción administrativa debe venir de una
Administración, sí, pero también toda coacción administrativa sólo puede ejercerse luego y
de acuerdo con un acto administrativo. Sin acto administrativo no hay Derecho
Administrativo, aunque ese Derecho no se agote en él. Ese es el corolario fundamental de la
ejecutoriedad.

3. Ejecutoriedad y Constitución

A. El principio general

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La ejecutoriedad del acto administrativo es su característica esencial, que pueda ejecutarse
por la propia Administración. Pero esa característica es también lo específico de una
Administración Pública. Es por esta vía que puede mantener buena parte de su autoridad el
dogma de HAURIOU: “la decisión ejecutoria es la clave de bóveda del Derecho
Administrativo”. Sin ejecutividad no hay acto administrativo, ni tampoco Administración
Pública. Si ésta requiriese de los tribunales para ejecutar sus decisiones se pareciera mucho
a los demás sujetos de derecho y el Derecho Administrativo sería inútil. Pero en Venezuela
esa posibilidad de ejecución autónoma, la ejecutividad, está expresamente prevista en la ley
(LOPA):
Artículo 79. La ejecución forzosa de los actos administrativos será realizada de oficio por la
propia administración salvo que por expresa disposición legal deba ser encomendada a la
autoridad judicial.
La pregunta surge inmediatamente: un principio tan capital ¿no debería consagrarse en la
Constitución? ¿Una alteración tal del orden “natural” del mundo jurídico, no debiera tener
base en la Constitución? ¿O la ejecutividad es tan “natural” que es jurídicamente obvia: no
puede haber Administración Pública sin poder público? El único texto normativo que la
doctrina invoca para fundar la ejecutoriedad es el copiado artículo 79 de la LOPA, pero
nunca la Constitución. De allí que el examen del texto fundamental es nuclear para nuestro
asunto.

Nada hay expreso en la Constitución sobre el fundamento de la ejecutoriedad. La norma


más cercana a tal fundamento sería el artículo 141:
La Administración Pública está al servicio de los ciudadanos y ciudadanas y se fundamenta
en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia, eficiencia, transparencia,
rendición de cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública, con
sometimiento pleno a la ley y al derecho.

Esta disposición es parte de la Sección Segunda, “de la administración pública” del


Capítulo I, “Disposiciones Fundamentales”, del Título IV de la Constitución, “Del Poder
Público”. Se trata de una sección novedosa en nuestro Derecho Constitucional, que se
refiere a “la administración pública”, en singular, sin distinguir entre Nacional, Estadal o
Municipal. Muy probablemente se trata de una importación de la Constitución española de
1978, que decanta un largo debate doctrinal sobre la “personalidad única” de la
Administración Pública que jamás se ha dado en nuestro país. En efecto, el artículo 103, 1
de la Constitución española dice:

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La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo
con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho.

Sobre esa base, la eficacia ha sido entendida por algún sector de la doctrina española como
la base de la ejecutoriedad:
Las técnicas de autotutela que hemos expuesto se justifican hoy, como hemos notado, en la
necesidad de que la Administración gestione “con objetividad los intereses generales” (art.
103.1 de la Constitución); son, pues, técnicas de gestión eficaz de los servicios públicos,
que no pueden paralizarse por la necesidad de recabar asistencias judiciales previas.
Aunque ya notamos que otros sistemas comparados han arbitrado técnicas de signo distinto,
sin mengua de una eficacia de gestión no menor que la nuestra, es un hecho que nosotros
pertenecemos a una familia jurídico-cultural, la europea continental, para la cual la
autotutela administrativa es consustancial desde el Antiguo Régimen hasta hoy como
técnica de gestión administrativa de servicios y que al hilo de la misma se ha configurado
un cuadro estructural de instituciones que no parece admitir ya una rectificación fácil.
(GARCÍA DE ENTERRÍA, 1999, p. 511)

Es obvio que una Administración Pública que requiera del juez para imponer sus decisiones
sería mucho menos eficaz en el logro de sus objetivos. De igual manera, la celeridad
también requeriría de esa ejecutoriedad. Aún así, el principio de eficacia es base muy
endeble para poder tan superlativo.

Con la incorporación del principio de eficacia para la actuación de la Administración


Pública venezolana en el artículo 141 de la Constitución podría darse el mismo argumento,
pero igual de frágil. Busquemos otros lugares.

El artículo 131 de la Constitución puede ser más útil:


Toda persona tiene el deber de cumplir y acatar esta Constitución, las leyes y los demás
actos que en ejercicio de sus funciones dicten los órganos del Poder Público.

Los particulares deben “cumplir y acatar” la Constitución y las leyes, pero también “los
demás actos” del Poder Público, entre los que se encuentran los actos administrativos, pues
las administraciones públicas son sin duda órganos del Poder Público. Si los particulares
deben “cumplir y acatar” los actos administrativos, no cabe duda de que tales actos son
ejecutivos, es decir, susceptibles de ejecución en contra de la voluntad contraria del sujeto
que está obligado a cumplirlos. ¿Puede pasarse de la ejecutividad a la ejecutoriedad con
base en este artículo 141 de la Constitución? Ciertamente. Si este artículo 141 sólo diera
fundamento a la ejecutividad de los actos administrativos, para ponerlos por obra sería

48
necesaria la intervención del juez y en consecuencia los únicos actos que los particulares
estuvieran obligados a “cumplir y acatar” fueran las sentencias. Y ello no cabe en la
redacción del artículo 141, que habla de los “actos (…) de los órganos del Poder Público”,
entre ellos las Administraciones Públicas. Luego, hay una base más sólida para la
ejecutoriedad que el simple principio de eficacia.

En este mismo orden de ideas, corresponde al Presidente de la República “hacer cumplir” la


Constitución y la ley. Así el artículo 236,1 de la Constitución:
Son atribuciones y obligaciones del Presidente o Presidenta de la República:
1. Cumplir y hacer cumplir esta Constitución y la ley.

“Hacer cumplir” implica la resistencia de los sujetos obligados a “cumplir” y la capacidad


de vencer esa resistencia. Tal cosa es la ejecución forzosa de las decisiones del Presidente
de la República, es decir, sin ejecutoriedad no podría ese funcionario ejercer la primera de
sus competencias constitucionales. “Hacer cumplir la Constitución y la ley” es así una de
las bases más claras para la ejecutoriedad de los actos administrativos, pues el hacer
cumplir, como se dijo, describe precisamente una actividad material, de coacción sobre los
particulares que es lo propio de la ejecución de los actos administrativos.

Por último y también dando base a una siquiera tímida consagración de la ejecutoriedad de
los actos administrativos, el artículo 332 de la Constitución ordena que
El Ejecutivo Nacional, para mantener y restablecer el orden público, proteger al ciudadano
o ciudadana, hogares y familias, apoyar las decisiones de las autoridades competentes y
asegurar el pacífico disfrute de las garantías constitucionales, de conformidad con la ley,
organizará:
1. Un cuerpo uniformado de policía nacional.
2. Un cuerpo de investigaciones científicas, penales y criminalísticas.
3. Un cuerpo de bomberos y bomberas y administración de emergencias de carácter civil.
4. Una organización de protección civil y administración de desastres.

El Ejecutivo Nacional, es decir, la Administración Pública Nacional Central o Republica,


puede ejecutar en los hechos sus decisiones relativas a mantener y restablecer el orden
público, pues sería imposible lograr ese cometido con meros actos jurídicos sin efectos en
el mundo exterior, lo que se predice exactamente igual de la competencia para proteger a
los ciudadanos, hogares y familias, para lo cual es necesaria la ejecución material de
actividades de muy variado orden, inclusive de coacción frente a los particulares. Pero
sobre todo, a nuestros efectos, el artículo 332 le otorga al Ejecutivo Nacional el cometido
de “apoyar las decisiones de las autoridades competentes”, que es la frase más semejante en

49
toda la Constitución a una potestad ejecutoria general en cabeza de la Administración para
poner por obra, aún contra resistencia de terceros, sus decisiones. Se habla de “autoridades
competentes”, sin distinguir entre administración y tribunales, con lo que no cabe duda de
que la propia Administración, a través del órgano policial competente, ejecuta sus propias
decisiones.

El Estado es casi ininteligible si la Administración Pública no puede ejecutar directamente


sus propios actos. Pues la otra posibilidad es remitir a los tribunales la ejecución de todos
los actos administrativos, cancelando la ejecutoriedad. Aparte del caos social que generaría
un gobierno que solo profiere actos jurídicos abstractos pero que no puede ejecutarlos por sí
mismo sino que necesita acudir a un tribunal para ello, las Administraciones Públicas y en
general el sector público perdería su esencia, se convertirían en sujetos de derecho iguales a
los particulares, como de hecho ocurrió en alguna época en los países anglosajones.

El artículo 332 es capital para dar base constitucional a la ejecutoriedad no tanto en cuanto
consagra una policía de orden público, pues sería bizantino discutir si la Constitución
permite que el Ejecutivo asegure la paz ciudadana: es obvio que tal cometido es su primera
función. La cláusula fundamental es en realidad la de que esa policía “apoya las decisiones
de las autoridades competentes”, autoridades que como se vió no son sólo los jueces sino
también los órganos y entes del Ejecutivo, es decir, que es posible sobre la base de este
artículo 332 que el Ejecutivo, a través de la policía, ejecute sus propias decisiones. En otras
palabras, que sus actos son ejecutorios.

El ejercicio de encontrar base constitucional a la ejecutoriedad no es un preciosismo, pues


lo que se pretende no es contestar una eventual inexistencia absoluta de esa ejecutoriedad,
como si alguna opinión hubiera recogido que la Administración no puede nunca ejecutar
materialmente sus actos administrativos, que ello siempre y en todo caso correspondería a
los tribunales. Esta anglosajonización de nuestro Derecho no ha sido propuesta por nadie,
lo que prueba su absurdo. El ejercicio de encontrar una base para la ejecutoriedad busca
más bien los límites que tiene la ley para regular esa potestad de la Administración. La ley
no podría eliminar la ejecutoriedad, pues sería inconstitucional. Pero también es cierto que
podría limitarla, reduciéndola nada más a algunos actos y dejando la ejecución del resto a
los tribunales.

El Derecho comparado y la historia del Derecho Administrativo venezolano confirman que


esta pesquisa es pertinente: nos hallamos ante un verdadero problema jurídico.

50
La intensidad del principio constitucional de la ejecutoriedad de los actos administrativos se
mide, pues, con el ámbito en el cual la ley lo puede afectar. Una primera conclusión, a este
respecto es que la ley no puede eliminar la ejecutoriedad de todos los actos administrativos,
colocando a la Administración en la misma posición de los particulares frente a los
tribunales: necesitada de su auxilio para ejecutar materialmente sus decisiones. Ello sería
inconstitucional, pues la textualmente frágil base en la Constitución de ese principio tiene
sin embargo suficiente sustancia como para que no pueda extinguirse totalmente mediante
ley.

Sigue entonces el verdadero problema: hasta cuánto puede la ley limitar la ejecutoriedad de
los actos administrativos. Históricamente y en el derecho comparado el problema se ha
traducido operacionalmente en encontrar la regla general de la ejecutoriedad: todos los
actos administrativos son ejecutorios, salvo que la ley encomiende su ejecución a los
tribunales (opción del artículo 79 de la LOPA); o por el contrario, la Administración
Pública solo puede ejecutar por sí misma sus actos administrativos si la ley expresamente lo
permite, en el entendido de que hay un núcleo constitucional mínimo en que la ley no
puede eliminar esa ejecutoriedad.

La segunda solución era la de la doctrina antes de la LOPA y, salvo en España, de todo el


Derecho Administrativo europeo. Empezando por este último, como demostró
BETANCOR, desde HARIOU y en el Derecho positivo alemán, en principio los actos
administrativos (la decisión ejecutoria, concepto algo más restringido, en HARIOU) aunque
ejecutivos, deben ser ejecutados materialmente por los tribunales y sólo si la ley dispone
que sea ejecutado por la propia Administración puede ésta pasar a los hechos para poner en
práctica sus decisiones. La decisión fundamental es el famoso arrêt Societé immobiliére de
St. Just:
El arrêt del Tribunal de Conflictos de 2 de diciembre de 1902 (incluido en LONG, M, Wil,
P. y BRAIBANT, G.: Les grands arrêts de la jurisprudence administrative, 8ª ed,m –ed,
1984, p. 45-50; las líneas que siguen están basadas en las observaciones que al arrêt se
contienen en el citado libro) se ha hecho famoso por las Conclusiones del Comisario del
Gobierno ROMIEU en las que enumera las condiciones de ejercicio de la ejecución forzosa
administrativa. Los hechos que provocaron el conflicto fue un decreto que había ordenado
el cierre de un establecimiento de una congregación no autorizada; el prefecto de Rhône
ordenó el desalojo inmediato del edificio, el mismo día el comisario de policía notificó a la
superiora el arrêt prefectoral y una vez evacuado el edificio por las hermanas se procedió a
su precinto. La sociedad propietaria del inmueble demandó ante los tribunales el precintado
del edificio planteándose un conflicto cuya resolución dependía de considerar el precinto

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como una medida administrativa o como un acto de desposesión. El Tribunal de Conflictos
se pronunció a favor de la primera solución. ROMIEU para explicar esta solución expuso la
teoría general de la ejecución de oficio de los actos administrativos. La idea esencial era que
la Administración no puede, en principio, ejecutar de forma forzosa sus propias decisiones
ya que corresponde al juez penal asegurar normalmente la ejecución de los actos
administrativos mediante la imposición de sanciones penales y con la garantía del
procedimiento criminal. El problema se plantea cuando la Ley no prevé la sanción penal, en
este caso es imposible en la Francia del régimen administrativo, de la centralización y la
división de poderes que los actos de la Administración sean desobedecidos porque la Ley y
consiguientemente la Administración en su ejecución, debe ser obedecida y lo será por la
fuerza cuando no exista ningún otro medio. ROMIEU define la ejecución forzosa como “un
medio empírico justificado legalmente, en defecto de otro procedimiento, por la necesidad
de asegurar la obediencia a la ley”; en definitiva es un procedimiento netamente subsidiario.
El privilegio de ejecución forzosa no existe –afirman LONG, WEIL y BRAIBANT en sus
observaciones- salvo en los casos muy excepcionales y en un ámbito netamente circunscrito
por la jurisprudencia que ha censurado enérgicamente su empleo abusivo.
La ejecución forzosa es lícita en dos hipótesis muy generales: cuando la Ley la autoriza
expresamente y cuando hay urgencia en la conservación del interés público. En ausencia de
una y otra la ejecución forzosa sólo es lícita de cumplirse las cuatro condiciones siguientes:
inexistencia de ninguna otra sanción legal, particularmente la sanción penal; que el acto
administrativo a ejecutar sea adoptado en ejecución de un texto legislativo preciso; que
exista una resistencia al cumplimiento del acto; que las medidas de ejecución forzosa
tiendan únicamente, en su fin inmediato, a la realización de la operación prescrita por la
Ley. (BETANCOR, 1992, p. 335)

También esta es la solución legislativa alemana (apartado 2§80 de la Ley de Procedimiento


Administrativo (Vw-GO) de 21-01-1960)

En Venezuela, ésta era también la opción de nuestra mejor doctrina anterior de la LOPA.
Así BREWER-CARÍAS en 1964:
Este carácter o efecto fundamental del acto administrativo es lo que ha hecho que cierta
jurisprudencia venezolana y la unanimidad de la doctrina francesa después de Hauriou,
califiquen al acto administrativo unilateral como decisión ejecutoria.
Sin embargo, el carácter ejecutorio del acto administrativo no implica en nuestra legislación
vigente la necesidad de la ejecución forzosa del acto por la utilización de medidas
coercitivas realizada por la misma Administración.
En principio, la ejecución forzosa del acto administrativo por vías coercitivas no puede
tener lugar sino por vía judicial, y ante ésta es que el acto administrativo, por su
presunción de legitimidad, tiene carácter de acto ejecutorio.

52
Por tanto la Administración, a pesar de que es detentadora de la fuerza pública, no puede
recurrir directamente y en principio a la coerción para ejecutar sus propias decisiones. Pero
decimos en principio pues, ciertamente, dos consideraciones opuestas hay que tener en
cuenta: por una parte, no es conveniente que por una simple inercia de los particulares, o
por el carácter recalcitrante de éstos, las decisiones de la Administración corran el peligro
de no ser ejecutadas o serlo pero con gran dilación; pero, por otra parte, es peligroso que la
Administración, por detentar la fuerza pública, pueda en todo caso ejecutar sus propias
decisiones forzosamente, ya que ello traería una violación sencilla y rápida de los derechos
y garantías constitucionales de los ciudadanos.
Ante estas consideraciones creemos, siguiendo criterios del derecho comparado, que la
Administración en Venezuela puede recurrir a la fuerza pública para ejecutar forzosamente
sus decisiones, en tres casos precisos que se desprenden de nuestro ordenamiento jurídico
vigente: Por una parte, cuando una ley lo permite expresamente. Tal es el caso del recurso a
la fuerza pública en ciertas condiciones del reclutamiento o requisiciones militares. Estamos
en presencia, en este caso, de la ejecución “manu militari” de un acto administrativo. Por
otra parte, puede también la Administración recurrir a la fuerza pública para ejecutar sus
decisiones sin pronunciamiento judicial en los casos de Estado de Emergencia Nacional
declarado o de suspensión de las garantías constitucionales. Por último, en caso de
necesidad o urgencia comprobada. (BREWER CARÍAS, 1964, pp. 132-135). (Subrayado
mío)

Esta es una posición. La contraria, es decir, que todos los actos administrativos pueden ser
ejecutados materialmente por la Administración, que todos los actos administrativos son
ejecutorios, es la solución española, tanto en la doctrina mayoritaria como en la ley. Luego
de un largo recorrido histórico de más de cien años, la ejecutoriedad como principio se
plasmó rotundamente en el artículo 102 de la Ley española de Procedimiento
Administrativo de 1958:
La Administración pública, a través de sus órganos competentes en cada caso, podrá
proceder previo apercibimiento, a la ejecución forzosa de los actos administrativos, salvo
cuando por ley se exija la intervención de los Tribunales.

De todos es sabido que esa ley es la principal fuente de inspiración de nuestra vigente
LOPA. De hecho la similitud entre esa norma de la ley española y nuestro artículo 79 sobre
la ejecutoriedad es evidente, copiémoslo de nuevo:
Artículo 79. La ejecución forzosa de los actos administrativos será realizada de oficio por la
propia administración salvo que por expresa disposición legal deba ser encomendada a la
autoridad judicial.

53
Que la regla general es la ejecutoriedad continua siendo la norma en España. Así la Ley de
Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común de 26-11-1992:
Art. 95. Ejecución forzosa.-Las Administraciones Públicas, a través de sus órganos
competentes en cada caso, podrán proceder, previo apercibimiento, a la ejecución forzosa
de los actos administrativos, salvo en los supuestos en que se suspenda la ejecución de
acuerdo con la ley, o cuando la Constitución o la ley exijan la intervención de los
Tribunales.

Solo la ley puede limitar la potestad de ejecución material de la Administración: el


principio es la ejecutoriedad. Esa es la solución de la LOPA en Venezuela desde 1981, pero
como vimos al menos parte de nuestra doctrina y toda la extranjera salvo la española
pensaba lo contrario: el principio era que la Administración tenía que acudir a los tribunales
para ejecutar sus actos, salvo que la ley se lo permitiera expresamente.

En consecuencia, el problema se reduce a decidir si la Constitución opta por uno de los dos
principios, haciendo al otro inconstitucional, o si ambos son válidos y el Texto
Fundamental dejó la selección al legislador. En el fondo, los extremos se tocan, pues la
ejecutoriedad como principio podría tener muchas limitaciones y, al contrario, una opción
legal de no ejecutoriedad de los actos administrativos podría entregar a la vez grandes
sectores a la coacción administrativa (como tendría que hacer necesariamente con el orden
público, de acuerdo con el artículo 332 de la Constitución). Este problema se resolvería,
empero, con la doctrina general del núcleo esencial de las normas constitucionales, que en
definitiva se describe como que la limitación nunca puede convertirse en regla, y viceversa,
residenciando en los tribunales la determinación de la frontera entre ambas.

La Constitución de 1999 se inclina por la ejecutoriedad como regla, sobre todo por el
artículo 332, en los términos que ya vimos. La policía, es decir, la propia Administración,
“apoya las decisiones de las autoridades competentes”, es decir, ejecuta materialmente sus
propias decisiones, y la Constitución no hace ninguna referencia a la ley, ni con la
intensidad mayor en estos casos de que ese “apoyo a las decisiones” (ejecución) se haga
“en términos de la ley”, o “de conformidad con la ley”, ni tampoco con la menor intensidad
de “con las limitaciones que establezca la ley”. Luego, sería inconstitucional convertir
nuestro sistema en uno semejante al francés o al alemán, que sólo como excepción permite
que la ley deje a la Administración la ejecución de sus actos.

54
Las interpretaciones de la Sala Constitucional al respecto han dado por sentado que la
ejecutoriedad es compatible con la Constitución, pero se han cuidado de expresar que el
legislador no pueda extinguir esa posibilidad. En efecto, la discusión que se ha planteado al
respecto no ha sido en realidad si la Administración puede o no ejecutar materialmente sus
actos, sino una muy distinta: si es posible a los particulares acudir a los tribunales para
ejecutar un acto administrativo que la Administración no ejecuta por sí misma. Que los
tribunales puedan o no ejecutar actos administrativos en defecto de esa ejecución por parte
de la Administración es diferente a que la Administración no pueda ejecutarlos y tenga que
acudir a los tribunales para ello.

En efecto, la sentencia más reciente, SC 1972/05 del 6 de diciembre (caso Saudí Rodríguez
Pérez), incluye un voto salvado del magistrado Pedro Rondón Haaz que plantea
exactamente la cuestión:
En el fallo se declara con lugar la solicitud de revisión de una sentencia de la Corte Primera
de lo Contencioso Administrativo que declaró con lugar un amparo constitucional contra la
negativa de un órgano administrativo de ejecutar un acto administrativo de reenganche
dictado por la Inspectoría del Trabajo. Para ello, la decisión expone el criterio de que los
actos administrativos “deben ser ejecutados por la autoridad que los dictó, sin intervención
judicial, por lo que el amparo no es la vía idónea para ejecutar el acto que ordenó el
reenganche”.
Ahora bien, este voto salvante disiente de esa postura que abandonó la jurisprudencia de
esta Sala que se asumió en sentencia de 2-8-01 (Caso: Nicolás José Alcalá), que se reiteró
en sentencia de 20-11-02 (Caso: Ricardo Baroni), según la cual es cierto que la
Administración tiene la potestad (deber-poder) de ejecutar sus propios actos, “…pero es
evidente que, de negarse la Administración a cumplir con la obligación que tiene de
ejecutar sus actuaciones, ello constituiría, sin lugar a dudas, una abstención u omisión,
controlable por los órganos jurisdiccionales como cualquier otra inactividad en la que
aquella pueda incurrir, sea cual sea el estadio en la que la misma se manifieste”, y,
además, se sostuvo que el amparo constitucional es la vía idónea para ello. Y es que,
evidentemente, la ejecutoriedad y ejecutividad propias de los actos administrativos (artículo
8 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos) no impiden que, cuando la
Administración se niega a ejecutar sus actos, sea el juez quien, mediante el control de esa
negativa, ordene su ejecución a través de las vías contencioso-administrativas (Vgr. El
recurso por abstención) o constitucionales (El amparo).
Con esa postura, la Sala retoma el criterio que alguna vez se sostuvo en sentencia de la Sala
Político-Administrativa 21-11-98 (Caso: Arnaldo Lovera), pero que posteriormente fue
superada por la jurisprudencia contencioso-administrativa, entre otras muchas, en fallos de
la Sala Político-Administrativa, de 23 de septiembre de 1999 (Caso: Aideé Isabel Campos

55
Pérez), de la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo de 16 de abril de 1996 (Caso:
Ministerio de Fomento) y de 29 de enero de 1997 (Caso: Luis Enrique Pages), así como las
sentencias que pronunció dicha Sala el 29 de julio de 1992 (Caso: Mercedes María
Barrera) en la que se afirmó que resulta “…factible para aquel que, con interés legítimo,
pretenda hacer concretar realmente los efectos del acto, acudir a la vía judicial
contencioso-administrativa para lograr que, a través del recurso de abstención, la
Administración haga cumplir el acto que está obligada a ejecutar por sí misma”; de 30 de
octubre de 1997 (Caso: Luis Enrique Pages II); y de 10 de abril de 2000 (Caso: Instituto
Educativo Henry Clay).
En todo caso, lo que sí es cierto es que si en el caso concreto el particular pretendía que la
Gobernación del Estado Yaracuy diera cumplimiento a un acto administrativo de la
Inspectoría del Trabajo, debía, antes de acudir a la instancia jurisdiccional, solicitar al
propio órgano que expidió el acto (La Inspectoría del Trabajo) la ejecución forzosa del
mismo. No obstante, no queda claro si ello ocurrió o no en este caso, por lo que pareciera
que no es razón suficiente para fundamentar la revisión.

Lo discutido, como se ve, es otro asunto: si la Administración no ejecuta un acto, el


particular beneficiado puede instar a los tribunales para que lo ejecute por ella y en su
beneficio, cosa que además es constitucionalmente necesaria pues sin ella la justicia
contenciosa sería inútil. Según el voto salvado transcrito, la sentencia Saudí Rodríguez
Pérez canceló esa posibilidad, al menos mediante la vía judicial del amparo. Pero lo que
nunca dijo es que la Administración necesite a los tribunales para ejecutar sus actos, todo lo
contrario. Dijo esa sentencia en su cuerpo:
Ello así, considera la Sala que es necesario indicar que en las sentencias de esta Sala
Constitucional Nº 2122 del 2-11-2001 y 2569 del 11 de diciembre de 2001 (caso: Regalos
Coccinelle C.A.), se estableció que el acto administrativo tiene que ser ejecutado
forzosamente por el órgano emisor, esto es, a través de sus funcionarios o valiéndose de la
colaboración de los funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado, si lo considerara
necesario, por tratarse de la ejecución de un acto administrativo de desalojo, cuya
posibilidad de ejecución forzosa por parte de la Administración es posible, ayudándose de
ser necesario, con funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado.
(…)
Además constituye un principio indiscutible en el derecho administrativo la circunstancia
de que el órgano que dictó el acto puede y debe el mismo ejecutarlo, recogido como
principio general en el artículo 8 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos.
Por estar dotado de ejecutoriedad el acto administrativo adoptado en los términos
expuestos, no requiere de homologación alguna por parte del juez: y la ejecución de dicha
decisión opera por su propia virtualidad.

56
De hecho, en una sentencia anterior, del 3 de agosto de 2001, la Sala Constitucional ratificó
expresamente Arnaldo Lovera:
Además, constituye un principio indiscutible en el derecho administrativo la circunstancia
de que el órgano que dictó el acto, puede y debe el mismo ejecutarlo, recogido como
principio general en el artículo 8 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos, en
cuyo contenido se expresa:
Artículo 8. Los actos administrativos que requieran ser cumplidos mediante actos
de ejecución, deberán ser ejecutados por la administración en el término
establecido. A falta de este término, se ejecutarán inmediatamente.
Asimismo, en ese mismo texto normativo se establece cómo debe realizarse la ejecución
forzosa de los actos dictados en caso de incumplimiento:
Artículo 79. La ejecución forzosa de los actos administrativos será realizada de
oficio por la propia administración salvo que por expresa disposición legal deba
ser encomendada a la autoridad judicial.
Considera esta Sala conveniente referirse a la cuestión relativa ala ejecución de los actos
dictados por la Administración en materia inquilinaria, en el caso de conflictos
intersubjetivos planteados, también con ocasión de una relación jurídica de carácter privado
derivada de la celebración de un contrato de arrendamiento, comparable con la situación
planteada en autos, referida al ámbito laboral, por la participación que posee el Estado en
este tipo de relaciones y la potencial resolución de conflictos por parte del mismo, cuando
actúa en ejercicio de funciones análogas a la realizada por los Tribunales, cumplida a través
de la Administración Pública. La cuestión ha sido examinada por la jurisprudencia, en una
oportunidad, por la Sala Político Administrativa de la extinta Corte Suprema de Justicia, en
una famosa decisión del 21 de noviembre de 1989, conocida como caso: Arnaldo Lovera.
En dicha decisión se expresó:
“Por estar dotado de ejecutoriedad el acto administrativo adoptado en los términos
expuestos, no requiere de homologación alguna por parte del juez: la ejecución de
dicha decisión opera por su propia virtualidad, y con los mismos efectos, para el
caso, de una sentencia judicial, además téngase presente que, en tanto que la ley
especial de la materia no exige la intervención de los tribunales para proceder a su
ejecución cuando a ésta se opusieran los afectados, no precisa en cambio el órgano
administrativo de habilitación alguna para llevarla a cabo por sí mismo, pues
como se ha dejado expuesto, le basta –por regla- con disponer de los ya reseñados
medios que, para lograr tal propósito, establece la Ley Orgánica de
Procedimientos Administrativos.

B. Su limitación principal: la no ejecutoriedad de obligaciones dinerarias de


base administrativa

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La única opción que la Constitución da al legislador es, pues, el número y la intensidad de
limitaciones que puede imponer al principio de ejecutoriedad. Como es lógico y ya se dijo,
el legislador puede limitar la ejecutoriedad, pero no extinguirla. Luego es válido examinar
esas limitaciones para determinar si son tales o equivale a la negación de un principio
constitucionalmente establecido a favor de la Administración. De allí la utilidad de un
análisis de esas limitaciones, que paso a hacer de seguidas.

En primer lugar, una cláusula al estilo del tantas veces citado artículo 79 LOPA es
plenamente constitucional: “la ejecución forzosa de los actos administrativos será realizada
de oficio por la propia administración [principio de ejecutoriedad] salvo que por expresa
disposición legal deba ser encomendada a la autoridad judicial”.

La ejecutoriedad tiene una primera excepción de enorme magnitud: la atribución a los


tribunales de ejecutar los actos administrativos que ordenan el pago de dinero a la
Administración. El artículo 653 del Código de Procedimiento Civil establece:
Salvo lo dispuesto en el Código Orgánico Tributario, la ejecución de créditos fiscales se
solicitará ante los Tribunales civiles competentes según la cuantía, de conformidad con las
disposiciones del presente Capítulo.

A su vez, el remitido Código Orgánico Tributario (COT):


Artículo 289: Los actos administrativos contentivos de obligaciones líquidas y exigibles a
favor del Fisco por concepto de tributos, multas e intereses, así como las intimaciones
efectuadas conforme al parágrafo único del artículo 213 de este Código, constituirán título
ejecutivo, y su cobro judicial aparejará embargo de bienes, siguiendo el procedimiento
previsto en este Capítulo.

Los tribunales, de acuerdo con el COT los contencioso-tributarios (art. 291), son los únicos
que pueden ejecutar coactivamente obligaciones dinerarias en cabeza de los particulares y a
favor de una Administración; cuyo título sea, pues, un acto administrativo. En otras
palabras, los actos administrativos que ordenan el pago de dinero no son ejecutorios.
Nótese que el COT se refiere a “tributos, multas e intereses” como causa de esos pagos, y
no sólo a los tributos. De modo que esta interdicción de la ejecución forzosa por la propia
Administración de los actos que ordenan el pago de dinero se extiende a cualesquiera
títulos de esas obligaciones, no sólo a los tributos. De hecho, esa es la práctica
administrativa.

Basta recordar el inmenso número de actos administrativos que contienen estas órdenes de
pagos de dinero, no sólo los tributarios sino también, entre otros, el campo inmenso de las

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multas, para reconocer que el muy imponente principio de ejecutoriedad comienza muy
disminuido al excluirse de los asuntos pecuniarios. De acuerdo con el COT, sólo el juez
puede proceder al embargo ejecutivo de bienes del administrado rebelde al cumplimiento
de sus obligaciones pecuniarias para con la Administración (art. 291). De igual manera, el
CPC establece que los actos que establezcan créditos fiscales se ejecutarán previa
intimación del obligado, “como en el caso de ejecución de sentencia” (art. 655). Esta
interdicción de la ejecutoriedad sobre el patrimonio del administrado se extiende incluso a
las medidas preventivas (art. 296 COT) que también son de la exclusiva competencia del
juez.

De esta disciplina de la ejecución de créditos fiscales queda muy claro la ejecutividad de


los actos administrativos, el acto administrativo es título suficiente para la ejecución (v. art.
654 CPC y 289 COT). Esto último es rotundo, como copiamos: “los actos administrativos
(…) constituirán título ejecutivo” que da base a su ejecución, pero judicial, La ley distingue
claramente entre ambas nociones, pero ya se vió que la ejecutividad no es patrimonio
exclusivo de los actos administrativos. De hecho, el procedimiento especial de ejecución de
créditos fiscales donde se encuentran los artículos referidos del CPC es parte del Título II
“De los juicios ejecutivos” del Libro IV, Parte Primera, del CPC, título que incluye las
ejecuciones de hipoteca y prenda, entre otros juicios.

En todo caso, la Administración no puede ejecutar forzosamente sus propios actos para
cobrarse sumas dinerarias. Inclusive, el artículo 80 LOPA prevé como modo de ejecución
forzosa de obligaciones personalísimas del administrado la imposición de multas sucesivas;
pero incluso en ese caso el cobro coactivo de esas cantidades sólo podrá ser ejecutada por el
juez, conforme a las normas del COT y del CPC ya mencionadas.

Tan severa limitación debe examinarse a la luz de la Constitución. Habiendo demostrado


que la ejecutoriedad no puede eliminarse, sino solo limitarse por ley, es necesario encontrar
base constitucional para esta limitación tan intensa. El equilibrio entre la ejecutoriedad y los
derechos de los particulares que pueden verse ejecutados en su patrimonio es la clave para
encontrarla, en concreto la garantía expropiatoria del artículo 115 de la Constitución:
Se garantiza el derecho de propiedad. Toda persona tiene derecho al uso, goce, disfrute y
disposición de sus bienes. La propiedad estará sometida a las contribuciones, restricciones y
obligaciones que establezca la ley con fines de utilidad pública o de interés general. Sólo
por causa de utilidad pública o interés social, mediante sentencia firme y pago oportuno de
justa indemnización, podrá ser declarada la expropiación de cualquier clase de bienes.

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Que la Administración pueda dictar y practicar medidas de ejecución sobre dineros del
administrado para cobrarse una obligación basada en un acto administrativo se parece
mucho a una expropiación sin sentencia, entre otras cosas por la naturaleza mueble del
dinero, que entraría inmediatamente al patrimonio de la Administración ejecutante. Sólo
quedaría al administrado un eventual crédito contra esa Administración, por lo que se vería
expropiado de facto sin intervención del Poder Judicial.

Así que es constitucional eliminar la ejecutoriedad de los actos que imponen obligaciones
dinerarias. Queda por ver si una solución legal contraria es constitucional, es decir, si una
hipotética potestad de la Administración de ejecutar forzosamente obligaciones de esa
índole puede establecerse en la ley. El argumento anterior sobre la violación de garantía
expropiatoria por este tipo de ejecución forzosa obra aquí con toda fuerza, pero no
suficiente para negar de plano y en abstracto esa posibilidad. Habría que examinar el caso
de que se trate y cómo la ley permite a la Administración ejecutar actos que establezcan
obligaciones dinerarias y cuáles son éstas para practicar este test de inconstitucionalidad.
Lo que sí está claro es que esa posibilidad no puede ser la regla; la ley sólo puede
concederla a la Administración para situaciones precisa y expresamente determinadas en
ella misma.

4. Ejecutoriedad y la peligrosa e inútil “presunción de legalidad”

La posición singular de las Administraciones Públicas, capaces de pasar a los hechos sin
control judicial –personas más poderosas, pues- ejerce su fuerza también en la eficacia de
los actos administrativos. En efecto, como actos emanados de la Administración y sujetos
al Derecho Administrativo, recordemos que no todos los actos de la Administración son
actos administrativos, gozan de peculiares características frente a todos los demás actos de
los sujetos del ordenamiento jurídico.
En efecto, es ya un tópico decir que los actos administrativos gozan de ejecutividad y
ejecutoriedad. Suscintamente, la ejecutividad es el valor de los actos administrativos como
títulos ejecutivos, en el sentido procesal del término: no requieren de homologación
judicial para servir de sustento a su imposición, inclusive forzosa, frente a la voluntad ajena
a la de la Administración. La ejecutoriedad es corolario de la ejecutividad: es la
posibilidad de imponer en terreno de los hechos el contenido del acto administrativo de que
se trate. El juego de ambas notas termina de definir una de las características básicas de los
actos administrativos como emanados de una Administración Pública y que posee, por esa
circunstancia, una fuerza mayor a la de los demás actos no judiciales de los sujetos del
ordenamiento.

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La concepción doctrinaria expuesta ha sido expresamente recibida por el ordenamiento
positivo. El artículo 78 de la LOPA establece:

“Ningún órgano de la administración podrá realizar actos materiales que menoscaben o


perturben el ejercicio de los derechos de los particulares, sin que previamente haya sido
dictada la decisión que sirva de fundamento a tales actos”.

El artículo dice claramente que los actos administrativos “sirven de fundamento” a los actos
de ejecución: un título ejecutivo, pues, como lo sería una sentencia judicial. Aunque el
artículo pretende en primer lugar evitar las vías de hecho, es decir, pasar a los hechos sin
una decisión previa, está diciendo también que basta un acto administrativo para dar base a
esa actuación de hecho, “actos materiales” dice la norma. El hecho de que el copiado
artículo 78 LOPA hable de actos de ejecución que menoscaben o perturben el ejercicio de
los derechos de los particulares no altera la conclusión para todos los demás actos, pues al
hacer esa determinación el artículo se está refiriendo a la ejecución típica de los actos
administrativos, aquella que va dirigida contra el patrimonio particular: si ésta requiere de
un acto previo, con más razón será necesaria en los demás casos.
El carácter ejecutivo de los actos administrativos ha dado en buena parte de la doctrina a
considerar que éstos gozan de una presunción de validez, lo que sería el fundamento de esa
ejecutividad. Así, por presumirse válidos y ajustados a derecho, los actos administrativos
serían ejecutivos. Una legitimidad presunta sería la razón del carácter ejecutivo de estos
actos. Para citar una sola entre numerosísima jurisprudencia:

A este respecto la Corte observa: La decisión administrativa de inquilinato es un acto


administrativo, y como tal se encuentra protegida por una presunción de su legitimidad y
legalidad, que dotan a la misma de carácter ejecutivo y ejecutorio, propio de tales actos,
como lo determina el artículo 89 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos, y
que ratifica el artículo 15 de la Ley de Regulación de Alquileres, respecto a las decisiones
administrativas de regulación. Por tanto, los interesados que impugnan tales actos, por
estimar falsos los supuestos de hecho en que se apoyó el organismo administrativo para
dictar su decisión, so9portan la carga de la prueba de destruir tales fundamentos. En efecto,
si bien en el procedimiento constitutivo de aquellos actos, corresponde a la Administración
fundamentalmente el deber de comprobarlos elementos sobre los cuales va a dictar su
decisión, una vez dictada, la misma se encuentra protegida, por razones de seguridad
jurídica, y para asegurar la obligatoriedad de los actos administrativos, por la presunción de
la veracidad de su contenido, de modo que si algún interesado duda de tal certeza debe
destruir sus fundamentos. (CPCA de 21-10-85, Caso Varios vs. República (Inquilinato)).

Además, esa presunción de legalidad sería la base de la estructura del contencioso:

Los actos administrativos gozan de la presunción de legalidad; de modo que, para enervar
sus efectos, corresponde a su destinatario, a quien se considera lesionado por dichos actos,
producir la prueba en contrario de esa presunción. (CSJ-SPA de 04-02-80).

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No es necesaria esa presunción. En efecto, decir que los actos administrativos son
ejecutivos porque se presumen válidos es una petición de principio: bastaría con afirmar esa
ejecutividad para que se pudiera pasar a los hechos. Así, ninguno de los demás títulos
ejecutivos que presenta el Derecho común (títulos cautelares, sentencias definitivamente
firmes, etc.) se consideran así porque se presuman legítimos. Sencillamente, el
ordenamiento, para favorecer el tráfico jurídico, les da ese carácter con independencia de su
conformidad al derecho, bien porque esa conformidad es inútil para dotarlos de eficacia
ejecutiva; bien porque ya se agotaron todas las vías para determinarla. De esa manera, no
hay porque buscar un fundamento de la ejecutividad en una presunta legalidad del acto:
ello es inútil.
Y peligroso, puede añadirse. Peligroso porque la posición jurídica de la Administración
requiere, por definición, que pueda pasar el terreno de los hechos sin control del juez, pero
en modo alguno exige una presunción de legalidad que hubiera que enervar en sede
judicial. Esa posición de la Administración sencillamente le otorga fuerza ejecutiva a sus
actos, pero la conformidad al Derecho de éstos sólo será dilucidada en el eventual proceso
judicial que los envuelva. La provisionalidad de cualquier presunción de legalidad de los
actos administrativos es otra razón para rechazarla, pues no sólo es inútil, sino que añade al
particular, ya gravado con la necesidad de ser demandante en vista de la ejecutividad de los
actos, el gravamen adicional de tener que desvirtuar en juicio dicha presunción. De hecho,
no funciona de esa manera el contencioso administrativo, donde de ninguna manera obra la
presunción de legalidad, pues el juez puede, inclusive, anular el acto de oficio si se trata de
vicios de nulidad absoluta, entre otras cosas porque esa nulidad se deriva de causales de
Derecho, y el juez se presume que lo conoce correctamente.
Otro tema, muy vinculado a la llamada presunción de legalidad de los actos
administrativos, es el de los requisitos de un acto para que se presuma válido. De acuerdo
con la tesis expuesta, esos requisitos serían en realidad aquellos que permiten hablar de un
acto administrativo y no de una vía de hecho. En otros términos, cuándo la conducta de la
Administración es lo suficientemente formalizada para considerar que no estamos pura y
simplemente frente a una actuación de hecho. Se trata, pues, de un mínimo de condiciones
externas del acto administrativo.
Esa apariencia viene dada por tres elementos: la competencia del funcionario, el carácter no
delictual del contenido del acto y un mínimo de procedimiento. Como puede verse, esos
requisitos salvan al acto de caer en las causales de nulidad absoluta previstas en el artículo
19 de la LOPA, lo que permite predicar de ellas lo que se dice de esas causales. Es decir,
que la incompetencia que convierte a un acto administrativo en una vía de hecho es la
manifiesta, cosa que se verá más adelante; que se trate de verdaderos delitos en el caso del
contenido de la ejecución del acto, o que la falta de procedimientos sea total y absoluta.

62
Fuera de estos casos, el acto es uno administrativo y no una vía de hecho, y se puede pasar
a su ejecución por la propia Administración.

5. La ejecución de los actos administrativos


Visto que los actos administrativos son títulos ejecutivos, es obvio predicar de ellos la
ejecutoriedad, es decir, su potencial de materializarse en conductas de la Administración
inclusive contrarias a la voluntad de terceros. Pasamos así al capítulo decisivo de la
ejecución de los actos administrativos, que puede decirse sin exagerar que es el núcleo y la
justificación del Derecho Administrativo, pues si esa ejecución estuviera confiada al juez,
el Derecho de la Administración sería sensiblemente el mismo de los particulares, como de
hecho ha ocurrido históricamente en los países anglosajones.
La LOPA dedica el capítulo V de su Título III a disciplinar la ejecución de los actos
administrativos. Sin embargo, ya su artículo 8 comienza a referirse a la materia:

“Los actos administrativos que requieran ser cumplidos mediante actos de ejecución, deberán
ser ejecutados por la administración en el término establecido. A falta de este término, se
ejecutarán inmediatamente.”

Los actos administrativos se ejecutan “por la administración” y no por el juez. Este es el


punto capital, como se dijo, que se hace necesario un Derecho que equilibre frente al
particular este enorme poder, exorbitante en relación con el propio de los demás sujetos del
ordenamiento. Esa ejecución administrativa, que no judicial, viene aún más claramente
establecida en el artículo 79 LOPA:

“La ejecución forzosa de los actos administrativos será realizada de oficio por la propia
administración salvo que por expresa disposición legal deba ser encomendada a la autoridad
judicial.”

Sólo si la ley entrega al Poder Judicial, de manera expresa, la ejecución de los actos
administrativos, pueden los jueces pasar a ejecutarlos, mientras que la Administración sólo
puede pedirles esa ejecución. Este artículo de la LOPA plantea inmediatamente un
problema constitucional. ¿Puede la ley otorgar al Poder Judicial la ejecución de un sector
importante de los actos administrativos, o incluso la de todos ellos? El principio de
ejecutoriedad de los actos administrativos, pues, ¿es de rango constitucional o se trata de
una materia dejada al arbitrio del legislador? La pregunta es crucial, pues de su respuesta
depende nada menos que la existencia misma del Derecho Administrativo, que dejaría de
ser necesario si la Administración tuviera, como cualquier particular, que demandar ante los
tribunales y obtener éxito en ello si desea pasar a los hechos contra la voluntad de otro
sujeto del ordenamiento.
Como vimos, la Constitución no establece con precisión la ejecutoriedad de los actos
administrativos. Sin embargo, en su articulado puede encontrarse suficiente base. Así, el

63
artículo 236, numeral 1, otorga al Presidente de la República la potestad de “hacer cumplir”
la Constitución y la ley, declaración inútil si para ello requiriese de autorización judicial.
De igual manera, el artículo 259 repite el artículo 206 de la Constitución de 1961,
reconociendo a la jurisdicción contencioso administrativa la posibilidad de “anular actos
administrativos”, con lo cual se deduce que éstos son ejecutivos, pues de otra manera sería
inútil su anulación y, en consecuencia, también son ejecutorios. Por último, el artículo 140
establece que la responsabilidad de la Administración tiene como título el funcionamiento
de ésta, lo que apunta inequívocamente a una Administración actuante con poderes
superiores para pasar a los hechos aún en contra de la voluntad ajena. En definitiva, la
existencia misma de un Poder Ejecutivo (art. 136) requiere como premisa que ese poder
pueda actuar de hecho, pues de lo contrario sólo existiría el Poder Judicial y el Poder
Legislativo. Además y siguiendo jurisprudencia extranjera (sent. del Tribunal
Constitucional español de 17-02-1984) la consagración constitucional del principio de
eficacia como uno de los inherentes a la Administración Pública (art. 141 de la
Constitución), da base también a la ejecutoriedad de los actos administrativos. Las
disposiciones sobre policía nacional (art. 332 de la Constitución) son un adicional y
poderoso argumento al respecto, como se vio.
Queda así resuelto el problema que nos planteamos: el legislador no puede enervar el
principio de ejecutoriedad de los actos administrativos: su ejecución corresponde a la
Administración que los dictó. La Constitución respalda, pues, la potestad de la
Administración de ejecutar sus actos.
El artículo 80 LOPA establece el procedimiento de ejecución de los actos administrativos:

“La ejecución forzosa de actos por la administración se llevará a cabo conforme a las
normas siguientes:
1. Cuando se trate de actos susceptibles de ejecución indirecta con respecto al
obligado, se procederá a la ejecución, bien por la administración o por la
persona que ésta designe, a costa del obligado
2. Cuando se trate de actos de ejecución personal y el obligado se resistiere a
cumplirlos, se le impondrán multas sucesivas mientras permanezca en rebeldía
y, en el caso de que persista en el incumplimiento, será sancionado con nuevas
multas iguales o mayores a las que ya se le hubiere aplicado, concediéndole un
plazo razonable, a juicio de la administración, para que cumpla lo ordenado.
Cada multa podrá tener monto de hasta diez mil bolívares (Bs. 10.000,00),
salvo que otra ley establezca una mayor, caso en el cual se aplicará ésta.”

La norma divide la ejecución de los actos administrativos en dos grandes grupos: aquellos
que pueden llevarse a la práctica sin concurso del particular obligado y aquellos otros que
requieren de ese concurso, Obviamente la disciplina de uno y otro será radicalmente
distinta.
El primer grupo de actos puede ejecutarse de tres maneras: el apremio sobre el patrimonio,
la ejecución subsidiaria y la compulsión sobre las personas.

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A) Apremio sobre el patrimonio
Se trata de ejecutar los actos administrativos que se resuelven en imponer al particular el
pago de una suma dineraria, bien se trate de una sanción o de otro tipo de acto. De vieja
data nuestro sistema ha reconducido esta situación al procedimiento de cobro de créditos
fiscales previsto en los artículos 653 y siguientes del Código de Procedimiento Civil. Se
trata de uno de los juicios ejecutivos previstos en el código adjetivo y consiste básicamente
en la intimación al deudor para que pague sobre la base de un título ejecutivo, que en el
procedimiento previsto en el CPC es un crédito fiscal. Por analogía, parece ser el
procedimiento adecuado para ejecutar los créditos que derivan de actos administrativos que
no sean fiscales.
Luego de la intimación a pagar dentro de los tres días siguientes, si no hay posición, se
procederá a ejecutar el crédito sin más dilaciones. Si hay oposición, deberá sancionarse
para suspender la ejecución.
Debe decirse que el propio CPC (art. 653) remite al COT como norma principal, siendo el
CPC supletorio de éste. Sin embargo, el COT (art. 211 a 214) solo prevé un procedimiento
administrativo previo al judicial, que habrá que recorrer antes de intentar el cobro mediante
el juicio ejecutivo ya mencionado.

B) Ejecución subsidiaria
Se trata, de ejecutar aquellos actos que por no ser personalísimos pueden ejecutarse por
persona distinta al obligado. Allí obra con toda su fuerza el numeral primero del copiado
artículo 80 LOPA, que ordena en estos casos proceder a la ejecución por la propia
Administración que ésta designe, a costa del obligado. Se trata del caso de órdenes de
demolición, constitución de servidumbres, etc.

C) Compulsión sobre la persona


Cuando se trate de actos personalísimos de no hacer o soportar, la Administración podrá
ejercer la compulsión directa sobre la persona obligada, con el debido respeto de su
dignidad. Se trata del caso de desocupaciones, disolución de manifestaciones, etc. No puede
confundirse este supuesto con el previsto en el numeral segundo del artículo 80 LOPA,
pues ese es el caso, como se verá, de obligaciones personalísimas en que no procede la
compulsión sobre las personas.

D) Multa coercitiva

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En caso de obligaciones personalísimas de hacer, que no pueden ejecutarse mediante la
compulsión directa sobre las personas, se procederá mediante multas sucesivas y crecientes
al obligado. El mondo muy reducido de estas multas (Bs. 10.000 cada una) hace poco
eficaz este sistema.

VII. Validez de los actos administrativos


La teoría general de la nulidad de los actos jurídicos es harto conocida. Como casi siempre
ocurre con las teorías generales, está calcada del Derecho Civil y por ello conoce de dos
tipos de nulidades, la absoluta y la relativa. Las diferencias entre ambas son cualitativas,
pues derivan de la intensidad de los vicios que afectan el acto: los más graves lo hacen
absolutamente nulo y los demás vicios simplemente anulable.
La base positiva de esta teoría en nuestro Derecho es el artículo 1352 del Código Civil:
No se puede hacer desaparecer por ningún acto confirmatorio los vicios de un acto
absolutamente nulo por falta de formalidades.
Los actos nulos carecen de elementos esenciales para su validez –esta norma se refiere a las
“formalidades”- que de acuerdo con el artículo 1346 CC se refieren a la voluntad: dolo,
violencia, error e incapacidad. En cambio, la anulabilidad ocurre cuando se dan otros
vicios, que son de menor grLa nulidad absoluta, al ser intrínseca, afecta el acto desde su
constitución, por lo que éste no puede producir efectos. Consecuencia procesal de esta
realidad es el afecto meramente declarativo de la sentencia que anule un acto por vicios de
nulidad absoluta con efectos retroactivos desde el nacimiento mismo del acto (MESSINEO,
494, II). Al contrario, la sentencia que anule un acto por vicios de nulidad relativa es
constitutiva y sus efectos comienzan desde su publicación (de la sentencia) manteniéndose
vigentes los efectos producidos hasta la fecha de la sentencia. Como veremos, esta
diferencia es uno de los puntos clave del régimen de la nulidad de los actos administrativos.
A esta teoría general, plenamente acogida por la doctrina civil venezolana (MADURO), el
Derecho Administrativo le produce importantes modulaciones, sobre todo en al asunto de
las nulidades causadas por la violación de la ley. Las nulidades absolutas civiles se derivan
sobre todo del estado de los sujetos de los que emana el acto, (incapacidad y vicios en la
voluntad, como se vió: artículo 1346 CC) a lo que se añade una categoría amplia: la
violación de “formalidades” esenciales (art. 1352 CC): allí se contienen las violaciones de
leyes de orden público, en la nomenclatura civilista. Puede decirse que esas nulidades
absolutas que afectan a los sujetos son plenamente aplicables a las nulidades de los actos
administrativos, pues de darse en el funcionario que dicte el acto obviamente producen esa
nulidad intrínseca.
Pero es evidente que la modulación ocurre en el campo de los demás vicios de nulidad
absoluta, los que son producidos por violación de la ley. El artículo 1346 CC, como se vió,

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declara absolutamente nulos los actos viciados por falta de formalidades, es decir, que la
regla general es la nulidad absoluta de los actos jurídicos que violan la ley. Pero tal regla
haría sumamente inestables a los actos administrativos, pues ellos mantienen un relación
mucho más intensa con el ordenamiento que los actos privados: en éstos reina la libertad de
las partes limitada por la ley; en los actos administrativos reina la ley, es el principio de
legalidad. El acto administrativo, pues, es la ley concretizada, sus vicios siempre chocarán
con el ordenamiento positivo y luego todas las nulidades administrativas serían absolutas:
la Administración casi no podría actuar.

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Por ello, lo específico de la teoría de las nulidades del acto administrativo es la confección
de las causales de nulidad absoluta y sus efectos, discusión prácticamente inexistente en el
Derecho Civil. Luego de una evolución más o menos larga, el Derecho español y nosotros
tras él llegó a consagrar el principio exactamente contrario al del Derecho común: las
nulidades absolutas son una excepción y sus supuestos son tasados y listados en la ley. Son
los famosos artículos 47 y 48 de la Ley de Procedimiento Administrativo española de 1958:
Art. 47.
1. Los actos de la Administración son nulos de pleno derecho en los casos siguientes:
a) Los dictados por órgano manifiestamente incompetente.
b) Aquellos cuyos contenido sea imposible o sean constitutivos de delito.
c) Los dictados prescindiendo total y absolutamente el procedimiento legalmente
establecido para ello o de las normas que contienen las reglas esenciales para la
formación de la voluntad de los órganos colegiados.
2. También serán nulas de pleno derecho las disposiciones administrativas en los casos
previstos en el artículo 28 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del
Estado.
Art. 48.
1. Son anulables, utilizando los medios de fiscalización que se regulan en el Título V de
esta Ley, los actos de la Administración que incurran en cualquier infracción del
ordenamiento jurídico, incluso la desviación del poder.
2. No obstante el defecto de forma sólo determinará la anulabilidad cuando el acto carezca
de los requisitos formales indispensables para alcanzar su fin o dé lugar a la indefensión
de los interesados.
Esas normas, en lo sustantivo, se mantienen vigentes en España, en los artículos 62 y 63 de
la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento
Administrativo Común de 1992, reformada en 1999.
Esas normas fueron recibidas en nuestro Derecho en los también famosos artículos 19 y 20
de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos de 1981:
Artículo 19. Los actos de la administración serán absolutamente nulos en los siguientes
casos:
1.- Cuando así esté expresamente determinado por una norma constitucional o legal;
2.- Cuando resuelvan un caso precedentemente decidido con carácter definitivo y que haya
creado derechos particulares, salvo autorización expresa de la ley;
3.- Cuando su contenido sea de imposible o ilegal ejecución; y
4.- Cuando hubieren sido dictados por autoridades manifiestamente incompetentes, o con
prescindencia total y absoluta del procedimiento legalmente establecido.
Artículo 20. Los vicios de los actos administrativos que no llegaren a producir la nulidad de
conformidad con el artículo anterior, los harán anulables.
La nulidad relativa es la regla (art. 20 LOPA), la nulidad absoluta la excepción: sus
supuestos están tasados en el artículo 19 de esa ley. Es la consagración legal de la solución
al problema que representaba aplicar la regla contraria propia del Derecho Civil a la
estabilidad de los actos administrativos y en consecuencia al actuar de la Administración.

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Antes de estudiar pormenorizadamente estos supuestos de nulidad absoluta (19 LOPA)
debemos abordar el tema de los regímenes de cada tipo de nulidad y sus diferencias. Al
respecto, el aporte doctrinal más agudo y útil hasta la fecha es el de URDANETA
TROCONIS (1983) En efecto, como se vió, el núcleo que distingue a una de otra nulidad es
la gravedad de los vicios de cada una. Según la teoría convencional, la nulidad absoluta
supone vicios en los elementos esenciales del acto y de allí que el acto nunca produzca
efectos: la nulidad absoluta es perpetua (siempre puede oponerse como excepción, al
menos), imprescriptible, de orden público, opera de pleno derecho (la sentencia que la
declara es meramente declarativa) y opera retroactivamente desde la fecha de formación del
negocio y puede hacerse valer por cualquiera y es oponible a todos, inclusive a los ajenos al
acto (MESSINEO, II, 492). Antitéticamente, la acción para pedir la nulidad relativa
prescribe y con ella su efecto de excepción, es convalidable, la sentencia que la declara es
constitutiva, con efectos desde su emisión, solamente puede hacerla valer el afectado y los
efectos del acto subsisten mientras no sea anulado.(MESSINEO, 1979, p. 495-497).
Analizando esta teoría general, URDANETA realiza una disección de su vigencia en el
Derecho Administrativo venezolano. Para ello invoca una de las normas más importantes
de nuestro Derecho Público, con efectos devastadores sobre esa teoría general, el artículo
131 de la Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia, hoy reproducido en el artículo 21,
párrafo 18, de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia:
Artículo 21.- (…) En su fallo definitivo el Tribunal Supremo de Justicia declarará, si
procede o no, la nulidad de los actos o de los artículos impugnados, y determinará, en su
caso, los efectos de la decisión en el tiempo; igualmente podrá, de acuerdo con los términos
de la solicitud, condenar el pago de sumas de dinero y a la reparación de daños y perjuicios
originados en responsabilidad de la administración, así como disponer lo necesario para el
restablecimiento de las situaciones jurídicas subjetivas lesionadas por la actividad
administrativa. Cuando la acción hubiese sido temeraria o evidentemente infundada,
impondrá al solicitante multa entre cincuenta unidades tributarias (50 U.T.) y cien unidades
tributarias (100 U.T.).
La cláusula clave de esta norma es la que habilita al juez para “determinar (…) los efectos
de la decisión en el tiempo”. En otras palabras, según URDANETA, el juez contencioso al
anular un acto administrativo puede soberanamente establecer la eficacia temporal del fallo:
desde la emisión del acto, desde la sentencia o toda la gama de posibilidades intermedias:
La Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia, cuyo artículo 131 [hoy, 21, 18 LOTSJ]
incorporó la ahora muy conocida disposición, pero novedosa para entonces, según la cual
corresponde al juez contencioso-administrativo, al declarar la nulidad del acto impugnado,
“determinar los efectos de su decisión en el tiempo”. Esto impide a nivel teórico asignar
cualquier clase de efecto en el tiempo, con carácter necesario y a priori, a ningún tipo de
nulidad; es el juez –en cada caso y a la vista normalmente de la repercusión práctica que su
decisión podría tener y no del mayor o menor grado del vicio- quien determina tales efectos
en el tiempo. Se ha eliminado, pues, en nuestro Derecho Administrativo la idea tan
extendida de que la nulidad absoluta tiene efectos ex tunc mientras que la relativa sólo los
tiene ex nunc. (URDANETA)

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De todas las diferencias entre los dos tipos de nulidad, la relativa y la absoluta, quizás éste
de lo que la LOTSJ llama “los efectos de la decisión en el tiempo” es el más importante. En
efecto, dada la definición clásica de nulidad absoluta, un vicio en los elementos esenciales
del acto, un tal vicio supone que el acto no produjo efectos, con lo cual la declaratoria de
nulidad no sólo destruye la apariencia del acto absolutamente nulo, sino también sus efectos
posteriores. El caso clásico es la nulidad absoluta de la designación de un funcionario, que
implica en consecuencia la nulidad de los actos que haya dictado.
En otras palabras, la nulidad absoluta produce gran inestabilidad en el medio jurídico. En
cambio, la nulidad relativa supone que su declaratoria es constitutiva, con lo cual los
efectos derivados de un acto relativamente nulo se mantiene; su virtualidad para seguirlos
produciendo es la que se cancela con la sentencia de nulidad. Según URDANETA, esta
diferencia no existiría en nuestro Derecho, pues el juez sería soberano para establecer los
efectos de su fallo sobre el acto anulado y sus consecuencias, pudiendo, para seguir con el
ejemplo, anular el nombramiento del funcionario pero mantener vigentes los actos que
hubiera dictado, aun cuando los vicios que afectase su designación fueran de nulidad
absoluta.
El análisis de URDANETA, tendrá como test decisivo indagar sobre la posibilidad de que
la fijación de los efectos de una nulidad declarada judicialmente pudiera ser revisada por el
juez superior, mediando la correspondiente apelación. De otro modo, si el juez superior
puede penetrar en alterar esa fijación, pero no como nuevo ejercicio discrecional (lo que
sería una simple sustitución de una voluntad por otra, manteniéndose la tesis de
URDANETA) sino por motivos de derecho, es decir, recurriendo a la tesis clásica de los
distintos efectos de la nulidad absoluta y la relativa. La pregunta decisiva sería si el juez
superior puede calificar los hechos conocidos por la instancia como constitutivos de una
nulidad determinada, relativa o absoluta, distinta de los establecidos por la decisión
apelada. Continuando con el ejemplo, los vicios que afectan el nombramiento del
funcionario son de nulidad absoluta, pero la sentencia de primera instancia declaró que la
nulidad se produce ex−nunc, desde la sentencia, dejando vigentes los actos dictados por el
funcionario. Como tal decisión es contradictoria con la doctrina clásica, pues un acto nulo
absolutamente no produce efectos, el superior revoca la decisión por motivos de Derecho y
anula el acto ex−tunc, es decir desde el momento en que se nombró al funcionario y, en
consecuencia, declara nulos, también todos los actos posteriores dictados por éste.

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En resumen, el derecho privado presta su teoría de la invalidez de los actos en general al
Derecho Administrativo. De allí que esa invalidez pueda catalogarse en dos categorías: la
nulidad absoluta y la nulidad relativa. La nulidad absoluta se refiere a un vicio intrínseco al
acto, a sus elementos constitutivos. De allí que el acto así viciado no produce efectos nunca,
desde su inicio. Su carácter general hace oponible el vicio frente a cualquiera, con efectos
erga omnes. También, el juez puede apreciar de oficio este tipo de vicios, y es
inconfirmable el acto que lo posea. Por el contrario, la nulidad relativa solo puede
solicitarla el afectado por el acto, dentro de cierto plazo y puede ser convalidada.
Cuando esta teoría general se aplica en el Derecho Administrativo, se invierte el principio
del Derecho Privado de acuerdo con el cual las nulidades son absolutas, por excepción
relativa. Ello se deriva de la necesidad de dar campo al tráfico administrativo, que requiere
que la nulidad absoluta sea excepcional y para supuestos tasados. De allí que en todo este
sector rija el principio del favor acti, que produce la incomunicación de la invalidez y la
posibilidad de subsanar el acto en cualquier momento, salvo en el caso de las nulidades
absolutas. También, los vicios no impiden la ejecución del acto, siempre que sean de
nulidad relativa, y se establecen plazos para interponer los correspondientes recursos.

1. Nulidad absoluta
Un acto viciado de nulidad absoluta puede ser revocado en cualquier momento, como
establece el artículo 83 LOPA:

“La administración podrá en cualquier momento, de oficio, o a solicitud de particulares,


reconocer la nulidad absoluta de los actos dictados por ella”.

Aunque el artículo use la expresión reconocer, la doctrina y la jurisprudencia son pacíficos


en entender que se trata de una verdadera potestad revocatoria de los actos absolutamente
nulos, que puede ser declarada incluso de oficio.
Los supuesto de nulidad absoluta están en el artículo 19 de la LOPA:
“Los actos de la administración serán absolutamente nulos en los siguientes caso:
1.- Cuando así esté expresamente determinado por una norma constitucional o legal;
2.- Cuando resuelvan un caso precedentemente decidido con carácter definitivo y que haya
creado derechos particulares, salvo autorización expresa de la Ley.
3.- Cuando su contenido sea de imposible o ilegal ejecución; y
4.- Cuando hubieren sido dictados por autoridades manifiestamente incompetentes, o con
prescindencia total y absoluta del procedimiento legalmente establecido.”
Así,
a) La Constitución ofrece dos normas que establecen supuestos de nulidad absoluta: el
artículo 138 se refiere al caso de la autoridad usurpada y el artículo 25 a los actos
que violen derechos constitucionales.

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b) La cosa juzgada favorable a los particulares es uno de los más cotidianos casos de
nulidad absoluta, que ocurre cuando se decide en contra de los previamente resuelto
a favor de los administrados.
c) La imposible ejecución se refiere a la inexistencia, tal como expusimos
anteriormente. La ilegal ejecución se refiere a los actos que constituyen delito.
d) La incompetencia que vicia el acto de nulidad absoluta es la manifiesta. Así, se
refiere a casos de ausencia de la potestad de que se trate o de la existencia de un
abismo jerárquico entre al autoridad que dictó el acto y el funcionario realmente
competente.
e) Por último, la prescindencia total y absoluta de procedimiento. No solo se trata de la
ausencia de todo trámite, caso rarísimo, sino también de la omisión de trámites
esenciales, como sería el caso de la audiencia del interesado cuando ésta se requiera.

2. Anulabilidad
La disciplina de la anulabilidad de los actos administrativos responde a criterios
completamente otros de los de la nulidad absoluta. Aquí el sistema se construye a favor del
agraviado por el acto, de modo de que si éste no reacciona el acto permanece plenamente
válido.
De acuerdo con el artículo 20 LOPA:

“Los vicios de los actos administrativos que no llegaren a producir la nulidad de


conformidad con el artículo anterior; los harán anulables”

La anulabilidad responde entonces a un criterio residual: cualquier vicio que no sea de


nulidad absoluta será de ésta especie.
De igual manera, la anulabilidad permite que el acto afectado por ella sea convalidado,
como expresa el artículo 81 LOPA:

“La administración podrá convalidar en cualquier momento los actos anulables, subsanando
los vicios de que adolezcan”.

También el vicio de anulabilidad no se traslada a otros elementos no viciados del mismo


acto, es decir, se trata de la incomunicación del vicio, tal como establece el artículo 21
LOPA.

“Si en los supuestos del artículo precedente, el vicio afectare sólo a una parte del acto
administrativo, el resto del mismo, en lo que sea independiente, tendrá plena validez.”

Como se dijo, URDANETA TROCONIS ha establecido que entre la nulidad absoluta y la


anulabilidad existen nada más dos diferencias. En la vía administrativa, sólo son

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convalidables los actos administrativos viciados de anulabilidad, no los de nulidad absoluta;
igualmente, sólo pueden revocarse en vía administrativa los actos favorables si están
viciados de nulidad absoluta. En la vía judicial, la única diferencia estriba en que el juez
puede declarar de oficio de nulidad del acto por vicios no denunciados por el recurrente
solamente sí se trata de vicios de nulidad absoluta

3. Revocación
La administración puede revocar sus propios actos siempre y cuando no afecten derechos
de particulares. Así se establece el juego conjunto de los artículos 19,2 y 82 de la LOPA.
Igualmente, puede corregir los errores materiales o de cálculo que contengan los actos
administrativos, de acuerdo con el artículo 84 LOPA.

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VIII. Clasificación de los actos administrativos
1. Actos reglados y actos discrecionales

La principal jurisprudencia venezolana, la muy famosa Depositaria Judicial abordó el tema de la


regla y discreción, capital distinción de los actos administrativos.

La teoría clásica planteó los conceptos “acto discrecional” – “acto reglado” en términos
contrapuestos, falsa oposición construida teóricamente por la doctrina del Siglo XIX que
marcara de imprecisiones la elaboración conceptual de otros temas, dejando incluso su
huella en ciertos sistemas de derecho positivo.

La clasificación del acto administrativo que opuso el “discrecional” al “reglado”


fundamentándola en la libertad (máxima en el primero, mínima en el segundo) de que
disponía la Administración para actuar dentro de la Ley, corresponde en efecto a un
planteamiento de la doctrina tradicional que bien pronto mereció acerbas críticas basadas
unas en razones teóricas y otras en consideraciones pragmáticas atañederas a la vida misma
del Estado.

Así, ya en 1910, y posteriormente en 1935, señaló LAUN como resulta técnicamente


imposible que el legislador reglamente de antemano la actividad entera del Estado: “aunque
fuese posible sería inoportuno…” decía. Y si bien la tendencia moderna avanza hacia una
más completa juridización del actuar administrativo, es lo cierto que la Administración
exige, por su propia naturaleza, un margen de discrecionalidad: de una parte frente a la ley,
puesto que no es concebible que el legislador pueda prever, a priori, todas las situaciones;
y, frente al juez, ya que éste perdería su papel de contralor de la legalidad si quisiera incidir
en motivos de oportunidad o de conveniencia que sólo la Administración, frente a los
hechos concretos, puede apreciar con el debido conocimiento de causa.

Para HAURIOU poder discrecional e iniciativa son sensiblemente una misma cosa y los dos
concuerdan con lo que se llama “la oportunidad de la medida”: en toda decisión
administrativa subsiste una parte de poder discrecional correspondiente a esta iniciativa,
cuya apreciación escape al juez, en cuanto que le escape la apreciación de la oportunidad de
los actos.

Esta doctrina la retomará la Sala más adelante al pronunciarse sobre la naturaleza del acto
administrativo de autorización y su discrecionalidad, así como al interpretar la respectiva
norma de derecho positivo venezolano que respecto de las depositarias judiciales la
consagra; pero lo que interesa destacar ahora es cómo enfoca la doctrina moderna el
problema de la pretendida oposición entre acto discrecional y acto reglado:

Situado el asunto en su justo medio, “una cosa es que la ley predetermine, en algunos casos
de una forma total, la actividad administrativa y, en otros, atribuya a ala Administración
facultades de elección, y otra muy distinta es que deban admitirse como dos categorías
antagónicas, apriorísticamente diferenciables, la de los actos discrecionales y los actos
reglados. Debemos decir no que los actos son reglados o discrecionales, sino que en todos
los actos, por reglados que sean, existe un poder discrecional mayor o menor, y que en

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todos los discrecionales, por libres que los supongamos, se ejercita una actividad más o
menos reglada” (GARRIDO FALLA). Lo que ARIAS DE VELASCO resumió en una frase
feliz por él acuñada “los actos administrativos son más o menos reglados y más o menos
discrecionales”.

Este tema de la regla y discrecionalidad es uno de los fundamentales desde el punto de vista
del acto administrativo, quizás el más fértil de todas las apreciaciones que puedan hacerse.
En concreto, las consecuencias procesales y judiciales del tratamiento del acto
administrativo derivan fundamentalmente de él.
La ley que es la que debe establecer necesariamente las potestades, la potestad es siempre
un poder que otorga la ley. Hay entonces frente a la ley dos extremos lógicos posibles, es
decir, que la ley establezca agotadoramente de manera exhaustiva todos los elementos de la
potestad,o que la ley no establezca todos los elementos de las potestades. La posibilidad de
que la ley no establezca nada está negada por la misma definición de potestad como poder
construido en la ley.
En ese sentido, lo discrecional va del extremo en que todos los elementos, absolutamente
todos, están contenidos en la ley, y aquél otro extremo en que no todos los elementos de la
potestad se establecen en ella. Puede haber así una enorme gradación de grises, unos de los
elementos de la potestad están en la Ley y otros no: la discrecionalidad es un concepto
intensivo, es decir, va aumentando de intensidad a medida que menos elementos de la
potestad están en la ley, y va disminuyendo en intensidad a medida que los elementos de la
potestad están establecidos en la ley.
Esa es la importantísima distinción entre una potestad reglada y una potestad discrecional,
¿cuándo un juez puede sustituir a la administración? ¿Cuándo la potestad es reglada? ¿Por
qué?. Porque una potestad reglada es aquella en la cual todos los extremos de la potestad
están en la ley y en consecuencia no existe ninguna posibilidad de que algún elemento de la
potestad sea cubierto por una decisión subjetiva discrecional de la Administración.
En otras palabras frente a una potestad reglada existe un derecho subjetivo y por lo tanto es
perfectamente posible que un tribunal se sustituya a la Administración en el ejercicio de
potestades regladas.

Está pues la gama de posibilidades y las diferencias fundamentales entre una potestad
reglada y una discrecional, la distinción más importante entre los actos administrativos,
porque precisamente las regladas pueden ser completamente controladas por el juez porque
frente a ellas existe un derecho subjetivo, mientras que en las potestades discrecionales no
existe tal derecho subjetivo. Por ello, en esta última el juez no pueda sustituir a la
Administración, la decisión corresponde a la Administración. Así para seguir con
Depositaria Judicial, la negativa dictada sobre bases falsas es anulada por la Corte pero no

75
le ordena a la Administración que otorgue la autorización porque la potestad es
discrecional.
Habiendo pues estos dos extremos, el camino que debemos seguir a continuación es tratar
de determinar en medio de ambas posibilidades cuan discrecional puede ser la potestad o
cuan reglada tiene que serlo. Volvamos a Depositaria Judicial:
“Debemos decir no que los actos son reglados o discrecionales, sino que en todos los actos,
por reglados que sean, existe un poder discrecional mayor o menor, y que en todos los
discrecionales, por libres que los supongamos, se ejercita una actividad más o menos
reglada” (GARRIDO FALLA). Lo que ARIAS DE VELASCO resumió en una frase feliz
por él acuñada “los actos administrativos son más o menos reglados y más o menos
discrecionales”.
Toda potestad administrativa es más o menos reglada o más o menos discrecional”, es
decir, que en toda potestad administrativa hay elementos reglados y elementos
discrecionales. Analicemos esa expresión, en primer lugar que toda potestad es más o
menos reglada. Toda potestad administrativa, pues, tiene algo reglado. ¿Qué elementos de
una potestad son reglados siempre? Según GARCIA DE ENTERRIA (GARCIA DE
ENTERRIA, 1999),
1.- La existencia de la potestad.
2.- La competencia para ejercer la potestad debe estar en la ley.
3.- El objeto de la potestad, el contenido del poder administrativo.
4.- El fin de la potestad.
Entonces, Depositaria Judicial al decir que toda potestad es más o menos reglada, está
diciendo que toda potestad tiene al menos cuatro elementos reglados. La propia
jurisprudencia venezolana apunta en ese sentido:

Por su parte, la jurisprudencia venezolana ha sido permeable a esas nuevas ideas del acto
administrativo como unidad de discrecionalidad y de regla. En efecto, en una decisión de 6
de noviembre de 1958 –publicada en “Gaceta Forense” Nº 22, Segunda etapa, vol.
Correspondiente, pág. 134- nuestro Supremo Tribunal puso de manifiesto la parte reglada
que aun en el más discrecional de los actos administrativos, siempre aparece: “es de la
naturaleza de todo acto realizado en ejercicio de una facultad discrecional, el que no pueda
ser revisado o anulado por otro poder en lo que se refiere al mérito o fondo. Esta conclusión
resulta evidente, porque de lo contrario, esa facultad discrecional no sería tal, ni propia de
un poder; pero si puede ser materia de revisión por lo que se refiere a la incompetencia del
funcionario que lo dictó, a defecto de forma del acto, o a su ilegalidad, en cuyos casos
procede su revocación o anulación”, lo que pone de manifiesto cómo en los actos
administrativos discrecionales existen elementos (competencia, requisitos de forma)
necesariamente reglados. Realidad que la vigente Ley de Procedimientos Administrativos
ha reconocido en su artículo 12: “Aun cuando una disposición legal o reglamentaria deje
alguna medida o providencia a juicio de la autoridad competente, dicha medida o
providencia deberá mantener la debida proporcionalidad y adecuación con el supuesto de

76
hecho y con los fines de la norma, y cumplir los trámites, requisitos y formalidades
necesarias para su validez y eficacia.” (CSJ-SPA de 02-11-82).
“En los actos administrativos discrecionales existen elementos (competencia y requisitos de
forma) necesariamente reglados”, dice esta decisión, la también famosa RCTV-La
Escuelita. (1-8-91)
Analicemos ahora la otra frase: que implica que toda potestad es más o menos discrecional.
Si esa frase es cierta, en toda potestad hay algo discrecional y no podría existir una
absolutamente reglada. Pero ello es evidentemente falso, pues existe sin duda tales
potestades absolutamente regladas, como hemos dicho, por ejemplo, el otorgamiento de la
cédula de identidad, de acuerdo con el artículo 16 de la Ley Orgánica de Identificación.
Entonces, decir que toda potestad es más o menos discrecional es falso, porque existen tales
completamente regladas, sin nada discrecional.

La distinción fundamental entre regla y discreción se da en el elemento de la potestad que


es reglado, la última palabra la va a tener un juez, el asunto es justiciable, existe un derecho
subjetivo frente al ejercicio de la potestad y en consecuencia la negativa de la
Administración es recurrible y una sentencia puede satisfacer íntegramente la pretensión.
Cuando un elemento de la potestad es reglado solo hay una solución justa, solo una
solución es conforme al ordenamiento jurídico. En cambio, una potestad tiene un elemento
discrecional cuando hay varias soluciones justas.
En definitiva de la teoría de la discrecionalidad depende precisamente que haya o no
Derecho, es decir, jamás un juez podrá invadir las decisiones discrecionales de la
Administración. Solo hay Derecho en tanto y en cuanto la potestad sea reglada, todo acto es
controlable en tanto o en cuanto no sea discrecional.
La ley presenta indicios claros para determinar la existencia de la discrecionalidad. Cuando
dice ”la Administración podrá”, normalmente se descubre una potestad discrecional.
Cuando la ley usa el verbo poder-podrá en vez del verbo deberá-otorgará, es decir, cuando
el verbo deja de ser imperativo y se utilice el verbo “poder”. Entonces la potestad es
discrecional y hay varias soluciones justas, es decir, por definición va a ser justa conforme
al ordenamiento cualquier decisión que la Administración tome dentro del ámbito de la
discrecionalidad. En el caso de una concesión minera, la Administración puede actuar
dentro de los extremos, no otorgando concesiones, otorgarle la concesión, tal como fue
solicitada. Otorgar la mitad de la concesión, otorgar toda la concesión pero con condiciones
distintas a la solicitada, es decir, dentro del ámbito de la discrecionalidad, la administración
es libre de tomar la decisión que a bien considere y esa solución es justa en el sentido de
que no puede ser controlada por el juez.
En Depositaria Judicial el ejemplo es muy claro, como se vió, fue solicitada al Ministerio
de Justicia para la época la autorización para ser depositaria judicial de un determinado

77
establecimiento y aunque la Corte Suprema de Justicia consideró que la decisión se basaba
sobre supuestos falsos y, por lo tanto, expresamente remite el caso al ministerio porque al
reconocer que la potestad para otorgar la Depositaria Judicial es discrecional, sobre la base
de que la Ley de Depósito Judicial dice “podrá” otorgar, la Corte podía anular el acto por
falso supuesto, pero no podía sustituirse a la Administración y otorgar, ni siquiera ordenar a
la Administración que otorgara a la demandante la condición de Depositaria Judicial. Al
tratarse de un elemento discrecional, cualquiera de las soluciones que determine la
Administración dentro del espacio de la discrecionalidad es justa, no es controlable por el
juez; es decir, frente a esa decisión no hay un derecho subjetivo.

La apreciación de los hechos que toda potestad lleva consigo nunca es discrecional
(MARIENHOFF, 1993). En el hecho de nacer en Venezuela, en el caso de las potestades
sobre identificación y nacionalidad, el juicio sobre la existencia del hecho jamás será Una
de las primeras precisiones fundamentales respecto de la discrecionalidad es que la
discrecional, aunque pueda ser discrecional el ejercicio de la potestad que verse sobre esos
hechos. Por ejemplo, para concursar es necesario estar registrado en el registro de
contratistas y aunque no hay un derecho a ganar la licitación, decir que uno de los licitantes
está o no registrado nunca será discrecional, o está registrado o no está registrado. Esa
apreciación de los hechos es lo que da lugar a la teoría de los conceptos jurídicos
indeterminados. El análisis de la realidad puede ser muy sencillo en determinados casos,
nació en Venezuela, su madre es venezolana, su padre es venezolano, pero puede
complicarse cuando los conceptos son más ambiguos. La nocturnidad como agravante, para
traer un ejemplo del derecho penal, puede ser más o menos difícil pero nunca discrecional:
o es de noche o es de día.
Que el concepto sea indeterminado no quiere decir que su apreciación sea discrecional, su
apreciación es reglada. El ejemplo más clásico es el justiprecio de la expropiación,
determinar el valor del inmueble expropiado el avalúo del bien expropiado es reglado pero
es un concepto jurídico indeterminado, determinarlo no es discrecional de la
Administración. Al ser el concepto indeterminado, entonces justo y justo precio lo
determina el juez, si es de noche lo determina el juez, entonces el concepto jurídico
indeterminado es materia no solo del Derecho público sino del Derecho en general, “Buen
padre de familia” a los efectos de determinar la responsabilidad, “buena fe” es un concepto
jurídico indeterminado, es decir, que corresponde al juez determinar su alcance, su
contenido.
La técnica de los conceptos jurídicos indeterminados es útil para distinguir la regla de la
discreción. Porque cuando hay conceptos jurídicos indeterminados no hay discrecionalidad,
la potestad reglada es aunque sea más difícil de determinar. Hay, según la doctrina
alemana, tres zonas de certeza en todo concepto jurídico indeterminado: una zona de
certeza positiva, una zona de certeza negativa y una zona de certeza gris, que es donde se
mueve el juez. Un inmueble, por ejemplo, cuesta alrededor de un millón de bolívares, no

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puede costar más de un millón quinientos mil bolívares, ni puede costar menos de
novecientos mil bolívares, el juez se mueve en el lado de certeza positiva, hay un más que
excede y un menos y el torneo en los tribunales es determinar donde es ese lado de certeza,
donde el juez debe decidir.
Dejando claro lo que es la técnica de los conceptos jurídicos indeterminado, que permite
encontrar un caso de potestad reglada aunque contenga tales conceptos, podemos entrar a
analizar lo que es la potestad discrecional en sí misma.
La Potestad Discrecional, de acuerdo con la doctrina, se mueve sobre la base de indicios
que la ley da, sabiendo como hemos dicho, que toda potestad discrecional tiene al menos
cuatro elementos reglados: la competencia, que la potestad existe, que tenga un objeto y el
fin.
En otras palabras, la exigencia de que toda potestad, por discrecional que se la considere,
deba tener al menos estos cuatro elementos reglados (esisencia, competencia, objeto, y fin),
es una exigencia para la ley que otorga la potestad. Esta, en consecuencia, tendrá un
contenido mínimo, la determinación de estos cuatro elementos. Con qué detalle y precisión
será el problema básico a enfrentar cuando se juzgue una ley bajo este criterio.
Al respecto, puede comenzarse el análisis con el caso extremo de que la ley que otorgue la
postestad no establezca el objeto de la potestad, es decir, no describa las conductas que
puede asumir la Administración en ejercicio de la atribución que la ley le confiere, sino que
se limite a establecer someramente el fin que la Administración debe pretender con ese
ejercicio y el órgano competente. Es el caso de lo que la doctrina llama las cláusulas
generales de apoderamiento (GARCIA DE E). Al respecto, una sentencia de la SC se refirió
expresamente al asunto SC CNV 216414 09 2004
Cuando una potestad es discrecional, la aA fin de lograr este cometido, la Ley de Mercado
de Capitales hace de la oferta pública de valores el eje alrededor del cual giran todas las
categorías reguladas. Así, constituyen objeto de su regulación el régimen de los sujetos
emisores de títulos valores, los títulos valores en sí mismos, los mecanismos de emisión,
distribución, colocación, suscripción, información y aspectos relativos a la administración
de las sociedades que hacen oferta pública de sus acciones, obligaciones y otros títulos
valores. Además, consagra una serie de mecanismos de protección de los inversionistas,
tales como: el régimen de información, el régimen contable y la publicidad del Registro
Nacional de Valores, dirigidos a asegurar la transparencia del mercado. De esta manera, la
finalidad de la Ley de Mercado de Capitales es la protección del ahorro público a través del
control de los procesos de oferta pública de títulos valores, de la colocación de los
instrumentos en el mercado y del funcionamiento de las instituciones propias de éste.

79
Ahora bien, con respecto a la presunta inconstitucionalidad del artículo 9.15 de la
Ley de Mercado de Capitales, por infringir la reserva de ley de la regulación del mercado
de capitales establecida en el artículo 156.11, en concordancia con el artículo 187.1 de la
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, la Sala observa que el mencionado
precepto legal establece lo siguiente:
 
“Artículo 9. El Directorio de la Comisión Nacional de Valores tendrá las
siguientes atribuciones y deberes:
 
Omissis...
 
15.- Adoptar las medidas necesarias para resguardar los intereses de quienes
hayan efectuado inversiones en valores sujetos a esta ley”.
 

La norma transcrita confiere al Directorio de la Comisión Nacional de Valores


potestad discrecional para adoptar las providencias que dicho organismo considere
imprescindibles al objeto de proteger los intereses de los inversionistas, la cual, no es más
que la concreción de la imposibilidad del legislador para determinar de antemano un
catálogo de casos en sus mínimas variantes circunstanciales y las diversas posibilidades de
actuación administrativa.
 
Por ello, la norma bajo examen prevé que, ante cualquier circunstancia que afecte
negativamente los intereses de un grupo indeterminado o indeterminable de inversionistas,
la Comisión Nacional de Valores se encuentra habilitada para actuar con el propósito de
asegurar el cumplimiento de los fines de la Ley, sin fijar previamente la conducta de la
Administración ni el contenido de las providencias que pueda dictar al efecto, por lo que
deja al mencionado órgano administrativo un amplio margen de apreciación para decidir el
momento, la conveniencia, oportunidad, forma y contenido del acto derivado de la
aplicación de dicha norma.
 
No obstante, el ejercicio de tal potestad discrecional se encuentra condicionada por
la finalidad y por la racionalidad y razonabilidad establecida en la propia norma, en virtud

80
de que tal potestad es conferida para tutelar la finalidad pública relativa a la protección de
los intereses de los inversionistas y, siempre, con estricto apego a las vías procedimentales
previstas en el ordenamiento jurídico.
 
Por las razones expuestas, esta Sala Constitucional considera que el numeral 15 del
artículo 9 de la Ley de Mercado de Capitales no otorga a la Comisión Nacional de Valores
potestad normativa alguna que pueda constituir el supuesto de infracción constitucional
denunciado por el accionante y, en consecuencia, no infringe la reserva de ley de la
regulación del mercado de capitales establecida en el artículo 156.11, en concordancia con
el artículo 187.1 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Así se
decide.
dministración podrá otorgar la autorización para ser depositaria judicial, esa potestad es
discrecional. Ya hemos visto que cualquier solución que tome la Administración es una
solución justa, por lo tanto no podrá ser controlada por el juez. Sin embargo, repetimos, que
como toda potestad tiene siempre elementos reglados, una potestad que en ese sentido de
que su resolución es definitiva, su ejercicio definitivo va a ser potestad administrativa
siempre se podrá controlar por los elementos reglados. Solo la ley puede controlar
potestades discrecionales, no se puede controlar potestades discrecionales por la
Administración misma, eso sería atentar contra el estado de derecho.
Hay un elemento que García de Enterría lo considera aparte y es que el control de los
hechos determinantes del ejercicio de la potestad, ejemplo del cual es la sentencia de
Depositaria Judicial.
En la sentencia de Depositaria Judicial la Administración niega la autorización sobre la
base de que la demandante no había cumplido con determinados requisitos, que eran
necesarios para otorgar la autorización. Obviamente, siendo una potestad discrecional, esos
requisitos son necesarios pero no suficientes. La Corte con el caso de los seguros que debe
tener la depositaria para poder serlo, le niega la autorización porque no tenía los seguros, la
depositaria prueba que sí tenía los seguros y por eso es anulado el acto para que la
Administración vuelva a decidir, es decir, un hecho determinante. Uno de los requisitos
principales para ser depositaria judicial no fue reflejado por la Administración, la
administración mintió y por eso fue anulado, entonces, aunque la potestad sea discrecional
la Administración no puede mentir, tiene que probar y luego actuar en consecuencia. Pero
si se niega la autorización de depositaria judicial sobre la base de que no existen seguros, y
sí los hay, el acto sería nulo de acuerdo al principio de falso supuesto.
Una de las grandes consecuencias de los requisitos de motivación de los actos
administrativos era que solo debían ser motivados los actos reglados, porque en los actos

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discrecionales bastaba solo la libertad de administración para dictarlos, se dice ahora que
todos los actos tienen que ser motivados, también en los discrecionales, porque la
motivación es la que permite que no haya arbitrariedad.
Pero así como la discrecionalidad debe controlarse, también deben salvaguardarse las
legítimas áreas del ejercicio de los poderes de la Administración.
El gobierno siempre es el ejercicio de la discreción porque en el ejercicio de la regla no es
una alternativa, sólo hay una posibilidad. Si la discreción se elimina entonces se elimina el
gobierno, y de ser así, la discreción estaría en manos de los jueces.
Normalmente se entiende que el principio de separación de poderes es principalmente una
salvaguarda de la autonomía judicial, y sobre esa base se ha expresado la mayoría de la
literatura. Sin embargo, es necesario recordar también que el principio, consagrado en el
artículo 118 de la Constitución venezolana, funciona en ambos sentidos. Existen no sólo
zonas exclusivas de la competencia de los tribunales, sino también ámbitos donde la
Administración posee potestades propias cuyo ejercicio le corresponde sin interferencias.
No sólo existe una autonomía judicial, sino también una autonomía administrativa, como
corolario de la separación de poderes.
Nótese que la propia Constitución otorga potestades directamente a la Administración. En
otras palabras, que existe un ámbito constitucionalmente asignado al Ejecutivo que es
corolario de la separación de poderes, y que excede a la mera discrecionalidad
administrativa, otorgada por la ley. El ejemplo clásico en Venezuela han sido las potestades
financieras de este Poder Público a la hora de elaborar y ejecutar el presupuesto, donde la
propia Constitución establece límites tanto al Legislativo como al Judicial, como ha dicho
la Corte.
La separación de poderes en Venezuela, pues, es originalmente, desde la Constitución de
1811, más cercana a la establecida en los Estados Unidos que la que se ha ido hilvanando
en Europa desde su tardío constitucionalismo del siglo XIX. El juez no puede sustituir a la
Administración en todos los casos, no solo cuando la ley le otorga discrecionalidad a ésta,
sino mucho más en el ejercicio de potestades directamente consagradas en la Constitución.
Allí la amplitud de los poderes ejercidos es aún mayor que cuando la ley le permite recurrir
a su apreciación subjetiva. Así, existe también una verdadera autonomía ejecutiva frente al
juez, en los términos de la Constitución, y ello impide que sus actos sean controlados
totalmente por el Poder Judicial.
Esta autonomía del Ejecutivo también existe, aunque en menor grado, en el ejercicio de
potestades discrecionales. Allí es la ley la que permite a la Administración actuar
libremente, y ese caballo de Troya dentro del Estado de Derecho puede ser controlado por
las técnicas cada vez más en boga entre nosotros y en el Derecho comparado.
En efecto, el artículo 118 de la Constitución de 1961 establece:

82
“Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a
los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado”.
La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de Venezuela ha sido pacífica en
entender que esta norma consagra la tradicional separación de poderes, en el sentido de que
cada uno tiene funciones exclusivas. Refiriéndose al caso de los Estados:

“La Constitución de la República, al señalar las atribuciones básicas de los Poderes


Legislativo y Ejecutivo de los Estados, ha querido mantener la separación propia y
tradicional en las privativas funciones de cada uno a fin de evitar interferencias que impidan
su libre desenvolvimiento en las correspondientes esferas que actúan”.
Esa autonomía puede entenderse de dos maneras. En primer lugar, la Constitución reserva
al Poder Ejecutivo, como cabeza de la Administración, el ejercicio de una serie de
potestades. Es el caso de la administración de la Hacienda Pública (art. 190, ord. 12°), el
manejo de las relaciones internacionales (art. 190, ord. 5°), la autoridad sobre las Fuerzas
Armadas (art. 190, ord. 3°). Aunque la ley pueda establecer normas en estas materias, su
gobierno corresponde a la Administración. De allí que pueda decirse que existen una serie
de potestades que corresponden constitucionalmente a la Administración, y que en su
ejercicio la injerencia de otro poder está limitada.
El ordenamiento ofrece también la posibilidad de que una materia concreta sea objeto del
ejercicio conjunto de poderes del Legislativo y del Ejecutivo, mediante el conocido sistema
de legislar otorgando potestades a la Administración para que actúe sobre la materia de que
se trate. Esas potestades, a los efectos que nos interesa, pueden ser regladas o
discrecionales, como se vió. En el primer caso, la decisión de la Administración viene
predeterminada por la ley, y por ello es posible a los tribunales sustituirla a la hora de
revisar su actuación. En cambio, en el segundo caso, el de potestades discrecionales, la ley
permite a la Administración ejercer una apreciación subjetiva de las circunstancias y actuar
libremente dentro de los parámetros legales. En este caso, tampoco es dable a los tribunales
sustituir la actividad de la Administración en lo que tiene de discrecional, dado que la
materia ha sido regulada de ese modo por el binomio Poder Legislativo-Poder Judicial.
Como ya vimos, la doctrina de la Corte Suprema de Justicia de Venezuela ha evolucionado
con respecto a la discrecionalidad, desde una concepción hermética al control judicial a una
mayor apertura del control sobre los elementos reglados. Al respecto, la otrora sentencia
líder Depositaria judicial (2-11-82)

“Debemos decir no que los actos son reglados o discrecionales, sino que en todos los actos,
por reglados que sean, existe un poder discrecional mayor o menor, y que en todos los
discrecionales, por libres que los supongamos, se ejercita una actividad más o menos
reglada”.
Esta posición que ve en todo acto administrativo elementos discrecionales, fue corregida en
un asunto posterior (caso RCTV, 1-8-91)

83
“Debe, sin embargo, hacerse ahora una precisión: la discrecionalidad puede entenderse de
dos maneras distintas, y de hecho, en su jurisprudencia, así lo ha interpretado esta Corte:
unas veces como pluralidad de soluciones justas entre las que puede, a su arbitrio, elegir la
Administración (sentencia S.P-A del 05.05.83, caso: ‘C.A. RADIO CARACAS
TELEVISION’ programa: ‘Hola Juventud’); y otras como ausencia de previsión directa de
la única solución justa, por la ley. En este sentido la entendió la Sala, por ejemplo, en el
fallo recientemente citado (del 11.12.90) y en la sentencia del 02.11.82 (caso: ‘Depositaria
Judicial’), al señalar que todo acto administrativo tiene aspectos tanto reglados como
discrecionales, siendo por tanto controlable por el juez. En realidad, existen situaciones en
las que no hay más que una solución justa y, en consecuencia, no se da la discrecionalidad
en el primer sentido, el más propio, pero sí en el último; tal es el caso, precisamente, de los
supuestos de hecho subsumibles en los conceptos jurídicos indeterminados”.

La separación de poderes, pues, exige al menos dos formas de actuación autónoma de la


Administración. En primer lugar el ejercicio de aquellas potestades directamente previstas
por la Constitución en cabeza de la Administración y, después, aquellas potestades
discrecionales que el legislador le otorgue al regular una materia determinada. La
sustitución por parte de los tribunales de su decisión en estos dos casos representaría una
invasión inconstitucional de las potestades de la Administración por violatoria de la
separación de poderes.
2. La mejor posición de la Administración
La estructuración constitucional del Poder Ejecutivo se articula sobre la base de un órgano
–con su cortejo de personas públicas- dotado de todas las prerrogativas y potestades
necesarias para administrar y gobernar. Entre ellas, se trata de un aparato que es capaz de
reunir toda la información necesaria para decidir los asuntos que le estén encomendados. La
enorme cantidad de data que reposa en los archivos de cualquier Administración moderna
es una de las principales garantías de la mayor posibilidad que tiene ésta de tomar la
decisión adecuada en cada caso.
No es superfluo anotar aquí que entre los órganos que normalmente se encuadran dentro de
una Administración están los entes encargados de la estadística y de la recopilación de esta
información, y que la ofrece al resto del aparato administrativo. Esos órganos no están en el
Poder Judicial, ni existe ninguna previsión mediante la cual los tribunales accedan
regularmente a los datos que produce y procesa la Administración Pública.
La procedimentalización de la Administración, fenómeno normal en las administraciones
modernas, es otra garantía de que este compuesto es el más indicado para decidir los
asuntos que le competen. Esos procedimientos no sólo aseguran que la información se
almacene ordenadamente, sino lo que es más importante, que los particulares interesados en
esos procedimientos tendrán acceso tanto a la información producto del órgano público de
que se trate como la posibilidad de exponer y probar sus datos. Las leyes de procedimiento

84
administrativo y la jurisprudencia que las interpreta son muy exigentes en estos extremos, y
salvaguardan la capacidad de la Administración de decidir adecuadamente.
Esta mejor posición de la Administración es otra de las razones que exigen que los jueces
sean cuidadosos a la hora de tomar decisiones por la Administración. No cuentan los
tribunales con la información que sí es del acceso de los entes públicos, y deciden los casos
únicamente con la que se encuentra en autos. Esta es una de las razones de la deferencia
que conoce el derecho administrativo norteamericano, mediante la cual los tribunales dan
por buenas las decisiones administrativas, en vista de la más adecuada posición de la
Administración en los casos bajo su dominio. (Sent. de la Corte Suprema de Justicia de los
EEUU, caso Chevron (467 US, 104 S.Ct); (SCHWARTZ, 1991: 642).
El control judicial de la Administración, por pleno que sea, no puede olvidar tanto la más
adecuada visión de los asuntos que tiene ésta, como la realidad de que el interés general en
su plenitud sólo es de su dominio, y que le está constitucionalmente encargado.
Por lo tanto, la posición de la Administración dentro del Poder Público es una razón más
para que sea ésta la que decida cómo satisfacer los derechos “prestacionales” cuando no
medie otro título que el texto constitucional.

3. El régimen presupuestario
El manejo de la Hacienda Pública corresponde de acuerdo con el texto fundamental al
Legislativo, que aprueba la Ley de Presupuesto anual, y al Ejecutivo, que lo pone en
práctica. La razón última de esta centenaria práctica republicana, además de la mejor
posición de la Administración para gobernar y por ende para gastar, está en el origen
democrático de este binomio, del que carece el Poder Judicial. Sólo las autoridades
políticas –y los tribunales no lo son, por definición- pueden conformar y ejecutar el
presupuesto. Concebir el control judicial de la discrecionalidad como habilitaciones a los
tribunales para sustituir a la Administración supondría en muchos casos crear créditos
fiscales, romper ese principio fundamental.
También la Corte Suprema de Venezuela se ha expedido sobre el principio de separación de
poderes como clave del régimen presupuestario:

“Es al parlamento a quien corresponde votar la Ley de Presupuesto, la cual anualmente


determina los recursos y las cargas del Estado, y si bien no puede decirse que tengan un
procedimiento distinto para la formación como ley, los poderes públicos Ejecutivo y
Legislativo tienen constitucional y legalmente competencia que regulan su participación en
lo relativo a la materia presupuestaria. Es decir, que ambos poderes deben ejercer sus
facultades dentro de un respeto mutuo de independencia de competencias, con fundamento
en el principio de la separación de poderes.

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El valor constitucional del principio de la separación de poderes, consagrado en la
Constitución en el artículo 118 se fundamenta en las funciones que son propias al legislador
y al ejecutivo, sin necesidad de que necesariamente haya de hacerse explícita referencia al
principio de la separación, pero en aplicación del mismo (artículo 119), toda autoridad
usurpada es ineficaz y sus actos nulos.” (Sent. de la Corte Suprema de Justicia en Sala
Político Administrativa de 16-12-91).

El origen democrático del Legislativo y del Ejecutivo es el que les permite crear cargas, al
primero, y ejecutarlas, al segundo. Esas cargas, al final, son fundamentalmente económicas,
y de allí las disposiciones, normales en cualquier democracia, que sea al juego conjunto de
ambos poderes que se deje la confección y administración de la Hacienda Pública.
Considerar que los derechos “prestacionales” permiten a un tercero confeccionar y ejecutar
el presupuesto, esto es, a los tribunales, viola este principio constitucional elemental.

2. Actos de efectos generales y actos de efectos particulares


Litros de tinta se han gastado en Venezuela para diferenciar éstas categorías, que se
resuelven en la cuestión, clara en su generalidad y a veces dificilísima de concretar ante un
acto concreto, de qué es una norma y qué es su ejecución particular, la diferencia entre lo
general y lo particular, que los filósofos llevan tres mil años indagando.
La cuestión no es bizantina, pues tiene importantes consecuencias procesales. En la
derogada Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia se preveían dos procedimientos
distintos según el acto cuya nulidad se pidiese fuese de efectos generales o de efectos
particulares, y la acción contra aquéllos no caducaba nunca, la de éstos a los seis meses.
La vigente Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia pretendió establecer un proceso
unificado de nulidad de actos estatales (art. 21, 9) pero su análisis demuestra que las cosas
siguen más o menos igual. En efecto, las diferencias procesales según la nulidad sea de un
acto de efectos generales o de efectos particulares siguen siendo:
1. La caducidad de la acción se mantiene en seis meses para los actos de efectos
particulares, y no existe para los de efectos generales (art. 21, 21).
2. Se exige “interés personal, legítimo y directo” para impugnar actos de efectos
particulares; simple “afectación en derechos o intereses”, sin calificarlos, para la
impugnación de actos de efectos generales (art. 21, 9)
Entonces sigue siendo útil tratar de distinguir entre unos y otros actos. Sin pretender
sustituir décadas de análisis, el estándar fundamental para distinguir los actos de efectos
generales de los de efectos individuales es que aquellos son normativos, y éstos no
(BREWER, 2004). Y sí así el problema parece que sólo se pospone, sin embargo la
categoría de norma es mucho más operativa porque estás permanecen vigentes hasta que un

86
acto de igual o superior jerarquía les derogue, mientras que los actos de efectos particulares
se agotan con su ejecución.
Hay base constitucional para esta construcción, el artículo 218:
Las leyes se derogan con otras leyes.
Lo que puede predicarse de cualquier norma, sea reglamento, resolución o de cualquier otra
forma, y no sólo de la ley.
Así, la pregunta clave para determinar si nos hallamos frente a un acto de efectos generales
es si su eficacia dura hasta su derogatoria o si ésta se agota con su ejecución. Así, el artículo
19 de la LOPA es eficaz hasta su derogatoria (o reforma), pero un acto administrativo de
nombramiento de un funcionario de carrera se ejecute con la juramentación: no cabe hablar
de la “derogatoria” de un acto administrativo, sólo de su revocatoria, en todo caso.

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CONCLUSIONES
1. Desde el punto de vista procesal, el acto administrativo semeja mucho a una demanda,
sólo que en virtud de la capacidad de la Administración de pasar a los hechos sin control
judicial, tal demanda puede imponerse aún coactivamente contra su destinatario, como si se
tratara de una sentencia ejecutoriable
2. El acto administrativo se ha equiparado también a una sentencia, de hecho toda la
dogmática sobre su estructura y requisitos se ha construido sobre los fallos judiciales,
exigiéndole elementos semejantes a los de esas decisiones, como motivación, congruencia,
sustanciación. Así, el recurso de nulidad sería una suerte de apelación, un recurso también
en el sentido procesal del término, que se intenta contra un acto previo; en todo caso, una
impugnación.
3. Esta tesis es menos acorde con una concepción subjetiva del contencioso, pues las
sentencias son tales por emanar de un juez, órgano imparcial de la justicia y cuyo
procedimiento de actuación garantiza los derechos procesales de las partes. En cambio, los
actos administrativos provienen de un sujeto con intereses propios, la Administración, es
decir, de un sujeto no imparcial.

4. Entender el acto administrativo como una demanda, inmediatamente ejecutable por la


Administración sin recurrir a un juez, contra los particulares, es consecuencia también de la
posición privilegiada que tiene frente a los tribunales y a la justicia, pues puede ejecutar por
sí misma sus actos aún contra la voluntad ajena, cosa que ningún otro sujeto del
ordenamiento puede hacer.

5. Siendo el acto administrativo todo acto jurídico dictado por la Administración y


sometido al Derecho Administrativo, se distingue entonces de la actividad material de la
Administración, de su sistema contractual, de los actos de los administrados y de aquellos
actos de la Administración sometidos a otros Derechos (Laboral, Mercantil, etc.).
6. “Acto administrativo es toda declaración de voluntad, de juicio, de conocimiento o deseo
realizada por la Administración en ejercicio de una potestad administrativa” ( GARCIA DE
ENTERRIA 1999).
7. La naturaleza de los actos de la Administración Laboral, como prototipo de la serie de
actos problemáticos que incluye los registrales e inquilinarios, es administrativa y debe
aplicárseles el Derecho Administrativo aunque los litigios referidos a esos actos
correspondan a los tribunales laborales. Los tribunales laborales exigen a los actos de la
Administración laboral los requisitos de la LOPA y demás leyes administrativas aplicables,
además del respeto al ordenamiento laboral.
8. Mientras la ley determine el tribunal competente para conocer las pretensiones
contencioso-administrativas, es decir, de las contenidas en el artículo 259 de la
Constitución, respetará el contenido de ese artículo, aunque se trate de tribunales de otras

88
jurisdicciones. Así, es perfectamente posible, como hace la LOPCYMAT (Disposición
Transitoria Séptima) atribuir pretensiones contenciosas a tribunales laborales
9. No sólo aquellos actos que puedan imponerse obligatoriamente a los administrados
serían tales actos administrativos; también lo son aquellas meras declaraciones de juicio o
deseo, como es el caso de las opiniones, que normalmente responden a una consulta
10. En principio, las empresas del Estado no pueden dictar actos administrativos. Sólo por
excepción expresamente prevista en la ley son capaces de ejercer potestades públicas y
dictar esos actos, como dice el artículo 106 LOAP.
11. La estructura del acto administrativo presenta como elementos que le dan sustantividad
el presupuesto de hecho, el fin, la causa y los motivos, a fin de garantizar el cumplimiento
de la ley y la efectividad del principio de legalidad
12. El supuesto de hecho es la situación material descrita en la norma atributiva de la
potestad que se ejerce. Son hechos, comprobables mediante la experiencia, y que se
encuentran previstos como el supuesto de hecho de una norma concreta.
13. Siguiendo la dogmática procesal, la determinación del supuesto de hecho supone un
doble ejercicio. En primer lugar, la constatación de los hechos en su facticidad, en el mero
suceder, y luego la calificación de esos hechos a los efectos de su subsunción en el supuesto
de hecho de la norma
14. Es posible que el supuesto de hecho consista en una expresión abstracta o ambigua, que
exija determinadas operaciones para su concreción y claridad, conceptos jurídicos
indeterminados, abstractos en la norma, pero que pueden concretarse perfectamente, se da
o no se da el concepto en la realidad

15. Si el término “interés general” fuera un concepto jurídico indeterminado, el juez podría
controlar su determinación, con lo cual se apoderaría de potestades propias de los
componentes políticos del Poder Público. El Poder Judicial carece de la información
necesaria para determinar ese interés y, sobre todo, no posee la legitimación popular
esencial para que esa determinación sea democrática

16. El fin de los actos administrativos es el objetivo a perseguir en el desenvolvimiento de


la potestad que se resuelve en el acto administrativo de que se trate. Cada norma tiene una
causa final a la que apunta. De allí que el fin de la norma debe ser servido por el acto
administrativo en todo caso, sin que quepa apartarse de él aun apuntando a otro fin público.
17. El elemento “causa” de los actos administrativos no existe y es inútil, pues todos sus
efectos prácticos, inclusive la desviación de poder, se explica en realidad en base al fin de
la potestad de la que dimanan los actos. Este fin, a su vez, es completamente distinto de la
causa final del Derecho Privado, pues no reside en voluntades ajenas sino en la adecuación
del acto a ese fin normativo

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18. Los motivos deben expresar la realidad en la práctica del supuesto de hecho normativo
y que desencadena el ejercicio de la potestad, revelan el servicio al fin propio de la
potestad, cuya efectividad es la causa del acto en que se resuelve ese ejercicio.

19. Lo que hace distinto, lo específico del acto administrativo y que hace necesaria una
teoría sobre su esencia y sobre su existencia –pues es una de las cosas más contingentes del
mundo jurídico: podría no existir- es su ejecutoriedad.

20. Que los actos administrativos sean ejecutivos no los distingue de otros actos jurídicos,
incluso emanados de particulares. Pero que tales actos puedan ser ejecutados de hecho por
su propio autor, una Administración Pública y que ese autor no sea un tribunal, es lo que
hace tales a los actos administrativos, es lo específico de su naturaleza.

21. Debe negarse la posibilidad de pasar a los hechos sin un acto previo. Esta tesis, de
antigua data en el Derecho francés, es el clásico preléable, la necesidad de dar fundamento
formal a la coacción administrativa.

22. Toda coacción administrativa debe venir de una Administración y toda coacción
administrativa sólo puede ejercerse luego y de acuerdo con un acto administrativo

23. El artículo 332 es la base constitucional a la ejecutoriedad al establecer que la policía


“apoya las decisiones de las autoridades competentes”, es decir, que es posible Ejecutivo, a
través de la policía, ejecute sus propias decisiones. En otras palabras, que sus actos son
ejecutorios

24. La única flexibilidad que la Constitución da al legislador se refiere al número y a la


intensidad de limitaciones que puede imponer al principio de ejecutoriedad: puede limitar la
ejecutoriedad, pero no extinguirla

25. La ejecutoriedad tiene como excepción la atribución a los tribunales la ejecuciónde los
actos administrativos que ordenan el pago de dinero a la Administración

26. La presunción de legalidad es inútil, pues basta con afirmar esa ejecutividad para que se
pudiera pasar a los hechos. Así, ninguno de los demás títulos ejecutivos que presenta el
Derecho común (títulos cautelares, sentencias definitivamente firmes, etc.) se consideran
así porque se presuman legítimos.

27. La presunción de legalidad es peligrosa porque la posición jurídica de la


Administración requiere, por definición, que pueda pasar el terreno de los hechos sin

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control del juez, pero en modo alguno exige una presunción de legalidad que hubiera que
enervar en sede judicial.
28. Los efectos jurídicos y materiales que deriven de un acto administrativo tienen lugar
desde su emisión. Desde ese momento se contarán los plazos que impliquen esa eficacia y
tendrán lugar los eventos que ese acto signifique. La eficacia inmediata puede demorarse en
virtud de que se requiere notificar o publicar el acto de que se trate, como se verá.

29. El criterio clave para entender el sistema de notificaciones que plantea la LOPA es
entender que la notificación es otro acto, distinto del que se notifica.

30. La teoría de las nulidades del acto administrativo consagra el principio exactamente
contrario al del Derecho Civil: las nulidades absolutas son una excepción y sus supuestos
son tasados y listados en la ley.

31. La nulidad relativa es la regla (art. 20 LOPA), la nulidad absoluta la excepción: sus
supuestos están tasados en el artículo 19 de esa ley.
32. URDANETA TROCONIS ha establecido que en Venezuela entre la nulidad absoluta
y la anulabilidad existen nada más tres diferencias. En la vía administrativa, sólo son
convalidables los actos administrativos viciados de anulabilidad, no los de nulidad absoluta;
sólo pueden revocarse en vía administrativa los actos favorables si están viciados de
nulidad absoluta. En la vía judicial, la única diferencia estriba en que el juez puede declarar
de oficio de nulidad del acto por vicios no denunciados por el recurrente solamente sí se
trata de vicios de nulidad absoluta
33. Que la ley establezca agotadoramente todos los elementos de la potestad da lugar a la
potestad reglada, si deja alguno a la estimación subjetiva de la Administración, se trata de
lo discrecional de la potestad.
34. Frente a una potestad reglada existe un derecho subjetivo y por lo tanto es
perfectamente posible que un tribunal se sustituya a la Administración en su ejercicio
35. La apreciación de los hechos que toda potestad lleva consigo nunca es discrecional
36. La separación de poderes exige al menos dos formas de actuación autónoma de la
Administración. En primer lugar el ejercicio de aquellas potestades directamente previstas
por la Constitución en cabeza de la Administración y, después, aquellas potestades
discrecionales que el legislador le otorgue al regular una materia determinada. La
sustitución por parte de los tribunales de su decisión en estos dos casos representaría una
invasión inconstitucional de las potestades de la Administración.
37. El estándar fundamental para distinguir los actos de efectos generales de los de efectos
individuales es que aquéllos son normativos, y éstos no.

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