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La historia de los delfines

Dice la historia que un día, unos extranjeros invasores llegaron a la costa donde
habitaba la tribu de los onas, en Tierra de Fuego. Estos hombres, llevados por la
avaricia, destruyeron y saquearon todo cuanto había a su paso.

Lamentablemente también hicieron prisioneros a todos los inocentes que se cruzaron


en su camino. Entre ellos se encontraba la familia de los Ksamink, cuyos miembros
eran muy unidos y se querían sinceramente entre sí. A todos los subieron a un barco y
los encerraron bajo la cubierta, mientras los conquistadores emprendían el viaje de
regreso a casa.

No obstante, cuando toda la tripulación dormía, los Ksamink se asomaron por una de
las aberturas del barco y con ayuda de la luz de la luna, se dieron cuenta de que el
navío se había detenido en una isla, con grandes salientes rocosas en el borde.

Se las arreglaron para salir muy sigilosamente del cadalso al que los habían arrojado y
decidieron que intentarían escapar.

—Vamos a saltar de la cubierta del barco y regresaremos nadando a nuestro hogar —


dijo el padre.

Y así, uno por uno fueron saltando al agua, excepto Kimanta, el hijo menor, quien se
quedó de pie en donde estaba.

—¿Por qué no saltas? —le preguntó su madre— ¡Rápido! Antes de que despierten.

—Es que no sé nadar —admitió el muchacho con vergüenza.

Sus cuñados volvieron a subir y trataron de convencerlo de que saltara con ellos.

—No te preocupes, nosotros te sostendremos y te ayudaremos hasta que lleguemos a


tierra firme.

Pero Kimanta tenía demasiado miedo y el sol ya amenazaba con salir. Sin más
remedio, sus cuñados lo arrojaron al mar donde se hundió sin remedio y luego fueron
tras él.

Toda su familia se zambulló hasta encontrarlo y llevarlo de nuevo a la superficie,


donde aspiró una larga bocanada de aire fresco.

Entre todos volvieron a nadar de vuelta a Tierra de Fuego, sujetando al pobre


Kimanta, quien poco a poco perdió el temor de estar en el agua. Sentía como su
cuerpo flotaba en mitad del océano y empezaba a gustarle esa sensación.

—Suéltenme —le pidió a sus familiares—, creo que he aprendido como hacerlo.
Así fue como Kimanta aprendió a nadar.

Él y su familia pasaron tanto tiempo nadando para regresar a casa, que sus cuerpos
se transformaron. Sus piernas y brazos se convirtieron en largas y ágiles aletas, sus
rostros se alargaron y en sus espaldas surgió otra amplia aleta dorsal. Todo esto les
permitió nadar de manera más veloz, además de pasar más tiempo bajo la superficie.
Ahora eran delfines y se sentían completamente compenetrados con el agua.

A pesar de que lograron alcanzar Tierra de Fuego nuevamente, nunca más quisieron
salir del océano y es ahí donde siguen residiendo hasta hoy en día.

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