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Dice la historia que un día, unos extranjeros invasores llegaron a la costa donde
habitaba la tribu de los onas, en Tierra de Fuego. Estos hombres, llevados por la
avaricia, destruyeron y saquearon todo cuanto había a su paso.
No obstante, cuando toda la tripulación dormía, los Ksamink se asomaron por una de
las aberturas del barco y con ayuda de la luz de la luna, se dieron cuenta de que el
navío se había detenido en una isla, con grandes salientes rocosas en el borde.
Se las arreglaron para salir muy sigilosamente del cadalso al que los habían arrojado y
decidieron que intentarían escapar.
Y así, uno por uno fueron saltando al agua, excepto Kimanta, el hijo menor, quien se
quedó de pie en donde estaba.
—¿Por qué no saltas? —le preguntó su madre— ¡Rápido! Antes de que despierten.
Sus cuñados volvieron a subir y trataron de convencerlo de que saltara con ellos.
Pero Kimanta tenía demasiado miedo y el sol ya amenazaba con salir. Sin más
remedio, sus cuñados lo arrojaron al mar donde se hundió sin remedio y luego fueron
tras él.
—Suéltenme —le pidió a sus familiares—, creo que he aprendido como hacerlo.
Así fue como Kimanta aprendió a nadar.
Él y su familia pasaron tanto tiempo nadando para regresar a casa, que sus cuerpos
se transformaron. Sus piernas y brazos se convirtieron en largas y ágiles aletas, sus
rostros se alargaron y en sus espaldas surgió otra amplia aleta dorsal. Todo esto les
permitió nadar de manera más veloz, además de pasar más tiempo bajo la superficie.
Ahora eran delfines y se sentían completamente compenetrados con el agua.
A pesar de que lograron alcanzar Tierra de Fuego nuevamente, nunca más quisieron
salir del océano y es ahí donde siguen residiendo hasta hoy en día.