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Galaxy ‘Alex’ Stern es la estudiante menos querida de la clase de primer año de

Yale. Criada en el interior de Los Ángeles por una madre hippie, Alex abandonó la
escuela temprano y se metió en un mundo sombrío de novios traficantes de drogas,
empleos sin futuro y cosas mucho, mucho peores. De hecho, a los 20 años, es la única
superviviente de un horrible homicidio múltiple sin resolver. Algunos podrían decir que
ha malgastado su vida. Pero en su cama del hospital, a Alex se le ofrece una segunda
oportunidad: asistir a una de las universidades más prestigiosas del mundo en un viaje
completo. ¿Cuál es la trampa, y por qué ella? Aun buscando respuestas para esto, Alex
llega a New Haven a cargo de sus misteriosos benefactores para monitorear las
actividades de las sociedades secretas de Yale. Sus ocho ‘tumbas’ sin ventanas son los
lugares conocidos de los ricos y poderosos, desde políticos de alto rango hasta los más
grandes jugadores de Wall Street. Pero sus actividades ocultas son más siniestras y más
extraordinarias de lo que cualquier imaginación paranoica podría concebir. Ellos
manipulan la magia prohibida. Ellos resucitan a los muertos. Y, a veces, se aprovechan
de los vivos.
Las sociedades de la universidad de Yale y su prestigioso alumnado son muy
reales, pero los personajes y eventos descritos en estas páginas son todo producto de la
imaginación de la autora, y hasta donde sé, nadie nunca ha utilizado la magia para
arreglar una elección.
Ay una moza y una moza que nonse espanta de la muerte

porque tiene padre y madre y sus doge hermanos cazados.

Caza de tre tabacades y un cortijo enladriado.

En medio de aquel cortijo havia un mansanale

que da mansanas de amores en vierno y en verano.

Adientro de aquel cortijo siete grutas hay fraguada.

En cada gruta y gruta ay echado cadenado….

El huerco que fue ligero se entró por el cadenado.

—La Moza y El Huerco

Hay una chica, una chica que no teme a la muerte

Porque tiene a su padre y su madre y sus doce hermanos cazadores,

Un hogar de tres pisos y una granja con granero,

En medio de la granja, un manzano que da manzanas de amor en el invierno y verano

En la granja hay siete grutas,

Cada gruta está asegurada…

La muerte es ligera y se deslizó por la cerradura.

La muerte y la chica, balada Sefardí.


.
Traducido por Alfacris

Cuando Alex logró sacar la sangre de su abrigo de lana bueno, hacía demasiado
calor para usarlo. La primavera había llegado a regañadientes; las mañanas de color azul
pálido no lo profundizaron, se convirtieron en cambio, en tardes húmedas y sombrías y
la terca helada cubría el camino con sucios y altos merengues. Pero en algún momento
cerca de mediados de marzo, las franjas de césped entre los senderos de piedra del Viejo
Campus comenzaron a explotar libres de nieve, emergiendo húmedos, negros y con
penachos de hierba enmarañada, y Alex se encontró ubicada en el asiento de la ventana
en las habitaciones ocultas del piso superior de York 268, leyendo los Requisitos Sugeridos
para los Candidatos a Lethe.

Oía el tictac del reloj en la repisa de la chimenea, el sonido de la campana cuando


los clientes entraban y salían de la tienda de ropa de abajo. Las habitaciones secretas
encima de la tienda eran conocidas cariñosamente como la Madriguera por los
miembros de Lethe, y el espacio comercial debajo había sido, en distintos momentos,
una zapatería, un proveedor de productos naturales y un mini-mercado Wawa de
veinticuatro horas con su propio mostrador de Taco Bell. Los diarios de Lethe de
aquellos años estaban llenos de quejas por el olor a frijoles refritos y cebollas asadas que
se filtraban por el suelo, hasta 1995, cuando alguien había encantado la Madriguera y la
escalera trasera que conducía al callejón para que olieran siempre a tela. suavizante y
clavo de olor.

Alex había descubierto el folleto de las pautas de la Casa Lethe en algún


momento de las semanas borrosas después del incidente en la Mansión de Orange.
Había revisado su correo electrónico solo una vez desde entonces en el viejo escritorio
de la Madriguera, había visto la larga cadena de mensajes del Decano Sandow y cerrado
la sesión. Había dejado que la batería se agotara en su teléfono, ignorado sus clases,
mirado cómo brotaban hojas en los nudillos de las ramas como una mujer que se probara
anillos. Se había comido toda la comida de las despensas y el congelador: primero los
lujosos quesos y paquetes de salmón ahumado, luego las latas de frijoles y duraznos
empapados en almíbar en cajas marcadas como raciones de emergencia. Cuando se
acabaron, había ordenado una comida para llevar agresivamente, cargándolo todo a la
cuenta aún activa de Darlington. El viaje por las escaleras había sido tan agotador que
había tenido que descansar antes de comer o cenar, y a veces no se había molestado en
comer, simplemente se había quedado dormida en el asiento de la ventana o en el piso
junto. bolsas de plástico y envases envueltos en papel de aluminio. Nadie vino a verla.
No quedaba nadie.

El panfleto estaba impreso de forma económica, encuadernado con grapas, una


imagen en blanco y negro de la Torre Harkness en la portada, «Somos los pastores»,
impreso debajo. Dudaba que los fundadores de la Casa Lethe tuvieran en mente a
Johnny Cash cuando habían elegido su lema, pero cada vez que veía esas palabras
pensaba en la Navidad, en acostarse en el viejo colchón, en Len desnudo a cuatro patas
en Van Nuys, la habitación girando, una lata de salsa de arándanos comida a medias en
el suelo junto a ella, y Johnny Cash que cantaba: «Somos los pastores, caminamos cruzando
las montañas. Dejamos nuestros rebaños cuando la nueva estrella apareció». Pensó en Len
rodando, deslizando su mano debajo de su camisa, murmurando en su oído, —Esos son
unos pastores de mierda.

Las pautas para los candidatos a Casa Lethe se encontraban cerca de la parte
posterior del folleto y se habían actualizado por última vez en 1962.

Alto rendimiento académico con énfasis en historia y química.

Facilidad para los idiomas y conocimientos básicos del latín y el griego.

Buena salud física e higiene. Se recomienda evidencia de un plan regular de


acondicionamiento físico.

Exhibir signos de un carácter estable con una mente hacia la discreción.

Se desaconseja el interés por lo arcano, ya que este es un indicador frecuente de una


disposición "foránea".
No debe demostrar aprensión hacia las realidades del cuerpo humano.

MORS VINCIT OMNIA.

Alex, cuyos conocimientos del latín eran menos que básicos, lo buscó: «La muerte
lo conquista todo». Pero en el margen, alguien había garabateado irrumat sobre vincit, casi
borrando el original con un bolígrafo azul.

Debajo de los requisitos de Lethe, un apéndice decía: Los estándares para los
candidatos se han moderado en dos circunstancias: Lowell Scott (B.A., inglés, 1909) y Sinclair Bell
Braverman (sin título, 1950), con resultados mixtos.

Aquí se había raspado otra nota en el margen, ésta claramente en el garabato tipo
electrocardiograma de Darlington: Alex Stern. Pensó en la sangre que empapaba la
alfombra de la negra yvieja mansión Anderson. Pensó en el decano, el blanco impactante
de su fémur sobresaliendo de su muslo, el hedor de los perros salvajes llenando el aire.

Alex dejó a un lado el recipiente de aluminio del falafel frío de Mamoun y se


limpió las manos en la sudadera de Casa Lethe. Cojeó hasta el baño, abrió la botella de
Zolpidem y se puso una debajo de la lengua. Ahuecó su mano debajo del grifo, observó
el agua vertiéndose sobre sus dedos, escuchó el sombrío sonido de succión de la boca
del desagüe. «Las normas para los candidatos se habían relajado en dos circunstancias. »

Por primera vez en semanas, miró a la chica en el espejo salpicado por el agua y
observó cómo la chica magullada levantaba su camiseta sin mangas, el algodón
manchado de amarillo con pus. La herida en el costado de Alex era una grieta profunda,
con costra negra. La mordida había dejado una curva visible que ella sabía que se curaría
mal, si se curaba. Su mapa había sido cambiado. Su costa alterada. «Mors irrumat omnia».
La muerte nos folla a todos.

Alex tocó con sus dedos la piel roja y caliente que rodeaba las marcas de los
dientes. La herida se estaba infectando. Sintió algún tipo de preocupación, su mente la
empujaba hacia la autoconservación, pero la idea de levantar el teléfono, ir al centro de
salud de pregrado, la secuencia de acciones que cada nueva acción incitaría, fue
abrumadora, y el calor, el sordo latido de su cuerpo prendiéndose fuego se había vuelto
casi amigable. Tal vez tenía fiebre, comenzaba a alucinar.

Observó la elevación de sus costillas, las venas azules como líneas eléctricas
caídas debajo de sus moretones que se desvanecían. Sus labios estaban cubiertos con piel
agrietada. Pensó en su nombre entintado en los márgenes del folleto: la tercera
circunstancia.

—Los resultados fueron decididamente mixtos —dijo, sorprendida por el ronco


traqueteo de su voz. Ella se rio y el desagüe pareció reírse con ella. Tal vez ella ya tenía
fiebre.

En el resplandor fluorescente de las luces del baño, agarró los bordes de la


mordida en su costado y hundió los dedos en ella, apretando la carne alrededor de sus
puntos hasta que el dolor cayó sobre ella como un manto, el apagón se convirtió en una
oleada de bienvenida.

Eso fue en primavera. Pero el problema había comenzado una noche en la


oscuridad del invierno, cuando Tara Hutchins murió y Alex todavía pensaba que podría
salirse con la suya.
Calavera y Huesos, la más antigua de las sociedades enraizadas, la
primera de las ocho Casas del Velo, fundada en 1832. Los Hueseros pueden
presumir de tener más presidentes, editores, capitanes de la industria y
miembros del gabinete que cualquier otra sociedad (para obtener una lista
completa de sus alumnos, por favor, ver el Apéndice C), y tal vez "alardear"
es la palabra correcta. Los Hueseros son conscientes de su influencia y
esperan la deferencia de los delegados de Lethe. Harían bien en recordar
su propio lema: Ricos o pobres, todos son iguales en la muerte. Compórtate
con la discreción y la diplomacia garantizadas por tu oficina y asociación
con Lethe, pero recuerda siempre que nuestro deber no es apuntalar la
vanidad de los mejores y más brillantes de Yale, sino estar entre los vivos
y los muertos.

—de La vida de Lethe: procedimientos y Protocolos de la Novena Casa

Los Hueseros se imaginan a sí mismos titanes entre porquerías, y eso


no es muy malo. ¿Pero quién soy yo para discutir cuando los tragos son
fuertes y las chicas bonitas?

—Diario de los días en Lethe de George Petit

(Colegio Saybrook del 56)


Traducido por Azhreik

Alex se apresuró a cruzar el amplio plano alienígena de la plaza Beinecke, sus


botas resonaban sobre cuadros de concreto desnudo. El gigantesco cubo de la colección
de libros raros parecía flotar por encima del piso inferior. Durante el día sus cristales
resplandecían color ámbar, una colmena dorada bruñida, menos una biblioteca que un
templo. Durante la noche sencillamente lucía como una tumba. Esta parte del campus
no encajaba bien con el resto de Yale… ni piedra Gris ni arcos góticos, ni florecimientos
rebeldes de edificios de ladrillo rojo, que Darlington había explicado que en realidad no
eran coloniales, solo pretendían lucir así. Había explicado las razones por cómo se había
construido Beinecke, cómo debía reflejar y encajar en la esquina de la arquitectura del
campus, pero a ella seguía pareciéndole como una película de ciencia ficción de los
setenta, como si todos los estudiantes deberían estar vistiendo overoles o túnicas
demasiado cortas, bebiendo algo llamado El Extracto, comiendo comida en píldoras.
Incluso la gran escultura de metal que sabía que fue hecha por Alexander Calder le
recordaba a una inmensa lámpara de lava en negativo.

—Es Calder —murmuró entre dientes. Así era como la gente de aquí hablaba
sobre el arte. Nada era hecho por nadie. La escultura es Calder. La pintura es Rothko.
La casa es Neutra.

Y Alex estaba retrasada. Había empezado la noche con buenas intenciones,


determinada a adelantar su ensayo de la Novela británica moderna y marcharse con
bastante tiempo para llegar a la pronosticación. Pero se había quedado dormida en una
de las salas de lectura de la biblioteca Sterling, una copia de Nostromo aferrada flojito en
su mano, con los pies acomodados sobre un ducto de calefacción. A las diez y media se
había despertado con un sobresalto, con baba resbalándole por la mejilla. Su alarmado
—¡Mierda! —había resonado como un disparo en la quietud de la biblioteca, y había
enterrado la cara en su bufanda mientras se colgaba la bolsa sobre el hombro y hacía su
escape.

Ahora cortó a través de Comunes, debajo de la rotunda donde los nombres de los
muertos en la guerra estaban grabados profundamente en el mármol, y figuras de piedra
mantenían vigilia: Paz, Devoción, Memoria y finalmente, Coraje, que llevaba un casco
y un escudo y poco más y siempre había parecido a Alex más como un desnudista que
un doliente. Cargó por los escalones y cruzó la intersección de College y Grove.

El campus tenía una forma de cambiar caras de hora a hora y bloque a bloque
para que Alex siempre se sintiera como si lo estuviera conociendo por primera vez. Esta
noche era un sonámbulo, respirando profundamente. La gente junto a la que pasaba en
su camino a SSS parecía encerrada en un sueño, con ojos suaves, caras vueltas unas a
otras, el vapor elevándose de las tazas de café en sus manos enguantadas. Tenía la
extraña sensación de que estaban soñándola a ella, una chica con un abrigo oscuro que
desaparecería cuando despertaran.

El Salón Sheffield-Sterling-Strathcona también estaba adormilado, los salones


cerrados, los pasillos iluminados con luz ahorradora. Alex tomó los escalones al segundo
piso y escuchó ruidos de uno de los salones de lectura. La Yale Social proyectaba
películas allí cada noche de jueves. Mercy había clavado el horario a la puerta de su
dormitorio, pero Alex no se había molestado en estudiarlo. Sus jueves estaban llenos.

Tripp Helmuth estaba encorvado contra la pared junto a las puertas al salón de
lectura. Reconoció a Alex con un asentimiento de parpados pesados. Incluso a la luz
tenue, podía ver que tenía los ojos inyectados en sangre. Sin duda que había fumado
antes de aparecer esta noche. Tal vez por eso los Hueseros mayores le habían asignado
el deber de guardia. O tal vez había sido voluntario.

—Llegas tarde —dijo él—. Empezaron.

Alex lo ignoró, miró por encima de su hombro para asegurarse que el pasillo
estaba despejado. No le debía una excusa a Tripp Helmuth, y se vería débil ofrecer una.
Presionó el pulgar en un nudo apenas visible de la madera. La pared supuestamente
debía abrirse sin problemas, pero siempre se atoraba. Le dio un fuerte empujón con el
hombro y se abrió con un traqueteo.

—Tranquila, asesina —dijo Tripp.

Alex cerró la puerta detrás de ella y recorrió el estrecho pasaje en la oscuridad.

Desafortunadamente, Tripp tenía razón. La pronosticación ya había comenzado.


Alex entró en el viejo teatro tan silenciosamente como pudo.

La habitación era una cámara sin ventanas, remetida entre el salón de lectura y
un salón que los estudiantes graduados utilizaban para discutir disecciones. Era un
remanente olvidado de la antigua escuela de medicina, que había impartido clase aquí
en SSS antes que se mudara a sus propios edificios. Los encargados de la Fundación que
había fundado Calavera y Huesos habían sellado la entrada de la habitación y
disimulado con nuevos paneles de madera en algún momento alrededor de 1932. Todos
eran hechos que Alex había recogido de Lethe: Un Legado, cuando probablemente debería
haber estado leyendo Nostromo.

Nadie le dirigió a Alex una mirada. Todos los ojos estaban sobre el Arúspice, su
cara delgada oculta detrás de una máscara quirúrgica, la túnica azul pálido manchada
de sangre. Sus manos enguantadas se movían metódicamente a través de las entrañas
del… ¿paciente? ¿Sujeto? ¿Sacrificio? Alex no estaba segura qué terminó se aplicaba al
hombre sobre la mesa. No “sacrificio”. «Debe vivir» Asegurarse de eso era parte de su
trabajo. Lo llevaría a salvo a través de esta ordalía y de vuelta al ala de hospital de donde
lo habían extraído. «¿Pero qué hay de un año después?» se preguntó «¿Cinco años después?»

Alex echó un vistazo al hombre en la mesa: Michael Reyes. Había leído su


archivo dos semanas antes, cuando fue seleccionado para el ritual. Las tiras de su
estómago estaban recogidas con pinzas de acero y su abdomen lucía como una regordeta
orquídea floreciendo, llena y roja en su centro. «Dime que eso no deja marca.» Pero ella
tenía su propio futuro del cual preocuparse. Reyes se las arreglaría.

Alex apartó los ojos, intentó respirar por la nariz mientras su estómago se revolvía
y la saliva con sabor a cobre le inundaba la boca. Había visto montones de heridas feas,
pero siempre en muertos. Había algo mucho peor sobre una herida viva, un cuerpo
humano vinculado a la vida por nada más que el pitido metálico de un monitor. Tenía
jengibre dulce en su bolsillo para la náusea (uno de los consejos de Darlington), pero no
se animaba a sacarlo y desenvolverlo.

En su lugar, enfocó su mirada en algún lugar a la distancia mientras el Arúspice


llamaba una serie de números y letras: símbolos de inventario y precios de acciones para
compañías que comerciaban públicamente en la Bolsa de Valores de Nueva York. Más
tarde él cambiaría a la NASDAQ, Euronext, y los mercados asiáticos. Alex no se
molestó en intentar descifrarlos. Las órdenes para comprar, vender o retener eran dadas
en holandés impenetrable, el lenguaje del comercio, de la primera Bolsa de Valores del
antiguo Nueva York y el lenguaje oficial de los Hueseros. Cuando Calavera y Huesos se
fundó, demasiados estudiantes sabían Griego y Latín. Sus asuntos habían requerido algo
más oscuro.

—El holandés es difícil de pronunciar —le había dicho Darlington—. Además,


les da a los Hueseros una excusa para visitar Ámsterdam. —Por supuesto, Darlington
sabía latín, griego y holandés. También hablaba francés, mandarín y un portugués
pasable. Alex apenas había empezado Español II. Entre las clases que había tomado en
la escuela y el revoltijo de dichos Romanche de su abuela, había creído que sería una
asignatura fácil. No había contado con cosas como los subjuntivos. Pero bien podía
preguntar si a Gloria le gustaría ir a la discoteca mañana en la noche.

Una explosión de disparos amortiguados resonó por la pared desde la proyección


de al lado. El Arúspice levantó la vista del desastre rosa del intestino delgado de Michael
Reyes, con irritación aparente.

«Scarface», se percató Alex mientras la música aumentaba y un coro de voces


rudas resonaba en unísono. —¿Quieres joderme? Ok. ¿Quieres jugar rudo? —La audiencia
cantaba al tiempo como si fuera Rocky Horror. Debía haber visto Scarface un centenar de
veces. Era una de las favoritas de Len. Él era predecible de esa forma —le encantaba
todo lo duro, como si hubiera recibido un curso de Cómo ser un Gánster. Cuando habían
conocido a Hellie cerca del paseo de Venecia, su cabello dorado como una cortina
abierta para el teatro de sus grandes ojos azules, Alex había pensado instantáneamente
en Michelle Pfeiffer con su camisón de satín. Todo lo que le faltaba eran los flecos. Pero
Alex no deseaba pensar en Hellie esta noche, no con la peste de la sangre en el aire. Len
y Hellie eran su antigua vida. No pertenecían a Yale. Pero bueno, tampoco Alex.

A pesar de sus recuerdos, Alex agradecía cualquier ruido que cubriera los sonidos
húmedos del Arúspice revolviendo entre las entrañas de Michael Reyes. ¿Qué veía allí?
Darlington había dicho que las pronosticaciones no eran diferentes de alguien que leía
el futuro en las cartas de una baraja de tarot o un puñado de huesos de animales. Pero
realmente lucía diferente. Y sonaba más específico. “Extrañas a alguien. Encontrarás
felicidad en el año nuevo”. Esa era la clase de cosas que decían los adivinadores… vagas y
consoladoras.

Alex miró a los Hueseros, con túnicas y encapuchados, amontonados alrededor


del cuerpo en la mesa, el Escriba anotaba las predicciones que serían transmitidas a los
encargados de los fondos de cobertura e inversionistas privados alrededor de todo el
mundo para mantener a los Hueseros y sus alumnos financieramente seguros. Antiguos
presidentes, diplomáticos, al menos un director de la CIA… todos ellos Hueseros. Alex
pensó en Tony Montana, remojándose en su tina caliente, declarando: “¿Sabes lo que es
el capitalismo?” Alex miró al cuerpo postrado de Michael Reyes. «Tony, no tienes ni idea.»

Captó un movimiento repentino desde las gradas que miraban la arena de


operaciones. El teatro tenía dos Grises locales que siempre se sentaban en el mismo
lugar, apenas a unos asientos de distancia: una mujer, una paciente mental a la que le
removieron los ovarios y útero en una histerectomía en 1926, por la que debieron haberle
pagado seis dólares si hubiera sobrevivido al procedimiento; y un varón, estudiante
médico. Se había congelado hasta morir en un tugurio de opio a miles de kilómetros de
distancia, en algún momento alrededor de 1880, pero seguía regresando aquí para
sentarse en su antiguo asiento y observando lo que sea que pasara por vida allí abajo.
Las pronosticaciones solo sucedían en el teatro cuatro veces al año, al comienzo de cada
trimestre fiscal, pero eso parecía suficiente para sus gustos.

Darlington gustaba de decir que lidiar con fantasmas era como montar el
subterráneo. «No hagas contacto visual. No sonrías. No te involucres. De otra forma, no sabrás
qué podría seguirte a casa.» Más fácil decirlo que hacerlo cuando lo único a lo que mirar en
la habitación era a un hombre jugando con los intestinos de otro hombre como si fueran
fichas de mahjong.

Recordaba el shock de Darlington cuando se percató que ella no solo podía ver
fantasmas sin la ayuda de una poción o hechizo sino verlos a color. Él había estado
extrañamente furioso. Ella lo había disfrutado.

—¿Qué clases de color? —había preguntado él, deslizando sus pies fuera de la
mesita ratona, sus pesadas botas negras resonaron en el piso de losetas del salón en Il
Bastone.

—Solo color. Como una Polaroid antigua. ¿Por qué? ¿Tú que ves?

—Lucen Grises —espetó él—. Por eso los llaman Grises.

Ella se había encogido de hombros, sabiendo que su despreocupación solo


pondría más furioso a Darlington. —No es gran cosa.

—No para ti —él había murmurado, y se marchó dando pisotones. Había pasado
el resto del día en la habitación de entrenamiento, ejercitándose hasta sudar,
malhumorado.

Ella se había sentido engreída en el momento, alegre de que no todo le resultara


fácil a él. Pero ahora, moviéndose en círculo alrededor del perímetro del teatro,
revisando las pequeñas marcas de tiza echas en cada punta de la brújula, solo se sentía
muy inquieta y poco preparada. Era así como se había sentido desde que había dado el
primer paso en el campus. No, antes de eso. Desde la vez que el Decano Sandow se
había sentado junto a su cama de hospital, golpeteando las esposas en su muñeca con
sus dedos manchados de nicotina, y dijo: —Te estamos ofreciendo una oportunidad. —
Pero esa era la antigua Alex. La Alex de Hellie y Len. La Alex de Yale nunca había
llevado esposas, nunca se había metido en una pelea, nunca folló a un desconocido en
un baño para encender el interés de su novio. La Alex de Yale luchaba, pero no se
quejaba. Era una buena chica intentando mantener el ritmo.

«Y fallaba.» Debería haber estado aquí temprano para observar cómo hacían las
señales y asegurarse que el círculo era seguro. Los Grises tan antiguos como los que
flotaban en las bancas de las gradas no tendían a causar problemas incluso cuando se
veían atraídos por la sangre, pero las pronosticaciones eran magia grande y su trabajo
era verificar que los Hueseros seguían los procedimientos adecuados, permanecían
cuidadosos. Pero todo era actuación. Había pasado la noche anterior estudiando como
loca, intentando memorizar las señales correctas y las proporciones de tiza, carbón y
hueso. Había hecho tarjetas de ayuda, por amor de Dios, y se forzó a revisarlas entre los
combates de Joseph Conrad.

Alex pensó que las marcas lucían bien, pero conocía las señales de protección
casi igual de bien que sus novelas británicas modernas. Cuando había asistido a la
pronosticación del trimestre de otoño con Darlington, ¿realmente había prestado
atención? No. Había estado ocupada chupando dulce de jengibre, emocionada por la
extrañeza de todo, y orando no humillarlo a él vomitando. Había creído que tenía
montón de tiempo para aprender con Darlington mirando por encima de su hombro.
Pero ambos se habían equivocado al respecto.

—¡Voorhoofd! —gritó el Arúspice, y uno de los Hueseros se lanzó hacia delante.


¿Melinda? ¿Miranda? Alex no podía recordar el nombre de la pelirroja, solo que estaba
en un grupo femenino a capella llamado Capricho & Ritmo. La chica palmeó la frente
del Arúspice con una tela blanca y volvió a mezclarse en el grupo.

Alex intentó no mirar al hombre en la mesa, pero sus ojos se lanzaron a su cara
de todas formas. «Michael Reyes, edad cuarenta y ocho, diagnosticado paranoico
esquizofrénico». ¿Reyes recordaría algo de esto cuando despertara? ¿Cuándo intentara
contarle a alguien solo lo llamarían loco? Alex sabía exactamente cómo era eso. «Podría
ser yo la que estuviera en esa mesa.»

—A los Hueseros les gustan tan locos como sea posible —le había dicho
Darlington—. Creen que hacen mejores predicciones. —Cuando le preguntó por qué,
solo había dicho—. Cuanto más loca la víctima, más cercanos a Dios.

—¿Eso es verdad?

—Solo es a través de misterio y locura que el alma se revela —había citado. Entonces
se encogió de hombros—. Sus balances del banco dicen que sí.
—¿Y estamos bien con esto? —le había preguntado Alex a Darlington—. ¿Con
gente siendo abierta para que Chauncey pueda redecorar su casa de verano?

—Nunca he conocido a un Chauncey —había dicho él—. Aún lo espero. —


Entonces hizo una pausa, parado en la armería, con la cara grave—. Nada va a detener
esto. Demasiada gente poderosa depende de lo que las sociedades pueden hacer. Antes
que Lethe existiera, nadie lo mantenía vigilado. Así que solo puedes hacer fútiles ruidos
chillones en protesta y perder tu beca, o puedes quedarte aquí, hacer tu trabajo y hacer
el mayor bien que puedas.

Incluso entonces, se había preguntado si eso solo era parte de la historia, si el


deseo de Darlington de saber todo lo vinculaba a Lethe tan bien como cualquier sentido
del deber. Pero ella se había quedado en silencio entonces y tenía intención de quedarse
callada ahora.

Habían encontrado a Michael Reyes en una cama pública en Yale New Haven.
Para el mundo exterior, lucía como cualquier otro paciente: un vagabundo, del tipo que
pasaba por las salas psiquiátricas y salas de emergencia y cárceles, que seguía su
medicación y luego la abandonaba. Tenía un hermano en Nueva Jersey que estaba
enlistado como su contacto de emergencia y quien había firmado para lo que se suponía
era un procedimiento médico de rutina para el tratamiento de una intervención al
intestino.

Reyes era atendido solo por una enfermera llamada Jean Gatdula, que había
trabajado tres turnos nocturnos seguidos. Ni siquiera parpadeó o causó alboroto cuando,
por lo que parecía un error de programación, la asignaron a dos noches más en la sala
psiquiátrica. Esa semana sus colegas podrían haber notado o no que siempre llegaba a
trabajar con una enorme bolsa de mano. Dentro estaba una pequeña nevera que utilizaba
para transportar las comidas de Michael Reyes: un corazón de paloma para claridad,
raíz de geranio, y un plato de hierbas amargas. Gatdula no tenía idea qué hacía la
comida o qué destino le esperaba a Michael Reyes más allá de lo que sabía qué pasaba
con cualquiera de los pacientes “especiales” a los que atendía. Ni siquiera sabía para
quién trabajaba, solo que una vez cada tercer mes recibía un cheque muy necesario para
pagar las deudas de juego que su esposo acumulaba en las mesas de blackjack de
Foxwoods.

Alex no estaba segura si era su imaginación o si realmente podía oler el perejil


terroso de las entrañas de Reyes, pero su propio estómago hizo otro aleteo de
advertencia. Estaba desesperada por aire fresco, sudando bajo su abrigo. El teatro de
operaciones estaba congelado, alimentado por las ventilas separadas del resto del
edificio, pero las inmensas luces halógenas portátiles utilizadas para iluminar los
procedimientos irradiaban calor.

Sonó un gemido bajo. La mirada de Alex se disparó a Michael Reyes, una imagen
terrible destelló en su mente: Reyes despertando para descubrirse atado a una mesa,
rodeado por figuras encapuchadas, con las entrañas de fuera. Pero tenía los ojos
cerrados, el pecho subía y bajaba a un ritmo estable. El gemido continuó, ahora más
alto. Tal vez ¿alguien más se estaba sintiendo nauseoso? Pero ninguno de los Hueseros
lucía perturbado. Sus caras brillaban como lunas en el teatro sombrío, con los ojos fijos
en el procedimiento.

Aun así, el gemido aumentó, un bajo viento que se incrementaba, atravesando la


habitación y rebotando en sus paredes de madera oscura. «Nada de contacto visual directo»,
se advirtió Alex. «Solo mira si los Grises…» se tragó un gruñido de sobresalto.

Los Grises ya no estaban en sus asientos.

Estaban inclinados sobre la barandilla que rodeaba el teatro de operaciones, con


los dedos aferrando la madera, los cuellos estirados, los cuerpos tirando hacia el círculo
de tiza como animales esforzándose por beber de la orilla de un estanque.

«No mires.» Era la voz de Darlington, su advertencia. «No mires de cerca.» Era
demasiado fácil para un Gris formar un vínculo, adjuntarse a ti. Y era más peligroso
porque ella ya conocía las historias de estos Grises. Habían estado por aquí durante tanto
tiempo que generaciones de delegados de Lethe habían documentado sus pasados. Pero
sus nombres habían sido borrados de todos los documentos.

—Si no conoces un nombre —había explicado Darlington—, no puedes pensarlo


y entonces no te verás tentada a decirlo. —Un nombre era una clase de intimidad.
«No mires.» Pero Darlington no estaba allí.

La Gris estaba desnuda, sus pequeños pechos estaban erectos del frío como
debieron haberlo estado al morir. Levantó una mano a la herida abierta de su estómago,
tocó la carne tiernamente, como una mujer indicando que estaba esperando un bebé. No
la habían suturado. El chico (y era un chico, delgaducho y de rasgos tiernos) llevaba una
chaqueta grande verde botella y pantalones manchados. Los Grises siempre aparecían
como lucían en el momento de la muerte. Pero había algo obsceno sobre ellos lado a
lado, una desnuda, el otro vestido.

Cada músculo en los cuerpos de los Grises se tensó, tenían los ojos muy abiertos
y fijos, los labios separados. Los hoyos negros de sus bocas eran cavernas, y de ellas se
elevaba ese berrido, no un gemido en absoluto sino algo plano e inhumano. Alex pensó
en el nido de avispas que había encontrado en la cochera debajo del apartamento tipo
estudio de su madre un verano, el zumbido sinsentido de los insectos en un lugar oscuro.

El Arúspice continuó recitando en holandés. Otro Huesero sostuvo un vaso de


agua a los labios del Escriba mientras continuaba sus transcripciones. El olor de sangre
y hierbas y mierda colgaba denso en el aire.

Los Grises se arquearon hacia delante centímetro a centímetro, temblando, con


los labios distendidos, las bocas muy abiertas ahora, como si tuvieran las mandíbulas
desencajadas. La habitación entera parecía vibrar.

Pero solo Alex podía verlos.

Por eso Lethe la había traído aquí, porqué el Decano Sandow había hecho a
regañadientes su oferta de oro a una chica con esposas puestas. Aun así, Alex miró
alrededor, esperando que alguien más comprendiera, que alguien más ofreciera su
ayuda.

Dio un paso atrás, con el corazón como el de un conejo en su pecho. Los Grises
eran dóciles, vagos, especialmente Grises tan antiguos. Al menos Alex creyó que lo eran.
¿Esa era una de las lecciones a las que Darlington aún no había llegado?

Se exprimió el cerebro por los pocos encantamientos que Darlington le había


enseñado el semestre pasado, hechizos de protección. Podía utilizar palabras de muerte
en un apuro. ¿Funcionarían en Grises en este estado? Debería haber puesto sal en sus
bolsillos, caramelos para distraerlos, cualquier cosa. «Cosas básicas», había dicho
Darlington en su cabeza. «Fáciles de dominar.»

La madera debajo de los dedos de los Grises empezó a doblarse y romperse.


Ahora la pelirroja a capella levantó la vista, preguntándose de dónde había venido el
crujido.

La madera iba a astillarse. Las señales debían haberse hecho incorrectamente; el


círculo de protección no resistiría. Alex miró a derecha e izquierda a los inútiles
Hueseros en sus túnicas ridículas. Si Darlington estuviera aquí, se quedaría y lucharía,
se aseguraría que los Grises estaban contenidos y Reyes estaba a salvo.

Las luces halógenas se atenuaron, luego se intensificaron.

—Jódete, Darlington —murmuró Alex entre dientes, ya girándose sobre los


talones para correr.

Bum.

La habitación tembló. Alex trastabilló. El Arúspice y el resto de los Hueseros la


miraron, frunciendo el ceño.

Bum.

El sonido de algo golpeando la puerta desde el otro mundo. Algo grande. Algo a
lo que no deberían permitirle el paso.

—¿Nuestro Dante está borracho? —murmuró el Arúspice.

Bum.

Alex abrió la boca para gritar, para decirles que corrieran antes que lo que sea
que estuviera conteniendo a esa cosa cediera.

El gemido se calló repentinamente, completamente, como contenido en una


botella. El monitor hizo un pitido. Las luces vacilaron.

Los Grises estaban de vuelta en sus asientos, ignorándose el uno al otro,


ignorándola a ella.
Debajo de su abrigo, la blusa de Alex se le pegaba al cuerpo de la humedad,
empapada con su sudor. Podía oler su propio miedo agrio en la piel. Las halógenas aún
brillaban ardientes y blancas. El teatro pulsaba como un órgano lleno de sangre. Los
Hueseros tenían la vista fija. En la habitación de al lado, los créditos empezaron a correr.

Alex podía ver el punto donde los Grises habían aferrado la barandilla, trozos de
madera blanca se habían levantado como hilos de seda.

—Lo siento —dijo Alex. Se dobló de rodillas y vomitó en el piso de piedra.

Cuando finalmente suturaron a Michael Reyes, eran casi las 3 a.m. El Arúspice
y la mayoría de los otros Hueseros se habían marchado horas antes para ducharse y
limpiarse el ritual y prepararse para una fiesta que duraría hasta bien pasado el
amanecer.

El Arúspice podría haberse dirigido directamente a Nueva York en el asiento de


cuero color crema de un coche negro elegante, o podría quedarse para las festividades y
elegir entre los estudiantes dispuestos, chicas o chicos o ambos. Le habían dicho que
“atender” al Arúspice era considerado un honor, y Alex suponía que, si estabas lo
bastante drogado y alcoholizado, podría sentirse así, pero sonaba más bien como
prostituirse al hombre que pagaba las cuentas.

La pelirroja (Miranda, resultó), como en “La Tempestad”, había ayudado a Alex


a limpiar el vómito. Había sido genuinamente agradable al respecto y Alex casi se había
sentido mal por no recordar su nombre.

Reyes había sido transportado fuera del edificio en una camilla, cubierto en velos
confusos que lo hacían lucir como un montón de equipo de audiovisuales apilado debajo
de una sábana de plástico protectora. Era la parte más arriesgada del comportamiento
de toda la noche en lo referente a la seguridad de la sociedad. Calavera y Huesos no
sobresalía precisamente en nada más que pronosticación, y por supuesto los miembros
del Manuscrito no estaban interesados en compartir sus encantamientos de invisibilidad
con otra sociedad. La magia que enlazaba los velos de Reyes botaba con cada bache, la
camilla se enfocaba y desenfocaba, los pitidos del equipo médico y el ventilador aún
eran audibles. Si cualquiera se detenía a echar un vistazo más detenido a lo que estaban
empujando por el pasillo, los Hueseros tendrían problemas reales, aunque Alex dudaba
que no fuera nada de lo que no pudieran librarse con dinero.

Revisaría a Reyes una vez que estuviera de vuelta en el hospital y de nuevo en


una semana para asegurarse que estaba sanando sin complicaciones. Hubo víctimas
después de las pronosticaciones antes, aunque solo una desde que Lethe había sido
fundada en 1898 para monitorear las sociedades. Un grupo de Hueseros había matado
accidentalmente a un vagabundo durante una lectura de emergencia planeada
apresuradamente después de la caída de la Bolsa en 1929. Las pronosticaciones habían
sido prohibidas durante los siguientes cuatro años, y los Huesos habían sido amenazados
con la pérdida de su masiva tumba de piedra roja en High Street. —Es por eso que
existimos —había dicho Darlington mientras Alex giraba las páginas que enlistaba los
nombres de cada víctima y fecha de pronosticación en los registros de Lethe—. Somos
los pastores, Stern.

Pero se había sobresaltado cuando Alex señaló una inscripción en uno de los
márgenes de Lethe: Un Legado. —¿NMVM?

—No más vagos muertos —había dicho él con un suspiro.

Vaya con la misión noble de la Casa Lethe. Aun así, Alex no podía sentirse
demasiado superior esta noche, no cuando había estado a segundos de abandonar a
Michael Reyes para salvar su propio culo.

Alex resistió una larga retahíla de bromas sobre su cena derramada de pollo a la
parrilla y regaliz, y se quedó en el teatro para asegurarse que los Hueseros restantes
siguieran lo que ella esperaba fuera procedimiento adecuado para desinfectar el lugar.

Se prometió que regresaría después para rociar el teatro con polvo de huesos. Los
recuerdos de la muerte eran la mejor forma de mantener a los Grises alejados. Era por
eso que los cementerios eran los lugares menos embrujados en el mundo. Pensó en las
bocas abiertas de los fantasmas, ese horrible zumbido de insectos. Algo había estado
intentando entrar a la fuerza en el círculo de tiza. Al menos así había parecido. Los
Grises (fantasmas) eran inofensivos. Mayormente. Se requerían muchos para formar
cualquiera clase de materia en el mundo mortal. ¿Y pasar a través del Velo final?
¿Volverse físicos, capaces de tocar? ¿Capaces de dañar? Podían. Alex sabía que podían.
Pero era prácticamente imposible.

Aun así, hubo cientos de pronosticaciones en este teatro y nunca había escuchado
de algún Gris cruzando a una forma física o interfiriendo. ¿Por qué su comportamiento
cambió esta noche?

«Si es que así fue.»

El regalo más grande que Lethe le había dado a Alex no era un pase completo a
Yale, el nuevo inicio que había limpiado su pasado como una quemadura química. Era
el conocimiento, la certeza, que las cosas que veía eran reales y siempre lo habían sido.
Pero había vivido demasiado tiempo preguntándose si estaba loca para comenzar ahora.
Darlington le habría creído. Siempre lo había hecho. Excepto que Darlington se había
marchado.

«No definitivamente», se dijo a sí misma. En una semana la luna nueva emergería


y lo traerían a casa.

Alex tocó la barandilla rota con los dedos, ya pensando en cómo frasear su
descripción de la pronosticación para los registros de la Casa Lethe. El Decano Sandow
revisaba todos, y no estaba ansiosa por atraer su atención a cualquier cosa fuera de lo
ordinario. Además, si dejabas de lado al hombre indefenso al que le rearreglaron las
entrañas, nada malo había sucedido en realidad.

Cuando Alex emergió del pasaje en el pasillo, Tripp Helmuth se sobresaltó de su


postura desgarbada. —¿Ya casi terminaron?

Alex asintió y respiró hondo el aire comparativamente fresco, ansiosa por ir


afuera.

—Bastante desagradable, ¿eh? —preguntó Tripp con una sonrisa de suficiencia—


. Si quieres, puedo pasarte algunos tips cuando se transcriban. Para quitarles peso a esos
préstamos estudiantiles.
—¿Qué carajos sabrás tú sobre préstamos estudiantiles? —Las palabras salieron
antes que pudiera detenerlas. Darlington no lo aprobaría. Alex debía permanecer
civilizada, distante, diplomática. Y, de todas formas, era una hipócrita. Lethe se había
asegurado que ella se graduaría sin una nube de deuda colgando sobre su cabeza… si es
que realmente atravesaba los cuatro años de exámenes y tareas y noches como esta.

Tripp levantó las manos en rendición, riéndose intranquilo. —Ey, solo intento
apañármelas. —Tripp estaba en el equipo de velero, un Huesero de tercera generación,
un caballero y un erudito, un Golden retriever pura raza; atontado, brillante y costoso.
Estaba arrugado y rosado como un infante saludable, su cabello era color arena, su piel
de un bronceado uniforme de cualquier isla en la que hubiera pasado las vacaciones de
invierno. Tenía la tranquilidad de alguien que siempre había estado y siempre estaría
muy bien, un chico con un millar de segundas oportunidades—. ¿Estamos bien? —
preguntó ansioso.

—Estamos bien —dijo, aunque ella no estaba bien en absoluto. Aun podía sentir
las reverberaciones de ese gemido como zumbido llenándole los pulmones,
traqueteando en el interior de su cráneo—. Solo está abarrotado allí dentro.

—¿De verdad? —dijo Tripp, listo para ser colegas—. Tal vez quedarse atorado
aquí afuera toda la noche no es tan malo. —No sonaba convencido.

—¿Qué le sucedió a tu brazo? —Alex podía ver un trozo de vendaje sobresaliendo


de la cazadora de Tripp.

Él se levantó la manga, revelando un trozo de celofán grasoso pegado en su


antebrazo. —Un grupo de nosotros fue por tatuajes hoy.

Alex examinó más de cerca: un bulldog trotando salía de una gran Y azul. El
equivalente macho de ¡mejores amigos x siempre!

—Lindo —mintió.

—¿Tienes algo de tinta? —Los ojos adormilados de él rodaron encima de ella,


intentando despojarla de su abrigo, nada diferente de los perdedores que pasaban su
tiempo en la Zona Cero, con los dedos rozándole la clavícula, los bíceps, trazando las
formas. «¿Qué significa este?»
—Nop. No es lo mío. —Alex se envolvió la bufanda alrededor del cuello—.
Revisaré a Reyes en el hospital mañana.

—¿Eh? Oh, cierto. Bien. De todas formas, ¿dónde está Darlington? ¿Ya te está
cargando con los trabajos de mierda?

Tripp toleraba a Alex, intentaba ser amigable con ella porque deseaba que todos
con los que se encontraba le frotaran la barriga, pero Darlington le agradaba
genuinamente.

—España —dijo, porque eso le habían instruido a decir.

—Agradable. Dile Buenos días.1

Si Alex le hubiera podido decir algo a Darlington habría sido: Regresa. Lo habría
dicho en inglés y español. Habría utilizado el imperativo.

—Adiós2 —le dijo a Tripp—. Disfruta la fiesta.

Una vez que estuvo fuera del edificio, Alex se arrancó los guantes y desenvolvió
dos dulces de jengibre, metiéndoselos en la boca. Estaba cansada de pensar en
Darlington, pero el olor del jengibre, el calor que creaba en el fondo de su garganta, lo
traía a la vida incluso más. Veía su largo cuerpo extendido enfrente de la gran chimenea
de piedra en Black Elm. Se había quitado las botas, dejado sus calcetines a secar frente
al fuego. Estaba de espaldas, con los ojos cerrados, la cabeza descansando en el hueco
de sus brazos, con los dedos de los pies agitándose al ritmo de la música que flotaba
alrededor de la habitación, algo clásico que Alex no conocía, lleno de cuernos franceses
que dejaban crescendos enfáticos de sonido en el aire.

Alex había estado en el suelo junto a él, con los brazos rodeándose las rodillas,
la espalda presionada contra la base del viejo sofá, intentando parecer relajada y dejar
de mirarle los pies. Sencillamente lucían tan desnudos. Él se había arremangado los
vaqueros negros, evitando que la humedad tocara su piel, y esos delgados pies blancos,

1
En español en el original.
2
En español en el original
con los vellos que cubrían sus dedos, la habían hecho sentir un poco obscena, como
algún pervertido en tono sepia enloquecido ante el atisbo de un tobillo.

«Jódete, Darlington». Volvió a ponerse los guantes bruscamente.

Durante un momento se quedó paralizada. Debería regresar a Casa Lethe y


escribir su reporte para que el Decano Sandow lo revisara, pero lo que realmente deseaba
era derrumbarse en la estrecha litera inferior de la habitación que compartía con Mercy
y recuperar todo el sueño que pudiera antes de clase. A esta hora, no tendría que inventar
excusas a compañeras de cuarto curiosas. Pero si dormía en Casa Lethe, Mercy y Lauren
estarían exigiendo saber dónde y con quién había pasado la noche.

Darlington había sugerido inventarse un novio para justificar sus largas ausencias
y llegadas tarde.

—Si hago eso, en algún punto tendría que producir un humano con forma de
chico para que me mire adoradoramente —había replicado Alex con frustración—.
¿Cómo te has salido con la tuya con esto durante los últimos tres años?

Darlington solo se había encogido de hombros. —Mis compañeros de cuarto


imaginaron que era un mujeriego. —Si Alex hubiera girado los ojos más atrás en su
cabeza, habría visto en la dirección contraria.

—Muy bien, muy bien. Les dije que estaba en una banda con algunos chicos de
la universidad de Connecticut y que tocábamos mucho.

—¿Tocas un instrumento siquiera?

—Por supuesto.

Cello, bajo, guitarra, piano y algo llamado laúd.

Afortunadamente, Mercy estaría profundamente dormida cuando Alex regresara


a la habitación y podría entrar a hurtadillas para recuperar su canasta de cosas de aseo
y dirigirse al pasillo sin que la notaran. Sería arriesgado. Cada vez que manipulabas el
Velo entre este mundo y el siguiente, dejaba una peste que era algo parecido al
chisporroteo de ozono después de una tormenta junto con la putrefacción de una
calabaza dejada demasiado tiempo junto a la ventana. La primera vez que había
cometido el error de regresar al cuarto sin ducharse, tuvo que mentir sobre resbalarse en
una pila de basura para explicarlo. Mercy y Lauren se habían reído al respecto durante
semanas.

Alex pensó en la ducha repugnante esperándola en su dormitorio… y entonces


en hundirse en la basta bañera con patas de garra en el baño inmaculado de Il Bastone,
la cama con dosel tan alta que tenía que impulsarse para subir. Supuestamente Lethe
tenía casas seguras y escondites por todo el campus de Yale, pero las dos que le habían
mostrado a Alex eran la Madriguera y Il Bastone. La Madriguera estaba más cerca al
dormitorio de Alex y la mayoría de sus clases, pero solo era un conjunto de cómodas
habitaciones destartaladas, sobre una tienda de ropa, siempre abastecida con bolsas de
patatas y las barras proteínicas de Darlington, un lugar para detenerse un rato y echar
una siesta rápida sobre el sillón con resortes saltados. Il Bastone era algo especial: una
mansión de tres pisos a casi un kilómetro del corazón del campus que servía como el
cuartel principal de Lethe. Oculus estaría esperando allí esta noche, con las lámparas
encendidas, con una bandeja de té, brandy, y emparedados. Era tradición, incluso si
Alex no se aparecía para disfrutarlos. Pero el precio de todo ese lujo sería lidiar con
Oculus, y sencillamente no podía manejar los silencios de mandíbula apretada de Dawes
esta noche. Mejor regresar a los dormitorios con la peste del trabajo nocturno encima.

Alex cruzó la calle y cortó por la rotonda. Era difícil no continuar mirando detrás
de ella, pensando en los Grises parados al borde del círculo con las bocas abiertas muy
ampliamente, pozos negros que zumbaban con ese sonido de insectos. ¿Qué habría
sucedido si la barandilla se hubiera roto, si el círculo de tiza no hubiera resistido? ¿Qué
los había provocado? ¿Habría tenido la fuerza o el conocimiento para mantenerlos a
raya? «Pasa punto, pasa mundo»

Alex se apretó el abrigo, remetiendo la cara en la bufanda, con el aliento húmedo


contra la lana, apresurándose a pasar junto a la Biblioteca Beinecke.

—Si te quedas encerrada allí durante un incendio, todo el oxígeno es succionado


—había proclamado Lauren—. Para proteger los libros.

Alex sabía que eso era pura mierda. Darlington se lo había dicho. Él había
conocido la verdad del edificio, todas sus facetas, que había sido construido por el ideal
Platónico (el edificio era un templo), empleando los mismos radios utilizados por
algunos tipógrafos para sus páginas (el edificio era un libro), que su mármol había sido
extraído en Vermont (el edificio era un monumento). La entrada había sido creada para
que solo a una persona se le permitiera la entrada a la vez, pasando por la puerta giratoria
como un suplicante. Recordaba a Darlington poniéndose los guantes blancos para
manejar manuscritos raros, sus largos dedos descansando reverentemente sobre la
página. Era igual que como Len manejaba el dinero en efectivo.

Había una habitación en Beinecke, oculta… no podía recordar en qué piso. E


incluso si pudiera, no habría ido. No tenía los cojones para descender al patio, tocar con
los dedos en la ventana el patrón secreto, entrar en la oscuridad. Este lugar había sido
querido para Darlington. No había lugar más mágico. No había otro lugar en campus
que ella sintiera más como un fraude.

Alex alcanzó su teléfono para revisar la hora, esperando que no fuera mucho
después de las tres. Si podía bañarse y estar en la cama para las cuatro, aun podría dormir
tres horas y media antes de tener que levantarse y cruzar el campus de nuevo para ir a
Español. Estas eran las matemáticas que efectuaba cada noche, a cada momento.
¿Cuánto tiempo para intentar tener el trabajo listo? ¿Cuánto tiempo para descansar?
Nunca podía conseguir que los números funcionaran. Solo malvivía, estirando el
presupuesto, siempre un poco corta, y el pánico se aferró a ella, deteniendo sus pasos.

Alex miró la pantalla brillante y maldijo. Estaba inundada de mensajes. Había


puesto el teléfono en silencio para la pronosticación y olvidó volver a activarlo.

Los mensajes eran todos de la misma persona: Oculus, Pamela Dawes, la


estudiante graduada que mantenía las residencias de Lethe y servía como su asistente de
investigación. Pammie, aunque solo Darlington la llamaba así.

«Llama»

«Llama»

«Llama»
Los mensajes estaban separados exactamente por quince minutos de diferencia.
O Dawes estaba siguiendo alguna clase de protocolo o era incluso más estirada de lo
que Alex creyó.

Alex consideró solo ignorar los mensajes. Pero era una noche de jueves, la noche
en que se reunían las sociedades, y eso significaba que algún mierdecilla se había
acometido a algo malo. Por todo lo que sabía, los idiotas cambiaformas en Cabeza de
Lobo se habían convertido en una estampida de búfalos y aplastaron a un montón de
estudiantes que salían de Branford.

Se paró detrás de una de las columnas que soportaban el cubo de Beinecke para
refugiarse del viento y marcó.

Dawes contestó al primer timbrazo. —Oculus al habla.

—Dante contesta —dijo Alex, sintiéndose como una imbécil. Ella era Dante.
Darlington era Virgilio. Así era como Lethe debía funcionar hasta que Alex llegara a su
último año y tomara el título de Virgilio para hacer de mentora a un novato. Había
asentido y copiado la pequeña sonrisa de Darlington cuando él les había dicho sus
nombres código (se había referido a ellos como “cargos”) fingiendo que ella entendía la
broma. Después, los había buscado y descubrió que Virgilio había sido el guía de Dante
mientras descendía al infierno. Más humor de la Casa Lethe desperdiciado en ella.

—Hay un cuerpo en Payne Whitney —dijo Dawes—. Centurión está en el lugar.

—Un cuerpo —repitió Alex, preguntándose si la fatiga había dañado su habilidad


para entender el lenguaje humano básico.

—Sí.

—¿Como un cadáver?

—Sí-i. —Dawes claramente estaba intentando sonar calmada, pero el aliento se


le cortó, convirtiendo la silaba en un hipido musical.

Alex presionó la espalda contra la columna, el frío de la piedra traspasó su abrigo,


y sintió una puñalada de adrenalina furiosa atravesarla.
«¿Estás bromeando conmigo?» es lo que deseaba preguntar. Así se sentía esto. Que
la estaban jodiendo. Siendo la niña rara que hablaba consigo misma, que estaba tan
desesperada por amigos que aceptó cuando Sarah McKinney rogó: —¿Puedes reunirte
conmigo en Tres Muchachos3 después de la escuela? Quiero ver si puedes hablar con mi
abuela. Solíamos ir allí y la extraño muchísimo. —La niña que se quedó parada fuera
del restaurante mexicano más horroroso en el área de comida más horrorosa en el Valle,
a solas hasta que tuvo que llamar a su mamá para pedirle que la recogiera porque nadie
venía. Por supuesto que nadie venía.

«Esto es real», se recordó. Y Pamela Dawes era un montón de cosas, pero no era
la clase de imbécil de Sarah McKinney.

Lo que significaba que alguien estaba muerto.

¿Y ella debía hacer algo al respecto?

—Eh, ¿fue un accidente?

—Posible homicidio. —Dawes sonaba como si estuviera esperando justo esta


pregunta.

—Ok —dijo Alex, porque no tenía idea de qué más decir.

—Ok —replicó Dawes torpemente. Había emitido su gran frase y ahora estaba
lista para salir del escenario.

Alex colgó y se quedó en el silencio desapacible del viento en la plaza vacía.


Había olvidado al menos la mitad de lo que Darlington había intentado enseñarle antes
de desaparecer, pero definitivamente no había abarcado lo de asesinato.

No sabía por qué. Si iban a ir al infierno juntos, el asesinato parecía un buen lugar
para empezar.

3
En español en el original.
Traducido por Brig20

Daniel Arlington se enorgullecía de estar preparado para cualquier cosa, pero si


hubiera tenido que elegir una forma de describir a Alex Stern, habría sido "una sorpresa
desagradable". Podía pensar en muchos otros términos para ella, pero ninguno de ellos
era cortés, y Darlington siempre se esforzaba por ser cortés. Si hubiera sido criado por
sus padres —su padre diletante, y su brillante pero simplona madre— podría haber
tenido otras prioridades, pero fue criado por su abuelo, Daniel Tabor Arlington III,
quien creía que la mayoría de los problemas se podían resolver con whisky escocés de
barril, mucho hielo y modales impecables.

Su abuelo nunca había conocido a Galaxy Stern.

Darlington buscó el dormitorio de Alex en el primer piso de Vanderbilt en un día


sudoroso y miserable la primera semana de septiembre. Pudo haber esperado a que ella
se reportara a la casa en Orange, pero cuando era estudiante de primer año, su propia
mentora, la inimitable Michelle Alameddine, quien había servido como su Virgilio —le
había dado la bienvenida a Yale y a los misterios de la Casa Lethe al venir a reunirse
con él a las residencias de estudiantes de primer año del Viejo Campus. Darlington
estaba decidido a hacer las cosas bien, aunque todo lo relacionado con la situación de
Stern hubiera empezado mal.

No había elegido a Galaxy Stern como su Dante. De hecho, ella (por pura virtud
de su existencia) le había robado algo que él había estado esperando durante los tres
años de su permanencia en Lethe: el momento en que le regalaría a alguien nuevo el
trabajo que amaba, en que le agrietaría el mundo ordinario a un alma digna pero apenas
sospechosa. Apenas unos meses antes, había descargado las cajas llenas de solicitudes
de estudiantes de primer año y las había apilado en la gran sala de Black Elm, aturdido
por la emoción, decidido a leer o al menos hojear los más de mil ochocientos archivos
antes de hacer sus recomendaciones a los ex-alumnos de la Casa Lethe. Sería justo,
abierto y minucioso, y al final elegiría veinte candidatos para el papel de Dante. Luego
Lethe investigaría sus antecedentes, verificaría los riesgos de salud, signos de
enfermedad mental y vulnerabilidades financieras, y tomaría una decisión final.

Darlington había creado un plan sobre el número de solicitudes que tendría que
abordar cada día que le permitieran seguir trabajando en la finca por las mañanas y por
las tardes en el Museo Peabody. Ese día de julio—en la solicitud número 324: Mackenzie
Hoffer, 800 en verbal, 720 en matemáticas; nueve APs en su tercer año; con un blog en
el Tapiz Bayeux mantenido en inglés y en francés. Parecía prometedora hasta que llegó
a su ensayo personal, en el que se comparaba con Emily Dickinson. Darlington acababa
de tirar su carpeta a la pila de NO cuando el Decano Sandow llamó para decirle que su
búsqueda había terminado. Encontraron a su candidato. Los ex-alumnos habían sido
unánimes.

Darlington había querido protestar. Demonios, él quería romper algo. En vez de


eso, enderezó la pila de carpetas ante él y dijo: —¿Quién es? Tengo todos los archivos
aquí.

—No tienes su expediente. Ella nunca se presentó. Ni siquiera terminó la


secundaria. —Antes de que Darlington pudiera expresar su indignación, Sandow
añadió—: Daniel, ella puede ver a los Grises.

Darlington se había detenido, su mano aún encima del expediente de Mackenzie


Hoffer (dos veranos con Hábitat para la Humanidad). No era sólo el sonido de su
nombre, algo que Sandow raramente usaba. «Puede ver a los Grises». La única manera de
que uno de los vivos viera a los muertos era ingiriendo el Orozcerio, un elixir de infinita
complejidad que requería una perfecta habilidad y atención al detalle para crearlo. Lo
había intentado él mismo cuando tenía diecisiete años, antes de oír hablar de Lethe,
cuando solo esperaba que hubiera más en este mundo de lo que se le había hecho creer.
Sus esfuerzos le habían llevado a la sala de urgencias y había sufrido una hemorragia en
los oídos y ojos durante dos días.
—¿Se las arregló para preparar un elixir? —dijo, emocionado y, podría admitirlo,
un poco celoso.

Siguió el silencio, lo suficiente para que Darlington apagara la luz del escritorio
de su abuelo y saliera al pórtico trasero de Black Elm. Desde aquí podía ver la suave
pendiente de las casas que bajaban por Edgewood hasta el campus y, mucho más allá,
el Estrecho Long Island. Toda la tierra hasta la Avenida Central había sido una vez parte
de Black Elm, pero se había vendido en pedazos a medida que la fortuna de Arlington
disminuía. La casa, sus jardines de rosas, y el desastre arruinado del laberinto al borde
del bosque eran todo lo que quedaba—y sólo quedaba él para cuidarlo, podarlo y
mimarla de nuevo a la vida. Ya estaba anocheciendo, un largo y lento crepúsculo estival,
lleno de mosquitos y el brillo de las luciérnagas. Pudo ver el signo de interrogación de la
cola blanca de Cosmo cuando el gato se abrió paso entre la hierba alta, acechando a una
pequeña criatura.

—Sin elixir —dijo Sandow—. Ella puede verlos.

—Ah —dijo Darlington, mirando a un zorzal que picoteaba a medias la base rota
de lo que una vez había sido la fuente del obelisco. No había nada más que decir.
Aunque Lethe había sido creado para monitorear las actividades secretas de Yale, su
misión secundaria era desentrañar los misterios de lo que estaba más allá del Velo.
Durante años habían documentado historias de personas que podían ver fantasmas,
algunas confirmadas, otras poco más que rumores. Así que si la junta había encontrado
a una chica que pudiera hacer estas cosas y la hubiera hecho estar en deuda con ellos...
Bueno, eso era todo. Debería estar contento de conocerla.

Quería emborracharse.

—No estoy más feliz por esto que tú —dijo Sandow—. Pero ya sabes en qué
posición estamos. Este es un año importante para Lethe. Necesitamos que todos estén
felices. —Lethe era responsable de vigilar las Casas del Velo, pero también dependía de
ellas para su financiamiento. Este era un año de reabastecimiento y las sociedades
habían pasado tanto tiempo sin incidentes, que había rumores de que tal vez no deberían
meterse en sus arcas para seguir apoyando al Letheísmo en absoluto—. Te enviaré sus
archivos. Ella no es.... Ella no es el Dante que esperábamos, pero trata de mantener una
mente abierta.

—Por supuesto —dijo Darlington, porque eso era lo que hacía un caballero—.
Por supuesto que lo haré.

Trató de hacerlo en serio. Incluso después de leer su expediente, incluso después


de ver la entrevista entre ella y Sandow grabada en un hospital de Van Nuys, California,
escuchó el sonido ronco y roto de su voz, lo intentó. La habían encontrado desnuda y
en coma en la escena de un crimen, junto a una chica que no había tenido la suerte de
sobrevivir al fentanilo que ambas habían tomado. Los detalles eran más sórdidos y tristes
de lo que él podía imaginar, y había intentado sentir lástima por ella. Su Dante, la chica
a la que regalaría las llaves de un mundo secreto, era una criminal, una drogadicta, una
desertora que no se preocupaba por nada de lo que hacía. Pero lo había intentado.

Y, aun así, nada le había preparado para el shock de su presencia en esa


destartalada sala común de Vanderbilt. La habitación era pequeña, pero de techo alto,
con tres ventanas altas que daban al patio en forma de herradura y dos puertas estrechas
que daban a los dormitorios. El espacio se agitaba con el caos de una mudanza de primer
año: cajas en el piso, no se veían muebles adecuados, sino una lámpara tambaleante y
un sillón reclinable maltrecho empujado contra la chimenea que funcionaba desde hacía
mucho tiempo. Una rubia musculosa en pantalones cortos: Lauren, adivinó
(probablemente pre-medicina, resultados sólidos en las pruebas, capitana de hockey de
campo en su escuela preparatoria de Filadelfia); tocadiscos de imitación vintage en la
repisa del asiento de la ventana, una caja de plástico con discos balanceados a su lado.
El sillón reclinable era probablemente de ella también, transportado en un camión de
mudanza del condado de Bucks a New Haven. Anna Breen (Huntsville, Texas; beca
STEM; líder del coro) estaba sentada en el suelo tratando de armar lo que parecía una
estantería. Esta era una chica que nunca encajaría del todo. Terminaría en un grupo de
canto o tal vez entraría en una iglesia. Definitivamente no estaría de fiesta con sus otras
compañeras de cuarto.

Luego, otras dos chicas salieron de uno de los dormitorios, levantando


torpemente un escritorio de la universidad que había quedado destrozado entre ellas.
—¿Tienes que poner eso aquí? —preguntó Anna desanimada.

—Necesitamos más espacio —dijo una chica con un vestido de flores que
Darlington sabía que era Mercy Zhao (piano; 800 en matemáticas, 800 en verbales;
ensayos premiados sobre Rabelais y una comparación extraña pero convincente de un
pasaje de El sonido y la Furia con un árbol de peral en Los cuentos de Canterbury que se
había ganado la atención tanto de los departamentos de inglés de Yale como de
Princeton).

Y entonces Galaxy Stern (sin diploma de secundaria, sin GED, sin logros de los
que hablar aparte de sobrevivir a su propia miseria) emergió del rincón oscuro del
dormitorio, vestida con una camisa manga larga y vaqueros negros totalmente
inapropiados para el calor y equilibrando un extremo de la mesa en sus delgados brazos.
La baja calidad del vídeo de Sandow había captado las gavillas lisas y rectas de su cabello
negro, pero no la precisión severa de su parte central, la calidad hueca de sus ojos, pero
no la mancha de tinta profunda de su color. Parecía desnutrida, sus clavículas afiladas
como signos de exclamación bajo la tela de su camisa. Era demasiado elegante, casi
serena, menos una ondina surgiendo de las aguas que una rusalka con dientes de daga.

O tal vez sólo necesitaba un bocadillo y una larga siesta.

«Muy bien, Stern. Vamos a empezar.»

Darlington golpeó la puerta, entró en la habitación, sonrió grande, brillante y


acogedoramente, mientras dejaban el escritorio en la esquina de la sala común. —¡Alex!
Tu madre me dijo que debería venir a verte. Soy yo, Darlington.

Durante un breve instante pareció totalmente pérdida, incluso aterrorizada, y


luego igualó su sonrisa. —¡Oye! No te reconocí.

Bien. Era adaptable.

—Presentaciones, por favor —dijo Lauren, su mirada interesada, evaluando.


Había sacado una copia de Queen, A Day at the Races de la caja.

Extendió su mano. —Soy Darlington, el primo de Alex.

—¿Tú también estás en JE? —preguntó Lauren.


Darlington recordó ese sentido de lealtad no ganado. A principios de año, todos
los estudiantes de primer año se clasificaban en colegios residenciales donde comerían
la mayor parte de sus comidas y donde finalmente dormirían cuando salieran del Viejo
Campus como estudiantes de segundo año. Compraban bufandas con rayas de los
colores de su residencia universitaria, aprendían los cánticos y lemas de la universidad.
Alex pertenecía a Lethe, igual que Darlington, pero había sido asignada a Jonathan
Edwards, llamado así por el predicador de fuego y azufre.

—Estoy en Davenport —dijo Darlington—, pero no vivo en el campus. —Le


gustaba vivir en Davenport: el comedor, el gran patio de hierba. Pero no le gustaba que
Black Elm se quedara vacío, y el dinero que había ahorrado en su habitación y en su
comida había sido suficiente para arreglar los daños causados por el agua que había
encontrado en el salón de baile la primavera pasada. Además, a Cosmo le gustaba la
compañía.

—¿Tienes coche? —preguntó Lauren.

Mercy se rio. —Dios mío, eres ridícula.

Lauren se encogió de hombros. —¿De qué otra manera vamos a llegar a Ikea?
Necesitamos un sofá. —Ella sería la líder de este equipo, la que sugeriría a qué fiestas ir,
la que daría una fiesta "Licor o Truco" en Halloween.

—Lo siento —dijo con una sonrisa de disculpa—. No puedo llevarte. Al menos
hoy no. —O cualquier día—. Y necesito llevarme a Alex.

Alex se limpió las palmas de las manos en sus vaqueros. —Estamos tratando de
establecernos —dijo ella con indecisión, con ilusión incluso. Podía ver círculos de sudor
floreciendo bajo sus brazos.

—Hiciste una promesa —dijo con un guiño—. Y ya sabes cómo se pone mi


madre con las cosas de familia.

Vio un destello de rebelión en sus ojos resbaladizos, pero ella sólo dijo: —Está
bien.

—¿Puedes darnos dinero para el sofá? —le preguntó Lauren a Alex, empujando
el disco Queen de nuevo en la caja. Esperaba que no fuera el vinilo original.
—Puedes apostarlo —dijo Alex. Se volvió hacia Darlington—. La tía Eileen dijo
que cooperaría para un sofá nuevo, ¿no?

El nombre de la madre de Darlington era Harper, y él dudaba de que ella


conociera la palabra Ikea. —¿De verdad lo hizo?

Alex se cruzó de brazos. —Sí.

Darlington sacó su billetera del bolsillo trasero y sacó trescientos dólares en


efectivo. Se lo dio a Alex, quien se los pasó a Lauren. —Asegúrate de escribirle una nota
de agradecimiento —dijo.

—Oh, lo haré —dijo Alex—. Sé que es muy exigente con ese tipo de cosas.

Cuando caminaban por el césped del Viejo Campus, las torres de ladrillos rojos
y las almenas de Vanderbilt detrás de ellos, Darlington dijo: —Me debes trescientos
dólares. No te voy a comprar un sofá.

—Puedes permitírtelo —dijo Alex con frialdad—. Supongo que vienes del lado
bueno de la familia, primo.

—Necesitabas una cobertura por qué vas a estar fuera mucho, viéndome.

—Mentira. Me estabas probando.

—Es mi trabajo ponerte a prueba.

—Pensé que tu trabajo era enseñarme. Eso no es lo mismo.

Al menos no era estúpida. —Me parece justo. Pero las visitas a la querida tía
Eileen pueden cubrir algunas de tus noches.

—¿De qué hora estamos hablando?

Podía oír la preocupación en su voz. ¿Era precaución o pereza? —¿Cuánto te dijo


el Decano Sandow?

—No mucho. —Se quitó la tela de la camisa pegada al estómago, tratando de


refrescarse.

—¿Por qué estás vestida así? —Él no quería preguntarle, pero ella se veía
incómoda: su Henley negra abotonada en el cuello, con el sudor extendiéndose en
anillos oscuros de sus axilas, y completamente fuera de lugar. Una niña que se las
arreglaba con tanta facilidad debería tener una mejor percepción de cubierta protectora.

Alex lo miró de reojo. —Soy muy modesta. —Darlington no tuvo respuesta a


eso, así que señaló a uno de los dos edificios idénticos de ladrillo rojo que entrecruzaban
el camino—. Este es el edificio más antiguo del campus.

—No parece viejo.

—Ha estado bien mantenido. Pero casi no lo logra. La gente pensaba que
arruinaba el aspecto del Viejo Campus, así que querían derribarlo.

—¿Por qué no lo hicieron?

—Los libros acreditan una campaña de preservación, pero la verdad es que Lethe
descubrió que el edificio soporta una veta de energía.

—¿Eh?

—Espiritualmente soporta una veta. Era parte de un viejo ritual de atadura para
mantener el campus seguro. —Doblaron a la derecha, por un camino que los llevaría
hacia el sustituto-Medieval del rastrillo de la Puerta de Phelps—. Así era toda la
universidad. Pequeños edificios de ladrillos rojos. Colonial. Muy parecida a Harvard.
Después de la Guerra Civil, las murallas fueron levantadas. Ahora la mayor parte del
campus está construido de esa manera, una serie de fortalezas, amuralladas y cerradas,
un castillo.

El Viejo Campus era un ejemplo perfecto, un enorme cuadrángulo de enormes


dormitorios de piedra que rodeaban un enorme patio salpicado de sol que daba la
bienvenida a todos; hasta que caía la noche y las puertas se cerraban de golpe.

—¿Por qué? —preguntó Alex.

—Para mantener a la chusma fuera. Los soldados regresaron a New Haven


salvajes de la guerra, la mayoría de ellos solteros, muchos de ellos arruinados por los
combates. También hubo una ola de inmigración. Irlandeses, italianos, esclavos
liberados, todos buscando trabajo en la manufactura. Yale no quería nada de eso.

Alex se rio.
—¿Hay algo gracioso? —preguntó.

Ella miró hacia su dormitorio. —Mercy es china. Una chica nigeriana vive al
lado. Luego está mi trasero mestizo. Todos entramos de todos modos. Eventualmente.

—Un largo y lento asedio. —La palabra mestiza se sentía como un cebo peligroso.
Él tomó su cabello negro, sus ojos negros, el color oliva de su piel. Podría haber sido
griega. Mexicana. Blanca—. ¿Madre judía, no un padre, pero asumo que tenías uno?

—Nunca lo conocí.

Había más aquí, pero no iba a presionar. —Todos tenemos espacios que
mantenemos en blanco. —Habían llegado a la Puerta de Phelps, el gran arco que daba
a la Calle Colegio y que se alejaba de la relativa seguridad del Viejo Campus. No quería
que lo desviaran. Tenían demasiado terreno literal y figurativo para cubrir—. Este es el
New Haven Green —dijo, mientras caminaban por uno de los senderos de piedra—.
Cuando se fundó la colonia, aquí fue donde construyeron su casa de reuniones. La
ciudad estaba destinada a ser un nuevo Edén, fundado entre dos ríos como el Tigris y el
Éufrates.

Alex frunció el ceño. —¿Por qué tantas iglesias?

Había tres en el Green, dos de ellas casi gemelas en su diseño federal, la tercera
una joya del Renacimiento Gótico.

—Este pueblo tiene una iglesia en casi todas las cuadras. O solía hacerlo. Algunas
de ellas están cerradas ahora. La gente no va.

—¿Tú vas? —preguntó ella.

—¿Tú vas?

—No.

—Sí, voy —dijo—. Es una cosa de familia. —Vio el parpadeo del juicio en sus
ojos, pero no necesitaba explicarlo. Iglesia el domingo, trabajo el lunes. Esa era la
manera de Arlington. Cuando Darlington cumplió trece años y protestó que estaría feliz
de arriesgarse a la ira de Dios si pudiera dormir hasta tarde, su abuelo lo agarró de la
oreja y lo sacó de la cama a pesar de sus ochenta años. —No me importa lo que creas
—había dicho—. El trabajador cree en Dios y espera que nosotros hagamos lo mismo,
así que vestirás tu trasero y lo pondrás en un banco o yo te lo curtiré fuerte. —Darlington
había ido. Y después de la muerte de su abuelo, siguió yendo.

—El Green es el sitio de la primera iglesia de la ciudad y su primer cementerio.


Es una fuente de tremenda poder.

—Sí... no me digas.

Se dio cuenta de que los hombros de ella se le habían relajado. Su paso había
cambiado. Se parecía un poco menos a alguien que se preparaba para dar un golpe.

Darlington trató de no parecer demasiado ansioso. —¿Qué ves? —Ella no


contestó—. Sé lo que puedes hacer. No es un secreto.

La mirada de Alex todavía estaba distante, casi desinteresada. —Está vacío aquí,
eso es todo. Nunca veo mucho alrededor de los cementerios y cosas por el estilo.

«Y cosas por el estilo». Darlington miró a su alrededor, pero todo lo que vio era lo
que todos los demás veían: estudiantes, gente que trabajaba en el juzgado o en la cadena
de tiendas a lo largo de Chapel, disfrutando del sol en su hora de almuerzo.

Sabía que los caminos que parecían dividir al Green arbitrariamente habían sido
trazados por un grupo de francmasones para tratar de apaciguar y contener a los muertos
cuando el cementerio había sido trasladado a unas pocas cuadras de distancia. Sabía que
sus líneas de brújula —o un pentagrama, dependiendo de a quién se lo pidieras— podían
verse desde arriba. Conocía el lugar donde el Roble de Lincoln se había derrumbado
después del huracán Sandy, revelando un esqueleto humano enredado en sus raíces, uno
de los muchos cuerpos que nunca se trasladaron al cementerio de la calle Grove. Veía la
ciudad de forma diferente porque la conocía, y su conocimiento no era casual. Era
adoración. Pero ninguna cantidad de amor podía hacerle ver a los Grises. No sin
Orozcerio, otro éxito del Tazón Dorado. Se estremeció. Cada vez era un riesgo, otra
oportunidad de que su cuerpo dijera suficiente, que uno de sus riñones simplemente
fallara.

—Tiene sentido que no los veas aquí —dijo—. Ciertas cosas los llevarían a
camposantos y cementerios, pero como regla general, se mantienen alejados.
Ahora él tenía su atención. Interés real despertó en ella, el primer indicio de algo
más allá de la reserva vigilante. —¿Por qué?

—Los Grises aman la vida y todo lo que les recuerde que están vivos. Sal, azúcar,
sudor. Luchar y follar, lágrimas y sangre y drama humano.

—Pensé que la sal los mantenía alejados.

Darlington levantó la frente. —¿Viste eso en la televisión?

—¿Te haría más feliz si te dijera que lo aprendí de un libro antiguo?

—En realidad, sí.

—Qué lástima.

—La sal es un purificador —dijo, mientras cruzaban la calle Temple—, por lo


que es buena para desterrar a los demonios, aunque para mi gran dolor nunca he tenido
el honor de hacerlo personalmente. Pero cuando se trata de los Grises, hacer un círculo
de sal es el equivalente a dejar una lamida de sal para los ciervos.

—¿Qué los mantiene alejados?

Su necesidad crepitaba a través de las palabras. Así que allí es donde estaba su
interés.

—Polvo de hueso. Tierra del cementerio. Los restos de ceniza de cremación.


Memento mori. —Él la miró—. ¿Algo de latín? —Ella agitó la cabeza. Por supuesto que
no—. Odian los recuerdos de la muerte. Si quieres poner tu habitación a prueba de
Grises, cuelga una impresión de Holbein. —Lo dijo en broma, pero pudo ver que ella
estaba masticando lo que él había dicho, recordando el nombre del artista. Darlington
sintió una punzada aguda de culpa que no disfrutó. Había estado tan ocupado
envidiando la habilidad de esta chica, que no había considerado cómo sería si nunca
pudieras cerrar la puerta a los muertos—. Puedo resguardar tu habitación —dijo a modo
de penitencia—. Todo tu dormitorio si quieres.

—¿Puedes hacer eso?

—Sí —dijo—. Y puedo mostrarte cómo hacerlo también.


—Cuéntame el resto —dijo Alex. Lejos de la oscura caverna de los dormitorios,
el sudor se había formado en un brillo resbaladizo sobre la nariz y la frente, reuniéndose
encima de su labio superior. Ella iba a empapar esa camisa, y él pudo ver que se sentía
cohibida al respecto por la forma en que sostenía sus brazos rígidamente a los costados.

—¿Leíste La vida de Lethe?

—Sí.

—¿De verdad?

—Lo he hojeado.

—Léelo —dijo—. Te he hecho una lista de otros materiales que te ayudarán a


ponerte al día. La mayoría de las historias de New Haven y nuestra propia historia de
las sociedades compilada.

Alex sacudió la cabeza con un movimiento brusco. —Quiero decir, dime en qué
estoy metida aquí... contigo.

Esa era una pregunta difícil de responder. Nada. Todo. Lethe debía ser un regalo,
¿pero podría serlo para ella? Había mucho que contar.

Abandonaron el Green y él vio cómo la tensión volvía a caer sobre sus hombros,
aunque todavía no había nada que sus ojos pudieran ver que lo justificara. Pasaron la
fila de bancos agrupados a lo largo de Elmo, asomándose sobre Kebabian, la pequeña
tienda de alfombras rojas que de alguna manera había prosperado en New Haven
durante más de cien años, y luego giraron a la izquierda hacia Orange. Estaban a sólo
unas pocas cuadras del campus propiamente dicho, pero se sentía como si fueran
kilómetros. El bullicio de la vida estudiantil desapareció, como si entrar en la ciudad
fuera como caer de un acantilado. Las calles eran un desastre de lo nuevo y lo antiguo:
casas de pueblo suavemente desgastadas, aparcamientos estériles, una sala de conciertos
cuidadosamente restaurada, la gigantesca altura de la Autoridad de Vivienda.

—¿Por qué aquí? —preguntó Alex cuándo Darlington no respondió su pregunta


anterior. —¿Qué tiene este lugar que los atrae?
La respuesta corta era ¿Quién sabe? Pero Darlington dudaba de que eso lo arrojara
a él o a Lethe en la luz más confiable.

—A principios del siglo XVIII, la magia se movía del viejo mundo al nuevo,
dejando a Europa junto con sus practicantes. Necesitaban un lugar donde almacenar sus
conocimientos y preservar sus prácticas. Nadie está seguro de por qué en New Haven
funcionó. También lo intentaron en otros lugares —dijo Darlington con cierto orgullo—
. Cambridge. Princeton. New Haven fue donde la magia emergió, se sostuvo y echó
raíces. Algunas personas piensan que es porque el Velo es más delgado aquí, más fácil
de perforar. Puedes ver por qué Lethe está feliz de tenerte a bordo. —«Al menos, algunos
de Lethe»—. Quizá puedas ofrecernos respuestas. Hay Grises que han estado aquí mucho
más tiempo que la universidad.

—¿Y estos practicantes pensaron que sería inteligente enseñar toda esta magia a
un grupo de universitarios?

—El contacto con lo misterioso se cobra un peaje. Cuanto más viejo te vuelves,
más difícil es soportar ese contacto. Así que cada año, las sociedades reponen la
provisión con un nuevo lote, una nueva delegación. La magia es literalmente un arte
moribundo, y New Haven es uno de los pocos lugares en el mundo donde todavía se
puede dar vida.

Ella no dijo nada. ¿Estaba asustada? Bien. Tal vez leyera los libros que le asignó
en vez de hojearlos.

—Hay más de cien sociedades en Yale en este momento, pero no nos


preocupamos por la mayoría de ellas. Se reúnen para cenar, cuentan sus historias de
vida, hacen un pequeño servicio comunitario. Son las Ancestrales Ocho las que
importan. Las sociedades enraizadas. Las Casas del Velo. Ellas son las que han
mantenido sus tumbas continuamente.

—¿Tumbas?

—Apuesto a que ya has visto algunas de ellas. Casas de Club, aunque parecen
más bien mausoleos.

—¿Por qué no nos preocupamos por las otras sociedades? —preguntó.


—Nos importa el poder, y el poder está ligado al lugar. Cada una de las Casas
del Velo creció alrededor de una rama del arcano y se dedica a estudiarla, y cada una
construyó su tumba sobre un nexo de poder. Excepto Berzelius, y a nadie le importa
Berzelius. —Fundaron su sociedad en respuesta directa a la creciente presencia mágica
en New Haven, afirmando que las otras Casas eran charlatanes y diletantes
supersticiosos, dedicándose a las inversiones en nuevas tecnologías y a la filosofía de que
la única verdadera magia era la ciencia. Habían logrado sobrevivir a la caída de la bolsa
de 1929 sin ayuda de pronósticos, y cojeaban hasta la caída de 1987, cuando habían sido
prácticamente eliminados. Como era de esperarse, la única magia verdadera era la
magia.

—Un nexo —repitió Alex—. ¿Están por todo el campus? ...los nexes...

—Nexos. Piensa en la magia como un río. Los nexos son donde el poder gira, y
es lo que permite que los rituales de las sociedades funcionen con éxito. Hemos
cartografiado doce en la ciudad. Se han construido tumbas sobre ocho de ellas. Los otros
están en sitios donde ya existen estructuras, como la estación de tren, y donde sería
imposible construir. Algunas sociedades han perdido sus tumbas con el tiempo. Pueden
estudiar todo lo que quieran. Una vez que se rompe esa conexión, no logran mucho.

—¿Y me estás diciendo que todo esto ha estado pasando por más de cien años y
nadie lo ha descubierto?

—Las Ancestrales Ocho han producido algunos de los hombres y mujeres más
poderosos del mundo. Gente que literalmente dirige gobiernos, la riqueza de las
naciones, que forja la forma de la cultura. Han dirigido todo, desde las Naciones Unidas
hasta el Congreso, desde el New York Times hasta el Banco Mundial. Han fijado casi
todas las Series Mundiales, seis Super Bowls, los Premios de la Academia, y al menos
una elección presidencial. Cientos de sitios web están dedicados a desentrañar sus
conexiones con los masones, los Illuminati, el Grupo Bilderberg… la lista continúa.

—Tal vez si se reunieran en Denny's en vez de en mausoleos gigantes, no tendrían


que preocuparse por eso.
Habían llegado a Il Bastone, la Casa Lethe, tres pisos de ladrillo rojo y vitrales,
construidos por John Anderson en 1882 por una suma escandalosa y abandonados
apenas un año después. Afirmó que estaba siendo perseguido por las altas tasas de
impuestos de la ciudad. Los registros de Lethe contaban una historia diferente, una que
involucraba a su padre y al fantasma de una chica muerta que fumaba puros. Il Bastone
no se extendía como Black Elm. Era una casa de ciudad, encapsulada a ambos lados por
otras propiedades, alta pero contenida en su grandeza.

—No están preocupados —dijo Darlington—. Acogen con beneplácito todas las
teorías de conspiración y a los locos con sombrero de hojalata.

—¿Porque les gusta sentirse interesantes?

—Porque lo que realmente están haciendo es mucho peor. —Darlington abrió la


puerta de hierro forjado negro y vio que el pórtico de la vieja casa se enderezaba un poco,
como si fuera una anticipación—. Después de ti.

Tan pronto como la puerta se cerró, la oscuridad los envolvió. Desde algún lugar
debajo de la casa, un aullido sonó alto y hambriento. Galaxy Stern había preguntado
por qué estaba aquí. Era hora de enseñárselo.
Traducido por Alejandra 122

«¿Quién se muere en un gimnasio?» Después de su llamada con Dawes, Alex


retrocedió a través de la plaza. Había ido al Gimnasio Payne Whitney solamente una
vez: cuando había dejado que Mercy la arrastrara a clase de salsa, donde una chica
blanca en pantalones ajustados no dejaba de repetir pivote, pivote, pivote.

Darlington la había intentado convencer de usar las pesas para “mejorar su


resistencia cardiovascular”.

—¿Para qué? —Alex le había preguntado.

—Para superarte.

Solo Darlington podría decir eso con una cara seria. Pero, por otro lado, él corría
diez kilómetros cada mañana y entraba a las habitaciones con una nube de perfección
física. Cada vez que se aparecía en la suite Vanderbilt, era como si alguien hubiera hecho
correr una corriente eléctrica a través del suelo. Lauren, Mercy, incluso la callada y
ceñuda Anna, se enderezaban un poco, les brillaban los ojos y lucían un poco frenéticas,
como un montón de ardillas bien vestidas. A Alex le hubiera gustado ser inmune a él:
su cara bonita, su delgada figura, la forma en que ocupaba el espacio como si fuera el
dueño. Tenía una manera de apartarse distraídamente el cabello castaño de su frente que
te hacía querer hacerlo por él. Pero el atractivo de Darlington era opacado por ese temor
saludable que infundía en ella. Al final del día, él era un chico rico en un buen abrigo
que podía hundirla sin intentarlo.

Ese primer día en la mansión de Orange —le había lanzado los chacales encima.
Chacales. Él había pronunciado un agudo silbido y ellos habían salido disparados desde
los arbustos cercanos a la casa, gruñendo y aullando. Alex había gritado. Sus piernas se
habían enredado cuando se había girado para correr y había caído al pasto, casi
empalándose en la baja cerca de hierro. Ella había aprendido en sus primeros días con
Len a siempre observar a la persona a cargo. Ésta cambiaba de cuarto a cuarto, de casa
a casa, de trato a trato, pero siempre era redituable saber quién era el que tomaba las
grandes decisiones. Ese era Darlington. Y Darlington no lucía asustado. Lucía
interesado.

Los Chacales la estaban asechando, con las espaldas arqueadas, babeando y


enseñándole los dientes.

Lucían como zorros. Se parecían a los coyotes que recorrían Hollywood Hills.
Lucían como sabuesos.

«Nosotros somos los pastores. »

—Darlington… —dijo, forzando una voz calmada—. Retira a tus malditos


perros.

Él había dicho una serie de palabras que ella no entendió y las criaturas se habían
escabullido de nuevo detrás de los arbustos, su agresividad desvaneciéndose, rebotando
sobre sus patas y mordisqueando los talones del otro. Había tenido el descaro de
sonreírle mientras le ofrecía elegantemente una mano. La chica de Van Nuys en su
interior anhelaba abofetearlo, clavar sus dedos en su tráquea y hacer que se arrepintiera.
Sin embargo, se obligó a si misma a tomar su mano y dejar que la ayudara a levantarse.
Ese fue el comienzo de un muy largo día.

Cuando Alex había regresado finalmente a los dormitorios, Lauren espero un


minuto entero antes de abalanzarse a preguntar, —¿Tu primo tiene novia?

Estaban sentadas alrededor de una nueva mesa de centro, intentado que sus
piernas no temblaran mientras empujaban los pequeños tornillos de plástico. Anna se
había escabullido por ahí y Lauren había ordenado pizza. La ventana estaba abierta,
dejando entrar los comienzos de una brisa anunciando el atardecer, y Alex sintió que
estaba mirándose desde el patio: una niña feliz, una niña normal, rodeada de gente con
futuro que asumía que ella tenía uno también. Ella había querido aferrarse a ese
sentimiento, conservarlo para sí.
—Sabes… no tengo idea. —Ella había estado tan agobiada que no había tenido
la oportunidad de ser curiosa.

—Él huele a dinero —dijo Mercy.

Lauren le lanzó una llave Allen. —Eso es de mal gusto.

—No empiecen a salir con mi primo —dijo Alex, porque esa era la clase de cosas
que decían estas chicas—. No necesito ese lío.

En esa noche, con el viento intentando entrar a su abrigo de invierno, Alex pensó
en esa chica, iluminada en oro, sentada en ese círculo sagrado. Ese era el último
momento de paz que podía recordar. Solo habían pasado cinco meses, pero se sentían
como muchos más.

Giró hacia la izquierda, oculta por las blancas columnas que corrían a lo largo
del lado sur del vasto comedor que todos seguían llamando Comunes, aunque se suponía
que ahora era el Centro Schwarzman. Schwarzman era un Huesero, clase de 1969, que
había administrado un fondo de capital privado notoriamente exitoso, el Grupo
Blackstone. El centro era el resultado de una donación de ciento cincuenta millones de
dólares a la universidad, un regalo y una especie de disculpa por magia perdida,
proveniente de un ritual no autorizado, que había ocasionado comportamientos
extraños y convulsiones en la mitad de los miembros de la banda musical oficial de Yale,
la Banda de Guerra de Precisión Yale, durante un juego de futbol americano contra
Dartmouth.

Alex pensó en los Grises del anfiteatro, boquiabiertos. Había sido una
pronosticación de rutina. Nada debería haber salido mal, pero algo definitivamente
había pasado, incluso si ella era la única que lo sabía. ¿Y ahora que suponía que debía
lidiar con un asesinato? Sabía que Darlington y Dawes vigilaban los homicidios en el
área de New Haven, solo para asegurarse que no apestara a sobrenatural, no fuera a ser
que alguna de las sociedades se hubiera puesto muy entusiasta y hubiera cruzado la línea
en alguno de sus rituales.

Frente a ella, los Grises formaban una especie de papilla que se desplazaba a
través del techo de la escuela de leyes, expandiéndose, formando espirales como leche
vertida sobre el café, atraídos por el hedor a miedo y ambición. La imponente tumba
blanca de Libro y Serpiente se alzaba a su derecha. De todos los edificios de las
sociedades, era el más parecido a una tumba. —Frontón griego, columnas Jónicas.
Cosas ordinarias —Darlington había dicho. Guardaba su admiración para las celosías
árabes y los pergaminos de Pergamino y Llave, las severas líneas de manuscritos de
mediados de siglo. Pero era la cerca que rodeaba Libro y Serpiente la que siempre atraía
la atención de Alex: hierro negro plagado de serpientes. —El símbolo de Mercurio, dios
del comercio —Darlington había dicho.

Dios de los ladrones. Incluso Alex conocía a éste. Mercurio era el mensajero.

Delante de ella yacía el Cementerio Grove Street. Alex vislumbró un cúmulo de


Grises reunidos en una tumba cerca de la entrada. Probablemente alguien había dejado
galletas para un familiar difunto o alguna ofrenda azucarada dejada por algún fan para
alguno de los artistas o arquitectos enterrados ahí. Pero el resto del cementerio, como
todos los cementerios en la noche, estaba libre de fantasmas. Durante el día, los Grises
eran llamados por las lágrimas saladas y las fragantes flores de los dolientes, regalos que
los vivos dejaban a los muertos. Había aprendido que amaban cualquier cosa que les
recordara la vida. La cerveza derramada y la risa estridente de las fiestas de fraternidad;
las bibliotecas en temporada de exámenes, cargadas de ansiedad, café y latas abiertas de
dulce y empalagosa Coca Cola; los dormitorios, ruidosos por los chismes y parejas
jadeantes, con mini refrigeradores desbordantes de comida echándose a perder,
estudiantes dando vueltas en la cama y sueños llenos de sexo y terror. «Ahí es donde
debería estar yo», pensó Alex, «en el dormitorio, bañándome en ese baño mugriento, no
caminando por un cementerio en la oscuridad de la noche. »

Las rejas del cementerio se habían construido para parecerse a un templo egipcio,
sus gruesas columnas talladas con flores de loto, la basa adornada con letras gigantes:
LOS MUERTOS SE ALZARÁN. Darlington calificaba al punto al final de esa oración la puntuación
más elocuente del idioma inglés. Otra cosa que Alex se había forzado a investigar, otro
fragmento de código a descifrar. Resultó que la cita era de un verso bíblico:
He aquí, os digo un misterio: no todos dormiremos, pero todos seremos transformados en
un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final; pues la trompeta sonará y los muertos
se alzarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados.

—Incorruptibles. —Cuando vio esa palabra entendió la sonrisa burlona de


Darlington. Los muertos se alzarán, pero en lo referente a incorruptibilidad, el
Cementerio Grove Street no podía prometer nada. En New Haven, era mejor no esperar
garantías.

La escena enfrente del gimnasio Payne Whitney le recordaba a Alex del


anfiteatro, los reflectores de la policía iluminaban la nieve, arrojando las sombras de los
espectadores contra el suelo en líneas rígidas. Hubiera sido hermoso, grabados en blanco
y negro como una litografía, pero el efecto se arruinaba por las barreras de cinta amarilla
y el rítmico y lento remolino azul y rojo de las patrullas que habían estacionado para
bloquear la intersección. La actividad parecía enfocarse en el triángulo vacío de tierra en
el centro.

Alex pudo ver una camioneta de un forense con las puertas abiertas; oficiales
uniformados resguardaban el perímetro; hombres en chaquetas azules, que pensó que
eran forenses basándose en las series de televisión que había visto; estudiantes que
habían salido de sus dormitorios para ver lo que estaba pasando a pesar de que era tarde.

Su tiempo con Len la había hecho desconfiar de los policías. Cuando era más
joven, había logrado que la dejara ayudarlo con las entregas, porque ningún uniformado,
fuera la seguridad del campus o la Policía de Los Ángeles iba a detener a una niña
regordeta en trenzas que buscaba a su hermana mayor en la escuela secundaria. Pero al
crecer, había perdido la apariencia de alguien que pertenecía a lugares saludables.

Incluso cuando no estaba cargada, había aprendido a mantenerse lejos de los


policías. Algunos de ellos parecían simplemente olfatear problemas en ella. Pero ahora
estaba caminando hacia ellos, alisando su cabello con manos enguantadas, solo una
estudiante más.

Centurión no fue difícil de divisar. Alex había visto al Detective Abel Turner
exactamente una vez. Había estado sonriendo, amable, en un instante había averiguado
que no solo la odiaba a ella sino también a Darlington y todo lo relacionado con Lethe.
No estaba segura de porque lo habían elegido Centurión, el enlace entre la Casa Lethe
y el jefe de la Policía, pero él claramente no quería el trabajo.

Estaba parado hablando con otro detective y un uniformado. Era media cabeza
más alto que cualquiera de ellos, negro, su cabeza afeitada con un ligero
desvanecimiento. Llevaba un elegante traje azul marino con lo que probablemente era
un auténtico abrigo Burberry, rodeado de ambición. «Demasiado bonito», su abuela
hubiera dicho, «Quien se prestado se vestio, en medio de la calle se quito.» Estrea Stern no
confiaba en los hombres guapos, particularmente en los bien vestidos

Alex merodeaba cerca de la barricada. Centurión estaba en la escena justo como


Dawes había prometido, pero Alex no estaba segura de cómo llamar su atención o que
hacer una vez que la tuviera. Las sociedades se reunían martes y domingos. Ningún tipo
de ritual sin importar su riesgo estaba permitido sin que hubiera algún delegado de la
Casa Lethe presente, pero eso no significaba que nadie se hubiera salido del guion. Tal
vez se había corrido la voz de que Darlington estaba “en España” y alguien de una de
las sociedades hubiera aprovechado la oportunidad para probar algo nuevo. No creía
que hubieran tenido en mente algo malvado, pero los Tripps y Mirandas del mundo
podían hacer mucho daño sin siquiera intentarlo. Sus errores nunca quedaban en eso.

La multitud a su alrededor se había dispersado casi inmediatamente y Alex


recordó lo mal que debía oler, pero no había nada que pudiera hacer para remediarlo en
esos momentos. Tomó su teléfono y buscó entre sus pocos contactos. Había obtenido
un nuevo teléfono al aceptar la oferta de Lethe, borrando su antigua vida en un simple
acto de desaparición, así que era una lista de números muy corta. Sus compañeras de
cuarto. Su mamá, que le escribía cada mañana con una serie de caritas felices, como si
los Emoji fueran su propio encantamiento. Turner estaba ahí también, pero Alex nunca
le había escrito, nunca había tenido que hacerlo.

«Estoy aquí», escribió, luego agregó, «Soy Dante», por la posibilidad de que él no se
hubiera molestado en agregarla a sus contactos.

Observó como Turner sacaba su teléfono de su bolsillo y leía el mensaje. No miró


a su alrededor.
Su teléfono vibró un segundo después.

«Lo sé. »

Alex esperó por diez minutos, veinte. Observó a Turner terminar su


conversación, consultar a una mujer de chaqueta azul, caminar de un lado a otro cerca
de un área marcada, donde debieron encontrar el cuerpo.

Un cúmulo de Grises estaba pululando alrededor del gimnasio. Alex dejó que sus
ojos se deslizaran sobre ellos, sin aterrizar en alguna parte, apenas enfocando. Algunos
eran Grises locales que siempre se podían ver en el área: un remero que se había ahogado
en los Cayos de Florida, pero que ahora regresaba para embrujar los tanques de
entrenamiento, un hombre corpulento que claramente habría sido jugador de futbol.
Pensó haber vislumbrado al Novio, el fantasma más famoso de la ciudad y un favorito
de los amantes de los asesinatos y de las guías turísticas de Nueva Inglaterra Embrujada;
supuestamente había matado a su prometida y se había suicidado en las oficinas de una
fábrica que alguna vez estuvo a kilómetro y medio de aquí. No dejó que su mirada se
detuviera para confirmarlo. Payne Whitney siempre fue un faro para los Grises,
empapado de sudor y esfuerzo, lleno de hambre y corazones acelerados.

—¿Cuándo los viste por primera vez? —le había preguntado Darlington el día
que se conocieron, el día que le había lanzado los chacales encima. Darlington hablaba
siete idiomas. Practicaba esgrima. Sabía jiujitsu brasileño y como reconectar una caja
eléctrica, podía citar poesía y obras de teatro de personas que Alex nunca había
escuchado. Pero siempre hacía las preguntas equivocadas.

Alex checó su teléfono, Había perdido otra hora. En este punto ni siquiera
debería molestarse en ir a dormir. Sabía que no estaba en la cima de la lista de
prioridades de Turner, pero estaba apurada.

Escribió: Mi siguiente llamada es para Sandow.

Era mentira, una que Alex esperaba engañara a Turner. Si se rehusaba a hablar
con ella, felizmente lo delataría con el decano, pero a una hora más adecuada. Primero
iría a casa y dormiría dos gloriosas horas.
En lugar de eso, observó a Turner sacar el teléfono de su bolsillo, sacudir su
cabeza y luego deambular hacia ella. Su nariz ligeramente arrugada, pero todo lo que
dijo fue: —Señorita Stern, ¿cómo puedo ayudarte?

Alex no sabía realmente, pero él le había dado suficiente tiempo para formular
una respuesta. —No estoy aquí para molestarte. Estoy aquí porque me dijeron que lo
hiciera.

Turner le dio una risa convincente. —Todos tenemos trabajo que hacer, señorita
Stern.

«Estoy muy segura de que desearías que tu trabajo incluyera retorcerme el cuello en estos
momentos». —Lo entiendo, pero es jueves en la noche.

—Precedido por el miércoles y seguido por el viernes.

«Adelante, hazte el tonto». A Alex le hubiera encantado darse la vuelta, pero


necesitaba algo para poner en su reporte. —¿Hay una causa de muerte?

—Por supuesto que algo causó su muerte.

«Este idiota». —Me refería…

—Sé a qué te referías. Nada definitivo aún, pero me aseguraré de escribírselo al


decano cuando sepamos más.

—Si una sociedad está involucrada…

—No hay razón para pensar eso. —Como si estuviera en una conferencia de
prensa, añadió—: Por el momento.

—Es jueves —repitió. Aunque las sociedades se reunían dos veces por semana,
los rituales solo se llevaban a cabo la noche del jueves. Los domingos eran para “Estudio
en silencio e investigación”, lo que usualmente significaba un banquete elegantemente
servido en platos caros, un orador invitado ocasional y mucho alcohol.

—¿Estuviste con los idiotas esta noche? —dijo él, aun con voz agradable—. ¿Es
por eso por lo que hueles a mierda calentada? ¿Con quién estabas?

Esa parte problemática suya le hizo decir: —Suenas como un novio celoso.
—Sueno como policía. Contéstame.

—Esta noche, los Hueseros.

Lucía aturdido. —Diles que regresen el cráneo de Gerónimo.

—No lo tienen —Alex dijo sinceramente. Unos años atrás, los herederos de
Gerónimo habían demandado a la sociedad, pero había quedado en nada. Los Hueseros
sí tenían su hígado e intestino delgado en un frasco, pero no sintió que fuera el momento
adecuado para decirlo.

—¿Dónde está Darlington? —preguntó Turner.

—España.

—¿España? —Por primera vez, la expresión calmada de Turner desapareció.

—Estudiando.

—¿Y te dejó a ti a cargo?

—Claro.

—Debe tenerte mucha fe.

—Seguro que la tiene. —Alex le lanzó su mejor sonrisa ganadora, y por un


segundo pensó que el detective le sonreiría de vuelta, porque hacía falta un hipócrita
para conocer a otro. Pero no lo hizo. Ya había sido cuidadoso por demasiado tiempo.

—¿De dónde eres, Stern?

—¿Por qué?

—Mira… —dijo—. Luces como una linda chica…

—No —dijo Alex—. No es cierto.

Turner alzó una ceja, ladeó la cabeza, evaluando, luego asintió, concediéndole el
punto. —Está bien —dijo—. Tienes trabajo que hacer esta noche y yo también. Tú
hiciste tu parte. Hablaste conmigo. Le harás saber a Sandow que una chica murió aquí,
una chica blanca que va a atraer demasiada atención incluso si no te involucras.
Mantendremos esto lejos de la universidad y… todo eso. —Hizo un gesto con la mano
como si estuviera espantando a una mosca en lugar de ahuyentar a una camarilla, de
magia antigua, de un siglo de antigüedad—. Haz hecho tu parte y puedes irte a casa. Es
lo que querías ¿no es así?

¿No acababa Alex de pensar exactamente lo mismo? Aun así, dudó, sintiendo el
peso del juicio de Darlington. —Quiero. Pero el decano Sandow querrá…

La máscara de Turner se desvaneció, dejando ver la fatiga de la noche y el enojo


por su presencia. —Es del pueblo, Stern. Hazte a un lado, maldita sea.

«Es del pueblo». No una estudiante. No conectada a las sociedades. «Déjalo ir. »

—Sí —dijo Alex—. Está bien.

Turner sonrió. Aparecieron hoyuelos en sus mejillas haciéndolo lucir infantil,


complacido, casi como una sonrisa real. —Ahí lo tienes.

Le dio la espalda, y deambuló de regreso hacia su gente.

Alex volteó hacia la fachada gótica Gris de Payne Whitney. No lucía como un
gimnasio, pero nada aquí parecía lo que era. «Eso es lo que quieres, ¿no es así?»

El detective Turner la entendía en una forma que Darlington nunca lo hizo.

Bueno. Muy bueno. Mejor. Esa era la trayectoria que te llevaba a este lugar. Algo
que Darlington, y probablemente el resto de esos niños entusiastas y esforzados, nunca
entenderían es que ella se habría conformado felizmente con menos que Yale.
Darlington era todo sobre la búsqueda de la perfección, algo espectacular. Él no sabía lo
hermosa que una vida normal podía ser, lo fácil que era desviarse de la media.
Empezabas durmiendo hasta medio día, te saltabas una clase, un día de escuela, perdías
un trabajo, luego otro, olvidabas la forma en que una persona normal hacía las cosas.
Perdías el lenguaje de la vida ordinaria. Y luego, sin pretenderlo, cruzabas a un país del
que no podías regresar. Vivías en un estado donde la tierra parecía resbalar bajo tus pies,
sin esperanza de regresar a un lugar sólido.

No importaba que Alex hubiera presenciado a los delegados de Calavera y


Huesos prediciendo el futuro de la Bolsa utilizando las entrañas de Michael Reyes o que
hubiera visto una vez al capitán del equipo de lacrosse convertirse en una rata de campo
(Había chillado y luego, podía jurar que alzó su pequeño puño rosa.), Lethe era la forma
que tenía Alex para volver a la normalidad. Ni siquiera tenía que ser excepcional. Ni
siquiera debía ser buena, solo suficientemente buena. Turner le había dado permiso. Ve
a casa. Duerme. Toma un baño. Regresa al trabajo real que es tratar de pasar tus clases
y atravesar el año. Sus notas de primer semestre habían sido suficientemente malas como
para estar en probatoria académica.

«Es del pueblo. »

Excepto que a las sociedades les gustaba usar a chicos y chicas del pueblo para
sus experimentos. Esa era la razón de la existencia de Lethe. O una gran parte de ella.
Y Alex había pasado la mayor parte de su vida como pueblo.

Ojeó la camioneta del forense, estacionada mitad encima y mitad debajo de la


acera. Turner seguía dándole la espalda.

El error que muchos cometían al tratar de no ser detectados era tratar de parecer
casuales, así que en lugar de eso se dirigió hacia la camioneta con propósito, una chica
que necesitaba llegar a los dormitorios. Era tarde, después de todo. Cuando rodeó la
parte de atrás del vehículo; le dio un vistazo rápido a Turner, luego se deslizó dentro de
las puertas completamente abiertas del vehículo, cuando un forense uniformado se giró
hacia ella.

—Oye —dijo. Él se mantuvo en cuclillas, con rostro desconfiado, su cuerpo


cubriendo la vista detrás de él. Alex tomó una de las monedas de oro que mantenía en
el forro de su abrigo—. Tiraste esto.

Él vio el destello y sin pensarlo extendió la mano a tomarla, su respuesta por


cortesía y comportamiento entrenado. Alguien te ofrecía un favor, tú lo aceptabas. Pero
también fue un impulso de urraca, el atractivo de algo brillante. Ella se sentía un poco
como un trol en un cuento de hadas.

—No creo que… —inició. Pero tan pronto como sus dedos se cerraron alrededor
de la moneda, su rostro se relajó, la coerción apoderándose de él.

—Muéstrame el cuerpo —dijo Alex, casi esperando que se negara. Había visto a
Darlington usar una con un guardia de seguridad antes, pero ella nunca había usado una
moneda de compulsión antes.
El forense ni siquiera parpadeó, solo retrocedió adentrándose más a la camioneta
y le ofreció su mano. Ella trepó detrás de él dando un vistazo rápido sobre su hombro y
cerró las puertas. No tenían mucho tiempo. Todo lo que necesitaba era que el conductor
o peor, Turner, llamara a la puerta o la encontrara ahí, charlando sobre un cuerpo.
Tampoco estaba segura de cuánto duraría la coerción. Esta pieza particular de magia
provenía del Manuscrito. Se especializaban en magia de espejo, encanto, persuasión.
Cualquier objeto podía ser encantado, el más famoso fue un condón, que había
convencido a un promiscuo diplomático sueco de entregar un alijo de documentos
confidenciales.

Las monedas requerían de una tremenda cantidad de magia para generarse, por
lo que eran escasas en Lethe y Alex había sido tacaña con las dos que le habían asignado.
¿Por qué estaba malgastando una ahora?

Mientras Alex alcanzaba al forense en el reducido espacio, vio que sus fosas
nasales se dilataban con su olor, pero sus dedos ya estaban en la cremallera de la bolsa
del cuerpo, la moneda apretada en su otra mano. Estaba moviéndose demasiado rápido,
como si alguien fuera a adelantársele, y Alex sintió la necesidad de pedirle que se
detuviera por un segundo, pero luego el momento pasó y había terminado de abrir la
bolsa de cadáveres, el vinilo negro separándose como la piel de una fruta.

—Jesús —sopló Alex.

El rostro de la chica era frágil, con venas azules. Usaba una camiseta de algodón
blanca, rasgada y fruncida en los sitios donde el cuchillo había entrado y salido, una y
otra vez. Todas las heridas estaban centradas en su corazón, y había sido atacada con
tanta fuerza que parecía que su esternón hacía comenzado a ceder, los huesos
fracturados en un poco profundo y sangriento cráter. De repente, Alex se arrepintió de
no haber tomado el enérgico consejo de Turner de irse a casa. Esto no lucía como un
ritual que salió mal. Lucía personal.

Tragó la bilis que se le subió a la garganta y se forzó a inhalar profundamente. Si


esta chica había de alguna forma sido blanco de una sociedad o se había metido con lo
sobrenatural, el olor del Velo debía seguir en ella. Pero con el propio hedor de Alex
llenando la ambulancia, era imposible de decir.
—Fue el novio.

Alex volteó a ver al forense. Se suponía que las coerciones hicieran a los que
estaban bajo su poder deseosos de complacer.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Turner lo dijo. Ya fueron por él para interrogarlo. Tiene antecedentes.

—¿De qué?

—Tráfico y posesión. También ella.

Por supuesto que ella también. El novio movía producto y esta chica lo hacía
también. Pero había un largo trecho entre tráfico de poca monta y el asesinato. «Algunas
veces», se recordó a sí misma. «Algunas veces no está lejos en absoluto. »

Alex miró de nuevo el rostro de la chica. Era rubia, un poco como Hellie.

El parecido era superficial, al menos en el exterior. ¿Pero por dentro? En esencia,


eran iguales. Chicas como Hellie, chicas como Alex, chicas como esta, tenían que
mantenerse corriendo o eventualmente los problemas las alcanzaban. Esta chica
simplemente no había corrido suficientemente rápido.

Había bolsas de papel sobre sus manos, para preservar la evidencia, Alex notó.
Tal vez había rasguñado a su atacante.

—¿Cuál es su nombre? —No importaba, pero Alex lo necesitaba para su reporte.

—Tara Hutchins.

Alex lo escribió en su teléfono para no olvidarlo. —Cúbrela.

Estaba feliz de no tener que seguir viendo ese cuerpo brutalizado. Esto era
grotesco y asqueroso, pero eso no significaba que Tara estuviera conectada con las
sociedades. Las personas no necesitaban magia para ser terribles entre ellos.

—¿Hora de la muerte? —preguntó. Sonaba como la clase de cosas que debía


saber.

—En algún momento alrededor de las nueve. Es difícil precisarlo por el frío.
Ella hizo una pausa, con su mano en la manija de las puertas de la camioneta.
Alrededor de las nueve. Justo alrededor del momento en el que dos Grises dóciles, que
nunca habían causado problemas, habían abierto sus mandíbulas como si estuvieran
intentado comerse al mundo y algo había intentado entrar a golpes al círculo de tiza. ¿Y
si ese algo encontró la forma de llegar a Tara en su lugar?

¿O que pasaría si a su novio lo habían jodido lo suficiente como para pensar que
podía atravesarle el corazón? Había muchos monstruos humanos ahí afuera. Alex había
conocido algunos. Por ahora ella había “hecho su parte”. Más que eso.

Alex abrió la puerta de la camioneta, escaneó la calle y luego bajó de un salto. —


Olvida que me conociste —le dijo al forense.

Una vaga expresión de confusión cruzó su rostro. Alex lo dejó de pie, aturdido,
junto al cuerpo de Tara y se alejó cruzando la calle y manteniéndose en la acera oscura,
lejos de las luces de la policía. En un corto tiempo, la coerción se desvanecería y él se
preguntaría cómo fue que terminó con una moneda de oro en la mano. La pondría en
su bolsillo y se olvidaría de ella o la tiraría a la basura sin siquiera darse cuenta de que el
metal era real.

Volvió a mirar a los Grises reunidos alrededor de Payne Whitney. ¿Era su


imaginación o había algo en la forma que tenían los hombros flexionados o la forma en
que se acurrucaban cerca de las puertas del gimnasio? Alex sabía que no debía mirarlos
detenidamente, pero en ese fugaz momento, pudo haber jurado que lucían asustados.
¿A que le tendrían que temer los muertos?

Podía escuchar la voz de Darlington en su cabeza: «¿Cuándo fue la primera vez que
los viste?» Bajo y vacilante , como si no estuviera seguro si la pregunta era tabú. Pero la
pregunta real, la correcta, era: «¿Cuándo fue la primera vez que supiste que debías tenerles
miedo? »

Alex se alegró de que nunca le hubiera preguntado.


¿Dónde empezamos a contar la historia de Lethe? ¿Empieza en 1824
con Bathsheba Smith? Tal vez debería. Pero se requerirían otros setenta
años y muchos desastres más antes de que Lethe llegara a existir. Así que,
en su lugar, apuntamos a 1898, cuando Charlie Baxter, un hombre sin casa y
sin importancia, apareció muerto con quemaduras en sus manos, pies y
escroto, y un escarabajo negro donde debería estar su lengua. Las
acusaciones volaron y las sociedades se encontraron bajo la amenaza de la
universidad. Para reparar la ruptura y, hablando francamente, para salvarse
a sí mismos, Edward Harkness, un miembro de Cabeza de Lobo, se reunió con
William Payne Whitney de Calavera y Huesos, y Hiram Bingham III de la ahora
difunta Fraternidad Acacia, para formar la Liga de Lethe como un cuerpo de
supervisión de las actividades ocultas de las sociedades.

De esas primeras reuniones surgió nuestra declaración de principios:


Estamos encargados de monitorear los ritos y prácticas de cualquiera de las
grandes sociedades traficando con magia, adivinación y discursos
sobrenaturales, con la intención expresa de mantener a los ciudadanos y a
los estudiantes a salvo de daños mentales, físicos y espirituales y de
fomentar relaciones amigables entre las sociedades y la administración
escolar.

Lethe fue financiada con una infusión de capital de Harkness y una


contribución obligatoria de los fideicomisos de cada una de las Ancestrales
Ocho. Cuando Harkness pidió la ayuda de James Gamble Rogers (Pergamino y
Llave, 1889) para crear un plan para Yale y diseñar muchas de sus
estructuras, él se aseguró que fueran construidas casas seguras y túneles
para Lethe a lo largo del campus.

Harkness, Whitney y Bingham se basaron en el conocimiento de cada una


de las sociedades para crear un depósito de magia arcana para uso de los
delegados de Lethe. Éste fue ampliado significativamente en 1911, cuando
Bingham viajó a Perú.

—de La Vida de Lethe: Procedimientos y protocolos de la Novena


Casa.
Traducido por Carol02.

—Vamos —dijo Darlington, ayudándola a ponerse de pie—. La ilusión se


romperá en cualquier momento y estarás acostada en el patio delantero como una
bebedora al mediodía. —La arrastró a medias por las escaleras hasta el pórtico. Había
manejado los chacales lo suficientemente bien, pero su color no era bueno y estaba
respirando con dificultad—. Estás terrible.

—Y tú eres un imbécil.

—Entonces ambos tenemos dificultades que superar. Me pediste que te dijera en


qué te metías. Ahora ya lo sabes.

Ella apartó su brazo. —Dime. No trates de matarme.

Él la miró fijamente. Era importante que ella entendiera. —Nunca estuviste en


peligro. Pero no puedo prometer que será siempre así. Si no te tomas esto en serio,
podrías lastimarte a ti misma o a alguien más.

—¿Alguien como tú?

—Sí —dijo—. La mayoría de las veces no pasa nada malo en las Casas. Verás
cosas que te gustaría olvidar. Milagros también. Pero nadie comprende completamente
lo que hay más allá del Velo o lo que podría suceder si se cruza. La muerte aguarda con
alas negras y nos encontraremos con hoplita, húsar, dragón.

Ella puso sus manos sobre sus muslos y lo miró. —¿Lo estás inventando?

—Cabot Collins. Lo llamaron el Poeta de Lethe. —Darlington alcanzó la


puerta—. Perdió ambas manos cuando un portal interdimensional se cerró sobre ellas.
Estaba recitando su último trabajo en ese momento.
Alex se estremeció. —Está bien, lo entiendo. Mala poesía, negocios serios. ¿Son
reales esos perros?

—Lo suficientemente reales. Son sabuesos espirituales, destinados a servir a los


hijos e hijas de Lethe. ¿Por qué las mangas largas, Stern?

—Marcas de seguimiento.

—¿En serio? —Sospechaba que ese podría ser el problema, pero no le creía del
todo.

Se enderezó y su espalda crujió. —Seguro. ¿Entramos o no?

Él movió la barbilla hacia su muñeca. —Muéstrame.

Alex levantó su brazo, pero ella no empujó su manga hacia atrás. Ella solo se lo
tendió a él, como si fuera a tocar una vena para extraer sangre.

Un reto. Uno que de repente no quería aceptar. No era asunto suyo. Él debería
decirle eso. Déjalo ir.

En cambio, él la agarró de la muñeca. Los huesos eran estrechos, afilados en su


mano. Con su otra mano empujó la tela de su camisa por la pendiente de su antebrazo.
Se sintió como un preludio.

Sin pinchazos de aguja. Su piel estaba cubierta de tatuajes: la cola rizada de una
serpiente de cascabel, el resplandor solar de una peonía y...

—La Rueda. —Resistió el impulso de tocar con el pulgar la imagen debajo de la


curva de su codo. Dawes estaría interesada en ese pedazo del tarot. Tal vez les daría algo
de qué hablar—. ¿Por qué esconder los tatuajes? A nadie le importa eso aquí. —La mitad
del cuerpo estudiantil los tenía. No muchos tenían mangas completas, pero no eran
desconocidos.

Alex tiró de su puño hacia abajo. —¿Hay otros obstáculos que saltar?

—Muchos. —Abrió la puerta y la condujo adentro.

La entrada era oscura y fresca, las vidrieras arrojaban patrones brillantes sobre el
piso alfombrado. Ante ellos, la gran escalera se extendía a lo largo de la pared hasta el
segundo piso, madera oscura tallada en un grueso motivo de girasol. Michelle le había
dicho que solo la escalera valía más que el resto de la casa y el terreno donde estaba
construida.

Alex lanzó un pequeño suspiro.

—¿Feliz de estar fuera del sol?

Ella hizo un suave zumbido. —Aquí está tranquilo.

Le llevó un momento comprender a qué se refería. —Il Bastone está protegido.


Igual que las habitaciones en la Madriguera ... ¿Es tan malo?

Alex se encogió de hombros.

—Bueno... no pueden llegar hasta aquí.

Alex miró a su alrededor, su rostro impasible. ¿No le impresionaba la entrada


altísima, la cálida madera y las vidrieras, el aroma a pino y grosella negra que siempre
hacía que entrar en la casa pareciera un poco como la Navidad? ¿O solo estaba tratando
de parecer así?

—Bonita casa club —dijo—. No mucho como una tumba.

—Nosotros no somos una sociedad y no funcionamos como una. Esta no es


nuestra casa club, es nuestro cuartel general, el corazón de La Liga, y el almacén de
cientos de años de conocimiento sobre lo oculto. —Él sabía que sonaba como un horrible
idiota, pero no parecía capaz de detenerse—. Las sociedades eligen un nuevo grupo de
representantes entre los de último año cada año, dieciséis miembros: ocho mujeres, ocho
hombres. Nosotros elegimos un sólo Dante: un novato cada tres años.

—Imagino que eso me hace bastante especial.

—Esperemos que sea así.

Alex frunció el ceño ante eso, luego asintió con la cabeza al busto de mármol
apoyado en una mesa debajo del perchero. —¿Quién es ese?
—El santo patrón de Lethe, Hiram Bingham Tercero. —Desafortunadamente,
los rasgos juveniles de Bingham y la boca baja no se prestaban en la inmortalización en
piedra. Parecía un perturbado maniquí de grandes almacenes.

Dawes salió del salón arrastrando los pies, con las manos dobladas en las mangas
de su voluminosa sudadera, sus auriculares ajustados alrededor de su cuello, una visión
de color beige. Darlington podía sentir la incomodidad que irradiaba de ella. Pammie
odiaba a la gente nueva. Le había llevado la mayor parte de su primer año ganarla, y
todavía tenía la sensación de que ella podría estar a un ruido de distancia de salir
corriendo a la biblioteca, para nunca volver a ser vista.

—Pamela Dawes, conoce a nuestra nueva Dante, Alex Stern.

Con todo el entusiasmo de alguien saludando un brote de cólera, Dawes le


ofreció la mano y dijo: —Bienvenida a Lethe.

—Dawes mantiene todo funcionando y se asegura de que no haga el ridículo de


mí mismo.

—¿Entonces es un trabajo de tiempo completo? —preguntó Alex.

Dawes parpadeó. —Noches y tardes, pero puedo ponerme a tu disposición con


suficiente antelación. —Miró hacia el salón con preocupación, como si su disertación
larga e inacabada fuera un bebé llorando. Dawes había servido como Oculus durante
casi cuatro años y ella había estado criticando su disertación (un examen de las prácticas
temprano sobre el culto micénico en la iconografía del tarot) todo el tiempo.

Darlington decidió sacarla de su miseria. —Le estoy dando a Alex el recorrido y


luego la llevaré al otro lado del campus a La Madriguera.

—¿La Madriguera? —preguntó Alex.

—Habitaciones que mantenemos en la esquina de York y Elmo. No es mucho,


pero es conveniente cuando no quieres caminar demasiado lejos de tu dormitorio. Y
también está protegido.

—Está abastecida —dijo Dawes débilmente, ya volviendo a la sala de seguridad.

Darlington le hizo un gesto a Alex para que lo siguiera escaleras arriba.


—¿Quién fue Betsabé Smith? —Alex preguntó desde atrás.

Entonces había estado leyendo la Vida de Lethe. Estaba contento de que ella
recordara el nombre, pero, si la memoria no le fallaba, Betsabé apareció en la primera
página del primer capítulo, por lo que no iba a emocionarse demasiado. —La hija de
diecisiete años de un granjero local. Su cuerpo fue encontrado en el sótano de la Facultad
de Medicina de Yale en 1824. Los estudiantes la habían desenterrado para que la
estudiaran.

—Jesús.

—No era tan raro. Los médicos necesitaban estudiar anatomía y necesitaban
cadáveres para hacerlo. Pero creemos que Betsabé fue un intento temprano de
comunicarse con los muertos. La culpa recayó en un asistente médico, y los estudiantes
de Yale aprendieron a mantener sus actividades más tranquilas. Después del
descubrimiento del cuerpo de la niña, los lugareños casi queman a Yale hasta los
cimientos.

—Tal vez deberían haberlo hecho —murmuró Alex.

Tal vez. Lo llamaron el motín de la Resurrección, pero no se había vuelto


realmente desagradable. Explosión o fracaso, New Haven era una ciudad siempre al
borde de las cosas.

Darlington llevó a Alex por el resto de Il Bastone: el gran salón, con el viejo mapa
de New Haven sobre la chimenea; la cocina y la despensa; las salas de entrenamiento de
abajo; y la armería del segundo piso, con su pared de cajones de botica, todos ellos
repletos de hierbas y objetos sagrados.

Dependía de Dawes asegurarse de que se mantuvieran bien abastecidos, que


cualquier artículo perecedero fuera renovado o desechado antes de que se venciera, y
mantener cualquier artefacto que lo requiriera. Las Perlas de Protección de Cuthbert
tenían que usarse durante algunas horas cada mes o perderían tanto su brillo como su
poder para proteger al usuario de los rayos.

Un alumno de Lethe llamado Lee De Forest, que una vez fue suspendido como
estudiante universitario por causar un apagón en todo el campus, había dejado a Lethe
con innumerables inventos, incluido el Reloj Revolución, que mostraba una cuenta
regresiva precisa al minuto para la revuelta armada, en países de todo el mundo. Tenía
veintidós caras y setenta y seis manos al que tenían que darle cuerda regularmente o
simplemente comenzaría a gritar.

Darlington señaló las reservas de polvo de huesos y tierra de cementerio, con las
que se abastecen los jueves por la noche, y los raros viales de Agua de Perdición, que se
dice que provienen de los siete ríos del infierno y que solo se usarían en caso de
emergencia. Darlington nunca había tenido motivos para recurrir a ninguno de ellos,
pero seguía esperando.

En el centro de la sala se encontraba el crisol de Hiram o, como a los delegados


de Lethe les gustaba llamarlo, “el cuenco de oro”. Era la circunferencia de una rueda de
tractor y estaba hecha de oro de veintidós quilates.

—Durante años, Lethe supo que había fantasmas en New Haven. Hubo
fantasmas, rumores de avistamientos, y algunas de las sociedades habían logrado
perforar el velo a través de sesiones y convocatorias. Pero Lethe sabía que había más,
un mundo secreto que operaba junto al nuestro y que con frecuencia interfiere con él.

—Interfiriendo con él, ¿cómo? —preguntó Alex, y pudo ver la línea estrecha de
sus hombros apretarse, esa postura de luchadora ligeramente encorvada.

—En ese momento, nadie estaba seguro. Sospechaban que la presencia de Grises
en los círculos sagrados y las salas del templo estaba interrumpiendo los hechizos y
rituales de las sociedades. Había signos de que la magia perdida de los rituales por la
interferencia de los Grises podía causar cualquier cosa, desde una helada repentina a
quince kilómetros de distancia hasta arrebatos violentos en los escolares. Pero Lethe no
tenía pruebas ni forma de evitarlo. Año tras año intentaron perfeccionar un elixir que les
permitiera ver espíritus, experimentando con ellos mismos a través de pruebas y errores
a veces mortales. Aún así, no tenían nada que mostrar por su trabajo. Hasta el crisol de
Hiram.

Alex pasó el dedo por el borde dorado del tazón. —Parece un sol.
—Muchas de las estructuras en Machu Picchu estaban dedicadas a la adoración
del dios sol.

—¿Esto vino de Perú? —preguntó Alex—. No necesitas verte tan sorprendido. Sé


dónde está Machu Picchu. Incluso puedo encontrar Texas en un mapa si me das
suficiente tiempo.

—Tendrás que perdonar mi falta de familiaridad con el plan de estudios del


Distrito Escolar de Los Ángeles o tu interés en el mismo.

—Perdonado.

«Tal vez», pensó Darlington. Pero Alex Stern parecía del tipo que guarda rencor.

—Hiram Bingham fue uno de los miembros fundadores de Lethe. Él descubrió


Machu Picchu en 1911, aunque esa palabra tiende a revolver las plumas, ya que los
lugareños eran perfectamente conscientes de su existencia. —Cuando Alex no dijo nada,
agregó—: También se rumoreaba que fue la inspiración para Indiana Jones.

—Genial —dijo Alex.

Darlington contuvo un suspiro. Por supuesto, eso sería lo que le llamó la


atención. —Bingham robó unos cuarenta mil artefactos.

—¿Y los trajo de vuelta aquí?

—Sí, a Yale, para estudiar en el Peabody. Dijo que serían devueltos después de
dieciocho meses. Literalmente le tomó cien años a Perú recuperarlos.

Alex movió su dedo contra el crisol y emitió un leve zumbido. —¿Y olvidaron
esto en el cargamento de devolución? Parece bastante difícil pasarlo por alto.

—El crisol nunca fue documentado porque nunca se lo dio a Yale. Fue traído a
Lethe.

—Bienes robados.

—Mucho, me temo. Pero es la clave del Orozcerio. El problema con el elixir de


Lethe no era la receta; fue el recipiente.

—¿Entonces es un tazón mágico para mezclar?


«Tú, pequeña pagana». —No necesitas decirlo de esa manera, pero sí.

—¿Y es de oro completamente?

—Antes de que pienses en tratar de escapar con él, ten en cuenta que pesa el doble
que tú y que toda la casa está protegida contra robos.

—Si tú lo dices.

Con su suerte, ella encontraría la forma de hacer rodar el crisol por las escaleras
hasta la parte trasera de un camión y derretirlo para construir aretes.

—El elixir tiene muchos otros nombres además de Orozcerio —dijo—. El juicio
de oro. La bala de Hiram. Cada vez que un miembro de Lethe lo bebe, cada vez que usa
el crisol, toma su vida en sus manos. La mezcla es tóxica y el proceso es increíblemente
doloroso. Pero lo hacemos una y otra vez. Para echar un vistazo detrás del velo.

—Lo entiendo —dijo Alex—. He conocido adictos antes.

«No es así», quería protestar. Pero tal vez lo era.

El resto de la gira transcurrió sin incidentes. Darlington le mostró las salas de


almacenamiento e investigación en los pisos superiores, cómo usar la biblioteca, aunque
le advirtió que no la usara sola hasta que la casa la conociera, y finalmente el dormitorio
y el baño contiguo, ordenados y preparados para ella como el nuevo Dante de Lethe.
Había trasladado sus propias cosas a la suite de Virgilio a fines del año pasado, cuando
todavía creía que tendría una protegida adecuada. Se había sentido vergonzosamente
sentimental al respecto. Las habitaciones de Virgilio estaban un piso por encima de las
de Dante y el doble de grandes. Cuando se graduara, los dejarían vacíos para que
estuvieran disponibles para él por si decidía visitar. El tocador había pertenecido a
Eleazar Wheelock. La mitad de la pared que daba a la cama estaba ocupada por una
vidriera que representaba una madera de cicuta, colocada de manera tal que a medida
que el sol salía y se ponía durante todo el día, los colores de los árboles de vidrio y el
cielo encima parecían cambiar también. Cuando se mudó, descubrió que Michelle le
había dejado una botella de brandy y una nota en su última visita:

Este es el bosque primitivo. Los pinos murmurantes y las cicutas,


Barbudo de musgo, y vestido de verde, indistinto en el crepúsculo,

Párate como los druidas del campo, con voces tristes y proféticas...

Hubo un monasterio que produjo un Armagnac tan refinado, que sus monjes se vieron obligados a huir a Italia
cuando Louis XIV bromeó sobre matarlos para proteger sus secretos. Esta es la última botella. No lo bebas con el
estómago vacío, y no llames a menos que estés muerto. ¡Buena suerte, Virgilio!

Siempre había pensado que Longfellow sólo decía bobadas, pero de todos modos
atesoraba la nota y el brandy.

Ahora veía a Alex sudar en medio del lujo de sus antiguas habitaciones,
habitaciones que rara vez habían sido utilizadas pero muy queridas: las paredes de color
azul oscuro, la cama con dosel con sus pesadas fundas verde azulado, el armario pintado
con cornejo blanco. El vitral aquí era más modesto, dos elegantes ventanas (nubes en
tonos de azul y violeta colocadas sobre cielos estrellados) encerrando una chimenea de
azulejos pintados.

Alex estaba en el centro de todo, con los brazos envueltos alrededor de su cintura,
girando lentamente. Pensó de nuevo en una Ondina. Pero tal vez ella era solo una niña
perdida en el mar.

Tenía que preguntar. —¿Cuándo los viste por primera vez?

Ella lo miró, luego a la ventana sobre ella, la luna brillaba para siempre en un
cielo de vidrieras. Cogió la caja de música Reuge del escritorio, tocó la tapa con el dedo,
pero luego se lo pensó mejor y la dejó.

Darlington era un buen conversador, pero era más feliz cuando nadie le hablaba,
cuando no tenía que realizar el ritual de sí mismo y simplemente podía dejarlo para
observar a los demás. Alex tenía una calidad granulada, como una película vieja. Podía
decir que ella estaba haciendo una elección. Ya sea ¿revelar sus secretos? O ¿correr?

Ella se encogió de hombros y él pensó que lo dejaría así, pero luego volvió a
levantar la caja de música y dijo: —No lo sé. Pensé que eran personas por un tiempo, y
no es que alguien le preste atención a un niño que habla con el aire. Recuerdo haber
visto a un gordo con calcetines y pantalones cortos, sosteniendo un control remoto en
una mano como un oso de peluche y parado en medio de la calle. Recuerdo haber
tratado de decirle a mi madre que iba a salir lastimado. En nuestro viaje al muelle de
Santa Mónica, vi a una mujer tendida en el agua como una imagen de… —Hizo un
gesto como si estuviera revolviendo una olla—. ¿Con el pelo y las flores?

—Ofelia.

—Ofelia. Ella me siguió a casa, y cuando lloré y le grité que se fuera, ella solo
trató de acercarse.

—Les gustan las lágrimas. La sal, la tristeza, cualquier emoción fuerte.

—¿Miedo? —Preguntó ella. Estaba tan quieta, como si posara para un retrato.

—Miedo. —Pocos Grises eran malévolos, pero les encantaba sobresaltar y


aterrorizar.

—¿Por qué no hay más de ellos? ¿No deberían estar en todas partes?

—Solo unos pocos Grises pueden pasar por el Velo. La gran mayoría permanece
en el más allá.

—Los veía en el supermercado, alrededor del contenedor de alimentos calientes


o de esas cajas de panadería rosas. Les encantaba la cafetería de nuestra escuela. No lo
pensé mucho hasta que Jacob Craig me preguntó si quería ver su cosa. Le dije que había
visto muchas de ellas, y de alguna manera se enteró su madre, y ella llamó a la escuela.
Entonces la maestra me llama y pregunta: «¿Qué quieres decir con que has visto muchas
cosas?» Yo no sabía mentir. —Ella dejó caer la caja de música—. Si deseas que se llame
rápidamente a los Servicios de Protección Infantil, simplemente comienza a hablar sobre
pollas fantasmas.

Darlington no estaba seguro de qué era lo que esperaba. ¿Un salteador muerto
acechando románticamente en la ventana? ¿Un alma en pena vagando por las orillas del
río Los Ángeles como La Llorona? Había algo tan ordinario y horrible en su historia.
Sobre ella. Alguien había informado el caso de Alex a Servicios de Protección Infantil,
y uno de los algoritmos de búsqueda de Lethe o uno de sus muchos contactos que
pagaron en una de las muchas oficinas había mencionado esas palabras clave notables:
Delirios. Paranoia. Fantasmas. A partir de ese momento, probablemente la habían
vigilado. —¿Y esa noche en el departamento de Cedros?

Ella frunció el ceño y luego dijo: —Oh, te refieres a la Zona Cero. No me digas
que no has leído el archivo.

—Yo los leí. Quiero saber cómo sobreviviste.

Alex frotó su pulgar sobre el borde del alféizar. —Yo también.

¿Eso era todo? Darlington había visto las fotos de la escena del crimen, un video
tomado por oficiales que llegaron a la escena. Cinco hombres muertos, todos golpeados
casi irreconocibles, a dos de ellos les atravesaron el corazón como vampiros. A pesar de
la carnicería, las salpicaduras de sangre indicaron que era todo el trabajo de un
perpetrador: arcos rojos, cada golpe vicioso golpeado de izquierda a derecha.

Algo andaba mal en todo el asunto, pero Alex nunca fue sospechosa. Por un lado,
era diestra, y por otro, era demasiado pequeña para haber empuñado un arma con tanta
fuerza. Además, tenía suficiente fentanilo en su sistema para tener suerte de no haber
muerto ella misma. Tenía el pelo mojado y la habían encontrado desnuda como un
recién nacido.

Darlington había cavado un poco más profundo, incapaz de sacudir sus


sospechas, pero no había habido sangre ni restos en el desagüe; si de alguna manera
hubiera estado involucrada, no se había duchado para eliminar las pruebas. Entonces,
¿por qué el atacante había dejado a las chicas en paz? Si la policía tenía razón y esto era
una especie de problema con otro vendedor, ¿por qué perdonar a Alex y su amiga? Los
traficantes de drogas que golpeaban a la gente hasta la muerte con bates no parecían del
tipo que perdonaba a las mujeres y los niños. Tal vez el atacante había creído que ya
estaban muertas por las drogas. O tal vez Alex había avisado a alguien. Pero ella sabía
algo más de lo que había sucedido, algo más de lo que le había dicho a la policía. Lo
sentía en sus huesos.

—Hellie y yo nos drogamos —dijo en voz baja, aún rozando su dedo contra el
alféizar de la ventana—. Me desperté en el hospital. Ella no se despertó en absoluto.
Parecía muy pequeña de repente y Darlington sintió una punzada de vergüenza.
Tenía veinte años, era mayor que la mayoría de los estudiantes de primer año, pero aún
era una niña en muchos sentidos, en una situación que le venía grande. Y había perdido
amigos esa noche, su novio, todo lo que le era familiar.

—Ven conmigo —dijo. No estaba seguro de por qué. Quizá porque se sintió
culpable por entrometerse. Tal vez porque no merecía ser castigada por decir sí a una
ganga que ninguna persona sensata rechazaría.

La condujo de vuelta a la penumbra de la armería. No tenía ventanas y sus


paredes estaban forradas en estantes y cajones de casi dos pisos de altura. Le llevó un
momento encontrar el armario que quería. Cuando descansó su mano sobre la puerta,
la casa se detuvo, luego dejó que la cerradura cediera con un clic de desaprobación.

Con cuidado, sacó la caja: madera negra brillante y pesada, con incrustaciones
de nácar.

—Probablemente necesites quitarte la camisa —dijo—. Le daré a Dawes la caja


y ella puede...

—A Dawes no le gusto.

—A Dawes no le gusta nadie.

—Toma —dijo. Tiró de la camisa sobre su cabeza, revelando un sujetador negro


y costillas sombreadas como los surcos de un campo labrado—. No se la des a Dawes.

¿Por qué estaba tan dispuesta a ponerse en sus manos? ¿No tenía miedo o era
temeraria? Ninguno de los dos rasgos era un buen augurio para su futuro en Lethe. Pero
tenía la sensación de que no era ninguna de esas cosas. Se sentía como si lo estuviera
probando ahora, como si le hubiera presentado otro desafío.

—Algo de decoro no te mataría —dijo él.

—¿Por qué arriesgarse?

—Por lo general, cuando una mujer se quita la ropa frente a mí, tengo alguna
advertencia.
Alex se encogió de hombros y las sombras se movieron sobre su piel. —La
próxima vez, encenderé las señales de fuego.

—Eso sería lo mejor.

Los tatuajes la cubrían desde la muñeca hasta el hombro y se extendían debajo


de sus clavículas. Parecían una armadura.

Abrió la tapa de la caja.

Alex respiró repentinamente y se deslizó hacia atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó. Se había retirado casi a mitad de camino a través de la


habitación.

—No me gustan las mariposas.

—Son polillas. —Estaban posadas en filas iguales en la caja, aleteando sus suaves
alas blancas.

—Lo que sea.

—Necesitaré que te quedes quieta —dijo—. ¿Puedes?

—¿Por qué?

—Solo confía en mí. Valdrá la pena. —Lo consideró—. Si no es así, te llevaré a


ti y a tus compañeras de habitación a Ikea.

Alex apretó su camisa en sus puños. —Y vas a llevarnos a comer pizza después.

—Está bien .

—Y la querida tía Eileen me va a comprar ropa nueva para el otoño.

—Bien. Ahora ven aquí, cobarde.

Ella cruzó hacia él en una especie de baile lateral, apartando los ojos del
contenido de la caja.

Una por una, sacó las polillas y las puso suavemente sobre su piel. Una en su
muñeca derecha, una en su antebrazo derecho, la curva de su codo, sus bíceps delgados,
la perilla de su hombro. Repitió el proceso con su brazo izquierdo, luego colocó dos
polillas en las puntas de sus clavículas donde las cabezas de dos serpientes negras se
curvaban, sus lenguas casi se encontraron en el hueco de su garganta.

—Chabash —murmuró. Las polillas batieron sus alas al unísono—. Uverat. —


Agitaron nuevamente sus alas y comenzaron a ponerse Grises—. Memash.

Con cada latido de sus alas, las polillas se oscurecían y los tatuajes comenzaron
a desvanecerse.

El pecho de Alex se levantó y cayó en ráfagas irregulares y rápidas. Tenía los ojos
muy abiertos por el miedo, pero cuando las polillas se oscurecieron y la tinta desapareció
de su piel, su expresión cambió, se abrió. Sus labios se separaron.

«Ella ha visto a los muertos,» pensó. «Ella ha sido testigo de horrores. Pero ella nunca ha
visto magia. »

Por eso lo había hecho, no por culpa u orgullo, sino porque era el momento que
había estado esperando: la oportunidad de mostrarle a alguien otra maravilla, verlos
darse cuenta de que no les habían mentido, que el mundo que se les había prometido
cuando niños no era algo que debía ser abandonado, que realmente había algo
acechando en el bosque, debajo de las escaleras, entre las estrellas, que todo estaba lleno
de misterio.

Las polillas batieron sus alas nuevamente, y otra vez, hasta que se volvieron
negras, luego más negras. Una por una, salieron de sus brazos y cayeron al suelo con un
leve golpeteo. Los brazos de Alex estaban desnudos, desprovistos de todo signo de los
tatuajes, aunque en lugares donde la aguja se había hundido, aún podía distinguir crestas
débiles. Alex extendió los brazos y se quedó sin aliento.

Darlington juntó los frágiles cuerpos de las polillas y las colocó suavemente en la
caja.

—¿Están muertas? —susurró ella.

—La tinta las emborracha. —Cerró la tapa y volvió a colocar la caja en el


armario. Esta vez, el clic del candado parecía más resignado. Él y la casa iban a tener
que discutir—. Las polillas de dirección se usaron originalmente para transportar
material clasificado. Una vez que bebían un documento, podían ser enviadas a cualquier
parte en el bolsillo de un abrigo o una caja de antigüedades. Luego se colocaban en una
hoja de papel nueva y recreaban el documento palabra por palabra. Mientras el
destinatario conociera el encantamiento correcto.

—¿Entonces podríamos ponerte mis tatuajes?

—Puede que no encajen del todo bien, pero sí. Solo ten cuidado... —Agitó una
mano—. En el paroxismo del placer. La saliva humana revierte la magia.

—¿Solo de humanos?

—Sí. Siéntete libre de dejar que un perro te lama los codos.

Entonces ella volvió su mirada hacia él. En las sombras de la habitación, sus ojos
parecían negros, salvajes. —¿Hay más?

No tenía que preguntarle a qué se refería. ¿Seguiría el mundo desmoronándose?


¿Seguiría derramando sus secretos?

—Sí. Hay mucho más.

Ella dudó. —¿Me mostrarás?

—Si me dejas.

Entonces Alex sonrió, una pequeña cosa, un vistazo a la chica que acechaba en
su interior, una niña feliz y menos embrujada. Eso era lo que hacía la magia. Revelaba
el corazón de quién habías sido antes de que la vida te quitara su creencia en lo posible.
Le devolvía el mundo que todos los niños solitarios anhelaban. Eso fue lo que Lethe
había hecho por él. Tal vez podría hacer eso por Alex también.

Meses después, recordaría el peso de los cuerpos de las polillas en su palma.


Pensaría en ese momento y lo tonto que había sido al pensar que la conocía.
Traducido por Azhreik

El cielo ya se estaba volviendo gris cuando Alex finalmente regresó al Viejo


Campus. Se había detenido en la Madriguera para bañarse con jabón de verbena bajo
un incensario lleno de cedro y palo santo (las únicas cosas que contrarrestaban la peste
del Velo).

Había pasado tan poco tiempo en los lugares de Lethe a solas. Siempre había
estado con Darlington, y aun esperaba verlo acomodado en un asiento junto a la ventana
con un libro, esperándolo escuchar gruñir porque había utilizado toda el agua caliente.
Él había sugerido que dejara ropa allí y en Il Bastone, pero Alex ya tenía tan poca ropa
que no podía permitirse almacenar un par de vaqueros extra y uno de sus sostenes en
ningún otro lugar que no fuera su viejo armario proveído por la escuela. Así que cuando
salió del baño al vestidor, tuvo que optar por sudaderas de la Casa Lethe (el sabueso
espiritual de Lethe bordado en el pecho izquierdo y cadera derecha, un símbolo
insignificante para cualquiera más que los miembros de la sociedad). La propia ropa de
Darlington aun colgaba allí: una chaqueta Barbour, una bufanda del Colegio Davenport
a rayas, vaqueros limpios pulcramente doblados, botas de diseñador perfectamente
desgastadas y un par de zapatos de cuero elegantes solo esperando a que Darlington se
los pusiera. Nunca lo había visto utilizarlos, pero tal vez tenías que tener un par extra en
caso que se requiriera que te vistieras de chico pijo.

Alex dejó una lámpara de mesa verde ardiendo en la Madriguera. A Dawes no


le gustaría, pero no podía soportar dejar las habitaciones a oscuras.

Estaba abriendo la puerta a la entrada de Vanderbilt cuando llegó un mensaje del


Decano Sandow: «He confabulado c Centurion. Tranquila.»
Deseó arrojar el teléfono al otro lado del jardín. ¿Tranquila? Si Sandow tenía
intención de encargarse del asesinato directamente, ¿por qué ella había desperdiciado su
tiempo (y su moneda de compulsión), visitando la escena del crimen? Sabía que el
Decano no confiaba en ella. ¿Por qué lo haría? Probablemente había tenido una taza de
té de manzanilla en la mano cuando recibió las noticias de la muerte de Tara, su gran
perro durmiendo a sus pies, esperando junto al teléfono para asegurarse que nada salía
horriblemente mal en la pronosticación y Alex no se humillaba a sí misma o a Lethe.
Por supuesto no la querría cerca de un asesinato.

«Tranquila». Todo lo demás quedaba sin decir: «No espero que te encargues de esto.
Nadie espera que te encargues de esto. Nadie espera que hagas nada más que no atraer atención
indeseada hasta que recuperemos a Darlington.»

Si podían encontrarlo. Si podían de alguna forma traerlo a casa de cualquier lugar


oscuro a donde se hubiera ido. En menos de una semana intentarían el ritual de luna
nueva. Alex no entendía los detalles, solo que el Decano Sandow creía que funcionaría
y que, hasta que lo hiciera, el trabajo de ella era asegurarse que nadie hacía muchas
preguntas sobre el chico dorado de Lethe desaparecido. Al menos ahora no tenía ningún
homicidio del que preocuparse ni un detective gruñón con el que lidiar.

Cuando entró en la sala común para encontrar a Mercy ya despierta, Alex se


alegró de haberse duchado y cambiado. Había creído que los dormitorios universitarios
serían como hoteles, largos pasillos con dormitorios, pero Vanderbilt se sentía más como
un antiguo edificio de departamentos, lleno de música metálica, gente tarareando y
riendo mientras salían de sus baños compartidos, el azote de puertas haciendo eco arriba
y debajo de la escalera central. El piso que había compartido con Len y Hellie y Betcha
y los otros había sido ruidoso, pero sus suspiros y gemidos habían sido diferentes,
vencidos, como un cuerpo moribundo.

—Estás despierta —dijo Alex.

Mercy levantó la vista de su copia de «Al Faro», sus páginas a rebosar de notas
adheribles color pastel. Tenía el cabello en una trenza elaborada, y en lugar de
envolverse en su afgana desgastada, se había puesto una túnica de seda con dibujos de
jacintos azules por encima de los vaqueros. —¿Siquiera viniste a casa anoche?
Alex tomó la oportunidad. —Sí. Ya estabas roncando. Acabo de levantarme para
correr.

—¿Fuiste al gimnasio? ¿Las duchas están abiertas tan temprano?

—Para el personal y eso. —Alex no estaba segura que eso fuera verdad, pero
sabía que a Mercy le importaban los deportes menos que nada. Además, Alex no poseía
zapatos para correr ni sostenes deportivos, y Mercy nunca preguntaba al respecto. La
gente no buscaba mentiras que no tenían razón, ¿y porqué alguien mentiría sobre ir a
una carrera mañanera?

—Psicópatas. —Mercy lanzó un grupo de hojas engrapadas a Alex, que las


atrapó, pero no se pudo obligar a mirar. Su ensayo de Milton. Mercy se había ofrecido
a darle una leída. Alex ya podía ver la pluma roja por todos lados.

—¿Cómo estuvo? —preguntó, entrando en su dormitorio.

—No terrible.

—Pero tampoco bueno —murmuró Alex mientras entraba en su diminuta cueva


de habitación y se quitaba la ropa deportiva. Mercy había cubierto su lado de la pared
en carteles, fotos familiares, talones de espectáculos de Broadway, un poema escrito en
caracteres chinos que Mercy dijo que sus padres le habían hecho memorizar para las
fiestas cuando era una niña, pero de la que se había enamorado, una serie de bocetos de
Alexander McQueen, un bonche de sobres rojos. Alex sabía que era parcialmente una
actuación, una construcción de la persona que Mercy deseaba ser en Yale, pero cada
artículo, cada objeto la conectaba a algo. Alex sentía como si alguien hubiera llegado
antes y hubiera cortado todos sus vínculos. Su abuela había sido el vínculo más cercano
a cualquier clase de pasado real, pero Estrea Stern había muerto cuando Alex tenía
nueve. Y Mira Stern le había llorado, pero no había tenido interés en las historias o
canciones de su madre, cómo cocinaba u oraba. Se llamaba a sí misma una exploradora:
homeopatía, alopatía, piedras curativas, Kryon, ciencia espiritista, tres meses cuando le
ponía espirulina a todo… cada uno acometido con el mismo feroz optimismo,
arrastrando a Alex de una bala de plata a la siguiente. En cuanto al padre de Alex, Mira
era vaga en los detalles, más vaga incluso cuando se presionaba. Él era un signo de
interrogación, la mitad fantasma de Alex. Todo lo que sabía era que él amaba el océano,
que era géminis, y que era café; Mira no podía decirle si era dominicano o guatemalteco
o boricua, pero sabía que tenía ascendente en acuario con luna en Escorpio. O algo así.
Alex nunca podía recordarlo.

Había traído pocos objetos de casa. No había querido regresar a la Zona Cero
para recoger nada de sus antiguas cosas, y las pertenencias en el departamento de su
madre eran cosas de niña pequeña: ponys de plástico, rosetas hechas de listones
coloridos, borradores con olor a goma de mascar. Al final, había empacado un trozo de
cuarzo ahumado que su madre le había dado, las tarjetas de recetas casi ilegibles de su
abuela, el árbol de aretes que tenía desde que cumplió ocho, y un mapa retro de
California, que colgó junto al cartel de Mercy de Coco Chanel. —Sé que era una fascista
—había dicho Mercy—. Pero no puedo renunciar a ella.

El Decano Sandow había sugerido que Alex comprara unos pocos libros de
bocetos y carboncillo, y los había colocado obedientemente encima de su vestidor medio
vacío como tapadera.

Alex había intentado elegir las asignaturas más fáciles posibles: Literatura
Inglesa, su Español obligatorio, un curso de Introducción a la Sociología, Pintura. Había
pensado que al menos Literatura Inglesa sería fácil porque le gustaba leer. Incluso
cuando las cosas habían parecido malas en la escuela, aun había podido pasar esas clases
fingiendo. Pero esta literatura inglesa era un lenguaje completamente diferente. Había
obtenido una D en su primer ensayo, con una nota que decía: «Este es un reporte de libro.»
Había sido como la preparatoria, excepto que esta vez realmente lo había intentado.

—Te amo, pero este ensayo es un desastre —dijo Mercy desde la sala común—.
Probablemente sería mejor si pasaras menos tiempo ejercitándote y más tiempo
trabajando. —«No me digas», pensó Alex. Mercy recibiría una gran sorpresa si alguna vez
le pedía a Alex que corriera a algún lado o levantara algo pesado—. Podemos repasarlo
durante el desayuno.

Todo lo que Alex deseaba era dormir, pero regresar a la cama no parecía lo que
la gente hacía después de correr, y Mercy le había hecho la cortesía de editar su horrible
ensayo de literatura, así que definitivamente necesitaba decir que sí al desayuno. Lethe
había proveído a Alex con un tutor, un graduado de estudios Americanos llamado
Angus que pasaba la mayoría de sus sesiones semanales inclinado sobre el trabajo de
Alex, bufando de exasperación y sacudiendo la cabeza como un caballo plagado de
moscas. Mercy no era precisamente amable, pero era mucho más paciente.

Alex se puso unos vaqueros y una camiseta, luego el suéter de cachemira negra
que había valorado tanto cuando lo eligió en Target. Fue solo cuando había visto el
esponjoso suéter color lavanda de Lauren y preguntó tontamente: —¿De qué está hecho?
—que había comprendido que había muchas clases de cachemira como había de todo,
y que su propio suéter triste sacado del aparador de ofertas estaba estrictamente hecho
de tallos y semillas. Al menos era caliente.

Le dio a su abrigo otra rociada de aceite de cedro en caso que cualquier peste del
Velo todavía perdurara, levantó su bolsa y vaciló. Abrió el cajón de su cómoda y escarbó
hasta el fondo hasta que encontró la botellita de lo que lucía como gotas para los ojos
ordinarias. Antes de poder pensarlo mucho, echó la cabeza hacia atrás y apretó dos gotas
de belladona en cada ojo. Era un estimulante, uno fuerte, un poco como Adderall
mágico. La resaca era brutal, pero era imposible que Alex fuera a sobrevivir a la mañana
sin un poco de ayuda. Los antiguos chicos de Lethe habían mantenido diarios de su
tiempo en la sociedad, y tenían montones de trucos que utilizaban para allanarse el
camino. Alex había descubierto este después que Darlington desapareció.

De vuelta al frío de mañana con Mercy a su lado. A Alex siempre le había gustado
la caminata desde el campus antiguo al comedor JE, pero el lugar lucía menos hermoso
con el día gris encima. En la noche, los parches de nieve resplandecían vagos y blancos,
pero ahora eran sucios y cafés en los bordes, montones de sábanas sucias listas para
lavarse. La Torre Harkness se alzaba por encima de todo como una vela derritiéndose,
con sus campanas marcando la hora.

Alex había tardado unas cuantas semanas en percatarse que Yale lucía erróneo.
Era la completa falta de glamur. En los Angeles, incluso en el Valle, incluso en sus peores
días, la ciudad había tenido estilo. Incluso la madre de Alex con su sombra de ojos
purpura y manchones de turquesa, incluso su departamento ruinoso con sus chales sobre
las lámparas, incluso sus amigos sin dinero, reunidos en barbacoas de jardín,
recuperándose de la noche anterior, chicas con pantaloncillos ajustados, los vientres
desnudos, el largo cabello colgando hasta la cintura, los chicos con las cabezas afeitadas
o chongos sedosos o rastas gruesas. Todo, todos, tenían una apariencia.

Pero aquí los colores parecían desdibujarse. Había una clase de uniforme:
deportistas con gorras de beisbol hacia atrás y pantaloncillos largos sueltos que vestían
a pesar del frío, con las llaves en cordones que columpiaban como si fueran dandis;
chicas en vaqueros y chaquetas tejidas; chicas del teatro con cabello en cresta pintado
caseramente color Kool-Aid. Tu ropa, tu coche, la música que resonaba, debían decirle
a la gente quién eras. Aquí era como si alguien hubiera llenado todos los números de
serie, borrando las huellas digitales. «¿Quién eres tú?» Alex pensaba algunas veces,
mirando a otra chica con un abrigo azul marino, con la cara pálida como una luna
menguante debajo de un gorro de lana, con la coleta como un animal muerto colgado
sobre su hombro. «¿Quién eres tú?»

Mercy era una excepción. Favorecía lo floral salvaje con un desfile


aparentemente infinito de gafas que llevaba con cordones titilantes alrededor del cuello
y que Alex aun no la había visto utilizar. Hoy optó por un abrigo de brocado bordado
con flores de pascua que la hacían lucir como la abuela excéntrica más joven del mundo.
Cuando Alex elevó las cejas, Mercy solo había dicho: —Me gusta lo estridente.

Entraron en la sala común de Jonathan Edwards, el aire cálido se cerró sobre


ellas en una ráfaga. La luz invernal se proyectaba sobre los sofás de cuero en cuadrados
acuosos: todo un engaño, un preludio falsamente humilde a las vigas altísimas y nichos
de piedra del comedor.

A su lado, Mercy se rio. —Solo te veo sonreír así cuando vas a comer.

Era verdad. Si Beinecke era el templo de Darlington, entonces el comedor era


donde Alex hacía adoración a diario. Viviendo en Van Nuys, habían vivido de comida
de Taco Bell y Subway cuando tenían dinero, cereal (alguna vez seco, algunas veces
empapado en soda si estaba desesperada) cuando estaban quebrados. Solía robar una
bolsa de panes para hot dog cuando eran invitados a las barbacoas en casa de Eitan para
que tuvieran algo sobre qué poner la mantequilla de maní, y una vez había intentado
comer las croquetas de Loki, pero sus dientes no pudieron resistirlo. Incluso cuando
vivía con su mamá, todo había sido comida congelada, platillos de arroz hervidos en
bolsa, luego extraños batidos y barras nutritivas después que Mira se vio succionada a
vender Herbalife. Alex había llevado una mezcla proteínica de pudin a la escuela durante
semanas.

La idea de que pudiera haber comida caliente solo esperándola tres veces al día
aún era impresionante. Pero no hacía diferente lo que comía o qué cantidad; era como
si su cuerpo, muerto de hambre durante tanto tiempo, estuviera voraz ahora. Cada hora
su estómago gruñía, resonando como las campanas de Harkness. Alex siempre llevaba
dos emparedados para el día y un suplemento de galletas de chispas de chocolate
envueltas en una servilleta. El suministro de comida en su mochila era como una manta
de seguridad. Si todo esto terminaba, se lo arrebataban todo, no se quedaría con hambre
durante al menos un par de días.

—Es bueno que te ejercites tanto —notó Mercy mientras Alex se metía granola
en la boca. Excepto, por supuesto, que no se ejercitaba y eventualmente su metabolismo
dejaría de cooperar, pero sencillamente no le importaba—. ¿Crees que es demasiado
vestir una falda para el Colapso Omega mañana por la noche?

—¿Aún estás animada para esa cosa de fraternidad? —El Colapso Omega era
parte del plan de Cinco Fiestas de Mercy para conseguir que ella y Alex fueran más
sociables.

—Algunas de nosotras no tienen a un primo ardiente que nos lleve a lugares


interesantes, así que hasta que me ofrezcan una fiesta de mayor calibre, sí. Esto no es la
preparatoria. No tenemos que ser las perdedoras esperando que nos inviten. He
desperdiciado demasiados buenos atuendos en ti.

—Ok, usaré una falda si tú utilizas una falda —dijo Alex—. Además… voy a
necesitar tomar una falda prestada. —Nadie se vestía elegante para las fiestas de
fraternidad, pero si Mercy deseaba lucir linda para un montón de chicos vestidos con
overoles para materiales peligrosos, entonces eso es lo que harían—. Deberías llevar esas
botas que tienes con todos los encajes. Voy por una segunda ración.
La belladona hizo efecto justo cuando estaba apilando panqueques de
mantequilla de maní sobre su bandeja, e inhaló bruscamente mientras se despertaba
completamente. Se sentía como si alguien te rompiera un frío helado en la nuca. Por
supuesto, fue en ese momento que la profesora Belbalm le hizo señas desde su mesa
debajo de las ventanas emplomadas en el rincón del comedor, su cabello lustrosamente
blanco brillaba como la cabeza de una foca rompiendo en las olas.

—Joder —dijo Alex entre dientes, y entonces se encogió cuando la boca de


Belbalm se elevó como si la hubiera escuchado.

—Dame un minuto —le dijo a Mercy, y colocó su bandeja en la mesa.

Marguerite Belbalm era francesa, pero hablaba un inglés perfecto. Su cabello era
blanco como la nieve y le caía en un corte redondo lacio que lucía como si hubiera sido
tallado en hueso y estaba dispuesto cuidadosamente sobre su cabeza como un casco, de
lo poco que se movía. Llevaba un atuendo asimétrico negro que le colgaba en pliegues
supremamente chic, y tenía una inmovilidad que hacía retorcerse a Alex. Ella se había
sentido maravillada desde el primer vistazo a su figura delgada e inmaculada en
orientación en Jonathan Edwards, desde el primer olfato de su perfume picante. Era una
profesora de estudios de la mujer, la directora del Colegio JE, y una de las personas más
jóvenes en alcanzar un puesto permanente. Alex no sabía exactamente qué implicaba
un puesto permanente o si “joven” significaba treinta o cuarenta o cincuenta. Belbalm
podría haber tenido cualquiera de esas edades, dependiendo de la luz. Ahora mismo,
con la belladona en el sistema de Alex, Belbalm lucía como una rozagante treintona y
la luz que caía en su cabello blanco resplandecía como diminutas estrellas fugaces.

—Hola —dijo Alex, parándose detrás de una de las sillas de madera.

—Alexandra —dijo Belbalm, descansando la barbilla sobre sus manos unidas.


Siempre decía mal el nombre de Alex, y Alex nunca la corregía. Admitir que su nombre
era Galaxy a esta mujer era impensable—. Sé que estás desayunándote con tu amiga,
pero necesito robarte. —«Desayunándote» tenía que ser la palabra más elegante que Alex
hubiera escuchado nunca. Junto con «Veraneando»—. ¿Tienes un momento? —Sus
preguntas nunca sonaban como preguntas—. Vendrás a la oficina ¿sí? Para que podamos
hablar.
—Por supuesto —dijo Alex, cuando todo lo que realmente deseaba decir era:
«¿Estoy en problemas?» Cuando pusieron a Alex bajo un período de prueba académico al
final de su primer semestre, Belbalm le había dado las noticias en su oficina
elegantemente amueblada, con tres de los ensayos de Alex dispuestos enfrente de ella:
uno de The Right Stuff, para su clase de sociología sobre desastres organizacionales; uno
sobre el Late Air de Elizabeth Bishop, un poema que había elegido por su magra longitud,
solo para darse cuenta que no tenía nada que decir al respecto y ni siquiera podía utilizar
el espacio con largas citas, y uno de su clase sobre Swift, que había pensado que sería
divertido por Los viajes de Gulliver. Resultó que Los Viajes de Gulliver que leyó había sido
para niños y nada como el impenetrable original.

En ese momento, Belbalm había pasado la mano sobre las páginas tipeadas y dijo
suavemente que Alex debió haber revelado su discapacidad de aprendizaje. —Eres
disléxica, ¿sí?

—Sí —había mentido Alex, porque necesitaba alguna razón para lo atrasada que
estaba respecto a los demás. Alex había tenido la sensación de que debería avergonzarse
de fallar en corregir a Belbalm, pero aceptaría toda la ayuda que pudiera.

¿Y ahora qué? Estaba demasiado reciente el semestre para que Alex lo hubiera
jodido todo de nuevo.

Belbalm hizo un guiño y le dio a la mano de Alex un apretón. —No es nada


terrible. No necesitas lucir como si estuvieras lista para huir. —Sus dedos eran fríos y
huesudos, duros como mármol; una sola piedra grande resplandecía de un gris oscuro
en su dedo anular. Alex sabía que la estaba mirando fijamente, pero la droga en su
sistema había convertido el anillo en una montaña, un altar, un planeta en órbita—.
Prefiero las piezas singulares —dijo Belbalm—. Simplicidad, ¿eh?

Alex asintió, apartando los ojos. Llevaba un par de aretes de un conjunto de tres
pares por cinco dólares, que había robado de los anaqueles de Claire’s en el centro
comercial de la plaza de la moda. Simplicidad.

—Ven —dijo Belbalm, levantándose y agitando una mano elegante.


—Déjeme coger mi bolsa —dijo Alex. Regresó con Mercy y se metió un
panqueque en la boca, masticando frenéticamente.

—¿Viste esto? —dijo Mercy, girando su teléfono a Alex—. Alguna chica de New
Haven fue asesinada anoche. Enfrente de Payne Whitney. ¡Debes haber pasado justo a
un lado de la escena del crimen esta mañana!

—Maldición —dijo Alex, lanzando una mirada obligada sobre la pantalla del
teléfono de Mercy—. Vi las luces. Solo creí que era un accidente de coche.

—Que espeluznante. Solo tenía diecinueve. —Mercy se frotó los ojos—. ¿Qué
quiere La Belle Belbalm? Creí que íbamos a revisar tu ensayo.

El mundo resplandecía. Se sentía despierta, capaz de hacer cualquier cosa. Mercy


estaba siendo generosa y Alex deseaba trabajar con ella antes que el subidón empezara
a desvanecerse, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

—Belbalm tiene tiempo ahora y necesito hablar con ella sobre mi horario. ¿Te
veo en la habitación?

«Esa perra puede mentir tan bien como respirar», había dicho Len una vez sobre Alex.
Había dicho muchas cosas antes de morir.

Alex siguió a la profesora fuera del comedor y a través del patio hasta su oficina.
Se sentía como mierda dejando a Mercy sola. Ella era de un suburbio adinerado de
Chicago. Sus padres eran profesores, y había escrito un ensayo tremendo que había
impresionado incluso a Darlington. Ella y Alex no tenían nada en común. Pero ambas
habían sido la chica con nadie junto a quien sentarse en la cafetería y Mercy no se había
reído cuando Alex había pronunciado mal Goethe. Alrededor de ella y Lauren, era más
fácil fingir ser la persona que supuestamente debía estar aquí. Aun así, si La Belle
Belbalm exigía tu presencia, no discutías.

Belbalm tenía dos asistentes, que rotaban el escritorio fuera de su oficina. Esta
mañana era el muy niño pijo, muy bonito Colin Khatri. Era un miembro de Pergamino
y Llave y alguna clase de prodigio de la química.

—¡Alex! —exclamó, como si ella fuera una invitada muy esperada en una fiesta.
El entusiasmo de Colin siempre parecía genuino, pero a veces su energía tan alta
la hacía desear hacer algo abruptamente violento como atravesarle la palma con un
lápiz. Belbalm colgó su elegante abrigo en el perchero e hizo gestos a Alex para entrar
en su santuario.

—¿Té, Colin? —inquirió Belbalm.

—Por supuesto —dijo él, sonriendo menos como un asistente que como un
acólito.

—Gracias, amor.

«Abrigo» fraseó Colin. Alex se quitó la chaqueta. Una vez le había preguntado a
Colin qué sabía Belbalm de las sociedades. —Nada —había dicho—. Ella piensa que es
todo mierda antigua elitista para chicos.

No se equivocaba. Alex se había preguntado qué era tan especial sobre los
alumnos de último año que eran seleccionados por las sociedades cada año. Había creído
que debía haber algo mágico en ellos. Pero eran sencillamente los favoritos: herederos,
triunfadores, reinas del carisma, el editor del Daily News, el mariscal de campo del equipo
de futbol, algún chico que había montado una producción particularmente atrevida de
Equus que nadie deseaba ver. La gente que luego pasaría a dirigir fondos de cobertura e
iniciativas comerciales y recibiría créditos de productor ejecutivo.

Alex siguió a Belbalm al interior, dejando que la tranquilidad de la oficina se


posara sobre ella. Los libros que se alineaban en las estanterías, los objetos
cuidadosamente recolectados de los viajes de Belbalm: un decantador de cristal soplado
que era como el cuerpo de una medusa, alguna clase de espejo antiguo, las hierbas que
florecían en el descansillo de la ventana en contenedores de cerámica blanca como trozos
de esculturas geométricas. Incluso la luz del sol parecía más gentil aquí.

Alex respiró hondo.

—¿Demasiado perfume? —preguntó Belbalm con una sonrisa.

—¡No! —dijo Alex en voz muy alta—. Es grandioso.


Belbalm se dejó caer grácilmente en la silla detrás de su escritorio e hizo un gesto
para que Alex se sentara en el sillón de terciopelo verde enfrente.

—Le Parfum de Thérèse —dijo Belbalm—. Edmond Roudnitska. Fue una de las
grandes narices del siglo veinte y diseñó esta fragancia para su esposa. Solo ella tenía
permitido usarlo. Romántico, ¿verdad?

—Entonces…

—¿Cómo es que yo lo estoy usando? Bueno, ambos murieron y podía ganarse


dinero, así que Frédéric Malle lo sacó al mercado para que los palurdos lo compráramos.

Palurdos era una palabra que la gente no utilizaba. Igual que refinado era una
palabra que la gente refinada no utilizaba. Pero Belbalm sonrió en una forma que incluía
a Alex, así que Alex le correspondió la sonrisa de una forma que esperaba que fuera
conocedora.

Colin apareció, balanceando una bandeja cargada con un juego de té del color de
la arcilla roja, y lo colocó al borde del escritorio. —¿Algo más? —preguntó esperanzado.

Belbalm lo espantó con un gesto. —Ve a hacer cosas importantes. —Se sirvió el
té y ofreció una taza a Alex—. Sírvete crema y azúcar si gustas. O hay menta fresca. —
Se levantó y rompió un trocito de las hierbas en el descansillo de la ventana.

—Menta, por favor —dijo Alex, tomando la ramita e imitando los movimientos
de Belbalm: triturar las hojas y dejarlas caer en su propia taza.

Belbalm se volvió a sentar y tomó un sorbo. Alex hizo lo mismo, entonces ocultó
un sobresalto cuando se quemó la lengua.

—¿Asumo que escuchaste las noticias sobre esa pobre chica?

—¿Tara?

Belbalm elevó sus delgadas cejas. —Sí, Tara Hutchins. ¿La conocías?

—No —dijo Alex, molesta ante su propia estupidez—. Solo estaba leyendo sobre
ella.
—Una cosa terrible. Diré una cosa aún más terrible y admitiré que agradezco que
no fuera una estudiante. No disminuye la pérdida de ninguna manera, por supuesto.

—Por supuesto. —Pero Alex estaba bastante segura que Belbalm estaba diciendo
exactamente eso.

—Alex, ¿qué quieres de Yale?

«Dinero». Alex sabía que Marguerite Belbam encontraría semejante respuesta


desesperadamente vulgar. «¿Cuándo los viste por primera vez?» Había preguntado
Darlington. Tal vez toda la gente rica hacía las preguntas equivocadas. Para gente como
Alex, nunca sería «qué quieres». Siempre era «¿cuánto puedes conseguir?» ¿Suficiente para
sobrevivir? ¿Suficiente para ayudarla a cuidar de su madre cuando la mierda se desatara
como solía hacerlo siempre?

Alex no dijo nada y Belbalm intentó de nuevo. —¿Por qué venir aquí y no a una
escuela de arte? —Lethe había falsificado pinturas para ella, creó un falso rastro de éxitos
y recomendaciones brillantes para excusar sus lagunas académicas.

—Soy buena, pero no soy lo bastante buena para lograrlo. —Era verdad. La
magia podía crear pintores competentes, músicos experimentados, pero no genios. Ella
había añadido asignaturas de arte a su horario de clases porque eso era lo que se
esperaba, y habían probado ser la parte más sencilla de su vida académica. Porque no
era su mano la que movía el pincel. Cuando recordó recoger los cuadernos de bocetos
que Sandow le había sugerido que comprara, era como dejar una patineta sobre un
tablero de Ouija, aunque las imágenes que emergían de algún lugar en su interior: Betcha
medio desnudo y bebiendo de un hoyo; Hellie de perfil, las alas de una mariposa
monarca saliendo de su espalda.

—No te acusaré de falsa humildad. Confío en que conoces tus propios talentos.
—Belbalm dio otro sorbo a su té—. El mundo es bastante difícil con artistas que son
buenos, pero no verdaderamente grandiosos. Así que ¿deseas eso? ¿Estabilidad? ¿Un
trabajo estable?

—Sí —dijo Alex, y a pesar de sus mejores intenciones, la palabra emergió con un
tono petulante.
—Te equivocas conmigo, Alexandra. No hay crimen en desear estas cosas. Solo
la gente que ha vivido sin comodidad lo tacha de burgués. —Guiñó el ojo—. Los
marxistas puros son siempre hombres. La calamidad les llega demasiado fácilmente a
las mujeres. Nuestras vidas pueden desbaratarse con un solo gesto, una oleada
inesperada. ¿Y el dinero? El dinero es la roca a la que nos aferramos cuando la corriente
podría dominarnos.

—Sí —dijo Alex, inclinándose hacia delante. Esto era lo que la madre de Alex
nunca había conseguido entender. Mira amaba el arte y la verdad y la libertad. no quería
ser parte de la maquinaria de la sociedad. Pero a la maquinaria no le importaba. La
maquinaria seguía moliendo y atrapándola en sus engranajes.

Belbalm posó su taza en el platito. —Así que una vez que tengas dinero, una vez
que puedas dejar de aferrarte a la roca y puedas trepar encima, ¿qué construirás ahí?
Cuando estés parada sobre la roca, ¿qué pregonarás?

Alex sintió que todo el interés la abandonaba. ¿Realmente debía tener algo que
decir, alguna sabiduría que impartir? «¿Quédate en la escuela, ¿No consumas Drogas? ¿No
folles con los chicos equivocados? ¿No dejes que los chicos equivocados follen contigo? ¿Sé agradable
con tus padres incluso si no se lo merecen, porque se pueden permitir llevarte al dentista? ¿Sueña
en cosas más pequeñas? ¿No dejes que la chica a la que amas muera?»

El silencio se extendió. Alex miró las hojas de menta flotando en su té.

—Bueno —dijo la profesora Belbalm con un suspiro—. Te hago estas preguntas


porque no sé cómo más motivarte, Alex. ¿Te preguntas por qué me importa?

Alex en realidad no se lo había preguntado. Solo había asumido que Belbalm


tomaba su trabajo como directora de JE en serio, que cuidaba de todos los estudiantes a
su cargo. Pero asintió de todos modos.

—Todos empezamos en algún lugar, Alex. A muchos de estos niños les han dado
mucho. Han olvidado cómo estirar la mano para alcanzarlo. Tú tienes hambre y respeto
el hambre. —Golpeteó su escritorio con dos dedos—. Pero hambre de ¿qué?. Estás
mejorando, lo veo. Has conseguido algo de ayuda, creo y eso es bueno. Claramente eres
una chica lista. El período de prueba académica es preocupante, pero lo que más me
preocupa es que las clases que eliges no muestran un patrón real de interés más que
tranquilidad. Y aquí no puedes sencillamente irla pasando.

«Puedo y lo haré», pensó Alex. Pero todo lo que dijo fue: —Lo siento —Lo decía
en serio. Belbalm estaba buscando algún secreto potencial que desenvolver y Alex iba a
decepcionarla.

Belbalm agitó la mano para desdeñar la disculpa. —Piensa en lo que quieres,


Alex. Tal vez no sea algo que puedas encontrar aquí. Pero si lo es, haré lo que pueda
para ayudarte a quedarte.

Esto era lo que Alex deseaba, la perfecta paz de esta oficina, la suave luz a través
de las ventanas, la menta y albahaca y orégano creciendo en macetas con listones.

—¿Has pensado en tus planes para el verano? —preguntó Belbalm—.


¿Considerarías quedarte aquí? ¿Venir a trabajar para mí?

Alex levantó la cabeza bruscamente. —¿Qué podría hacer por usted?

Belbalm se rio. —¿Crees que Isabel y Colin llevan a cabo tareas complicadas?
Mantienen mi calendario, archivan mis documentos, organizan mi vida para que yo no
tenga que hacerlo. No tengo duda que podrías hacerlo. Hay un programa de
composición que creo podría llevar tu escritura a donde necesita llegar para continuar
aquí. Podrías empezar a pensar en lo que pudieras considerar como una carrera. No
quiero ver que te quedes atrás, Alex.

«Un verano para ponerme al corriente, para recuperarme.» Alex era buena con las
probabilidades. Había tenido que serlo. Antes de aceptar un trato, tenías que saber si
podías salir de él. Y sabía que la posibilidad de que pudiera esquivar exitosamente cuatro
años de Yale era improbable. Con Darlington alrededor, había sido diferente. Su ayuda
le había dado un ángulo, hecho su vida manejaba, posible. Pero Darlington se había
marchado, quien sabía durante cuánto tiempo, y estaba malditamente cansada de
mantenerse a flote.

Belbalm le estaba ofreciendo tres meses para respirar, para recuperarse, hacer un
plan, reunir sus recursos, convertirse en una estudiante de Yale real, no solo alguien
interpretando el papel gracias a los centavos de Lethe.
—¿Cómo funcionaría eso? —preguntó Alex. Deseaba dejar su taza, pero su mano
estaba temblando lo bastante para temer que hiciera ruido.

—Muéstrame que puedes continuar mejorando. Finaliza el año con fuerza. Y la


próxima vez que te pregunte qué deseas, espero una respuesta. ¿Sabes sobre mi clase?
Tuve una anoche, pero tendré otra la próxima semana. Puedes empezar asistiendo.

—Puedo hacerlo —dijo, aunque no estaba en absoluto segura si podía—. Puedo


hacer eso. Gracias.

—No me agradezcas, Alex. —Belbalm la miró por encima del borde rojo de su
taza de té—. Solo haz el trabajo.

Alex se sentía ligera mientras salía de la oficina y saludaba a Colin con un gesto. Se
encontró en el silencio del patio. Era así a veces… todas las puertas se cerraban, nadie
pasaba camino a clase o una comida, todas las ventanas estaban cerradas contra el frío,
y te quedabas en un bolsillo de silencio. Alex dejó que se reuniera a su alrededor,
imaginó que los edificios que la rodeaban habían sido abandonados.

¿Cómo sería el campus en el verano? ¿Así de silencioso? Húmedo y despoblado,


una ciudad bajo el cristal. Alex había pasado sus vacaciones de invierno encerrada en Il
Bastone, viendo películas en la portátil que Lethe le había comprado, temerosa de que
Dawes pudiera aparecer. Había videollamado a su mamá y solo se aventuraba a salir
por pizza y fideos. Incluso los Grises se habían desvanecido, como sin la emoción y
ansiedad de los estudiantes, no había nada que los atrajera al campus.

Alex pensó en la quietud, las mañanas tardías que el verano podría traer. Podría
sentarse detrás del escritorio donde Colin e Isabel se sentaban, preparar té, actualizar el
sitio web de JE, hacer cualquier cosa que tuviera que hacerse. Podría elegir sus cursos,
unos que tuvieran planes de estudio que no cambiaran mucho. Podría hacer las lecturas
de antemano, tomar el curso de composición para que no tuviera que apoyarse tanto en
Mercy… asumiendo que Mercy deseara ser su compañera de cuarto el próximo año.
«El próximo año». Palabras mágicas. Belbalm había construido a Alex un puente
a un futuro posible. Solo tenía que cruzarlo. La madre de Alex estaría decepcionada
cuando no fuera a casa a California… ¿o no? Tal vez era más fácil así. Cuando Alex le
había dicho a su madre que iba a Yale, Mira la había mirado con tanta tristeza que Alex
había tardado un largo momento en comprender que su madre creía que estaba drogada.
Culpable, Alex tomó una foto del patio vacío y se lo mandó a su mamá. «¡Mañana fría!»
Insignificante, pero era evidencia de que estaba bien y aquí, prueba de vida.

Se asomó en el baño antes de dirigirse a clase, se pasó los dedos por el cabello. A
ella y Hellie les encantaba utilizar maquillaje, gastar su esporádico efectivo en delineador
de brillos y brillo labial. A veces lo extrañaba. Aquí, el maquillaje significaba algo
diferente; mandaba una señal de esfuerzo que era inaceptable.

Alex soportó una hora de Español II; soso pero manejable porque todo lo que
requería de ella era memorización. Todos estaban charlando sobre Tara Hutchins,
aunque nadie la llamaba por su nombre. Era la chica muerta, la víctima de asesinato, la
ciudadana que apuñalaron. La gente estaba hablando sobre líneas de crisis y terapia de
emergencia para cualquiera alterado por el evento. La adjunta que dirigía su clase de
Español les recordó utilizar el servicio de caminata en el campus después de que
oscureciera. «Yo estaba justo a un lado. Estuve allí como una hora antes que sucediera. Camino
por allí a diario.» Alex escuchó las mismas cosas repetidas una y otra vez. Había
preocupación, algo de vergüenza… otra prueba de que sin importar cuántas franquicias
se mudaran, New Haven nunca sería Cambridge. Pero nadie parecía realmente
asustado. «Porque Tara no era una de ustedes», pensó Alex, mientras empacaba su bolsa.
«Todos se sienten seguros.»

Alex tenía dos horas libres después de clase y tenía intención de pasarlas oculta
en su dormitorio, comiendo sus emparedados robados y escribiendo su reporte para
Sandow, luego durmiendo durante la resaca de la belladona antes de ir a su sesión de
Literatura Inglesa.

En su lugar, sus pies la llevaron de vuelta a Payne Whitney. La intersección ya


no estaba bloqueada y las multitudes habían desaparecido, pero la cinta policial aún
rodeaba el triángulo de terreno desolado al otro lado de la calle frente al gimnasio. Los
estudiantes que pasaban lanzaban miradas furtivas a la escena y se apresuraban, como
mortificados de estar mirar embobados algo tan escabroso bajo la fría y gris luz del sol.
Una patrulla de policía estaba estacionada a medias sobre la acera, y una camioneta de
noticias estaba estacionada al otro lado de la calle.

Tenía que imaginar que el Decano Sandow y el resto de la administración de


Yale estaban teniendo montones de reuniones apresuradas sobre control de daños esta
mañana. Alex no había entendido las distinciones entre Yale y Princeton y Harvard y
las ciudades que ocupaban. Todos eran el mismo lugar imposible en la misma ciudad
imaginaria. Pero estaba claro por la forma en que Lauren y Mercy se reían sobre New
Haven que la ciudad y su universidad eran consideradas menos de la liga Ivy que las
otras. Un asesinato tan cercano al campus, incluso si la víctima no había sido un
estudiante, no podía ser buena imagen.

Alex se preguntó si estaba mirando al lugar donde Tara había sido asesinada o si
su cuerpo sencillamente había sido desechado enfrente del gimnasio. Debería haberle
preguntado al forense mientras estaba hechizado. Pero tenía que imaginar que era lo
primero. Si deseabas deshacerte de un cuerpo, no lo botabas en medio de una
intersección muy transitada.

Una imagen del zapato de Hellie, esa sandalia rosa gelatina deslizándose de sus
dedos pintados, destelló por la mente de Alex. Los pies de Hellie eran anchos, los dedos
aplastados, la piel era gruesa y callosa… la única parte no hermosa de ella.

«¿Qué estoy haciendo aquí?» Alex no deseaba acercarse más a donde había estado
el cadáver. «Fue el novio.» Eso es lo que el forense le había dicho. Era un traficante.
Habían discutido. Las heridas habían sido extremas, pero si había estado drogado,
¿quién sabía lo que podría haber estado sucediendo en su cabeza?

Aun así, había algo que la molestaba sobre la escena. Anoche se había
aproximado desde la calle Grove, pero ahora estaba al otro lado de la intersección,
directamente enfrente de los dormitorios Baker Hall y el helado terreno vacío donde
Tara había sido encontrada. Desde este ángulo había algo familiar en la forma en que
lucía… las dos calles, las estacas enterradas donde Tara había muerto o había sido
abandonada. ¿Era simplemente verla a la luz del día sin las multitudes lo que lo hacía
lucir diferente? ¿Una falsa sensación de déjà vu? ¿O tal vez la belladona le estaba jugando
trucos mientras abandonaba su sistema? Los diarios de Lethe estaban llenos de
advertencias sobre lo poderosa que era.

Alex pensó en el zapato de Hellie colgando durante un breve momento de su


dedo gordo, luego cayendo al suelo del departamento con un golpe sordo. Len se giró
hacia Alex, luchando con el peso del cuerpo flácido de Hellie, sus manos acomodadas
debajo de sus axilas. Betcha tenía las rodillas de Hellie apretadas contra su cadera como
si estuvieran bailando swing. —Vamos —dijo Len—. Abre la puerta, Alex. Déjanos
salir.

«Déjanos salir.»

Apartó el recuerdo con una sacudida y miró el grupo de Grises enfrente del
gimnasio. Había menos hoy y su humor (si es que realmente tenían humor) había
regresado a la normalidad. Pero el Novio seguía allí. A pesar de sus mejores intentos por
ignorarlo, el fantasma era difícil de ignorar: pantalones almidonados, zapatos
relucientes, una cara atractiva como salida de una película antigua; grandes ojos oscuros
y cabello negro recogido de su frente en una ola suave, el efecto se arruinaba solo por la
gran mancha redonda de una herida de bala en el pecho.

Era un cazador real, un Gris que podía atravesar las capas del Velo y hacer sentir
su presencia, agitando parabrisas y activando alarmas de coche en el estacionamiento
que estaba donde la fábrica de carruajes de su familia se había alzado… y donde él había
matado a su prometida y luego a él mismo. Era una parada favorita en los recorridos de
fantasmas de Nueva Inglaterra. Alex no permitió que su mirada se demorara, pero por
el rabillo del ojo lo vio apartarse del grupo, dirigiéndose hacia ella.

Tiempo de marcharse. No deseaba el interés de los Grises, particularmente Grises


que podían tomar cualquier clase de forma física real. Le dio la espalda y se apresuró al
corazón del campus.

Para cuando regresó a Vanderbilt, el bajón la tenía en sus garras. Se sentía débil,
exhausta, como si acabara de emerger de una semana con el peor resfriado de su vida.
Su reporte para Sandow podía esperar. De todas formas, no tenía mucho que decir.
Dormiría. Tal vez soñaría con el Verano. Aún podía oler la menta triturada en sus dedos.

Cerró los ojos y vio la cara de Hellie, sus cejas pálidas blanqueadas por el sol,
vomito sobre su labio. Era culpa de Tara Hutchins. Las rubias siempre hacían a Alex
pensar en Hellie. ¿Pero por qué la escena del crimen había lucido tan familiar? ¿Qué
había visto en ese trozo desnudo de tierra muerta apisonada por el flujo del tráfico?

«Nada». Sencillamente había pasado demasiadas noches en vela, demasiado


Darlington susurrándole al oído. Tara no se parecía en nada a Hellie. Era como una
mala imitación, genérica a la marca de Hellie.

«No» dijo una voz en su cabeza… y era Hellie, parada en su patineta, meciéndose
adelante y atrás con esos pies anchos, su equilibrio era impecable. Tenía la piel
cenicienta. La parte superior de su bikini estaba manchado con trozos de su última
comida. «Ella soy yo. Ella eres tú sin una segunda oportunidad.»

Alex luchó en el camino de vuelta de la oleada de sueño. La habitación estaba


oscura, poca luz se filtraba desde la estrecha ventana.

Hellie se había marchado desde hace mucho, igual que la gente que la había
lastimado. Pero alguien había lastimado a Tara Hutchins también. Alguien que no había
sido castigado. No aún.

«Déjaselo al Detective Turner». Eso es lo que dijo la sobreviviente. «Descansa.


Olvídalo. Enfócate en tus calificaciones. Piensa en el verano». Alex podía ver el puente que
Belbalm había construido. Solo tenía que cruzarlo.

Alex estiró la mano en su vestidor en busca de las gotas de belladona. Una tarde
más. Podía darle a Tara Hutchins eso antes de enterrarla definitivamente y seguir
adelante. Igual que había enterrado a Hellie.
Aureliano, hogar de los futuros reyes filósofos, los grandes
unificadores. Aureliano fue fundado para reforzar ideales de liderazgo y,
supuestamente, reunir lo mejor de las sociedades. Se modelaron como una
especie de Nuevo Lethe, trayendo miembros de cada sociedad para formar un
consejo líder. Eso no duró mucho tiempo. El debate animado dio paso a las
discusiones estridentes, se reclutaron nuevos miembros y pronto se
volvieron tan cerrados como las otras Casas del Velo. Al final, su magia
tenía una practicidad fundamental más adecuada para los profesionales
trabajadores, menos un llamado que un negocio. Eso los había hecho el
objetivo de burlas por algunas de las sensibilidades más delicadas, pero
cuando los Aurelianos se encontraron expulsados de su propia “tumba” y
sin domicilio permanente, consiguieron sobrevivir donde otras Casas se han
fundado: contratándose al mejor postor.

—de La vida de Lethe: Procedimientos y Protocolos de la Novena Casa

Sencillamente carecen de cualquier clase de estilo. Claro,


ocasionalmente eructan un senador o un autor de mediano renombre, pero las
noches aurelianas siempre se sienten como si te hubieran dado la
transcripción de un jugoso caso judicial. Empiezas emocionado, y para la
página dos te das cuenta que todo es un montón de palabrería y no mucho
drama.

—Diario de los Días de Lethe de Michelle Alameddine (Colegio Hopper)


Traducido por Azhreik

La inició por lo pequeño: con Aureliano. Darlington imaginó que las grandes
magias podían esperar para más tarde en el semestre, y supo que había hecho la elección
correcta cuando bajó a la primera planta de Il Bastone para encontrar a Alex acomodada
sobre el borde de un cojín de terciopelo, mordiendo febrilmente la uña de su pulgar.
Dawes parecía ignorante, su atención enfocada en «Acompañante a Línea B»; sus
audífonos aislantes de ruido estaban firmemente en su lugar.

—¿Lista? —preguntó.

Alex se paró y se limpió las palmas en los vaqueros. Había revisado su suministro
de protecciones en sus bolsas, y Darlington estaba complacido de ver que ella no había
olvidado nada.

—Buenas noches, Dawes —dijo mientras descolgaban sus abrigos del perchero
en el pasillo—. No regresaremos tarde a casa.

Dawes se deslizó sus audífonos hasta el cuello. —Tenemos salmón ahumado y


emparedados de huevo y eneldo.

—¿Debo preguntar?

—Y avgolemono4.

—Diría que eres un ángel, pero eres mucho más interesante. —Dawes chasqueó
la lengua—. Realmente no es una sopa otoñal.

4
Hay dos tipos principales de sopa: un caldo de pollo espesado con arroz y huevos y condimentado con
limón (avgolemono), o un caldo de pescados (psarosoupa) servido generalmente con los pedazos hervidos
de pescado.
—Apenas es otoño y no hay nada más fortificante. —Además, después de un
trago del elixir de Hiram era difícil calentarse.

Dawes sonrió mientras regresaba a su texto. Le gustaba que la halagaran por su


cocina casi tanto como le gustaba que la reconocieran por su educación.

El aire se sentía brillante y frío contra su piel mientras caminaban por Orange, de
vuelta hacia el Green y el campus. La primavera llegaba lentamente a Nueva Inglaterra,
pero el otoño era como dar la vuelta en un giro brusco. Un momento estabas sudando
con tu algodón veraniego y en el siguiente te estremecías debajo de un cielo endurecido
como esmalte azul.

—Cuéntame sobre Aureliano.

Alex dejó escapar una bocanada de aire. —Fundado en 1910. Aposentos


consagrados en el Salón Sheffield-Sterling-Strathcona.

—Ahórrate la palabrería. Todos lo llaman SSS.

—SSS. Durante las renovaciones de 1932.

—Alrededor de la misma época, Huesos estaba sellando su teatro de operaciones


—añadió Darlington.

—¿Su qué?

—Lo descubrirás durante tu primera pronosticación. Pero creí que te


mantendríamos con rueditas de entrenamiento para tu primer viaje fuera. —Mejor que
Alex encontrara sus fundamentos entre los ansiosos y generosos Aurelianos en vez de
enfrente de los Hueseros—. La universidad le dio esos aposentos a los Aurelianos como
un regalo por sus servicios ofrecidos.

—¿Qué servicios?

—Tú dime, Stern.

—Bueno, se especializan en logomancia, magia de palabras. Así que ¿algo con


un contrato?
—La compra del bosque de Sachem en 1910. Fue una gran adquisición de tierra
y la universidad deseaba asegurarse que la compra no podía ser desafiada. Esa tierra se
convirtió en la Colina de Ciencia. ¿Qué más?

—La gente no los toma muy en serio.

—¿La gente?

—Lethe —corrigió—. Las otras sociedades. Porque no tienen una tumba real.

—Pero nosotros no somos como esas personas, Stern. No somos esnobs.

—Tú eres definitivamente un esnob, Darlington.

—Bueno, no soy esa clase particular de esnob. Solo tenemos dos preocupaciones
reales: ¿Su magia funciona y es peligrosa?

—¿Funciona? —preguntó Alex—. ¿Lo es?

—La respuesta a ambas preguntas es a veces. Aureliano se especializa en


contratos irrompibles, promesas vinculantes, historias que pueden literalmente poner a
dormir al lector. En 1989 un cierto millonario se quedó en coma en el camarote de su
yate. Una copia de «Dios y Hombre en Yale» se encontró a su lado, y si alguien hubiera
pensado en mirar, habrían encontrado una introducción que no existe en ninguna otra
versión; una compuesta por Aureliano. Tal vez podrías estar interesada en saber que las
últimas palabras de Winston Churchill fueron: “Estoy aburrido con todo.”

—¿Estás diciendo que Aureliano asesinó a Winston Churchill?

—Eso es mera especulación. Pero puedo confirmar que la mitad de los muertos
en el cementerio de la calle Grove solo se quedan en sus tumbas porque las inscripciones
en sus lápidas fueron elaboradas por miembros de Aureliano.

—A mí me suena bastante poderoso.

—Eso fue la antigua magia, cuando aún se les consideraba una sociedad
enraizada. Aureliano fue echada de sus aposentos cuando las negociaciones del asunto
del sindicato con la universidad se agriaron. El cargo era servir alcohol a menores, pero
el hecho es que Yale sentía que Aureliano había fallado en los contratos iniciales.
Perdieron la Suite 405 y su trabajo ha sido dudoso desde entonces. Estos días,
mayormente manejaban el ocasional acuerdo de confidencialidad o hechizo de
inspiración. Eso es lo que veremos esta noche.

Pasaron por las oficinas administrativas del salón Woodbridge y las pantallas
doradas de Pergamino y Llave. Los Cerrajeros habían cancelado su próximo ritual. No
significaría menos para Lethe; Libro y Serpiente habían estado felices de moverse al
espacio de la noche del jueves en lugar de ellos; pero Darlington se preguntaba
exactamente qué estaba sucediendo en Llaves. Había rumores de magia debilitándose,
portales que funcionaban mal o no lo hacían en absoluto. Todo podría ser charla; las
Casas del Velo eran reservadas, competitivas, y proclives a los chismorreos. Pero
Darlington tomaría el retraso como una oportunidad de excavar en lo que Pergamino y
Llave podrían estar compitiendo antes que él arrastrara a su Dante a un posible desastre.

—Si Aureliano no es peligroso, ¿Por qué necesitamos estar aquí? —preguntó


Alex.

—Para evitar que los procedimientos sean interrumpidos. Este ritual en particular
tiende a atraer un montón de Grises.

—¿Por qué?

—Toda la sangre. —Los pasos de Alex ralentizaron—. Por favor no me digas que
eres remilgada. No sobrevivirás un semestre si no puedes aguantar un poco de sangre.

Darlington inmediatamente se sintió como un imbécil. Después de lo que Alex


había sobrevivido en California, por supuesto que estaría indispuesta. Esta chica había
atestiguado trauma real, no el teatro de lo macabro al que Darlington se había
acostumbrado.

—Estaré bien —dijo ella, pero estaba aferrando la correa de su morral con los
puños apretados.

Entraron en la plaza desnuda de Beinecke, las ventanas de la biblioteca eran


como trozos de ámbar.

—Lo estarás —prometió—. Este es un ambiente controlado y un hechizo simple.


Básicamente estamos sirviendo como garroteros esta noche.
—Ok.

Ella no lucía bien.

Empujaron la puerta giratoria de la biblioteca y entraron en la gran arcada de la


entrada. Gordon Bunshaft había ideado la biblioteca como una caja dentro de una caja.
Detrás del escritorio de seguridad vacío había un inmenso muro de cristal que se elevaba
hasta el techo.

Esta era la biblioteca real, el corazón de papel y pergamino de Beinecke, la


estructura externa que la rodeaba actuaba como una entrada, escudo y piel falsa. Las
grandes ventanas a cada lado mostraban la plaza vacía más allá.

Una mesa larga había sido dispuesta cerca del mostrador de seguridad, a una
distancia cómoda de los casos, donde las exhibiciones rotatorias de las colecciones de la
biblioteca estaban exhibidas y donde la Biblia de Gutenberg estaba guardada en su
pequeño cubo de cristal, iluminada desde arriba. Una sola página era girada cada día.
Dios, amaba este lugar.

Los Aurelianos ya estaban merodeando alrededor de la mesa, con sus túnicas


marfil, charlando nerviosamente. Esa energía nerviosa era probablemente suficiente
para atraer a Grises. Josh Zelinski, el presidente actual de la delegación, se apartó del
grupo y se apresuró a saludarlos. Darlington lo conocía de varios seminarios de estudios
americanos. Tenía un mohawk, favorecía los overoles talla extra y hablaba mucho. Una
mujer de cuarenta iba tras de él, la Emperador de esta noche (la alumna seleccionada
para supervisar el ritual). Darlington la reconocía de un ritual Aureliano que había
conducido el año anterior para redactar documentos administrativos para el comité de
su condominio.

—Amelia —dijo, recordando el nombre—. Un placer verte de nuevo.

Ella sonrió y le echó un vistazo a Alex. —¿Ella es la nueva tú? —Era lo mismo
que le habían preguntado a Michelle Alameddine cuando ella lo había llevado a
remolque en su primer año.

—Conoce a nuestra nueva Dante. Alex es de Los Angeles.

—Lindo —dijo Zelinski—. ¿Conoces a alguna estrella de cine?


—Una vez nadé desnuda en la piscina de Oliver Stone… ¿eso cuenta?

—¿Él estaba allí?

—No.

Zelinski lucía genuinamente decepcionada.

—Empezaremos a media noche —dijo Amelia.

Eso les daba montón de tiempo para disponer un perímetro alrededor de la mesa
del ritual.

—Para este ritual, no podemos bloquear completamente a los Grises —explicó


Darlington mientras Alex y él andaban un amplio círculo alrededor de la mesa, eligiendo
el sendero de la barrera que crearían—. La magia requiere que los canales con el Velo
permanezcan abiertos. Ahora dime los primeros pasos.

Él le había asignado extractos de «Barreras de Fowler» y también un corto tratado


sobre portales mágicos de los primeros días de Pergamino y Llave.

—Polvo de huesos o tierra de cementerio o cualquier memento mori5 para formar


el círculo.

—Bien —dijo Darlington—. Usaremos esto esta noche. —Le tendió un trozo de
tiza hecho de cenizas cremadas comprimidas—. Nos permitirá ser más precisos en
nuestras marcas. Dejaremos abiertos canales a cada punto cardinal.

—¿Y luego qué?

—Entonces trabajamos con los portales. Los Grises pueden interrumpir el ritual,
y no queremos que esta clase de magia se desate. La magia necesita resolución. Una vez
que este ritual en particular inicie, buscará sangre y si el hechizo se libera de esta mesa,
podría literalmente rebanar en dos a algún agradable estudiante de leyes estudiando a
un bloque de distancia. Un abogado menos para plagar el mundo, pero me dicen que las
bromas sobre abogados están pasadas de moda. Así que, si un Gris intenta atravesar,
tienes dos opciones: rociarles polvo o palabras de muerte. —Los Grises despreciaban

5
“Recuerda que morirás” es la traducción literal. Recuerdo de muerte.
cualquier recuerdo de la muerte o de los moribundos: lamentos, elegías, poemas sobre
el duelo o la pérdida, incluso un anuncio mortuorio particularmente bien fraseado podía
servir.

—¿Qué tal ambos? —preguntó Alex.

—Realmente no hay necesidad. No queremos desperdiciar el poder si no tenemos


que hacerlo.

Ella lucía escéptica. Su ansiedad lo sorprendió. Alex Stern podría ser poco grácil
e inculta, pero había demostrado bastante temple… al menos cuando no se relacionaba
con las polillas. ¿Dónde estaba el acero que había atisbado en ella antes? ¿Y por qué su
temor lo decepcionaba tan acuciantemente?

Justo cuando estaban terminando sus marcas para cerrar el círculo, un joven pasó
por el torniquete, con la bufanda subida casi hasta los ojos. —El invitado de honor —
murmuró Darlington.

—¿Quién es?

—Zeb Yarrowman, joven prodigio. O anterior prodigio. Seguramente los


alemanes tienen un nombre para los prodigios que salen de su etapa de terribles infantes.

—Tú lo sabrás, Darlington.

—Demasiado cruel, Stern. Aún tengo tiempo. Zeb Yarrowman escribió una
novela en su segundo año en Yale, la publicó antes de graduarse y fue el querido de la
escena literaria de Nueva York durante varios años seguidos.

—¿Libro bueno?

—No era malo —dijo Darlington—. Malaria, locura, amor juvenil, los asuntos
bildungsroman6 usuales, todo dispuesto contra el fondo de Zeb trabajando en la granja
ruinosa de su tío. Pero la prosa sí impresiona.

—Entonces ¿está aquí para ser mentor de alguien?

6
Bildungsroman. Término alemán para referirse a las novelas de formación o novelas de aprendizaje. Un
género literario que retrata la transición de la niñez a la vida adulta.
—Está aquí porque «El Rey de los Pequeños Lugares» fue publicado hace casi ocho
años y Zeb Yarrowman no ha escrito una palabra desde entonces. —Darlington vio a
Zelinski hacer una señal al Emperador—. Es tiempo de empezar.

Los Aurelianos se habían reunido en dos filas regulares, encarándose unos a otros
a ambos lados de la larga mesa. Llevaban capas blancas casi como túnicas de coro, con
mangas puntiagudas tan largas que rozaban el mantel. Josh Zelinski estaba parado en
un extremo, el Emperador en el otro. Se pusieron guantes blancos del tipo que se
utilizaban para manejar manuscritos de archivo y desenrollaron un pergamino por toda
la longitud de la mesa.

—Pergamino —dijo Darlington—. Hecho de piel de cabra y empapado en flor de


saúco. Un regalo para la musa. Pero eso no es todo lo que ella requiere. Vamos. —
Condujo a Alex de vuelta a las primeras marcas que habían hecho—. Tú vigilarás las
puertas sur y este. No te pares entre las marcas a menos que tengas que hacerlo
obligatoriamente. Si ves a un Gris aproximarse, solo párate en su paso y utiliza tu tierra
de cementerio o di las palabras de muerte. Yo estaré monitoreando el norte y oeste.

—¿Cómo? —Su voz contenía un tono nervioso y truculento—. Ni siquiera


puedes verlos.

Darlington metió la mano a su bolsillo y removió un vial de elixir. No podía


posponerlo más tiempo. Rompió la tapa de cera, desenroscó el corcho y, antes que los
pensamientos de autopreservación pudieran entrometerse, se tragó el contenido.

Darlington nunca se había acostumbrado. Dudaba que lo hiciera alguna vez… la


urgencia de tener arcadas, lo amargo que se deslizaba por su suave paladar y terminaba
en la parte posterior de su cráneo.

—Joder —jadeó.

Alex parpadeó. —Creo que es la primera vez que te he escuchado maldecir.

Unos escalofríos lo sacudieron, e intentó controlar los temblores que recorrían su


cuerpo. —E-e-equiparo a las m-m-maldiciones con las declaraciones de amor. Mejor
utilizarlas escasamente y solo cuando se d-d-dicen de todo corazón.

—Darlington… ¿tus dientes deben castañear?


Él trató de asentir, pero por supuesto ya estaba asintiendo… teniendo espasmos,
en realidad.

El elixir era como meter la cabeza en el gran Frío, como internarse en un largo
invierno oscuro. O como Michelle había dicho una vez: —Es como que te introduzcan
un tempano en el culo.

—Menos localizado —Darlington había conseguido bromear en el momento.


Pero había deseado desmayarse por lo horriblemente estremecedor que era. No era solo
el sabor o el frío o los temblores. Era la sensación de haberse frotado contra algo horrible.
No había sido capaz de identificar la sensación entonces, pero meses después había
estado conduciendo en la I-95 cuando el tráiler de un tractor se desvió a su carril, no
tocando su coche por apenas un aliento. Su cuerpo se había llenado de adrenalina, y el
sabor amargo de la aspirina pulverizada había llenado su boca mientras recordaba el
sabor de la Bala de Hiram.

Así era cada vez… y lo sería hasta que la dosis finalmente intentara matarlo y su
hígado se volviera tóxico. No podías seguir rozando la muerte y metiendo solo el pie
gordo del pie. Eventualmente te sujetaba del tobillo e intentaba jalarte bajo la superficie.

Bueno. Si sucedía, Lethe le encontraría un donante de hígado. No sería el


primero. Y no todos podían nacer dotados como Galaxy Stern.

Ahora los temblores habían pasado, y durante un breve momento el mundo se


volvió lechoso, como si estuviera viendo el brillo dorado de Beinecke a través de una
gruesa catarata de telarañas. Esas eran las telarañas del Velo.

Cuando se separaron para él, la neblina se aclaró. Las columnas familiares de


Beinecke, los miembros encapuchados de Aureliano, y la cara agotada de Alex se
enfocaron una vez más… excepto que vio a un anciano con una chaqueta con motivo
de cuadritos flotando junto a la vitrina que contenía la biblia Gutenberg, luego pasó a
un lado para examinar la colección de los recuerdos de James Baldwin.

—Creo… creo que es… —Se detuvo antes de decir el nombre de Frederic
Prokosch. Los nombres eran íntimos y se arriesgaba a formar una conexión con los
muertos—. Escribió una novela que solía ser famosa, llamada «Los asiáticos», desde un
escritorio en la Biblioteca Sterling. Me pregunto si es un fan de Zeb. —Prokosch había
proclamado ser incognoscible, un misterio incluso para sus amigos más cercanos. Y aun
así aquí estaba, deprimido en una biblioteca universitaria en su vida después de la
muerte. Tal vez era mejor que el elixir costara tanto y supiera tan mal. De otra forma,
Darlington se lo estaría tragando cada tercer día solo por vistazos de esto. Pero ahora
era tiempo de trabajar—. Mándalo en su camino, Stern. Pero no hagas contacto visual.

Alex hizo rodar los hombros como un boxeador subiendo al ring y se aproximó
a Prokosch, manteniendo la mirada apartada. Alcanzó en su bolsa y sacó el vial de tierra
de cementerio.

—¿Qué estás esperando?

—No puedo destaparlo.

Prokosch levantó la vista de la vitrina de cristal y se movió hacia Alex.

—Entonces di las palabras, Stern.

Alex dio un paso atrás, aun forcejeando con la tapa.

—No puede lastimarte —dijo Darlington poniéndose entre Prokosch y la entrada


al círculo. El ritual aún no había comenzado, pero mejor mantenerlo limpio. A
Darlington no le encantaba la idea de alejar al Gris en persona. Sabía demasiado sobre
el fantasma, y al exiliarlo de vuelta al Velo se arriesgaba a crear una conexión entre
ellos—. Andando, Stern.

Alex apretó los ojos y gritó: —«¡Ten coraje! ¡Nadie es inmortal!»

Prokosch se estremeció de aprehensión y levantó una mano como para espantar


a Alex. Huyó a través de las paredes de cristal de la biblioteca. Las palabras de muerte
podrían ser cualquier cosa, en realidad, mientras hablaran de las cosas que los Grises
temieran más: la fatalidad de fallecer, una vida sin legado, el vacío de la posteridad.
Darlington le había dado a Alex algunas de las más simples a recordar, desde laa
laminillas órficas encontrada en Tesalía.
—¿Ves? —dijo Darlington—. Fácil. —Miró a los Aurelianos, unos pocos de los
cuales estaban riendo entre dientes ante la ardiente declaración de Alex—. Aunque no
necesitas gritar.

Pero a Alex no parecía importarle la atención que había atraído. Sus ojos estaban
iluminados, mirando fijamente el lugar donde Prokosch había estado momentos antes.
—¡Fácil! —dijo. Frunció el ceño y miró el vial de tierra en su mano—. Tan fácil.

—Al menos pavonéate un poco, Stern. No me niegues el placer de volverte a


poner en tu lugar. —Cuando no replicó —dijo—: Vamos, están listos para empezar.

Zeb Yarrowman estaba parado a la cabecera de la mesa. Se había quitado la


camiseta y estaba desnudo hasta la cintura, de pie. Pálido, su pecho estrecho, sus brazos
tensos a sus lados como alas dobladas. Darlington había visto muchos hombres y
mujeres parados a la cabecera de esa mesa durante los últimos tres años. Algunos habían
sido miembros de Aureliano. Algunos sencillamente habían pagado la tarifa elevada que
la Fundación de la sociedad cobraba. Venían a decir sus palabras, hacer sus peticiones,
esperando que sucediera algo espectacular. Venían con diferentes necesidades, y
Aureliano se mudaba de ubicación dependiendo de su requerimiento: Prenupciales
blindados podían ser forjados debajo de la entrada de la escuela de leyes. Las
falsificaciones podrían ser detectadas bajo los vigilantes ojos del pobre e inocentón
«Cicero Descubriendo la Tumba de Arquímedes» de Benjamin West en la galería de arte de
la universidad. Los títulos de tierra y tratos de propiedades eran sellados en la cima de
East Rock, con la ciudad resplandeciendo muy abajo. La magia de Aureliano podría
haber sido más débil que la de otras sociedades, pero era más portátil y más práctica.

Los encantamientos de esta noche empezaban en latín, una recitación


tranquilizadora y suave que llenó Beinecke, flotando hacia arriba, más allá de estante
tras estante encerrado en el cubo de cristal al centro de la biblioteca. Darlington se
permitió escuchar con un oído mientras escaneaba el perímetro del círculo y mantenía
un ojo sobre Alex. Suponía que era una buena señal que ella estuviera tan tensa. Al
menos significaba que le importaba hacer un buen trabajo.

Los cánticos cambiaron, rompiendo del latín y pasando a un italiano vernáculo,


deslizándose de antigüedad a la modernidad. La voz de Zeb era la más alta, suplicante,
haciendo eco en la piedra, y Darlington podía sentir su desesperación. Tendría que estar
desesperado dado lo que seguía a continuación.

Zeb extendió los brazos. Los Aurelianos a su derecha e izquierda sacaron los
cuchillos y, mientras los cánticos continuaban, trazaron dos largas líneas desde las
muñecas de Zeb hasta sus antebrazos.

La sangre corrió lentamente al principio, encharcándose en la superficie en líneas


rojas como unos ojos abriéndose.

Zeb colocó las manos sobre el borde del papel ante él y su sangre se extendió,
manchando el papel. Como si el papel tuviera el gusto por la sangre, la sangre de Zeb
pareció trepar por la tela mientras el sonido del cántico se elevaba; no un solo lenguaje
ahora sino todos los lenguajes, palabras sacadas de los libros que los rodeaban, por
encima de ellos, remetidos en bóvedas de clima controlado debajo de ellos. Miles sobre
miles de volúmenes. Memorias e historias infantiles, postales y menús, poesía y guías de
viaje, italiano suave y redondeado aguijoneado por los sonidos afilados del inglés, el
rasposo del alemán, hilos susurrados de cantonés.

Como uno, los Aurelianos azotaron sus manos sobre el pergamino empapado de
sangre. El sonido atravesó el aire como truenos y algo negro se extendió desde sus
palmas, una nueva oleada mientras la sangre se convertía en tinta y flotaba de vuelta a
la mesa, pasando por el papel donde descansaban las manos de Zeb. Gritó cuando la
tinta entró en él, zigzagueando por sus brazos en un garabato, línea sobre línea, palabra
sobre palabra, un palimpsesto que oscureció su piel, reptando lentamente en cursiva
hasta sus codos. Él sollozó y se estremeció y aulló su angustia… pero mantuvo las manos
planas sobre el papel.

La tinta trepó más alto, a sus hombros encorvados, por su cuello, sobre su pecho,
y en el mismo instante entró en su cabeza y su corazón.

Esta era la parte más peligrosa del ritual, cuando todos los Aurelianos serían más
vulnerables y los Grises estarían más ansiosos. Venían más rápido a través de las paredes
y ventanas selladas, rodeando el círculo, buscando los portales que Alex y Darlington
habían dejado abiertos, atraídos por la necesidad de Yarrowman y la acritud como hierro
de la sangre fresca. Cualquier preocupación que hubiera plagado a Alex, estaba
disfrutándolo ahora, lanzando puñados de tierra de cementerio a los Grises con gestos
innecesariamente elaborados que la hacían lucir como una luchadora profesional
intentando animar a una multitud invisible. Darlington giró su atención a sus propios
puntos cardinales, lanzó nubes de polvo de huesos a los Grises que se acercaban,
murmurando las antiguas palabras de muerte cuando uno de ellos intentaba pasar a toda
velocidad. Su himno órfico favorito empezaba «Oh espíritu de la fruta verde», pero era casi
demasiado largo para que valiera la pena sumergirse en él.

Escuchó a Alex gruñir y miró sobre su hombro, esperando verla ejecutando una
maniobra de destierro particularmente acrobática. En su lugar, estaba en el suelo,
arrastrándose hacia atrás, con terror en los ojos… y los Grises estaban caminando
directamente a través del círculo de protección. Le tomó un momento entender qué
había sucedido: Las marcas del portal del sur estaban borrosas. Alex había estado tan
ocupada divirtiéndose, que había pisado las marcas y rompió el lado sur del círculo. Lo
que había sido una puerta estrecha para permitir el flujo de magia se había convertido
en un hoyo abierto sin barrera que cruzar. Los Grises avanzaron, su atención enfocada
en la atracción de la sangre y el anhelo, acercándose cada vez más a los Aurelianos
desprevenidos.

Darlington se lanzó a su paso, ladrando las palabras más rápidas y crueles que
conocía: —¡Sin ser llorado! —gritó—. ¡Ni honrado, ni alabado! —Algunos detuvieron sus
pasos, algunos incluso huyeron—. ¡Sin ser llorado, Ni honrado, ni alabado! —repitió. Pero
ahora tenían inercia, una masa de Grises que solo él y Alex podían ver, vestidos con
ropa de cada época, algunos jóvenes, algunos viejos, algunos heridos y mutilados, otros
completos.

Si alcanzaban la mesa, el ritual se interrumpiría. Yarrowman ciertamente moriría


y bien podría llevarse a la mitad de los Aurelianos con él. La magia se volvería salvaje.

Pero si Beinecke era una casa de palabras vivas, entonces esto era un gran
memorial del final de todo. La máscara de muerte de Thornton Wilder. Los dientes de
Ezra Pound. Poemas de elegías por cientos. Darlington alcanzó las palabras… Hart
Crane con Melville, Ben Jonson con la muerte de su hijo. El “Réquiem” de Robert Louis
Stevenson. Su mente se esforzó por conseguir algo. «Empieza en algún lado. Empieza en
cualquier lado.»

—Un hueso disipado, canto mi canción, y viajo a donde el hueso se sopla.

Buen Dios. Cuando se afrontaba a alejar lo extraordinario, ¿cómo de alguna


forma recurrió al poema de Foley sobre un esqueleto teniendo sexo?

Algunos de los Grises se alejaron, pero necesitaba algo con un poco de maldita
gravitas.

Horace.

—El invierno vendrá. Y romperá el bajo mar en las rocas. Mientras bebemos el vino del
verano.

Ahora ralentizaron, algunos se cubrieron las orejas.

—Ve, en el blanco del aire invernal —gritó—. Los días cuelgan como una rosa. Cae sobre
la mano estirada. ¡Tómala antes que se marchite!

Levantó las manos ante él como si pudiera empujarlos hacia atrás de alguna
forma. ¿Por qué no podía recordar el primer verso del poema? Porque no le había
interesado. «¿Por qué intentar conocer el futuro, que no puede ser conocido?»

—¡El invierno vendrá! —repitió. Pero incluso mientras Darlington empujaba de


vuelta a los Grises por el portal roto y alcanzaba la tiza, miró a través de las paredes de
cristal de la biblioteca. Una horda se estaba reuniendo… una oleada de Grises visible a
través de las paredes de cristal, rodeaba el edificio. No iba a ser capaz de arreglar las
marcas a tiempo.

Alex aún estaba en el piso, temblando tan fuerte que podía ver sus temblores
incluso a la distancia. Cuando la magia se liberara, podría matarlos a ambos primero.

—Ten coraje —decía ella de nuevo y de nuevo—. Ten coraje.

—¡Eso no es suficiente!

Los Grises corrieron hacia la biblioteca.


—¡Mors vincit omnia! —gritó Darlington, recurriendo a las palabras impresas en
cada manual de Lethe. El Emperador y los Aurelianos habían levantado la vista de la
mesa; solo Zeb Yarrowman aún estaba perdido en las agonías del ritual, sordo al caos
que había entrado al círculo.

Entonces una voz atravesó el aire, alto y tembloroso, no hablando sino


cantando… —Pariome mi madre en una noche oscura.

Alex estaba cantando, la melodía se alzaba sobre sus sollozos. Ponime por nombre
niña y sin fortuna.

Mi madre me dio a luz en una noche oscura y me llamó la chica sin fortuna.

Español, pero sesgado. Alguna clase de dialecto.

—Ya crecen las yerbas y dan amarillo triste mi corazón vive con suspiro.

No conocía la canción, pero las palabras parecieron ralentizar los pasos de los
Grises.

Las hojas están creciendo y volviéndose doradas.

Mi corazón pesado late y suspira.

—¡Más! —dijo Darlington.

—¡No sé el resto de la canción! —gritó Alex. Los Grises avanzaron.

—¡Di algo, Stern! Necesitamos más palabras.

— Quien no sabe de mar no sabe de mal! —No canto esas palabras, las gritó, una y
otra vez.

Él que no sabe nada del mar no sabe nada del sufrimiento.

La línea de Grises afuera trastabilló, miraron sobre sus hombros: Algo se estaba
moviendo detrás de ellos.

—¡Continúa! —le dijo.

—Quien no sabe de mar no sabe de mal!


Era una oleada, una oleada masiva, elevándose de la nada sobre la plaza. Pero
¿cómo? Ni siquiera estaba hablando palabras de muerte. Él que no sabe nada del mar no
sabe nada del sufrimiento. Darlington ni siquiera estaba seguro de qué significaban las
palabras.

La ola se elevó y nuevas palabras de Virgilio vinieron a Darlington… el Virgilio


Real. De las Églogas. —¡Deja que todo se convierta en océano! —declaró. La ola se hizo más
y más alta, borrando los edificios y el cielo más allá—. ¡Adiós, bosques! De cabeza desde
algún pico montañoso inmenso, me lanzo a las olas; toma este como mi último regalo de muerte!

La ola se estrelló y los Grises se esparcieron por las piedras de la plaza. Darlington
podía verlos a través del cristal, meciéndose como trozos de hielo a la luz de la luna.

Rápidamente, Darlington dibujó de nuevo las marcas de protección,


fortaleciéndolas con puñados de tierra de cementerio.

—¿Qué fue eso? —dijo.

Alex estaba mirando hacia los Grises caídos, las mejillas aun húmedas con
lágrimas. —Yo… solo era algo que mi abuela solía decir.

Ladino. Había estado hablando español y hebreo y no estaba seguro qué más. Era
el lenguaje de diáspora. El lenguaje de la muerte. Ella había sido afortunada. Ambos lo
fueron.

Él le ofreció su mano. —¿Estás bien? —preguntó. Su palma estaba fría, húmeda


en la de él, mientras se levantaba.

—Sí —dijo, pero aún estaba temblando—. Bien. Lo lamento, yo…

—No digas otra palabra hasta que estemos de vuelta en Il Bastone, y por amor
de Dios, no te disculpes con nadie hasta que estemos fuera de aquí.

Zelinski estaba avanzando a zancadas hacia ellos, la Emperador detrás. El ritual


había terminado y lucían furiosos, un poco como si miembros del Klan hubieran salido
a pasear y se olvidaron sus capuchas. —¿Qué demonios estaban haciendo? —dijo
Amelia—. Casi arruinaron el ritual con sus gritos. ¿Qué sucedió aquí?
Darlington se giró hacia ellos, bloqueando su visión de las marcas borrosas e
invocó cada trozo de la autoridad de su abuelo. —¿Por qué no me dicen ustedes?

Zelinski se detuvo de golpe; sus mangas (ahora limpias y blancas de nuevo) se


agitaron suavemente cuando bajó los brazos. —¿Qué?

—¿Han ejecutado este ritual antes?

—¡Sabes que sí! —espetó Amelia.

—¿Exactamente de esta forma?

—¡Por supuesto que no! El ritual siempre cambia un poco dependiendo de la


necesidad. Cada historia es diferente.

Darlington sabía que estaba en terreno inestable pero mejor ir a la ofensiva que
hacer que Lethe luciera como un montón de amateurs. —Bueno, no sé qué tenga Zeb
en mente para su nueva novela, pero casi desató una horda completa de fantasmas sobre
su delegación.

Zelinski abrió mucho los ojos. —¿Había Grises aquí?

—Un ejército de ellos.

—Pero ella estaba gritando…

—Pusieron a mi Dante y a mí en riesgo —dijo Darlington—. Voy a tener que


reportar esto al Decano Sandow. Aureliano no debería estar manipulando fuerzas que…

—No, no, por favor —dijo Zelinski, levantando las palmas como para apagar un
fuego—. Por favor. Este es nuestro primer ritual como delegación. Las cosas estaban
destinadas a ponerse un poco truculentas. Estamos haciendo campaña para recuperar
nuestros aposentos en SSS.

—Ella podría haber resultado lastimada —dijo Darlington, erizándose con


indignación de sangre azul—. Asesinada.
—Este es un año de donaciones, ¿no? —dijo Amelia—. Podemos… podemos
asegurarnos que sea una generosa.

—¿Están intentando sobornarme?

—¡No! ¡En absoluto! Una negociación, un entendimiento.

—Salgan de mi vista. Tienen suerte de que ningún daño duradero se hizo a la


colección.

—Gracias —susurró Alex cuando la Emperador y Zelinski se apresuraron a


alejarse.

Darlington le lanzó una mirada furiosa y se inclinó para empezar el trabajo de


borrar el círculo. —Hice eso por Lethe, no por ti.

Borraron las huellas de las marcas, se aseguraron que los Aurelianos no


hubieran dejado rastros y que los brazos de Zeb estaban vendados y sus signos vitales
eran estables. Aún tenía manchas de tinta en los labios y en los dientes y encías. Le
goteaba de las orejas y el rabillo de los ojos. Lucía monstruoso, pero estaba sonriendo,
murmurando para sí, ya escribiendo en un cuaderno. Continuaría así hasta que la
historia saliera de él.

Darlington y Alex caminaron de vuelta a Il Bastone en un silencio tenso. La


noche se sentía más fría, no solo debido a la hora, sino por los efectos restantes del elixir
de Hiram. Usualmente sentía una sensación de tristeza cuando la magia se disipaba,
pero esta noche estaba perfectamente feliz de que el Velo cayera de nuevo en su lugar.

¿Qué había sucedido durante el ritual? ¿Cómo pudo Alex haber sido tan
descuidada? Había roto las reglas más básicas que él le había dispuesto. El círculo era
inviolable. Cuida las marcas. ¿Él había sido tan relajado sobre todo el asunto? ¿Se había
esforzado demasiado por mantenerla relajada?

Cuando entraron en Il Bastone, las luces de la entrada titilaron, como si la casa


pudiera percibir su humor. Dawes estaba exactamente donde la habían dejado enfrente
de la chimenea. Ella levantó la vista y pareció encogerse en su sudadera, antes de
regresar a su arreglo de fichas bibliográficas, feliz de darle la espalda al conflicto
humano.

Darlington se quitó el abrigo y lo colgó junto a la puerta, luego recorrió el pasillo


hasta la cocina, sin esperar a ver si Alex lo seguiría. Encendió la hornilla para calentar
la sopa de Dawes y tomó el plato de emparedados del refrigerador, bajándolo con un
estrepito. Una botella de Syrah había sido decantado y se sirvió un vaso, luego se sentó
y observó a Alex, que se había derrumbado en una silla ante la mesa de la cocina, sus
ojos oscuros estaban fijos en los mosaicos blancos y negros del suelo.

Él se obligó a terminar su vaso de vino, se sirvió otro y finalmente dijo: —¿Bueno?


¿Qué sucedió?

—No lo sé —murmuró ella, con la voz apenas audible.

—No es lo bastante bueno. Eres literalmente inútil para nosotros si no puedes


manejar a unos cuantos Grises.

—No venían por ti.

—Sí venían. Dos de esos portales me correspondía custodiar, ¿recuerdas?

Ella se frotó los brazos. —Sencillamente no estaba lista. Lo haré mejor la próxima
vez.

—La próxima vez será diferente. Y la siguiente. Y la siguiente. Hay seis


sociedades en funciones y cada una tiene rituales diferentes.

—No fue el ritual.


—¿Fue la sangre?

—No. Uno de ellos me sujetó. No dijiste que eso iba a suceder. Yo…

Darlington no podía creer lo que estaba escuchando. —¿Estás diciendo que uno
de ellos te tocó?

—Más de uno. Yo…

—Eso no es posible. Quiero decir… —Dejó su vino y se pasó las manos por el
cabello—. Raramente. Tan raramente sucede. A veces en la presencia de la sangre o si el
espíritu está especialmente conmovido. Por eso es tan raro que persigan a alguien.

La voz de ella era dura, distante. —Es posible.

Tal vez. A menos que ella estuviera mintiendo. —Necesitas estar lista la próxima
vez. No estabas preparada…

—¿Y de quién es la culpa?

Darlington se enderezó en el asiento. —¿Disculpa? Te di dos semanas para


ponerte al corriente. Te envié pasajes específicos para leer y hacerlo manejable.

—¿Y qué hay de todos los años antes de eso? —Alex se paró y empujó su silla.
Entró al desayunador, su cabello negro reflejaba la luz de la lampara, la energía
chispeaba de ella. La casa dio un gruñido de advertencia. Ella no estaba triste ni
avergonzada o preocupada. Estaba furiosa—. ¿Dónde estaban ustedes? —exigió—.
¿Todos ustedes hombres sabios de Lethe con sus hechizos y su tiza y sus libros? ¿Dónde
estaban cuando los muertos me seguían a casa? ¿Cuándo entraban a mis salones de
clase? ¿Mi dormitorio? ¿Mi maldita bañera? Sandow dijo que me han estado vigilando
durante años, desde que era niña. ¿Uno de ustedes no pudo haberme dicho cómo
librarme de ellos? ¿Qué todo lo que se requería era unas cuantas palabras mágicas para
alejarlos?

—Son inofensivos. Solo son los rituales que…


Alex sujetó el vaso de Darlington y arrojó con fuerza contra la pared, enviando
cristal y vino rojo por los aires. —No son inofensivos. Hablas como si lo supieras, como
si fueras alguna clase de experto. —Golpeó las manos contra la mesa, inclinándose hacia
él—. No tienes idea de lo que pueden hacer.

—¿Ya terminaste o te gustaría otro vaso que romper?

—¿Por qué no me ayudaron? —dijo Alex, su voz casi un gruñido.

—Lo hice. Estabas a punto de ser enterrada bajo un mar de Grises, si recuerdas.

—No tú. —Alex agitó el brazo, indicando la casa—. Sandow. Lethe. Alguien. —
Se cubrió la cara con las manos—. Ten coraje. Nadie es inmortal. ¿Sabes lo que habría
significado para mí conocer esas palabras cuando era niña? Habría requerido tan poco
cambiar todo. Pero nadie se molestó. No hasta que pude serles de utilidad.

A Darlington no le gustaba pensar que se había comportado mal. No le gustaba


pensar que Lethe se había comportado mal. «Somos los pastores». Y aun así habían dejado
a Alex enfrentarse a los lobos. Tenía razón. No les había importado. Ella había sido
alguien para que Lethe estudiara y observara desde lejos.

Él se había dicho a sí mismo que le estaba dando una oportunidad, siendo justo
con esta chica que la marea había traído a su playa. Pero se había permitido pensar en
ella como alguien que había hecho todas las elecciones incorrectas y tropezó por el mal
camino. No se le había ocurrido que ella había estado siendo perseguida.

Después de un largo momento dijo: —¿Ayudaría romper algo más?

Ella estaba respirando con fuerza. —Tal vez.

Darlington se levantó y abrió una alacena, luego otra, y otra, revelando estante
tras estante de Lenox, Waterford, Limoges… cristalería, platos, jarras, platones, platillos
de mantequilla, salseras, cristal y porcelana con valor de miles de dólares. Bajó un vaso,
lo llenó con vino y se lo tendió a Alex.
—¿Dónde te gustaría empezar?
Traducido por Azhreik

Tenía que haber un protocolo de Lethe para el asesinato, una serie de pasos que
debería seguir, que Darlington habría sabido seguir.

Probablemente le habría dicho que enlistara la ayuda de Dawes. Pero Alex y la


estudiante de posgrado nunca habían conseguido hacer más que ignorarse
educadamente la una a la otra. Como casi todos los demás, Dawes había amado al
Darlington brillante como penique. Había sido el único que parecía casi completamente
tranquilo al hablar con ella, que lo había conseguido sin nada de la incomodidad que
colgaba encima de Dawes como una de sus grandes sudaderas de color indeterminado.
Alex estaba bastante segura que Dawes la culpaba por lo que había sucedido en el Salón
Rosenfeld, y aunque Dawes nunca le había dicho mucho a Alex, su silencio había
tomado una nueva hostilidad de alacenas cerradas violentamente y miradas fulminantes
de sospecha. Alex no deseaba hablar con Dawes más de lo que la chica quería.

Así que en su lugar consultaría la biblioteca de Lethe. «O sencillamente podrías dejar


todo este asunto», pensó mientras trepaba los escalones a la mansión en Orange. En una
semana, Darlington podría estar de vuelta debajo de este mismo techo. Podría emerger
del ritual de la luna nueva entero y feliz y listo para encauzar su magnífico cerebro al
problema del asesinato de Tara Hutchins. O tal vez tendría otras cosas en mente.

No había llave para entrar en Il Bastone. Alex había sido presentada a la puerta
el primer día que Darlington la había traído a la casa, y ahora soltó un suspiro rechinante
cuando entró. Siempre había tarareado felizmente cuando Darlington estaba con ella.
Al menos no había azuzado una manada de chacales sobre ella. Alex no había visto a
los sabuesos de Lethe desde esa primera mañana, pero pensaba en ellos cada vez que se
aproximaba a la casa, preguntándose dónde dormían y si estaban hambrientos, si los
sabuesos espirituales necesitaban comida siquiera.

En teoría, Dawes tenía los viernes libres, pero casi siempre podía contarse con
que estuviera acurrucada en la esquina del saloncito del primer piso con su portátil. Eso
la hacía fácil de evitar. Alex se deslizó por el pasillo hasta la cocina, donde encontró el
plato de los emparedados de anoche que Dawes había dejado cubiertos con una toalla
húmeda encima del estante superior sobre el refrigerador. Se los metió a la boca,
sintiéndose como una ladrona, pero eso solo hizo que el suave pan blanco, las rodajas
de pepino y el salmón finamente rebanado untado con aderezo supiera mejor.

La casa en Orange había sido adquirida por Lethe en 1888, poco después que
John Anderson la abandonó, supuestamente intentando alejarse del fantasma de la chica
de los cigarros que su padre había asesinado. Desde entonces, Il Bastone se había
disfrazado como hogar privado, una escuela manejada por las Hermanas de Santa
Maria, una oficina legal y ahora un hogar privado perpetuamente esperando renovación.
Pero siempre había sido de Lethe.

Un librero estaba en el pasillo del segundo piso junto a un escritorio antiguo y un


jarrón de hortensias secas. Esta era la entrada a la biblioteca. Había un viejo panel en la
pared junto que supuestamente controlaba un sistema de estéreo, pero solo funcionaba
la mitad del tiempo y a veces la música que provenía de los altavoces sonaba tan
amortiguada y alejada, que hacía sentir la casa más vacía.

Alex sacó el libro Albemarle del tercer estante. Lucía como un legajo ordinario
encuadernado con tela manchada, pero sus páginas crujieron ligeramente cuando lo
abrió, y maldijo cuando un bajo zumbido de electricidad la recorrió. El libro contenía
ecos de la búsqueda más reciente del usuario, y mientras Alex pasaba hasta la última
página de anotaciones, vio el garabato de Darlington y las palabras: Planos del Salón
Rosenfeld. La fecha era diciembre 10. La última noche que Daniel Arlington había sido
visto con vida.

Alex tomó el bolígrafo de encima del escritorio, escribió la fecha y entonces


«Protocolos de la Casa Lethe. Homicidio». Deslizó el libro de vuelta al estante entre Rastrojo
en Yale y una copia maltratada de Cocina de Nueva Inglaterra, Vol. 2 nunca había visto
rastros del volumen uno.

La casa hizo un gruñido de desaprobación y la estantería se sacudió ligeramente.


Alex se preguntó si Dawes estaba demasiado enfocada en su trabajo para notarlo o si
estaría girando los ojos al techo, especulando qué podría estar haciendo Alex.

Cuando la estantería dejó de agitarse, Alex sujetó el lado derecho y tiró. Giró
lejos de la pared como una puerta, revelando una cámara circular de dos pisos llena de
estanterías. Aunque aún era la tarde, el cielo a través del domo de cristal encima brillaba
con el luminoso azul del anochecer. El aire se sentía ligeramente balsámico y podía oler
flores de naranja en el aire.

Lethe tenía una cantidad limitada de espacio, así que la biblioteca había sido
manipulada con un portal telescopio, utilizando magia prestada de Pergamino y Llave
y dispuesta por el finado delegado de Lethe, Richard Albemarle, cuando aún era solo
un Dante. Escribías el tema que buscabas en el Libro Albemarle, lo colocabas en el
librero y la biblioteca ofrecería amablemente una selección de volúmenes de la colección
de la Casa Lethe, que estaría esperándote cuando abrieras la puerta secreta. La colección
completa estaba localizada en un bunker subterráneo en una finca en Greenwich y
favorecía tremendamente la historia de lo oculto, New Haven y Nueva Inglaterra. Tenía
una impresión original del «Malleus Maleficarum» de Heinrich Kramer y cincuenta y dos
traducciones diferentes de su texto, las obras completas de Paracelso, los diarios secretos
de Aleister Crowley y Francis Bacon, un libro de hechizos del Templo del Fuego
zoroastriano en Chak Chak, una fotografía autografiada de Calvin Hill, y una primera
edición del «Dios y Hombre en Yale» de William F. Buckley junto con un hechizo escrito
sobre una servilleta de Yankee Doodle que revelaba los capítulos secretos del libro. Pero
buena suerte encontrando una copia de «Orgullo y Prejuicio» o una historia básica de la
Guerra Fría que no se enfocara completamente en la magia defectuosa utilizada en el
parafraseo de la Doctrina Eisenhower.

La biblioteca también era algo temperamental. Si no eras lo bastante especifico


en tu petición o si no podía encontrar libros sobre tu tema deseado, el librero solo
continuaría temblando y eventualmente empezaría a emitir calor y un chillido alto y
frenético hasta que arrancaras el Libro Albemarle y murmuraras un encantamiento
tranquilizador sobre sus páginas mientras acariciabas suavemente el lomo. La magia del
portal también tenía que mantenerse a través de una serie de ritos elaborados que se
ejecutaban cada seis años.

—¿Qué sucede si se les olvida un año? —había preguntado Alex a Darlington


cuando le mostró cómo funcionaba la biblioteca la primera vez.

—Sucedió en 1928.

—¿Y?

—Todos los libros de la colección se amontonaron en la biblioteca a la vez y el


piso colapsó sobre Chester Vance, Oculus.

—Jesús, eso es horrible.

—No lo sé —había dicho Darlington casi meditabundo—. Sofocarse bajo una


pila de libros parece una buena forma de irse para un asistente de investigación.

Alex siempre se había aproximado a la biblioteca con precaución y no se acercaba


al estante cuando estaba temblando. Era demasiado fácil imaginar a algún Darlington
futuro bromeando sobre la deliciosa ironía de que la ignorante Galaxy Stern fuera
impactada fatalmente en la mandíbula por el conocimiento rebelde.

Dejó su bolsa en la mesa circular en el centro de la habitación, la madera estaba


grabada con un mapa de las constelaciones que no reconoció. Era extraño para Alex que
el olor de los libros siempre era el mismo. Los documentos antiguos en las estanterías
con clima controlados y vitrinas de cristal de Beinecke. Las habitaciones de investigación
en Sterling. La biblioteca cambiante de Casa Lethe. Todos tenían el mismo olor como
las salas de lectura con iluminación fluorescente llenas de libros baratos de cubiertas
blandas en las que vivía cuando era niña.

La mayoría de las estanterías estaban vacías. Había algunos pesados libros viejos
sobre la historia de New Haven y un libro de cubierta suave brillante titulado «¡Alboroto
en New Haven!» probablemente había sido vendido en tiendas de turistas. Le tomó a Alex
un minuto percatarse que una estantería estaba llena con reimpresiones del mismo
volumen delgado: «La Vida de Lethe: Procedimientos y Protocolos de la Novena Casa»
inicialmente de pasta dura y luego encuadernado más barato cuando Lethe perdió algo
de sus pretensiones y empezó a cuidar su presupuesto.

Alex alcanzó la edición más reciente, el año 1987 estampado en su cubierta. No


tenía índice, solo páginas reproducidas torcidamente con una copiadora con la nota
ocasional en el margen, y el talón de un boleto para Squeeze que tocaba en el Coliseo de
New Haven. El Coliseo había desaparecido hace mucho, demolido para hacer
departamentos y el campus para una universidad comunitaria que había fallado en
materializarse. Alex había visto un Gris adolescente en una camiseta de R.E.M
merodeando alrededor del estacionamiento que había reemplazado al Coliseo,
moviéndose en círculos sin dirección como aun esperando conseguir boletos.

La entrada para asesinato era frustrantemente corta:

«En caso de muerte violenta asociada con las actividades de sociedades enraizadas, se
llamará a un coloquio entre el decano, el presidente de la universidad, los miembros activos de la
Casa Lethe, el Centurión en funciones y el presidente de la Fundación Lethe para decidir un curso
de acción. (Ver “Protocolos de Reunión.”)»

Alex giró las páginas a “Protocolos de Reunión”, pero todo lo que encontró fue
un diagrama del comedor de la Casa Lethe, junto con una guía para sentarse de acuerdo
a sus puestos, un recordatorio de la necesidad de las minutas llevadas por el Oculus
residente y menús sugeridos. Aparentemente, era obligatoria una comida ligera, y que
se sirviera alcohol solo por petición. Incluso había una receta para algo llamado ponche
de nieve de menta.

—Gran ayuda, compañeros —murmuró Alex. Hablaban sobre la muerte como


si fuera una descortesía. Y no tenía idea de cómo pronunciar “coloquio”, pero
obviamente era una reunión de los peces grandes que no tenía intención de convocar.
¿Realmente debía llamar al presidente de la universidad e invitarlo para comer carnes
frías? Sandow le había dicho que se tranquilizara. No había dicho nada sobre un
coloquio. ¿Por qué? «Porque este es un año de donaciones. Porque Tara Hutchins es de la ciudad.
Porque no hay indicadores de que las sociedades estén involucradas en absoluto. Así que olvídalo.»
En su lugar, Alex regresó al pasillo, cerró la puerta a la biblioteca y reabrió el
Libro Albemarle. Esta vez el aroma a puros se elevó de las páginas y escuchó el traqueteo
de platos. Ese era el recuerdo de Lethe del asesinato: no sangre o sufrimiento, sino
hombres reunidos alrededor de una mesa, bebiendo ponche de nieve de menta. Vaciló,
intentando pensar en las palabras correctas para guiar a la biblioteca, entonces inscribió
una nueva anotación: «Cómo hablar a los muertos.»

Deslizó el libro en su lugar y el librero se estremeció violentamente. Esta vez


cuando entró en la biblioteca, los estantes estaban a rebosar.

Era difícil no sentir que Darlington estaba de alguna forma mirando por
encima de su hombro, el erudito ansioso reprimiéndose de interferir en sus torpes
intentos de investigación.

«¿Cuándo los viste por primera vez?» Alex le había contado a Darlington la verdad.
Sencillamente no podía recordar la primera vez que había visto a los muertos. Nunca
los había llamado siquiera así en su cabeza. La chica de labios azules con bikini junto a
la piscina, el hombre desnudo parado detrás de la cerca de tela metálica del patio de la
escuela, jugando perezosamente consigo mismo mientras la clase de ella hacía carreras;
los dos chicos con sudaderas sangrientas sentados en el privado en el comedor, que
nunca ordenaban. Sencillamente eran los Silenciosos, y si no les prestaba mucha
atención, la dejaban en paz.

Todo eso había cambiado en un baño de Goleta cuando tenía doce años.

Para entonces había aprendido a mantener la boca cerrada sobre las cosas que
veía, y había estado haciéndolo bastante bien. Cuando fue tiempo de iniciar la
secundaria, le pidió a su madre que la empezara a llamar Alex en lugar de Galaxy y que
rellenara el papeleo de la escuela así. En su antigua escuela, todos la habían conocido
como la niña inquieta que hablaba consigo misma y se sobresaltaba ante cosas que no
estaban allí, que no tenía papá y que no se parecía a su mamá. Un consejero pensó que
tenía un Desorden de Déficit de Atención; otro pensó que necesitaba un horario del
sueño más regular. Luego estuvo el vicedirector que había llevado a su madre a un lado
y murmurado que Alex tal vez solo era un poco lenta. —Algunas cosas no pueden
arreglarse con terapia o una pastilla, ¿sabe? Algunos niños están debajo del promedio, y
también hay espacio para ellos en el salón de clases.

Pero una nueva escuela significaba un nuevo inicio, una oportunidad para
rehacerse en alguien ordinario.

—No deberías avergonzarte de ser diferente —había dicho su madre cuando Alex
había reunido el coraje para pedirle el cambio de nombre—. Te llamé Galaxy por una
razón.

Alex no estuvo en desacuerdo. La mayoría de los libros que leía y los programas
de televisión que veía le decían que lo diferente estaba bien. ¡Lo diferente era genial!
Excepto que nadie era diferente como ella. Además, pensó, mientras miraba alrededor
de su diminuto departamento lleno con atrapasueños y pañoletas de seda y pinturas de
hadas danzando bajo la luna, no es como si fuera a ser alguna vez como todos los demás.

—Tal vez puedo esforzarme por lograrlo.

—Muy bien —dijo Mira—. Esa es tu elección y la respeto. —Entonces había


abrazado a su hija entre sus brazos y le sopló una pedorreta en la frente—. Pero sigues
siendo mi estrellita.

Alex se había zafado, riendo, casi mareada del alivio y la anticipación, entonces
empezó a pensar en cómo podría conseguir que su mamá le comprara nuevos vaqueros.

El séptimo grado empezó y Alex se preguntó si su nuevo nombre era alguna clase
de palabra mágica. No arregló todo. Aún no tenía los zapatos deportivos adecuados o
coleteros adecuados o llevaba las cosas adecuadas para el almuerzo. No la hacía rubia o
alta o le depilaba las cejas gruesas, que tenían que ser contenidas de unir fuerzas para
crear un frente unificado de cejas. Los niños blancos aún pensaban que era mexicana y
los niños mexicanos aún pensaban que era blanca. Pero estaba haciéndolo bien en clase.
Tenía gente con quien comer en el almuerzo. Tenía una amiga llamada Meagan, que la
invitó a ver películas y comer cereales de azúcar de marca que resplandecían de colores
artificiales.
En la mañana del viaje a Goleta, cuando la señora Rosales les dijo que se
emparejaran y Meagan sujetó la mano de Alex, ella sintió una gratitud tan abrumadora,
que creyó que podría vomitar los diminutos panquecitos de mora azul que los maestros
les habían abastecido. Pasaron la mañana bebiendo chocolate caliente de tazas de unicel,
apretujados sobre el asiento vinil verde del autobús. A sus dos mamás les gustaba
Fleetwood Mac, y cuando “Go Your Own Way”(Hazlo a tu manera) salió en la radio del
conductor, cantaron a coro, mayormente gritando, riéndose y sin aliento cuando Cody
se presionó las manos sobre las orejas y les gritó: —CÁLLENSE.

Tardaron casi tres horas para llegar a la reserva de las mariposas, y Alex saboreó
cada minuto del viaje. La arboleda en sí no era nada especial: una bonita extensión de
árboles de eucalipto delineados por senderos polvosos y un guía que hablaba sobre los
hábitos alimenticios y patrones de migración de las monarcas. Alex atisbó a una mujer
delgada atravesando la arboleda, con el brazo colgando de su cuerpo por la tira más
delgada de tendón, y rápidamente apartó la mirada, justo a tiempo para ver una manta
de alas naranjas elevarse de los árboles cuando las monarcas alzaron el vuelo. Ella y
Meagan se comieron sus almuerzos hombro con hombro en las mesas de picnic cerca de
la entrada, y antes que regresaran a los autobuses, todos fueron a utilizar los baños. Eran
edificios bajos con pisos de concreto empapado, y tanto Meagan como Alex tuvieron
arcadas cuando entraron.

—Olvídalo —dijo Meagan—. Puedo aguantar hasta que regresemos.

Pero Alex tenía que ir. Eligió el cubículo de metal más limpio, colocó papel de
baño cuidadosamente sobre el asiento, se bajó los pantaloncillos de mezclilla y se
congeló. Durante un largo momento no estaba segura de qué estaba mirando. La sangre
estaba casi seca y tan café que tuvo problemas en entender que era sangre. Le había
llegado el período. ¿No debía tener calambres o algo? Meagan había tenido el suyo en el
verano y tenía montones de ideas sobre tampones y toallas y la importancia del
ibuprofeno.

Lo único importante es que la sangre no había traspasado a sus pantaloncillos.


¿Pero cómo iba a sobrevivir el viaje a casa en el autobús?
—¡Meagan! —gritó. Pero si alguien más estaba en el baño, ya se habían
marchado. Alex sintió que su pánico se elevaba. Necesitaba llegar a la señora Rosales
antes que todos estuvieran sentados y listos para marcharse. Ella sabría qué hacer.

Alex enrolló un montón de papel higiénico alrededor de su mano y metió la toalla


improvisada en su ropa interior arruinada, entonces se levantó los pantaloncillos y salió
del cubículo.

Gritó. Un hombre estaba allí parado, su cara era un desastre de moretones. Se


sintió aliviada cuando se dio cuenta que estaba muerto. Un hombre muerto en el baño
de las chicas era mucho menos terrorífico que uno vivo. Apretó los puños y lo empujó
para pasar. Odiaba pasar a través de ellos. A veces tenía destellos de recuerdos, pero esta
vez solo sintió una descarga de frío. Se apresuró a llegar a los lavabos y rápidamente se
lavó las manos. Alex podía sentir que él aún estaba allí, pero se rehusó a encontrar su
mirada en el espejo.

Sintió que algo le rozaba la cintura.

En el siguiente segundo su cara fue azotada contra el espejo. Algo empujó sus
caderas contra el borde de porcelana del lavabo. Sintió que unos dedos fríos tironeaban
de la cintura de sus pantaloncillos.

Alex gritó, pateó, golpeó carne y hueso sólidos, sintió que el agarre sobre sus
pantaloncillos se aflojaba. Intentó apartarse del lavabo con un empujón, miró su cara en
el espejo, un pasador azul se deslizaba de su cabello, vio al hombre (la cosa) que la tenía
sujetada. «No puedes hacer eso», pensó. «No puedes tocarme». No era posible. No estaba
permitido. Ninguno de los Silenciosos podía tocarla.

Entonces estuvo boca abajo sobre el piso de concreto. Sintió que sus caderas eran
jaladas hacia atrás, sus pantaletas eran arrancadas y algo era empujado contra ella,
empujando dentro de ella. Vio una mariposa en un charco debajo del lavabo, un ala
agitándose frenéticamente como si la estuviera saludando. Gritó y gritó.

Así fue como la encontraron Meagan y la señora Rosales, sobre el piso del baño,
con los pantaloncillos arrugados alrededor de sus tobillos, con las pantaletas a la altura
de las rodillas, con la sangre manchándole los muslos y una bola de papel higiénico
ensangrentado metido entre sus piernas, mientras ella sollozaba y se agitaba, con las
caderas levantadas y temblando. Sola.

La señora Rosales estaba junto a ella, diciendo: —¡Alex! ¡Cariño! —y la cosa que
había estado intentando metérsele desapareció. Nunca supo por qué él se detuvo, por
qué huyó, pero ella se aferró a la señora Rosales, cálida y viva y oliendo a jabón de
lavanda.

La señora Rosales ordenó a Meagan que saliera del baño. Secó las lágrimas de
Alex y la ayudó a limpiarse. Tenía un tampón en su bolso y le dijo a Alex cómo
ponérselo. Alex siguió sus instrucciones, aun temblando y llorando. No quería tocar allí
abajo. No quería pensar en él intentando entrar. La señora Rosales se sentó junto a ella
en el autobús, le dio una cajita de jugo. Alex escuchó los sonidos de los otros niños
riéndose y cantando, pero temía girarse. Temía mirar a Meagan.

En el largo trayecto en el autobús de vuelta a la escuela, en la larga espera ante la


enfermería, todo lo que ella deseaba era a su madre, que la envolviera en sus brazos y la
llevara a casa, estar segura en su departamento, envuelta en mantas en el sofá, viendo
caricaturas. Para cuando su madre llegó y terminó su conversación susurrada con el
director y el consejero escolar y la señora Rosales, los pasillos se habían despejado y la
escuela estaba vacía. Mientras Mira la conducía por el estacionamiento a través del
silencio resonante, Alex deseó ser aún lo bastante pequeña para que la cargaran.

Cuando llegaron a casa, Alex se duchó lo más rápidamente posible. Se sentía


demasiado vulnerable, demasiado desnuda. ¿Qué tal si él regresaba? ¿Qué tal si algo más
venía por ella? ¿Qué iba a detenerlo, a detener a cualquiera de ellos, de encontrarla? Los
había visto atravesar paredes. ¿Cuándo podría volver a estar a salvo?

Dejó la ducha corriendo y se deslizó a la cocina para rebuscar en su cajón de


chucherías. Podía escuchar a su madre murmurando en el teléfono en su dormitorio.

—Piensan que tal vez ha sido abusada —dijo Mira. Estaba llorando—. Que ahora
está actuando así debido a eso… no lo sé. No lo sé. Estaba ese entrenador de natación
en el Y. siempre parecía un poco raro y a Alex no le gustaba entrar a la piscina. ¿Tal vez
algo sucedió?
Alex había odiado la piscina porque había un niño Silencioso con el lado
izquierdo del cráneo hundido, a quien le gustaba merodear alrededor del podio oxidado
donde alguna vez había estado el trampolín.

Rebuscó en el cajón hasta que encontró la pequeña navaja de bolsillo. Se la llevó


a la ducha, posándola en la jabonera. No sabía si le sería de utilidad contra uno de los
Silenciosos, pero la hizo sentir un poco mejor. Se lavó rápidamente, se secó y se puso el
pijama, entonces salió a la sala de estar para aovillarse en el sillón, su cabello húmedo
envuelto en una toalla. Su madre debía haber escuchado que cerraba la ducha, porque
emergió de su dormitorio unos momentos después.

—Ey, nena —dijo bajito. Tenía los ojos rojos—. ¿Tienes hambre?

Alex mantuvo los ojos fijos en la televisión. —¿Podemos comer pizza real?

—Puedo hacerte pizza aquí. ¿No quieres queso de almendras?

Alex no dijo nada. Unos minutos después, escuchó a su madre en el teléfono,


ordenando de Amici’s. Comieron mirando la televisión, Mira fingiendo no observar a
Alex.

Alex comió hasta que el estómago le dolió, luego comió algo más. Era demasiado
tarde para caricaturas, y los programas habían cambiado de las brillantes comedias de
magos adolescentes y gemelas viviendo en departamentos, que todos en la escuela
fingían que eran demasiado mayores para ver. «¿Quiénes son estas personas?» se preguntó
Alex. «¿Quiénes son estas personas felices frenéticas y divertidas? ¿Cómo viven sin temor?»

Su madre mordisqueó un trozo de corteza. Entonces al fin alcanzó el control y


enmudeció la tele.

—Nena —dijo—. Galaxy.

—Alex.

—Alex, ¿puedes hablar conmigo? ¿Podemos hablar de lo que sucedió?

Alex sintió que una burbuja dura de risa empujaba por su garganta, causándole
dolor. Si se liberaba, ¿reiría o lloraría? «¿Podemos hablar de lo que sucedió?» ¿Qué debía
decir? «¿Un fantasma intentó violarme? ¿Tal vez sí me violó?» No estaba segura cuándo
contaba, qué tan adentro tenía que estar. Pero no importaba, porque nadie le creería de
todas formas.

Alex aferró su navaja en el bolsillo de su pijama. El corazón se le aceleró de


repente. ¿Qué podía decir? «Ayúdame. Protégeme.» Excepto que nadie podía. Nadie podía
ver las cosas que la lastimaban.

Tal vez ni siquiera eran reales. Eso era lo peor. ¿Qué tal si lo había imaginado
todo? Tal vez sencillamente estaba loca, ¿y entonces qué? Deseaba empezar a gritar y
nunca detenerse.

—¿Nena? —Los ojos de su madre se estaban llenando de lágrimas de nuevo—.


Lo que sea que sucedió, no es tu culpa. Sabes eso, ¿verdad? Tú…

—No puedo regresar a la escuela.

—Galaxy…

—Mami —dijo Alex, girándose a su madre, sujetándole la muñeca, necesitaba


que escuchara—. Mami, no me hagas ir.

Mira intentó atraer a Alex a sus brazos. —Oh, estrellita.

Alex gritó entonces. Pateó a su mamá para mantenerla apartada. —Eres una jodida
perdedora —gritó una y otra vez, hasta que su madre era la que estaba llorando y Alex se
encerró en su habitación, enferma de vergüenza.

Mira permitió a Alex quedarse en casa durante el resto de la semana. Había


encontrado a una terapeuta para llevar a Alex a una sesión, pero Alex no tenía nada que
decir.

Mira suplicó a Alex, intentó sobornarla con comida basura y horas de televisión,
entonces al fin dijo: —Hablas con la terapeuta o regresas a la escuela.

Así que el siguiente lunes, Alex había regresado a la escuela. Nadie le habló.
Apenas la miraron, y cuando encontró salsa de pasta embarrada en su casillero del
gimnasio, supo que Meagan lo había contado.
A Alex le pusieron el sobrenombre de Mary Sangrienta7. Comía el almuerzo sola.
Nunca la elegían como compañera de laboratorio o compañera en los viajes de campo
y los maestros tenían que asignarla con alguien. Desesperada, Alex cometió el error de
intentar contarle a Meagan lo que realmente había sucedido, o intentar explicarle. Sabía
que era estúpido, incluso mientras soltaba las cosas que había visto, las cosas que sabía,
mientras observaba a Meagan alejarse cada vez más de ella, con los ojos volviéndose
distantes, retorciendo un largo rizo de brillante cabello castaño alrededor de su dedo
índice. Pero cuanto más se apartaba Meagan, más se estiraba el silencio, más hablaba
Alex, como si en algún lugar de esas palabras hubiera un código secreto, una llave que
recuperaría el brillo de lo que había perdido.

Al final, todo lo que Meagan dijo fue: —Oh, ahora tengo que irme. —Entonces
había hecho lo que Alex sabía que haría y lo repitió todo.

Así que cuando Sarah McKinney le rogó a Alex que se reuniera en Tres
Muchachos para hablarle al fantasma de su abuela, Alex había sabido que
probablemente era una trampa, una gran broma. Pero fue de todas formas, aún con
esperanza, y se encontró sola en la zona de comida, intentando no llorar.

Fue entonces cuando Mosh la había visto desde la barra de Hot Dog en un Palo
y se compadeció de ella. Mosh era una alumna de tercer año con cabello negro teñido y
un millar de anillos plateados en sus manos blancas como cadáver. Ella sabía todo sobre
chicas groseras, e invitó a Alex a pasar el rato con sus amigos en el estacionamiento del
centro comercial.

Alex no había estado segura de cómo actuar, así que se quedó con las manos en
los bolsillos hasta que el novio de Mosh le ofreció el porro que estaban pasándose.

—¡Tiene doce años! —había dicho Mosh.

—Está estresada, puedo verlo. Y está bien con ello, ¿verdad?

7
Bloody Mary. Un fantasma que se invoca diciendo su nombre.
Alex había visto a los chicos mayores en su escuela dar caladas de porros y
cigarrillos. Ella y Meagan habían fingido fumar, así que al menos sabía que no debías
soplar como un cigarrillo.

Apretó los labios en el porro e inhaló el humo, intentó contenerlo y tosió fuerte y
duro.

Mosh y sus amigos rompieron en un aplauso.

—¿Ves? —dijo el novio de Mosh—. Esta niña es genial. Además, bonita.

—No seas asqueroso —dijo Mosh—. Solo es una niña.

—No dije que quisiera follarla. De todas formas, ¿cuál es tu nombre?

—Alex.

El novio de Mosh estiró la mano, tenía brazaletes de cuero en ambas muñecas,


un poco de vello oscuro en sus antebrazos. No lucía como los niños en su grado escolar.

Ella le estrechó la mano y él le mostró un guiño. —Gusto en conocerte, Alex. Yo


soy Len.

Horas después, al reptar a su cama, sintiéndose adormilada e invencible, se


percató que no había visto ni una sola cosa muerta desde que el humo alcanzó sus
pulmones.

Alex aprendió que era un balance. El alcohol funcionaba, oxi, cualquier cosa
que alterara su concentración. El Valium era lo mejor. Hacía todo suave y la envolvía
en algodón. Cualquier acelerador era un gran error, Adderall especialmente, pero el
éxtasis era el peor de todos. La única vez que Alex cometió el error, no solo vio Grises,
pudo sentirlos, su tristeza y su hambre rezumando hacia ella desde todas direcciones.
Nada parecido al incidente del baño de la arboleda había sucedido de nuevo. Ninguno
de los Silenciosos había sido capaz de tocarla, pero no sabía por qué. Y aún estaban por
todas partes.
Lo hermoso era que alrededor de sus nuevos amigos, sus amigos drogados, podía
enloquecer y a ellos no les importaba. Pensaban que era hilarante. Era la niña más joven
que pasaba tiempo con ellos, su mascota, y todos se reían cuando ella hablaba a cosas
que no estaban allí. Mosh llamaba a las chicas como Meagan “las perras rubias” y
“Linduras mutantes”. Decía que todas eran como “tristes pececitos que se bebían su
propia pis en el arroyo.” Decía que mataría por el cabello negro de Alex, y cuando Alex
dijo que el mundo estaba lleno de fantasmas intentando entrar, Mosh solo sacudió la
cabeza y dijo: —Deberías escribir estas cosas, Alex. Lo juro.

Alex se retrasó un año. La suspendieron. Tomaba efectivo del bolso de su madre,


luego pequeñas cosas de la casa, luego finalmente la taza kidush de plata de su abuelo.
Mira lloró y gritó y puso nuevas reglas en casa. Alex las rompió todas, sintiéndose
culpable por hacer llorar a su mamá, y se sintió furiosa por sentirse culpable. Todo eso
la ponía exhausta, así que eventualmente dejó de ir a casa.

Cuando Alex cumplió quince, su madre utilizó lo último de sus ahorros para
intentar enviarla a una rehabilitación para adolescentes problemáticos que los
enderezaba asustándolos. Para entonces Mosh ya se había marchado mucho antes, ido
a la escuela de arte, y no pasaba el rato con Alex o Len o ninguno de los otros chicos
cuando venía a casa por las vacaciones. Alex se había topado con ella en el almacén de
belleza, aun comprando tinte negro para el cabello. Mosh le preguntó cómo iba la
escuela, y cuando Alex solo se rio, Mosh había empezado a ofrecerle una disculpa.

—¿De qué estás hablando? —dijo Alex—. Tú me salvaste.

Mosh había lucido tan triste y avergonzada que Alex prácticamente salió
corriendo de la tienda. Había ido a casa esa noche, deseando ver a su mamá y dormir
en su propia cama. Pero despertó con un par de hombres fornidos iluminándole los ojos
con una linterna y arrastrándola de su habitación mientras su mamá observaba y lloraba,
diciendo: —Lo lamento, nena. No sé qué más hacer. —Aparentemente era un gran día
para las disculpas.

Le ataron las muñecas con restricciones de plástico, la arrojaron en la parte


trasera de una todoterreno, descalza y en pijama. Le gritaron sobre respeto y romper el
corazón de su madre y que iba ir a Idaho para aprender la forma correcta de vivir y que
se le venía una lección. Pero Len le había mostrado a Alex cómo romper restricciones
de plástico y solo le tomó dos intentos liberarse, abrir silenciosamente la puerta trasera
y desvanecerse entre dos edificios de departamentos antes que los forzudos del asiento
frontal se dieran cuenta que se había marchado. Caminó once kilómetros a donde Len
estaba trabajando en Baskin-Robbins. Después de su turno, pusieron los pies ampollados
de Alex en una tina de helado de goma de mascar y se drogaron y tuvieron sexo en el
piso del almacén.

Trabajaba en TGI Friday, luego en un restaurante mexicano que raspaba los


frijoles de los platos de los clientes y los reutilizaba cada noche, luego en un lugar de
laser tag, y un servicio de Mensajeria, Etc. Una tarde cuando estaba parada ante el
escritorio de envíos, una chica bonita con rizos color caoba entró con su madre y un
montón de sobres manila. Alex tardó un minuto entero en percatarse que era Meagan.
Parada allí con su delantal magenta, observando a Meagan charlar con el otro
encargado, Alex tuvo la repentina sensación de que estaba entre los Silenciosos, que
había muerto en ese baño hace todos esos años, y que la gente había estado mirando a
través de ella desde entonces. Sencillamente había estado demasiado drogada para
notarlo. Entonces Meagan miró por encima del hombro y la mirada tensa y nerviosa en
sus ojos había sido suficiente para que Alex regresara a su cuerpo. «Me ves», pensó.
«Desearías que no, pero sí me ves.»

Los años pasaron. A veces Alex levantaba la cabeza, pensaba en permanecer


sobria, pensaba en un libro o la escuela o su mamá. Caía en una fantasía de sábanas
limpias y alguien que la cubriera con las mantas en la noche. Entonces captaba el vistazo
de un ciclista, la piel raspada del costado de su cara, la pulpa debajo llena de gravilla, o
una anciana con su abrigo medio abierto, parada sin ser vista enfrente del aparador de
una tienda de electrónicos, y ella volvía a caer. Si ella no podía verlos, de alguna forma
ellos no podían verla.

Había seguido de esa forma hasta que Hellie… dorada Hellie, la chica que Len
había creído que ella odiaría, tal vez esperado que lo hiciera, la chica que más bien había
amado… hasta esa noche en la Zona Cero cuando todo había salido tremendamente
mal, hasta la mañana cuando despertó con el Decano Sandow en su habitación del
hospital.

Él había sacado unos papeles de su maletín, un viejo ensayo que ella había escrito
cuando aún se molestaba en asistir a la escuela. No recordaba escribirlo, pero el título
decía: «Un día en mi vida». Una gran F estaba garabateada encima, junto a las palabras:
«La asignación no era ficción.»

Sandow estaba acomodado en una silla junto a su cama y preguntó: —Las cosas
que describes en este ensayo, ¿aún las ves?

La noche del ritual Aureliano, cuando los Grises habían inundado el círculo
protector, tomado forma, atraídos por la sangre y el anhelo, todo había vuelto a ella en
ola. Casi había perdido todo antes de empezar, pero de alguna forma había resistido, y
con un poco de ayuda (como un trabajo de verano aprendiendo a preparar la perfecta
taza de té en la oficina de la profesora Belbalm, para empezar), pensó que podría resistir
un poco más de tiempo. Solo tenía que dejar descansar en paz a Tara Hutchins.

Para cuando Alex terminó en la biblioteca Lethe, el sol ya se había puesto y su


cerebro se sentía adormecido. Había cometido el error inicial de no limitar los libros al
inglés, e incluso después que reinició la biblioteca, aun había un número abrumador de
textos difíciles de comprender en la estantería, ensayos académicos y tratados que eran
sencillamente demasiado densos para que los desentrañara. De cierta forma, hizo las
cosas más fáciles. Había cantidad limitada de rituales que Alex podía entender, y eso
estrechaba sus opciones. Aparte estaban los ritos que requerían una alineación particular
de los planetas o un equinoccio o un día brillante en octubre, uno que exigía el prepucio
de un «mozo, rebosante de valor», y otro que pedía el menos perturbador pero igualmente
difícil de procurar: plumas de un centenar de águilas pescadoras doradas.

«La satisfacción de un trabajo bien hecho» era una de esas frases que gustaba a la
mamá de Alex. «El trabajo duro cansa el alma. ¡Los buenos trabajos alimentan el alma!»
Alex no estaba segura que lo que tenía intención de hacer calificara como trabajo
“bueno”, pero era mejor que no hacer nada. Copió el texto… ya que su teléfono no
funcionaba en el anexo, ni siquiera para tomar una foto, entonces selló la biblioteca y
bajó lentamente las escaleras hasta el saloncito.
—Ey, Dawes —dijo Alex incómoda. No hubo respuesta—. Pamela.

Estaba en su lugar usual, acurrucada en el piso junto al gran piano, con una
linterna entre los dientes. Su portátil estaba en un lado, y estaba rodeada por pilas de
libros y filas de fichas bibliográficas con lo que Alex pensaba que tal vez eran títulos de
capítulos para su disertación.

—Ey —intentó de nuevo—. Necesito que vayas conmigo a un encargo.

Dawes cambió de «De Elesius a Empoli» bajo «Mimesis y la rueda de Carroza». —


Tengo trabajo que hacer —murmuró alrededor de la linterna.

—Necesito que vayas conmigo a la morgue.

Ahora Dawes levantó la vista, con el ceño fruncido, parpadeando como alguien
expuesto a la luz del sol por primera vez. Siempre lucía un poco descolocada cuando
hablaba con ella, como si hubiera estado a punto de una revelación que finalmente la
ayudaría a terminar la disertación que había estado escribiendo durante seis años.

Removió la linterna de su boca, limpiándola sin ceremonia en su sudadera fea,


que podría haber sido gris o azul marino, dependiendo de la luz. Su cabello rojo estaba
retorcido en un moño, y Alex podía ver el halo rosa de una espinilla formándose en su
barbilla.

—¿Por qué? —preguntó Dawes.

—Tara Hutchins.

—¿El Decano Sandow quiere que vayas?

—Necesito más información —dijo Alex—. Para mi reporte. —Ese era un


problema con el que la querida Dawes debería ser capaz de simpatizar.

—Entonces deberías llamar a Centurión.

—Turner no va a hablarme.

Dawes pasó un dedo por el borde de una de sus fichas bibliográficas.


«Hermeneutics Hereticas: Josephus y la influencia del Embaucador sobre el Bufón». Sus uñas
estaban mordidas hasta el dedo.
—¿No van a procesar a su novio? —preguntó Dawes, tironeando de su manga
esponjosa—. ¿Qué tiene que ver eso con nosotros?

—Probablemente nada. Pero era una noche de jueves y creo que deberíamos
asegurarnos. Para eso estamos aquí, ¿verdad?

Alex no había dicho: «Darlington lo haría», pero bien podría haberlo hecho.

Dawes se removió incómoda. —Pero si el detective Turner…

—Turner puede joderse —dijo Alex. Estaba cansada. Se había perdido la cena.
Había desperdiciado horas en Tara Hutchins y estaba a punto de desperdiciar unas
cuantas más.

Dawes se mordisqueó el labio como si estuviera legítimamente intentando


visualizar la mecánica de eso. —No lo sé.

—¿Tienes coche?

—No. Darlington tiene. Tenía. Joder. —Durante un momento él estuvo allí en


la habitación con ellas, dorado y capaz. Dawes se levantó y abrió su mochila, y removió
un llavero. Se levantó en la luz tenue, sopesándolo en su palma—. No sé —dijo de
nuevo.

Bien podría estarse refiriendo a cien cosas diferentes. «No sé si esto es una buena
idea. No sé si eres de confianza. No sé cómo terminar mi disertación. No sé si me robaste a nuestro
dorado chico perfecto destinado a la gloria.»

—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó Dawes.

—Yo nos haré entrar.

—¿Y entonces qué?

Alex le tendió la página de notas que había transcrito en la biblioteca. —Tenemos


todas estas cosas, ¿verdad?

Dawes escaneó la página. Su sorpresa era obvia cuando dijo: —No está mal.

«No te disculpes. Solo haz el trabajo.»


Dawes se mordisqueó el labio inferior. Su boca era igual de incolora como el resto
de su persona. Tal vez su tesis le estaba drenando la vida. —¿No podríamos llamar un
coche?

—Tal vez tengamos que marcharnos apresuradamente.

Dawes suspiró y alcanzó su chaquetón. —Yo conduzco.


Traducido SOS por Azhreik

Dawes había estacionado el coche de Darlington más allá de la cuadra. Era un


viejo mercedes color vino, tal vez de los ochenta (Alex nunca había preguntado). Los
asientos estaban tapizados de cuero caramelo, desgastado en ciertos lugares y las
costuras un poco sueltas. Darlington siempre había mantenido limpio el coche, pero
ahora estaba inmaculado. La mano de Dawes, sin duda.

Como pidiendo permiso, Dawes se detuvo antes de girar la llave en el encendido.


Entonces el coche rugió a la vida y se movieron lejos del campus hacia la autopista.

Viajaron en silencio. La Oficina del Departamento de Medicina Forense estaba


de hecho en Farmington, casi a 64 kilómetros lejos de New Haven. «La Morgue», pensó
Alex. «Voy a la morgue. En un Mercedes.» Alex pensó en encender la radio… del estilo
viejo con una línea roja que se desplazaba por las estaciones como un dedo buscando el
punto correcto en una página. Entonces pensó en la voz de Darlington flotando desde
los altavoces. «Bájate de mi coche, Stern», y decidió que estaba bien con el silencio.

Les tomó buena parte de la hora encontrar el camino a la ODMF. Alex no estaba
segura qué había esperado, pero cuando llegaron allí estaba agradecida por las luces
brillantes, el gran aparcamiento, la sensación de instalaciones oficiales de todo.

—¿Ahora qué? —dijo Dawes.

Alex sacó la bolsita de plástico y la lata que habían preparado de su morral y se


los metió en los bolsillos traseros de los vaqueros. Abrió la puerta, se quitó el abrigo y
bufanda y los arrojó al asiento del pasajero.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Dawes.


—No quiero lucir como una estudiante universitaria. Dame tu sudadera. —El
abrigo de Alex era lana delgada con forro de poliéster, pero gritaba Universidad.
Exactamente por eso lo había comprado.

Dewes pareció querer objetar, pero se desabrochó el chaquetón, se quitó la


sudadera y se la arrojó a Alex, temblando en su camiseta. —No estoy segura que esto
sea una buena idea.

—Por supuesto que no lo es. Andando.

A través de las puertas de cristal, Alex vio que la sala de espera tenía unas cuantas
personas, todas intentando terminar con sus asuntos antes de cerrar. Una mujer estaba
sentada ante un escritorio cerca del fondo de la habitación. Tenía cabello castaño
esponjoso que mostraba un tinte rojo debajo de las luces de oficina.

Alex le envió un rápido mensaje a Turner: Necesitamos hablar. Entonces le dijo a


Dawes: —Espera cinco minutos y luego entra, siéntate, finge que estás esperando a
alguien. Si esa mujer abandona su escritorio, mensajéame inmediatamente, ¿ok?

—¿Qué vas a hacer?

—Hablar con ella.

Alex deseó no haber desperdiciado su moneda de compulsión con el forense. Solo


le quedaba una y no se podía permitir utilizarla para pasar por el escritorio de recepción,
no si el plan iba como esperaba.

Se acomodó el cabello detrás de las orejas y entró bruscamente en la sala de


espera, frotándose los brazos. Un cartel colgaba detrás del escritorio: SIMPATÍA Y RESPETO.
Un pequeño letrero decía: Mi nombre es Moira Adams y me alegra ayudar. Me alegra, no estoy feliz.
No debías ser feliz en un edificio lleno de gente muerta.

Moira levantó la vista y sonrió. Tenía unas arrugas muy marcadas alrededor de
los ojos y alrededor del cuello.

—Hola —dijo Alex. Respiró hondo exageradamente, temblando—. Mm, un


detective dijo que podía venir aquí para ver a mi prima.

—Ok, dulzura. Por supuesto. ¿Cuál es el nombre de tu prima?


—Tara Anne Hutchins. —El segundo nombre había sido bastante fácil de
encontrar en línea. La cara de la mujer se volvió cautelosa. Tara Hutchins había estado
en las noticias. Era una víctima de homicidio, de la clase que podía atraer a locos—. El
detective Turner me envió aquí.

La expresión de Moira aún era precavida. Él era el detective principal en el caso


y su nombre muy probablemente había sido divulgado en los medios.

—Puedes sentarte mientras intento contactarlo —dijo Moira. Alex levantó el


teléfono—. Él me dio su información de contacto. —Envió otro mensaje rápido: Contesta
AHORA, Turner. Entonces deslizó la pantalla de llamada y marcó en altavoz—. Tome —dijo,
tendiendo su teléfono.

Moira barbotó: —No puedo… —Pero el débil sonido del teléfono sonando y la
expresión expectante de Alex lo consiguió. Moira apretó los labios y tomó el celular de
Alex.

La llamada fue al buzón de voz de Turner, justo como Alex había sabido que
sería. El detective Abel Turner contestaría cuando quisiera jodidamente hacerlo, no
cuando alguna estudiante cabreada le dijera que lo hiciera, especialmente no cuando lo
exigía.

Alex esperaba que Moira solo colgaría, pero en su lugar se aclaró la garganta y
dijo: —Detective Turner, soy Moira Adams, funcionaria pública en el Departamento de
Medicina Forense. Si pudiera regresarnos la llamada… —Dio el número. Todo lo que
Alex podía esperar era que Turner no revisara pronto su buzón de voz desde el número
de ella. Tal vez sería realmente engreído y lo borraría.

—Tara era una buena chica, ¿sabe? —dijo cuando Moira le tendió el teléfono—.
No se merecía nada de esto.

Moira hizo sonidos de comprensión. —Lamento su pérdida. —Como si estuviera


leyendo un guion.

—Solo necesito rezar con ella, despedirme.

Los dedos de Moira tocaron su cruz. —Por supuesto.


—Ella tenía muchos problemas, pero ¿quién no? Hacíamos que fuera a la iglesia
cada fin de semana. Puede apostar que a ese novio suyo no le gustaba. —Y ante eso
Moira soltó un pequeño bufido de acuerdo—. ¿Cree que el detective Turner devolverá
la llamada pronto?

—Tan pronto pueda. Tal vez esté entretenido.

—Pero ustedes cierran en una hora, ¿verdad?

—Al público, sí. Pero puede regresar el lun…

—Pero no puedo. —Alex escaneó las fotos pegadas bajo la repisa del escritorio
de Moira y miró a una mujer con bata de Winnie-the-Pooh—. Estoy en la escuela de
enfermería.

—¿En Albertus Magnus?

—¡Sí!

—Mi sobrina está allí. ¿Alison Adams?

—¿Chica realmente bonita con cabello pelirrojo?

—Esa es ella —dijo Moira con una sonrisa.

—No puedo perderme clases. Son tan estrictos. No creo haber estado nunca tan
cansada.

—Lo sé —dijo Moira con tristeza—. Están desgastando a Allie.

—Yo solo… necesito poder decir a mi mamá que me despedí de ella. La mamá
de Tara y mi papá eran… no eran cercanos. —Alex estaba inventando ahora, pero
sospechaba que Moira Adams tenía su propia historia sobre chicas como Tara
Hutchins—. Si tan solo pudiera ver su cara, decir adiós.

Moira vaciló, entonces estiró la mano y apretó la suya. —Puedo hacer que
alguien te lleve a verla. Solo ten lista tu identificación y… puede ser difícil, pero la
oración ayuda.

—Siempre lo hace —dijo Alex fervientemente.


Moira presionó un botón y unos pocos minutos después un forense de apariencia
exhausta con bata azul apareció e hizo una seña a Alex para que se acercara.

Hacía frío al otro lado de las puertas dobles, los pisos tenían baldosas gris
jaspeado, las paredes eran de un crema claro. —Firme aquí —dijo él, haciendo un gesto
hacia una tableta en la pared—. Necesitaré una identificación con fotografía. Celulares,
cámaras y dispositivos de grabación en el contenedor. Puede recuperarlos cuando
regrese.

—Claro —dijo Alex. Entonces extendió la mano, oro destellando bajo las
fluorescentes—. Creo que dejó caer esto.

La habitación era más grande de lo que había esperado y helada. Era además,
inesperadamente ruidosa: el goteo de un grifo, el zumbido de los congeladores, el sonido
del aire acondicionado; aunque era silencioso de otra forma. Este era el último lugar
donde los Grises vendrían. Al diablo con Belbalm. Ella debería hacer su internado en la
morgue este verano. Las mesas eran metálicas, como las palanganas y mangueras
enrolladas encima, y los cajones; cuadrados planos ranurados en dos de las paredes
como gabinetes. ¿Habían cortado a Hellie en un lugar como este? No era como si la
causa de la muerte hubiera sido un misterio.

Alex deseó tener su abrigo. O el chaquetón de Dawes. O un trago de vodka.

Necesitaba trabajar rápido. La compulsión le daría aproximadamente treinta


minutos para terminar su trabajo y salir. Pero no le tomó mucho tiempo encontrar a
Tara, y aunque el cajón era más pesado de lo que esperaba, se deslizó fácilmente.

Había algo peor en verla así por segunda vez, como si se conocieran la una a la
otra. Mirando a Tara ahora, Alex podía ver que solo era el cabello rubio lo que la hizo
pensar en Hellie. Hellie había sido fuerte. Su cuerpo recordaba al soccer y softball que
había jugado en el instituto, y podía surfear y andar en patineta como una chica salida
de una revista Diecisiete. Esta chica tenía la constitución de Alex, fibrosa pero débil.
Las rodillas de Tara lucían gris café. Había vellos cerca del área del bañador,
cortes rojos como un salpullido. Tenía un tatuaje de un loro en la cadera y debajo estaba
escrito Key West con caligrafía cursiva. Su brazo derecho tenía un retrato realista feo de
una niña. ¿Una hija? ¿Una sobrina? ¿Su propia cara de niña? Había una bandera pirata
y un barco sobre olas prominentes, una Bettie Page zombie con tacones y lencería negra.
El camafeo en el antebrazo de Tara lucía nuevo, la tinta fresca y oscura, aunque el texto
era casi ilegible en esa fuente gótica: «Mejor morir que dudar», letra de una canción, pero
Alex no podía recordar de cuál.

Se preguntó si sus propios tatuajes reaparecerían si moría o si el arte viviría dentro


de las polillas por siempre.

Suficiente retraso. Alex sacó sus notas. La primera parte del ritual era fácil, un
cántico. «Sanguis saltido», pero no podían solo decir las palabras, tenías que cantarlas. Se
sentía absolutamente obsceno hacerlo en la habitación vacía y con eco, pero se obligó a
cantar: —¡Sanguis saltido! Salire! ¡Saltare! —No se especificaba ninguna tonada, solo
alegro. fue en su segunda ronda que se percató que estaba cantando las palabras con la
tonada de la musiquita de los Twizzlers. Tan masticables, tan frutosos. Tan felices y oh tan
jugosos. Pero si eso era lo que se requería para hacer que la sangre bailara… supo que
estaba funcionando cuando los labios de Tara empezaron a ponerse rosas.

Ahora las cosas iban a empeorar. El cántico de sangre era algo solo para empezar
la circulación de Tara y aflojar el rigor para que Alex pudiera abrirle la boca. Alex sujetó
la mandíbula de Tara, intentando ignorar la nueva sensación cálida y dúctil de su piel,
y abrió la mandíbula de la chica.

Sacó el escarabajo de la bolsa plástica en su bolsillo trasero y lo colocó


suavemente sobre la lengua de Tara. Entonces tomó la lata de su otro bolsillo y empezó
a trazar patrones de grasa sobre el cuerpo de Tara con el bálsamo, intentando pensar en
cualquier cosa excepto la piel muerta debajo de sus dedos. Pies, pantorrillas, muslos,
estómago, pechos, clavícula, por los brazos de Tara hasta sus muñecas y dedos corazón.
Finalmente, empezando en el ombligo, dibujó una línea dividiendo el torso de Tara
hasta la garganta, la barbilla y luego a la coronilla.
Alex se percató que había olvidado traer un encendedor. Necesitaba fuego. Había
un escritorio junto a la puerta, debajo de un pizarrón caótico. Los grandes cajones
estaban cerrados con llave, pero el estrecho cajón superior se deslizó. Un encendedor de
plástico rosa yacía junto a un paquete de Marlboros.

Alex tomó el encendedor y sostuvo la llama justo encima d ellos lugares donde
había aplicado el bálsamo, volviendo a recorrer su camino por el cuerpo de Tara.
Mientras lo hacía, una neblina débil apareció sobre la piel, como calor elevándose negro
en el aire, que pareció temblar y resplandecer. El efecto era más denso en ciertos lugares,
tan espeso que se emborronaba y vibraba como visto a través de los radios girantes de
una rueda.

Alex dejó el encendedor de vuelta en el cajón. Estiró la mano al borrón encima


del codo de Tara, corrió la mano por el destello. Con rapidez, avanzaba a toda velocidad
por la calle sobre una bicicleta. Enfrente de ella, la puerta de un coche se abrió
bruscamente en su camino. Golpeó los frenos, no consiguió parar, golpeó la puerta en
ángulo, que le impactó el brazo. El dolor se disparó por su cuerpo. Alex siseó y apartó
la mano, acunándose el brazo como si el hueso roto hubiera sido de ella y no de Tara.

La neblina sobre Tara era un mapa de todo el daño hecho a su cuerpo; destellos
sobre sus tatuajes y donde le habían perforado las orejas, densos cúmulos encima de su
brazo roto, una espiral tenue sobre un hoyuelo dejado por una crema BB en la mejilla,
la oscuridad fangosa que colgaba suspendida sobre las heridas en su pecho.

En los libros de Lethe, Alex no había encontrado forma de hacer a Tara hablar o
cualquier forma de alcanzarla hasta el otro lado del Velo (al menos nada que fuera
accesible sin la ayuda de una de las sociedades). Incluso si Alex pudiera hacerlo, muchos
de los rituales que había encontrado dejaban claro que hablar con los muertos recientes
usualmente era un riesgo de levantarlos, y eso siempre era una proposición peligrosa.
Nadie podría ser traído de más allá del Velo permanentemente, y transportar un alma
reluctante de vuelta a su cuerpo podría ser salvajemente impredecible. Libro y Serpiente
se especializaban en necromancia y habían creado numerosas salvaguardas para sus
rituales, pero incluso ellos perdían el control una vez que un Gris encontraba el camino
a un cuerpo. A finales de los setentas, habían intentado invocar el espíritu de Jennie
Cramer, la legendaria Belleza de New Haven, al cuerpo de una chica adolescente de
Camden, que había muerto congelada cuando se desmayó en su coche durante una
ventisca. En su lugar, fue la chica de Camden quien regresó, estremeciéndose de frío y
poseída por la feroz fuerza de los recién fallecidos.

Había atravesado los portales de Libro y Serpiente y caminado hasta Yorkside


Pizza, donde se había comido dos tartas y luego se acostó en uno de los hornos en un
intento de calentarse. Un delegado de Lethe había estado presente y fue capaz de poner
en cuarentena el área rápidamente y, a través de una serie de compulsiones, convencer
a los clientes que la chica era parte de una representación de una pieza de arte. El
propietario era griego y menos fácilmente convencido. Desde hace mucho llevaba un
gouri dado por su madre (específicamente el amuleto contra el mal del ojo, o mati) que
anulaba cualquier intentó de compulsión. El dinero resultó ser más efectivo. Ante la
petición del dueño, Lethe intervino para asegurarse que Yorkside mantenía su contrato
de arrendamiento cuando la mayoría de los otros negocios eran forzados a salir del
distrito de compras premiere de Yale por las rentas elevadas designadas para atraer a
negocios más exclusivos. Los negocios locales a lo largo de Elmo y Broadway se habían
desvanecido, dejando lugar para marcas de prestigio y franquicias, pero Yorkside Pizza
permaneció.

Así que, ya que Tara no podía hablar, su cuerpo tendría que hacerlo. Alex había
descubierto un ritual para revelar daños, algo más simple, ligero, utilizado para
diagnosticar o para cuando un paciente o testigo era incapaz de hablar. Había sido
inventado por Girolamo Fracastoro para descubrir quién había envenenado a una
condesa italiana después que cayó espumando por la boca, en su propio festín de bodas.

Alex no deseaba poner la mano en la neblina sobre las heridas grotescas en el


pecho de Tara. Pero para eso había venido aquí. Respiró hondo y empujó los dedos.

Estaba en el piso, la cara de un chico encima de ella: Lance. A veces lo amaba,


pero últimamente las cosas habían sido… el pensamiento la abandonó. Sintió que abría
la boca, saboreaba algo acre en su lengua. Lance estaba sonriendo. Estaban en camino
a… ¿dónde? Solo sentía emoción, anticipación, el mundo empezaba a emborronarse.

—Lo lamento —dijo Lance.


Estaba de espaldas, mirando hacia el cielo. Las farolas parecían muy lejanas; todo
se estaba moviendo, y la catedral junto a ella se fundía en un edificio que bloqueaba unas
cuantas estrellas. Era silencioso, pero podía escuchar algo, como una bota pisando lodo.
Vio un cuerpo elevarse encima de ella, vio el cuchillo, entendió que el sonido era su
propia sangre y huesos rompiéndose mientras la hoja serraba en su cuerpo. ¿Por qué no
lo sentía? ¿Qué era real y qué no lo era?

—Cierra los ojos —dijo una voz desconocida. Lo hizo y desapareció.

Alex trastabilló hacia atrás, apretándose el pecho. Aun podía escuchar ese
horrible sonido, sentir la humedad caliente que se extendía sobre su pecho. ¿Pero sin
dolor? ¿Cómo es que no hubo dolor? ¿Había estado drogada? ¿Lo bastante drogada para
no sentir que la apuñalaban? Lance la había drogado primero. Le había dicho que lo
lamentaba. Él también debía estar drogado.

Así que allí estaba su respuesta. Tara y Lance claramente habían estado
metiéndose algo aparte de marihuana. Sin duda, Turner ya había revisado su
departamento y encontrado cualquier mierda rara que estaban utilizando y vendiendo.
Alex no tenía idea de lo que Lance había estado pensando esa noche, pero si había
tomado alguna clase de alucinógeno, podría ser cualquier cosa.

Alex miró el cuerpo de Tara. Ella había estado asustada en esos últimos
momentos, pero no había sentido dolor. Eso tenía que contar para algo.

Lance iría a prisión. Habría evidencia. Esa cantidad de sangre… bueno, no


podías ocultarla. Alex lo sabía.

El mapa aún resplandecía encima de Tara. Pequeñas heridas. Grandes. ¿Qué


mostraría el mapa de Alex? Nunca se había roto un hueso, tenido una cirugía. Pero el
peor daño no dejaba marcas. Cuando Hellie murió, fue como si alguien hubiera cortado
en el pecho de Alex, la hubiera abierto como madera de balsa. ¿Qué tal si realmente
hubiera sido así y hubiera tenido que transitar por la calle sangrando, intentando
sostenerse las costillas, el corazón y los pulmones y cada parte de ella expuestos al
mundo? En su lugar, lo que se había roto no había dejado marcas, ninguna cicatriz que
señalar y decir: «Aquí es donde acabé.»
Sin duda era igual para Tara. Había más dolor encerrado en su interior que
ningún mapa brillante revelaría. Pero, aunque sus heridas eran grotescas, no le habían
extraído órganos, ni había marcas de sangre o indicaciones de daño mágico. Tara había
muerto porque había sido tan estúpida como Alex y nadie la había rescatado a tiempo.
No había encontrado a Jesús ni el yoga, y nadie le había ofrecido una beca a Yale.

Era tiempo de marcharse. Tenía sus respuestas. Esto debería ser suficiente para
tranquilizar la memoria de Hellie y el juicio de Darlington también. Pero algo estaba
tironeando de ella, esa sensación de familiaridad que había sentido en la escena del
crimen que no tenía nada que ver con el cabello rubio de Tara o el triste rumbo paralelo
de sus vidas.

—¿Nos vamos? —preguntó al forense parado en la esquina en su bata, mirando


vagamente a la nada.

—Como prefiera —dijo.

Alex cerró el cajón.

—Creo que me gustaría dormir durante dieciocho horas —dijo Alex con un
suspiro—. Acompáñame afuera y dile a Moira que todo salió bien.

Ella abrió la puerta y se topó directamente con el Detective Abel Turner.

Él le sujetó el brazo y la condujo de vuelta a la habitación, azotando la puerta


a su espalda. —¿Qué demonios crees que está haciendo?

—¡Ey! —dijo Alex alegremente—. Conseguiste llegar.

El forense se quedó detrás de él. —¿Nos vamos? —preguntó.

—Quédate allí un minuto —dijo Alex—. Turner, querrás soltarme.

—No me dices lo que quiero. ¿Y qué demonios está mal con él?
—Él está teniendo una buena noche —dijo Alex, su corazón golpeteando en su
pecho. Abel Turner no perdía la calma. Siempre estaba sonriendo, siempre calmado.
Pero a algo en Alex le agradaba más de esta forma.

—¿Pusiste las manos encima de esa chica? —dijo, enterrando los dedos en su
piel—. Su cuerpo es evidencia y estás manipulándola. Eso es un crimen.

Alex pensó en darle un rodillazo a Turner en las pelotas, pero eso no era lo que
hacías con un policía, así que se quedó flácida. Completamente flácida. Era una
estrategia que había aprendido a utilizar con Len.

—¿Qué demonios? —Intentó sostenerla mientras se derrumbaba contra él,


entonces la liberó—. ¿Cuál es tu problema? —Se limpió la mano en el brazo como si la
debilidad de ella fuera contagiosa.

—Montones de cosas —dijo Alex. Consiguió enderezarse antes de caer,


asegurándose de permanecer lejos de su alcance—. ¿Qué clase de cosa se estaban
metiendo Tara y Lance?

—¿Disculpa?

Pensó en la cara de Lance flotando encima de ella. «Lo lamento». ¿Qué habían
estado utilizando esa noche final juntos? —¿Con qué lidiaban? ¿Ácido? ¿Éxtasis? Sé que
no era solo marihuana.

Turner entrecerró los ojos, su usual comportamiento tranquilo volvió a su lugar.


—Como todo lo demás relacionado a este caso, eso no es nada de tu incumbencia.

—¿Estaban vendiéndoselo a los estudiantes? ¿A las sociedades?

—Tenían una larga lista de distribución.

—¿Quién?

Turner sacudió la cabeza. —Vamos. Ahora.

Alcanzó su brazo, pero ella dio un paso al costado. —Puedes quedarte aquí —
Alex le dijo al forense—. El apuesto Detective Turner me acompañará afuera.

—¿Qué le hiciste? —murmuró Turner cuando salieron al pasillo.


—Mierda rara.

—Esto no es una broma, señorita Stern.

Mientras la seguía por el pasillo, Alex dijo: —Yo tampoco estoy haciendo esto
por diversión, ¿entiendes? No me gusta ser Dante. A ti no te gusta ser Centurión, pero
estos son nuestros trabajos y lo estás jodiendo para ambos.

Turner pareció ligeramente descolocado por eso. Por supuesto, realmente no era
cierto. Sandow le había dicho que se apartara. «Tranquilízate.»

Entraron a la sala de espera. Dawes no estaba a la vista. —Le dije a tu amiga que
esperara en el coche —dijo Turner—. Al menos ella tiene la sensatez de saber cuándo la
jodió.

«Y ni una sola advertencia». Dawes era una vigía de mierda.

Moira Adams sonrió desde el escritorio. —¿Tuviste tu momento, dulzura?

Alex asintió. —Así es. Gracias.

—Tendré a tu familia en mis oraciones. Buenas noches, Detective Turner.

—¿Le hiciste alguna mierda rara a ella también? —preguntó Turner cuando
salieron al aire frío.

Alex se frotó los brazos miserablemente. Deseó tener su abrigo. —No tuve que
hacerlo.

—Le dije a Sandow que lo mantendría actualizado. Si pensara que cualquiera de


los jóvenes psicópatas bajo su cuidado estuvieran conectados, lo seguiría.

Alex lo creía. —Podría haber cosas que no estás viendo.

—No había nada que ver. Su novio fue arrestado cerca de la escena. Sus vecinos
escucharon algunas discusiones feas las últimas semanas. Había evidencia de sangre
vinculándolo al crimen. Tenía alucinógenos poderosos en su sistema…

—¿Exactamente qué?

—Aún no estamos seguros.


Alex se había mantenido apartada de cualquier clase de alucinógeno después que
se percató que solo hacía más aterradores a los Grises, pero había sostenido montones
de manos durante viajes buenos y malos y aún no había conocido el hongo que podía
hacerte sentir que no te estaban apuñalando a muerte.

—¿Quieres que salga impune? —dijo Turner.

—¿Qué? —La pregunta la sobresaltó.

—Manipulaste un cadáver. El cuerpo de Tara es evidencia. Si te entrometes


bastante en este caso, podría significar que Lance Gressang no es procesado por esto.
¿Quieres eso?

—No —dijo Alex—. No saldrá impune de esto.

Turner asintió. —Bien. —Se quedaron parados en el frío. Alex podía ver el viejo
Mercedes estacionado, uno de los pocos coches que quedaban. La cara de Dawes era un
borrón tenue detrás del parabrisas. Levantó la mano en lo que Alex se dio cuenta que
era un saludo flojo. «Gracias, Pammie.» Debía olvidar esto. ¿Por qué no podía?

Intentó una última jugada. —Solo dame un nombre. Lethe lo descubrirá


eventualmente. Si las sociedades están metiéndose con sustancias ilegales, deberíamos
saberlo. —Y luego podemos pasar al secuestro, abuso de información privilegiada y…
¿cortar a alguien para leer sus entrañas caía bajo agresión? Necesitarían una nueva
sección del código penal para cubrir en lo que las sociedades incursionaban—. Podemos
investigar sin interferir en tu caso de asesinato.

Turner suspiró, su respiración se dibujó blanca en el frío. —Solo había el nombre


de una sociedad en sus contactos. Tripp Helmuth. Estamos en el proceso de
descartarlo…

—Lo vi anoche. Es un Huesero. Estaba trabajando en la puerta durante una


pronosticación.

—Eso es lo que él dijo. ¿Estuvo allí la noche entera?

—No lo sé —admitió. Tripp había sido desterrado al pasillo para montar guardia.
Era verdad que una vez que un ritual iniciaba, la gente rara vez salía o entraba, solo
cuando alguien se mareaba o ponía enfermo o si tenían que traerle algo al Aurúspice.
Alex creyó recordar que la puerta se abrió y cerró unas cuantas veces, pero no podía
estar segura. Había estado preocupada por el círculo de tiza e intentar no vomitar. Pero
era difícil creer que Tripp podría haberse escaqueado del ritual, ido hasta Payne
Whitney, asesinado a Tara y regresado a su deber sin que nadie lo notara. Además, ¿qué
razón homicida podría haber tenido con Tara? Tripp era lo bastante rico para pagar para
librarse de cualquier clase de problema que Tara o su novio podrían haber intentado
causarle y no había sido la cara de Tripp la que había visto flotando encima de Tara con
un cuchillo. Era la de Lance.

—No hables con él —dijo Turner—. Les enviaré a ti y al decano la información


una vez que confirmemos su coartada. Tú quédate alejada de mi caso.

—¿Y alejada de tu carrera?

—Eso es correcto. La siguiente vez que te encuentre en cualquier lugar donde no


debas estar, te arrestaré en el instante.

Alex no podía evitar la burbuja oscura de risa que le salió.

—No vas a arrestarme, Detective Turner. El último lugar donde me quiere es en


una estación de policía, haciendo ruido. Soy un desastre y Lethe es un desastre y todo
lo que tú quieres es atravesar por esto sin que nuestro desastre te salpique esos zapatos
costosos.

Turner le dirigió una larga mirada tranquila. —No sé cómo terminaste aquí,
señorita Stern, pero conozco la diferencia entre bienes de calidad y lo que encuentro en
la suela de mi zapato, y tú definitivamente no eres de calidad.

—Gracias por la charla, Turner. —Alex se inclinó, sabiendo que la peste de lo


místico irradiaba de ella en oleadas pesadas. Le dirigió su sonrisa más dulce y cálida—.
Y no me sujetes de esa forma de nuevo. Tal vez yo sea mierda, pero soy de la clase que
se pega.
Traducido por Brig20

Alex se separó de Dawes cerca de la escuela de teología, un triste edificio de


apartamentos en forma de herradura en el güeto de la escuela de postgrado. Dawes no
había querido dejar el auto al cuidado de Alex, pero ella tenía papeles que calificar y ya
iba retrasada, por lo que Alex dijo que devolvería el Mercedes a la casa de Darlington.
Podía decir que Dawes quería negarse, que se condenaran los papeles.

—Ten cuidado y no... no deberías... —Pero Dawes se fue apagando, y Alex se


dio cuenta de que Dawes tenía que someterse a ella en esta situación. Dante servía a
Virgilio, pero Oculus les servía a ambos. Y todos le servían a Lethe. Dawes asintió,
siguió asintiendo con la cabeza, salió del auto y subió por la pasarela hacia su
departamento, como si estuviera afirmando cada paso.

La casa de Darlington estaba en Westville, a pocos kilómetros del campus. Este


era el Connecticut con el que Alex había soñado: robustas casas coloniales de granjas
sin granjas, de ladrillo rojo con puertas negras y ribetes blancos y ordenados, un
vecindario lleno de chimeneas de leña, jardines cuidadosamente atendidos, ventanas que
brillaban doradas en la noche como pasadizos hacia una mejor vida, cocinas donde algo
bueno burbujeaba en la estufa, mesas de desayuno salpicadas de crayones. Nadie corría
sus cortinas; la luz, el calor y la buena fortuna se derramaban en la oscuridad como si
estas personas tontas no supieran lo que tal generosidad podría atraer, como si hubieran
dejado estas puertas brillantes abiertas para que cualquier chica hambrienta pudiera
pasar.

Alex no había conducido mucho desde que había salido de Los Ángeles y se
sentía bien estar de vuelta en un automóvil, incluso uno en cual temía dejar un rasguño.
A pesar del mapa en su teléfono, perdió el giro en la entrada de Darlington y tuvo que
doblar dos veces antes de ver las gruesas columnas de piedra que marcaban la entrada a
Black Elm. Las lámparas que cubrían el camino estaban encendidas, brillantes halos que
hacían que los árboles con ramas desnudas parecieran suaves y amigables como una
postal de invierno. La voluminosa forma de la casa apareció a la vista, y Alex pisó el
freno con fuerza.

Una luz brillaba en la ventana de la cocina, brillante como un faro, otra en la


torre alta, el dormitorio de Darlington. Recordó su cuerpo acurrucado contra el de ella,
los cristales nublados de la estrecha ventana, el mar de ramas negras debajo, los bosques
oscuros que separaban a Black Elm del mundo exterior.

A toda prisa, Alex apagó los faros y el motor. Si alguien estaba aquí, si había algo
aquí, no quería ahuyentarlo.

Sus botas en el camino de grava sonaban increíblemente ruidosas, pero no se


escabulliría, no, no se escabulliría; ella solo estaba caminando hacia la puerta de la
cocina. Tenía las llaves en la mano. Era bienvenida aquí.

«Podrían ser su mamá o su papá», se dijo a sí misma. No sabía mucho sobre la


familia de Darlington, pero él tenía que tener una. «Otro pariente. Alguien a quien Sandow
había contratado para cuidar el lugar cuando Dawes estaba ocupada.»

Todas esas cosas eran más probables, pero... «Él está aquí», insistió su corazón,
latiendo con tanta fuerza en su pecho que tuvo que detenerse en la puerta, obligarse a
respirar de manera más constante. «Él está aquí». El pensamiento la arrastró como una
niña que la agarraba de la manga.

Miró por la ventana, a salvo en la oscuridad. La cocina era de madera cálida y


azulejos azules estampados; azulejos del Delft, una gran chimenea de ladrillo y ollas de
cobre que brillaban en sus ganchos. El correo estaba apilado en la isla de la cocina, como
si alguien hubiera estado a punto de ordenarlo. «Él está aquí».

Alex pensó en tocar, pero en cambio buscó las llaves. El segundo giro abrió la
cerradura. Entró, cerró suavemente la puerta detrás de ella. La alegre luz de la cocina
era cálida, acogedora, reflejada en sartenes planas de cobre, atrapada en el esmalte verde
cremoso de la estufa que alguien había instalado en los años cincuenta.
—¿Hola? —dijo ella, su voz un aliento.

El sonido de las llaves cayendo sobre el mostrador hizo un ruido inesperadamente


fuerte. Alex estaba de pie sintiéndose culpable en medio de la cocina, esperando que
alguien la castigara, tal vez incluso la casa. Pero esta no era la mansión de Orange con
sus crujidos esperanzadores y sus suspiros de desaprobación. Darlington había sido la
vida de este lugar, y sin él la casa se sentía enorme y vacía, el casco de un naufragio.

Desde esa noche en Rosenfeld Hall, Alex se sorprendió esperando que tal vez
todo fuera una prueba, una para cada aprendiz de la Casa Lethe, y que Dawes, Sandow
y Turner estuvieran involucrados. Darlington estaba en su habitación del tercer piso
escondiéndose en este momento. Había escuchado el auto en el camino de entrada.
Había corrido escaleras arriba y estaba acurrucado allí, en la oscuridad, esperando que
ella se fuera. El asesinato también podría ser parte de ello. No había chica muerta. Tara
Hutchins vendría en persona bailoteando por las escaleras cuando todo esto terminara.
Solo tenían que asegurarse de que Alex pudiera manejar algo serio por su cuenta.

Era absurdo. Aun así, esa voz persistió: «Está aquí.»

Sandow había dicho que aún podría estar vivo, que podrían traerlo de vuelta.
Había dicho que todo lo que necesitaban era una luna nueva, la magia correcta, y que
todo volvería a ser como antes. Pero tal vez Darlington había encontrado su propio
camino de regreso. Él podía hacer cualquier cosa. Él podría hacer esto.

Se adentró más en la casa. Las luces del camino de entrada proyectaban un haz
amarillento sobre las habitaciones—la despensa del mayordomo, con sus armarios
blancos llenos de platos y vasos; el gran congelador, con su puerta de metal como la de
la morgue; el comedor formal, con su mesa brillante como un lago oscuro en un claro
silencioso; y luego la gran sala de estar, con su gran ventana negra que daba a las formas
oscuras del jardín, las jorobas de los setos y los árboles esqueléticos. Había otra
habitación más pequeña fuera de la sala principal, llena de grandes sofás, un televisor,
consolas de juegos. Len se habría orinado sobre el tamaño de la pantalla. Era una
habitación que le hubiese encantado, tal vez lo único que él y Darlington tenían en
común. «Bueno, no es lo único.»
La mayoría de las habitaciones en el segundo piso estaban cerradas. —Aquí fue
donde se me acabó el dinero —le había dicho, con el brazo colgando de sus hombros,
mientras ella trataba de moverlo. La casa era como un cuerpo que había cortado la
circulación a todas las partes excepto a las más vitales para sobrevivir. Un viejo salón de
baile se había convertido en una especie de gimnasio improvisado. Una bolsa de
velocidad colgaba del techo en un estante. En la pared se apilaban grandes pesas de
metal, balones terapeúticos y sables de esgrima, y máquinas pesadas se alzaban contra
las ventanas como insectos voluminosos.

Siguió las escaleras hasta el piso superior y se abrió paso por el pasillo. La puerta
de la habitación de Darlington estaba abierta.

«Él está aquí». De nuevo, la certeza vino a ella, pero esta vez era peor. Había
dejado la luz encendida para ella. Quería que ella lo encontrara. Estaría sentado en su
cama, con las piernas largas cruzadas, inclinado sobre un libro, el cabello oscuro
cayendo sobre su frente. Levantaría la vista, se cruzaría de brazos. «Ya era hora.»

Quería correr hacia ese cuadrado de luz, pero se obligó a dar pasos medidos, una
novia acercándose a un altar, su certeza se desvaneció, el estribillo de Él está cambiando
de un paso al otro hasta que se dio cuenta de que estaba rezando: «Está aquí, está aquí,
está aquí.»

El cuarto estaba vacío. Era pequeño en comparación con los alojamientos en Il


Bastone, una extraña habitación redonda que claramente nunca había sido pensada para
ser una habitación y de alguna manera le recordaba a la habitación de un monje. Se veía
exactamente como la había visto por última vez: el escritorio empujado contra una pared
curva, un recorte de periódico amarillento de una vieja montaña rusa pegada encima,
como si hubiera sido olvidado allí; un mini refrigerador—porque, por supuesto,
Darlington no querría dejar de leer o trabajar para bajar las escaleras en busca de
sustento; una silla de respaldo alto colocada junto a la ventana para leer. No había
estanterías, solo montones y montones de libros apilados a diferentes alturas, como si
hubiera estado en el proceso de tapiarse con ladrillos de colores. La lámpara de escritorio
proyectaba un círculo de luz sobre un libro abierto: «Meditaciones sobre el Tarot: un viaje al
hermetismo cristiano. »
Dawes. Dawes había venido a ver a la casa, a ordenar el correo, a sacar el coche.
Dawes había venido a esta habitación a estudiar. Estar más cerca de él. Quizás esperarlo.
La llamó de repente, dejó las luces encendidas, supuso que volvería esa noche para
ocuparse de eso. Pero Alex había sido quien devolvió el auto. Era así de simple.

Darlington no estaba en España. Él no estaba en casa. Nunca volvería a casa. Y


todo era culpa de Alex.

Una forma blanca cortó la oscuridad desde la esquina de su visión. Dio un salto
hacia atrás, derribando una pila de libros y maldijo. Pero era solo Cosmo, el gato de
Darlington.

Merodeó por el borde del escritorio, empujándose contra el calor de la lámpara


del escritorio. Alex siempre pensó en él como el Gato Bowie debido a su ojo marcado y
su pelaje blanco que parecía una de las pelucas que Bowie había usado en Labyrinth.
Era estúpido y cariñoso; todo lo que tenía que hacer era extender la mano y él le
acariciaría los nudillos.

Alex se sentó al borde de la estrecha cama de Darlington. Estaba tendida


cuidadosamente, probablemente por Dawes. ¿Se había sentado ella aquí también?
¿Dormido aquí?

Alex recordó los delicados pies de Darlington, su grito cuando desapareció. Ella
sostuvo su mano hacia abajo, haciendo señas al gato. —Hola, Cosmo.

Él la miró con sus ojos desiguales, la pupila de la izquierda como una mancha de
tinta.

—Vamos, Cosmo. No quise que sucediera. Realmente no.

Cosmo cruzó la habitación. Tan pronto como su pequeña y elegante cabeza tocó
los dedos de Alex, ella comenzó a llorar.

Alex durmió en la cama de Darlington y soñó que él estaba acurrucado detrás


de ella en el estrecho colchón.
La atrajo hacia sí, hundió los dedos en su abdomen y ella pudo sentir garras en
sus puntas. Le susurró al oído: —Te serviré hasta el fin de los días.

—Y ámame —dijo ella con una sonrisa, audaz en el sueño, sin miedo.

Pero todo lo que él dijo fue: —No es lo mismo.

Alex se despertó sobresaltada, se dejó caer, contempló la aguda pendiente del


techo, los árboles más allá de la ventana rayaban el techo a la sombra y el fuerte sol de
invierno. Había tenido miedo de intentar tocar el termostato, por lo que se había
envuelto en tres de los suéteres de Darlington y un feo sombrero marrón que había
encontrado encima de su tocador, pero uno que no lo había visto usar. Ella rehízo la
cama, luego bajó las escaleras para llenar el plato de agua de Cosmo y comer un poco
de cereal seco de nueces y ramitas de una caja en la despensa.

Alex tomó la computadora portátil de su bolso y fue a la polvorienta terraza


acristalada que corría a lo largo del primer piso. Miró hacia el patio trasero. La ladera
de la colina conducía a un laberinto cubierto de zarzas y podía ver algún tipo de estatua
o fuente en el centro. No estaba segura de dónde quedaban los terrenos, y se preguntó
cuánto de esta colina en particular era propiedad de la familia Arlington.

Le llevó casi dos horas escribir su informe sobre el asesinato de Tara Hutchins.
Causa de la muerte. Hora de la muerte. El comportamiento de los Grises en la
pronosticación de Calavera y Huesos. Había dudado sobre eso último, pero Lethe la
habían traído aquí por lo que podía ver y no había razón para que mintiera al respecto.
Mencionó la información que había obtenido del forense y de Turner en su calidad de
Centurión, notando el nombre de Tripp y la creencia de Turner de que el Huesero no
estaba involucrado. Esperaba que Turner no mencionara su visita a la morgue.

Al final del informe del incidente, había una sección titulada "Hallazgos". Alex
pensó por un largo tiempo, su mano acariciaba el pelaje de Cosmo mientras ronroneaba
a su lado en el viejo asiento de mimbre. Al final, no dijo nada sobre el extraño
sentimiento que había tenido en la escena del crimen o que sospechaba que Tara y Lance
probablemente estaban tratando con miembros de las otras sociedades. Centurión actualizará
a Dante sobre sus hallazgos, pero en este momento toda la evidencia sugiere que este fue un crimen cometido por el
novio de Tara mientras estaba bajo la influencia de poderosos alucinógenos y que no había conexión con Lethe o las
Casas del Velo. Leyó dos veces más la puntuación y trató de hacer que sus respuestas sonaran
lo más Darlingtonianas posible, luego envió el informe a Sandow con copia a Dawes.

Cosmo maulló lastimeramente cuando Alex salió por la puerta de la cocina, pero
se sintió bien dejar la casa detrás de ella, respirar el aire helado. El cielo era azul brillante,
limpio de nubes, y la grava del camino brillaba. Puso el Mercedes en la cochera, luego
caminó hasta el final del camino y llamó a un taxi. Podía devolverle las llaves a Dawes
más tarde.

Si sus compañeras de cuarto le preguntaban dónde había estado, ella solo diría
que había pasado la noche en casa de Darlington. Emergencia familiar. La excusa se
había agotado desde hacía mucho tiempo, pero a partir de ahora habría menos noches
tarde y ausencias inexplicables. Lo había hecho bien por Tara. Lance sería castigado y
la conciencia de Alex estaba fuera de peligro, al menos por esto. Esta noche, tomaría
una cerveza mientras su compañera de cuarto se emborrachaba con licor de menta
mezclado con un tobogán de hielo en el Colapso Omega, y mañana pasaría todo el día
poniéndose al día con su lectura.

Hizo que el conductor la dejara frente al elegante mini-mart en Elmo. No fue


hasta que ya estaba dentro de la tienda que se dio cuenta de que todavía llevaba el
sombrero de Darlington. Se lo quitó de la cabeza, luego se lo volvió a poner. Hacía frío.
Ella no necesitaba ser sentimental con un sombrero.

Alex llenó su canasta con Chex Mix, Twizzlers, gusanos agrios y gomosos. No
debería gastar tanto dinero, pero ansiaba la comodidad de la comida chatarra. Metió la
mano en la caja de bebidas, buscando una leche con chocolate con una mejor fecha de
vencimiento, y sintió que algo le acariciaba la mano… las yemas de unos dedos
acariciaban sus nudillos.

Alex tiró de su brazo hacia atrás, acunando su mano contra su pecho como si se
hubiera quemado, y cerró la puerta de la vitrina con un traqueteo, con el corazón
palpitando. Se apartó de la vitrina, esperando que algo se estrellara, pero no pasó nada.
Miró a su alrededor, avergonzada.
Un chico con gafas redondas y una sudadera azul marino de Yale la miró. Ella
se inclinó para recoger su cesta de la compra, aprovechando la oportunidad para cerrar
los ojos y respirar profundamente. Imaginación. La privación de sueño. Solo
nerviosismo general. Demonios, tal vez incluso una rata. Pero ella pasaría por la
Madriguera. Estaba justo al otro lado de la calle. Podía deslizarse detrás de las salas para
reunir sus pensamientos en un ambiente sin Grises.

Agarró su cesta y se levantó. El chico de las gafas se había acercado y estaba


demasiado cerca. Ella no podía ver sus ojos, solo la luz que se reflejaba en las lentes. Él
sonrió y algo se movió en la esquina de su boca. Alex se dio cuenta de que era el aguijón
negro de un insecto. Un escarabajo salió del bolsillo de su mejilla como si lo hubiera
estado guardando allí como si masticara tabaco. Se le cayó de los labios. Alex saltó hacia
atrás, sofocando un grito.

Demasiado lento. La cosa de la sudadera azul se apoderó de la parte posterior de


su cuello y golpeó su cabeza contra la puerta del refrigerador. El cristal se hizo añicos.
Alex sintió que los fragmentos le cortaban la piel, la sangre cálida le caía por las mejillas.
Tiró de ella hacia atrás y la tiró al suelo. «No puedes tocarme. No está permitido.» Aun así,
después de todos estos años y todos estos horrores, esa respuesta era estúpida e infantil.

Se alejó tambaleándose. La mujer detrás de la caja registradora estaba gritando,


su marido saliendo de la habitación de atrás con los ojos muy abiertos. El hombre de
anteojos avanzó. No un hombre. Un Gris. Pero, ¿quién lo atrajo y lo ayudó a cruzar?
¿Y por qué no parecía un Gris que ella hubiera visto alguna vez? Su piel no parecía
humana. Tenía una calidad pura y cristalina a través de la cual podía ver sus venas y las
sombras de sus huesos. Apestaba al Velo.

Alex buscó en sus bolsillos, pero no había reabastecido sus suministros de tierra
del cementerio. Casi siempre tenía algo con ella, por si acaso.

—¡Ten Coraje! —gritó ella—. ¡Nadie es inmortal! —Las palabras de muerte que se
repetía a sí misma todos los días desde que Darlington se las había enseñado.

Pero la cosa no mostró signos de angustia o distracción.


Los dueños de la tienda gritaban; uno de ellos tenía un teléfono en la mano. «Sí,
llama a la policía.» Pero le estaban gritando a ella, no a él. No podían verlo. Todo lo que
veían era a una chica rompiendo su refrigerador y destrozando su tienda.

Alex se puso de pie. Tenía que llegar a la Madriguera. Atravesó la puerta y salió
a la acera.

—¡Oye! —gritó una chica con un abrigo verde cuando Alex la golpeó. El dueño
de la tienda la siguió, gritando que alguien la detuviera.

Alex miró hacia atrás. La cosa con gafas se deslizó alrededor del dueño y luego
pareció saltar sobre la multitud. Su mano se aferró a la garganta de Alex. Se tropezó con
el borde de la acera y salió a la calle. Cornetas sonaron. Oyó el chirrido de neumáticos.
Ella no podía respirar.

Vio a Jonas Reed en la esquina, mirándola. Él estaba en su clase de Literatura


inglesa. Recordó la cara de sorpresa de Meagan, la sorpresa dando paso al asco. Podía
escuchar a la señora Rosales jadear, «¡Alex! ¡Cariño!» La iban a asfixiar en medio de la
calle y nadie podría verlo, nadie podría detenerlo.

—Ten coraje —trató de decir, pero solo surgió una escofina. Alex miró a su
alrededor desesperada, con los ojos llorosos y la cara bañada en sangre. «Ahora no pueden
llegar a ti», había prometido Darlington. Sabía que no era cierto, pero se había dejado
creer que podía estar protegida, porque había hecho todo más soportable.

Sus manos rasparon la piel de la cosa; era duro y resbaladizo como el cristal. Vio
algo burbujear desde la carne clara de su garganta, turbio, rojo oscuro. Sus labios se
separaron. Él le soltó el cuello y, antes de que ella pudiera detenerse, inhaló
bruscamente, justo cuando él soplaba una corriente de polvo rojo en su rostro. El dolor
explotó en su pecho en ráfagas agudas cuando el polvo entró en sus pulmones. Ella trató
de toser, pero la cosa se sentó con sus rodillas presionando sobre sus hombros mientras
luchaba por liberarse.

La gente gritaba. Escuchó un sonido de sirena, pero sabía que la ambulancia


llegaría demasiado tarde. Moriría aquí con el estúpido sombrero de Darlington. Tal vez
estaría esperándola al otro lado del Velo con Hellie. Y Len. Y todos los demás.
El mundo se revolvió negro… y de repente ella pudo moverse. El peso
desapareció de sus hombros. Soltó un gruñido y se puso de pie, agarrándose el pecho,
tratando de recuperar el aliento. ¿Dónde se había ido el monstruo? Ella buscó.

Muy por encima de la intersección, la cosa con las gafas estaba luchando con
algo. No, alguien. Un Gris. El Novio, el asesinato-suicidio favorito de New Haven, con
su traje elegante y su cabello de estrella de cine mudo. La cosa de las gafas tenía sus
solapas y parpadeó ligeramente al sol mientras se agitaban en el aire, se estrellaban
contra una farola que se encendió y luego se atenuaron, atravesaron las paredes de un
edificio y volvieron a salir. Toda la calle parecía temblar como un trueno, pero Alex
sabía que solo ella podía oírlos.

El chirrido de los frenos cortó el ruido. Una patrulla blanca y negra estaba
llegando a York, seguida de una ambulancia. Alex echó un último vistazo a la cara de
El Novio, su boca hizo una mueca cuando lanzó su puño hacia su oponente. Ella corrió
a través de la intersección.

El dolor en su pecho continuó desplegándose en explosiones como fuegos


artificiales. Le había pasado algo, algo malo, y no sabía cuánto tiempo más podría
mantenerse consciente. Solo sabía que tenía que llegar a la Madriguera, arriba, a la
seguridad de las habitaciones ocultas de Lethe. Puede que vengan otros Grises, otros
monstruos. ¿Qué podrían hacer ellos? ¿Qué no podrían hacer? Necesitaba ponerse detrás
de las barreras.

Miró por encima del hombro y vio un paramédico corriendo hacia ella. Saltó a
la acera a la vuelta de la esquina y luego al callejón. Estaba justo detrás, pero no podía
protegerla. Moriría a su cuidado. Ella lo sabía. Esquivó a la izquierda, hacia la puerta,
fuera de la vista.

—¡Soy yo! —gritó a la Madriguera, rezando para que la reconociera. La puerta


se abrió de golpe y los escalones giraron hacia ella, empujándola hacia adentro.

Trató de subir las escaleras de pie, pero se puso de rodillas. Por lo general, el olor
del vestíbulo era reconfortante, un olor invernal a madera quemada, arándanos que se
cocinaban lentamente, vino caliente. Ahora le revolvió el estómago. «Es lo místico», se
dio cuenta. El hedor a basura del callejón al menos había sido real. Estos falsos olores
de consuelo eran demasiado. Su sistema no podía soportar más magia. Sujetó una mano
alrededor de la barandilla de hierro, la otra se apoyó contra el borde del escalón de piedra
y se levantó. Vio manchas en el concreto, estrellas negras floreciendo en grupos de
líquenes en las escaleras. Su sangre, goteando de sus labios.

El pánico se tambaleó a través de ella. Estaba en el suelo en ese baño público. La


mariposa monarca rota batió su única ala.

«Levántate. La sangre puede atraerlos.» La voz de Darlington en su cabeza. «Los


Grises pueden cruzar la línea si quieren algo lo suficientemente fuerte». ¿Qué pasaba si las
barreras no aguantaban? ¿Qué pasaría si no fueron construidas para mantener alejados
a monstruos como ese? El Novio parecía haber ganado. ¿Y si ganó? ¿Quién dijo que
sería más amable que la cosa de las gafas? No se había visto amable en absoluto.

Golpeó un mensaje en su teléfono para Dawes. SOCORRO. 911. Probablemente había


un código que se suponía que debía usar por sangrar por la boca, pero Dawes
simplemente tendría que arreglárselas.

Si Dawes estaba en Il Bastone y no aquí en la Madriguera, Alex moriría en estas


escaleras. Podía ver claramente a la estudiante de postgrado, sentada en el salón de la
casa en Orange, esas fichas que usaba para organizar capítulos extendidos como el tarot
delante de ella, todas ellas leyendo desastre, fracaso. La reina de la inutilidad, una niña
con un cuchillo sobre su cabeza. El deudor, un niño aplastado debajo de una roca. La
estudiante, Dawes en una jaula de su propia creación. Todo mientras Alex se desangraba
a un kilómetro y medio de distancia.

Alex se arrastró un paso más. Tenía que meterse detrás de las puertas. Las casas
de seguridad eran una muñeca matryoshka de seguridad. La Madriguera. Donde
pequeños animales iban bajo tierra.

Una ola de náuseas la atravesó. Vomitó y una gota de bilis negra salió de su boca.
Se movía por las escaleras. Vio las espaldas húmedas y brillantes de los escarabajos.
Escarabajos. Pedazos de caparazón iridiscente que brillaban entre la sangre y lodo que
había surgido de ella. Empujó más allá del desastre que había hecho, volviendo a
vomitar, incluso mientras su mente trataba de entender lo que le estaba sucediendo.
¿Qué había querido esa cosa de ella? ¿Alguien lo había enviado detrás de ella? Si ella
moría, su mezquino corazón quería saber a quién perseguir. El hueco de la escalera se
estaba desvaneciendo. No iba a lograrlo.

Escuchó un sonido metálico y un momento después comprendió que se estaba


abriendo una puerta en algún lugar sobre ella. Alex trató de pedir ayuda, pero el sonido
de su boca fue un pequeño y húmedo gemido. El golpe de los zapatos Tevas de Dawes
resonó por las escaleras; una pausa, luego sus pasos, más rápidos ahora, puntuados por
—Joder, joder, joder, joder.

Alex sintió un brazo sólido debajo de ella, tirando de ella hacia arriba. —Jesús.
Jesús. ¿Qué pasó?

—Ayúdame, Pammie. —Dawes se estremeció. ¿Por qué Alex había usado ese
nombre? Solo Darlington llamaba a Dawes así.

Sus piernas se sentían pesadas cuando Dawes la arrastró escaleras arriba. Su piel
picaba como si algo se arrastrara debajo de ella. Pensó en los escarabajos saliendo de su
boca y volvió a vomitar.

—No me vomites —dijo Dawes—. Si vomitas, yo vomitaré.

Alex pensó en Hellie retirándole el cabello. Se emborracharon con Jäger y luego


se sentaron en el piso del baño en la Zona Cero, riendo, vomitando y cepillando los
dientes, y luego repitiendo todo de nuevo.

—Mueve tus piernas, Alex —dijo Hellie. Estaba empujando las rodillas de Alex
a un lado, desplomándose a su lado en el sillón de mimbre. Olía a coco y su cuerpo era
cálido, siempre cálido, como si el sol la quisiera, como si quisiera aferrarse a su piel
dorada el mayor tiempo posible.

—¡Mueve tus estúpidas piernas, Alex! —No Hellie. Dawes, gritando en su oído.

—Lo hago.

—Tú no lo haces. Vamos, dame tres pasos más.


Alex quería advertir a Dawes que la cosa se acercaba. Las palabras de muerte no
lo habían afectado; tal vez las barreras tampoco lo detendrían. Ella abrió la boca y volvió
a vomitar.

Dawes tuvo nauseas en respuesta. Luego estaban en el rellano, a través de la


puerta, cayendo hacia adelante. Alex se encontró cayendo. Estaba en el suelo de la
Madriguera, con la cara pegada a la alfombra raída.

—¿Qué pasó? —preguntó Dawes, pero Alex estaba demasiado cansada para
responder. Sintió que rodaba sobre su espalda, y le daban una fuerte bofetada en la
cara—. Dime qué pasó, Alex, o no puedo arreglarlo.

Alex se obligó a mirar a Dawes. Ella no quería hacerlo. Quería volver al sillón de
mimbre, con Hellie como un sol resplandeciente a su lado.

—Un Gris, no lo sé. Como el cristal. Pude ver a través de él.

—Mierda, eso es un gluma.

Alex necesitaba sus fichas. La palabra estaba allí, sin embargo, en algún lugar de
su memoria. Un gluma era una cáscara, un espíritu levantado de los muertos
recientemente para atravesar el mundo, intermediarios que podían viajar a través del
Velo. Eran mensajeros. Para Libro y Serpiente.

—Había humo rojo. Lo inhalé. —Ella volvió a jadear.

—Escarabajos carroñeros. Te comerán de adentro hacia afuera.

Por supuesto. Por supuesto que lo harían. Porque la magia nunca era buena o
amable.

Escuchó un bullicio y luego sintió una copa presionarse contra sus labios. —Bebe
—dijo Dawes—. Va a doler como el infierno y ampollará la piel de tu garganta, pero
puedo curar eso.

Dawes estaba levantando la barbilla de Alex, forzando su boca a abrirse. La


garganta de Alex se incendió. Tenía una visión de las praderas iluminadas por una llama
azul. El dolor la recorrió y ella agarró a Dawes de la mano.

—Jesús, Alex, ¿por qué estás sonriendo?


El gluma. La cáscara. Alguien había enviado algo detrás de ella y solo podía haber
una razón: Alex estaba a punto de descubrir algo. Sabían que ella había ido a ver el
cuerpo de Tara. ¿Pero quién? ¿Libro y Serpiente? ¿Calavera y Huesos? Quienquiera que
fuera no tenía razón para pensar que se detendría con una visita a la morgue. No sabían
la elección que había hecho, que el informe ya había sido archivado. Alex había tenido
razón. Había algo mal con la muerte de Tara, alguna conexión con las sociedades, las
Casas del Velo. Pero esa no era la razón por la que estaba sonriendo.

—Intentaron matarme, Hellie —dijo con voz áspera mientras se deslizaba en la


oscuridad. «Eso significa que puedo intentar matarlos.»
Manuscrito, el arrogante más joven entre las Casas del Velo, pero
discutiblemente la sociedad que ha capeado mejor la modernidad. Es fácil
señalar a sus ganadores del Oscar y personalidades de televisión, pero sus
alumnos también incluyen consejeros de presidentes, el curador del Museo
Metropolitano de Arte y, tal vez más contundente, algunas de las mentes más
grandes en neurociencia. Cuando hablamos de Manuscrito, hablamos de magia
de espejos, ilusiones, grandes glamures del tipo que te pueden convertir
en una estrella, pero haríamos bien en recordar que todo su funcionamiento
deriva de la manipulación de nuestra propia percepción.

—De La vida de Lethe: Procedimientos y Protocolos de la Novena Casa

No Vayas a una fiesta de Manuscrito. Sencillamente no.

Diario de los Días de Lethe de Daniel Arlington (Colegio Davenport)


Traducido por Ava Rowan Blackburn

La noche de la fiesta de Manuscrito, Darlington pasó las primeras horas del


atardecer con las ventanas de Black Elm iluminadas, repartiendo dulces, había linternas
de calabaza alumbrando la entrada. Él amaba esta parte de Halloween, el ritual, la marea
de feliz gente desconocida llegando a sus terrenos, con las manos extendidas. La
mayoría del tiempo Black Elm se sentía como una isla oscura, una que de alguna manera
dejó de aparecer en los mapas. Pero ese no era el caso en la noche de Halloween.

La casa yacía en el suave oleaje de una colina no muy lejos de las tierras que una
vez pertenecieron a Donald Grant Mitchell, y su biblioteca se encontraba abastecida de
múltiples copias de libros de Mitchell: Ensueños de un soltero, Vida de ensueño, y el único
título que su abuelo consideraba que valía la pena leer, Mi granja en Edgewood. De niño,
Darlington fue seducido por el misterioso sonido de la pluma de Mitchell, Ik Marvel, y
lamentablemente decepcionado por la falta de magia y fantasía en sus libros.

Pero ese era el sentimiento que tenía acerca de todo. Debería haber más magia.
No esas actuaciones de payasos con pintura grasosa e ilusionistas falsos. Tampoco los
trucos de cartas. La magia que le habían prometido se encontraría en la parte posterior
de los armarios, debajo de los puentes, a través de los espejos. Era peligrosa y atractiva,
aunque no buscaba entretener. Tal vez si hubiera sido criado en una casa normal con
aislamiento de calidad y un patio delantero bien podado, en lugar de estar debajo de las
torres desmoronadas de Black Elm, con sus lagos de musgo, sus repentinas y siniestras
puntas de dedalera, y su neblina que se arrastraba a través de los árboles en el atardecer
de otoño, quizás habría tenido una oportunidad. Tal vez él hubiera sido de algún lado
como Phoenix en vez del maldito New Haven.
El momento que le aterrorizaba realmente no le pertenecía. Tenía 11 años, en un
picnic organizado por los Caballeros de Colón, al que su ama de llaves Bernadette había
insistido en llevarlo porque "los niños necesitan aire fresco". En cuanto llegaron a
Lighthouse Point, ella se secuestró a sí misma debajo de una tienda de acampar con sus
amigos y comió un plato de huevos rellenos, después le dijo que fuera a jugar.

Darlington encontró a un grupo de niños de una edad parecida a la suya, o ellos


lo encontraron, así que pasaron la tarde jugando carreritas y compitiendo en diferentes
juegos al aire libre, después inventando unos propios cuando los anteriores se volvían
aburridos. Un niño muy alto llamado Mason, con cabello corto y los dientes chuecos,
de alguna manera se convirtió en quien tomaba todas las decisiones ese día—cuándo
comer, cuándo nadar, cuándo un juego se hace aburrido—y Darlington estaba feliz de
seguirlo. Cuando se casaron de montar el viejo carrusel, caminaron hasta el borde del
parque que daba al canal de Long Island y al puerto de New Haven a lo lejos.

—Deberían tener botes —dijo Mason.

—Como una lancha con motor, o una moto acuática —dijo un niño llamado
Liam—. Sería genial.

—Sí —dijo otro niño—. Podríamos ir a la montaña rusa. —Él estuvo jugando a
las atrapadas con ellos toda la tarde. Era pequeño, su rostro era denso con pecas color
arena y ahora con quemaduras por el sol en la nariz.

—¿Cuál montaña rusa? —preguntó Mason.

El niño con pecas había señalado a través del canal. —Esa con todas las luces
encendidas. Al lado del muelle.

Darlington miró a la distancia, pero no logró encontrar nada, sólo el día que se
desvanecía y una vacía pizca de tierra.

Mason simplemente se quedó parado, y entonces dijo: —¿De qué diablos están
hablando?

Incluso en el creciente crepúsculo, Darlington vio un poco de rojo esparcirse


fugazmente por el rostro del niño de pecas. Él rio. —No es nada, simplemente estaba
jugándoles una broma.
—Tonto.

Habían bajado a la delgada orilla de la playa para correr de un lado a otro en las
olas, y el momento había sido olvidado. Hasta meses después, cuando Darlington vio el
titular: RECORDANDO A SAVIN ROCK. Debajo de él había una fotografía de una
gran montaña rusa hecha de madera sobresaliendo del agua del canal de Long Island.
La leyenda debajo de esta decía: El legendario Trueno, uno de los favoritos en el parque de atracciones
Savin Rock, destruido por un huracán en 1938.

Darlington cortó la fotografía del papel y la pegó encima de su escritorio. Ese día
en Lighthouse Point, ese niño con pecas y quemado por el sol realmente vio la vieja
montaña rusa. Él creía que todos podían verla. Él no estaba fingiendo ni tampoco
bromeando. Estaba sorprendido y también avergonzado, así que dejó el tema
rápidamente. Como si le hubiera pasado algo así antes. Darlington trató de recordar su
nombre. Le preguntó a Bernadette si podían ir con los Caballeros de Colón a jugar
Bingo, o una cena, cualquier cosa que pudiera reunir su destino con el de ese niño.
Eventualmente su abuelo le puso a un fin a todo eso con un agresivo: —Deja de tratar
de convertirlo en un maldito católico.

Darlington creció. Y el recuerdo de Lighthouse Point se volvió oscuro. Pero él


nunca quitó la fotografía del Trueno de su pared. Tal vez se olvidaba de él por meses,
pero nunca podría quitarse el pensamiento de que él sólo estaba viendo un mundo
cuando podría haber muchos de ellos, que había lugares perdidos, tal vez incluso
personas perdidas que podrían volver a la vida por él si se entrometiera lo suficiente o si
encontrara las palabras mágicas correctas. Los libros, con sus tontas promesas de
entradas encantadas y lugares secretos, solamente lo empeoraron.

El sentimiento debió de haber disminuido con el tiempo, desgastarse con las


constantes y gentiles decepciones de crecer. Pero a los 16, con su licencia de conducir
provisional nuevecita escondida en su billetera, el primer lugar al que Darlington llevó
el viejo Mercedes de su abuelo fue Lighthouse Point. Observó la orilla del agua y esperó
a que el mundo se revelara a sí mismo. Años después, cuando conoció a Alex Stern,
tuvo que resistir el impulso de llevarla a ese lugar también, para descubrir si el Trueno
podría aparecer ante ella como cualquier otro Gris, un fantasma retumbante de alegría
y terror vertiginoso.

Cuando la oscuridad cayó y la corriente de niños con máscaras de duendes


disminuyó su flujo, Darlington se puso su propio disfraz, el mismo que vestía cada año:
una capa negra y un par de colmillos de plástico baratos que lo hacían lucir como si
hubiera tenido una cirugía dental recientemente.

Se estacionó en el callejón detrás de la Madriguera, donde Alex se encontraba


esperando, temblando con un largo abrigo negro que él no había visto antes.

—¿No podemos ir en auto? —preguntó—. Está haciendo demasiado frío.

«Californianos». —Está a 15 grados y tenemos que caminar tres cuadras. De


alguna manera tendrás que superar esta aventura a través de la tundra. Espero que no
traigas un conjunto de gato demasiado corto debajo de eso. Se supone que proyectemos
cierto aire de autoridad.

—Puedo hacer mi trabajo incluso vistiendo los pantaloncillos más cortos que
hayas visto. Probablemente podría hacerlo mejor. —Ejecutó una cruel patada de
karate—. Tendría más espacio para moverme. —Al menos traía puestas unas botas.

A la luz de las lámparas de la calle, él pudo notar que ella se había delineado
gruesamente los ojos y traía unos grandes aretes dorados. Para su suerte no vestía nada
demasiado provocativo o llamativo. No quería desperdiciar la joven noche atrapando
críticas de Manuscrito porque Alex tenía ganas de vestirse como una sexi Pocahontas.

Los condujo por el callejón y hacia Elmo. Ella se veía alerta, preparada. Estaba
bien después del incidente en Aureliano, ya que habían tirado unos cuantos miles de
dólares tan solo en cristal y porcelana en el piso de la cocina de Il Bastone. Quizás
Darlington lo había hecho un poco mejor también. Habían visto una serie de primeras
transformaciones en Cabeza de Lobo que habían sucedido sin incidentes, aunque Shane
Mackay tuvo problemas para volver a cambiar y tuvieron que acorralarlo en la cocina
mientras se deshacía de su forma de gallo. Se había ensangrentado la nariz tratando de
picotear la mesa y uno de sus amigos había pasado una hora sacando obedientemente
pequeñas plumas blancas de su cuerpo. Las bromas sin gracia habían sido interminables.
Monitorearon un levantamiento en Libro y Serpiente, donde, con la ayuda de un
traductor, un cadáver disecado había transmitido las cuentas finales de soldados
recientemente muertos en Ucrania en un extraño juego macabro de teléfono. Darlington
no sabía quién en el departamento de estado pidió la información, pero asumió que sería
transmitido fielmente. Observaron la infructuosa apertura de un portal en Pergamino y
Llave: un terrible intento de enviar a alguien a Hungría, que resultó en nada más que un
desagradable olor a estofado Húngaro que se repartía por toda la tumba, y la
convocación de una tormenta por San Elmo igualmente decepcionante en su vertedero
de apartamento en Lynwood, que había dejado al presidente de la delegación y a los
alumnos asistentes avergonzados.

—Todos ellos tienen la apariencia de un chico cuando está demasiado ebrio como
para levantarse —susurró Alex.

—¿Tienes que ser tan vulgar, Stern?

—Dime que me equivoco, Darlington.

—Realmente no puedo opinar.

Esta noche sería un poco diferente. No dibujarían ningún círculo de protección,


sólo harían que su presencia fuera notoria, monitorearían el poder siendo reunido en el
nexo de Manuscrito, y entonces escribirían un reporte.

—¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí? —preguntó Alex conforme la calle
se separaba hacia la izquierda.

—Hasta después de la media noche, quizás un poco más tarde.

—Le dije a Mercy y Lauren que las vería en el Pierson Inferno.

—Estarán tan casadas para eso que ni siquiera se darán cuenta si llegas tarde.
Ahora concéntrate: Manuscrito se ve inofensivo, pero no lo es.

Alex echó un vistazo. Había una especie de brillo en sus mejillas. —De hecho,
suenas un poco nervioso.
De todas las sociedades, la que mantenía más alerta a Darlington era Manuscrito.
Él pudo ver el escepticismo en el rostro de Alex en cuanto pararon en frente de una sucia
pared de ladrillos blancos.

—¿Aquí? —preguntó, ajustando su abrigo. El ruido sordo de los sonidos graves


y el murmullo de la conversación flotaron hacia ellos desde algún lugar del estrecho
camino.

Darlington entendió la incredulidad de Alex. Las otras tumbas habían sido


construidas de tal forma que realmente se vieran como tumbas: los planos pedestales neo-
egipcios de Huesos, las inmensas columnas blancas de Libro y Serpiente, las delicadas
cortinas y arcos árabes de Pergamino y Llave, la cripta favorita de Darlington. Incluso
Cabeza de Lobo, que aseguraron que querían saltarse todos los adornos de lo arcano y
establecer una casa más igualitaria, construyeron una finca inglés miniatura. Darlington
leyó las descripciones de cada tumba con la guía de Pinnell para Yale y sintió que, de
alguna manera, el análisis de sus partes se quedó corto del misterio que emanaba. Por
supuesto, Pinnell no sabía acerca del túnel debajo de la Calle Grove que llevaba
directamente de Libro y Serpiente al corazón del cementerio, o los naranjos encantados
tomados de Alhambra que daban fruto durante todo el año en el patio de Pergamino y
Llave.

Pero el exterior de Manuscrito se veía como un bulto de ladrillos en cuclillas con


un montón de contenedores de reciclaje apilados a lo largo.

—¿Esto es todo?—preguntó Alex—. Esto es más triste que ese lugar en Lynwood.

De hecho, nada era más triste que la casa de San Elmo en Lynwood, con su
carpeta manchada, escalones flojos y un techo lleno de veletas inclinadas.

—No juzgues a un libro por su portada, Stern. Esta cripta tiene ocho pisos de
profundidad y alberga una de las mejores colecciones de arte contemporáneo en el
mundo.

Las cejas de Alex se levantaron. —Así que son unos niños ricos de Cali.

—¿Niños ricos de Cali?


—En Los Ángeles, los chicos con mucho dinero se visten como vagabundos,
como si necesitaran que todo el mundo sepa que viven en la playa.

—Sospecho que Manuscrito estaba tratando de mostrar elegancia


sobreentendida, no me follo modelos en mi casa en Malibu, pero ¿quién podría decirlo? —
La tumba había sido terminada a principios de los sesenta por King-lui Wu. Darlington
nunca consiguió más que un rencoroso respeto por la arquitectura de la edad media. Sin
embargo, sus mejores intentos de admirar sus severas líneas, su limpia ejecución,
siempre se sentía un poco vacía para él. Su padre había abiertamente ridiculizado el
burgués gusto de su hijo por las torretas y techos dobles.

—Aquí —dijo Darlington, tomando a Alex de los hombros y llevándola un poco


hacia la izquierda—. Mira.

Le hizo feliz el escucharla exclamar —¡Oh!

Desde ese ángulo, el patrón circular escondido en los ladrillos blancos emergió.
La mayoría de la gente pensaba que representaba un sol, pero Darlington sabía que no
era así.

—No puede observarse a primera vista —dijo Darlington—. Nada de lo que hay
aquí puede. Esta es la casa de las ilusiones y mentiras. Tan sólo toma en cuenta qué tan
carismáticas pueden ser algunas de esas personas. Nuestro trabajo es asegurarnos de que
nadie se pase de la raya y que nadie salga herido. Hubo un accidente en 1982.

—¿Qué clase de incidente?

—Una chica comió algo en una de esas fiestas y decidió que era un tigre.

Alex se encogió de hombros. —Vi a Salome Nils sacar plumas del trasero de un
chico en la cocina de Cabeza de Lobo. Estoy muy segura de que podría ser peor.

—Ella nunca dejó de pensar que era un tigre.

—¿Qué?

—Cabeza de Lobo se encarga de tratar todas las cosas físicas, dejando de lado la
forma humana pero manteniendo el pensamiento humano. Manuscrito se especializa en
alterar la conciencia.
—Jugando con tu mente.

—Los padres de esa chica todavía la tienen en una jaula en el norte de New York.
Está muy bien cuidada. Con varias hectáreas para pasearse en ellas. Y carne cruda dos
veces al día. Una vez se escapó y trató de rasguñar a su cartero.

—Al diablo la manicura.

—Ella lo tenía en el suelo mientras mordía su pantorrilla. Lo cubrimos como un


colapso mental. Manuscrito pagó por todo su tratamiento y fue suspendida de las
actividades por todo un semestre.

—Justicia dura.

—No he dicho que sea justo, Stern. No del todo. Pero te diré qué, no puedes
confiar en tu sentido común hoy. La magia de Manuscrito se trata de engañar a tus
sentidos. No comas ni bebas nada. Mantén tu juicio para ti misma. No quiero tener que
mandarte al norte con una bola de hilo.

Siguieron a un grupo de chicas vestidas con corsé y maquillaje de zombie hasta


el estrecho callejón y después a la puerta lateral. Eran esposas de Enrique VIII. El cuello
de Ana Bolena estaba cubierto de sangre falsa que parecía pegajosa.

Kate Masters estaba sentada en un taburete con un sello en la mano, pero


Darlington tomó bruscamente la muñeca de Alex antes de que ella pudiera ofrecerla. —
No sabes lo que hay en la tinta de ese sello —murmuró—. Puedes simplemente dejarnos
pasar, Kate.

—Hay un perchero a la izquierda. —Les guiñó el ojo, con brillo rojo en sus
párpados. Se había disfrazado de Hiedra Venenosa, con hojas verdes hechas de goma
pegadas a un corsé verde.

Adentro, la música retumbaba con fuerza, junto con el calor de los cuerpos
juntándose en una nube de perfume y aire húmedo. La gran habitación cuadrada estaba
vagamente iluminada, llena de gente, rodeando poncheras negras con forma de cráneos,
el patio trasero tenía hileras de luces centellantes. Darlington ya había comenzado a
sudar.
—No se ve tan mal —dijo Alex.

—¿Recuerdas lo que te dije? La fiesta de verdad se encuentra abajo.

—Así que, ¿nueve niveles en total? ¿Nueve círculos del infierno?

—No, está basado en la mitología china. Ocho es considerado el número de la


fortuna, entonces hay nueve niveles secretos. La escalera representa una espiral divina.

Alex se quitó el abrigo. Debajo de él llevaba puesto un vestido negro ajustado.


Sus hombros se hallaban cubiertos por una cascada de estrellas plateadas. —¿Qué se
supone que eres? —preguntó él.

—¿Una chica de negro con un montón de maquillaje en los ojos? —Tomó una
corona de flores de plástico con pintura plateada que venía del bolsillo de su abrigo
esparcida en ella y la colocó en su cabeza—. Una reina de las hadas.

—No parece que seas muy fan de Shakespeare.

—No lo soy. Lauren consiguió un disfraz de Puck del armario de Dramat. Mercy
irá de Titania, así que ella me incluyó en esto y dijo que yo podría ser la reina de las
hadas.

—Sabes que Shakespeare la llamaba la comadre de las hadas.

Alex frunció el ceño. —Pensé que era la reina de la noche.

—Eso también. Y te queda.

Darlington dijo eso como un cumplido. Pero a Alex le molestó. —Es sólo un
vestido.

—¿Qué es lo que te he estado tratando de decir?—dijo Darlington—. Nada es


solamente algo.

Y probablemente él quería que ella fuera la clase de chica que se disfraza de la


reina de las hadas, que amaba las palabras y tenía estrellas en la sangre. —Revisemos el
primer piso antes de que alcancemos lo que hay más abajo.
No les tomó mucho tiempo. Manuscrito había sido construido con los planos
abiertos populares de los 50’s y 60’s, así que había sólo unas pocas habitaciones y
corredores para investigar. Al menos en ese nivel.

—No lo entiendo —murmuró Alex conforme revisaban el patio lleno de maleza.


Demasiado como para ser cómodo, pero nada que se saliera de lo ordinario parecía estar
sucediendo—. Si el día de hoy es tan especial para Manuscrito, ¿por qué llevaría a cabo
un ritual con tanta gente alrededor?

—No es exactamente un ritual. Es un sacrificio. Pero ese es el problema de su


magia. No puede ser practicada en reclusión. La magia de espejo se trata de reflexión y
percepción. Una mentira no es una mentira hasta que alguien lo crea. No importa que
tan encantador seas si no hay nadie a quién encantar. Todos en el piso está dándole
poder a lo que sucede abajo.

—¿Sólo por tener un buen rato?

—Intentando tenerlo. Mira alrededor. ¿Qué es lo que ves? Personas con disfraces,
cuernos, joyería falsa. Se adornan con delgadas capas de ilusión. Se paran más derechos,
sumen el estómago, dicen cosas que realmente no quieren decir, se sumergen en los
dulces halagos. Cometen mil actos de engaño pequeños, mintiéndose entre sí,
mintiéndose a ellos mismos, bebiendo hasta el punto en que lo hacen más fácil. Esta es
una noche de pactos, entre los que ven y los que son vistos, una noche donde la gente
entra a tratos engañosos voluntariamente, esperando ser timados y timar a otros por
turnos por el puro placer de sentirse valientes y sexis, bellos, o simplemente
deseados…sin importar qué tan efímero sea.

—Darlington, ¿estás diciendo que Manuscrito es mantenido por miradas de


asombro alimentadas por la cerveza?

—Realmente tienes una forma brusca de ir al grano, Stern. Todas las noches de
fin de semana, cada fiesta, es una serie de esos trucos, pero Halloween los compone a
todos ellos. Esas personas cierran el trato cuando cruzan la puerta, llenas de
anticipación. Incluso antes de eso, cuando se ponen sus cuernos y alas. —Le lanzó una
mirada—, y brillos. ¿No dijo alguien que el amor es un engaño mutuo?
—Es cínico, Darlington. No te queda del todo.

—Llámalo magia si lo prefieres. Dos personas recitando el mismo hechizo.

—Bueno, me gusta. —dijo Alex—. Parece una fiesta de película. Pero los Grises
están por todos lados.

Él lo sabía y aun así lo sorprendió. Después de tanto tiempo, sentía que debía ser
capaz de percibir su presencia de algún modo. Darlington trató de dar un paso atrás, ver
el lugar como Alex lo hacía, pero simplemente se veía como una fiesta. Halloween era
una noche en la que los muertos volvían a la vida porque los vivos se sentían incluso
más vivos: niños felices por todos los dulces, adolescentes enfadados con huevos y crema
de afeitar embarradas en sus sudaderas, estudiantes de universidad borrachos con
máscaras, alas y cuernos dándose a sí mismos permiso de ser algo diferente. Un ángel,
demonio, malvado, buen doctor, una mala enfermera. El sudor y la emoción, los
ponches con demasiada azúcar repletos de fruta y alcohol cristalino. Los Grises no
podían resistirse.

—¿Quién está aquí? —preguntó.

Ella levantó sus oscuras cejas. —¿Quieres detalles?

—No estoy pidiéndote que te pongas en riesgo por el bien de mi curiosidad.


Sólo… una mirada.

—Dos en la puerta deslizable de vidrio, cinco o seis en el patio, uno en la entrada


justo atrás de esa chica cuidando la puerta, una multitud en el ponche. Es imposible
contarlos.

Ella no había dejado pasar a ninguno. Los podía percibir porque les tenía miedo.

—Los pisos de abajo están todos vigilados. No tienes que preocuparte acerca de
eso por hoy. —La dirigió a la cima de las escaleras, donde Doug Far estaba apoyado
contra la barandilla, asegurándose de que nadie sin una invitación pasara abajo—. La
magia de sangre es estrictamente regulada en Halloween. Es demasiado atractiva para
los muertos. Pero hoy Manuscrito drenará todo el deseo y abandono del festejo para dar
poder a todos sus rituales por el resto del año.
—¿Las fiestas son tan poderosas?

—De hecho, Anderson Cooper mide 1.64 metros, pesa 95 kilos, y habla con un
acento de Long Island hasta las rodillas. —Los ojos de Alex se abrieron
completamente—. Sólo se cuidadosa.

—¡Darlington! —dijo Doug—. ¡El hombre de Lethe!

—¿Te quedarás aquí toda la noche?

—Sólo la hora que sigue y después iré a emborracharme tanto como pueda.

—Genial —dijo Darlington, y vio cómo Alex ponía los ojos en blanco. Además
de la noche en que se emborracharon después del desastroso ritual Aureliano, nunca la
había visto tomar un sólo sorbo de vino. Se preguntaba si hacía fiestas con sus
compañeras de habitación o si había decidido estar limpia después de lo que le había
sucedido a sus amigos en Los Ángeles.

—¿Quién es? —dijo Doug, mientras Darlington se encontraba molesto por la


perezosa examinación que hacía Doug al disfraz que vestía Alex—. ¿Tu cita o tu novia?

—Alex Stern. Ella es la nueva yo. Estará observando a tus zoquetes cuando yo
finalmente salga de aquí. —dijo porque esperaban que lo hiciera, pero Darlington nunca
dejaría esa ciudad. Trabajó demasiado duro para permanecer ahí, para aferrarse a Black
Elm. Se tomaría unos meses para viajar, visitar los restos de la cueva de la biblioteca en
Dunhuang, peregrinar hasta el monasterio en Monte de Santa Odilia. Sabía que Lethe
esperaba que aplicara para graduarse de la escuela, y quizás tomar un puesto de
investigación en la oficina de Nueva York. Pero eso no era lo que él realmente quería.
New Haven necesitaba un nuevo mapa, un mapa de lo que no había sido visto, y
Darlington quería ser quien lo trazara, y tal vez, en las líneas de sus calles, la tranquilidad
de sus jardines, la oscura sombra de East Rock, habría una respuesta a por qué New
Haven nunca se convirtió en un Manhattan o un Cambridge, por qué, a pesar de todas
las posibilidades y esperanzas de prosperar, siempre se había estancado. ¿Era meramente
suerte? ¿mala suerte? ¿O la magia que vivía ahí, había de algún modo atrofiado a la
ciudad incluso cuando continuaba floreciendo?
—¿Así que, qué eres? —Doug le preguntó a Alex—. ¿Un vampiro? ¿Beberás mi
sangre?

—Si tienes suerte —dijo Alex, y prosiguió a desaparecer bajando las escaleras.

—Sé cuidadoso hoy, Doug —dijo Darlington mientras la seguía. Ella ya estaba
fuera de su vista, desvaneciéndose en la espiral, y no debía estar sola hoy.

Doug rio. —Ese es tu trabajo.

La explosión de una máquina de humo lo golpeó en el rostro, y estuvo a punto


de tropezarse. Disipó la niebla, molesto. ¿Por qué la gente no puede conformarse con
una bebida de calidad y una conversación? ¿Para qué toda esta desesperada simulación?
¿Y estaba una parte de él celoso de Doug, de todos los que podían ser inconsiderados
por una noche? Probablemente. Se sentía desconectado de todo desde que se había
mudado a Black Elm otra vez. Los estudiantes de primer y segundo año debían vivir en
los dormitorios, y aunque había visitado Black Elm religiosamente; le hubiera gustado
el sentimiento de ser atraído a otras órbitas, sacado a la fuerza de su caparazón por sus
bien intencionados compañeros, arrastrado a un mundo que no tenía nada que ver con
Lethe o el misterio. Le gustaban Jordan y E.J. lo suficiente como para compartir
habitación con ellos los dos años, y estaba agradecido de que sintieran lo mismo. Siguió
tratando de llamarlos, para invitarlos a salir. Pero llegaba un nuevo día y lo pasaba
perdido en los libros, en Black Elm, en Lethe y ahora en Alex Stern.

—Deberías quedarte atrás de mí —dijo él cuando la alcanzó, molesto por el tono


malhumorado de su propia voz. Ella ya estaba en el siguiente nivel, examinando con sus
ojos impacientes. Este piso se parecía a la sección VIP de un club nocturno, con luces
tenues y sonidos sordos, pero había cierta sensación de ser un sueño en todo lo que se
encontraba ahí. Como si cada persona y cada objeto en el cuarto fuera enmarcado por
una luz dorada.

—Se ve como un video musical —dijo Alex.

—Con un presupuesto infinito. Glamour.

—¿Por qué te llamó el hombre de Lethe?


—Porque la gente que no se molesta en tener modales se sorprende de la gente
que los tiene. Adelante, Stern.

Continuaron bajando el siguiente tramo de escaleras. —¿Tenemos que llegar


hasta abajo?

—No. Los niveles más profundos son donde los rituales son llevados a cabo y
mantenidos. En cualquier momento pueden tener de cinco a diez magias trabajando
internacionalmente. Los hechizos de carisma y el glamour necesitan mantenimiento
constante. Aunque no realizarán ningún ritual esta noche, solo reunirán la energía de la
fiesta y la ciudad para guardarla en el baúl.

—¿Hueles eso? —preguntó Alex—. Huele a…

Bosque. La siguiente parada los llevó a un bosque verde. El año anterior había
sido una parte alta del desierto. La luz del sol se filtraba a través de las hojas de un
bosquecillo de árboles y el horizonte parecía extenderse por kilómetros. Los fiesteros
vestidos de blanco descansaban sobre mantas de picnic que se habían tendido sobre la
exuberante hierba, y los colibríes se balanceaban y revoloteaban en el cálido aire. De
este nivel en adelante, solo los alumnos miembro y quienes los acompañaban eran
permitidos.

—¿Ese es un caballo real? —susurró Alex.

—Tan real como debería ser. —Era magia, magia desperdiciada para el
entretenimiento, y Darlington no podía negar que una parte de él deseaba quedarse aquí.
Pero esa era exactamente la razón por la cual debían de apresurarse—. Siguiente piso.

Las escaleras se curvearon de nuevo, pero esta vez las paredes parecían
acompañarlas. El edificio de algún modo tomó una nueva forma, el techo era tan alto
como una catedral, había azul claro y dorado como un cielo de Giotto; el piso estaba
cubierto de amapolas. Era una iglesia, pero no lo era al mismo tiempo. La música era,
de otra manera, algo que podría haber sido campanas y tambores, o el latido de una gran
bestia arrullándolos con cada uno de sus golpes. En los bancos y en los pasillos, los
cuerpos yacían entrelazados, rodeados de pétalos rojos aplastados.

—Esto sí se parece a lo que me esperaba.


—¿Una orgía en una catedral repleta de flores?

—Exceso.

—De eso se trata la noche.

El siguiente nivel era una montaña, ni siquiera se habían esforzado en hacer que
luciera real. Solo eran unas vagas nubes color durazno, misterio hecho ramos de
columnas con un tono muy claro de rosa, mujeres en vestidos transparentes descansando
en la piedra alumbrada por el sol, son el cabello atrapado en una brisa infinita, una hora
dorada que nunca terminaría. Se encontraron con una pintura de Maxfield Parrish.

Finalmente, llegaron a un cuarto silencioso, con una grande mesa para banquete
colocada contra una pared, iluminada por luciérnagas. El murmullo era silencioso y
civilizado. Un espejo gigante de casi dos pisos ocupaba la pared del norte. Su superficie
parecía tener un remolino. Era como mirar dentro de un enorme caldero revuelto por
una mano invisible, pero era más sabio ver al espejo como un baúl, un depósito de magia
alimentado de deseos y engaños.

Este nivel de Manuscrito, el quinto nivel, marcaba el punto central entre los
cuartos de sacrificios y los de rituales más abajo. Era mucho más grande que los otros,
extendiéndose a lo largo de la calle y las casas de alrededor. Darlington sabía que el
sistema de ventilación estaba bien, pero luchaba por no sentir que era aplastado.

Muchos de los que habían asistido a la fiesta aquí traían máscaras, mayormente
celebridades y exalumnos prominentes. Algunos tenían vestidos de fantasía, otros
pantalones y playeras.

—¿Puedes ver las lenguas moradas? —preguntó Darlington dirigiendo su mentón


hacia un chico cubierto de brillos sirviendo vino y una chica con orejas de gato y poco
más cargando una bandeja.

—Han tomado Mérito, la droga del servicio. Los acólitos lo toman para renunciar
a su voluntad.

—¿Por qué haría alguien eso?

—Para servirme —dijo una suave voz.


Darlington se inclinó hacia la figura femenina con una bata de seda y un velo
dorado que a la vez servía como máscara.

—¿Cómo deberíamos llamarte esta noche? —indagó Darlington.

Quien llevaba puesta la máscara representaba a Lan Caihe, uno de los siete
inmortales de la mitología china, que podían cambiar de sexo a voluntad. En cada
recolección de Manuscrito, un Caihe diferente era escogido.

—Hoy soy una ella. —Sus ojos se hallaban completamente blancos detrás de la
máscara. Vería toda esa noche y no sería engañada por el glamour.

—Te agradecemos por la invitación —dijo Darlington.

—Siempre recibiremos con los brazos abiertos a los oficiales de Lethe, aunque es
lamentable que nunca acepten nuestra hospitalidad. ¿Se les ofrece una copa de vino, tal
vez? —Les extendió una suave mano, con las uñas rizadas como garras, pero lisas y
pulidas como el cristal, y uno de los acólitos se adelantó con una jarra.

Darlington le dio una advertencia a Alex meneando la cabeza. —Gracias —dijo


excusándose. Tenía en cuenta que algunos de los miembros de Manuscrito tomaban
como una ofensa que los miembros de Lethe nunca recibieran los halagos de su
sociedad—. Pero estamos atados por el protocolo.

—Ninguna de nuestras sugerencias para el novato de Lethe fueron aceptadas —


dijo Lan Caihe, con sus blancos ojos sobre Alex—. Muy decepcionante.

A Darlington le dieron escalofríos. Pero Alex dijo: —Al menos no esperarás


demasiado de mí.

—Sé cuidadosa —dijo Caihe. —Me gusta ser desarmada. Todavía podrías elevar
mis expectativas. ¿Quién le dio un glamour a tus brazos?

—Darlington.

—¿Avergonzada de los tatuajes?

—A veces.
Darlington miró a Alex, sorprendido. ¿Era un tipo de persuasión? Cuando vio la
complacida sonrisa de Lan Caihe, se dio cuenta de que Alex simplemente estaba
siguiéndole el juego. A Caihe le gustaban las sorpresas y la franqueza era sorprendente.

—Caihe se acercó y pasó una de sus uñas por la suave piel del desnudo brazo de
Alex.

—Podríamos borrarlos por completo —dijo Caihe—. Por siempre.

—¿Por un precio bajo?

—Por un precio justo.

—Señorita —dijo Darlington en tono de advertencia.

Caihe se encogió de hombros. —Es una noche de recolección, donde las tiendas
y los barriles se rellenan por completo. No habrá negociaciones. Desciende, chico, si
quieres saber qué es lo que hay más allá. Desciende y ve lo que te espera, si te atreves.

—Solamente quiero saber si Jodie Foster está aquí —Alex murmuró mientras
Lan Caihe regresaba a la mesa de banquete. Era una de las alumnas más famosas de
Manuscrito.

—Por todo lo que sabes ella era Jodie Foster —dijo Darlington, pero su cabeza se
sintió pesada. Su lengua parecía demasiado grande para su boca. Todo lo que había
alrededor parecía brillar.

Lan Caihe lo miró desde su lugar a la cabeza de la mesa del banquete. —


Desciende.

Darlington no debió de haber sido capaz de escuchar tal palabra a esa distancia,
pero resonaba en su cabeza. Pudo sentir al suelo desmoronándose, dejándolo caer a él
también. Se encontró en una caverna esculpida adentro de la tierra, la roca manchada
de humedad, el aire lleno del olor de la tierra fértil. Un zumbido invadió sus oídos, y
Darlington se dio cuenta de que venía del espejo. El baúl que de algún modo seguía en
la pared de aquella cueva. Estaba en la misma habitación, pero a la vez no lo estaba. Vio
el torbellino en la superficie del espejo, y las nieblas en su interior se separaron, el
zumbido subió, vibrando a través de sus huesos.
No debería mirar. Lo sabía. Nunca debes mirar el misterio a los ojos, pero,
¿alguna vez había tenido la opción de voltearse hacia otro lado? No. Lo intentó, suplicó
por hacerlo. Tenía que saberlo. Quería saber todo. Observó la mesa de banquete a través
de la reflexión en el espejo, la comida encima de ella pudriéndose, la gente alrededor
arrastrando fruta y carne echada a perder a sus bocas incluso con las moscas embarradas
ahí. Eran viejos, algunos apenas suficientemente fuertes como para sostener una copa
de vino o melocotones marchitos y acercarlos a sus resecos labios. Todos a excepción
de Lan Caihe, que se encontraba iluminada con fuego, el tocado dorado era una llama,
su toga ardía al rojo vivo, los rasgos de su rostro cambiaban con cada suspiro, la suma
sacerdotisa, ermitaña, hierofante. Por un momento, Darlington pensó que había
divisado a su padre en aquella escena.

Podía sentir que su cuerpo temblaba, sintió humedad en los labios, se llevó la
mano a la cara y se dio cuenta de que su nariz había comenzado a sangrar.

—¿Darlington? —Era la voz de Alex, y en él espejo, la vio. Pero ella lucía igual.
Aún era la reina de las hadas. No… Esta vez, realmente era la reina de las hadas. La
noche se desvaneció y fluyó a su alrededor en una capa de estrellas brillantes; por encima
de su cabello color azabache, una constelación resplandeció… una rueda, una multitud.
Sus ojos eran negros, su boca de un rojo oscuro como unas cerezas demasiado maduras.
Podía percibir al poder agitándose alrededor de ella, a través de ella.

—¿Qué eres? —susurró. Pero no le importaba. Se puso de rodillas. Era lo que


había estado esperando con ansias.

—Ah —dijo Lan Caihe, acercándose—, un acólito de corazón.

En el espejo, se vio a sí mismo, a un caballero cabizbajo, ofreciendo sus servicios,


con una espada en la mano, y en la espalda también. No sentía dolor, solamente el
sufrimiento de su corazón. «Escógeme».

Había lágrimas en sus mejillas, incluso cuando sintió la vergüenza de ello. Ella
no era nadie, una chica que había tenido suerte con un regalo, que no había hecho nada
para ganárselo. Ella era su reina.

—Darlington —dijo ella. Pero ese no era su nombre, más que Alex era el suyo.
Si tan sólo ella lo escogiera, si tan sólo le permitiera…

Llevó los dedos de ella a su rostro, levantó su mentón. Sus labios acariciaron su
oreja. No lo comprendía. Simplemente deseaba que ella lo hiciera de nuevo. Las estrellas
se derramaron a través de él, en una ondulante ola con la esencia de la noche. Él logró
verlo todo. Vio sus cuerpos entrelazados. Ella estaba encima de él repentinamente, su
cuerpo se biseló en blanco como una flor de loto.

Ella mordió su oreja, fuerte.

Darlington gruñó y retrocedió, sintiendo la inundación a través de él.

—Darlington —reprochó ella—. Demonios, piensa en lo que estás haciendo.

Y entonces se encontró a sí mismo. Le había subido la falda. Sus manos estaban


aferradas a sus pálidos muslos. Vio los rostros enmascarados a su alrededor, percibió su
entusiasmo mientras se inclinaban hacia adelante, con los ojos brillantes. Alex lo
miraba, agarrándolo por los hombros, tratando de alejarlo. La caverna se había ido.
Estaban en la sala de banquetes.

Cayó hacia atrás, permitiendo que su falda volviera a su posición original. Su


erección palpitaba valientemente en sus pantalones antes de que la humillación lo
cubriera. ¿Qué demonios le habían hecho? Y, ¿Cómo?

—La niebla —dijo, sintiéndose como el idiota más grande en el mundo, con su
cabeza aun dando vueltas, y su cuerpo zumbando con lo que sea que haya inhalado.
Había caminado directamente a través de la explosión de esa máquina de niebla y no lo
había pensado dos veces.

Lan Caihe sonrió. —No puedes culpar a un dios por intentarlo.

Darlington usó la pared para ponerse de pie, manteniéndose alejado del espejo.
Todavía podía sentir aquel zumbido vibrar a través de él. Quería descargar su ira en esas
personas. Interferir con los representantes de Lethe estaba estrictamente prohibido, era
una violación al código de cada una de las sociedades, además de que deseaba estar lejos
de Manuscrito antes de que pudiera humillarse a sí mismo más de lo que ya había hecho.
A cada lugar que miraba, veía rostros pintados y con máscaras.
—Vamos —dijo Alex, tomando su brazo y dirigiéndolo hacia las escaleras,
obligándolo a ir enfrente de ella.

Él sabía que debían quedarse. Ver la noche pasar la hora de brujas, asegurarse de
que nada pasara de los pisos prohibidos o que algo interfiriera con la recolección de
energía. No podía seguir entreteniéndose. Necesitaba escapar. «En ese mismo momento.»

Las escaleras parecían ser infinitas, girando y girando hasta que Darlington no
sabía por cuánto tiempo habían estado subiendo. Quería ver atrás para saber si Alex
seguía ahí, pero leyó en múltiples historias que nunca debes mirar hacia atrás mientras
estás escapando del infierno.

El piso superior de Manuscrito se sentía como un resplandor salvaje de color y


luz. Podía oler la fruta fermentándose en el ponche, el sabor a levadura del sudor. El aire
se percibía cálido y pegajoso contra su piel.

Alex sacudió su brazo y tiró de él por el codo. Todo lo que él pudo hacer fue
tropezarse después de eso. Se embarcaron en el frío aire de la noche como si se hubieran
deslizado a través de alguna clase de membrana. Darlington respiró profundamente,
notando cómo su mente se tranquilizaba un poco. Oía voces, cuando se dio cuenta de
que Alex estaba hablando con Mike Awolowo, el presidente de la delegación de
Manuscrito. Kate Masters se encontraba detrás de él. Estaba cubierta de viñas en flor.
Tal vez se la tragarían viva… «no.»

Estaba disfrazada de la reina de las hadas, para su suerte.

—Inaceptable —dijo Darlington. Sus labios se sintieron confusos al pronunciar


tal palabra.

Alex mantuvo una mano en su brazo. —Yo lo resolveré. Quédate aquí.

Habían llegado a la calle que conducía a la Madriguera. Darlington apoyó su


cabeza contra el Mercedes. Debía de prestar atención a lo que Alex le decía a Kate y
Mike, pero el metal estaba frío y era reconfortante para su rostro.

Momentos después ya estaban subiendo a su auto y él murmuraba la dirección


de Black Elm.
Mike y Kate miraron a través de la ventana del asiento de pasajeros mientras el
carro avanzaba.

—Tienen miedo de que los reportes —dijo Alex.

—Y es exactamente lo que haré. Se tragarán una gran multa. Una suspensión.

—Le dije que me encargaría de la redacción.

—No, no lo harás.

—No puedes ser objetivo respecto a esto.

Y era cierto, no podía. Estaba arrodillado otra vez, con el rostro pegado a los
muslos de ella, desesperado por acercarse más. Tal pensamiento le hizo tener una
erección una vez más, pero afortunadamente estaba oscuro.

—¿Qué quieres que diga en el reporte? —preguntó Alex.

—Todo —Darlington murmuró miserablemente.

—No es una buena idea —respondió ella.

Pero de hecho, sí era una buena idea. Él había sentido… “deseo” ni siquiera era
la palabra correcta para describirlo. Aún podía sentir su piel bajo sus palmas. Aún podía
sentir la calidez, a través de la delgada tela de su ropa interior contra sus labios. Había
algo realmente malo en él.

—Lo siento —dijo él—. Eso fue algo imperdonable.

—Te descontrolaste y actuaste como un estúpido en una fiesta, Relájate.

—Si ya no quieres trabajar conmigo…

—Cállate, Darlington. No pienso hacer este trabajo sin ti.

Lo llevó devuelta a Black Elm y lo arropó. La casa estaba fría y él se dio cuenta
de que sus dientes castañeaban. Alex se acostó a su lado con las mantas apretadas entre
ellos, y el corazón de él dolía por el desear a alguien.

—Mike dijo que la droga debería estar fuera de tu sistema dentro de 12 horas.
Darlington se acostó en su angosta cama, escribiendo y re-escribiendo furiosos
correos en su mente para los alumnos de Manuscrito y el cómite de Lethe, perdiendo el
hilo, agobiado por las imágenes de Alex siendo iluminada por estrellas, el pensamiento
de ese vestido negro deslizándose por sus hombros, y después regresando a sus mensajes
llenos de ira y exigencias de una toma de acciones. Las palabras enredadas entre sí, se
quedaron aferradas a los rines de una llanta, y después a las puntas de una corona. Pero
uno de los pensamientos volvía una y otra vez, mientras él se movía y se daba la vuelta
en la cama, quedándose dormido y despertando abruptamente, la luz de la mañana
comenzaba a asomarse a través de la ventana de la torre alta: Alex Stern no era quien
parecía ser.
Traducido por Alejandra122

Alex se levantó abruptamente. Estaba dormida y luego estuvo consciente y


aterrorizada, golpeando las manos que aun podía sentir alrededor de su cuello.

Su garganta se sentía enrojecida y en carne viva. Ella estaba en el sillón de la sala


de estar de la Madriguera. Había caído la noche y las luces ardían tenuemente en sus
candelabros, proyectando medias lunas amarillas contra cuadros de suaves praderas
punteadas con ovejas y pastores tocando sus flautas.

—Toma —dijo Dawes, posada en los cojines, sosteniendo sobre los labios de
Alex. un vaso lleno de lo que parecía ponche de huevo con un poco de colorante vegetal
verde Un olor a humedad emanaba del borde. Alex retrocedió y abrió la boca para
preguntar qué era, pero lo que salió fue un tenue sonido áspero que se sintió como si
alguien encendiera un cerillo con ella.

—Te lo diré después de que lo bebas —dijo Dawes—. Confía en mí.

Alex negó con la cabeza. La última cosa que Dawes le había dado a beber le
había quemado las entrañas.

—Estas viva, ¿no es así? —preguntó Dawes-

Sí, pero en esos momentos ella deseaba estar muerta.

Alex se tapó la nariz, tomó el vaso y tragó. Tenía un sabor rancio y terroso, el
líquido era tan denso que casi la ahogaba mientras bajaba, pero tan pronto como tocó
su garganta, el ardor disminuyó, dejando solo un dolor tenue.

Regresó el vaso y se limpió con su mano, temblando ligeramente por el resabio.

—Leche de cabra con semillas de mostaza, espesada con huevos de araña —dijo
Dawes.
Alex presionó sus dedos contra sus labios, intentando no vomitar. —¿Confiar en
ti?

Su garganta estaba adolorida, pero al menos ya podía hablar y el incendio dentro


de ella parecía haberse extinguido.

—Tuve que usar azufre para hacer salir a los escarabajos de tu cuerpo. Me
gustaría decir que el remedio era peor que la enfermedad, pero dado que esas cosas te
comen de adentro hacia afuera, creo que estaría mintiendo. Solían usarse para limpiar
los cadáveres en la antigüedad, para vaciar los cuerpos de tal manera que pudieran ser
llenados con hierbas aromáticas.

El hormigueo regresó, y Alex tuvo que apretar los puños para evitar rascarse la
piel. —¿Qué me hicieron? ¿Habrá daños permanentes?

Dawes frotó su pulgar contra el vidrio. —Sinceramente no lo sé.

Alex se sentó empujando hacia abajo las almohadas que Dawes había colocado
detrás de su cuello. «Le gusta cuidar de las personas», Alex se dio cuenta. ¿Sería esa la razón
por la que Dawes y ella nunca se habían llevado bien? ¿Porque Alex había rechazado
sus cuidados maternales? —¿Cómo supiste que hacer?

Dawes frunció el ceño. —Es mi trabajo saberlo.

Y Dawes era buena en su trabajo. Tan simple como eso. Parecía suficientemente
calmada, pero si hubiera agarrado el vaso un poco más fuerte se hubiera roto en sus
manos. Sus manos tenían manchas multicolor, que Alex reconoció como pálidos
remanentes de marca textos.

—¿Nada intentó… entrar? —Alex no estaba segura de cómo luciría.

—No estoy segura. Las campanas han estado sonando intermitentemente. Algo
ha estado rozando al pasar por las barreras.

Alex se levantó y sintió que el cuarto le daba vueltas. Tropezó y se obligó a tomar
la diligente mano de Dawes.
Alex no estaba segura de que esperaba ver afuera. ¿El rostro del gluma mirándola,
un ligero brillo en sus anteojos?¿Algo peor? Llevo sus dedos a su garganta y abrió la
cortina.

La calle a su izquierda estaba oscura y vacía. Debió dormir todo el día. En el


callejón vio al Novio, caminando de un lado a otro bajo la luz amarilla del farol.

—¿Qué es? —preguntó Dawes nerviosamente—. ¿Qué hay ahí? —Sonaba casi
sin aliento.

—Solo un Gris. El Novio. —Él miró hacia la ventana. Alex cerró la cortina.

—Realmente puedes verlo? Solo he visto fotos.

Alex asintió —Es muy desaliñado. Muy fúnebre. Muy… como Morrissey.

Dawes la sorprendió al cantar: —And I wonder, does anybody feel the same way I do?
(Y me pregunto, si alguien se siente de la misma forma que yo)

—And is evil (Y si la maldad) —cantó Alex en voz baja—, just something you are or
something you do? (es solo algo que eres o es algo que haces) —Lo había hecho en broma, como
una forma de solidificar los delgados hilos de camaradería formándose entre ellas, pero
en el inquietante silencio a la luz de la lámpara, las palabras sonaron amenazadoras—.
Creo que él salvó mi vida. Atacó a esa cosa.

—¿Al gluma?

—Sí. —Alex tembló. Había sido tan fuerte y aparentemente inmune a todo lo
que ella le había lanzado, que ciertamente no fue mucho—. Necesito saber cómo detener
una de esas cosas.

—Sacaré todo lo que tenemos sobre ellos —dijo Dawes—. Pero no deberías
formar lazos con los Grises, especialmente con uno violento.

—No tenemos un lazo.

—Entonces, ¿Por qué te ayudó?

—Tal vez no me estaba ayudando. Tal vez estaba intentando lastimar al gluma.
No tuve tiempo de preguntarle.
—Solo decía…

—Se lo que estabas diciendo —dijo Alex, luego se estremeció con el sonido del
gong. Alguien había entrado a la escalera.

—Está bien —dijo Dawes—. Es solo el decano Sandow.

—¿Le hablaste a Sandow?

—Claro —dijo Dawes, enderezándose—. Casi te asesinan.

—Estoy bien

—Porque un Gris intercedió por ti.

—No le digas eso —Alex gruñó antes de poder refrenar su respuesta.

Dawes retrocedió. —¡Necesita saber lo que sucedió!

—No le digas nada. — Alex no estaba segura de porqué estaba tan asustada de
que Sandow supiera que había salido mal. Tal vez era solo un viejo hábito. No hablas.
No cuentas. Así era como llamaban a Servicios Infantiles. Así era como terminabas
encerrado “para observación”

Dawes puso sus manos sobre su cintura. —¿Qué le diré entonces? No sé qué te
pasó más de lo que sé qué ocurrió con Darlington. Solo estoy aquí para limpiar tus
desastres.

—¿No es eso para lo que te pagan? —Vaciar el refrigerador. Desempolvar un


poco. «Salvar mi insignificante vida». Maldita sea—. Dawes…

Pero Sandow ya estaba abriendo la puerta. Se sorprendió cuando vio a Alex en


la ventana. —Estás despierta. Dawes dijo que estabas inconsciente.

Alex se preguntó que más le habría dicho Dawes. —Ella me cuidó bien.

—Excelente —dijo Sandow, dejó su abrigo en un poste de bronce con la forma


de una cabeza de chacal y caminó a través del cuarto hasta el antiguo samovar que estaba
en la esquina. Sandor había sido un delegado de Lethe a finales de los años setenta, y
uno muy bueno, según Darlington. «Brillante en la teoría, pero igual de bueno en el campo.
Había confeccionado algunos de los ritos originales que aún estaban en los libros». Sandow había
regresado al campus como profesor asociado diez años después y desde entonces había
servido como el enlace de Lethe con el presidente de la universidad. Excluyendo algunos
alumnos que habían formado parte, el resto de la administración y la facultado no sabían
nada sobre Lethe o sobre las verdaderas actividades de las sociedades.

Alex se podía imaginar a Sandow trabajando alegremente en la biblioteca de


Lethe o marcando fastidiosamente un círculo de tiza. Era un hombre pequeño y
ordenado, con la silueta delgada de un corredor y cejas plateadas que se erguían en el
centro de su frente dándole una apariencia de preocupación permanente. O había visto
muy poco desde que había iniciado su educación en Lethe. Le había enviado su
información de contacto y una “invitación abierta en horas de oficina” que ella nunca
había aceptado. En algún momento a finales de septiembre, él había venido a un largo
e incómodo almuerzo en Il Bastone, durante el cual, él y Darlington habían discutido
un nuevo libro sobre mujeres y manufactura en New Haven y Alex había escondido sus
espárragos blancos bajo un pan.

Y, por supuesto, él había sido la persona a la que Alex había escrito la noche de
la desaparición de Darlington.

Sandow había llegado a Il Bastone esa noche con su viejo Golden Retriever, Miel.
Había encendido la chimenea de la sala y le había pedido un té y brandy a Dawes
mientras Alex intentaba explicar, no lo que había pasado. Ella no sabía lo que había
pasado. Solo sabía lo que había visto. Para cuando terminó, estaba temblando,
recordando el frío del sótano, el olor crepitante de electricidad en el aire.

Sandow había palmeado su rodilla con gentileza y había puesto una taza
humeante frente a ella.

—Bebe —dijo—. Ayudará. Debió ser aterrador. —Las palabras tomaron a Alex
por sorpresa. Su vida había sido una serie de cosas aterradoras que todos habían
esperado que tomara con calma—. Suena como magia de portales. Alguien jugando con
algo con lo que no debería.

—Pero dijo que no era un portal. Él dijo…


—Estaba asustado, Alex —Sandow dijo gentilmente—. Probablemente entró en
pánico. Para que Darlington desapareciera de esa forma, un portal debió estar
involucrado. Pudo haber sido algún tipo de anormalidad creada por el nexo bajo
Rosenfeld Hall. —Dawes había entrado en la habitación. Caminando detrás del sofá con
los brazos cruzados, apenas soportando lo que acababa de pasar, mientras Sandow
murmuraba sobre hechizos de recuperación y las posibilidades de que Darlington
pudiera ser recuperado de donde fuera que estuviese—. Necesitaremos una noche de
luna nueva —había dicho Sandow—. Y entonces podremos llamar a nuestro chico a
casa.

Dawes se soltó a llorar.

—¿Está… dónde está? —Alex había preguntado. ¿ Está sufriendo? ¿Está asustado?

—No lo sé —dijo el decano—. Eso será parte de nuestro reto. —Había sonado
casi ansioso, como si le hubieran presentado un problema exquisito—. Un portal del
tamaño y forma que describiste, suficientemente estable como para no necesitar
practicantes presentes, no pudo ir a ningún lugar interesante. Darlington probablemente
fue transportado a un reino de bolsillo. Como tirar una moneda entre los cojines de un
sillón.

—Pero está atrapado ahí…

—Probablemente no se ha dado cuenta de su ausencia. Darlington volverá a


nosotros pensando que estuvo en Rosenfeld y furioso de tener que repetir el semestre.

Hubo correos y cadenas de mensajes después de eso, las actualizaciones de


Sandow sobre quiénes o qué se necesitaría para el ritual, la creación de la coartada de
España, una oleada de mensajes de arrepentimiento y frustración cuando la luna nueva
de enero tuvo que ser descartada debido a la agenda de Michelle Alameddine, seguida
de un profundo silencio por parte de Dawes. Pero esa noche, la noche en la que
Darlington había dejado este mundo, fue la última vez que habían estado juntos en una
habitación. Sandow era la alarma para incendios que no se suponía que se jalase sin una
buena causa. Alex estaba tentada a pensar en él como la opción nuclear, pero en
realidad, solo era un padre. Un adulto propiamente dicho.
Ahora el decano añadía azúcar a su taza. —Aprecio tu rápida reacción, Pamela.
No podemos permitirnos otro… —Su voz se desvaneció—. Solo necesitamos que
termine el año y… —De nuevo, dejó que su oración se disolviera, como si la hubiera
vaciado en su té.

—¿Y qué? —Alex dijo, dándole un empujoncito para hablar. Porque en realidad
sí se imaginaba que se suponía que viniera después. Dawes estaba sentada con sus manos
entrelazadas como si estuviera a punto de cantar un solo en el coro, esperando,
esperando.

—He estado pensando sobre eso —Sandow dijo finalmente. Se hundió en una
silla con reposabrazos—. Estamos listos para la luna nueva. Recogeré a Michelle
Alameddine de la estación de tren el miércoles en la noche y la traeré directamente a
Black Elm. Tengo todas mis esperanzas puestas en que el ritual funcionará y que
tendremos a Darlington de vuelta pronto. Pero necesitamos estar preparados para la
alternativa.

—¿La alternativa? —dijo Dawes. Se sentó abruptamente. Su rostro estaba


fruncido, furioso incluso.

Alex no podía fingir entender los aspectos prácticos de lo que el decano Sandow
había planeado, pero podía apostar que Dawes sí. «Es mi trabajo». Ella estaba ahí para
limpiar los desastres que invariablemente se hacían, y este era uno grande.

—Michelle está en Columbia, trabajando en su maestría. Estará con nosotros


para el ritual de la luna nueva. Alex, creo que puede ser persuadida para venir los fines
de semana y continuar tu educación y entrenamiento. Eso tranquilizará a los exalumnos,
si tenemos que, —Pasó sus dedos por su bigote grisáceo—, ponerlos al corriente.

—¿Qué hay de sus padres?¿Su familia?

—Los Arlington están distanciados de su hijo. Hasta donde todos saben, Daniel
Arlington está estudiando el nexo bajo San Juan de Gaztelugatxe. Si el ritual falla…

—Si el ritual falla, probamos de nuevo —dijo Dawes.

—Bueno, por supuesto —dijo Sandow, y lucía genuinamente consternado—. Por


supuesto. Exploramos cada vía. Agotamos cada posibilidad. Pamela, no estoy intentado
ser insensible. —Le tendió una mano—. Darlington haría todo lo que estuviera en su
poder para traernos a casa. Haremos lo mismo.

Pero si el ritual fallaba, si Darlington no podía ser traído de vuelta, ¿Entonces


qué? ¿Le diría Sandow la verdad a los exalumnos?¿O inventaría junto con el cómite una
historia que no sonara a «¿Enviamos a dos universitarios a situaciones que sabíamos que no
podían manejar y uno murió?»

De cualquier forma, a Alex no le gustaba que pudiera ser tan fácil para Lethe
cerrar el capítulo de Darlington. Él había sido muchas cosas, la mayoría de ellas
molestas, pero él había amado su trabajo y a la Casa Lethe. Era cruel que Lethe no
pudiera amarlo de vuelta. Esta era la primera vez que Sandow abordaba la posibilidad
de que Darlington no regresara, la posibilidad de que no pudiera ser sacado de entre los
cojines Interdimensionales de un sillón cósmico. ¿Sería porque estaban solo a días de
intentarlo?

Sandow levantó el vaso vacío, cubierto de una bebida lechosa verde.

—¿Axtapta?¿Fuiste atacada por un gluma?

Su voz había sido suave, diplomática, pensativa, mientras discutía el tema de


Darlington: su voz de decano. Pero ante la sola idea de un gluma, se formó un profundo
pliegue de preocupación entre sus cejas.

—Así es —Alex dijo con firmeza, aunque seguía sin estar segura de lo que eso
implicaba. Luego se arriesgó a decir—. Creo que alguien lo envío tras de mí. Libro y
Serpiente, probablemente.

Sandow dejó salir una risa de incredulidad. ¿Qué razón tendrían para hacer algo
así?

—Porque Tara Hutchins está muerta y creo que tienen algo que ver con eso.

Sandow parpadeó rápidamente, como si sus ojos fueran lentes de cámara


defectuosos. —El detective Turner dijo…

—Eso es lo que yo pienso, no Turner.


Sandow la miró de golpe, y ella supo que estaba sorprendido por la seguridad en
su voz. Pero no podía permitirse ese baile cortes que sabía que el preferiría.

—¿Has estado investigando?

—Sí.

—No es seguro, Alex. No estás preparada para…

—Alguien tenía que hacerlo. —Y Darlington estaba lejos.

—¿Tienes evidencia que pruebe que alguna sociedad estuvo involucrada?

—Libro y Serpiente levantan a los muertos. Ellos usan glumas…

—Glumae —murmuró Dawes.

—Glumae como mensajeros para hablar con los muertos. Uno de ellos me atacó.
A mí me parece una teoría sólida.

—Alex —dijo gentilmente, con un ligero tinte a regaño—. Sabíamos, cuando


llegaste, que alguien con tus habilidades nunca había ocupado esa posición. Es posible,
factible incluso, que tu sola presencia haya alterado sistemas sobre los que solo podemos
hacer conjeturas.

—¿Está diciendo que yo provoqué el ataque del gluma? —Odió el tono defensivo
de su voz.

—No estoy diciendo que hicieras algo—dijo Sandow con suavidad—. Solo estoy
diciendo que debido a lo que eres, pudiste haber provocado eso.

Dawes cruzó sus brazos. —Eso me sonó a Ella se lo buscó, decano Sandow.

Alex no podía creer lo que estaba escuchando. Pamela Dawes discrepando con
el decano Sandow. A su favor.

Sandow dejó su taza con un ruido sordo. —Ciertamente, eso no es lo que quise
decir.

—Pero tiene esa connotación —dijo Dawes en una voz que Alex no le había
escuchado antes, clara y mordaz. Sus ojos eran fríos—. Alex le ha indicado sus propias
preocupaciones con respecto a su atentado, y en lugar de escucharla, ha elegido
cuestionar su credibilidad. Tal vez no fue su intención insinuar nada, pero la intención
y el efecto fueron silenciarla, así que no es difícil pensar que esto apesta a culpar a la
víctima. Es el equivalente semántico a decir que su falda era muy corta.

Alex intentaba no sonreír. Dawes se había recargado en el respaldo de su silla,


con las piernas y los brazos cruzados, su cabeza de lado, de alguna forma enojada y en
calma. Sandow estaba sonrojado. Levantó ambas manos con las palmas hacia el frente,
como si tratara de tranquilizar a una bestia: cálmate. —Pamela, espero que me conozcas
mejor que eso. —Alex nunca lo había visto tan inquieto. Así que Dawes sabía cómo
hablar el lenguaje del decano, que amenazas contaban.

—Alguien envió un monstruo tras de mí —dijo Alex, aprovechando la ventaja


que Dawes le había dado—. Y no es una coincidencia que una chica muriera solo días
antes. El registro telefónico de Tara mostró llamadas a Tripp Helmuth. Eso apunta a
Huesos. Un gluma acaba de intentar asesinarme en la calle. Eso podría apuntar a Libro
y Serpiente. Tara fue asesinada un jueves por la noche, noche de rituales, y si leyó mi
reporte sabe que al mismo tiempo que alguien la descuartizaba, vi que dos Grises
previamente dóciles se volvieron completamente locos. —Las cejas de Sandow se
juntaron más entre ellas, como si ese lenguaje lo lastimara—. Ustedes, Lethe, me trajeron
aquí por una razón, y le estoy diciendo que una chica está muerta y que hay una
conexión con las sociedades. Por un minuto solo pretenda que soy Darlington e intente
tomarme enserio.

Sandow la estudió, y Alex se preguntó si habría podido llegar a él. Luego volteó
a ver a Dawes. —Pamela, creo que tenemos una cámara en la intersección de Elmo y
York.

Alex vio cómo se relajaron los hombros de Dawes, su cabeza agachándose, como
si las palabras de Sandow la hubieran sacado de su trance. Se levantó y fue a buscar su
portátil. Alex sintió como algo se retorcía en sus entrañas.

Dawes presionó algunas teclas en su computadora, y el espejo en la pared del


fondo se iluminó. Un momento después, la pantalla mostró la calle Elmo repleta de
autos y personas, un mar de gris y gris más oscuro. La marca de tiempo en la esquina
leía 11:50 a.m. Alex inspeccionó la marea de personas moviéndose por la acera, pero
todos lucían como bultos con abrigos. Luego un movimiento repentino afuera del
mercado Good Nature llamó su atención. Vio a la multitud separarse y ondularse,
instintivamente alejándose de la violencia. Ahí estaba ella, huyendo de la tienda, el
dueño gritándole, una chica con cabello negro y un gorro de lana: el gorro de Darlington.
Debió perderlo en la pelea.

La chica en la pantalla bajó de la banqueta y se dirigió al tráfico, todo esto en un


frío silencio, una pantomima.

Alex recordaba el agarre furioso del gluma a medida que la arrastraba a la calle,
pero no había ningun gluma en la pantalla. En su lugar, vio a la pelinegra lanzarse a sí
misma contra los carros en movimiento, tropezando y salvaje, gritando y arañando la
nada. Luego estaba sobre su espalda. La memoria de Alex decía que el gluma estaba
sobre ella, pero la pantalla solo la mostraba recostada en medio de la calle mientras que
los autos viraban para evitarla, su espalda flexionándose y estirándose, su boca abierta,
sus manos arañando el aire, convulsionándose.

Un momento después estaba de pie, tambaleándose hacia el callejón detrás de la


Madriguera. Se vio voltear hacia atrás una vez, sus ojos bien abiertos, su cara manchada
de sangre, su boca abierta con horror, con las comisuras haladas hacia abajo como las
esquinas tensas de una vela. «Estaba viendo al Novio pelear contra el gluma. ¿O no? Era el
rostro de una loca. Regresó a aquel piso de baño, los pantaloncillos en sus tobillos,
gritando y sola.

—Alex, todo lo que dices puede ser cierto. Pero no hay pruebas de lo que te atacó,
menos aún del posible responsable. Si le muestro esto a los exalumnos… Es imperativo
que ellos te vean como a alguien estable, confiable, particularmente dado… bueno, dada
la precariedad de las cosas actualmente.

Dado que Darlington había desaparecido. Dado que todo había pasado cuando
ella debía estar cuidando su espalda.

—¿No es por lo que estamos aquí? —preguntó Alex, un último intento, una
apelación a nombre de algo más grande que ella, algo que Sandow valorara más—. ¿Para
proteger a chicas como Tara?¿Para asegurarnos que las sociedades no solo… hagan lo
que se les venga en gana?

—Absolutamente. Pero ¿realmente te crees capacitada para investigar un


homicidio por tu cuenta? Te pedí que desistieras por una razón. Intento mantener las
cosas tan normales como sea posible en un mundo donde viven monstruos. La policía
investiga el asesinato de Hutchins. Su novio fue arrestado y espera juicio. ¿Realmente
crees que, si Turner hubiera encontrado una conexión con las sociedades, no hubiera
seguido investigando?

—No —admitió Alex—. Sé que lo haría. —Sin importar lo que pensara de él,
Turner era un sabueso con una conciencia que nunca se tomaba el día libre.

—Si lo hace, en definitiva, estaremos ahí para apoyarlo, y prometo pasarle todo
lo que averiguaste. Pero ahora, necesito que te enfoques en recuperarte y mantenerte a
salvo. Dawes y yo, nos pondremos a pensar que pudo haber provocado el ataque del
gluma y si pudiera haber otras disrupciones a causa de tu habilidad. Tu presencia en el
campus en un factor desconocido, un disruptor. La conducta de esos Grises durante la
pronosticación, la desaparición de Darlington, una muerte violenta cerca del campus,
ahora un gluma…

—Espere —dijo Alex—. ¿Cree que mi presencia aquí tiene algo que ver con el
asesinato de Tara?

—Claro que no —dijo el decano—. Pero no quiero darle razones al cómite de


Lethe para empezar a sacar esas conclusiones. Y no puedo darme el lujo de dejarte jugar
al detective en un asunto así de delicado. Nuestro financiamiento está bajo revisión este
año. Existimos gracias a la buena voluntad de la universidad y mantenemos nuestras
luces encendidas gracias al apoyo continuo de las otras sociedades. Necesitamos de su
buena voluntad. —Dejó salir un largo suspiro—. Alex, no pretendo sonar frío. El
asesinato de Hutchins fue espantoso y trágico, y voy a monitorear esta situación, pero
tenemos que ser cautelosos. El final del semestre pasado… Lo que pasó en Rosenfeld
cambió todo. Pamela, ¿quieres que le retiren el financiamiento a Lethe?
—No —susurró Dawes. Si ella hablaba idioma Sandow, él también hablaba
Dawes con fluidez. Lethe era su escondite, su bunker. No había forma de que se
arriesgara a perderlo.

Pero Alex solo prestaba atención a medias al discurso del decano. Estaba
observando el viejo mapa de New Haven que colgaba sobre la repisa de la chimenea.
Mostraba el plan original de nueve manzanas para la colonia de New Haven. Recordó
lo que Darlington le había dicho el primer día que cruzaron el césped: «Se suponía que el
pueblo fuera el nuevo Edén, fundado entre dos ríos, como el Tigris y el Éufrates. »

Alex observó la forma de la colonia: una cuña de tierra rodeada por el río West
y el canal Farmington, dos delgados canales de agua apresurándose para encontrarse en
el puerto. Finalmente entendió porque lucía familiar la escena del crimen. La
intersección donde encontraron el cuerpo de Tara Hutchins lucía justo como el mapa:
Esa cuña de tierra vacía frente a Baker Hall era como la colonia en miniatura. Las calles
que enmarcaban ese pedazo de tierra eran los ríos, fluyendo con tráfico, uniéndose en
Tower Parkway. Y habían encontrado a Tara Hutchins en el centro de todo, como si su
cuerpo perforado yaciera en el corazón de un nuevo Edén. No solo habían arrojado ahí
su cuerpo. Lo habían colocado ahí deliberadamente.

—Honestamente, Alex —Sandow estaba diciendo—, ¿qué posible motivo


podrían tener estas personas para herir a una chica de esa forma?

Realmente no sabía él motivo. Solo sabía que lo habían hecho.

Luego alguien había averiguado sobre su visita a la morgue. Quien quiera que
fuese, creía que Alex conocía los secretos de Tara, al menos algunos de ellos, y que tenía
suficiente magia a su disposición para aprender más. Decidieron hacer algo al respecto.
Tal vez habían intentado matarla, o probablemente desacreditara había sido suficiente.

¿Y el Novio?¿Por qué había decidido ayudarla?¿Sería parte de esto de alguna


forma?

—Alex, quiero que prosperes aquí —dijo Sandow—. Quiero que superemos este
año difícil y quiero toda nuestra atención enfocada en el ritual de luna nueva y en traer
a casa a Darlington. Salgamos de esta y luego hacemos un balance.
Alex quería eso también. Necesitaba a Yale. Necesitaba su lugar aquí. Pero el
decano estaba equivocado. La muerte de Tara no había sido solo algo feo como Sandow
quería que fuese. Alguien de las sociedades estaba involucrado y quien quiera que fuese
había intentado silenciarla.

«Estoy en peligro», quería decir. «Alguien me lastimó y no creo que hayan terminado.
Ayúdeme». ¿Pero qué bien había hecho eso alguna vez? Alex había pensado que este lugar
era diferente, con todas sus reglas y rituales y el decano Sandow vigilándolos. «Somos los
pastores». Pero eran niños jugando. Alex miró a Sandow sorbiendo su té, una pierna
cruzada sobre la otra, un ligero brillo en su mocasín mientras su rodilla rebotaba, y
entendió que hasta cierto punto no le importaba el peligro que la acechara. Incluso podía
estar esperándolo. Si Alex se lastimaba, si se desvanecía, podía llevarse consigo toda la
culpa de lo que había pasado con Darlington, y su corta, desastrosa estancia en Yale
sería escrita como un desafortunado error de juicio, un experimento ambicioso que había
salido mal. Recuperaría a su niño dorado en la luna nueva y todo se arreglaría. Quería
estar cómodo. ¿Y no era Alex igual? ¿Soñando con un verano pacífico con menta en su
té mientras Tara Hutchins yacía fría en un cajón?

«Tranquilízate». Había estado lista para hacerlo. Pero alguien intentó herirla.

Alex sintió algo oscuro dentro de ella desenrollarse. —Eres una bestia tendida —
Hellie le había dicho alguna vez—. Tienes una pequeña serpiente al acecho, lista para
atacar. Una de cascabel probablemente. —Se lo había dicho con una sonrisa burlona,
pero había tenido razón. Todo este clima invernal y conversaciones educadas habían
puesto la serpiente a dormir, sus latidos enlenteciéndose a medida que se volvía floja e
inmóvil, como cualquier animal de sangre fría.

—También quiero que salgamos de esta —dijo Alex y sonrió para él, una sonrisa
cobarde, ansiosa. El alivio de él se esparció por la habitación como un frente cálido, del
tipo que los de Nueva Inglaterra acogen y los de Los Ángeles reconocen como incendios
forestales.

—Bien, Alex. Entonces lo haremos. —Se levantó y se puso su abrigo y su bufanda


a rayas—. Presentaré tu informe a los exalumnos y las veré a ti y a Dawes el miércoles
por la noche en Black Elm. —Le dio un apretón en el hombro—. Solo unos días más y
todo volverá a la normalidad.

«No para Tara Hutchins, idiota.» Volvió a sonreír. —Lo veo el miércoles.

—Pamela, te enviaré un correo electrónico sobre refrigerios. Nada sofisticado.


Esperamos a dos representantes de Aureliano junto con Michelle. —Le guiñó el ojo a
Alex—. Te va a encantar Michelle Alameddine. Fue el Virgilio de Darlington. Una
absoluta genio.

—No puedo esperar —dijo Alex, regresando el saludo del decano al salir.
Cuando la puerta cerró dijo—: Dawes, ¿qué tan difícil es hablar con los muertos?

—No es difícil, si estás en Libro y Serpiente.

—Son los últimos en mi lista. Intento no pedir ayuda a las personas que podrían
querer matarme.

—Eso limita tus opciones —Dawes susurró al piso.

—Aw, Dawes, me agradas cuando andas de mala leche. —Dawes se movió


incomoda y tiró de su sucia sudadera Gris. Cerró su portátil—. Gracias por apoyarme
con el decano. Y por salvar mi vida. —Dawes asintió hacia la alfombra—. Así que,
¿cuáles son mis otras opciones si necesito hablar con alguien del otro lado del Velo?

—Los únicos que se me vienen a la mente son Cabeza de Lobo

—¿Los cambia formas?

—No los llames así. No si estás buscando algún favor.

Alex cruzó hasta la ventana y abrió la cortina.

—¿Sigue ahí? —preguntó Dawes detrás de ella.

—Esta ahí.

—Alex, ¿qué estás haciendo? Una vez que lo dejes entrar… Sabes las historias
sobre él, lo que le hizo a esa chica.

«Abre la puerta, Alex.»


—Se que salvó mi vida y que quiere mi atención. Algunas relaciones se han
construido sobre menos que eso.

Las reglas de la Casa Lethe eran opacas y enrevesadas. «Católicas», Darlington


había dicho. «Bizantinas». Aun así, las generalidades no eran difíciles de recordar. Deja
los muertos a los muertos. Dirige tus ojos a los vivos. Pero Alex necesitaba aliados y
Dawes no iba a ser suficiente.

Tocó en la ventana.

Abajo, en la calle, el Novio miró hacia arriba. Sus ojos oscuros se encontraron
con los de ella a la luz de la farola. Ella no miró hacia otro lado.
Cabeza de Lobo, la cuarta de las casas del Velo, aunque Berzelius,
argumentaría ese punto. Los miembros practican teriantropía y consideran
que cambiar de forma es magia básica. En lugar de eso se enfocan en la
habilidad de retener la conciencia y características humanas cuando están
en forma animal. Se usa principalmente para la recolección de inteligencia,
espionaje corporativo y sabotaje político. Cabeza de Lobo fue un importante
campo de reclutamiento para la CIA en los cincuentas y sesentas. Quitarse
los rasgos animales puede tomar días después de un ritual de cambio de
forma. Mantener las discusiones importantes y de naturaleza sensible al
mínimo cerca de animales.

—de La Vida de Lethe: Procedimientos y Protocolos de la Novena Casa

Estoy cansado y mi corazón no deja de acelerarse. Mis ojos lucen


rosas, no la parte blanca. Los irises. Cuando Rogers dijo que íbamos a
coger como conejos, no creí que se refiriera a conejos reales.

—Diario de los Días de Lethe de Charles “Chase” MacMahon (Colegio


Saybrook del 88)
Traducido por Azhreik

Alex sabía que no podía ir a Cabeza de Lobo con las manos vacías. Si deseaba su
ayuda, debía hacer una parada en Pergamino y Llave primero para recuperar una estatua
de Rómulo y Remus. Cabeza de Lobo había estado fastidiando a Lethe para orquestar
su regreso desde que desapareció durante su fiesta del Día de San Valentín el año
anterior, cuando habían abierto sus puertas a otros miembros de la sociedad, como era
tradición. Aunque Alex había visto la estatua en una estantería de la tumba de los
Cerrajeros, con una tiara de plástico encima, Darlington se había rehusado a
involucrarse. —Lethe no se involucra con riñas triviales —había dicho—. Esa clase de
bromas no son de nuestro nivel. —Pero Alex necesitaba una forma de entrar en la
habitación del templo en el corazón de la tumba de Cabeza de Lobo, y sabía exactamente
qué exigiría en pago el presidente de su delegación, Salome Nils.

Alex bebió uno de los asquerosos batidos de proteínas de Darlington del


refrigerador. Tenía hambre, lo que Dawes clamaba que era una buena señal, pero su
garganta no podía tolerar nada sólido aún. No estaba ansiosa por dejar la seguridad de
las barreras cuando no sabía exactamente qué había sucedido con el gluma, pero no
podía quedarse quieta. Además, quien sea que hubiera enviado al gluma pensaba que
estaba tirada en algún lado siendo consumida por escarabajos carroñeros desde el
interior. En cuanto a su ataque en mitad de la calle Elmo, al menos no hubo muchos
testigos, y aparte de Jonas Reed, era improbable que cualquiera de ellos la conociera. si
alguien lo hacía, probablemente recibiría una llamada de un terapeuta preocupado en el
centro de salud.

Alex había sabido que el Novio estaría esperándola tan pronto ella y Dawes
salieran al callejón. Era casi el amanecer y las calles estaban tranquilas. Su “protector”
las siguió todo el camino hasta Pergamino y Llave, donde encontró a un agobiado
Cerrajero escribiendo un ensayo, y lo convenció para dejarla entrar en la tumba para
buscar una bufanda que Darlington había dejado durante el último ritual que habían
observado. A Lethe usualmente se les permitía la entrada a las tumbas solo en noches
de rituales y durante las inspecciones autorizadas. —Hace frío en Andalusia —le dijo.

El Cerrajero se quedó en el umbral, con los ojos sobre su teléfono mientras Alex
fingía buscar. Maldijo cuando la campana junto a la puerta frontal volvió a sonar.
«Gracias, Dawes». Alex agarró la estatua y la metió a su morral. Miró alrededor de la
mesa de piedra redonda donde la sociedad se reunía para hacer sus ritos… o intentaba.
Una cita estaba grabada en el borde de la mesa, una que siempre le había gustado: «Ten
poder en esta oscura tierra para iluminarla, y enciende este mundo muerto para hacerlo vivir.»
Algo en esas palabras le recordaba algo, pero no podía precisar el recuerdo. Escuchó que
la puerta principal se azotaba y se apresuró a salir de la habitación, agradeciendo al
Cerrajero (que ahora murmuraba sobre fiesteros borrachos que no podían encontrar sus
malditos dormitorios), al salir.

Había una buena posibilidad de que Pergamino y Llave la señalaran una vez que
notaran que la estatua desapareció, pero sencillamente tendría que lidiar con eso
después. Dawes estaba esperando a la vuelta de la esquina junto al gótico disparatado
que servía como entrada a la Biblioteca Bass. Darlington le había dicho que las espadas
de piedra grabadas en su decoración eran señales de barreras.

—Esto es una mala idea —dijo Dawes, envuelta en su chaquetón e irradiando


desaprobación.

—Al menos soy consistente.

La cabeza de Dawes se inclinó en su cuello como un faro de búsqueda. —¿Él está


aquí?

Alex sabía que se refería al Novio, y aunque nunca lo admitiría, no le afectaba lo


fácil que había sido asegurar su atención. Dudaba que sería tan fácil sacudírselo. Miró
sobre su hombro, donde las seguía desde lo que solo podía llamarse una distancia
respetuosa. —A media cuadra de distancia.

—Es un asesino —susurró Dawes.


«Bueno, entonces tenemos algo en común» pensó Alex. Pero todo lo que dijo fue: —
A caballo regalado no se le ve el diente.

No le gustaba la idea de permitir que un Gris se acercara a ella, pero había hecho
su elección y no iba a repensarlo ahora. Si alguien de las sociedades era responsable por
pegarle una diana a la espalda, iba a descubrir quién, y entonces iba a asegurarse que no
tuvieran la oportunidad de lastimarla de nuevo. Aun así…

—Dawes —murmuró—. Cuando regresemos, empecemos a buscar formas de


romper vínculos entre gente y Grises. No quiero pasar el resto de mi vida con Morrissey
mirando sobre mi hombro.

—La forma más fácil es no formar un lazo para empezar.

—¿En serio? —dijo Alex—. Permíteme escribirlo.

La tumba de Cabeza de Lobo estaba solo a unas puertas de distancia de la


Madriguera, una gran mansión gris, enfrente tenía un jardín crecido y estaba rodeada
por un alto muro de piedra. Era uno de los lugares más mágicos en el campus. El callejón
que lo rodeaba limitaba con antiguas casas de fraternidad, robustas estructuras de
ladrillos cedidas mucho tiempo atrás a la universidad, símbolos ancestrales de
canalizaciones grabados en la piedra por encima de sus umbrales junto a los cúmulos
anodinos de letras griegas. El callejón actuaba como una especie de foso donde el poder
se reunía en una neblina gruesa y chisporroteante. Al atravesarlo, la mayoría de la gente
desdeñaba el estremecimiento que lo recorría a un cambio en el clima o un mal humor,
luego lo olvidaban tan pronto seguían al Cabaret de Yale o el Centro Af-Am. los
miembros de Cabeza de Lobo se enorgullecían muchísimo del hecho de haber albergado
protestantes durante los juicios de Pantera Negra, pero también habían sido los últimos
de las Ancestrales Ocho en permitir la entrada a mujeres, así que Alex consideraba que
era solo por las apariencias. En las noches de rituales, regularmente veía a un Gris
parado en el patio, mirando anhelante las oficinas del Yale Daily News de al lado.

Alex tuvo que tocar el timbre de la puerta dos veces antes que Salome Nils
finalmente respondiera y las dejara entrar.
—¿Quién es? —preguntó Salom. Durante un segundo, Alex creyó que ella podía
ver al Novio. Él se había acercado, imitando cada paso de Alex, con una pequeña sonrisa
elevándole los labios, como si pudiera escuchar el latido de su corazón como colibrí.
Entonces se percató que Salome estaba hablando sobre Dawes. La mayoría de la gente
en las sociedades probablemente no tenía idea que Pamela Dawes existía siquiera.

—Ella me está asistiendo —respondió Alex.

Pero Salom ya las estaba conduciendo al vestíbulo oscuro. El Novio siguió. Las
tumbas no tenían barreras para permitir un flujo ágil de la magia, pero eso significaba
que los Grises podían ir y venir a su antojo. Eso era lo que hacía que las protecciones de
Lethe fueran necesarias durante los ritos.

—¿Lo tienes? —preguntó Salome. El interior era anodino: pisos de baldosas,


madera oscura, ventanas emplomadas que miraban sobre un pequeño patio interior
donde crecía un fresno. Había estado allí desde mucho tiempo antes que la universidad
y probablemente aún estaría estirando sus raíces cuando las piedras a su alrededor se
derrumbaran en polvo. Un pizarrón magnético junto a la puerta mostraba qué miembros
de la delegación estaban actualmente en la tumba, una necesidad dado el tamaño del
lugar. Estaban enlistados por sus nombres de dioses egipcios, y solo el ankh de Salom,
etiquetada como Chefren, había sido movida a la columna de «En casa».

—Lo tengo —dijo Alex, sacando la estatua de su bolsa.

Salome lo tomó con un grito feliz. —¡Perfecto! Llaves va a enfurecerse tanto


cuando se den cuenta que lo recuperamos.

—¿Qué hace? —preguntó Alex mientras Salome las conducía a otra habitación
oscura, esta con un largo rombo de mesa en el centro, rodeada por sillas bajas. Las
paredes estaban delineadas con vitrinas de cristal llenas de cosas egipcias y
representaciones de lobos.

—No hace nada—dijo Salome con una mirada marchita. Colocó la estatua de
vuelta en la vitrina—. Es el principio del hecho. Los invitamos a nuestra casa y ellos
cagaron en nuestra hospitalidad.
—Claro —dijo Alex—. Eso es horrible. —Pero sintió que ese traqueteo furioso
en su interior se activaba, vibrando contra su esternón. Alguien acababa de intentar
matarla y esta princesa estaba jugando estúpidos juegos—. Empecemos esto.

Salome removió el peso de un pie a otro. —Escucha, realmente no puedo abrir


el templo sin aprobación de la delegación. Ni siquiera los alumnos tienen permitido el
acceso.

Dawes soltó un pequeño suspiro tarareo. Estaba claramente aliviada ante el


prospecto de darse la vuelta para ir a casa. Eso no iba a suceder.

—Teníamos un trato. ¿Estás intentando timarme? —preguntó Alex.

Salome sonrió. No se sentía ni lo más mínimamente mal por ello. ¿Y por qué
debería? Alex era de primer año, una aprendiz, claramente fuera de su elemento. No
había sido más que silenciosa y deferencial alrededor de Salome y la delegación de
Cabeza de Lobo, siempre dejando que Darlington, la presencia real, el caballero de
Lethe, hiciera la charla. Tal vez si Lethe la hubiera rescatado de su vida más pronto, ella
podría haber sido esa chica. Tal vez si el gluma no hubiera atacado y el decano Sandow
no la hubiera ignorado, podría haber continuado fingiendo ser ella.

—Conseguí tu estúpida figura —dijo Alex—. Me lo debes.

—Excepto que no debías hacerlo, ¿verdad? Así que…

La mayoría de las ventas de droga se hacían a crédito. Conseguías tu suministro


de alguien con los conexones reales, probabas que podías moverla por un buen precio,
tal vez la próxima vez tuvieras la oportunidad de una tajada mayor. —¿Sabes por qué tu
chico es un novato y siempre permanecerá novato? —Eitan había preguntado a Alex
con su pesado acento una vez. Había señalado con el pulgar a Len, quien estaba soltando
risitas en una pipa mientras Betcha jugaba Halo junto a él—. Está demasiado ocupado
fumando mi producto para hacer rico a alguien más que a mí. —Len siempre sobrevivía
apenas, siempre se quedaba un poco corto.

Cuando Alex tenía quince, había regresado con Len sin su dinero, confundida y
alterada por el banquero de inversiones que había encontrado en el estacionamiento de
la Autoridad Deportiva de Sherman Oaks. Len usualmente lidiaba con él, dejando que
la Alex de cara dulce hiciera las ventas en las universidades y centros comerciales. Pero
Len había estado demasiado resacoso esa mañana, así que le había dado la tarifa del
autobús y ella había subido al RTD hasta el Boulevard Ventura. Alex no supo qué decir
cuando el banquero le dijo que estaba corto de efectivo, que no tenía el dinero justo
entonces, pero lo estaba consiguiendo. Nunca había tenido a alguien que se rehusara
directamente a pagar. Los chicos universitarios con los que lidiaba la llamaban
“hermanita” y a veces incluso la invitaban a fumar con ellos.

Alex había esperado que Len estuviera molesto, pero había estado furioso en una
forma que nunca antes lo había visto, asustado, gritando que era su culpa y que ella iba
a tener que responder ante Eitan. Así que ella había encontrado una forma de pagar el
dinero. Había ido a casa el fin de semana y robó los pendientes de granate de su abuela
para empeñarlos, consiguió un turno en Club Joy (el peor club de desnudistas, lleno de
perdedores que apenas daban propinas y el dueño era un sujeto diminuto llamado Rey
King, quien no te dejaba salir del vestidor sin una probada primero. Era el único lugar
dispuesto a aceptarla sin identificación y nada que llenara su bikini. —A algunos sujetos
les gusta eso —Rey King había dicho antes de meterle la mano en el sostén—. Pero no
a mí.

Nunca había regresado sin el dinero después de eso.

Ahora miró a Salome Nils, delgada y de cara perfecta, una chica de Connecticut
que montaba caballos y jugaba tenis, su pesada coleta color bronce estaba acomodada
sobre un hombro como una piel costosa. —Salome, ¿qué tal si reconsideras tu postura?

—¿Qué tal si tú y tu tía solterona corren a casa?

Salome era más alta que Alex, así que Alex la sujetó del labio inferior, fuerte y
tiró. La chica gritó y se dobló por la cintura, agitando los brazos.

—¡Alex! —gritó Dawes, con las manos presionadas contra el pecho como una
mujer fingiendo ser un cadáver.

Alex rodeó el cuello de Salome con un brazo, sosteniéndola en una llave, un


agarre que había aprendido de Minki, que solo medía un metro treinta y dos y era la
única chica en Club Joy con quien Rey King nunca se metía. Alex apretó los dedos
alrededor de las gotas de diamante con forma de pera que colgaba de la oreja de Salome.

Era consciente de la presencia conmocionada de Dawes, del Novio que se


acercaba como si la rivalidad exigiera que lo hiciera, la forma en que incluso el aire
alrededor de ellos estaba cambiando, girando, la neblina que se disipaba así que Salome
y Dawes e incluso tal vez el Gris podían verla claramente por primera vez. Alex sabía
que probablemente era un error. Mejor no ser notada, mantener la cabeza gacha, seguir
siendo la chica silenciosa, algo rara pero no una amenaza para nadie. Pero, como la
mayoría de los errores, se sentía bien.

—Realmente me gustan estos aretes —dijo bajito—. ¿Cuánto cuestan?

—¡Alex! —protestó Dawes de nuevo. Salome rasguñó el antebrazo de Alex. Era


fuerte por los deportes como squash y veleo, pero nunca nadie le había puesto las manos
encima, probablemente nunca había visto una pelea fuera de una sala de cine—. No lo
sabes, ¿verdad? ¿Fueron un regalo de tu papá en tus dulces dieciséis o en tu graduación
o alguna mierda como esa? —Alex la apretó y Salome chilló de nuevo—. Esto es lo que
va a suceder. Vas a dejarme entrar en esa habitación o voy a arrancarte estas cosas de
las orejas y metértelas por la garganta para que puedas ahogarte con ellas. —Era una
amenaza vacía. Alex no estaba en el negocio de desperdiciar un buen par de diamantes.
Pero Salome no sabía eso. Empezó a llorar—. Mejor —dijo Alex—. ¿Nos entendemos
la una a la otra?

Salome dio un frenético asentimiento, la piel sudorosa de su garganta chocó


contra el brazo de Alex.

Alex la soltó. Salome retrocedió, con las manos extendidas frente a ella. Dawes
se había llevado los dedos a la boca, e incluso el Novio parecía perturbado. Ella había
conseguido escandalizar a un asesino.

—Estás loca —dijo Salome, llevándose los dedos a la garganta—. No puedes


solo…
La serpiente dentro de Alex dejó de retorcerse y se desenredó. Apretó el puño en
la manga de su abrigo y lo azotó contra la vitrina de cristal donde mantenían sus
chucherías. Salome y Dawes gritaron. Ambas retrocedieron un paso.

—Sé que estás acostumbrada a lidiar con gente que “no puede solo”, pero yo
puedo, así que dame la llave a la habitación del templo y pongámonos a ello para que
podamos olvidar todo al respecto de esto.

Salome se quedó allí, parada en las puntas de los pies, enmarcada por el umbral.
Lucía tan ligera, tan imposiblemente delgada, como si pudiera sencillamente perder el
contacto con el piso y flotar al techo para botar como un globo de fiesta. Entonces algo
cambió en sus ojos, todo ese pragmatismo puritano volvió a entrar en sus huesos. Se
posó sobre las plantas de los pies.

—Lo que sea —murmuró, y sacó las llaves de su bolsillo, deslizando una del
llavero y colocándola en la mesa.

—Gracias —Alex guiñó el ojo—. Ahora podemos ser amigas de nuevo.

—Psicópata.

—Eso escuché —dijo Alex. Pero los locos sobrevivían. Alex arrebató la llave—.
Después de ti, Dawes. —Dawes atravesó el pasillo, manteniendo una amplia distancia
entre ella y Alex, con los ojos en el piso. Alex volvió a girarse hacia Salome.

—Sé que estás pensando que tan pronto esté en el templo vas a empezar a hacer
llamadas, intentar atraparme. —Salome cruzó los brazos—. Creo que deberías hacer
eso. Entonces yo regresaré y utilizaré esa estatua de lobo para tirarte los dientes frontales.

El Novio sacudió la cabeza.

—No puedes solo…

—Salome —dijo Alex, sacudiendo el dedo—. Esas palabras de nuevo.

Pero Salome apretó los puños. —No puedes solo hacer cosas así. Irás a la cárcel.

—Probablemente —dijo Alex—. Pero aun así, tú lucirás como una palurda
incestuosa.
—¿Cuál es tu problema? —espetó Dawes cuando Alex se le unió en la puerta
anodina que conducía a la habitación del templo, el Novio las seguía.

—Soy una mala bailarina y no utilizo hilo dental. ¿Cuál es tu problema? —Ahora
que la oleada de adrenalina había pasado, el remordimiento se estaba asentando. Una
vez que una máscara era retirada no podías volver a ponértela. Salome no llamaría a la
caballería, Alex se sentía bastante segura de eso. Pero se sentía igualmente segura de que
la chica hablaría. «Psicópata, perra loca» Si le creerían ya era otra cuestión completamente
diferente. Salome lo había dicho ella misma. «No puedes solo.» La gente aquí no se
comportaba como Alex lo había hecho.

La cuestión más preocupante era lo bien que Alex se sentía, como si estuviera
respirando con tranquilidad por primera vez en meses, libre del peso sofocante de la
nueva Alex que había intentado construir.

Pero Dawes estaba respirando con dificultad. Como si ella hubiera hecho todo el
trabajo.

Alex encendió un interruptor y las llamas se encendieron en las linternas de gas


a lo largo de paredes rojas y doradas, iluminando un templo egipcio construido en el
corazón de la mansión inglesa. Un altar estaba a rebosar de calaveras, animales
disecados y un legajo de cuero firmado por cada uno de los miembros de la delegación
antes del inicio de un ritual. En el centro de la pared trasera había un sarcófago con
cubierta de cristal, una momia disecada sustraída de un valle del Nilo estaba adentro.
Todo era casi como cabía esperarse. El techo estaba pintado como la bóveda del cielo,
hojas de acanto y palmas estilizadas en las esquinas, y un arroyo dividía el centro de la
habitación, alimentado por una sábana de agua que brotaba del borde del balcón de
arriba, el eco era abrumador. El Novio cruzó el arroyo, tan lejos del sarcófago como le
era posible.

—Me marcho —gritó Salome desde el pasillo—. No quiero estar aquí si algo sale
mal.
—¡Nada va a salir mal! —gritó Alex. Escucharon que la puerta principal se
azotaba—. Dawes, ¿qué quiso decir si algo sale mal?

—¿Leíste el ritual? —preguntó Dawes mientras caminaba por el perímetro de la


habitación, estudiando los detalles.

—Partes de él. —Suficiente para saber que podía ponerla en contacto con el
Novio.

—Tienes que cruzar a la frontera entre la vida y la muerte.

—Espera… ¿tendré que morir? —Realmente debería empezar a hacer las


lecturas.

—Sí.

—¿Y regresar?

—Quiero decir, esa es la idea.

—¿Y tú tendrás que matarme? —¿La tímida Dawes quien, a la primera señal de
violencia, se había acurrucado en una esquina como un erizo con sudadera?—. ¿Estás
bien con eso? No va a lucir bien si no consigo regresar.

Dawes expulsó un largo suspiro. —Entonces consigue regresar.

La cara del Novio estaba en blanco, pero esa era más o menos su apariencia. Alex
contempló el altar. —¿Entonces la vida después de la muerte es Egipto? De todas las
religiones, ¿los antiguos egipcios acertaron?

—Realmente no sabemos cómo es la vida después de la muerte. Esta es un


camino a una frontera. Hay otras. Siempre están marcadas por ríos.

—Como Lethe para los griegos.

—De hecho, para los griegos, Styx es el río fronterizo. Lethe es el límite final que
los muertos deben cruzar. Los egipcios creían que el sol moría en las riberas occidentales
del Nilo cada día, así que para viajar de su ribera oriental a la occidental es dejar atrás
el mundo de los vivos.

Y ese era el viaje que Alex tendría que hacer.


El “río” que dividía el templo era simbólico, toscamente labrado de piedra
minada de antiguos túneles de piedra caliza debajo de Tura, jeroglíficos del Libro de la
Ascensión en la Noche grabado a los lados y la base del canal.

Alex vaciló. ¿Esta era la encrucijada? ¿Esta era la última cosa tonta que haría? ¿Y
quién estaría allí para recibirla en el más allá? Hellie. Tal vez Darlington. Len y Betcha,
sus cráneos hendidos, esa mirada caricaturesca de sorpresa aún plasmada en la cara de
Len. O tal vez habrían llegado enteros a algún lugar en esa otra orilla. Si ella moría,
¿sería capaz de cruzar de vuelta a través del Velo y pasar una eternidad merodeando por
el campus? ¿Terminaría de vuelta en casa, condenada a embrujar algún vertedero en Van
Nyus? «Entonces consigue regresar». Regresar o dejar que Dawes sostuviera su cadáver con
Salome Nils para compartir la culpa. El último pensamiento no era completamente
desagradable.

—¿Todo lo que tengo que hacer es ahogarme?

—Eso es todo —dijo Dawes, sin rastro de sonrisa.

Alex se desabotonó el abrigo y se quitó el suéter, mientras Dawes se desprendía


de su chaquetón, sacando dos esbeltas redes verdes de sus bolsillos. —¿Dónde está él?
—susurró.

—¿El Novio? Justo detrás de ti. —Dawes se sobresaltó—. Bromeo. Está junto al
altar, haciendo su cosa de lucir melancólico. —El ceño fruncido del Novio se
profundizó.

—Haz que se pare enfrente de ti en la orilla occidental.

—Te puede escuchar perfectamente, Dawes.

—Oh, sí, por supuesto. —Dawes hizo un gesto incómodo y el Novio flotó al otro
lado de la corriente. Era lo bastante estrecho que lo cruzó con un solo paso—. Ambos
arrodíllense.

Alex no estaba segura si el Novio estaría tan presto a seguir instrucciones, pero
lo hizo. Se arrodillaron. Parecía desear esta pequeña charla tanto como Alex.
Podía sentir el frío del piso a través de sus vaqueros. Se percató que llevaba una
camiseta blanca y se iba a empapar. «Estás a punto de morir», se regañó. «Tal vez ahora no
es el momento para preocuparte de darle un vistazo de tus senos a un fantasma.»

—Pon las manos detrás de la espalda —dijo Dawes.

—¿Por qué?

Dawes levantó las redes y recitó: —Que estas muñecas estén atadas con tallos de
papiros.

Alex puso las manos detrás de su espalda. Era como que la arrestaran. Medio
esperaba que Dawes le deslizara una sujeción plástica alrededor de las muñecas. En su
lugar, sintió que Dawes dejaba caer algo en su bolsillo izquierdo.

—Es una vaina de algarrobo. Cuando quieras regresar, póntela en la boca y


muérdela. ¿Lista?

—Ve lento —dijo Alex.

Alex se inclinó hacia delante. Era incómodo con las manos detrás de la espalda.
Dawes le sujetó la cabeza y cuello y la ayudó a caer hacia delante. Alex flotó durante un
momento por encima de la superficie, levantó los ojos, encontró la mirada del Novio.
—Hazlo —dijo. Respiró hondo e intentó no entrar en pánico cuando Dawes le empujó
la cabeza debajo del agua.

El silencio le llenó los oídos. Abrió los ojos, pero no pudo ver más que piedra
negra. Esperó, la respiración se le escapaba en burbujas reluctantes mientras su pecho se
apretaba.

Le ardían los pulmones. No podía hacer esto, no de esta forma. Tendrían que
pensar en algo más.

Intentó levantarse, pero los dedos de Dawes eran garras en la parte posterior del
cráneo de Alex. Era imposible apartarse de su agarre en esa posición. La rodilla de
Dawes estaba presionada en su espalda. Sus dedos se sentían como picas enterrándose
en el cuero cabelludo de Alex.
La presión en el pecho de Alex era insoportable. El pánico le llegó como un perro
desatado de su correa, y supo que había cometido un error muy malo. Dawes había
estado trabajando con Libro y Serpiente. O Calavera y Huesos. O Sandow. O quien sea
que la quisiera muerta. Dawes estaba terminando lo que el gluma había empezado.
Dawes la estaba castigando por lo que sea que le hubiera sucedido a Darlington. Había
sabido la verdad de lo que había ocurrido esa noche en Rosenfeld todo el tiempo, y esta
era su venganza contra Alex por robarle su chico dorado.

Alex se agitó y luchó en silencio. Tenía que respirar. «No». Pero su cuerpo no
escuchaba. Su boca se abrió en un jadeo. El agua entró a raudales en su nariz, su boca;
le llenó los pulmones. Su mente estaba gritando de terror, pero no había forma de salir.
Pensó en su madre, los brazales de plata puestos en sus antebrazos como guanteletes. Su
abuela susurró: «Somos almicas sin pecado». Sus manos nudosas pellizcaron la piel de un
pomelo, derramando las semillas en un tazón. «Somos pequeñas almas sin pecado.»

Entonces la presión en la parte posterior de su cuello desapareció. Alex se lanzó


hacia atrás, con el pecho jadeante. Una corriente de agua sucia se le derramó de la boca
mientras su cuerpo convulsionaba. Se dio cuenta que sus muñecas estaban libres y se
puso sobre manos y rodillas. Unas toses profundas y abrumadoras le sacudieron el
cuerpo. Sus pulmones ardieron mientras jadeaba el aire. «Que se joda Dawes. Que se jodan
todos.» Estaba sollozando, incapaz de detenerse. Sus brazos cedieron y cayó al piso, se
desplomó de espaldas, succionando aire, y se pasó la manga húmeda sobre la cara,
limpiándose mocos y lágrimas… y sangre. Se había mordido la lengua.

Hizo bizcos al techo pintado. Había nubes moviéndose encima, grises contra el
cielo índigo. Las estrellas titilaban encima de ella en formaciones extrañas. No eran sus
constelaciones.

Alex se forzó a sentarse. Se llevó la mano al pecho, frotándolo con suavidad, aun
tosiendo, intentando recuperarse. Dawes había desaparecido. Todo había desaparecido:
las paredes, el altar, los suelos de piedra. Se sentó en la ribera de un gran río que fluía
negro debajo de las estrellas, el sonido del agua era una larga exhalación. Un viento
cálido se movió a través de las redes. «La muerte es fría » pensó Alex. «¿No debería hacer
frío aquí?»
Lejos al otro lado del agua, podía ver la figura de un hombre moviéndose hacia
ella desde la orilla opuesta. El agua se separó alrededor del cuerpo del Novio. Así que
tenía una forma física real aquí. Entonces ¿había cruzado el Velo? ¿Ella estaba realmente
muerta? A pesar de su aire calmado, Alex sintió que un escalofrío la recorría mientras la
figura se acercaba. No tenía razón para lastimarla, la había salvado. «Pero es un asesino»,
se recordó. «Tal vez solo extraña asesinar mujeres.»

Alex no deseaba regresar al agua, no cuando su pecho aún traqueteaba con el


recuerdo de esa presión violenta y su garganta en carne viva por toser. Pero había venido
aquí con un propósito. Se levantó, se frotó la arena de las palmas y se adentró en el agua
superficial, sus botas rechinaron en el lodo. El río se elevó, cálido contra sus pantorrillas,
la corriente tiraba gentilmente al nivel de sus rodillas, luego sus muslos, luego su cintura.
Anduvo a la deriva más allá de los tazones puntiagudos de flores de loto que
descansaban suavemente sobre la superficie, quietos como la cubertería en una mesa. El
agua tironeó de sus caderas, la corriente era fuerte. Podía sentir que los sedimentos se
deslizaban bajo sus pies.

Algo se frotó contra ella en el agua y atisbó que la luz de las estrellas resplandecía
de una espalda brillante y escamosa. Se sobresaltó hacia atrás mientras el cocodrilo
pasaba, un solo ojo dorado rodó hacia ella mientras se sumergía. A su izquierda, otra
cola negra se agitó en el agua.

—No pueden lastimarte. —El Novio estaba parado a unos cuantos metros—.
Pero debes venir hacia mí, señorita Stern. —Al centro del río. Donde los muertos y los
vivos podían encontrarse.

No le gustaba que él supiera su nombre. Su voz era baja y placentera, el acento


casi inglés, pero más amplio en las vocales, un poco como imitando a un Kennedy.

Alex nadó más allá, hasta que estuvo directamente enfrente del Novio. Lucía
igual que en el mundo de los vivos, luz plateada se aferraba a las líneas afilada de su cara
elegante, atrapada en el cabello oscuro engominado; excepto que aquí ella estaba lo
bastante cerca para ver las arrugas del nudo en su corbata de moño, el brillo de su abrigo.
Los trozos de huesos y sangre que habían salpicado la tela blanca de su camisa habían
desaparecido. Aquí estaba limpio, libre de sangre o heridas. Un bote se deslizó a un lado,
una embarcación estrecha cubierta por un pabellón de sedas que se agitaban. Las
sombras se movían detrás de la tela, figuras tenues que eran hombres un momento y
chacales en el siguiente. Un gran gato yacía al borde del bote, su pata jugaba con el agua.
La miró con inmensos ojos de diamante, luego bostezó, revelando una larga lengua
rosada.

—¿Dónde estamos? —preguntó al Novio.

—En el centro del río, el lugar de Ma’at, de orden divino. En Egipto todos los
dioses son los dioses de la muerte y la vida también. No tenemos mucho tiempo, señorita
Stern. A menos que desees unírtenos permanentemente. La corriente es fuerte e
inevitablemente todos sucumbimos.

Alex miró por encima de su hombro hacia la orilla más allá, el oeste al sol que se
ponía, a las tierras oscuras, y al mundo siguiente.

«Aún no.»

—Necesito que busques a alguien al otro lado del Velo —dijo ella.

—La chica asesinada.

—Es correcto. Su nombre es Tara Hutchins.

—No es tarea pequeña. Este es un lugar abarrotado.

—Pero apuesto a que puedes con la tarea. Y supongo que quieres algo a cambio.
Por eso viniste a mi rescate, ¿no es así?

El Novio no respondió. Su cara permaneció muy quieta, como esperando a que


una audiencia se acallara. A la luz del as estrellas, sus ojos lucían casi purpuras. —Si
debo encontrar a la chica, necesitaré algo personal suyo, una posesión amada.
Preferiblemente algo que contenga sus efluvios.

—¿Sus qué?

—Saliva, sangre, transpiración.

—Lo conseguiré —dijo Alex, aunque no tenía idea de cómo iba a conseguir eso.
Era imposible que fuera a ser capaz de volver a entrar en la morgue, y se le habían
terminado las monedas de compulsión. Además, Tara podría estar bajo tierra o ser
cenizas ahora, para todo lo que sabía.

—Necesitarás traerlo aquí a las tierras fronterizas.

—Dudo que pueda regresar aquí. Salome y yo no estamos precisamente en


términos amigables.

—No puedo imaginar por qué. —Los labios del Novio se fruncieron ligeramente,
y en ese momento le recordó tanto a Darlington, que sintió un temblor que pasaba por
todo su cuerpo. En la costa occidental, podía ver figuras oscuras moviéndose, algunas
humanas, algunas menos que eso. Un murmullo se elevó de ellas, pero no podía
determinar si había razón en el ruido, si era un lenguaje o solo sonidos.

—Necesito saber quién asesinó a Tara —dijo—. Un nombre.

—¿Y si ella no conoce a su atacante?

—Entonces descubrir qué estaba haciendo con Tripp Helmuth. Él está en


Calavera y Huesos. Y si conocía a alguien en Libro y Serpiente. Necesito saber cómo
está conectada a las sociedades. —Si estaba conectada en absoluto, si no era todo una
coincidencia—. Descubre por qué infiernos… —Una descarga de relámpago destelló
arriba. El trueno crujió y el río repentinamente pareció vivo con inquietos cuerpos
reptilianos.

El Novio elevó una ceja. —No les gusta esa palabra aquí.

«¿A quién?» Alex deseó preguntar. «¿Los muertos? ¿Los dioses?» Alex enterró las
botas en la arena mientras la corriente tironeaba de sus rodillas, urgiéndola al oeste en
la oscuridad. Podía ponderar las mecánicas de la vida después de la muerte luego.

—Solo descubre por qué alguien querría muerta a Tara. Ella tiene que saber algo.

—Entonces acordemos nuestros términos —dijo el Novio—. Tú tendrás tu


información, y a cambio, deseo saber quién asesinó a mi prometida.

—Esto es incómodo. Tenía la impresión que tú lo hiciste.

El Novio frunció los labios de nuevo. Lucía tan remilgado, tan desconcertado,
que Alex casi se rio. —Estoy consciente.
—¿Asesinato-suicidio? ¿Le disparaste, luego a ti mismo?

—No lo hice. Quien sea que la asesinara, también fue responsable de mi muerte.
No sé quién fue. Igual que Tara Hutchins podría no saber quién la lastimó.

—Muy bien —dijo Alex dudosa—. Entonces ¿por qué no preguntarle a tu


prometida, qué vio ella?

Los ojos de él se deslizaron a la lejanía. —No puedo encontrarla. He estado


buscándola en ambos lados del Velo durante ciento cincuenta años.

—Tal vez ella no quiere ser encontrada.

Él asintió rígido. —Si un espíritu no desea ser encontrado, hay una eternidad para
ocultarse.

—Ella te culpa —dijo Alex, encajando las piezas.

—Posiblemente.

—¿Y crees que dejará de culparte si descubres quién lo hizo realmente?

—Con algo de suerte.

—O solo podrías dejarla en paz.

—Fui responsable de la muerte de Daisy, incluso si no ejecuté el disparo. Fallé


en protegerla. Le debo justicia.

—¿Justicia? No es como si pudieras buscar venganza. Quien sea que los mató ya
hace tiempo que murió.

—Entonces lo encontraré en este lado.

—¿Y hacer qué? ¿Matarlo muy bien?

El Novio sonrió entonces, las comisuras de su boca se retiraron para revelar unos
dientes parejos y depredadores. Alex sintió que un escalofrío la recorría. Recordó la
forma en que lucía luchando con el gluma. Como algo que no era del todo humano. Algo
que incluso los muertos temerían.

—Hay cosas peores que la muerte, señorita Stern.


De nuevo los murmullos se elevaron de las riberas de la costa occidental, y esta
vez Alex creyó captar el sonido de lo que podría haber sido francés. «Jean du Monde¡»
Podría ser el nombre de un hombre o solo silabas sin sentido que su mente estaba
intentando dar significado.

—Has tenido más de un siglo para intentar encontrar a este asesino misterioso —
dijo Alex—. ¿Por qué crees que yo tendré mejor suerte?

—Tu asociado Daniel Arlington estaba revisando el caso.

—No lo creo. —Un antiguo asesinato que encabezaba los recorridos turísticos de
Nueva Inglaterra Embrujada no era el estilo de Darlington en absoluto.

—Él visitó el… lugar donde caímos. Tenía una libreta con él. Tomó fotos. Dudo
mucho que solo estuviera viendo el panorama. No puedo atravesar las barreras de la
casa en Calle Orange. Quiero saber por qué fue allí y qué encontró.

—Y Darlington no está… ¿él no está allí? ¿Con ustedes?

—Incluso los muertos no saben dónde está Daniel Arlington.

Si el Novio no había encontrado a Darlington en el otro lado, entonces Sandow


tenía que tener razón. Solo estaba desaparecido, y eso significaba que podía ser
encontrado. Alex necesitaba creerlo.

—Encuentra a Tara —dijo Alex, ansiosa de salir del agua y regresar al mundo de
los vivos—. Veré qué trabajo dejó Darlington. Pero necesito saber algo. Dime que no
enviaste a esa cosa, el gluma detrás de mí.

—¿Por qué yo…?

—Para formar una conexión entre nosotros. Para hacer que esté en deuda contigo
y cimente las bases para esta pequeña sociedad.

—No envié esa cosa tras de ti y no sé quién lo hizo. ¿Cómo debo convencerte?

Alex no estaba segura. Había esperado que de alguna forma fuera capaz de
determinarlo, que hubiera algún voto que pudiera forzarlo a tomar, pero suponía que lo
sabría lo bastante pronto. Asumiendo que pudiera deducir qué había descubierto
Darlington… si acaso había algo. La fábrica que había sido el sitio del asesinato era
ahora un estacionamiento. Conociendo a Darlington, probablemente había ido allí para
tomar notas de la historia del concreto de New Haven.

—Solo encuentra a Tara —dijo—. Consigue mis respuestas y yo conseguiré las


tuyas.

—Este no es el pacto que yo habría escogido, ni tú eres la compañera que habría


buscado, pero ambos sacaremos lo mejor de esto.

—Eres encantador. ¿A Daisy le gustaba tu estilo con las palabras? —Los ojos del
Novio se volvieron negros. Alex se tuvo que forzar a no dar un paso atrás—.
Temperamento volátil. Justo la clase de chico que mata a una dama que se cansa de su
mierda. ¿Lo hiciste?

—La amaba. La amaba más que a mi vida.

—Eso no es una respuesta.

Él respiró hondo, convocando la compostura, y sus ojos regresaron a su estado


normal. Extendió una mano a ella. —Di tu verdadero nombre, señorita Stern, y
hagamos nuestro trato.

Había poder en los nombres. Por eso los nombres de los Grises estaban
oscurecidos en las páginas de los registros de Lethe. Era por eso que prefería pensar en
la cosa frente a ella como el Novio. El peligro yacía en la conexión, en el momento que
vinculabas tu vida a alguien más.

Alex toqueteó la vaina de algarrobo en su bolsillo. Mejor estar lista en caso que…
¿qué? ¿Él intentara arrastrarla bajo el agua? ¿Pero por qué lo haría? Él la necesitaba y
ella lo necesitaba. Así era como empezaban la mayoría de los desastres.

Ella tomó su mano en la suya. El agarre de él era firme, su palma estaba


empapada y era helada contra la suya. ¿qué estaba tocando? ¿Un cadáver? ¿Un
pensamiento?

—Bertram Boyce North —dijo él.

—Ese es un nombre terrible.

—Es un nombre de familia —digo indignado.


—Galaxy Stern —dijo ella, pero cuando intentó apartar la mano, los dedos de él
se aferraron más.

—He esperado mucho tiempo por este momento.

Alex se metió la vaina de algarrobo en la boca. —Los momentos pasan —dijo,


dejándolo descansar entre los dientes.

—Creíste que dormía, pero te escuché decir, te escuché decir, que no eras esposa verdadera.
—De nuevo, Alex intentó apartarse. La mano de él permaneció cerrada con fuerza
alrededor de la de ella—. Juro que no te preguntaré el significado para ti: Sí creo en ti contra ti,
y por tanto mejor morir que dudar.

«Mejor morir que dudar». El tatuaje de Tara. La cita no era de alguna banda de
metal.

—«Idilios del Rey» —dijo ella.

—Ahora lo recuerdas.

Había tenido que leer la larga extensión del poema de Tennyson como parte de
la preparación para la primera visita de Darlington y ella a Pergamino y Llave. Había
citas de él por toda su tumba, tributos al Rey Arturo y sus caballeros… y una bóveda
llena de tesoros saqueados durante las Cruzadas. «Ten poder en esta tierra oscura para
iluminarla, y poder en este mundo muerto para hacerlo vivir.» Recordaba las palabras grabadas
en la mesa de piedra en la tumba de los Cerrajeros.

Alex se sacudió el apretón del Novio. Así que la muerte de Tara estaba
potencialmente conectada a tres sociedades. Tara estaba atada a Calavera y Huesos a
través de Tripp Helmuth, a Libro y Serpiente por el ataque del «gluma», y (a menos que
Tara tuviera predilección secreta por la poesía victoriana), estaba vinculada a Pergamino
y Llave por su tatuaje de Tennyson.

North se inclinó ligeramente. —Cuando encuentres algo que pertenezca a Tara,


tráelo a cualquier cuerpo de agua y yo vendré a ti. Ahora son todos lugares de cruce para
nosotros.
Alex flexionó los dedos deseando liberarse de la sensación de la mano del Novio
en la suya. —Haré eso. —Le dio la espalda, mordiendo la vaina de algarrobo, su boca
llenándose de un sabor amargo y terroso.

Intentó empujarse hacia la orilla oriental, pero el rio tironeó de sus rodillas y
trastabilló. Sintió que era tironeada hacia atrás mientras perdía pie, sus botas buscaban
agarradero en la ribera mientras la arrastraban hacia las figuras oscuras en la costa
occidental. North le daba la espalda y ya parecía imposiblemente lejano. Las figuras ya
no lucían humanas. Eran demasiado altas, demasiado esbeltas, sus brazos largos y
doblados en los ángulos incorrectos, como insectos. Podía ver sus cabezas definidas
contra el cielo índigo, narices levantadas como olfateándola, con las mandíbulas
abriéndose y cerrándose.

—¡North! —gritó.

Pero North no interrumpió su andar. —La corriente nos reclama a todos al final
—gritó sin girarse—. Si quieres vivir, tienes que luchar.

Alex renunció a intentar encontrar el fondo. Retorció su cuerpo hacia el este y


nadó, pateando con fuerza, luchando contra la corriente mientras hundía los brazos en
el agua. Giró la cabeza para jadear por aire, el peso de sus zapatos la arrastraba hacia
abajo, sus hombros dolían. Algo pesado y musculoso la golpeó, arrastrándola hacia
atrás; una cola azotó su pierna. Tal vez los cocodrilos no podían dañarla, pero podían
hacer el trabajo del río. La fatiga se asentó en sus músculos. Sintió que su ritmo bajaba.

El cielo se había vuelto oscuro. Ya no podía ver la costa, ni siquiera estaba segura
de estar nadando en la dirección correcta. «Si quieres vivir».

¿Y eso no era lo peor de todo? Quería. Sí quería vivir y siempre lo había querido.

—¡Infierno! —gritó—. ¡Maldito infierno! —El cielo explotó con un rayo


seccionado. Una pequeña blasfemia para iluminar el camino. Durante un largo y
horrible momento, solo hubo agua negra, y entonces atisbó la costa oriental.

Avanzó al frente, hundiendo las manos entre el agua, hasta que al fin dejó caer
las piernas. El fondo estaba allí, más cerca de lo que había creído. Reptó por las aguas
superficiales, aplastando flores de loto debajo de su cuerpo empapado, y se derrumbó en
la arena. Podía escuchar a los cocodrilos detrás de ella, el bajo retumbar de motor de sus
bocas abiertas. ¿La empujarían de vuelta al agarre del río? Se arrastró un metro más,
pero estaba demasiado pesada. Su cuerpo se hundía en la arena, los granos la retenían,
llenándole la boca, la nariz, metiéndose bajo sus párpados.

Algo golpeó la cabeza de Alex de nuevo, y de nuevo. Se forzó a abrir los ojos.
Estaba de espaldas en el piso de la sala del templo, escupiendo lodo y mirando la cara
asustada de Dawes enmarcada por el cielo pintado (misericordiosamente estático y libre
de nubes). Su cuerpo estaba temblando con tanta fuerza que podía escuchar el latir de
su propio cráneo en el piso de piedra.

Dawes la sujetó, la envolvió con fuerza y lentamente, los músculos de Alex


dejaron de tener espasmos. Su respiración regresó a la normalidad, aunque aún podía
saborear los sedimentos y los restos amargos del algarrobo en su boca. —Estás bien —
dijo Dawes—. Estás bien.

Y Alex tuvo que reírse, porque lo último que estaría nunca era bien.

—Salgamos de aquí —consiguió decir.

Dawes se colgó el brazo de Alex alrededor de los hombros con sorprendente


fuerza y tiró de ella para ponerla en pie. Las ropas de Alex estaban completamente secas,
pero sus piernas y brazos se sentían temblorosos, como si hubiera intentado nadar dos
kilómetros. Aún podía oler el río, y su garganta tenía la sensación en carne viva y como
viscosa del agua deslizándose por su nariz.

—¿Dónde dejo la llave? —preguntó Dawes.

—Junto a la puerta —dijo Alex—. Enviaré un mensaje a Salome.

—Eso parece civilizado.

—Olvídalo. Rompamos una ventana y orinemos en la mesa de billar.

Dawes soltó una risita estrangulada.

—Está bien, Dawes. No morí. Mucho. Fui a las tierras fronterizas. Hice un trato.

—Oh, Alex. ¿qué hiciste?


—Lo que me propuse hacer. —Pero no estaba tan segura de cómo se sentía al
respecto—. El Novio va a encontrar a Tara por nosotros. Esa es la forma más fácil de
descubrir quién la lastimó.

—¿Y qué desea él?

—Desea que limpie su nombre. —Vaciló—. Clama que Darlington estaba


investigando el asesinato-suicidio.

Dawes alzó las cejas bruscamente. —Eso no suena correcto. Darlington odiaba
los casos populares como ese. Creía que eran… demoníacos.

—Sórdidos —dijo Alex.

Una débil sonrisa tocó los labios de Dawes. —Exactamente. Espera… entonces
¿el Novio no mató a su prometida?

—Dice que no lo hizo. No es lo mismo.

Tal vez él era inocente, tal vez deseaba hacer las paces con Daisy, tal vez solo
deseaba encontrar reconciliación con la chica a la que asesinó. No importaba. Alex
cumpliría su parte del trato. Si hacías un trato con los vivos o los muertos, mejor no
fallar.
Podríamos desear pasar rápidamente sobre Libro y Serpiente, y ¿quién
nos culparía? Hay un elemento de repugnancia ante el arte de la necromancia,
y esta repulsión natural no puede más que incrementarse por la forma en que
los Letrados han elegido presentarse. Cuando entras a su mausoleo gigante,
uno difícilmente puede olvidar que se está entrando en una casa de muertos.
Pero es tal vez mejor dejar a un lado el temor y la superstición y en su
lugar contemplar una cierta belleza en su lema: «Todo cambia, nada perece».
En verdad, los muertos rara vez se elevan debajo de sus pedimentos
exhibicionistas. No, el pan y la mantequilla de los Letrados es la
inteligencia, reunida de una red de informantes muertos, que trafican con
toda clase de rumores y que no necesitan escuchar ante las cerraduras cuando
sencillamente pueden atravesar las paredes sin ser vistos.

de La Vida de Lethe: Procedimientos y Protocolos de la Novena Casa.

Esta noche Bobbie Woodward coaccionó la localización de una taberna


clandestina abandonada de lo que lucía más como los restos de una columna,
una mandíbula rota y un mechón de cabello. No hay cantidad de burbon de la
era del Jazz que pueda ayudarme a olvidar esa visión.

— Diario de los Días de Lethe del Mayordomo Romano (Colegio


Saybrook del 65)
Traducido por Carol02.

Darlington había despertado luego de la fiesta de Manuscrito con la peor resaca


y vergüenza de su vida. Alex le enseñó una copia del reporte que había enviado. Se
guardó los detalles turbios, y aunque quería ser del tipo de persona que demandaba una
estricta adherencia a la verdad, no estaba seguro de poder enfrentar cara a cara al Decano
Sandow si los detalles de su humillación fueran conocidos.

Se duchó, hizo el desayuno para Alex, luego llamó un auto para que los llevara
de regreso a la Madriguera donde podría recoger el Mercedes. Regresó a Black Elm en
el auto viejo, con las imágenes de la noche anterior aún difusas en su cabeza. Recogió
las calabazas que estaban atravesando el camino y las colocó en la pila para la basura,
rastrilló las hojas desde el patio trasero. Se sentía bien el trabajar. La casa repentinamente
se sentía bastante vacía en una forma que no se había sentido desde hacía mucho tiempo.

Él había llevado a unos cuantos a Black Elm. Cuando había invitado a Michelle
Alameddine para ver el lugar durante su primer año escolar; ella había dicho: —Este
lugar es una locura. ¿Cuánto crees que vale? —Él no había sabido como responder a eso.

Black Elm era un viejo sueño, sus torres románticas levantadas por una fortuna
labrada en las suelas de botas de goma vulcanizadas. El primer Daniel Tabor Arlington,
el tatarabuelo de Darlington, había empleado a treinta mil personas en su planta de New
Haven. Había comprado arte y antigüedades dudosas, compró una “cabaña” de
vacaciones de 550 metros cuadrados en un lago de New Hampshire, repartió pavos en
Acción de Gracias.

Los tiempos difíciles comenzaron con una serie de incendios de fábrica y


terminaron con el descubrimiento de un proceso para impermeabilizar con éxito el
cuero. Las botas de goma Arlington eran resistentes y fáciles de fabricar en masa, pero
lamentablemente incómodas. Cuando Danny tenía diez años, había encontrado un
montón de ellas en el ático de Black Elm, empujadas a una esquina como si se hubieran
portado mal. Él buscó hasta encontrar un par que combinara y usó su camiseta para
limpiarles el polvo. Años más tarde, cuando tomó su primer golpe del elixir de Hiram y
vio su primer Gris, pálido y de color como si aún estuviera envuelto en el velo, recordó
el aspecto de esas botas cubiertas de polvo.

Tenía la intención de usar las botas todo el día, pisoteando a Black Elm y
hurgando en los jardines, pero solo duró una hora antes de quitárselas y volver a meterlas
en su montón. Le habían dado una gran comprensión de por qué, tan pronto como a las
personas se les ofreció otra opción para mantener la humedad fuera de sus pies, la
tomaron. La fábrica de botas había cerrado y permaneció vacía durante años, como la
fábrica de Smoothie Girdle, las plantas de Winchester y Remington, los Blake Brothers
y Rooster Carriages antes que ellos. A medida que crecía, Darlington aprendió que
siempre era así con New Haven. La industria sangraba y tropezaba, sombría y anémica,
a través de alcaldes corruptos y planeadores tontos de la ciudad, a través de programas
gubernamentales equivocados e infusiones de capital esperanzadoras pero breves.

—Esta ciudad, Danny —le gustaba decir a su abuelo, un estribillo común, a veces
amargo, a veces cariñoso. «Esta ciudad. »

Black Elm había sido construido para parecerse a una casa señorial inglesa, una
de las muchas afectaciones adoptadas por Daniel Tabor Arlington cuando hizo su
fortuna. Pero fue solo en la vejez que la casa se volvió realmente convincente, el lento
avance del tiempo y la hiedra lograron lo que el dinero no podía.

Los padres de Danny iban y venían de Black Elm. A veces traían regalos, pero
con mayor frecuencia lo ignoraban. No se sentía no deseado o no amado. Su mundo era
su abuelo, el ama de llaves Bernadette, y la misteriosa oscuridad de Black Elm. Una
corriente interminable de tutores reforzó su educación en la escuela pública: esgrima,
idiomas, boxeo, matemáticas, piano. —Estás aprendiendo a ser ciudadano en el mundo
—dijo su abuelo—. Modales, poder y saber hacer. Uno de ellos siempre hará el truco.
—. No había mucho que hacer en Black Elm además de practicar y a Danny le gustaba
ser bueno en las cosas, no solo por los elogios que recibía, sino la sensación de una nueva
puerta abriéndose de par en par. Se destacó en cada tema nuevo, siempre con la
sensación de que se estaba preparando para algo, aunque no sabía qué.

Su abuelo se enorgullecía de ser tanto obrero como sangre azul. Fumaba


cigarrillos Chesterfield, la marca que le dieron por primera vez en la fábrica, donde su
propio padre había insistido en que pasara los veranos, y comió en el mostrador de la
Luncheonette de Clark, donde era conocido como el Viejo. Le gustaban tanto Marty
Robbins como lo que la madre de Danny describió como “la histriónica de Puccini”.
Ella lo llamaba su “acto de hombre de la gente”.

Había poca advertencia cuando los padres de Danny llegaban de visita a la


ciudad. Su abuelo sólo decía: —Prepara la mesa para cuatro personas mañana,
Bernadette. Los Haraganes nos honran con su presencia. —Su madre era profesora de
arte renacentista. No estaba completamente seguro de lo que hacía su padre:
microinversiones, creación de carteras, coberturas del mercado extranjero. Parecía
cambiar con cada visita y nunca parecía ir bien. Lo que Danny sabía era que sus padres
vivían del dinero de su abuelo y que la necesidad de más era lo que los atraía a New
Haven. —Lo único —decía su abuelo, y Danny no tenía el corazón para discutir.

Las conversaciones alrededor de la gran mesa de la cena siempre trataban sobre


vender Black Elm y se volvieron más urgentes a medida que el vecindario alrededor de
la vieja casa comenzó a cobrar vida. Un escultor de Nueva York había comprado una
casa antigua en ruinas por un dólar, la demolió y construyó un vasto estudio de espacios
abiertos para su trabajo. Había convencido a sus amigos para que lo siguieran, y el
Westville de repente comenzó a sentirse a la moda.

—Este es el momento de vender —decía su padre—. Cuando la tierra finalmente


vale algo.

—Sabes cómo es esta ciudad —dijo su madre. «Esta ciudad»—. No durará.

—No necesitamos tanto espacio. Se va a desperdiciar; solo el mantenimiento


cuesta una fortuna. Ven a Nueva York. Podríamos verte más a menudo. Podríamos
llevarte a un edificio de porteros o podrías mudarte a un lugar cálido. Danny podría ir a
Dalton o Exeter.

Su abuelo decía: —De las escuelas privadas resultan pusilánimes. No volveré a


cometer ese error.

El padre de Danny había asistido a Exeter.

A veces Danny pensaba que a su abuelo le gustaba jugar con los Haraganes.
Examinaba el whisky en su vaso, se recostaba, apoyaba los pies junto al fuego si era
invierno, contemplaba las formaciones de nubes verdes de los olmos que se cernían sobre
el jardín trasero en el verano. Parecería pensar en ello. Debatiría los mejores lugares para
vivir, la ventaja de Westport, la desventaja de Manhattan. Exponía los nuevos
condominios que se alzaban junto a la antigua fábrica de cerveza, y los padres de Danny
lo seguían a donde sus fantasías lo llevaban, ansiosa y esperanzadoramente, tratando de
construir una nueva relación con el viejo.

La primera noche de sus visitas siempre terminaba con, pensaré en ello, las mejillas
de su padre sonrojadas por el licor, su madre agarrando un capullo de su felpa de
cachemira alrededor de sus hombros. Pero al final del día dos, los Haraganes
comenzarían a ponerse inquietos, irritables. Presionarían un poco más y su abuelo
comenzaría a retroceder. Para la tercera noche, estaban discutiendo, el fuego en la
parrilla chispeaba y humeaba cuando nadie recordaba agregar otro tronco.

Durante mucho tiempo, Danny se preguntó por qué su abuelo seguía jugando ese
juego. No fue hasta que fue mucho mayor, cuando su abuelo se fue, y Danny estaba solo
en las torres oscuras de Black Elm, que se dio cuenta de que su abuelo había estado solo,
que su rutina de cenar y recoger alquileres y leer Kipling podría no ser suficiente para
llenar la oscuridad al final del día, que podía extrañar a su hijo tonto. Fue solo entonces,
acostado de lado en la casa vacía, rodeado de un nido de libros, que Darlington
comprendió cuánto exigía Black Elm y qué poco le devolvía.

Las visitas de los Haraganes siempre terminaban de la misma manera: sus padres
partían en una oleada de indignación y el aroma del perfume de su madre: Caron Poivre,
Darlington había descubierto en una fatídica noche en París el verano después de su
segundo año, cuando finalmente había reunido la valentía de pedirle una cita a
Angelique Brun y llegó a su puerta, ella luciendo gloriosa en satén negro, y con las
muñecas impregnadas con el costoso hedor de su juventud miserable. Él alegó una
migraña y acortó la noche.

Los padres de Danny habían insistido en que se lo llevarían, que lo matricularían


en una escuela privada, que lo llevarían de regreso a Nueva York con ellos. Al principio
Danny había estado emocionado y aterrorizado por estas amenazas. Pero pronto llegó
a comprender que eran golpes vacíos dirigidos a su abuelo. Sus padres no podían pagar
escuelas costosas sin el dinero de Arlington, y no querían que un niño interfiriera con su
libertad.

Una vez que los Haraganes se hubieran ido, Danny y su abuelo irían a cenar a
Clark's y su abuelo se sentaría y hablaría con Tony sobre sus hijos y miraría las fotos
familiares y ellos ensalzarían el valor del “trabajo bueno y honesto” y luego su abuelo
agarraría la muñeca de Danny.

—Escucha —decía, con los ojos relucientes y húmedos cuando lo mirabas tan de
cerca—. Escucha. Intentarán tomar la casa cuando yo muera. Intentarán tomarlo todo.
No los dejes.

—No vas a morir —decía Danny.

Y su abuelo guiñaba un ojo, se reía y respondía: —Todavía no. —Una vez,


instalado en una cabina roja, el olor a papitas fritas y salsa de carne espesa en el aire,
Danny se había atrevido a preguntar—: ¿Por qué me tuvieron siquiera?

—Les gustó la idea de ser padres —dijo su abuelo, agitando la mano sobre los
restos de su cena—. Mostrarte a sus amigos.

—¿Y luego me botaron aquí?

—Yo no quería que te criaran niñeras. Les dije que les compraría un apartamento
en la ciudad de Nueva York si te dejaban conmigo.

A Danny le pareció bien en ese momento, porque su abuelo sabía que era lo
mejor, porque su abuelo había trabajado para ganarse la vida. Y si tal vez una parte de él
se preguntaba si el anciano solo quería otra oportunidad de criar a un hijo, si se había
preocupado más por la línea Arlington de lo que podría ser mejor para un niño solitario,
el resto de él sabía que no debía transitar por ese pasillo oscuro.

Cuando Danny creció, se propuso estar fuera de la casa cuando los Haraganes
llegaran a la ciudad. Estaba avergonzado por la idea de quedarse, esperando un regalo
o una señal de interés en su vida. Se había cansado de verlos jugar el mismo drama con
su abuelo y ver que los consentía.

—¿Por qué no dejan solo al viejo y vuelven a perder su tiempo y su dinero? —Se
burló de ellos cuando salía de la casa.

—¿Cuándo se volvió tan piadoso el principito? —le había replicado su padre—.


Sabrás cómo es cuando caigas en desgracia.

Pero Darlington nunca tuvo la oportunidad. Su abuelo se enfermó. Su médico le


dijo que dejara de fumar, que cambiara la forma en que comía, que podía comprarse
unos meses más, tal vez incluso un año. El abuelo de Danny se negó. Tendría las cosas
a su manera o no tendría nada. Una enfermera fue contratada para vivir en la casa.
Daniel Tabor Arlington se volvió más gris y más frágil.

Los Haraganes llegaron para quedarse, y de repente Black Elm se sintió como
territorio enemigo. La cocina estaba llena de los alimentos especiales de su madre, pilas
de envases de plástico, pequeñas bolsas de granos y nueces que llenaban los mostradores.
Su padre paseaba constantemente por las habitaciones de la planta baja, hablando por
su teléfono celular, sobre la valuación de la casa, la ley de sucesiones, la ley de impuestos.
Bernadette fue desterrada a favor de un equipo de limpieza que aparecía dos veces por
semana en una camioneta verde oscuro y usaba solo productos orgánicos.

Danny pasó la mayor parte de su tiempo en el museo o en su habitación con la


puerta cerrada, perdido en los libros que consumía como una llama absorbiendo aire,
tratando de mantenerse encendido. Practicaba su griego, comenzó a enseñarse
portugués.
La habitación de su abuelo estaba abarrotada de equipos: vías intravenosas para
mantenerlo hidratado, oxígeno para mantenerlo respirando, una cama de hospital junto
al enorme lecho de cuatro postes con dosel para mantenerlo elevado. Parecía que un
viajero del tiempo del futuro se había apoderado del espacio oscuro.

Cada vez que Danny intentaba hablar con su abuelo sobre lo que estaban
haciendo sus padres, sobre el agente de bienes raíces que había venido a recorrer la
propiedad, su abuelo le agarraba la muñeca y miraba significativamente a la enfermera.
—Ella escucha —siseó.

Y tal vez ella lo hacía. Darlington tenía quince años. No sabía cuánto de lo que
decía su abuelo era cierto, si el cáncer hablaba o las drogas.

—Me mantienen con vida para que puedan controlar la propiedad, Danny.

—Pero tu abogado...

—¿Crees que no pueden hacerle promesas? Déjame morir, Danny. Sangrarán


Black Elm hasta que se seque.

Danny salió solo para sentarse en el mostrador de Clark's, y cuando Leona puso
un plato de helado frente a él, tuvo que presionar las palmas de sus manos contra sus
ojos para no llorar. Se había sentado allí hasta que tuvieron que cerrar y solo entonces
tomó el autobús a casa.

Al día siguiente, encontraron a su abuelo frío en su cama. Había caído en coma


y no podía ser revivido. Hubo conversaciones furiosas y susurradas, puertas cerradas y
su padre le gritó a la enfermera.

Danny había pasado sus días en el Museo Peabody. Al personal no le importaba.


Había toda una manada de niños que eran arrojados allí durante los veranos. Había
caminado por el cuarto del mineral; comulgó con la momia, el calamar gigante y la rapaz
de Crichton; trató de volver a dibujar el mural de reptiles. Caminaba por el campus de
Yale, pasaba horas descifrando los diferentes idiomas sobre las puertas de la Biblioteca
Sterling, se sentía atraído una y otra vez por la colección de cartas del tarot de Beinecke,
al impenetrable Manuscrito Voynich. Mirar fijamente sus páginas era como estar parado
en Lighthouse Point de nuevo, esperando que el mundo se revelara.

Cuando comenzaba a oscurecer, tomaba el autobús a su casa y se arrastraba por


las puertas del jardín, moviéndose silenciosamente por la casa, retirándose a su
habitación y a sus libros. Las materias ordinarias ya no eran suficientes. Era demasiado
viejo para creer en la magia, pero necesitaba creer que había algo más en el mundo que
vivir y morir. Entonces llamó a su necesidad un interés en lo oculto, lo arcano, los
objetos sagrados. Pasó su tiempo buscando el trabajo de alquimistas y espiritistas que
habían prometido formas de mirar lo invisible. Todo lo que necesitaba era un vistazo,
algo para sostenerlo.

Danny se había acurrucado en su habitación de la torre alta, leyendo a Paracelso


al lado de la traducción de Waite, cuando el abogado de su abuelo llamó a la puerta. —
Vas a tener que tomar algunas decisiones —dijo—. Sé que quieres honrar la memoria de
tu abuelo, pero debes hacer lo que sea mejor para ti.

No era un mal consejo, pero Danny no tenía idea de lo que podría ser mejor para
él.

Su abuelo había vivido del dinero Arlington, repartiéndolo como mejor le


parecía, pero el estado le prohibía dejar la finca a nadie más que a su hijo. La casa era
otra historia. Se mantendría en un fideicomiso para Danny hasta que tuviera dieciocho
años.

Danny se sorprendió cuando su madre apareció en la puerta de su habitación. —


La universidad quiere la casa —dijo, y luego miró alrededor de la sala de la torreta
circular—. Si todos firmamos, las ganancias se pueden compartir. Puedes venir a Nueva
York.

—No quiero vivir en Nueva York.

—No puedes comenzar a imaginar las oportunidades que se abrirán allí para ti.

Casi un año antes, había tomado el Metro-Norte a la ciudad, pasó horas


caminando por Central Park, sentado en el Templo de Dendur en el Met. Había ido al
edificio de apartamentos de sus padres, pensó en tocar el timbre, pero perdió los nervios.
—No quiero dejar Black Elm.

Su madre se sentó al borde de la cama. —Solo la tierra es valiosa, Danny. Tienes


que entender que esta casa no vale nada. Es peor que inútil. Agotará cada dólar que
tengamos.

—No voy a vender Black Elm.

—No tienes idea de cómo es el mundo, Daniel. Todavía eres un niño, y lo


envidio.

—Eso no es lo que envidias.

Las palabras surgieron bajas y frías, exactamente como Danny quería que
sonaran, pero su madre simplemente se rió. —¿Qué crees que va a pasar aquí? Hay
menos de treinta mil dólares en el fideicomiso para tu educación universitaria, por lo
que, a menos que pienses que te gustaría hacer algunos amigos en UConn, es hora de
comenzar a reevaluar las cosas. Tu abuelo te vendió una idea falsa de los bienes. Él te
guio como nos guio a nosotros. ¿Crees que serás un Lord de Black Elm? No gobiernas
este lugar. Él te gobierna a ti. Toma lo que puedas de él ahora.

«Esta ciudad. »

Danny se quedó en su habitación. Cerró la puerta. Comió barritas de granola y


bebió agua del lavabo de su baño. Supuso que era una especie de luto, pero tampoco
sabía qué hacer. Había un alijo de mil dólares escondido en una copia de 1776 de
McCullough en la biblioteca. Cuando tuviera dieciocho años tendría acceso a su fondo
universitario. Más allá de eso, no tenía nada. Pero no podía soltar a Black Elm, no podía,
no para que alguien pudiera atravesar sus paredes con una bola de demolición. No por
nada. Este era su lugar.

¿Quién sería él desarraigado de esta casa? De sus jardines salvajes y piedra gris,
de los pájaros que cantaban en sus setos, de las ramas desnudas de sus árboles. Había
perdido a la persona que mejor lo conocía, que más lo amaba. ¿A qué más podía
aferrarse?
Y luego, un día, se dio cuenta de que la casa se había quedado en silencio, que
había escuchado el auto de sus padres retumbar en el camino, pero nunca los escuchó
regresar. Abrió la puerta y bajó las escaleras para encontrar Black Elm completamente
vacío. No se le había ocurrido que sus padres simplemente podrían irse. ¿Los había
mantenido en secreto como rehenes, obligándolos a quedarse en New Haven para
prestarle atención por primera vez en su vida?

Al principio estaba eufórico. Encendió todas las luces, la televisión de su


habitación y la del estudio de abajo. Comió los restos de comida del refrigerador y
alimentó al gato blanco que a veces merodeaba por los jardines al anochecer.

Al día siguiente, hizo lo que siempre hacía: se levantó y fue al Peabody. Llegó a
casa, comió carne seca y se fue a la cama. Lo hizo una y otra vez. Cuando comenzó el
año escolar, fue a la escuela. Respondió todo el correo que llegó a Black Elm. Vivía de
Gatorade y rollos de pollo de 7-Eleven. Le daba vergüenza que a veces echaba más de
menos a Bernadette que a su abuelo.

Un día llegó a casa y apretó el interruptor en la cocina, solo para descubrir que la
electricidad había sido apagada. Sacó todas las mantas y el viejo abrigo de piel de su
abuelo del ático y durmió enterrado debajo de ellos. Observó su aliento en el silencio de
la casa. Durante seis largas semanas vivió en el frío y la oscuridad, haciendo su tarea a
la luz de las velas, durmiendo con la vieja ropa de esquí que descubrió en un baúl.

Cuando llegó la Navidad, sus padres aparecieron en la puerta de entrada de Black


Elm, con las mejillas sonrosadas y sonrientes, cargados de regalos y bolsos de Dean &
DeLuca, un Jaguar al ralentí en el camino.

Danny cerró las puertas y se negó a dejarlos entrar. Cometieron el error de


enseñarle que podía sobrevivir.

Danny trabajaba en el almuerzo. Consiguió un trabajo retirando estiércol y


semillas en Edgerton Park. Recibía boletos en el Lyric Hall. Vendió ropa y muebles del
ático. Era suficiente para mantenerlo alimentado y mantener las luces encendidas. Sus
pocos amigos nunca fueron invitados. No quería preguntas sobre sus padres o sobre lo
que un adolescente estaba haciendo solo en una casa grande y vacía. La respuesta que
no podía dar era simple: la estaba cuidando. Estaba manteniendo viva a Black Elm. Si
se fuera, la casa moriría.

Pasó un año, y luego otro. Danny se las arregló. Pero no sabía cuánto tiempo
podría seguir haciendo las paces con todo. No estaba seguro de lo que vendría después.
Ni siquiera estaba seguro si podría permitirse el lujo de postularse a la universidad con
sus amigos. Se tomaría un año libre. Trabajaría, esperaría el dinero de su fideicomiso.
¿Y entonces? No lo sabía. No lo sabía y estaba asustado porque tenía diecisiete años y
ya estaba cansado. Nunca había pensado en la vida durante tanto tiempo, pero ahora
parecía imposible seguir así.

Más tarde, al recordar lo que sucedió, Danny nunca pudo estar seguro de lo que
pretendía esa noche a principios de julio. Había estado entrando y saliendo de Beinecke
y Peabody durante semanas, investigando elixires. Había pasado largas noches
reuniendo ingredientes y enviando a buscar lo que no podía recoger ni robar. Luego
había comenzado la preparación. Durante treinta y seis horas seguidas había trabajado
en la cocina, dormitando cuando podía, activando la alarma para despertarlo en la
siguiente etapa de la receta. Cuando por fin miró el espeso jarabe de alquitrán en el fondo
del arruinado Le Creuset de Bernadette, dudó. Sabía que lo que intentaba era peligroso.
Pero se había quedado sin cosas en las que creer. La magia era todo lo que le quedaba.
Era un niño en una aventura, no un niño tragando veneno.

El hombre de UPS lo había encontrado tirado en los escalones a la mañana


siguiente, con sangre saliendo de sus ojos y boca. Había salido por la puerta de la cocina
antes de colapsar.

Danny se despertó en una cama de hospital. Un hombre con una chaqueta de


tweed y una bufanda a rayas estaba sentado al lado de su cama.

—Mi nombre es Elliot Sandow —dijo—. Tengo una oferta para ti. —La magia
casi lo había matado, pero al final lo había salvado. Como en las historias.
Traducido por Azhreik

Alex se acurrucó en el asiento junto a la ventana en la Madriguera, y Dawes le


trajo una taza de chocolate caliente. Había colocado un malvavisco gourmet encima, de
la clase que lucía como una piedra toscamente labrada arrancada de un yunque.

—Fuiste al Inframundo —dijo Dawes—. Te ganaste un premio.

—No hasta el Inframundo.

—Entonces regresa el malvavisco. —Lo dijo tímidamente, como temerosa de


hacer la broma, y Alex protegió su taza para mostrar que le seguía la corriente. Le
agradaba esta Dawes, y pensó que tal vez a esta Dawes le agradaba ella.

—¿Cómo fue?

Alex miró hacia los tejados a la luz de la mañana tardía. Desde aquí podía ver
las tejas grises de Cabeza de Lobo y parte del patio trasero cubierto de enredaderas, un
contenedor de reciclaje azul estaba apoyado precariamente contra la pared. Lucía tan
ordinario.

Apartó su emparedado de tocino y huevo. Usualmente podía comerse dos ella


sola, pero aún podía sentir el agua tirando de ella hacia abajo y estaba destrozándole el
apetito. ¿Realmente había cruzado? ¿Cuánto era ilusión y cuánto era real? Describió lo
que pudo y lo que el Novio requirió.

Cuando terminó, Dawes dijo: —No puedes ir al departamento de Tara Hutchins.

Alex cogió su emparedado. —Acabo de decirte sobre mi viaje con los muertos en
un río lleno de cocodrilos de ojos dorados y ¿eso es lo que tienes que decir?

Pero aparentemente una probada de aventura había sido suficiente para Dawes.
—Si el decano Sandow descubre lo que le hiciste a Salome para meternos en el templo…
—Salome tal vez lloriquee con sus amigas, pero no va a involucrar a los peces
gordos. Ofrecernos acceso al templo, robar de Pergamino y Llave, todo es demasiado
embrollado.

—¿Y si lo hace?

—Yo lo negaré.

—¿Y quieres que yo también lo niegue?

—Quiero que pienses en lo que es importante.

—¿Y vas a amenazarme? —Dawes mantuvo los ojos sobre la taza de cocoa, su
cucharilla girando una y otra vez.

—No, Dawes. ¿Temes que lo haré?

La cucharilla se detuvo. Dawes levantó la vista. Sus ojos eran de un cálido café
oscuro, y la luz del sol caía sobre su moño desaliñado haciendo que lo rojo de su cabello
resplandeciera más. —No creo que tema —dijo, como si estuviera sorprendida por el
hecho ella misma—. Tu reacción fue… extrema. Pero Salome estaba equivocada. —
Dawes con su lado despiadado—. Aun así, si el decano descubre que hiciste un trato
con un Gris…

—No lo descubrirá.

—Pero si lo descubre…

—Temes que te amonestará por ayudarme. No te preocupes. No me chivaré.


Pero Salome te vio. Tal vez tengas que mantenerla callada también.

Dawes abrió mucho los ojos y entonces se percató que Alex estaba bromeando.
—Oh. Claro. Es solo… realmente necesito este trabajo.

—Lo entiendo —dijo Alex. Tal vez mejor que nadie más que se hubiera sentado
bajo este techo—. Pero necesito algo que perteneciera a Tara. Voy a su departamento.

—¿Siquiera sabes dónde vivía?

—No —admitió Alex.

—Si el detective Turner descubre…


—¿Qué va a descubrir el detective Turner? ¿Qué fui a medio camino del
Inframundo para hablar con un fantasma? Estoy bastante segura que eso no cuenta como
manipular a un testigo.

—Pero ir al departamento de Tara, revisar sus cosas… eso es allanamiento de


morada. Es interferir con una investigación de policía activa. Podrían arrestarte.

—Solo si me atrapan.

Dawes sacudió la cabeza decisivamente. —Estás cruzando una línea. Y no puedo


seguirte si vas a ponernos a ambas y a Lethe en riesgo. El detective Turner no quieres
que te involucres y hará lo que tenga que hacer para proteger este caso.

—Buen punto —dijo Alex, considerándolo. Así que tal vez en lugar de eludir a
Turner, podría ir a través de él.

Alex deseaba esconderse en la Madriguera y dejar que Dawes le hiciera tazas


de cocoa. No le habría importado un poco de maternidad. Pero necesitaba regresar al
campus antiguo, para renovar su sujeción en el mundo ordinario antes que las cosas que
realmente importaban se perdieran.

Dejó a Dawes enfrente del Dramat, pero no antes de preguntar por el nombre
que había oído (o creyó oír) en las tierras fronterizas. —¿Jean Du Monde? ¿O tal vez
Jonathan Desmond?

—No me suena conocido —dijo Dawes—. Pero haré unas cuantas búsquedas y
veré la librería qué tiene que decir una vez que regrese a Il Bastone.

Alex vaciló y entonces dijo: —Ten cuidado, Dawes. Mantén los ojos abiertos.

Dawes parpadeó. —¿Por qué? —dijo—. No soy nadie.

—Eres Lethe y estás viva. Eres alguien.

Dawes parpadeó de nuevo, como un mecanismo esperando que un engranaje


girara, que la ruedilla de la derecha hiciera clic par que pudiera continuar moviéndose.
Entonces su visión se aclaró y apretó las cejas. —¿Lo viste? —dijo con prisa, mirándose
los pies—. ¿Del otro lado?

Alex sacudió la cabeza. —North clama que él no está allí.

—Eso tiene que ser una buena señal —dijo Dawes—. El miércoles podemos
invocarlo de vuelta. Lo traeremos a casa. Darlington sabrá qué hacer sobre todo.

«Tal vez» Pero Alex no iba a apostar su vida en la espera.

—¿Sabes mucho sobre los asesinatos del Novio? —preguntó Alex. Solo porque
sabía el nombre de North, no tenía que convertir en hábito el usarlo. Solo fortalecería su
vínculo.

Dawes se encogió de hombros. —Está en todos los recorridos turísticos


embrujados de Connecticut junto con Jennie Cramer y esa casa en Southington.

—¿Dónde ocurrió?

—No estoy segura. No me gusta leer sobre esa clase de cosas.

—Elegiste la línea de trabajo errónea, Dawes. —Inclinó la cabeza—. ¿O te eligió


a ti? —Recordaba la historia de Darlington sobre despertar en el hospital a los diecisiete
años, con una intravenosa en el brazo y la tarjeta del decano Sandow en la mano. Era
algo que tenían en común, aunque nunca se había sentido realmente así.

—Se me acercaron por el tema de mi disertación. Encajaba bien para investigarlo.


Fue trabajo aburrido hasta que… —Se interrumpió. Los hombros tuvieron un espasmo
como si alguien hubiera tironeado de sus cuerdas. Hasta Darlington. Dawes se frotó los
ojos con las manos enguantadas—. Te dejaré saber si descubro algo.

—Dawes… —empezó Alex.

Pero Dawes ya estaba apresurándose camino a la Madriguera.

Alex miró alrededor, esperando ver al Novio, preguntándose si el gluma o su amo


sabían que había sobrevivido, si una emboscada la estaría esperando a la vuelta de la
siguiente esquina. Necesitaba regresar al dormitorio.
Alex pensó en el pasaje que el Novio había citado de “Idilios del Rey”, el peso
siniestro de las palabras. Si recordaba correctamente, ese pasaje era sobre el romance de
Geraint con Enid, un hombre vuelto loco por los celos, aunque su esposa había
permanecido fiel. No inspiraba confianza precisamente. «Mejor morir que dudar.» ¿Por qué
Tara había elegido esas líneas para su tatuaje? ¿Había estado relacionada a Enid o solo
le habían gustado el sonido de las palabras? ¿Y por qué alguien de Pergamino y Llave
los compartiría con ella? Alex no podía imaginar a uno de los Cerrajeros diciendo gracias
por un subidón particularmente dulce con un recorrido en la tumba y educación sobre
su mitología. E incluso si Alex no estaba sacando algo de la nada, ¿cómo vender hierba
a unos pocos estudiantes se convirtió en asesinato? Tenía que haber algo más en juego
aquí.

Alex recordaba yacer de espaldas en esa intersección, viendo a través de los ojos
de Tara en sus últimos momentos, viendo la cara de Lance por encima de la suya. ¿Pero
qué tal si no había sido Lance en absoluto? ¿Qué tal si había sido alguna clase de
glamour?

Recorrió la Calle High hacia el comedor del Colegio Hopper. Deseaba la


seguridad de su dormitorio, pero las respuestas podían protegerla mejor que cualquier
barrera. Aunque Turner le había advertido sobre no alertar a Tripp, era el único nombre
que tenía y la única conexión directa entre las sociedades y Tara.

Aún era temprano, pero claro, allí estaba él sentado ante una mesa larga con unos
cuantos de sus colegas, todos con pantaloncillos sueltos y gorras de beisbol y vellones,
todos con las mejillas sonrosadas y agitados por el viento a pesar de que ella sabía que
debían estar resacosos. Aparentemente, la riqueza era mejor que las inyecciones de
vitaminas. Darlington había estado cortado de la misma tela costosa, pero tenía una cara
real, una con un poco de dureza.

Mientras se aproximaba, vio que los amigos de Tripp giraban sus ojos hacia ella,
la evaluaban y descartaban. Se había duchado en la Madriguera, se cambió a un
conjunto de ropa deportiva de Lethe y se cepilló el cabello. Después de ser empujada en
el tráfico y ahogarse, era todo el esfuerzo que le debía a cualquiera.

—Hola, Tripp —dijo con tranquilidad—. ¿Tienes un minuto?


Él se giró hacia ella. —¿Quieres invitarme al baile de graduación, Stern?

—Depende. ¿Vas a ser una buena zorrita y consentir? —Los amigos de Tripp
silbaron y uno de ellos dejó escapar un largo «Ohhhh mierda». Ahora la estaban
mirando—. Necesito hablar contigo sobre ese conjunto de problemas.

Las mejillas de Tripp se sonrojaron, pero entonces cuadró los hombros y se


levantó. —Claro.

—Tráelo temprano a casa —dijo uno de sus amigos.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Quieres tu turno con él?

Silbaron de nuevo y aplaudieron como si ella hubiera lanzado un golpe


impresionante.

—Eres algo sucia, Stern —dijo Tripp por encima de su hombro mientras ella lo
seguía hasta el comedor—. Me gusta.

—Ven aquí —dijo. Lo condujo al piso superior, más allá de las ventanas de vitral
de la vida de plantación que había sobrevivido al cambio de nombre del colegio de “el
esclavismo es algo positivo” Calhoun a Hopper. Unos cuantos años antes un conserje
negro había estrellado uno de ellos hasta hacerlo añicos.

La cara de Tripp cambió, la travesura ansiosa tironeó de su boca. —¿Qué pasa,


Stern? —dijo cuando entraron en la sala de lectura. Estaba vacía.

Cerró la puerta detrás de ella y la sonrisa de él se ensanchó… como si realmente


pensara que ella estaba a punto de hacer una movida.

—¿Cómo conoces a Tara Hutchins?

—¿Qué?

—¿Cómo la conoces? He visto los registros de su teléfono —mintió—. Sé con qué


frecuencia se contactaban.

Él frunció el ceño y se reclinó contra el respaldo de un sillón de cuero, doblando


los brazos. El malhumor no le quedaba. Tironeaba de sus rasgos redondos de dulzura
infantil a un niño enojado. —¿Ahora eres policía?
Ella caminó hacia él y lo vio ponerse rígido, diciéndose no retroceder. Su mundo
se trataba todo de deferencia, moviéndose en patrones laterales. No caminabas hacia
alguien directamente. No los veías a los ojos. Eras relajado. Estabas bien con eso. Podías
aguantar una broma.

—No me hagas decir que yo soy la ley, Tripp. Tendré problemas manteniendo la
cara seria.

Él entrecerró los ojos. —¿De qué se trata esto?

—¿Qué tan estúpido eres? —Él abrió la boca por reflejo. Su labio inferior lucía
húmedo. ¿Alguna vez le había hablado alguien a Tripp Helmuth de esta forma?—. Es
sobre una chica muerta. Quiero saber qué era para ti.

—Ya hablé con la policía.

—Y ahora estás hablando conmigo. Sobre una chica muerta.

—No tengo que…

Ella se inclinó hacia él. —Sabes cómo funciona esto, ¿verdad? Mi trabajo… el
trabajo de Casa Lethe, es evitar que las mierdecillas creídas como tú causen problemas
a la administración.

—¿Por qué estás siendo tan repelente? Creí que éramos amigos.

«¿Por todos los juegos de beber que jugamos y el verano que pasamos en Biarritz?» ¿él
realmente no conocía la diferencia entre amigos y amigable?

—Somos amigos, Tripp. Si no fuera tu amiga, ya habría llevado esto al decano


Sandow, pero no quiero revuelo y no quiero causarte problemas a ti o a Huesos si no
tengo que hacerlo.

Sus grandes hombros se encogieron. —Solo fue un escarceo.

—Tara no parece las de tu tipo.

—No conoces mi tipo. —¿Realmente estaba intentando coquetear para salir de


esto? Le sostuvo la mirada y él apartó los ojos—. Era divertida —murmuró.

Por primera vez, Alex tuvo la sensación que estaba siendo honesto.
—Apuesto que lo era —dijo Alex suavemente—. Siempre tenía una sonrisa,
siempre alegre de verte. —De eso se trataba vender. Tripp probablemente no entendía
que él solo era un cliente, que era un amigo siempre y cuando tuviera efectivo a mano.

—Era agradable. —¿Le importaba que ella estuviera muerta? ¿Había algo más
atormentado que una resaca en sus ojos o Alex solo deseaba creer que a él le importaba
una mierda?—. Juro que todo lo que hicimos fue follar y fumar un par de pipas.

—¿Alguna vez la encontraste en su casa?

Él sacudió la cabeza. —Ella siempre venía a mí.

Por supuesto que descubrir su dirección no sería tan fácil. —¿Alguna vez la viste
con alguien de otra sociedad?

Otro encogimiento de hombros. —No lo sé. Mira, Lance y T eran vendedores,


conseguían la mejor hierba que he tenido nunca, como la mierda más exuberante y verde
que hayas visto. Pero yo no llevaba registro de con quién pasaba el tiempo.

—Te pregunté si la viste con alguien.

Él bajó más la cabeza. —¿Por qué estás siendo así?

—Ey —dijo suavecito. Le palmeó el hombro—. Sabes que no estás en problemas,


¿verdad? Vas a estar bien. —Sintió que algo de la tensión en él se relajaba.

—Estás siendo muy grosera.

Estaba dividida entre desear abofetearlo o acostarlo en la cama con su mantita


favorita y una taza de leche tibia.

—Solo estoy intentando conseguir algunas respuestas, Tripp. Sabes cómo es.
Solo intento hacer mi trabajo.

—Te entiendo, te entiendo. —Lo dudaba, pero él se sabía el guion. Chico regular
era Tripp Helmuth. Trabajando duro o apenas trabajando.

Le sujetó el hombro con más firmeza. —Pero necesitas entender esta situación.
Una chica murió. ¿Y esta gente con la que se llevaba? No son tus amigos y tú no vas a
ser duro o no chivarte o nada de esa mierda que has visto en las películas, porque esto
no es una película, esta es tu vida, y tienes una buena vida, y no quieres que se arruine,
¿sí?

Tripp mantuvo los ojos sobre sus zapatos. —Sí, ok. Sí. —Creyó que empezaría a
llorar.

—¿Entonces con quién viste a Tara?

Cuando Tripp terminó de hablar, Alex se inclinó hacia atrás. —¿Tripp?

—¿Sí? —Seguía mirándose los zapatos… sandalias ridículas de plástico, como si


el verano nunca se hubiera detenido para Tripp Helmuth.

—Tripp —repitió, y esperó que él levantara la cabeza y se encontrara con sus


ojos. Ella sonrió—. Eso es todo. Terminamos. Se acabó. —«No tienes que volver a pensar
en esa chica de nuevo. El cómo la follaste y la olvidaste. Cómo creíste que podría darte un buen
descuento si hacías que se corriera. Cómo te excitaba estar con alguien que se sentía un poco
peligrosa.»—. ¿Estamos bien? —preguntó. Este era el lenguaje que él entendía.

—Sí.

—No permitiré que esto vaya más lejos, lo prometo.

Y entonces él lo dijo y ella supo que no le contaría a nadie sobre esta


conversación; ni a sus amigos ni a los Hueseros. —Gracias.

Ese era el truco: hacerle creer que él tenía más que perder que ella.

—Una última cosa, Tripp —dijo mientras él se escurría de vuelta al comedor—.


¿Tienes una bicicleta?

Alex pedaleó encima del pasto, más allá de tres iglesias, luego por la Calle State
y más allá de la autopista. Tenía aproximadamente doscientas páginas de lectura que
hacer si no deseaba atrasarse esta semana, y posiblemente un monstruo la perseguía,
pero ahora mismo necesitaba hablar con el Detective Abel Turner.
Una vez que salías del campus, New Haven perdía sus pretensiones
tremendamente: tiendas de a dólar y bares de deportes asquerosos compartían espacio
con mercados gourmet y cafeterías lustrosas; salones de uñas baratos y puestitos de
celulares estaban junto a tiendas de fideos elegantes y boutiques que vendían jabones
pequeños e inútiles. Dejó a Alex intranquila, como si la identidad de la ciudad siguiera
cambiando enfrente de ella.

La calle Street solo era una larga extensión de nada: estacionamientos, líneas de
electricidad, las vías de tren al este, y la estación de policía era solo un edificio amplio,
feo y malo de losas color avena. Había espacios muertos como este alrededor de toda la
ciudad, cuadras enteras de monolitos inmensos de concreto que se alzaban sobre plazas
vacías como un dibujo del futuro desde el pasado.

—Brutalista —los había llamado Darlington, y Alex había dicho: —Realmente


parece que los edificios se te estuvieran echando encima en montón.

—No —la corrigió—. Es del francés: brut. Como crudo, porque utilizaban
concreto desnudo. Pero sí, así se siente.

Hubo tiraderos de basura antes y entonces el dinero había entrado en New Haven
del programa de Ciudades Modelo. —Debían limpiar todo, pero construyeron lugares
donde nadie quería estar. Y entonces el dinero se acabó y New Haven solo tenían estas…
brechas.

«Heridas», había pensado Alex en el momento. «Estaba a punto de decir “heridas”,


porque la ciudad estaba viva para él.»

Alex miró su teléfono. Turner no había replicado a sus mensajes. Ella no había
reunido el coraje para llamar, pero ahora estaba aquí y no había más que hacer. Cuando
él no respondió, colgó y marcó de nuevo, y luego de nuevo. Alex no había estado cerca
de una estación de policía desde que Hellie murió. «No solo Hellie murió esa noche», pero
pensar en ello en otros términos, pensar en la sangre, el pudin pálido del cerebro de Len
aferrado al borde de la encimera de la cocina, hacía que su mente corriera como conejo
en pánico alrededor de su cráneo.

Al fin Turner contestó.


—¿Qué puedo hacer por ti, Alex? —Su voz era placentera, solicita, como si no
hubiera nadie más con quien prefiriera hablar.

«Contestar a mis malditos mensajes». Se aclaró la garganta. —Hola, detective Turner.


Me gustaría hablar contigo sobre Tara Hutchins.

Turner soltó una risita; no había otra palabra para ello, era la risa indulgente de
un abuelo de setenta años, aunque Turner no podría tener más de treinta. ¿Siempre era
así en la oficina? —Alex, sabes que no puedo hablar sobre una investigación activa.

—Estoy fuera de la estación de policía.

Una pausa. La voz de Turner era diferente cuando respondió, un poco de esa
calidez jovial había desaparecido. —¿Dónde?

—Justo cruzando la calle.

Otra larga pausa. —Estación de tren en cinco minutos.

Alex paseó la bicicleta de Tripp el resto del camino hasta la cuadra donde estaba
la Estación de Union. El aire era suave, húmedo con la promesa de la nieve. No estaba
segura si estaba sudorosa por el viaje o porque nunca iba acostumbrarse a hablar con
policías.

Acomodó la bicicleta contra una pared junto al estacionamiento y se sentó en


una baja banca de concreto a esperar. Un Gris pasó corriendo con pantaloncillos,
revisando su reloj y apresurado como si temiera que iba a perder el tren. «No vas a llegar
a ese, compañero. A ninguno de los otros.»

Revisó su teléfono, manteniendo un ojo en la calle mientras buscaba el nombre


de Bertram Boyce North. Deseaba un poco de contexto antes de ir a formular sus
preguntas a la biblioteca de Lethe.

Afortunadamente, había bastante en línea. North y su prometida eran algo así


como celebridades. En 1854, él y su prometida, la joven Daisy Fanning Whitlock,
habían sido encontrados muertos en las oficinas de la Compañía de Transportes North
& Hijos, demolida mucho tiempo atrás. Sus retratos eran el primer vínculo bajo New
Haven en el sitio de Embrujados en Connecticut. North lucía apuesto y serio, su cabello
arreglado más esmeradamente de lo que estaba en muerte. La única diferencia era su
camisa blanca limpia, libre de manchas de sangre. Algo frío se le deslizó por la espalda.
A veces, a pesar de sus mayores esfuerzos, se olvidaba que estaba viendo a los muertos,
incluso con la sangre desparramada por su abrigo y camisa elegantes. Ver esta foto
rígida, blanco y negro era diferente. «Él se está desintegrando en una tumba. Es un esqueleto
vuelto polvo.» Podría haber hecho que exhumaran lo que quedaba de él. Podrían pararse
al borde de su tumba juntos y maravillarse ante sus huesos. Alex intentó sacudirse la
imagen.

Daisy Whitlock era hermosa en la forma de cabello oscuro y ojos pétreos que
eran las chicas de esa época. Su cabeza estaba inclinada ligeramente, solo el más leve
rastro de sonrisa en sus labios, sus rizos separados en la mitad y arreglados en círculos
suaves que dejaban su cuello desnudo. Su cintura era diminuta y sus hombros blancos
emergían de una espuma de olanes, un ramo de crisantemos y rosas estaban apretadas
en sus manos delicadas.

En cuanto a la fábrica donde había tenido lugar el asesinato, parte de ella no


había estado terminada en la época del asesinato de North y nunca fue completada.
North & Hijos movió sus operaciones a Boston y continuó haciendo negocios hasta los
primeros años de 1900. No había fotografías de la escena del crimen, solo descripciones
morbosas de sangre y horror, el arma… una pistola que North mantenía en sus nuevas
oficinas en caso de intrusos, aún aferrada en su mano.

Los cuerpos habían sido descubiertos por la doncella de Daisy, una mujer
llamada Gladys O’Donaghue, quien había salido gritando a las calles. Había sido
encontrada casi a un kilómetro de distancia histérica, en la esquina de Chapel y High.
Incluso después de una tranquilizadora dosis de brandy, tenía poca información que
ofrecer a las autoridades. El crimen parecía más que obvio; solo el motivo ofrecía alguna
clase de intriga. Había teorías de que Daisy había estado embarazada de otro hombre,
pero su familia lo había acallado tras la estela de los asesinatos para evitar más
escándalos. Un comentarista sugirió que North había enloquecido por envenenamiento
por mercurio debido al tiempo que había pasado cerca de las fábricas de sombreros
Danbury. La teoría más simple era que Daisy deseaba romper el compromiso y North
no lo aceptó. Su familia deseaba una infusión de capital de los Whitlock… y North
deseaba a Daisy. Había sido la favorita de las columnas de sociedad local y era conocida
como una coqueta, atrevida y a veces inapropiada.

—Ya me agradas —murmuró Alex.

Alex pasó por encima los mapas tanto de la tumba de Daisy como de North y
estaba intentando aumentar la imagen en un antiguo artículo de periódico cuando
Turner llegó a la estación.

No se había molestado con un abrigo. Aparentemente no tenía intención de


quedarse mucho tiempo. Aun así, el hombre podía vestirse. Llevaba un sencillo traje
formal carbón, pero las líneas eran rígidas, y Alex vio los toques cuidadosos: el bolsillo
cuadrado, la delgada franja lavanda en la corbata. Darlington siempre lucía bien, pero
sin esfuerzo. Turner no temía mostrar que se esforzaba.

Tenía la mandíbula apretada y la boca una línea delgada. Fue solo cuando vio a
Alex que su máscara de diplomacia cayó en su lugar. Su ser entero cambió, no solo su
expresión. Su cuerpo se aflojó y tranquilizó, poco amenazador, como descargando
activamente la corriente de tensión que animaba su figura.

Se sentó junto a ella en la banca y descansó los codos sobre las rodillas. —
Necesito pedirte que no te aparezcas en mi lugar de trabajo.

—No respondiste mis mensajes.

—Está sucediendo mucho. Estoy a mitad de una investigación de homicidio


como sabes.

—Era eso o ir a tu casa.

Esa tensión como de descarga volvió al cuerpo de él, y Alex sintió un sobresalto
de gratificación al ser capaz de alterarlo.

—Supongo que Lethe tiene toda mi información personal en archivo —dijo él.
Lethe muy probablemente sabía todo de Turner, desde el número de Seguridad Social
hasta sus gustos en pornografía, pero nadie nunca le había ofrecido echar un vistazo al
archivo. Ni siquiera sabía si Turner vivía en New Haven propiamente dicho. Turner
revisó su teléfono—. Tengo aproximadamente diez minutos que darte.

—Me gustaría que me permitieras hablar con Lance Gressang.

—Seguro. Tal vez te gustaría hacerte cargo del caso.

—Tara no estaba solo conectada a Tripp Helmuth. Ella y Lance estaban


vendiendo a miembros de Pergamino y Llave y Manuscrito. Tengo nombres.

—Adelante.

—No son algo que pueda revelar.

La cara de Turner seguía impasible, pero ella podía sentir su resentimiento


aumentando con cada momento que se vería forzado a ser indulgente con ella. Bien.

—¿Vienes a mí por información, pero no estás dispuesta a compartir la tuya? —


preguntó.

—Permíteme hablar con Gressang.

—Él es el principal sospechoso en una investigación de homicidio. Entiendes eso,


¿verdad? —Una sonrisa de incredulidad había reptado a sus labios. Realmente pensaba
que ella era estúpida. No, que se creía con derechos. Otra Tripp. Tal vez otra Darlington.
Y a él le gustaría esta versión de ella más que la otra que había conocido en la morgue.
Porque esta versión podía ser intimidada.

—Todo lo que necesito son unos cuantos minutos —dijo, añadiendo un tono
quejumbroso a su voz—. En realidad, no necesito tu permiso. Puedo hacer la petición a
través de su abogado, decir que conocí a Tara.

Turner sacudió la cabeza. —Nop. Tan pronto deje esta reunión voy a llamarlo y
hacerle saber que hay una chica loca intentando insertarse en este caso. Tal vez le dejaré
echar un vistazo al video de ti corriendo por Calle Elmo como una tonta.

Una descarga de vergüenza sacudió a Alex mientras pensaba en retorcerse en


mitad de la carretera, con los coches desviándose a su alrededor. Así que Sandow había
compartido el video con Turner. ¿Lo había compartido con alguien más? La idea de que
la profesora Belbalm lo viera hizo que su estómago burbujeara. No era de extrañar que
el detective estuviera doblemente engreído con ella hoy. No solo creía que era estúpida.
Creía que estaba desquiciada. Incluso mejor.

—¿Cuál es el problema? —dijo Alex.

Los dedos de Turner se flexionaron en las piernas inmaculadamente planchadas


de su traje. —¿El problema? No puedo meterte allí a escondidas. Todos los visitantes en
una cárcel están registrados. Tengo que tener una buena razón oficial para llevarte allí.
Los abogados de él tienen que estar allí. Todo tiene que ser grabado.

—¿Me estás diciendo que los polis siempre siguen las reglas?

—La policía. Y si doblo las reglas y la defensa lo descubre, Lance Gressang saldrá
impune del asesinato y yo perdería mi trabajo.

—Mira, cuando fui a casa de Tara…

La mirada de Turner se giró bruscamente hacia ella, los ojos ardiendo, toda la
pretensión de diplomacia había desaparecido. —¿Fuiste a su casa? Si cruzaste esa
cinta…

—Necesitaba saber si…

Él se puso en pie de un salto. Este era el Turner real: joven, ambicioso, forzado a
bailar para abrirse camino en el mundo y estaba harto de eso. Se paseó de aquí para allá
enfrente de la banca, luego la señaló con el dedo. —Permanece jodidamente alejada de
mi caso.

—Turner…

—Detective Turner. No vas a arruinar mi caso. Si te veo cerca de Woodland,


joderé tu vida tanto que nunca volverás a caminar derecha.

—¿Por qué estás siendo tan grosero? —se quejó, robándose una frase de Tripp.

—Este no es un juego para que juegues. Tienes que comprender lo fácil que sería
para mí desbaratar tu vida, encontrar un atado de hierba o pastillas en tu posesión o en
tu dormitorio. Entiende eso.
—No puedes solo… —empezó Alex, con los ojos muy abiertos y el labio
temblando.

—Haré lo que tenga que hacer. Ahora sal de aquí. No tienes idea de la línea
delgada por la que caminas, así que no me presiones.

—Lo entiendo, ¿ok? —dijo Alex sumisamente—. Lo lamento.

—¿Tripp con quién dijo que vio a Tara?

A Alex no le molestaba compartir los nombres. Tenía esa intención desde el


principio. Turner necesitaba saber que Tara había estado vendido a estudiantes que no
estaban en sus registros telefónicos, utilizando un desechable o un teléfono que Lance
había ocultado o destruido. Se miró las manos enguantadas y dijo bajito: —Kate Masters
y Colin Khatri.

Kate era de Manuscrito, pero Alex apenas la conocía. La última vez que le había
hablado fue la noche de la fiesta de Halloween, cuando ella y Mike Awolowo le habían
rogado que no se chivara a Lethe sobre drogar a Darlington. Ella había estado vestida
como la Hiedra Venenosa. Pero a Colin lo conocía. Colin trabajaba para Belbalm y
estaba en Pergamino y Llave. Era lindo, ordenado y tan buen chico como se podía ser.
Lo podía imaginar relajándose con una botella escandalosamente costosa de vino, no
drogándose con mercancía de la ciudad. Pero sabía de su tiempo en la Zona Cero que
las apariencias podían ser engañosas.

Turner se alisó las solapas, las mangas, se pasó las manos por los lados afeitados
de la cabeza. Lo observó recuperar la compostura, y cuando sonrió y guiñó el ojo fue
como si el Turner furioso y hambriento nunca hubiera estado allí. —Me alegra que
tuviéramos esta charla, Alex. Hazme saber si hay algo que pueda hacer para ayudarte
en el futuro.

Se giró y marchó de vuelta a la forma ancha de la estación de policía. No le había


gustado gimotear enfrente de Turner. No le gustaba que la hubiera llamado loca. Pero
ahora sabía en qué calle vivía Tara y el resto sería fácil.
Alex estaba tentada a ir directamente a Woodland y encontrar el departamento
de Tara, pero no deseaba intentar su espionaje en domingo, cuando la gente estaría en
casa. Tendría que esperar hasta mañana. Esperaba que quien sea que hubiera enviado
al gluma tras ella pensaba que estaba tirada en la Madriguera… o muerta. Pero si la
estaban observando, esperaba que la hubieran visto hablando con Turner. Entonces
pensarían que la policía sabía lo que ella sabía, y no tendría sentido callarla. «A menos
que Turner esté involucrado.»

Alex sacudió el pensamiento de su mente mientras pedaleaba de vuelta a las


verjas de Hopper. La precaución era de ayuda; la paranoia era solo otra palabra para
distraída.

Mensajeó a Tripp para hacerle saber dónde había botado su bicicleta dentro de la
verja y se dirigió al campus antiguo, pensando en los vínculos de Tara a las sociedades.
El gluma sugería la participación de Libro y Serpiente, pero hasta ahora no parecía que
Tara hubiera estado vendiendo a nadie en esa sociedad. Tripp la conectaba a Calavera
y Huesos, Colin y ese tatuaje raro la conectaban a Pergamino y Llave, Kate Masters la
conectaba a Manuscrito... y Manuscrito se especializaba en glamour. Si alguien había
estado vestido de magia esa noche, fingiendo ser Lance, Manuscrito probablemente
estaba involucrado. Eso explicaría por qué Alex había visto la cara de Lance en el
recuerdo de Tara del asesinato.

Pero todo eso asumía que la información de Tripp era fiable. Cuando estabas
asustado, decías cualquier cosa para librarte de una mala situación. Ella debería saberlo.
Y Alex no tenía dudas que Tripp felizmente vendería a cualquiera que se le viniera a la
mente para evitarse problemas. Suponía que podía llevar esos nombres a Sandow,
explicarle que Turner ahora estaría revisando sus coartadas, intentar que reconsiderara
la participación de Lethe en la investigación. Pero entonces tendría que explicar que
había obtenido la información fastidiando a un Huesero.

Alex tenía que ser honesta consigo misma. Algo en ella se había soltado cuando
el gluma atacó… la Alex real se enrolló como una serpiente en la piel falsa de quien fingía
ser. Esa Alex había cerrado las mandíbulas sobre Salome, acosó a Tripp, manipuló a
Turner. Pero tenía que ser cuidadosa. «Es esencial que ellos te vean estable, confiable.» No
deseaba dar a Sandow ninguna excusa más para alejarla de Lethe y su única oportunidad
de permanecer en Yale.

Alex sintió una ráfaga de alivio cuando subió los escalones a Vanderbilt. Deseaba
estar detrás de las barreras, ver a Lauren y Mercy y hablar sobre trabajo y chicos.
Deseaba dormir en su propia cama estrecha. Pero cuando Alex entró en los aposentos,
lo primero que escuchó fue llanto. Lauren y Mercy estaban en el sofá. Lauren rodeaba
a Mercy con el brazo y le frotaba la espalda mientras Mercy sollozaba.

—¿Qué sucedió? —dijo Alex.

Mercy no levantó la vista y la cara de Lauren era dura.

—¿Dónde has estado? —espetó.

—La mamá de Darlington necesitaba ayuda con algo.

Lauren rodó los ojos. Aparentemente la excusa de emergencia familiar ya había


pasado el retiro.

Alex se sentó en la mesita de centro maltrecha, sus rodillas chocaron con las de
Mercy. Mercy tenía la cabeza enterrada en sus manos. —Dime lo que está sucediendo.

—¿Puedo mostrarle? —dijo Lauren.

Mercy soltó otro sollozo. —¿Por qué no?

Lauren tendió el teléfono de Mercy. Alex deslizó el bloqueo de la pantalla y vio


una cadena de mensajes con alguien llamado Blake.

—¿Blake Keely? —Era un jugador de lacrosse, si recordaba correctamente. Había


una historia sobre que él pateó en la cabeza a un chico de un equipo rival durante un
juego en la preparatoria. El jugador había estado en el suelo en ese momento. Cada
universidad había revocado su beca; todas excepto Yale. El equipo de lacrosse habían
sido los campeones de la Ivy League durante cuatro años seguidos, y Blake había
conseguido un contrato de modelaje con Abercrombie & Fitch. Sus carteles estaban
pegados por todos los escaparates de Broadway, imágenes gigantes en blanco y negro de
él saliendo sin camisa de un lago de montaña, cargando un árbol de navidad a través de
un bosque nevado, acurrucándose con un cachorro de bulldog junto a una fogata
rugiente.

«Fuiste ardiente anoche. Todos los hermanos coinciden. Ven esta noche de nuevo.» Había
un video adjunto.

Alex no deseaba presionar reproducir, pero lo hizo. El sonido de risa retumbante


repicó desde el teléfono, el golpeteo de una pista de bajo. Blake dijo: —Eyyyyy, ey,
tenemos una chica tan bonita, algo exótico en el menú esta noche, ¿verdad?

Giró la cámara hacia Mercy, quien se rio. Estaba sentada en el regazo de otro
chico, su falda de terciopelo estaba muy levantada en sus muslos, un vaso rojo en la
mano. «Mierda. El Colapso Omega» Alex le había prometido a Mercy que iría con ella,
pero lo había olvidado completamente.

—Llévalo a la otra habitación —dijo Lauren mientras Mercy sollozaba.

Apresuradamente, Alex entró en su dormitorio y cerró la puerta. La cama de


Mercy estaba destendida. Eso, incluso más que sus sollozos eran una señal clara de
estrés.

En el video, la falda de Mercy fue empujada hasta su cintura, y le bajaron las


bragas. —¡Jesús, mira todo ese arbusto! —Blake soltó una risita, un sonido drogado y
atolondrado, sus ojos estaban húmedos de risa—. Es tan lacio. ¿Estás bien, cariño?

Mercy asintió.

—¿No has bebido mucho? ¿Estás sobria y consensual como dicen?

—Apuéstalo.

Los ojos de Mercy estaban brillantes, vivaces, alerta, no vidriosos ni de parpados


pesados. No lucía drogada ni como si le hubieran manipulado la bebida.

—De rodillas, cariño. Tiempo para la china para llevar.

Mercy se arrodilló, con los ojos oscuros muy abiertos y húmedos. Abrió la boca.
su lengua estaba manchada de purpura del ponche. Alex detuvo el video. No, no el
ponche. Conocía ese color. Así habían lucido los sirvientes esa noche en Manuscrito.
Esa era Mérito, la droga de servicio, tomada por los acólitos para renunciar a su
voluntad.

La puerta se abrió y Lauren se deslizó al interior. —No me deja llevarla a l centro


de salud.

—Son violadores. Deberíamos ir a la policía. —Deberían ser buenos para eso por
lo menos.

—Viste el video. Me dijo que apenas bebió.

—La drogaron.

—Yo también lo pensé, pero no actúa así. No luce así. ¿Lo viste?

—Parte. ¿Qué tan mal se pone?

—Malo.

—¿Cuántos chicos?

—Solo los dos. Ella piensa que él se lo va enviar a sus chicos si no lo ha hecho
ya. ¿Por qué no estabas con ella?

«Lo olvidé.» Alex no deseaba decirlo. Porque sí, una chica había sido asesinada y
Alex había sido atacada, pero al final del día, Alex no había dedicado ni un pensamiento
a Mercy, y Mercy se merecía algo mejor. Merecía una noche de fiesta para divertirse y
coquetear y tal vez conocer a un chico lindo al que pudiera besar y llevar a un baile. Por
eso Alex había aceptado ir al Colapso Omega con ella. Le debía a Mercy, quien había
sido amable con ella y ayudó con los ensayos de Alex y nunca le mostró lástima, solo la
empujó a ser mejor. Pero había olvidado todo sobre la fiesta después del ataque del
gluma. Se había enfocado en su miedo y desesperación y su deseo de saber por qué la
estaban persiguiendo.

—¿Con quién fue? —preguntó Alex.

—Charlotte y ese grupo del piso de arriba. —La voz de Lauren era un gruñido
enojado—. Tan solo la dejaron allí.
Si Mercy estaba bajo la influencia de Mérito, entonces habría dicho que estaba
bien, que ellos deberían irse, y ellos no la habrían conocido lo bastante bien para discutir
con ella. Pero si Alex hubiera estado allí, habría visto la lengua purpura de Mercy. Podría
haber detenido esto.

Alex se puso el abrigo de nuevo. Tomó una captura del video y se lo envió a su
propio teléfono mostrando la lengua abierta de Mercy, su lengua purpura de fuera.

—¿A dónde vas? —susurró Lauren furiosamente—. ¿La mamá de Darlington


necesita más ayuda?

—A arreglar esto.

—Ella no quiere que hablemos con la policía.

—No necesito a la policía. ¿Dónde vive Blake?

—La casa Omega.

En Lynwood, en la sucia fila de fraternidades que habían surgido cuando la


universidad había expulsado a las fraternidades del campus años antes.

—Alex… —dijo Lauren.

—Solo intenta mantenerla calmada y no la dejes sola.

Alex salió a zancadas de Vanderbilt y cruzó el campus antiguo. Deseaba ir


directamente a Blake, pero eso no serviría. Un grupo de Grises titilaron por el rabillo de
su visión. —Orale las di Korach —espetó. La maldición de su abuela se sentía bien en su
lengua. Deja que se los traguen vivos. Toda su ira debía haberse reunido en las palabras.
Los Grises se desbandaron como aves.

¿Y qué había del gluma? Si estaba allí afuera cazando, ¿se marcharía corriendo?
Le alegraría un vistazo del Novio, pero no lo había visto desde su encuentro en las tierras
fronterizas.

Alex sabía que no debería haber exaltado al detective Turner. Podría haber estado
dispuesto a ayudar si ella no lo hubiera molestado. Era posible que aún lo hiciera. Parte
de ella creía que él realmente era uno de los chicos buenos. Pero no deseaba depender
de Turner o la ley o la administración para que arreglaran esto. Porque el video seguiría
existiendo y Blake Keely era rico y hermoso y amado, y había una gran diferencia entre
que las cosas fueran justas y que las cosas se compusieran.
Traducido por Alfacris

Alex no había vuelto a Manuscrito desde la fiesta de Halloween. Esa noche, ella
se había quedado con Darlington en Black Elm, tratando de mantenerse caliente en su
angosta cama. Se había despertado con la luz del amanecer que entraba a la habitación,
Darlington acurrucado detrás de ella, dormido. Estaba duro de nuevo, su erección estaba
pegada a las curvas de su trasero. Una de sus manos estaba ahuecada sobre su pecho, su
pulgar moviéndose hacia adelante y hacia atrás sobre su pezón con el vago y rítmico
balanceo de la cola de un gato. Alex sintió que todo su cuerpo se sonrojaba.

—Darlington —le había dicho bruscamente.

—¿Mmm? —murmuró contra su nunca.

—Despierta y fóllame o corta eso.

Él se congeló y ella lo sintió despertarse. Rodó fuera de la cama, tropezando,


enredado con las mantas. —Yo no ... lo siento. ¿Lo hicimos?

Ella puso los ojos en blanco. —No.

—Esos imbéciles.

Una maldición rara pero merecida. Él tenía los ojos inyectados en sangre y la
cara demacrada. Hubiera sido peor si hubiera sabido que el informe que le mostró
durante el desayuno no se parecía en nada al que había enviado al decano Sandow.

La tumba de Manuscrito se veía aún más fea bajo el sol del mediodía, el círculo
oculto en sus ladrillos parecía aparecer y luego desaparecer cuando Alex se acercaba a
la puerta principal. Mike Awolowo la saludó con la mano. La gran sala y el patio más
allá parecían aireados, seguros, todas las señales de lo arcano enterradas profundamente
bajo la superficie.
—Me alegra que me hayas contactado —dijo, aunque Alex dudaba que fuera
cierto. Era un estudiante de estudios internacionales y tenía el equilibrio intenso y
amistoso de un presentador de programas de entrevistas durante el día.

Alex miró por encima del hombro y se alegró de ver que el lugar parecía vacío.
Ahora que Kate Masters estaba en la lista de sospechosos de Alex, no quería complicar
las cosas.

—Es hora de saldar deudas.

La expresión de Mike estaba resignada, la mirada de alguien sentado en la silla


de un dentista. —¿Que necesitas?

—Una forma de revocar algo. Un video.

—Si se ha vuelto viral, no hay nada que podamos hacer.

—No creo que lo sea, no todavía, pero podría alcanzar la cima en cualquier
momento.

—¿Cuántas personas lo han visto?

—No estoy segura. En este momento tal vez un puñado.

—Ese es un gran ritual, Alex. Y ni siquiera estoy seguro de que funcione.

Alex sostuvo su mirada. —La única razón por la que están activos y funcionando
es por el informe que presenté en Halloween.

La noche de la fiesta, ella y Darlington habían salido corriendo de la tumba, o


esforzándose por hacerlo, mientras Mike y Kate los seguían de cerca con sus trajes de
Batman e Hiedra Venenosa. Darlington iba tambaleándose sobre sus pies, parpadeando
ante todo como si fuera demasiado brillante, aferrándose fuertemente a su brazo.

—Por favor —había rogado Awolowo—. Esto no fue sancionado por la


delegación. Uno de los alumnos estaba obsesionado con Darlington. Se suponía que
sería una broma.

—No pasó nada —dijo Kate.


—Eso no fue nada —respondió Alex, arrastrando a Darlington más allá de la
manzana. Pero Awolowo y Masters los habían seguido, discutiendo y luego haciendo
ofertas. Así que Alex apoyó a Darlington contra el Mercedes e hizo un trato, un favor
para suavizar el informe. Ella había descrito el drogarlo como un accidente y Manuscrito
no había enfrentado nada más que una multa, cuando de lo contrario habrían sido
suspendidos. Ella sabía que eventualmente Darlington lo descubriría, cuando las
sanciones más severas nunca se materializaran. Por lo menos, ella recibiría una severa
conferencia sobre la diferencia entre moral y ética. Pero entonces Darlington había
desaparecido, y el informe nunca había sido un problema. Sabía que era un golpe bajo,
pero si sobrevivía a su primer año, Lethe sería su espectáculo. Tenía que hacer las cosas
a su manera.

Awolowo se cruzó de brazos. —Pensé que habías hecho eso para salvar el orgullo
de Darlington.

—Lo hice porque el mundo se mueve con favores. —Alex se pasó una mano por
la cara, tratando de sacudir una repentina ola de fatiga. Ella levantó su teléfono—. Mira
la lengua de ella. Alguien está usando una de tus drogas para meterse con chicas.

Mike tomó el teléfono en la mano y frunció el ceño ante la captura de pantalla.


—¿Mérito? Imposible. Nuestros suministros están bloqueados.

—Alguien podría estar compartiendo la receta.

—Sabemos lo que está en juego. Y todos tenemos fuertes prohibiciones


impuestas. No podemos simplemente andar hablando de lo que hacemos aquí. Además,
no se trata de conocer una fórmula. Mérito solo crece en las montañas del Gran
Khingan. Literalmente hay un solo proveedor, y le pagamos una tarifa muy elevada para
que nos venda solo a nosotros.

Entonces, ¿dónde lo habían conseguido Blake y sus amigos? Otro misterio.

—Lo investigaré —dijo Alex—. Pero ahora necesito arreglar esto.

Mike estudió a Alex. —Esto no es asunto de Lethe, ¿verdad? —Alex no


respondió—. Hay un umbral para los medios. Varía según la música, la celebridad, los
memes. Pero si lo supera, ningún ritual puede volverlo atrás. Supongo que podríamos
intentar revertir la Copa Llena. Lo usamos para generar impulso para los proyectos. Eso
es lo que hicimos con el sencillo de Micha en septiembre pasado.

Alex recordó la descripción de Darlington de los miembros de la sociedad


reunidos desnudos en una enorme tina de cobre, cantando mientras se llenaba
gradualmente con vino que burbujeaba desde algún lugar invisible debajo de sus pies.
La Copa Llena. Había sido suficiente para conseguir que un sencillo muy mediocre fuera
el número dos en las listas de baile.

—¿Cuántas personas necesitarías para eso?

—Al menos otros tres. Sé con quién hablar. Pero llevará un tiempo prepararse.
Mientras tanto, tendrás que hacer todo lo posible para detener el reguero de sangre o
nada de eso importará.

—Bueno. Llama a tu gente. Tan rápido como puedas. —No le gustaba la idea de
que Kate Masters estuviera involucrada, pero mencionar su nombre solo plantearía
preguntas.

—¿Estás segura?

Alex sabía lo que Mike estaba preguntando. Esto era una violación a cada
protocolo Lethe.

—Estoy segura.

Ya estaba en la puerta cuando Mike dijo: —Espera.

Cruzó hacia una pared de urnas decorativas y abrió una, luego sacó un pequeño
sobre de plástico de un cajón y midió una pequeña porción de polvo de plata. Cerró el
sobre y se lo entregó a Alex.

—¿Qué es?

—Poder estelar. Astrumsalinas. Es sal de un lago maldito donde innumerables


hombres se ahogaron, enamorados de sus propios reflejos.

—¿Como Narciso?
—El lecho del lago está cubierto de huesos. Te hará realmente convincente
durante unos veinticinco o cuarenta minutos. Solo prométeme que descubrirás de dónde
la sacó ese imbécil.

—¿Lo soplo? ¿Lo rocío sobre mi cabeza?

—Trágatelo. Tiene un sabor horrible, por lo que puedes tener problemas para no
vomitarlo. Tendrás un dolor de cabeza brutal después de que desaparezca, y también lo
tendrán todas las personas con las que entraste en contacto.

Alex sacudió la cabeza. Tanto poder dejado en la repisa para que cualquiera lo
tome. ¿Qué habría en el resto de esas urnas?

—No deberían poseer estas cosas —dijo, pensando en los ojos salvajes de
Darlington, en Mercy de rodillas—. No deberían poder hacerle esto a la gente.

Las cejas de Mike se alzaron. —¿No lo quieres?

—No dije eso. —Alex dobló el sobre en su bolsillo—. Pero si alguna vez descubro
que usaste algo como esto en mí, incendiaré este edificio.

La casa de Lynwood tenía dos pisos de madera blanca y un pórtico hundido


bajo el peso de un sofá mohoso. Darlington le había dicho que Omega una vez tuvo una
casa en el callejón detrás de Cabeza de Lobo, una robusta cabaña de piedra llena de
madera marrón brillante y vitrales. Sus letras aún estaban labradas en la piedra, pero a
Alex le resultaba difícil imaginar fiestas como el Colapso Omega y Sexo en la playa en
lo que parecía un acogedor salón de té para solteronas escocesas.

—La cultura de la fraternidad no era la misma entonces —había dicho


Darlington—. Se vestían mejor, cenaban formalmente, tomaban en serio a los
“caballeros y eruditos".

—Caballero erudito parece una buena descripción para ti.

—Un verdadero caballero no se jacta del título, y un verdadero erudito tiene


mejores usos para su tiempo que derribar latas de Dr. Pepper a disparos.
Pero cuando Alex le preguntó por qué la fraternidad había sido expulsada del
campus, solo se encogió de hombros y subrayó algo en el libro que estaba leyendo. —
Los tiempos cambiaron. La universidad quería la propiedad y no la responsabilidad.

—Tal vez deberían haberlos mantenido en el campus.

—Me sorprendes, Stern. ¿Simpatía por la hermandad del barril y la agresión


injustificada?

Alex pensó en los ocupas en Cedros. —Al hacer que las personas vivan como
animales, ellos comienzan a actuar como animales.

Pero "animal" era un término demasiado amable para Blake Keely.

Alex sacó el paquete de plástico de su bolsillo y se tragó el polvo. Ella se atragantó


al instante y tuvo que cerrar la nariz, cubriéndose la boca con los dedos para no vomitar
la sustancia. El sabor era fétido y salado y quería desesperadamente enjuagarse la boca,
pero se obligó a tragar.

No se sintió diferente. Jesús, ¿y si Mike había estado jugando con ella?

Alex escupió una vez en el patio fangoso, luego subió las escaleras y probó la
puerta principal. Estaba desbloqueada. La sala de estar apestaba a cerveza vieja. Otro
sofá reventado y un sillón reclinable La-Z-Boy estaban dispuestos alrededor de una mesa
de café astillada cubierta con vasos rojos, y una pancarta con las letras de la casa colgaba
sobre una barra improvisada con dos taburetes mal emparejados frente a ella. Un tipo
sin camisa con una gorra de béisbol al revés y pantalones de pijama estaba recogiendo
vasos dispersos y metiéndolos en una gran bolsa de basura negra.

Se sobresaltó cuando la vio.

—Estoy buscando a Blake Keely.

Él frunció el ceño. —Uh... ¿Eres una amiga suya?

Alex deseaba haber tenido menos prisa por volver a Manuscrito. ¿Cómo se
suponía que funcionaría el Poder estelar? Ella respiró hondo y le dedicó una gran
sonrisa. —Realmente agradecería tu ayuda.
El chico dio un paso atrás. Se llevó la mano al corazón como si le hubieran dado
un puñetazo en el pecho. —Por supuesto —dijo con seriedad—. Por supuesto. Lo que
sea que pueda hacer. —Él le devolvió la sonrisa y Alex se sintió un poco enferma. Y un
poco maravillada—. ¡Blake! —Llamó por las escaleras, haciendo un gesto para que ella
lo siguiera. Daba saltitos en su andar. Dos veces en el camino se volvió para mirarla por
encima del hombro, sonriendo.

Llegaron al segundo piso y Alex escuchó música, el ruido atronador de un


videojuego que se jugaba a todo volumen. Aquí, el olor a cerveza disminuía y Alex
detectó el lejano olor a hierba muy mala, palomitas de maíz para microondas y a chico.
Era como el departamento que había compartido con Len en Van Nuys. Quizás en mal
estado de una manera diferente, la arquitectura más antigua, más tenue sin el dorado
brillo de un sol del sur de California.

—¡Blake! —El chico sin camisa llamó de nuevo. Estiró el brazo y tomó la mano
de Alex con una sonrisa amplia.

Un gigante asomó la cabeza por una puerta. —Gio, jodes —dijo. Llevaba
pantalones cortos y también estaba sin camisa, con la gorra hacia atrás como si fuera
una especie de uniforme—. Se suponía que ibas a limpiar el baño. —Así que Gio era un
novato o algún otro tipo de lacayo.

—Estaba limpiando abajo —explicó—. ¿Quieres conocer ... ¿Oh Dios, no puedo
recordar tu nombre?

Porque ella no lo había dicho. Alex solo guiñó un ojo.

—Limpia el maldito baño primero —se quejó el gigante—. ¡Ustedes, idiotas, no


pueden seguir cagando encima de la mierda! ¿Y quién demonios es ...?

—Hola —dijo Alex, y, como nunca lo había hecho, se sacudió el pelo.

—Yo. Oye. Hola. ¿Cómo estás? —Se subió los pantalones cortos hacia arriba y
luego hacia abajo, se quitó la gorra, se pasó la mano por el pelo largo y volvió a colocar
la gorra en su lugar—. Hola.

—Estoy buscando a Blake.


—¿Por qué? —Su voz era triste.

—¿Ayúdame a encontrarlo?

—Absolutamente. ¡Blake! —Bramó el gigante.

—¿Qué? —Exigió una voz irritada desde un dormitorio al final del pasillo.

Alex no sabía cuánto tiempo le quedaba. Se sacudió la mano de Gio el lacayo y


siguió adelante, asegurándose de no mirar hacia el baño al pasar.

Blake Keely estaba encorvado en un futón, bebiendo de una gran botella de


Gatorade y jugando Call of Duty. Al menos llevaba una camisa.

Podía sentir a los otros chicos flotando detrás de ella.

—¿Dónde está tu teléfono? —preguntó Alex.

—¿Quién diablos eres? —dijo Blake, inclinando la cabeza hacia atrás y


evaluándola con una sola mirada arrogante.

Por un momento, Alex entró en pánico. ¿Se había desgastado tan rápido el polvo
mágico de Mike? ¿Era Blake de alguna manera inmune? Entonces recordó la forma en
que el polvo le había quemado la garganta. Tiró de la cuerda de la pared y el juego quedó
en silencio.

—Qué…

—Lo siento mucho —dijo Alex.

Blake parpadeó y luego le dirigió una sonrisa perezosa y fácil. «Esa es su sonrisa
baja bragas», pensó Alex, y consideró tumbarle los dientes. —No te preocupes en absoluto
—dijo—. Soy Blake.

—Lo sé.

Su sonrisa se ensanchó. —¿Nos conocemos? Casi me destrozaron anoche, pero...

Alex cerró la puerta y abrió mucho los ojos. Él parecía casi nervioso, pero
completamente encantado. Un niño en navidad. Un niño rico en Navidad.

—¿Puedo ver tu teléfono?


Él se puso de pie y se lo entregó, ofreciéndole su lugar en el futón. —¿Quieres
sentarte?

—No, quiero que te quedes ahí como un imbécil.

Debería haber reaccionado, pero en lugar de eso solo se quedó sonriendo


obedientemente.

—Eres un natural. —Sacudió el teléfono—. Desbloquéalo.

Él obedeció y ella encontró su galería, presionó reproducir en el primer video. La


cara de Mercy apareció, sonriente y ansiosa. Blake acarició la cabeza húmeda de su pene
contra su mejilla y ella se echó a reír. Volvió la cámara sobre sí mismo y volvió a sonreír
estúpidamente con esa sonrisa de mierda, asintiendo con la cabeza como a los
espectadores en casa.

Alex levantó el teléfono. —¿A quién le enviaste este video?

—Solo un par de hermanos. Jason y Rodríguez.

—Tráelos aquí; haz que traigan sus teléfonos.

—¡Aquí estoy! —dijo el gigante detrás de la puerta. Ella le abrió—. ¡Soy Jason!
—En realidad estaba levantando la mano.

Mientras Blake se iba corriendo a buscar a Rodríguez y Jason el Gigante esperaba


pacientemente, Alex encontró los mensajes de texto que había enviado, los eliminó y
luego eliminó el resto de sus mensajes por si acaso. Había llamado amablemente a uno
de sus álbumes de fotos, Bóveda de Coños. Estaba lleno de videos de diferentes chicas.
Algunas de ellas tenían los ojos brillantes y lenguas moradas, algunas solo parecían
chicas borrachas, borrachas con ojos vidriosos, con las camisetas subidas o empujadas
hacia un lado. Una chica estaba tan ida que solo se veía el blanco de sus ojos,
apareciendo y desapareciendo como astillas de luna mientras Blake la follaba, otra con
vómito en el pelo, su cara presionada en un charco de suciedad mientras Blake la tomaba
por detrás. Y siempre volvía la cámara hacia sí mismo, como si no pudiera resistirse a
mostrar esa sonrisa digna de estrellas.
Alex eliminó los archivos de fotos y videos, aunque no podía estar segura de que
no estuvieran respaldados en alguna parte. El teléfono de Jason fue el siguiente. O tenía
una pizca de conciencia o había tenido demasiada resaca como para enviar el video a
alguien todavía.

Escuchó jadeos por el pasillo y vio a Blake arrastrando a Rodríguez por la


alfombra sucia. —¿Qué estás haciendo?

—Dijiste que lo trajera —dijo Blake.

—Solo dame su teléfono.

Otro chequeo rápido. Rodríguez había enviado el video a dos amigos, y no había
forma de saber a quién se lo habían pasado. «Maldición.» Alex solo podía esperar que
Mike hubiera logrado reunir suficientes miembros de Manuscrito y que revertir la Copa
Llena funcionaría.

—¿Lo sabían? —Alex le preguntó a Blake—. ¿Sabían ellos acerca de Mérito?


¿Que Mercy estaba drogada?

—No —dijo Blake, todavía sonriendo—. Simplemente saben que no tengo


problemas para echar un polvo.

—¿De dónde sacaste el Mérito?

—Un chico de la escuela forestal.

¿La escuela forestal? Había invernaderos allá arriba con medidores de


temperatura regulados y control de humedad, diseñados para recrear ambientes de todo
el mundo, tal vez uno como las Grandes Montañas Khingan. ¿Qué había dicho Tripp?
«Lance y T tenían la mierda más exuberante y verde que jamás hayas visto».

—¿Qué hay de Lance Gressang y Tara Hutchins? —preguntó.

—¡Sí! Son ellos ¿Conoces a Lance?

—¿Le hiciste daño a Tara? ¿Mataste a Tara Hutchins?

Blake parecía confundido. —¡No! Nunca haría algo así.


Alex realmente se preguntó dónde creía él que estaba trazando un límite. Un
dolor había comenzado a latir en su sien derecha. Eso tenía que significar que el Poder
Estelar iba a desaparecer pronto. Y ella solo quería salir de aquí. La casa le ponía la piel
de gallina, como si hubiera absorbido cada cosa triste y sórdida que había sucedido
dentro de sus paredes.

Miró el teléfono que tenía en la mano y pensó en las chicas de Blake alineadas en
sus galerías. Aún no había terminado.

—Vamos —dijo, mirando hacia atrás por el pasillo hacia la puerta abierta del
baño.

—¿A dónde vamos? —preguntó Blake, su sonrisa perezosa se extendió como una
yema rota—. Vamos a hacer una peliculita.
Traducido por Brig20

Lauren le había dado a Mercy un Ambien y la había acostado. Alex se quedó con
ella, dormitando en la habitación oscura, despertando al final de la tarde con las lágrimas
de Mercy.

—El video ha desaparecido —le dijo Alex, buscándole la mano para agarrarla.

—No te creo. No puede simplemente haber desaparecido.

—Si iba a explotar, habría explotado.

—Tal vez él quiera penderlo sobre mi cabeza para que yo regrese y... haga cosas.

—Ha desaparecido —dijo Alex. No había forma real de saber si el ritual de Mike
había funcionado. La Copa Llena estaba destinada a generar un impulso, no a drenarlo,
pero tenía que esperar.

—¿Por qué me elegiría? —preguntó Mercy una y otra vez, buscándole lógica,
alguna ecuación que hiciera que todo se sumara a algo que ella había dicho o hecho—.
Él podría tener cualquier chica que quisiera. ¿Por qué me haría eso a mí?

«Porque no quiere chicas que lo quieran. Porque se cansó del deseo y desarrolló un gusto
por causar vergüenza». Alex no sabía lo que vivía en chicos como Blake. Hermosos chicos
que deberían ser felices, que no querían nada pero que todavía encontraban cosas que
llevarse.

Cuando cayó la noche, se bajó de la litera y se puso un suéter y vaqueros.

—Ven a cenar —le rogó a Mercy, acuclillándose junto a su cama para encender
una lámpara. La cara de Mercy estaba hinchada por el llanto. Su cabello brillaba en un
corte negro contra la almohada. Tenía el mismo cabello grueso, oscuro e imposible de
rizar que Alex.
—No tengo hambre.

—Mercy, tienes que comer.

Mercy enterró la cara en la almohada. —No puedo.

—Mercy. —Alex sacudió su hombro—. Mercy, no vas a abandonar la escuela


por esto.

—Nunca dije que lo fuera a hacer.

—No tienes que decirlo. Sé que lo estás pensando.

—No lo entiendes.

—Sí —dijo Alex—. Me sucedió algo así en California. Cuando era más joven.

—¿Y todo paso al olvido?

—No, apestaba. Y de alguna manera dejé que arruinara mi vida.

—Pareces estar bien.

—No lo estoy. Pero me siento bien cuando estoy aquí contigo y con Lauren, por
que nadie me puede quitar eso.

Mercy se pasó la mano por la nariz. —¿Entonces todo esto se trata de ti?

Alex sonrió. —Exactamente.

—Si alguien dice algo.

—Si alguien te mira mal, le sacaré los ojos con un tenedor.

Mercy se puso unos vaqueros y un suéter de cuello alto para cubrir sus
chupetones, el atuendo tan moderado que casi parecía una extraña. Se echó agua en la
cara y se aplicó el corrector debajo de los ojos. Todavía estaba pálida y tenía los ojos
rojos, pero nadie se veía bien un domingo por la noche en pleno invierno de New Haven.

Alex y Lauren la abrazaron, rodeándola con los brazos cuando entraron en el


comedor. Era ruidoso como siempre, lleno del tintineo de platos y el cálido ascenso y
caída de la conversación, pero no hubo hipo en la marea de sonido cuando entraron. Tal
vez, solo tal vez, Mike y Manuscrito habían tenido éxito.
Estaban sentadas con sus bandejas, Mercy empujaba apática su bacalao frito
cuando Alex mordió culpablemente su segunda hamburguesa con queso, cuando
comenzó la risa. Alex reconoció una especie de risa particular: una sonrisa burlona,
demasiado brillante, interrumpida por una mano colocada en la boca con una falsa
vergüenza. Lauren se quedó completamente quieta. Mercy se encogió profundamente
en el cuello de su suéter, con todo su cuerpo temblando. Alex se tensó, esperando.

—Salgamos de aquí —dijo Lauren.

Pero Evan Wiley se abalanzó sobre el asiento a su lado. —Oh, Dios mío, estoy
muriendo.

—Está bien —dijo Lauren a Mercy, y luego murmuró enojada—. ¿Cuál es tu


problema?

—Sabía que Blake era asqueroso, pero no sabía que era tan asqueroso.

El teléfono de Lauren sonó, luego el de Alex. Pero nadie miraba a Mercy; la gente
solo gritaba y tenía arcadas en sus mesas, con las caras pegadas a sus propias pantallas.

—Solo mira —dijo Mercy, con la cara entre las manos—. Dime.

Lauren respiró hondo y levantó su teléfono. Ella frunció.

—Asqueroso —jadeó.

—Lo sé —dijo Evan.

Allí en la pantalla estaba Blake Keely, inclinado sobre un inodoro sucio. Alex
sintió que la serpiente en su interior se relajaba, cálida y gratificada, como si hubiera
encontrado la roca perfecta para calentarse el vientre.

—¿Hablas en serio? —dijo Blake, riendo exactamente de la misma manera salvaje


y aguda que tenía cuando dijo «¡Mira todo ese arbusto! »

—Está bien, está bien —continuó en el video—. ¡Estás tan loca! —Pero a quien
sea que estaba hablando no se le podía ver.

—No —dijo Lauren.

—Oh, Dios mío —dijo Mercy.


—Lo sé, repitió Evan.

Y mientras observaban, Blake Keely metió su mano ahuecada en el inodoro


obstruido, recogió un puñado de mierda y dio un gran mordisco.

Masticó y tragó, todavía riendo, y luego, manchando sus dientes blancos e


incluso frotando sus labios, Blake miró a quien sostenía la cámara y le dedicó su famosa
sonrisa perezosa y comemierda.

El teléfono de Alex volvió a sonar. Awolowo.

QUÉ DIABLOS ESTÁ MAL CONTIGO.

Alex mantuvo su respuesta simple: xoxoxo

No tenías derecho. Confié en ti

Todos cometemos errores.

Mike no iba a quejarse con Sandow. Tendría que explicar a su delegación que de
alguna manera había dejado escapar el secreto de Mérito y que le había entregado a Alex
una dosis de Poder Estelar. Alex había usado el teléfono de Blake para enviar el nuevo
video a todos sus contactos, y nadie en Omega sabía su nombre.

—Alex —susurró Lauren—. ¿Qué es esto?

Alrededor de ellos, el comedor había estallado en focos de acalorada


conversación, la gente reía y apartaba la comida con disgusto, otros exigían saber lo que
estaba sucediendo. Evan ya había pasado a la mesa de al lado. Pero Lauren y Mercy
miraban a Alex, calladas, con sus teléfonos boca abajo sobre la mesa.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Lauren.

—¿Hacer qué?

—Dijiste que lo arreglarías —dijo Mercy. Ella golpeó suavemente su teléfono—.


¿Entonces?

—Entonces —dijo Alex.


El silencio se arremolinó a su alrededor durante un largo momento.

Mercy arrastró su dedo sobre la mesa y dijo: —¿Sabes cómo la gente dice que dos
errores no se corrigen uno al otro?

—Sí.

Mercy acercó el plato de Alex hacia ella y le dio un gran mordisco a su


hamburguesa con queso restante. —Están llenos de mierda.
Ya fuera que la magia de Pergamino y Llave fue aprendida o robada de
los hechiceros de Medio Oriente durante las Cruzadas no es realmente un
asunto de debate; las modas cambian, los ladrones se vuelven curadores;
aunque los Cerrajeros aún gustan de protestar que su maestría en la magia
de portales fue conseguida estrictamente por medios honestos. El exterior
de la tumba de Pergamino y Llave rinde homenaje a los orígenes de su poder,
pero el interior de la tumba está absurdamente dedicada a la leyenda
Arturiana, complementada con una mesa redonda en su núcleo. Hay algunos que
claman que la piedra proviene de Avalon mismo, otros que juran que proviene
del Templo de Salomón, y aun otros que susurran que fue extraída del camino
en Stony Creek. Sin importar sus orígenes, todos desde el decano Acheson
hasta Cole Porter a James Gamble Rogers (el arquitecto responsable por los
propios huesos de Yale) han antagonizado sobre ella.

—de La vida de Lethe: Procedimientos y Protocolos de la Novena Casa

Las quemaduras del sol me mantienen despierto. Andy dijo que


estaríamos en Miami a tiempo para la patada inicial sin problemas, todo en
los registros y aprobado por el cómite de P&LL y los alumnos. Pero cualquier
magia que estuvieran cocinando se desmadró rápido. Ahora ¿al menos he
visto Haiti?

Diario de los Días de Lethe de Naomi Farwell (Colegio Timothy Dwight de


1989)
Traducido por Brig20

Alex había pasado el resto del domingo por la noche en la sala común con Mercy
y Lauren, Rimsky-Korsakov en el tocadiscos de Lauren y una copia de El Buen Soldado
en su regazo. El dormitorio parecía particularmente ruidoso esa noche, y hubo repetidos
golpes en la puerta de los aposentos; todo lo cual ignoraron. Eventualmente, Anna llegó
a casa luciendo triste y somnolienta como siempre. Ella les dio un «Hola» plano y
desapareció en su habitación. Un minuto después, la escucharon por teléfono con su
familia en Texas y tuvieron que taparse la boca, con los hombros agitados y las lágrimas
saliendo de sus ojos cuando la escucharon decir: —Estoy bastante segura de que son
brujas.

«Si tan solo supieras.»

Alex durmió sin soñar, pero se despertó en la noche para encontrar al Novio
flotando fuera de la ventana de su habitación, las barreras lo mantenían a raya. Su cara
estaba expectante.

—Mañana —prometió. Habían pasado menos de veinticuatro horas desde su


viaje a las tierras fronterizas. Llegaría a Tara, pero Mercy la había necesitado primero.
Les debía más a los vivos que a los muertos.

«Estoy manejando esto», pensó, mientras se tomaba dos aspirinas más y volvía a la
cama. «Tal vez no de la manera en que Darlington lo hubiera hecho, pero lo estoy manejando.»

Su primera parada el lunes por la mañana fue Il Bastone, para empacar en sus
bolsillos tierra de cementerio y pasar una hora leyendo la información que podía
encontrar sobre los glumas. Si Libro y Serpiente —o quien envió esa cosa detrás de ella—
quería intentarlo de nuevo, este era el momento perfecto para hacerlo. Se había
desquiciado en público; estaba bajo mucha presión académicamente. Si de repente se
arrojara a un río o fuera de un edificio o al tráfico, habría muchas señales de advertencia
a las que señalar.

«¿Parecía ella deprimida? Estaba distante. Ella no hizo muchos amigos. Ella estaba
luchando en sus clases.» Todo cierto. ¿Pero habría importado si ella hubiera sido otra
persona? Si hubiera sido una mariposa social, habrían dicho que le gustaba beber su
dolor. Si hubiera sido una estudiante de primera línea, habrían dicho que su
perfeccionismo la había comido viva. Siempre había excusas de por qué morían las
chicas.

Y, sin embargo, Alex se sintió extrañamente consolada por lo diferente que sería
su historia ahora de lo que podría haber sido hace un año. Morir de hipotermia después
de haberse emborrachado y entrar en una piscina pública. Sobredosis cuando intentó
algo nuevo o fue demasiado lejos. O simplemente desapareciendo. Perdiendo la
protección de Len y desapareciendo en la larga extensión del Valle de San Fernando,
hileras de pequeñas casas como mausoleos de estuco en sus pequeñas parcelas.

Pero si pudiera evitar morir en este momento, estaría bien. Es el principio de la


cosa, como diría Darlington. Después de discutir con la biblioteca durante unas horas,
encontró dos pasajes sobre cómo combatir a los glumas, uno en inglés y otro en hebreo,
que requería una piedra de traducción y resultó ser más sobre golems que gluma. Pero
dado que ambas fuentes mencionaban el uso de un reloj de pulsera o de bolsillo, el
consejo parecía acertado.

«Da suficiente cuerda a tu reloj. El tic constante de un reloj confunde a cualquier criatura
hecha, no nacida. Perciben el latido de un corazón en un simple mecanismo de relojería y buscarán
encontrar un cuerpo donde no haya ninguno.»

No era exactamente protección, pero la distracción tendría que funcionar.

Darlington había usado un reloj de pulsera con una banda ancha de cuero negro
y una cara de nácar. Ella había asumido que era una herencia o una pretensión. Pero tal
vez también tenía un propósito.

Alex entró en la armería, donde guardaban el crisol de Hiram; la palangana de


oro parecía casi desprovista por falta de uso. Encontró un reloj de bolsillo enredado en
un cajón con una colección de péndulos utilizados para el hipnotismo, le dio cuerda y
lo metió en su bolsillo. Pero tuvo que abrir muchos cajones antes de encontrar el
compacto con espejo que quería, envuelto en algodón. Una tarjeta en el cajón explicaba
la procedencia del espejo: el vidrio originalmente diseñado en China, luego colocado en
el compacto por miembros de Manuscrito para una operación aun clasificada de la
Guerra Fría dirigida por la CIA. Cómo había llegado desde Langley a la mansión Lethe
en Orange, la tarjeta no decía. El espejo estaba manchado, y Alex lo limpió con un soplo
y su sudadera.

A pesar de los eventos del fin de semana, llegó a clases de español sin su habitual
sensación de desenfoque o pánico, pasó dos horas en Sterling revisando lo último de su
lectura para su sección de Shakespeare, y luego comió su habitual almuerzo de dos
porciones. Se sentía despierta, concentrada de la misma manera que estaba con la basso
belladona, pero sin los temblores nerviosos. Y pensar que todo lo que se necesitó fue un
atentado contra su vida y una visita a las fronteras del infierno. Si tan solo lo hubiera
sabido antes.

Esa mañana, North había estado flotando en el patio de Vanderbilt, y ella había
murmurado que no estaría libre hasta después del almuerzo. Efectivamente, él estaba
esperando cuando ella salió del comedor, y salieron juntos desde la universidad hacia
Prospect. Estaban cerca de Ingalls Rink cuando se dio cuenta de que no había visto a un
solo Gris—no, eso no era del todo cierto. Los vio detrás de las columnas, entrando en
callejones. «Le tienen miedo», se dio cuenta. Ella lo recordaba de pie en el río, sonriendo.
«Hay cosas peores que la muerte, señorita Stern.»

Alex tuvo que seguir consultando su teléfono mientras se acercaba a Mansfield.


Todavía no podía retener el mapa de New Haven en su cabeza. Conocía las arterias
principales del campus de Yale, las rutas que caminaba cada semana a clase, pero el
resto del lugar era vago y sin forma para ella. Se dirigía hacia un vecindario que había
conducido con Darlington una vez en su viejo y maltratado Mercedes. Le había
mostrado la antigua fábrica de Armas de Repetición Winchester, que se había
convertido parcialmente en elegantes departamentos, la línea que corría directamente
por el edificio donde la pintura daba paso a ladrillo en bruto, el momento exacto en que
el desarrollador se había quedado sin dinero. Hizo un gesto hacia la triste cuadrícula de
Science Park: la apuesta de Yale por la inversión en tecnología médica en los años
noventa.

—Supongo que no funcionó —había dicho Alex, señalando las ventanas tapiadas
y el estacionamiento vacío.

—En palabras de mi abuelo, esta ciudad ha estado jodida desde el principio. —


Darlington había acelerado, como si Alex hubiera sido testigo de una vergonzosa
disputa familiar en la mesa de Acción de Gracias. Habían pasado las casas adosadas
baratas y los edificios de apartamentos donde vivían los trabajadores durante los días de
Winchester, luego, más arriba en la ladera de Science Hill, las casas que habían
pertenecido a los capataces de la compañía, casas construidas de ladrillo en lugar de
madera, céspedes más anchos y recortados por setos. Subiendo la colina, cada vez más
lejos, casas sólidas que daban paso a grandes mansiones y, por fin, la extensión
imponente y boscosa del Jardín Botánico Marsh, como si se hubiera levantado un
hechizo.

Pero hoy, Alex no iría a la cima de la colina. Se mantendría cerca de aguas poco
profundas, las casas adosadas, los patios yermos, las licorerías con muescas en las
esquinas. El detective Turner había dicho que Tara vivía en Woodland, e incluso sin el
policía colocado en la puerta, Alex no habría tenido problemas para distinguir el
departamento de la chica muerta. Al otro lado de la calle, una mujer se apoyaba contra
la cerca que bordeaba su patio, con los brazos sobre los eslabones de la cadena como si
estuviera atrapada en una inmersión en cámara lenta, mirando el feo edificio de
apartamentos como si pudiera comenzar a hablar. Dos tipos con chándales estaban de
pie hablando en la acera, sus cuerpos volteados hacia el césped delantero y frondoso del
edificio de Tara pero manteniendo una distancia tímida. Alex no podía culparlos. Los
problemas tenían una forma de atraparlos.

—La mayoría de las ciudades son palimpsestos —le había dicho Darlington una
vez. Cuando buscó el significado de la palabra, le llevó tres pasos encontrar la definición
correcta—. Construido una y otra vez para que no puedas recordar qué había estado allí.
Pero New Haven lleva sus cicatrices. Las grandes autopistas que corren por el camino
equivocado, los terrenos muertos de oficinas, las vistas que se extienden en nada más
que líneas eléctricas. Nadie se da cuenta de cuánta vida pasa entre las heridas, cuánto
tiene para ofrecer. Es una ciudad construida para que quieras seguir conduciendo lejos
de ella.

Tara había vivido en la cresta de una de esas cicatrices.

Alex no se había puesto un abrigo, no se había recogido el cabello. Era fácil para
ella encajar aquí y no quería llamar la atención.

Estableció un ritmo lento, se detuvo en la calle como si esperara a alguien, revisó


su teléfono y miró a North el tiempo suficiente para detectar su expresión frustrada.

—Relájate —murmuró. «No te obedezco, amigo. Al menos no creo que lo haga.»

Por fin un hombre salió del edificio de Tara. Era alto, delgado, vestía una
chaqueta de los Patriotas y vaqueros claros. Saludó al oficial con la cabeza y se puso los
auriculares mientras bajaba los peldaños de ladrillo. Alex lo siguió hasta la esquina.
Cuando estuvieron fuera de la vista, ella le tocó el hombro. Él se volteó y ella levantó el
espejo en su mano. Brillaba la luz del sol sobre su rostro y levantó la mano para bloquear
el resplandor, retrocediendo.

—¿Qué demonios?

Alex cerró el espejo de golpe. —Oh, Dios mío, lo siento mucho —dijo—. Pensé
que eras Tom Brady.

El chico le lanzó una mirada fea y se alejó.

Alex trotó de regreso al edificio de apartamentos. Cuando se acercó al oficial en


la puerta, levantó el espejo como una placa. La luz cayó sobre su rostro.

—¿Ya regresaste? —preguntó el policía, sin ver nada más que la imagen
capturada del tipo con la chaqueta de los Patriotas. Manuscrito podría tener la peor
tumba, pero tenían algunos de los mejores trucos.

—Olvidé mi billetera —dijo Alex, haciendo su voz lo más áspera posible.

El policía asintió y ella desapareció por la puerta principal.


Alex se metió el espejo en el bolsillo y se dirigió por el pasillo, moviéndose
rápidamente. Encontró el apartamento de Tara en el segundo piso, el umbral marcado
por la cinta policial.

Alex pensó que podría tener que abrir la cerradura; había tenido que aprender los
conceptos básicos después de que su madre se hubiera vuelto estricta por su bien y la
había desterrado del apartamento. Había sido algo espeluznante irrumpir en su propia
casa, deslizarse dentro como si ella misma fuera un fantasma, de pie en un espacio que
podría haber pertenecido a cualquiera. Pero faltaba por completo la cerradura de la
puerta de Tara. Parecía que la policía la había quitado.

Alex empujó la puerta hacia adelante y se agachó debajo de la cinta. Estaba claro
que nadie había vuelto para tratar de arreglar y limpiar el departamento de Tara después
de que la policía había revisado. ¿Quién podría? Uno de sus ocupantes estaba bajo
custodia policial, la otra muerta en una losa.

Abrieron los cajones, quitaron los cojines de los sofás, algunos cortados por la
policía en busca de contrabando. El suelo estaba lleno de escombros: un póster
enmarcado que había sido arrancado de su marco, un palo de golf desechado, pinceles
de maquillaje. Aun así, Alex pudo ver que Tara había tratado de hacerlo un lugar
agradable para vivir. Había colchas coloridas colgadas en las paredes, todas de color
púrpura y azul. «Colores relajantes», habría dicho la madre de Alex. «Oceánico». Un atrapa
sueños colgaba en la ventana sobre una colección de suculentas. Alex recogió una de las
pequeñas macetas, tocando con sus dedos las hojas gordas y cerosas de la planta que
había dentro. Había comprado una casi exactamente igual en un mercado de
agricultores. Casi no necesitaban cuidado ni agua. Pequeños sobrevivientes. Sabía que
su planta probablemente había sido arrojada a la basura o embolsada como evidencia,
pero le gustaba pensar que todavía estaba sentada en el alféizar de la ventana en la Zona
Cero, tomando sol.

Alex caminó por el pasillo estrecho hasta el dormitorio. Estaba en un estado


similar de desorden. Junto a la cama había un montón de almohadas y peluches. La
parte de atrás de la cómoda había sido desmontada. Desde la ventana, Alex pudo
distinguir la torre de la vieja mansión Marsh. Formaba parte de la escuela forestal, su
patio trasero largo e inclinado lleno de invernaderos, y todo a solo unos minutos a pie
del departamento de Tara. «¿En que estabas metida, chica?»

North se había detenido en el pasillo junto al baño, flotando. Algo con efluvios, le
había dicho.

El baño era largo y delgado, con poco espacio para moverse entre el lavamanos
y la combinación de bañera y ducha. Alex miró los artículos en el fregadero, en la
papelera. Un cepillo de dientes o pañuelos usados no iban a funcionar. North había
dicho que el artículo debería ser personal. Alex abrió el botiquín. Apenas quedaba algo
dentro, pero en el estante superior había una caja de plástico azul. Una pegatina en la
tapa decía: Cambia tu sonrisa, cambia tu vida.

Alex la abrió de golpe. El retenedor de Tara. North parecía escéptico.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó Alex—. ¿Sabes que estás viendo el milagro de
la ortodoncia moderna? Se cruzó de brazos—. No lo creo.

North tenía un siglo y medio de retraso, pero la mayoría de los chicos en el


campus probablemente tampoco lo hubieran pensado. Un retenedor era el tipo de cosas
que los padres de las personas les compraban, que los chicos nunca sabían el costo, que
se perdían en los viajes escolares o se olvidaban en un cajón. Pero para Tara esto era
importante. Algo que habría ahorrado durante meses para conseguir, que se habría
puesto todas las noches y se habría cuidado de no perder. Cambia tu sonrisa, cambia tu
vida.

Alex arrancó un trozo de papel higiénico y sacó el retenedor de la caja. —A ella


le importaba. Confía en mí. Y espero que todavía tenga algunos efluvios de calidad.

Alex tapó el lavamanos y lo llenó. ¿Contaría esto como un cuerpo de agua? Ella
esperaba que sí.

Dejó caer el retenedor en el agua. Antes de que pudiera hundirse hasta el fondo,
vio una mano pálida emerger al lado del desagüe, como si hubiera brotado de la cuenca
agrietada. Tan pronto como los dedos se cerraron, tanto la mano como el retenedor
desaparecieron. Cuando levantó la vista, North lo sostenía en su palma goteando, su
boca se curvó con desagrado.
Alex se encogió de hombros. —Querías efluvios. —Empujó el tapón hacia abajo,
dejó caer el pañuelo en la cesta y se volteó para irse.

Un hombre estaba parado en la puerta. Era enorme, su cabeza casi rozaba el


marco, sus hombros llenaban el espacio. Llevaba un mono gris de mecánico, la parte
superior sin cremallera y suelta. Su camiseta blanca revelaba brazos musculosos
cubiertos de tinta.

—Yo… —Alex comenzó. Pero él ya estaba atacando.

Chocó contra ella, golpeándola contra la pared. Su cabeza se estrelló contra la


repisa de la ventana y él la agarró por el cuello. Ella arañó sus brazos.

Los ojos de North se habían vuelto negros. Se arrojó sobre su atacante pero lo
atravesó.

Esto no era un gluma. No era un fantasma. Esto no era algo más allá del velo. Él
era de carne y hueso y trataba de matarla. North no podía ayudarla ahora.

Alex golpeó su palma contra su garganta. Se le cortó la respiración y aflojó el


agarre. Ella levantó la rodilla entre sus piernas. No fue un golpe directo, pero lo
suficientemente cerca. Se dobló.

Alex pasó junto a él, arrancando la cortina de la ducha de sus anillos cuando
pasó, tropezando con el plástico. Se precipitó hacia el pasillo, North sobre sus talones, y
estaba alcanzando la puerta cuando de repente el mecánico estaba frente a ella. No había
abierto la puerta; simplemente había aparecido a través de ella, como un Gris. ¿Portal
mágico? Por un breve momento, Alex vislumbró lo que parecía un patio estéril detrás de
él, luego se dirigió hacia ella.

Retrocedió por la sala abarrotada, envolviendo un brazo alrededor de su cintura,


tratando de pensar. Estaba sangrando y le dolía respirar. Le había roto las costillas. No
estaba segura de cuántas. Podía sentir algo cálido y húmedo goteando por la parte
posterior de su cuello desde donde se había golpeado la cabeza. ¿Podría llegar a la
cocina? ¿Agarrar un cuchillo?

—¿Quién eres? —gruñó el mecánico. Su voz era baja y áspera, tal vez del corte
que Alex había hecho a su tráquea—. ¿Quién hirió a Tara?
—Su novio de mierda —escupió Alex.

Él rugió y corrió hacia ella.

Alex se tambaleó a la izquierda hacia la repisa de la chimenea, esquivándolo por


poco, pero él todavía estaba entre ella y la puerta, saltando sobre sus talones, como si
fuera una especie de combate de boxeo.

Él sonrió. —Ningún lugar para correr, perra.

Antes de que ella pudiera deslizarse más allá de él, él tenía sus manos alrededor
de su garganta nuevamente. Manchas negras llenaron su visión. North estaba gritando,
gesticulando salvajemente, impotente para ayudar. No, no impotente. Eso no estaba
bien. «Déjame entrar, Alex.»

Nadie sabía quién era ella. Ni North. Ni este monstruo delante de ella. Ni Dawes
o Mercy o Sandow o cualquiera de ellos.

Solo Darlington lo había adivinado.


Traducido por Carol02

Darlington sabía que Alex resentía la llamada. Apenas podía culparla. No era un
jueves, cuando se realizaban los rituales, o un domingo, cuando se esperaba que ella se
preparara para el trabajo de la próxima semana, y él sabía que estaba luchando por
mantenerse al día con sus clases y las demandas de Lethe. Le había preocupado cómo
el incidente en Manuscrito podría afectar su trabajo, pero ella se encogió de hombros
con más facilidad que él, manejando el informe para que no tuviera que revivir la
vergüenza y volver a quejarse. Las demandas de Lethe. La facilidad con la que se soltó
esa noche, el perdón casual que le ofreció, lo puso nervioso y lo hizo preguntarse
nuevamente sobre la sombría forma de vida que ella había vivido antes. Incluso lo hizo
sin problemas en su segundo ritual con Aureliano, una solicitud de patente en el feo
campus satélite de Peabody, con luz fluorescente, y su primer pronóstico para Calavera
y Huesos. Hubo un momento difícil cuando se puso claramente verde y parecía que
podría vomitar encima del Arúspice. Pero ella se las había arreglado, y apenas podía
culparla por vacilar. Él había pasado por doce pronosticaciones y aún lo dejaban
conmocionado.

—Será rápido, Stern —le prometió cuando salieron de Il Bastone el martes por la
noche—. Rosenfeld está causando problemas con la red.

—¿Quién es Rosenfeld?

—Es un qué. Rosenfeld Hall. Deberías saber el resto.

Ella ajustó la correa de su bolso. —No me acuerdo.

—San Elmo —la incitó.

—Correcto. El sujeto electrocutado.


Él le daría el punto. San Erasmo supuestamente había sobrevivido a la
electrocución y al ahogamiento. Fue el homónimo del incendio de San Elmo y de la
sociedad que una vez estuvo en las torres isabelinas de Rosenfeld Hall. El edificio de
ladrillo rojo se usaba para oficinas y espacio anexo ahora, y estaba cerrado por la noche,
pero Darlington tenía una llave.

—Póntelos —dijo, entregándole los guantes de goma y las botas de goma no muy
diferentes de las que se fabricaban en la fábrica de su familia.

Alex obedeció y lo siguió al vestíbulo. —¿Por qué no podía esperar esto hasta
mañana?

—Debido a que la última vez que Lethe dejó pasar los problemas en Rosenfeld,
tuvimos un apagón en todo el campus. —Como si el edifico escuchara, las luces en los
pisos superiores parpadearon. El edificio zumbó suavemente—. Todo esto está en La
vida de Lethe.

—¿Recuerdas cómo dijiste que no nos preocupamos por las sociedades no


enraizadas? —preguntó Alex.

—Sí —dijo Darlington, aunque sabía lo que se avecinaba.

—Me tomé muy en serio tus enseñanzas.

Darlington suspiró y usó su llave para abrir otra puerta, esta daba a un enorme
cuarto lleno de muebles de dormitorio maltratados y colchones desechados. —Este es el
antiguo comedor de San Elmo. —Alumbró su linterna sobre los altos arcos góticos y los
elaborados detalles de piedra—. Cuando la sociedad era pobre en los años sesenta, la
universidad les compró el edificio y prometió seguir alquilando las salas de criptas a San
Elmo para usarlas en sus rituales. Pero en lugar de un contrato adecuado construido por
Aureliano para asegurar los términos, las partes optaron por un acuerdo de caballeros.

—¿Los caballeros cambiaron de opinión?

—Murieron, y hombres menos amables se hicieron cargo. Yale se negó a renovar


el contrato de arrendamiento de la sociedad y San Elmo terminó en esa pequeña casa
sucia en Lynwood.
—El hogar es donde está el corazón, no seas snob.

—Precisamente, Stern. Y el corazón de San Elmo estaba aquí, en su tumba


original. Han estado en quiebra y casi sin magia desde que perdieron este lugar.
Ayúdame a mover esto.

Empujaron dos viejos marcos de cama fuera del camino, revelando otra puerta
cerrada. La sociedad había sido conocida por la magia del clima, el tempestato de artium,
que habían utilizado para todo, desde manipular productos hasta influir en el resultado
de objetivos de campo esenciales. Desde la mudanza a Lynwood, no habían logrado ni
una brisa rápida. Todas las casas de las sociedades fueron construidas sobre nexos de
poder mágico. Nadie estaba seguro de qué los creó, pero era por eso que no se podían
construir nuevas tumbas. Había lugares en este mundo que la magia evitaba, como los
sombríos aviones lunares del National Mall en Washington, D.C., y lugares a los que se
sentía atraído, como el Rockefeller Center en Manhattan y el French Quarter en Nueva
Orleans. New Haven tenía una concentración extremadamente alta de sitios donde la
magia parecía atrapar y construir, como algodón de azúcar en un carrete.

La escalera que ahora bajaban descendía a través de tres pisos subterráneos, y el


zumbido se hacía cada vez más fuerte. Quedaba poco por ver en los niveles inferiores:
los cuerpos llenos de polvo de los animales retirados del zoológico de New Haven,
adquiridos en un ataque de inspiración por J. P. Morgan en sus días más salvajes; viejos
conductores eléctricos con agujas puntiagudas de metal, sacados de una película clásica
de monstruos; tinas vacías y tanques de vidrio rotos.

—¿Acuarios? —preguntó Alex.

—Teteras para tempestades —Aquí fue donde los estudiantes de San Elmo
habían preparado el clima. Ventiscas que elevaban los precios de los servicios públicos,
sequías que quemaban los cultivos, vientos lo suficientemente fuertes como para hundir
un barco de guerra.

El zumbido era más fuerte aquí, un implacable gemido eléctrico que erizó el vello
de los brazos de Darlington y reverberó sobre sus dientes.
—¿Qué es eso? —Alex preguntó por encima del ruido, presionando sus manos
contra sus oídos. Darlington sabía por experiencia que no serviría de nada. El zumbido
estaba en el suelo, en el aire. Si se quedaba allí lo suficiente comenzaría a volverse loco.

—San Elmo pasó años aquí, convocando tormentas. Por alguna razón, al clima
le gusta regresar.

—¿Y cuando lo hace, recibimos la llamada?

La condujo de regreso a la vieja caja de fusibles. Hacía mucho tiempo que no se


usaba, pero en su mayoría no tenía polvo. Darlington sacó la veleta plateada de su bolso.

—Extiende tu mano—dijo. Lo puso en la palma de Alex—. Respira en ello.

Alex le dirigió una mirada escéptica, luego resopló sobre los brazos plateados. Se
disparó en posición vertical como un sonámbulo en una caricatura.

—De nuevo —instruyó.

La veleta giró lentamente, atrapando el viento, luego comenzó a girar en la palma


de Alex como si estuviera atrapada en un vendaval. Ella se echó hacia atrás un poco. A
la luz de su linterna, su cabello se alzaba alrededor de su cabeza, un halo de viento y
electricidad que la hacía ver como si su rostro estuviera envuelto en serpientes oscuras.
La recordaba en la fiesta del Manuscrito, envuelta en la noche, y tuvo que parpadear dos
veces para sacar la imagen de su mente. No era la primera vez que el recuerdo volvía a
él, y siempre se sentía incómodo, inseguro de si fue la vergüenza de esa noche lo que
permaneció o si había visto algo real, algo por lo que debería haber tenido la sensatez de
mirar hacia otro lado.

—Haz que la paleta gire —le indicó—. Entonces pulsa los interruptores. —Los
movió en rápida sucesión, todo el camino—. Y siempre usa guantes.

Enganchó el dedo en el último interruptor y el zumbido se convirtió en un fuerte


gemido que arañó su cráneo, el agudo y frustrado chillido de un niño malhumorado que
no quería ser enviado a la cama. Alex hizo una mueca. Un chorro de sangre fluyó de su
nariz. Sintió humedad en el labio y sabía que su nariz también sangraba. Luego, crac, la
habitación se encendió con una luz brillante. La veleta salió volando y golpeó contra la
pared en un traqueteo, y todo el edificio pareció suspirar cuando el zumbido se
desvaneció en nada.

Alex se estremeció de alivio y Darlington le entregó un pañuelo limpio para la


nariz.

—¿Tenemos que hacer esto cada vez que el clima se pone inquieto? —preguntó
ella.

Darlington se limpió la nariz. —Una o dos veces al año. A veces menos. La


energía tiene que ir a algún lado y si no le damos dirección, creará un aumento de
potencia.

Alex recogió la veleta destrozada. Las puntas de sus flechas plateadas se habían
derretido ligeramente y su columna vertebral estaba doblada. —¿Qué pasa con esta cosa?

—Lo pondremos en el crisol con un poco de fundente. Debería recuperarse en


cuarenta y ocho horas más o menos.

—¿Y eso es? ¿Eso es todo lo que tenemos que hacer?

—Eso es. Lethe tiene sensores en todos los niveles inferiores de Rosenfeld. Si el
clima regresa, Dawes recibirá una alerta. Siempre debes traer la veleta. Siempre usa
guantes y botas. No es gran cosa. Y ahora puedes volver a... ¿a qué estás volviendo?

—La Reina de las Hadas.

Darlington puso los ojos en blanco y los dirigió hacia la puerta. —Mis
condolencias. Spenser es un aburrido miserable. ¿De qué trata tu ensayo? —Solo estaba
prestando atención a medias. Quería mantener a Alex tranquila. Quería mantener la
calma. Porque en el silencio que quedaba tras el zumbido del clima, podía escuchar algo
respirando.

Condujo a Alex a través de los pasillos de vidrio polvoriento y maquinaria rota,


escuchando, siempre escuchando.

Débilmente, se dio cuenta de que Alex hablaba de la reina Isabel y de que una
chica de su sección había desperdiciado quince minutos sólidos hablando de cómo todos
los grandes poetas eran zurdos.
—Eso es evidentemente falso —dijo Darlington. La respiración era profunda e
incluso, como una criatura en reposo, tan constante que podría confundirse con otro
sonido en el sistema de ventilación del edificio.

—Eso es lo que dijo nuestro TA, pero supongo que este tipo es zurdo, por lo que
habló sobre cómo la gente solía obligar a los zurdos a escribir con la mano derecha.

—Ser zurdo fue visto como un signo de influencia demoníaca. La mano siniestra
y todo eso.

—¿Eso es?

—¿Eso es qué?

—Una señal de influencia demoníaca.

—De ningún modo. Los demonios son ambidiestros.

—¿Alguna vez tenemos que luchar contra demonios?

—Absolutamente no. Los demonios están confinados a algún tipo de infierno


detrás del Velo, y los que logran avanzar están muy por encima de nuestro rango salarial.

—¿Qué rango salarial?

—Precisamente.

Allí, en la esquina, la oscuridad parecía más profunda de lo que debería, una


sombra que no era una sombra. Un portal en el sótano de Rosenfeld Hall. Donde no
tenía por qué estar.

Darlington se sintió aliviado. Lo que había pensado que estaba respirando debía
ser la corriente de aire a través del portal, y aunque su presencia aquí era un misterio,
era algo que podía resolver. Claramente, alguien había estado en el sótano tratando de
capturar el poder del nexo del viejo San Elmo para obtener algún tipo de magia. El
culpable obvio era Pergamino y Llave. Habían cancelado su último ritual, y si su intento
anterior de abrir un portal a Hungría había sido una indicación, la magia en su propia
tumba estaba en decadencia. Pero no iba a hacer acusaciones sin pruebas. Lanzaría un
hechizo de contención y protección para inutilizar el portal, y luego tendrían que
regresar a Il Bastone para obtener las herramientas que necesitaría para cerrar esto
permanentemente. A Alex no le gustaría eso.

—No sé —decía ella—. Tal vez simplemente intentaron cambiar a todos esos
niños zurdos del diablo porque eran un desastre. Siempre sabía cuándo Hellie había
estado escribiendo en su diario, porque tenía tinta en toda la muñeca.

Supuso que podría cerrar el portal por su cuenta. Darle un respiro a ella para que
pudiera ir a escribir un ensayo agotador sobre el agotador Spenser. Modos de viaje y
modelos de transgresión en The Faerie Queene.

—¿Quién es Hellie? —preguntó. Pero en el momento en que lo hizo, el nombre


hizo clic para él. Helen Watson: la chica muerta que sufrió una sobredosis, la que Alex
había encontrado a su lado. Algo en él tartamudeó como una bombilla. Recordó el
patrón feroz de salpicaduras de sangre, repetido una y otra vez sobre las paredes de ese
miserable departamento, como un horrible material textil. Un bateo zurdo.

Pero Helen Watson había muerto más temprano esa noche, ¿no? No había sangre
en ella. Ninguna de las dos chicas había sido una sospechosa creíble. Ambas estaban
drogadísimas y eran demasiado pequeñas para haber hecho ese tipo de daño, y Alex no
era zurda.

Pero Helen Watson sí.

Hellie.

Alex lo miraba en la oscuridad. Tenía la mirada cautelosa de alguien que sabía


que había dicho demasiado. Darlington sabía que debía fingir una despreocupación.
«Actúa natural». Sí, actuar de forma natural. De pie en un sótano crepitando con magia
de tormenta, junto a un portal a quién sabe dónde, junto a una chica que podía ver
fantasmas. No, no solo veía fantasmas.

Tal vez podía dejarlos entrar.

Actúa natural. En cambio, se quedó quieto, mirando a los ojos negros de Alex, su
mente revolviendo lo que sabía sobre las posesiones de los Grises. Había habido otras
personas que Lethe había seguido, personas que supuestamente podían ver fantasmas.
Muchos habían perdido la cabeza o se habían vuelto “no más sostenibles” como
candidatos. Hubo historias de personas que se volvieron locas y destruyeron sus
habitaciones de hospital o atacaron a sus cuidadores con una fuerza inaudita, el tipo de
fuerza que se necesitaría para empuñar un bate contra cinco hombres adultos. Después
de los arrebatos, los sujetos siempre quedaban en un estado catatónico que los hacía
imposibles de interrogar. Pero Alex no era normal, ¿verdad?

Darlington la miró. Undine con su pelo negro y liso, la parte central como una
columna vertebral desnuda, sus ojos devoradores.

—Tú los mataste —dijo—. A todos ellos. Leonard Beacon. Mitchell Betts. Helen
Watson. Hellie.

El silencio se alargó. El brillo oscuro de sus ojos parecía endurecerse. ¿No había
querido magia, una puerta a otro mundo, una chica de las hadas? Pero las hadas nunca
fueron amables. «Dime que me vaya a la mierda», pensó. «Abre esa boca vulgar y dime que
estoy equivocado. Dime que me vaya al infierno.»

Pero todo lo que dijo fue: —A Hellie no.

Darlington podía escuchar la ráfaga de viento a través del portal, los gemidos
ordinarios del edificio que se asentaban sobre ellos y, en algún lugar, distante, el sonido
de una sirena.

Él lo había sabido. El primer día que la conoció, supo que había algo mal con
ella, pero nunca podría haber adivinado la profundidad. «Asesina.»

¿Pero a quién había matado realmente? Nadie a quien pudieran extrañar. Tal vez
ella había hecho lo que tenía que hacer. De cualquier manera, el cómite de Lethe no
tenía idea de con quién estaban tratando, qué habían traído al redil.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Alex. Esos ojos negros y duros, piedras en el río.
Sin remordimientos, sin excusas. Su único impulso era la supervivencia.

—No sé —dijo Darlington, pero ambos sabían que era una mentira. Tendría que
decírselo al decano Sandow. No había forma de evitarlo.
«Pregúntale por qué. No, pregúntale cómo». Su motivo debería importarle más, pero
Darlington sabía que el cómo era lo que lo obsesionaría, y probablemente también al
cómite. Pero nunca podrían dejarla continuar en Lethe. Si sucediera algo, si Alex
lastimara a alguien nuevamente, serían responsables.

—Ya veremos —dijo, y se volvió hacia la sombra profunda en la esquina. No


quería seguir mirándola, ver el miedo en su rostro, el conocimiento de todo lo que estaba
a punto de perder.

«¿Alguna vez iba a lograrlo de todos modos?» Una parte fría dijo que nunca había
tenido lo que se necesitaba para ser de Lethe. Para ser de Yale. Esta chica del oeste, de
luz de sol fácil, madera contrachapada y formica.

—Alguien estuvo aquí antes que nosotros —dijo, porque era más fácil hablar
sobre el trabajo que tenían delante que sobre el hecho de que ella era una asesina.
Leonard Beacon había sido golpeado hasta ser irreconocible. Los órganos de Mitchell
Betts habían sido casi licuados, golpeados en pulpa. Dos hombres en los cuartos traseros
tenían agujeros en el pecho que indicaban que habían sido estacados en el corazón. El
bate había quedado en fragmentos tan pequeños que había sido imposible levantar
huellas digitales. Pero Alex había estado limpia. No había sangre en ella. Los técnicos
del crimen incluso habían revisado los desagües.

Darlington señaló la mancha oscura en la esquina. —Alguien abrió un portal.

—Está bien —dijo ella. Cautelosa, insegura. La camaradería y la facilidad que se


habían ganado en los últimos meses se habían ido como el mal tiempo.

—Le pondré barreras —dijo—. Volveremos a Il Bastone y hablaremos de esto.


—¿Lo decía en serio?, se preguntó. O quiso decir, «aprenderé lo que pueda antes de entregarte
y que te quedes callada». Esta noche, ella todavía estaría buscando un trueque, un
intercambio de información por su silencio. Ella era su Dante. Eso debería importar.
«Ella es una asesina. Y una mentirosa»—. Esto no es algo que pueda ocultarle a Sandow.

—Está bien —dijo ella de nuevo.

Darlington sacó dos imanes de su bolsillo y trazó una clara señal de protección
sobre el portal. Puertas como esta eran estrictamente magia de Pergamino y Llave, pero
era un riesgo ridículo para los cerrajeros intentar abrir un portal lejos de su tumba. Sin
embargo, era su propia magia la que usaría para cerrarla.

—Alsamt —comenzó—. Mukhal. —El aliento se le cortó la boca antes de que


pudiera terminar las palabras.

Algo se apoderó de él, y Darlington sabía que había cometido un terrible error.
Este no era un portal. De ningún modo.

Se dio cuenta en ese último momento de las pocas cosas que tenía para atarlo al
mundo. ¿Qué podría mantenerlo aquí? ¿Quién lo conocía lo suficientemente bien como
para mantener su corazón? Todos los libros, la música, el arte y la historia, las piedras
silenciosas de Black Elm, las calles de esta ciudad. «Esta ciudad». Nada de eso lo
recordaría.

Trató de hablar. ¿Una advertencia? ¿El último suspiro de un sabelotodo? «Aquí


yace el niño con todas las respuestas». Excepto que no habría una tumba.

Danny miraba la vieja cara joven de Alex, sus ojos oscuros, los labios que
permanecían separados, que no se movían para hablar. Ella no dio un paso adelante.
Ella no emitió palabras de protección.

Terminó como siempre había sospechado que lo haría, solo en la oscuridad.


Traducido SOS por Azhreik

Alex no podía determinar dónde iniciaron los problemas en Zona Cero esa
noche. Todo se remontaba a mucho antes. Len había estado intentando ascender,
conseguir que Eitan lo dejara tener más peso. La marihuana pagaba las cuentas, pero
los chicos de las escuelas privadas en Buckley y Oakwood querían Adderall, éxtasis,
oxy, ketamina y Eitan sencillamente no confiaba en Len más que con bolsas pequeñas
de hierba, sin importar lo mucho que le lamiera las botas.

A Len le encantaba despotricar sobre Eitan, llamarlo un grasiento imbécil judío


y Alex se retorcía, pensando en su abuela encendiendo las velas de oración en el Shabbat.
Pero Eitan Shafir tenía todo lo que Len deseaba: dinero, coches, un desfile
aparentemente interminable de aspirantes a modelo del brazo. Vivía en una mega
mansión en Encino con una piscina infinita que miraba hacia la autopista 405, rodeado
por una cantidad loca de músculos. El problema era que Len no tenía nada que Eitan
deseara… hasta que Ariel llegó a la ciudad.

—Ariel —había dicho Hellie—. Ese es el nombre de un ángel.

Ariel era el primo de Eitan, o hermano o algo. Alex nunca estuvo segura. Tenía
ojos grandes de párpados caídos, una cara atractiva enmarcada por inicios de barba
perfectamente cuidada. Puso nerviosa a Alex desde el primer momento. Era demasiado
quieto, como una criatura cazando, y podía percibir la violencia en su espera. Lo veía
en la forma que Eitan era deferente con él, la forma en que las fiestas en la casa de Encino
se volvieron más frenéticas, desesperado por impresionarlo, por mantenerlo entretenido,
como si aburrir a Ariel pudiera ser algo peligroso. Alex tenía la sensación que Ariel, o
alguna versión de él, siempre había estado allí, que los hombres mecánicos desastrosos
como Eitan y Len no podían operar sin alguien como Ariel alzándose sobre todo,
reclinándose en su asiento, con su parpadeo lento como una cuenta atrás.

Ariel se aficionó a Len. Len lo hacía reír, aunque de alguna forma Ariel nunca
parecía sonreír cuando estaba riendo. Le encantaba hacer señas para que Len se acercara
a su mesa. Lo palmeaba en la espalda y hacía que hiciera estilo libre.

—Esta es nuestra entrada —dijo Len el día que Ariel se invitó solo a la Zona
Cero.

Alex no podía entender cómo Len no veía que Ariel se estaba riendo de él, que
le divertía su pobreza, le excitaba su anhelo. La sobreviviente en su interior entendía que
existían hombres que gustaban de ver a otra gente sufrir, deseaban presionar para ver
qué humillaciones permitirían las necesidades de otros. Había rumores flotando en casa
de Eitan, pasados de una chica a la siguiente: «No te quedes a solas con Ariel. No le gusta
rudo; le gusta feo.»

Alex había intentado hacer ver a Len el peligro. —No te metas con este sujeto —
le había dicho—. Él no es como nosotros.

—Pero le agrado.

—Solo le agrada jugar con su comida.

—Va hacer que Eitan me ascienda —dijo Len, parado ante la encimera amarilla
desportillada en Zona Cero—. ¿Por qué tienes que cagar en cualquier cosa que me
sucede?

—Es fentanilo basura, joder. Te lo da porque nadie más lo quiere. —Eitan no


trataba con fentanilo a menos que supiera exactamente de dónde provenía. Le gustaba
permanecer fuera del radar de las autoridades, y matar a tus clientes tendía a atraer la
atención. Alguien le había pagado una deuda con lo que supuestamente era heroína
cortada con fentanilo, pero había atravesado demasiados manos para considerarse
limpio.

—No me jodas esto, Alex —dijo Len—. Haz que este hoyo de mierda luzca
agradable.
—Deja que coja mi varita mágica.

Él la había abofeteado entonces, pero no fuerte. Solo una bofetada de “hablo en


serio”.

—Ey —había protestado Hellie. Alex nunca estuvo segura de qué tenía intención
de decir Hellie cuando dijo “Ey”, pero estuvo agradecida de todas formas.

—Relájate —dijo Len—. Ariel quiere parrandear con gente real, no esos
imbéciles de plástico que Eitan mantiene a su alrededor. Vamos a por los altavoces de
Damon. Limpien todo. —Había mirado a Hellie, luego a Alex—. Intenten lucir bien.
Nada de mal humor esta noche.

—Vamos —había dicho Alex tan pronto Len dejó el departamento, Betcha en el
asiento de pasajero, ya drogándose. El nombre real de Betcha era Mitchell, pero Alex
no lo había sabido hasta que lo arrestaron por un cargo de posesión y ellos tuvieron que
reunir todo su dinero para pagar la fianza. Llevaba con Len desde mucho antes que
Alex, y siempre estaba allí, alto, robusto y de panza flácida, su barbilla perpetuamente
llena de acné.

Alex y Hellie empezaron a caminar, dirigiéndose al lecho de concreto del Rio


L.A. luego a la parada de autobús en Sherman Way, sin destino en mente. Lo habían
hecho antes, incluso juraban que se marcharían definitivamente, llegaban hasta el muelle
de Santa Monica, Barstow, una vez incluso hasta las Vegas, donde pasaron el primer día
vagando por vestíbulos de hotel y el segundo día robando veinticinco centavos a las
ancianas que jugaban con los tragamonedas hasta que tuvieron suficiente para la tarifa
del autobús para regresar a casa. Recorriendo a toda velocidad la 15 en el aire
acondicionado de vuelta a L.A., se habían quedado dormidas inclinadas en el hombro
de la otra. Alex había soñado con el jardín del Bellagio, los molinos de agua y perfume
entremezclado, las flores arregladas como rompecabezas. A veces Alex y Hellie
tardaban horas, a veces días, pero siempre regresaban. Había demasiado mundo. Había
demasiadas opciones, y esas sencillamente parecían conducir a más opciones. Ese era el
asunto con vivir, y ninguna de ellas había obtenido nunca la habilidad.
—Len dice que vamos a perder Zona Cero si Ariel no nos favorece —dijo Hellie
mientras abordaban el RTD. No había grandes planes hoy. Nada de las Vegas, solo un
viaje al Lado Oeste.

—Es solo por decirlo —dijo Alex.

—Va a estar molesto que no limpiamos.

Alex miró por la ventana mugrosa y dijo: —¿Notaste que Eitan envió lejos a su
novia?

—¿Qué?

—Cuando Ariel llegó a la ciudad. Envió lejos a Inger. No ha tenido alrededor a


ninguna de las chicas usuales. Solo basura del Valle.

—No es la gran cosa, Alex.

Ambas sabían para qué venía Ariel a la Zona Cero. Deseaba experimentar un
tugurio durante un rato y Alex y Hellie debían ser parte de la diversión.

—Nunca se siente como la gran cosa hasta que lo es —dijo Alex. Hubo otros
favores. La primera vez fue un chico de cine, o al menos alguien que Len dijo que era
un chico de cine, que iba a conseguirles montones de negocios de Hollywood, pero Alex
descubrió después que solo era un asistente de producción, recién salido de la escuela de
cine. Ella terminó sentada en su regazo toda la noche, esperando que eso fuera todo,
hasta que la había llevado al pequeño baño y puso su asqueroso tapete de baño sobre los
azulejos (un gesto extrañamente caballeroso) para que ella pudiera hacerle una mamada
con gran comodidad mientras él se sentaba en el inodoro. «Tengo quince» había pensado
mientras se enjuagaba la boca y se limpiaba el delineador de ojos. «¿Cómo lucen los
quince?» ¿Había otra Alex yendo a pijamadas y besando a chicos en bailes escolares?
¿Podría atravesar el espejo encima del lavabo y deslizarse en la piel de esa chica?

Pero ella estaba bien. Realmente bien. Hasta la mañana siguiente, cuando Len
estuvo azotando las puertas de los gabinetes continuamente y fumando de esa forma
como si quisiera comerse el cigarrillo con cada calada, hasta que al fin Alex había
espetado: —¿Cuál es tu problema?
—¿Mi problema? Mi novia es una puta.

Alex había escuchado esa palabra tantas veces viniendo de Len que ya apenas se
registraba. Perra, furcia, ocasionalmente ramera cuando se sentía particularmente
enojado o cuando estaba imitando a un gánster británico. Pero nunca la había llamado
eso a ella. Esa era una palabra para otras chicas.

—Tú dijiste…

—Yo no dije una mierda.

—Me dijiste que lo hiciera feliz.

—¿Y eso en puta significa chúpale el pito?

La cabeza de Alex había hecho un giro mareador. ¿Cómo lo sabía él? ¿El chico
de cine había salido del baño y lo anunció directamente? E incluso si lo hizo, ¿por qué
Len estaba molesto? Ella sabía qué significaba “hazlo feliz”. Alex no sentía más que
rabia y era mejor que cualquier droga, borrando las dudas de su mente.

—¿Qué jodidos creíste que iba a hacer? —exigió, sorprendida de lo alto que
hablaba, lo segura—. ¿Imitaciones? ¿Hacerle animales de globo?

Había cogido su licuadora, la que Len utilizaba para sus batidos proteínicos, y la
azotó contra el refrigerador, y durante un momento había visto miedo en los ojos de Len
y deseo muchísimo mantenerlo temeroso. Len la había llamado loca, y salió del
departamento azotando la puerta. Había huido de ella. Pero una vez que se marchó, la
adrenalina se había drenado de Alex en una ráfaga que la dejó sintiéndose flácida y
solitaria. No se sentía enojada o reivindicada, solo avergonzada y tan asustada de que
de alguna forma había arruinado todo, se había arruinado a sí misma, que Len ya no la
querría de nuevo. Y entonces ¿a dónde iría ella? Todo lo que deseaba era que él
regresara.

Al final ella se disculpó y le rogó que la perdonara y se drogaron y encendieron


el aire acondicionado y follaron justo al lado, el aire salía en ráfagas frías que
enmascaraba sus jadeos. Pero cuando Len había dicho que era una buena putita, ella no
se había sentido sexi o salvaje; se había sentido muy pequeña. Temía ponerse a llorar y
temía que a él le gustara eso también. Había girado la cara al aire acondicionado y
sentido el aliento helado de la unidad de calefacción soplándole los finos vellos de la
cara. Apretó los ojos, y mientras Len embestía como conejo detrás de ella, se había
imaginado en un glaciar, desnuda y sola, el mundo limpio y vacío y lleno de perdón.

Pero Ariel no era un estudiante de cine buscando algo raro. Él tenía una
reputación. Había historias de que solo estaba en los Estados Unidos porque estaba
evitando a la policía israelí después de violentar a dos chicas menores de edad en Tel
Aviv, que manejaba una arena de luchas de perros, que le gustaba dislocar los hombros
de las chicas como juego previo, como un niño arrancándole las alas a una mosca.

Len estaría furioso cuando regresara a casa para encontrar el departamento aún
hecho un desastre. Estaría incluso más enojado cuando ellas no regresaran a Zona Cero
para la fiesta. Pero podían sobrevivir a la ira de Len mucho mejor que a la atención de
Ariel.

Alex entendía que Len había esperado alguna clase de celos cuando había traído
a Hellie a casa con ellos ese día desde la playa Venice. No había predicho la cálida risa
de Hellie, su forma de enganchar el brazo alrededor de Alex cómodamente, la forma en
que sacaría una edición de pasta blanda del estante de Alex de thrillers y ciencia ficción
antigua y diría: —Léeme. —Hellie había hecho soportable esta vida. Alex no iba a
recorrer el sendero que condujera a Ariel y no iba a permitir que Hellie lo recorriera
tampoco, porque de alguna forma sabía que no saldrían de él intactas. No tenían una
gran vida. No era la clase de vida que nadie imaginaba o pedía, pero se las arreglaban.

Tomaron el autobús sobre la colina, por la 101 a la 405 a Westwood, y caminaron


todo el camino hasta la UCLA, subieron la cuesta al campus y atravesaron el jardín de
esculturas. Se sentaron en los escalones debajo de las bonitas arcadas del Vestíbulo
Royce y observaron a los estudiantes jugando frisbee y tendidos en el sol leyendo. Ocio.
Estas personas doradas buscaban ocio porque tenían muchas cosas que hacer.
Ocupaciones. Metas. Alex no necesitaba hacer nada. Nunca. Le hacía sentir como si
estuviera fallando.

Cuando se ponía mal, le gustaba hablar sobre el plan de juego de Dos Años. Ella
y Hellie empezarían la universidad comunitaria en el otoño o tomarían clases en línea.
Ambas obtendrían trabajos en el centro comercial y ahorrarían su dinero para un carro
usado para que no tuvieran que tomar el autobús a todos lados.

Normalmente a Hellie le gustaba seguirle la corriente, pero no ese día. Había


estado desganada, malhumorada, encontrando hoyos a todo. —Nadie va a darnos
suficientes turnos en el centro comercial para permitirnos un coche y la renta.

—Entonces seremos secretarias o algo.

Hellie lanzó una larga mirada a los brazos de Alex. —Demasiados tatuajes. —
No en Hellie. Acostadas allí en los escalones de Royce con sus vaqueros cortos, sus
piernas doradas cruzadas, lucía como si perteneciera—. Me gusta que pienses que
realmente va a suceder. Es lindo.

—Podría suceder.

—No podemos perder el departamento, Alex. Estuve sin hogar durante un


tiempo después que mi mamá me echó. No volveré a hacerlo.

—No tendrás que hacerlo. Len solo decía. Incluso si no, lo resolveremos.

—Si te quedas en el sol más tiempo, vas a lucir toda Mexicana. —Hellie se levantó
y se desempolvó los pantaloncillos—. Vayamos a fumar y ver una película.

—No tendremos suficiente dinero para el autobús de vuelta.

Hellie guiñó un ojo. —Lo resolveremos.

Encontraron un cine, el antiguo Fox, donde Alex a veces veía al personal


poniendo cuerdas rojas para las premieres. Alex se había acurrucado contra el hombro
de Hellie, oliendo el dulce aroma de coco de su piel aún caliente por el sol, sintiendo lo
sedoso de su cabello rubio rozando ocasionalmente contra su frente.

Eventualmente se había quedado dormida, y cuando las luces del cine se


encendieron, Hellie se había marchado. Alex había salido al vestíbulo, luego al baño,
luego mensajeó a Hellie, y fue solo tras el segundo mensaje que finalmente obtuvo una
respuesta: Está bien. Lo resolví.

Hellie había regresado para la fiesta. Había vuelto a Len y Ariel. Se había
asegurado que Alex no estaría allí a tiempo para detenerla.
Alex ya no tenía dinero, ni forma de llegar a casa. Intentó pedir aventón, pero
nadie deseaba recoger a una chica con lágrimas corriéndole por la cara, vestida con una
camiseta sucia y los chichones de pantaloncillos vaqueros negros. Había caminado de
aquí para allá en el Boulevard Westwood, insegura de qué hacer, hasta que finalmente
había vendido lo último de su marihuana a un pelirrojo con rastas y un perro esquelético.

Cuando regresó al departamento, sus pies estaban sangrientos de las ampollas


que se habían formado y reventado dentro de sus Converse bajos. La fiesta estaba a tope
en Zona Cero, la música filtrándose al exterior en batacazos.

Entró sigilosa pero no vio a Hellie o Ariel en la estancia. Esperó en la fila para el
baño, esperando que nadie reportara su presencia a Len o que él estuviera demasiado
perdido para que le importara, se lavó los pies en la tina, luego fue al dormitorio trasero
y se recostó sobre el colchón. Mensajeó a Hellie de nuevo.

¿Estás aquí? Estoy atrás.

Hellie, por favor.

Por favor.

Se había quedado dormida, pero despertó ante el sonido de Hellie acostándose


junto a ella. En el brillo tenue de la luz de seguridad del callejón, lucía completamente
amarilla. Sus ojos eran inmensos y vidriosos.

—¿Estás bien? —había preguntado Alex—. ¿Fue malo?

—No —dijo Hellie, pero Alex no sabía qué pregunta estaba contestando Hellie—
. No, no, no, no, no. —Hellie envolvió a Alex con los brazos y la atrajo. Su cabello
estaba húmedo. Se había duchado. Olía como a jabón Dial, desprovisto del usual olor a
coco dulce de Hellie—. No no no no no no —continuó diciendo. Estaba riendo entre
dientes, su cuerpo se sacudía como solía hacerlo cuando intentaba evitar reírse
demasiado alto, pero sus manos aferraron la espalda de Alex, los dedos enterrándosele
como si la estuvieran arrastrando al mar.
Horas después, Alex se había despertado de nuevo. Sintió como si nunca hubiera
tenido una noche de sueño real o una mañana real, solo estas cortas siestas rotas por
despertar a medias. Eran las tres de la mañana, y la fiesta había muerto o se había
movido a algún otro lado. El apartamento estaba silencioso. Hellie estaba de costado,
mirándola. Sus ojos aún lucían salvajes. Había vomitado en su camiseta en algún punto
de la noche.

Alex arrugó la nariz ante la peste. —Buenos días, Hellie apestosilla —dijo. Hellie
sonrió y había tanta dulzura en su cara, tanta tristeza—. Salgamos de aquí —dijo Alex—
. Definitivamente. Ya acabamos con este lugar.

Hellie asintió.

—Quítate esa camiseta. Hueles a almuerzo recalentado —dijo Alex y estiró la


mano hacia el dobladillo. Su mano atravesó directamente, directamente a través del
lugar donde la piel firme del abdomen de Hellie debería haber estado.

Hellie parpadeó una vez, esos ojos tan tristes, tan tristes.

Solo se quedó allí tendida, aun mirando a Alex, estudiándola (Alex se percató)
por última vez.

Hellie se había ido. Pero no. Su cuerpo yacía en el colchón, de espaldas, a treinta
centímetros de distancia, su camiseta ajustada salpicada de vómito, rígida y fría. Su piel
era azul. ¿Cuánto tiempo había yacido allí su fantasma esperando que Alex despertara?
Había dos Hellies en la habitación. No había Hellies en la habitación.

—Hellie. Hellie. Helen. —Alex estaba llorando, inclinada sobre su cuerpo,


buscando un pulso. Algo se rompió en su interior—. Regresa —sollozó, alcanzando el
fantasma de Hellie, sus brazos la atravesaban una y otra vez. Con cada roce atisbaba
una esquirla brillante de la vida de Hellie. La casa soleada de sus padres en Carpinteria.
Sus pies callosos sobre una tabla de surf. Ariel con los dedos llenando la boca de ella—.
No tenías que hacerlo. No tenías que hacerlo.

Pero Hellie no dijo nada, solo sollozó silenciosamente. Las lágrimas lucían como
plata contra sus mejillas. Alex empezó a gritar.
Len entró por la puerta violentamente, su camiseta estaba de fuera, su cabello era
un desorden, venía maldiciendo que eran las tres de la mañana y no podía tener algo de
descanso en su propia casa, cuando vio el cuerpo de Hellie.

Entonces empezó a decir lo mismo una y otra vez. —Joder joder joder. —Igual
que el no no no de Hellie. Ra-ta-ta-ta. Un momento después presionó la palma contra la
boca de Alex—. Cállate. Cállate con un demonio. Dios, estúpida perra, silencio.

Pero Alex no podía callarse. Sollozó en torrentes ruidosos, su pecho jadeando


mientras él la apretaba cada vez más. No podía respirar. El moco le corría por la nariz,
y la mano de él estaba apretada contra los labios de ella. Luchó en su contra mientras él
apretaba. Iba a desmayarse.

—Joder. —La empujó y se limpió las manos en los pantalones—. Solo cállate y
déjame pensar.

—Oh mierda. —Betcha estaba en el umbral, su gran panza colgaba sobre sus
pantaloncillos de baloncesto, su camiseta estaba rasgada—. ¿Está?

—Tenemos que limpiar —dijo Len—, sacarla de aquí.

Durante un momento, Alex estaba asintiendo, pensando que él se refería a


hacerla lucir linda. Hellie no debería tener que ir al hospital con vómito en la camiseta.
No deberían encontrarla de esta forma.

—Aún es temprano. Nadie está allí afuera —dijo Len—. Podemos meterla al
coche, tirarla… no sé. Ese club asqueroso en Hayvenhurst.

—¿Crashers?

—Sí, la pondremos en el callejón. Luce bastante acabada, y tiene que haber


montones de mierda aún en su sistema.

—Sí —dijo Betcha—. Ok.

Alex los observó, con los oídos pitando. Hellie también los estaba observando,
desde su lugar a un lado de su propio cadáver en el colchón, escuchándolos hablar de
tirarla como si fuera basura.

—Voy a llamar a la policía —dijo Alex—. Ariel debe haberle dado…


Len la golpeó, con la mano abierta pero duro. —No seas jodidamente estúpida.
¿Quieres ir a la cárcel? ¿Quieres que Eitan y Ariel vengan tras nosotros? —La golpeó de
nuevo.

—Mierda, hombre, cálmate —dijo Betcha—. No seas así. —Pero no iba a


intervenir. No iba a hacer nada para detener a Len.

El fantasma de Hellie echó atrás la cabeza, mirando el techo, y empezó a


deslizarse hacia la pared.

—Vamos —dijo Len a Betcha—. Sujétale los tobillos.

—No le puedes hacer esto —dijo Alex. Es lo que debió haber dicho la noche
anterior. Cada noche. «No le puedes hacer esto.»

El fantasma ya estaba empezando a desvanecerse a través de la pared.

Len y Betcha se colgaron el cadáver entre ellos como una hamaca. Len tenía los
brazos alrededor de las axilas de Hellie. Su cabeza colgaba a un lado. —Dios, huele a
mierda.

Betcha le sujetó los talones. Uno de sus zapatos rosa perla colgaba de su pie. No
se los había quitado después de acostarse en la cama. Probablemente no lo había notado.
Alex lo observó resbalarse de sus dedos y caer al piso con un ruido sordo.

—Mierda, pónselo de nuevo.

Betcha forcejeó torpemente, dejó sus pies y luego intentó remeterle el pie de
nuevo como alguna clase de lacayo en Cenicienta.

—Oh, con un demonio, solo tráelo. Lo tiraremos con ella.

Fue solo cuando Alex los siguió a la estancia que vio que Ariel aún estaba allí,
dormido en un sillón solo con los calzoncillos puestos. —Estoy intentando dormir, con
una mierda —dijo, parpadeando adormilado—. Oh mierda, ¿ella está…?

Y entonces soltó una risita.


Se detuvieron enfrente de la puerta. Len intentó alcanzar el pomo de la puerta,
derribó su estúpido bate de gánster que mantenía allí por “protección”. Pero no podía
balancear el cuerpo de Hellie y conseguir que el pomo girara.

—Anda —espetó—. Abre la puerta, Alex. Déjanos salir.

«Déjame entrar»

El fantasma de Hellie flotaba a mitad entre la ventana y el cielo. Se estaba


descolorando a gris. ¿Los seguiría hasta ese callejón asqueroso? —No vayas —le rogó
Alex.

Pero Len creyó que le estaba hablando a él. —Abre la puerta, perra inútil.

Alex estiró la mano hacia el pomo. «Déjame entrar». El metal estaba frío en su
mano. Empezó a abrir la puerta, luego la cerró. Puso el pestillo y se giró a enfrentar a
Len, Betcha y Ariel.

—¿Ahora qué? —dijo Len impaciente.

Alex extendió la mano hacia Hellie. «Quédate conmigo». No sabía lo que estaba
pidiendo. No sabía lo que estaba ofreciendo. Pero Hellie entendió.

Sintió a Hellie apresurarse hacia ella, se sintió partiéndose, desgarrándose para


hacer espacio para otro corazón, otro par de pulmones, para la voluntad de Hellie, para
la fuerza de Hellie.

—¿Ahora qué, Len? —preguntó Alex. Recogió el bate.

Alex no recordaba mucho de lo que sucedió después. La sensación de Hellie


dentro de ella como un aliento contenido y profundo. Lo ligero y natural que el bate se
sentía en su mano.

No hubo vacilación. Bateó desde la izquierda, justo como Hellie hacía cuando
jugaba para los Midway Mustangs. Alex era tan fuerte que la hizo torpe. Golpeó primero
a Len, un crujido fuerte en el cráneo. Él se fue de lado y ella trastabilló, desbalanceada
por la fuerza de su propio giro. Lo golpeó de nuevo y su cabeza cedió con un fuerte
crunch, como una piñata rompiéndose, trozos de cráneo y cerebro volaron, la sangre se
desparramó por todos lados. Betcha aún sostenía los tobillos de Hellie en sus manos
cuando Alex giró el bate hacia él… era así de rápida. Lo golpeó primero detrás de las
rodillas y él gritó mientras se colapsaba, entonces ella bajó el bate como un mazo contra
su cuello y hombros.

Ariel se levantó y al principio ella creyó que iría por un arma, pero estaba
retrocediendo, con los ojos aterrorizados, y cuando pasó por la puerta corrediza de
cristal, entendió por qué. Ella estaba resplandeciendo. Lo persiguió a la puerta… no, no
persiguió. Voló hacia él, como si sus pies apenas tocaran el suelo. La ira de Hellie era
como una droga dentro de su cuerpo, prendiendo su sangre. Derribó a Ariel al piso y lo
golpeó una y otra vez, hasta que el bate se rompió contra su columna. Entonces tomó
los dos trozos astillados en las manos y fue a encontrar al resto de vampiros, un grupo
de chicos, dormidos en sus camas, drogados y babeando.

Cuando terminó, cuando no quedaba más gente por matar y sintió que su propio
agotamiento avanzaba en la energía ilimitada de Hellie, Hellie fue la que la guio, hizo
que se pusiera los zapatos de plástico rosa en sus propios pies y caminara los tres
kilómetros a donde Roscoe cruzaba el río de Los Angeles. No vio a nadie por el camino;
Hellie la condujo por cada calle vacía, diciéndole dónde girar, cuándo esperar, cuándo
era seguro, hasta que alcanzaron el puente y bajaron a gatas en el gris del amanecer.
Vadearon juntas el agua fría y fétida. La ciudad había quebrado el río después que la
inundara demasiadas veces, lo había sellado en concreto para asegurarse que nunca
volviera a causar daño. Alex dejó que la limpiara, los restos destrozados del bate flotaron
de sus manos como semillas. Siguió el curso del río la mayor parte del camino de vuelta
a la Zona Cero.

Ella y Hellie colocaron el cuerpo de Hellie de vuelta a donde había estado, y


entonces se acostaron juntas en el frío de esa habitación. No le importaba lo que
sucediera ahora, si la policía venía, si se congelaba hasta morir en este piso.
—Quédate —le dijo a Hellie, escuchando el trueno de sus corazones latiendo
juntos, sintiendo el peso de Hellie acurrucada en sus músculos y huesos—. Quédate
conmigo.

Pero cuando despertó, un paramédico le estaba iluminando los ojos con una
linterna y Hellie se había ido.
Traducido por Ava Rowan Blackburn

¿Qué había estado pensando Alex la noche que Darlington se desvaneció? Que
solo tenía que llevarlo de vuelta a la Madriguera. Hablarían. Ella explicaría… ¿qué
exactamente? ¿Qué ellos se lo merecían? ¿Que matar a Len y los otros le había dado algo
de paz no solo a Hellie sino también a ella? Que el mundo castigaba a chicas como ellas,
como Tara, por todas sus malas elecciones, cada error. Que le había gustado repartir el
castigo ella misma. Que cualquier consciencia que siempre había asumido que poseía
no se había presentado a trabajar ese día. Y ciertamente no lo lamentaba.

Pero podía decir que sí. Podía fingir que no recordaba la sensación del bate en su
mano, que no lo haría de nuevo. Porque eso es lo que Darlington temía… no que fuera
mala, sino que fuera peligrosa. Él le temía al caos. Así que Alex podía decirle que Hellie
la había poseído. Lo convertiría en un misterio que podrían resolver juntos. A él le
gustaría eso. Ella sería algo que él pudiera arreglar, un proyecto como su ciudad rota, su
casa derrumbándose. Aun podría ser una de los chicos buenos.

Pero Alex nunca tuvo que decir esas mentiras. La cosa en el sótano se aseguró de
eso. Darlington no estaba en el extranjero. No estaba en España. Y realmente no creía
que él se hubiera desvanecido en algún reino bolsillo para ser recuperado como un niño
que se había extraviado del grupo. Dawes y el decano Sandow no habían estado allí esa
noche. No habían sentido la finalidad de esa oscuridad.

—No es un portal —él había dicho en el sótano de Rosenfeld Hall—. Es una b…

Un minuto él estaba allí y en el siguiente fue rodeado por la oscuridad.

Ella había visto el terror en sus ojos, la súplica. «Haz algo. Ayúdame.»
Ella tenía intención de hacerlo. Al menos creía que tenía esa intención. Había
reproducido ese momento un millar de veces, preguntándose porqué se había
congelado… si había sido miedo o falta de entrenamiento o distracción. O si había sido
una elección. Si la cosa en el rincón le había dado una solución al problema que
Darlington representaba.

«Esto no es algo que pueda ocultarle a Sandow.» Las palabras de Darlington eran
como dedos metiéndose en su boca, pellizcándole la lengua, evitando que gritara.

En la noche, pensó en la cara perfecta de Darlington, la sensación de su cuerpo


horquillando el de ella en las sábanas calientes por dormir en su cama estrecha.

«Te dejé morir. Para salvarme a mí misma, te dejé morir.»

Ese era el peligro de tener sobrevivientes por compañía.

El mecánico se inclinó sobre ella, sonriendo. —No hay a dónde huir, perra.

Su agarre se sentía tan pesado en su cuello, como si sus pulgares pudieran


atravesarle la piel y hundirse en su tráquea.

Alex no había deseado pensar en esa noche en Zona Cero. No había deseado
mirar atrás. No había estado siquiera segura de lo que había sucedido, si había sido
Hellie o ella la que lo hizo posible.

«Déjame entrar.»

«Quédate conmigo.»

Tal vez había temido que si abría la puerta de nuevo algo terrible podría entrar.
Pero eso era exactamente lo que necesitaba ahora. Algo terrible.

La mano derecha de Alex se cerró sobre el palo de golf descartado… un putter8.


Extendió la mano izquierda hacia North, recordó la sensación de partirse, se instó a

8
El palo denominado putter es un palo de golf que se utiliza para empujar la bola mediante un golpe (putt)
hacia el hoyo en el green.
hacerlo de nuevo. «Abre la puerta, Alex. Tuvo tiempo de registrar la expresión de sorpresa
en su cara, y entonces el frío oscuro de él apresurado hacia ella.

Hellie había venido voluntariamente, pero North luchó. Percibió su confusión,


su terror desesperado por permanecer libre, y entonces una oleada de la propia necesidad
de ella se tragó sus preocupaciones.

North se sentía diferente que Hellie. Ella había sido la curva poderosa de una ola.
La fuerza de North era oscura y ágil, flexible como una lámina de verja. Llenó sus
extremidades, la hizo sentir como si metal fundido le recorriera las venas.

Giró el putter una vez en su mano, evaluó su peso. «¿Quién dijo que voy a huir?»
Bateó.

El mecánico consiguió levantar la mano, protegiendo su cabeza, pero Alex


escuchó los huesos de su mano ceder con un crujido satisfactorio. Él rugió y cayó de
espaldas en el sofá.

Alex fue por su rodilla a continuación. Los grandes eran más fáciles de manejar
en el suelo. Colapsó con un golpe sordo.

—¿Quién eres tú? —exigió ella—. ¿Quién te envió?

—Jódete —espetó él.

Alex azotó el putter e impactó los listones duros del suelo. Él había
desaparecido… como si se hubiera derretido directamente a través de la duela del piso.
Miró el lugar vacío donde él había estado, el latigazo del golpe reverberando por sus
brazos.

Algo la golpeó desde atrás. Alex cayó hacia delante mientras el dolor explotaba
en su cráneo.

Golpeó el piso y rodó, reptando hacia atrás. El mecánico estaba a medias fuera
de la pared, su cuerpo dividido por la repisa de la chimenea.

Alex se puso en pie de un salto, pero en el siguiente segundo él estaba junto a


ella. Su puño se disparó y la impactó en la mandíbula. Solo la fuerza de North evitó que
se derrumbara. Agitó el putter, pero el mecánico ya había desaparecido. Un puño se
estrelló contra ella desde el otro lado.

Esta vez cayó.

El mecánico la pateó con fuerza en el costado, su bota conectó con sus costillas
rotas. Ella gritó. Él pateó de nuevo.

—¡Pon las manos en la cabeza!

El Detective Turner. Estaba parado en la puerta, con el arma expuesta.

El mecánico miró a Turner. Levantó los dedos corazón y se desvaneció,


fundiéndose en la chimenea.

Alex se acurrucó contra la pared y sintió a North salir de ella, lo vio marcharse
en una oleada borrosa, readquiriendo su forma, su cara estaba asustada y resentida.
¿Debía sentir pena por él?

—Lo entiendo —murmuró Alex—. Pero no tenía opción. —Él se tocó la herida
en el pecho como si ella hubiera sido la que le disparó.

—Solo encuentra a Tara —espetó—. Tienes el retenedor.

—¿El qué? —dijo Turner. Estaba palmeando la chimenea y el fogón de ladrillos


debajo, como esperando encontrar un pasaje secreto.

—Portal mágico —gruñó Alex.

North miró atrás una vez sobre el hombro y se desvaneció a través de la pared
del departamento. El dolor le llegó en una hinchazón repentina, una fotografía a cámara
lenta de una flor floreciendo, como si la presencia de North hubiera mantenido lo peor
a raya y ahora que estaba vacía, el daño podía entrar a toda prisa. Alex intentó
levantarse. Turner había enfundado su arma.

Turner azotó el puño en la encimera. —Eso no es posible.

—Lo es —dijo Alex.


—No lo entiendes —dijo Turner. La miró como lo hizo North, como si Alex le
hubiera hecho algo malo—. Ese era Lance Gressang. Ese era mi sospechoso de
asesinato. Lo dejé hace menos de una hora. Sentado en una celda carcelaria.
Hay algo sobrenatural en la hechura de New Haven? ¿En la Piedra
utilizada para erigir sus edificios? ¿En los ríos de los cuales beben sus
grandes álamos? Durante la Guerra de 1812, los británicos bloquearon el
Puerto New Haven, y la pobre iglesia de la Trinidad (aun no el palacio
gótico que ahora adorna la vegetación) no tenía forma de acceder a la madera
necesaria para su construcción. Pero el comandante Hardy de la Armada Real
Británica escuchó del propósito para el cual se utilizarían las grandes
vigas del techo. Les permitió pasar y las llevaron flotando por el río de
Connecticut. —Si existe algún lugar que necesite la religión —dijo—, es New
Haven. ¡Dejen que las balsas crucen!

—de Lethe: Un Legado

¿Por qué crees que construyeron tantas iglesias aquí? De alguna


forma los hombres y mujeres de esta ciudad lo sabían: sus calles eran hogar
de otros dioses.

—Diario de los Días de Lethe de Ellioth Sandow (Colegio Branford del 69)
Traducido por Alfacris

Turner sacó su teléfono y Alex sabía lo que venía después. Parte de ella quería
dejar que sucediera. Quería el pitido constante de las máquinas del hospital, el olor a
antiséptico, una vía intravenosa llena de la droga más fuerte que tenían para dejarla
dormida y lejos de este dolor. ¿Se estaba muriendo? Ella no lo creía así. Ahora que lo
había hecho una vez, pensó que lo sabría. Pero se sentía como si se estuviera muriendo.

—No lo hagas. —Hizo fuerza para hablar. Todavía le dolía la garganta como si
las enormes manos de Lance Gressang la estuvieran apretando—. Al hospital no.

—¿Lo viste en una película?

—¿Cómo vas a explicar esto a un médico?

—Diré que te encontré así —dijo Turner.

—Bien, ¿cómo Yo voy a explicar esto?, la escena del crimen en mal estado y cómo
llegué hasta aquí.

—¿Cómo hiciste para llegar aquí?

—No necesito ir a un hospital. Llévame con Dawes.

—¿Dawes?

Alex estaba molesta porque Turner había olvidado de alguna manera el nombre
de Dawes. —Oculus.

—Al carajo con eso —dijo Turner—. Todos ustedes con sus nombres en clave y
sus secretos y sus tonterías. —Podía ver la forma en que saltaba de la rabia al miedo y
volvía. Su mente estaba tratando de borrar todo lo que había visto. Una cosa era decir
que la magia existía, otra muy distinta que literalmente le levantara el dedo medio.
Alex se preguntó cuánto había compartido Lethe con Centurión. ¿Le entregaron
el mismo folleto de La vida de Lethe? ¿Un archivo largo lleno de historias de terror? ¿Una
taza conmemorativa que decía que Los Monstruos Son Reales? Alex había pasado su vida
rodeada de lo misterioso y aún había sido difícil dejar entrar la realidad de Lethe. ¿Cómo
sería para alguien que había crecido en lo que él creía que era una ciudad común, su
ciudad, que había sido un instrumento de orden en sus calles, saber de repente que las
reglas más básicas no se aplicaban?

—¿Necesita un médico? —Una mujer estaba parada en el pasillo, con su teléfono


celular en la mano—. Escuché una conmoción.

Turner mostró su placa. —La ayuda está en camino, señora. Gracias.

Esa insignia también era una especie de magia. Pero la mujer se volvió hacia
Alex. —¿Estás bien, cariño?

—Estoy bien —se las arregló para decir Alex, sintiendo una punzada de calor por
esta desconocida en bata de baño, incluso mientras acunaba su teléfono contra su pecho
y se alejaba arrastrando los pies.

Ella trató de levantar la cabeza, el dolor la atravesó como un latigazo. —


Necesitas llevarme a algún lugar protegido. Un lugar donde ellos no puedan alcanzarme,
¿entiendes?

—Ellos.

—Si ellos. Fantasmas, demonios y presos que pueden atravesar paredes. Todo es
real, Turner, no son solamente un grupo de universitarios disfrazados. Y necesito tu
ayuda.

Esas fueron las palabras que lo despertaron. —Hay un uniformado en el frente, y


no puedo llevarte más allá de él sin responder un montón de preguntas, y seguro que no
puedes salir por tu cuenta.

—Puedo. —Pero, Dios, ella no quería—. Busca en mi bolsillo derecho. Hay una
botella pequeña con un gotero.

Sacudió la cabeza, pero buscó en el bolsillo de Alex. —¿Qué es esto?


—Basso belladonna. Sólo pon dos gotas en mis ojos.

—¿Drogas? —preguntó Turner.

—Medicación.

Por supuesto que eso lo caló. Turner el Águila Exploradora.

Tan pronto como la primera gota golpeó sus ojos, supo que había hecho un
cálculo erróneo. Se sintió energizada al instante, lista para moverse, actuar, pero la Basso
belladona no hizo nada para aliviar el dolor, solo la hizo más consciente de ello. Podía
sentir los lugares donde sus huesos rotos estaban presionando, que no deberían, donde
los vasos sanguíneos se habían reventado, los capilares se habían roto e hinchado.

La droga le decía a su cerebro que todo estaba bien, que todo era posible, que, si
lo deseaba, podría curarse ahora mismo. Pero el dolor era un grito de pánico, golpeando
su conciencia, un puño contra el cristal. Podía sentir su cordura como la primera astilla
en un parabrisas que no estaba destinado a romperse. Había sido llamada loca
innumerables veces, a veces lo había creído, pero esta era la primera vez que se había
vuelto loca.

Su corazón latía con fuerza. «Me voy a morir aquí.»

«Estás bien.» ¿Cuántas noches muy avanzadas y largas tardes le había dicho eso
a alguien que había fumado demasiado, tragado demasiado, bufado demasiado? «Respira
a través de él. Estás bien. Estás bien.»

—Encuéntrame en Tilton —le dijo a Turner, poniéndose de pie. Él era hermoso.


El Basso belladona había iluminado su piel morena como una puesta de sol de finales
de verano. La luz rebotaba en el corto mechón de su cabeza afeitada. «Medicación, mi
trasero.» El dolor gritó cuando sus costillas rotas se movieron.

—Esta es una idea terrible —dijo.

—El único modo que tengo. Vamos.

Turner dejó escapar un suspiro exasperado y se fue.

La mente exaltada de Alex ya había planeado una ruta por el pasillo de atrás y
hacia el descansillo de escalera desvencijado. El aire era frío y húmedo contra su piel
febril. Podía ver cada grano de la madera gris erosionada, sentir el sudor floreciendo en
sus mejillas y enfriándose en el aire invernal. Iba a nevar de nuevo.

Bajando la pequeña hilera de escalones. «Solo salta», dijo la droga iluminando su


sistema.

—Por favor cállate —jadeó Alex.

Todo parecía estar recubierto de un brillo liso y plateado, pintado brillante. Se


obligó a caminar en lugar de correr, sus huesos se raspaban uno contra el otro como un
arco de violín. El asfalto del callejón detrás del departamento de Tara brillaba, el hedor
de la basura y la orina como una bruma espesa y visible que tenía que atravesar como si
estuviera bajo el agua. Pasó entre dos casas adosadas hacia Tilton. Un momento
después, un Dodge Charger azul dobló la esquina y bajó la velocidad. Turner saltó y abrió
la puerta trasera, dejando que Alex se deslizara en el asiento trasero.

—¿A dónde vamos? —preguntó.

—Il Bastone. La casa en Orange.

Era casi peor acostarse y dejar de moverse. Todo en lo que podía pensar mientras
se hundía en el olor a coche nuevo de los asientos de cuero de Turner era el dolor que la
recorría. Miró fijamente los pedazos de cielo y techo que pasaban por la ventana,
tratando de seguir su camino hacia Il Bastone en su cabeza. ¿Cuánto tiempo más? Dawes
estaría allí. Dawes siempre estaba allí, pero ¿podría ayudarla? «Es mi trabajo.»

—Oculus no contesta su teléfono —dijo Turner. ¿Estaba Dawes en la sección?


¿En algún lugar de las estanterías?—. ¿Qué estuve viendo allí atrás? —preguntó.

—Te lo dije. Portal mágico. —Lo dijo con confianza, aunque no podía estar
realmente segura. Había pensado que la magia de portal se usaba para viajar grandes
distancias o entrar en edificios seguros. No darle el salto a alguien para asestarle una
paliza—. Los portales son magia de Pergamino y Llave. Pensé que Tara y Lance podrían
estar tratando con ellos a causa de Colin Khatri. Y el tatuaje de Tara.

—¿Cuál?
—Mejor morir que dudar. De Idilios del Rey. —Tenía la extraña sensación de haber
tomado el lugar de Darlington. ¿Eso significaba que él había tomado el suyo? Dios,
odiaba estar drogada—. Lance dijo algo cuando estaba sacándome la mierda. Quería
saber quién lastimó a Tara. Él no lo hizo.

—¿Necesito recordarte que es un criminal?

Alex trató de sacudir su cabeza, luego hizo una mueca. —No me estaba
engañando. —Entre el pánico y el miedo del ataque, ella pensó que la estaba cazando
de nuevo, como con el gluma. Pero ahora no estaba tan segura—. Me estaba
interrogando. Pensó que había allanado.

—Allanaste.

—Él no estaba allí por mí. Regresó al departamento por algo más.

—Sí, hablemos de eso. Te dije explícitamente que no te acercaras a...

—¿Quieres respuestas o quieres seguir siendo un gilipollas? Lance Gressang no


mató a Tara. Te has equivocado de chico.

Turner no dijo nada y Alex se río suavemente. El resultado no valió la pena el


esfuerzo. —Lo entiendo. O estás loco y estás viendo mierda o yo estoy loca, y no sería
mejor si yo fuera la loca. Tengo malas noticias para ti, Turner. Ninguno de nosotros está
loco. Alguien quería que creyeras que Lance es el culpable.

—Pero no crees que lo sea. —Hubo un largo silencio. Alex escuchó el tic tac tic
tac de la señal de giro a tiempo con el latido de su corazón. Finalmente, Turner dijo—:
revisé el paradero de los miembros de la sociedad que mencionaste.

Entonces él había seguido las pistas. Era demasiado buen detective para rechazar
una pista. Incluso si viniera de Lethe. —¿Y?

—Ya sabíamos que era imposible confirmar el paradero de Tripp Helmuth,


porque nadie lo había visto toda la noche. Kate Masters afirma que estuvo en
Manuscrito hasta poco después de las tres de la mañana.
Alex gruñó cuando el Charger golpeó un bulto. Dolía hablar, pero también
ayudaba a mantenerla distraída. —Toda su delegación debería haber estado allí —ella
prosiguió—. Era un jueves por la noche. Una noche de reunión.

—Mi impresión es que estaban de fiesta hasta tarde. Es un gran edificio. Ella
fácilmente podría haber ido y venido sin que nadie se enterara.

Y Manuscrito estaba solamente a unas cuadras de la escena del crimen. ¿Podría


Kate haberse escabullido, enmascarada como Lance, para encontrarse con Tara? ¿Había
sido algún tipo de juego? ¿Un subidón que salió mal? ¿Kate tenía intención de lastimar
a Tara? ¿O todo esto solo estaba en la cabeza de Alex?

—¿Qué sabes sobre el chico de Pergamino y Llave, Colin Khatri? —preguntó


Turner.

—Me agrada —Alex se sorprendió de oírse decirlo—. Es agradable y viste bien


como tú, pero más europeo.

—Esa es una gran información.

Alex buscó en su memoria. El Basso belladonna hacía que fuera fácil recordar el
elaborado interior de la tumba de Pergamino y Llave, los patrones de las baldosas en el
piso. La noche del intento fallido de abrir un portal a Budapest, Colin le había saludado
con entusiasmo cuando la había visto, como si estuvieran en la misma hermandad. —
Darlington dijo que Colin era uno de los mejores y más brillantes, haciendo trabajos de
química de posgrado como estudiante universitario. Se dirigirá a un lugar prestigioso el
año próximo. Stanford, creo.

—El jueves pasado nunca se presentó en Pergamino y Llave. Estaba en una fiesta
en la casa de una profesora. Bell-algo. Un nombre francés.

Ella quiso reír. —No era una fiesta. Un salón. —Colin había estado en el salón
de Belbalm. Se suponía que Alex asistiría al siguiente... ¿mañana? No esta noche. Su
mágico verano trabajando en la tranquila oficina de la profesora y regando sus plantas
nunca había parecido tan lejano. ¿Pero había estado realmente Colin en el salón? Tal
vez se había escapado. Alex esperaba que ese no fuera el caso. El mundo de perfume
picante de Belbalm y una conversación amable se sentía como un refugio, la recompensa
que probablemente no merecía pero que felizmente aceptaría. Ella quería mantenerlo
separado de todo este desastre.

Alex sintió que su conciencia se desvanecía, el primer estallido brillante de la


belladona la abandonaba. Oyó un pitido que sonó demasiado fuerte, luego Turner
hablaba por la radio, explicando el daño en el departamento de Lance y Tara. Alguien
que buscaba drogas. Lo había perseguido a pie, pero perdió al asesino. Dio una vaga
descripción de un sospechoso que podría haber sido hombre o mujer en un chaquetón
que podría haber sido negro o azul oscuro.

Alex se sorprendió al escucharlo mentir, pero sabía que él no la estaba cubriendo.


No sabía cómo explicar a Lance o lo que había visto.

Finalmente, Turner dijo: —Estamos llegando al Green.

Alex se obligó a sentarse para poder dirigirlo. El mundo se sentía rojo, como si
incluso el aire que tocaba su cuerpo fuera a atraparla.

—Callejón —dijo, cuando el ladrillo oscuro y las vidrieras de Il Bastone


aparecieron a la vista. Había luces encendidas en la ventana del salón. «Que estés en casa,
Dawes»—. Estaciona en la parte de atrás.

Alex cerró los ojos y lanzó un suspiro cuando el motor se detuvo. Escuchó el
portazo de Turner y luego él la estaba ayudando a salir del auto.

—Llaves —dijo.

—Sin llaves.

Tuvo un momento de preocupación cuando Turner buscó a tientas el pomo de la


puerta, preguntándose si la casa lo dejaría entrar. Pero o su presencia fue suficiente o
reconoció a Centurión. La puerta se abrió.

Il Bastone hizo un traqueteo preocupado cuando entró, tintineando los


candelabros. Para cualquier otra persona, probablemente se hubiera sentido como un
camión rodando, pero Alex podía sentir la preocupación de la casa y se le hizo un nudo
en la garganta. Tal vez simplemente desaprobaba que tanta sangre y trauma cruzaran su
umbral, pero Alex quería creer que a la casa no le gustaba el sufrimiento de uno de los
suyos.

Dawes estaba acostada en la alfombra del salón con su abultada sudadera y


auriculares puestos.

—Ey —dijo Turner, y repitió—, ¡Ey! —Cuando ella no respondió.

Dawes saltó. Fue como ver a un gran conejo beige cobrar vida. Ella se sobresaltó
y retrocedió al ver a Turner y Alex en el salón.

—¿Es racista o simplemente nerviosa? —preguntó Turner.

—¡No soy racista! —dijo Dawes.

—Todos somos racistas, Dawes —dijo Alex—. ¿Cómo llegaste a la universidad?

La boca de Dawes se aflojó cuando Turner arrastró a Alex hacia la luz. —Oh
Dios mío. Oh Dios mío. ¿Qué pasó?

—Larga historia —dijo Alex—. ¿Puedes arreglarme?

—Deberíamos ir al hospital —dijo Dawes—. Yo nunca…

—No —dijo Alex—. No voy a dejar las barreras.

—¿Qué te atrapó?

—Un tipo muy grande.

—Entonces…

—Quién puede atravesar las paredes.

—Oh. —Ella apretó los labios y luego dijo—: Detective Turner, yo... podría...

—¿Que necesitas?

—Leche de cabra. Creo que Elm City Market la tiene en existencia.

—¿Qué cantidad?

—Toda la que tengan. El crisol hará el resto. Alex, ¿puedes subir las escaleras?

Alex miró la escalera. No estaba segura de poder hacerlo.


Turner vaciló. —Yo puedo…

—No —dijo Alex—. Dawes y yo lo lograremos.

—Bien —dijo, ya dirigiéndose hacia la puerta de atrás—. Tienes suerte de que


este basurero de ciudad esté aburguesado. Me gustaría verme entrar al Family Dollar en
busca de leche de cabra.

—Deberías haber dejado que él te cargara —gruñó Dawes mientras subían


lentamente las escaleras.

El cuerpo de Alex estaba luchando a cada paso.

—En este momento se siente culpable por no escucharme. Todavía no puedo


dejar que lo compense.

—¿Por qué?

—Porque cuanto peor se sienta, más hará por nosotros. Créeme. A Turner no le
gusta estar equivocado. —Otro paso. Otro. ¿Por qué este lugar no tenía ascensor? Uno
mágico lleno de morfina.

—Cuéntame sobre Pergamino y Llave. Pensé que su magia estaba disminuyendo.


La noche que Darlington y yo observamos, ni siquiera pudieron abrir un portal a Europa
del Este.

—Han tenido algunos años malos, problemas para obtener las mejores fuentes.
Se ha especulado en Lethe que la magia de portal es tan disruptiva que ha estado
erosionando el nexo de poder sobre el que se construyó su tumba.

Pero tal vez los Cerrajeros habían estado fingiendo, corriendo un poco, tratando
de parecer más débiles de lo que realmente eran. ¿Por qué? ¿Para que pudieran realizar
rituales en secreto sin la interferencia de Lethe? ¿O había algo turbio en los rituales
mismos? Pero ¿cómo conectaría eso a Colin Khatri con Tara? Todo lo que Tripp había
dicho era que Tara había mencionado a Colin una vez de pasada. Tenía que haber más.
Ese tatuaje no podría ser solo una coincidencia.
Dawes llevó a Alex a la armería y la apoyó contra el crisol de Hiram. Se sentía
como si estuviera vibrando suavemente, el metal frío contra la piel de Alex. Ella nunca
había usado el Tazón Dorado, solo veía a Darlington mezclar su elixir en él. Lo había
tratado con reverencia y resentimiento. Como cualquier drogadicto con una droga.

—El hospital sería más seguro —dijo Dawes, hurgando en los cajones del vasto
gabinete, abriendo y cerrando uno tras otro.

—Vamos, Dawes —dijo Alex—. Me diste esas cosas de huevo de araña antes.

—Eso es diferente. Fue una cura mágica específica para una dolencia mágica
específica.

—No dudaste en ahogarme. ¿Qué tan difícil puede ser arreglarme?

—Dudé. Y ninguna de las sociedades se especializa en magia curativa.

—¿Por qué? —dijo Alex. Tal vez si ella seguía hablando, su cuerpo no podría
rendirse—. Parece que habría dinero en eso.

El ceño de desaprobación de Dawes, que "el aprendizaje debería ser por el simple
hecho de aprender", le recordó dolorosamente a Darlington. En realidad, todo lo que
hacía en este momento era doloroso.

—La magia curativa es desordenada —dijo Dawes—. Es la práctica más común


entre los laicos, y eso significa que el poder se distribuye más ampliamente en lugar de
ser atraído por los nexos. También hay fuertes prohibiciones contra la manipulación de
la inmortalidad. Y no es que sepa exactamente qué te pasa. No puedo hacerte una
radiografía y lanzar un hechizo para reparar una costilla rota. Podrías tener una
hemorragia interna o no sé qué.

—Pensarás en algo.

—Vamos a intentar la reversión —dijo Dawes—. Puedo llevarte de regreso...


¿será una hora? ¿Dos horas? Espero que tengamos suficiente leche.

—¿Estás... estás hablando de viajes en el tiempo?

Dawes se detuvo con una mano en un cajón. —¿En serio?


—No —dijo Alex apresuradamente.

—Solo estoy ayudando a tu cuerpo a volver a una versión anterior de sí mismo.


Es una ruina. Mucho más fácil que tratar de hacer carne nueva o hueso. En realidad, es
una especie de portal mágico, así que puedes agradecer a Pergamino y Llave por ello.

—Les enviaré una nota. ¿Qué tan lejos puedes ir

—No lejos. No sin una magia más fuerte y más personas para trabajarla.

Un deshacedor. «Llévame de vuelta. Conviérteme en alguien a quien nunca le hayan


hecho daño. Ve lo más lejos que puedas. Hazme nueao. Sin moretones. Sin cicatrices.» Pensó en
las polillas de sus cajas. Extrañaba sus tatuajes, su ropa vieja. Extrañaba sentarse al sol
con Hellie. Echaba de menos las suaves y dilapidadas curvas del sofá de su madre. Alex
realmente no sabía lo que ella extrañaba, solo que echaba de menos algo, tal vez a
alguien, que nunca había sido.

Pasó la mano por el borde del crisol. «¿Podría esta cosa abrasarme para hacerme
nueva? ¿Hacerlo para que nunca tenga que ver a otro fantasma o Gris o como quieran llamarlos?»
¿Y podría incluso ella desear eso ahora?

Alex recordó que Belbalm le preguntó qué quería. Seguridad. Una oportunidad
de una vida normal. Eso era lo que se me vino a la mente en ese momento: el silencio
de la oficina de Belbalm, las hierbas que florecían en las cajas de las ventanas, un juego
de tazas de té en lugar de las tazas de trabajo perdidas y los regalos promocionales.
Quería la luz del sol a través de la ventana. Ella quería paz.

«Mentirosa.»

La paz era como cualquier otro subidón. No podía durar. Era una ilusión, algo
que podría interrumpirse en un momento y perderse para siempre. Solo dos cosas te
mantenían a salvo: dinero y poder.

Alex no tenía dinero. Pero ella tenía poder. Había tenido miedo de eso, miedo de
mirar directamente esa noche empapada de sangre. Temerosa de sentir pena o vergüenza
de decir adiós a Hellie de nuevo. ¿Pero cuando finalmente la miró? ¿Cuándo se permitió
recordar? Bueno, tal vez había algo roto y arrugado en ella, porque solo sentía una
profunda calma al saber de lo que era capaz.

Los Grises habían plagado su vida, la habían cambiado horriblemente, pero


después de todos esos años de tormento, finalmente le habían devuelto algo. Ella se lo
debía. Y a ella le había gustado usar ese poder, incluso el sentimiento extraño de North
dentro de ella. Había disfrutado la sorpresa en el rostro de Lance, en el rostro de Len, en
el de Betcha. «Creías que me habías visto. Mírame ahora.»

—Tienes que quitarte la ropa —dijo Dawes.

Alex se desabrochó los vaqueros, intentando enganchar sus dedos en la cintura.


Sus movimientos eran lentos, obstaculizados por el dolor. —Necesito tu ayuda.

De mala gana, Dawes se apartó de los estantes y ayudó a empujar los jeans sobre
las caderas de Alex. Pero una vez que estuvieron alrededor de sus tobillos, Dawes se dio
cuenta de que necesitaba quitar las botas de Alex, por lo que Alex se quedó allí en ropa
interior mientras Dawes desataba sus botas y se las quitaba.

Se puso de pie, los ojos saltaron de la cara magullada de Alex a las serpientes
tatuadas en sus caderas, que una vez coincidieron con las de sus clavículas. Los había
recibido después de que Hellie le dijera que había un sonajero dentro de ella. A ella le
gustó la idea. Len había querido intentar tatuarla en su cocina. Había conseguido su
propia pistola y tintas en línea, insistió en que todo era estéril. Pero Alex no había
confiado en él o en su sucio apartamento y no había querido que él le dejara una marca,
no de esa manera.

—¿Puedes levantar los brazos sobre tu cabeza? —dijo Dawes, con las mejillas
rojas.

—No-o —gruñó Alex. Incluso formar palabras se estaba volviendo difícil.

—Obtendré cizallas.

Un momento después, escuchó el corte de las tijeras, sintió que su camisa se


separaba de su piel y que la tela se pegaba a la sangre seca.

—Está bien —dijo Dawes—. Te sentirás mejor tan pronto como estés en el crisol.
Alex se dio cuenta de que estaba llorando. La habían ahogado, asfixiado,
golpeado, ahogado de nuevo y casi matado, pero ahora estaba llorando por una camisa.
La había comprado nueva en Target antes de venir a la escuela. Era suave y se ajustaba
bien. No había tenido muchas cosas nuevas.

La cabeza de Alex se sentía pesada. Si tan solo pudiera cerrar los ojos por un
minuto. Por un día.

Escuchó a Dawes decir: —Lo siento. No puedo meterte. Turner tendrá que
ayudar.

¿Había vuelto del mercado? Ella no lo había escuchado regresar. Ella debió
haberse desmayado.

Algo suave se movió sobre la piel de Alex y se dio cuenta de que Dawes la había
envuelto en una sábana, azul pálido, de la habitación de Dante. «Mi habitación». Bendita
Dawes.

—¿Está en algún tipo de mortaja? —la voz de Turner.

Alex se obligó a abrir los ojos y vio a Turner y Dawes vaciando cajas de leche en
el crisol. La cabeza de Turner se movió de un lado a otro como un reflector, un escaneo
lento, que captó la extrañeza de los pisos superiores. Alex se sintió orgullosa de Il
Bastone, la armería con su gabinete de curiosidades, la extraña bañera dorada en el
centro.

Tenía la intención de ser valiente, apretar los dientes por el dolor, pero gritó
cuando Turner la levantó. Un momento después, se estaba hundiendo debajo de la
superficie fría, desenvolviendo la sábana, manchando con sangre la leche de cabra en
venas de color rosa. Parecía una copa de helado de fresa, del tipo de la cuchara de
madera.

—¡No toques la leche! —gritó Dawes.

—¡Estoy tratando de evitar que se ahogue! —ladró Turner. Tenía sus manos
acunadas alrededor de su cabeza.

—Estoy bien —dijo Alex—. Suéltame.


—Ambas están locas —dijo Turner, pero ella sintió que su agarre se relajaba.

Alex se dejó hundir bajo la superficie. El fresco de la leche parecía filtrarse


directamente a través de su piel, cubriendo el dolor. Contuvo el aliento todo el tiempo
que pudo. Quería quedarse abajo, sentir el capullo de leche a su alrededor. Pero
finalmente dejó que sus dedos de los pies encontraran el fondo del crisol y empujó hacia
la superficie.

Cuando salió, Dawes y Turner le estaban gritando. Ella debió haber permanecido
debajo de la superficie un poco demasiado.

—No me estoy ahogando —dijo—. Estoy bien.

Y lo estaba. Todavía había dolor, pero había disminuido, sus pensamientos se


sentían más agudo, y la leche también estaba cambiando, volviéndose más clara y más
acuosa.

Turner parecía que podría estar enfermo, y Alex pensó que entendía por qué. La
magia creaba una especie de vértigo. Tal vez ver a una chica al borde de la muerte
descendiendo a una bañera y luego emergiendo entera y saludable segundos después fue
solo una vuelta más en este viaje.

—Necesito llegar a la estación —dijo—. Yo…

Se volvió y salió por la puerta.

—No creo que le gustemos, Dawes.

—Está bien —dijo Dawes, recogiendo el montón de ropa ensangrentada de


Alex—. Ya teníamos muchos amigos.

Dawes se fue para hacerle algo de comer a Alex, alegando que estaría
hambrienta una vez que se completara la reversión. —No te ahogues mientras estoy
fuera —dijo, y dejó la puerta de la armería abierta detrás de ella.
Alex se recostó en el crisol, sintiendo que su cuerpo cambiaba, el dolor se le
escapaba y algo, la leche o lo que sea que se había convertido en el encanto de Dawes,
la llenaba. Escuchó música proveniente del sistema de sonido metálico, el sonido era tan
estático que era difícil elegir una melodía.

Ella volvió a sumergir la cabeza debajo de la superficie. Aquí estaba tranquilo, y


cuando abrió los ojos fue como mirar a través de la niebla, observando los últimos rastros
de leche y magia desvanecerse. Una forma pálida se alzó ante ella, se enfocó. Una cara.

Alex respiró y se atragantó con agua. Ella salió inmediatamente a la superficie,


tosiendo y escupiendo, con los brazos cruzados sobre sus senos. El reflejo del Novio la
miró desde el agua.

—No puedes estar aquí —dijo—. Las barreras…

—Te lo dije —dijo su reflejo—, donde sea que el agua se encharque o se reúna,
podemos hablar ahora. El agua es el elemento de la traducción. Es la mediación.

—¿Entonces te vas a duchar conmigo?

La cara fría de North no cambió. Podía ver la orilla oscura detrás de él en el


reflejo. Parecía diferente de la primera vez, y recordó lo que Dawes había dicho sobre
las diferentes tierras fronterizas. Esta vez no debía estar investigando Egipto, o cualquier
versión de Egipto a la que haya viajado cuando cruzó el Nilo. Pero Alex podía ver las
mismas formas oscuras en la orilla, humanas e inhumanas. Estaba contenta de que no
pudieran alcanzarla aquí.

—¿Qué me hiciste en el departamento de Tara? —dijo North. Sonaba más


arrogante que nunca, su acento más recortado.

—No sé qué decirte —dijo Alex, porque se sentía más cierto que la mayoría de
las cosas—. Realmente no había tiempo para pedir permiso.

—¿Pero ¿qué hiciste? ¿Cómo lo hiciste?

«Quédate conmigo.»

—Realmente no lo sé. —Ella no había entendido nada de eso. De dónde había


venido la habilidad. Por qué podía ver cosas que nadie más podía ver. ¿Estaba enterrado
en algún lugar de su línea de sangre? ¿En los genes del padre que nunca había conocido?
¿Estaba en los huesos de su abuela? Los Grises nunca se habían atrevido a acercarse a la
casa de Estrea Stern, con las velas encendidas en las ventanas. Si hubiera vivido más,
¿habría encontrado una manera de proteger a Alex?

—Te di mi fuerza —dijo North.

«No», pensó Alex. «La tomé. Pero dudaba que North apreciara la distinción.

—Sé lo que le hiciste a esos hombres —dijo North—. Lo vi cuando me dejaste


entrar.

Alex se estremeció. Toda la calidez y el bienestar que se había vertido en ella


mientras se sumergía en el baño de leche no era rival para la idea de un Gris revoloteando
en su cabeza. ¿Qué más había visto el Novio? «No importa.» A diferencia de Darlington,
North no podía compartir sus secretos con el mundo. No importaba cuántas capas del
Velo había traspasado, todavía estaba atrapado en la muerte.

—Tienes enemigos en este lado del velo, Galaxy Stern —continuó—. Leonard
Beacon. Mitchell Betts. Ariel Harel. Una gran cantidad de hombres que enviaste a la
costa más oscura.

«Daniel Arlington.»

Excepto que había dicho que Darlington no estaba del otro lado. Un murmullo
surgió de las formas detrás del Novio, el mismo sonido que había escuchado cuando se
metió en el Nilo. Jean Du Monde. Jonathan Mont. Puede que ni siquiera fuera un nombre.
Las sílabas sonaban extrañas y erróneas, como si hablaran por boca y no formaran
lenguaje humano.

¿Y qué hay de Hellie? ¿Estaba feliz donde estaba? ¿Estaba a salvo de Len? ¿O se
encontrarían detrás del Velo y harían su propia miseria allí?

—Sí, bueno, también tengo enemigos de este lado. En lugar de buscar a mis viejos
amigos, ¿qué tal si encuentras a Tara?

—¿Por qué no buscas los cuadernos de Darlington?

—He estado ocupada. Y no es que pueda irme a ningún lado.


—Qué torpe eres. Qué segura de ti misma. Hubo un tiempo en que yo tenía la
misma confianza. El tiempo la tomó. El tiempo se lo lleva todo, señorita Stern. Pero no
tuve que ir a buscar a tus amigos. Después de lo que me hiciste en la residencia de Tara
Hutchins, vinieron a buscarme. Podían oler tu poder sobre mí como humo rancio. Has
profundizado el vínculo entre nosotros.

Perfecto. Exactamente lo que ella necesitaba. —Solo encuentra a Tara.

—Espero que ese objeto repelente la atraiga hacia mí. Pero su muerte fue brutal.
Ella debe estar recuperándose en alguna parte. El otro lado puede ser un lugar
desalentador para los nuevos muertos.

Alex no había pensado en eso. Ella solo suponía que las personas cruzaban con
algún tipo de comprensión. Sin dolor, Tranquilidad. Miró de nuevo la superficie del
agua, ese reflejo tambaleante del Novio, a esas monstruosas formas en algún lugar detrás
de él, y se estremeció.

¿Cómo había pasado Hellie al siguiente mundo? Su muerte había sido... bueno,
en cierto modo, en comparación con Tara, en comparación con Len, Betcha y Ariel,
había pasado en relativa paz.

Seguía siendo la muerte. Todavía era la muerte demasiado pronto.

—Encuéntrala —dijo Alex—. Encuentra a Tara para que pueda descubrir quién
la lastimó y Turner pueda encerrarlo antes de que me lastime.

North frunció el ceño. —No sé si el detective es un buen socio en este esfuerzo.

Alex se recostó contra la curva del crisol. Ella quería salir del agua, pero no estaba
segura de si se suponía que debía hacerlo. —¿No estás acostumbrado a ver a un hombre
negro con una insignia?

—No he estado escondido en mi tumba los últimos cien años, señorita Stern. Sé
que el mundo ha cambiado.

Su tumba —¿Dónde estás enterrado?

—Mis huesos están en Evergreen. —Su labio se curvó—. Es toda una atracción
turística.
—¿Y Daisy?

—Su familia la enterró en su mausoleo en la calle Grove.

—Es por eso que siempre acechas por ahí.

—No estoy al acecho. Voy a presentar mis respetos.

—Vas porque esperas que ella te vea haciendo tu penitencia y te perdone.

Cuando North estaba enojado, su rostro cambiaba. Parecía menos humano. —


No lastimé a Daisy.

—Ese carácter —canturreó Alex. Pero ella no quería provocarlo más. Ella lo
necesitaba y podía hacer un gesto hacia la paz—. Lamento lo que hice en el
departamento.

—No, no lo haces.

Ahí se iba la paz. —No, no lo hago.

North volvió la cabeza. Su perfil parecía haber sido cortado para una moneda. —
No fue una experiencia totalmente desagradable.

Ahora, eso la sorprendió. —¿No?

—Fue... había olvidado lo que se siente estar en un cuerpo.

Alex lo consideró. Ella no debería profundizar el vínculo. Pero si él podía mirar


dentro de su cabeza cuando entraba en ella, tal vez sus pensamientos también estarían
abiertos a ella. Había tenido poco sentido de él en el pánico de la pelea. —Puedes volver
si quieres.

Él dudó. ¿Por qué? ¿Porque había intimidad en el acto? ¿O porque tenía algo que
ocultar?

Dawes entró a toda velocidad por la puerta, con una bandeja llena de platos en
sus manos. Lo dejó sobre el gabinete del mapa. —Lo mantuve simple. Puré. Macarrones
con queso. Sopa de tomate. Ensalada verde.

Tan pronto como el olor golpeó, el estómago de Alex comenzó a retumbar y la


saliva llenó su boca. —Te bendigo, Dawes. ¿Puedo salir de esta cosa?
Dawes miró la bañera. —Parece limpia.

—Si vas a comer, me quedaré —dijo North. Su voz era firme, pero parecía
ansioso en el espejo del agua.

Dawes le entregó una toalla a Alex y la ayudó a salir torpemente de la bañera.

—¿Puedo estar sola por un minuto?

Los ojos de Dawes se entrecerraron. —¿Qué vas a hacer?

—Nada. Solo comer. Pero si tú... Si escuchas algo, no te preocupes por tocar.
Solo entra.

—Estaré abajo —dijo Dawes con cautela. Ella cerró la puerta detrás de sí

Alex se inclinó sobre el crisol. North esperaba en el reflejo.

—¿Quieres entrar? —preguntó ella.

—Sumerge tu mano —murmuró, como si le pidiera que se desnudara. Pero, por


supuesto, ya se había desnudado.

Ella sumergió su mano debajo de la superficie.

—No soy un asesino —dijo North, alcanzándola.

Ella sonrió y dejó que sus dedos apretaran los suyos. —Por supuesto que no —
dijo—. Yo tampoco.

Ella estaba mirando por una ventana. Se sentía emocionada, una sensación de
orgullo y comodidad que nunca había conocido. El mundo era suyo. Esta fábrica, más
moderna que la de Brewster o la de Hooker. La ciudad delante de ella. La mujer a su
lado.

Daisy. Era exquisita, su rostro precioso y encantador, su cabello en rizos que


rozaban el cuello de su vestido de cuello alto, sus suaves manos blancas enterradas en
un manguito de piel de zorro. Era la mujer más bella de New Haven, tal vez Connecticut,
y era suya. De él. Mía.

Daisy se volvió hacia él, sus ojos oscuros traviesos. Su inteligencia a veces lo
ponía nervioso. No era del todo femenina y, sin embargo, sabía que era lo que la elevaba
sobre todas las bellezas de Elm City. Quizás ella no era realmente la más bella. Su nariz
era demasiado afilada, sus labios demasiado delgados, pero oh, las palabras que se
derramaban de ellos, risueñas y rápidas y ocasionalmente traviesas. Y no había
absolutamente nada que criticar en su figura o su inteligente sonrisa. Ella simplemente
estaba más viva que cualquiera que hubiera conocido.

Estos cálculos se hicieron en un momento. No podía dejar de fabricarlos, porque


siempre coincidían con una sensación de triunfo y satisfacción.

—¿Qué es lo que estás pensando, Bertie? —preguntó ella con su voz juguetona,
acercándose. Solo ella usaba ese nombre con él. Su doncella había venido con ellos,
como era apropiado, pero Gladys se había quedado atrás en el pasillo y ahora la veía a
través de la ventana a la deriva hacia lo verde, las cuerdas de su sombrero caían de su
mano mientras sacaba una ramita de cornejo del árbol. No había tenido muchos motivos
para hablar con Gladys, pero haría un mayor esfuerzo. Los sirvientes escuchaban todo,
y sería útil tener el oído de la mujer más cercana a la mujer que sería su esposa.

Se apartó de la ventana y vio a Daisy brillando como un cristal lechoso contra la


madera pulida de su nueva oficina. Su escritorio, junto con la nueva caja fuerte, había
sido construida especialmente para el lugar. Ya había pasado varias noches hasta aquí
trabajando cómodamente. —Estaba pensando en ti, por supuesto.

Ella lo golpeó en el brazo, acercándose aún más. Su cuerpo tenía una influencia
que podría haber sido indecorosa en otra mujer, pero no en Daisy.

—Ya no necesitas coquetear conmigo. —Levantó la mano, agitó los dedos y la


esmeralda brillaba sobre ellos—. Ya dije que sí.

Le arrebató la mano del aire y la acercó. Algo en los ojos de ella se encendió,
pero ¿con qué? ¿Deseo? ¿Temor? A veces era imposible de leer. En el espejo sobre la
repisa de la chimenea, los vio a los dos, y la imagen lo emocionó.
—Vamos a Boston después de la boda. Podemos conducir hasta Maine para
nuestra luna de miel. No quiero un largo viaje por mar.

Ella solo levantó una ceja y sonrió. —Bertie, París fue parte del trato.

—¿Pero por qué? Tenemos tiempo para ver el mundo entero.

—Tú tienes tiempo. Yo seré una madre para tus hijos y una anfitriona para tus
socios comerciales. Pero por un momento... —Ella se puso de puntillas, sus labios a un
mero aliento de los de él, el calor de su cuerpo palpable mientras sus dedos presionaban
contra su brazo—. Podría ser simplemente una chica que ve París por primera vez, y
podríamos ser simplemente amantes.

La palabra lo golpeó como un golpe de martillo.

—París será —dijo entre risas y la besó. No fue su primer beso, pero como cada
beso con Daisy se sintió nuevo.

Un crujido sonó en las escaleras, luego un sonido de rodadura, como si alguien


tropezara.

Daisy se apartó. —Gladys es inoportuna.

Pero por encima del hombro de Daisy, Bertie podía ver a Gladys todavía a la
deriva, soñadora, por el cesped, con su gorra blanca brillante contra los cornejos.

Se volvió y vio: nada, nadie, una puerta vacía. Daisy contuvo el aliento
sobresaltada.

El borde de su visión se volvió borroso, una mancha oscura se extendió como


una llama atrapándose en la esquina de una página, comiendo a lo largo de su borde.
Gritó al sentir algo como dolor, algo como fuego, que le perforaba el cráneo. Una voz
dijo: —Me abrieron. Querían ver mi alma.

—¿Daisy? —Jadeó. La palabra salió confusa. Estaba acostado boca arriba en un


quirófano. Los hombres se alzaban sobre él, chicos, en realidad.

—Algo está mal —dijo uno.

—¡Solo termina! —gritó otro.


Bajó la vista. Le habían cortado el estómago. Podía ver, oh Dios, podía verse a sí
mismo, sus intestinos, la carne de sus órganos, mostrados como serpientes serpenteantes
de despojos en el cazo de un carnicero. Uno de los muchachos lo estaba manoseando.
Me abrieron.

Gritó, se dobló. Se agarró el estómago. Él estaba completo.

Estaba en una habitación que no reconocía, algún tipo de oficina, madera pulida
en todas partes. Olía a nuevo. La luz del sol era tan brillante que lastimaba sus ojos. Pero
no estaba a salvo de esos tipos. Lo habían seguido hasta aquí. Ellos querían matarlo. Lo
habían sacado de su buen lugar en el patio del tren. Le habían ofrecido dinero. Sabía que
querían divertirse, pero no lo sabía, no lo sabía. Lo habían abierto. Intentaban tomar su
alma.

No podía dejar que lo arrastraran de regreso a esa habitación fría. Había


protección aquí. Si tan solo pudiera encontrarla. Cogió el escritorio y abrió los cajones.
Parecían demasiado lejanos, como si sus brazos fueran más cortos de lo que recordaba.

—¿Bertie?

Ese no era su nombre. Intentaban confundirlo. Miró hacia abajo y vio una forma
negra en su mano. Parecía una sombra, pero se sentía pesado en su palma. Sabía su
nombre, trató de formar la palabra en su mente.

Tenía una pistola en la mano y una mujer gritaba. Ella estaba suplicando. Pero
ella no era una mujer; ella era algo terrible. Podía ver la noche reunida a su alrededor.
Los muchachos la habían enviado a traerlo de regreso para que pudieran abrirlo
nuevamente.

Un relámpago brilló, pero el cielo todavía estaba azul. Daisy. Se suponía que
debía protegerla. Ella se arrastraba por el suelo. Ella estaba llorando. Ella estaba tratando
de escapar.

Allí, un monstruo, mirándolo desde arriba de la chimenea, su cara blanca llena


de horror y rabia. Habían venido por él y tenía que detenerlos. Solo había una forma de
hacerlo. Tenía que arruinar su diversión. Giró la sombra en su mano y la presionó contra
su estómago.
Otro relámpago. ¿Cuándo había llegado la tormenta?

Miró hacia abajo y vio que su pecho se había desmoronado. Había hecho el
trabajo. Ahora no podían abrirlo. No podían tomar su alma. Estaba en el piso. Vio la
luz del sol cruzando los listones, un escarabajo arrastrándose sobre las tablas
polvorientas del suelo. Daisy, la conocía, yacía inmóvil junto a él, las rosas se
desvanecían de sus mejillas, sus ojos pícaros y vivos se habían enfriado.
Traducido por Brig20

Alex se tambaleó hacia atrás, casi tirando la bandeja de la mesa donde Dawes la
había colocado. Se agarró el pecho, esperando encontrar una herida abierta allí. Su boca
estaba llena de comida y se dio cuenta de que había estado parada frente a la bandeja,
metiéndose macarrones en la boca, mientras revivía la muerte de North. Todavía podía
sentirlo dentro de ella, ajeno, perdido por la sensación de comer por primera vez en más
de cien años. Con toda su voluntad, ella lo empujó, volviendo a cerrar la brecha que le
había permitido entrar.

Escupió los macarrones, sin aliento, se tambaleó hasta el borde del crisol. La
única cara que la miraba desde la superficie del agua era la suya. Golpeó su mano contra
ella, observando cómo se extendían las ondas.

—La mataste —susurró—. Te vi matarla. Lo sentí.

Pero incluso mientras lo decía, sabía que no había sido North en ese momento.
Había alguien más dentro de él.

Alex trastabilló por el pasillo hasta el dormitorio de Dante y se puso un par de


sudaderas de La Casa Lethe. Parecía que habían pasado días, pero solo habían pasado
horas. Había un dolor persistente donde le habían roto las costillas, el único signo de la
paliza que había sufrido. Y aun así estaba tan cansada. Cada día había comenzado a
sentirse como un año, y no estaba segura de sí era el trauma físico o la fuerte exposición
a lo extraño lo que la estaba desgastando.

La luz de la tarde fluía a través de las vidrieras, dejando brillantes patrones de


azul y amarillo en los listones pulidos del piso. Tal vez dormiría aquí esta noche, incluso
si eso significaba que tenía que ir a clase usando una sudadera. Literalmente se estaba
quedando sin ropa. Estos atentados contra su vida estaban causando estragos en su
guardarropa.

El baño de la gran habitación tenía dos lavabos de pie y una bañera profunda con
patas que nunca había usado. ¿La había usado Darlington? Le costaba imaginarlo
hundiéndose en un baño de burbujas para relajarse.

Colocó su mano debajo de la llave para tomar agua, luego escupió en el lavabo.
Alex retrocedió; el agua estaba rosada y salpicada de algo. Tapó el desagüe antes de que
pudiera desaparecer.

Estaba mirando la sangre de North. Se sintió segura de ello. Sangre que él mismo
había tragado hace casi cien años cuando murió.

Y perejil.

Pequeños trozos.

Recordó a Michael Reyes inconsciente en una mesa de operaciones, los Hueseros


reunidos a su alrededor. «Corazón de paloma para mayor claridad, raíz de geranio, un plato de
hierbas amargas.» La dieta de la víctima antes de una pronósticación.

Ese día había alguien dentro de North en la fábrica… alguien que había sido
utilizado por los Hueseros para una pronosticación, mucho antes de que hubiera una
Casa Lethe para vigilar. «Me abrieron. Querían ver mi alma». Lo dejaron morir. Se sintió
segura de ello. Un vagabundo sin nombre que nunca seria extrañado. «NMVM. No más
vagos muertos». Había visto la inscripción en Lethe: un legado. Una pequeña broma entre
los viejos muchachos de la Novena Casa. Alex no lo había creído de ninguna manera,
incluso después de haber visto a Michael Reyes abierto sobre una mesa. Debería
comprobarlo, asegurarse de que estaba bien.

Alex dejó que el lavamanos escurriera. Se enjuagó la boca otra vez, se envolvió
el cabello mojado con una toalla limpia y se sentó en el pequeño escritorio antiguo junto
a la ventana.

Huesos había sido fundado en 1832. No habían construido su tumba hasta


veinticinco años después, pero eso no significaba que no estuvieran probando rituales
antes de eso. Nadie había estado vigilando a las sociedades en aquel entonces, y ella
recordaba lo que Darlington había dicho sobre la magia perdida que se desprendía de
los rituales. ¿Qué pasaría si algo hubiera salido mal con esa pronosticación antes? ¿Qué
pasaría si un Gris hubiera interrumpido el ritual y enviado el espíritu de la víctima a
volar? ¿Y si hubiera encontrado su camino hacia North? Él ni siquiera parecía reconocer
que estaba sosteniendo una pistola: «una sombra en mi mano.»

La aterrorizada victima dentro de North, North dentro de Alex. Eran como una
extraña muñeca rusa. ¿De alguna manera el espíritu había elegido el cuerpo de North
para escapar, o si él y Daisy simplemente habían estado en el lugar equivocado en el
momento equivocado, dos personas inocentes derribados por un poder que no podían
comenzar a entender? ¿Era eso lo que Darlington había estado investigando? ¿Esa magia
perdida había causado el asesinato North-Whitlock?

Alex subió las escaleras hasta el tercer piso. Había pasado poco tiempo aquí, pero
encontró la habitación de Virgilio en su segundo intento. Estaba directamente encima
de la de Dante, pero mucho más grandiosa. Alex supuso que, si ella sobrevivía a tres
años en Lethe y Yale, algún día sería de ella.

Fue al escritorio y abrió los cajones. Encontró una nota con algunas líneas de
poesía adentro, algunos artículos de papelería estampados con el sabueso de Lethe, y no
mucho más.

Había un libro de texto de estadísticas en el escritorio. ¿Lo había dejado


Darlington allí la noche en que habían ido al sótano de Rosenfeld Hall?

Alex bajó las escaleras hacia la estantería que custodiaba la biblioteca. Sacó el
Libro Albemarle. El olor de caballos surgió de sus páginas, el sonido de cascos en
adoquines, un fragmento de Hebreo; el recuerdo de la investigación que había hecho
sobre los golems. Darlington había usado la biblioteca regularmente y las filas del libro
estaban llenas de sus solicitudes, pero la mayoría parecía centrada en alimentar su
obsesión con New Haven: historia de las fábricas, escrituras de tierras, planificación de
la ciudad. También había entradas de Dawes, todo sobre tarot y antiguos cultos de
misterio, e incluso algunos del decano Sandow. Pero allí estaba, a principios del semestre
de otoño, dos nombres en el garabato irregular de Darlington: Bertram Boyce North y
Daisy Whitlock. El Novio tenía razón. Darlington había estado investigando su caso.
¿Pero dónde estaban sus notas? ¿Habían estado en su cartera esa noche en Rosenfeld y
habían sido tragadas con el resto de él?

—¿Dónde estás, Darlington? —susurró ella. «¿Y puedes perdonarme?»

—Alex.

Se sobresaltó. Dawes estaba parada en la parte superior de las escaleras, con los
auriculares apretados alrededor del cuello y un trapo en las manos. —Turner ha vuelto.
Tiene algo que mostrarnos.

Alex recuperó sus calcetines de la armería y se unió a Turner y Dawes en el


salón. Se sentaron hombro con hombro ante una computadora portátil de aspecto torpe,
frunciendo el ceño. Turner se había puesto unos vaqueros y una camisa con botones,
pero aun así se veía bien, especialmente al lado de Dawes.

Hizo un gesto con la mano a Alex, una pila de carpetas apiladas a su lado.

En la pantalla, Alex vio imágenes en blanco y negro de lo que parecía un pasillo


de prisión, una fila de presos que se movían a lo largo de un pasillo de celdas.

—Mira la marca del tiempo —dijo Turner—. Eso es justo cuando te dirigías a mi
escena del crimen.

Turner presionó avanzar y los reclusos avanzaron arrastrando los pies. Una
enorme forma apareció a la vista.

—Ese es él —dijo Alex. Era sin lugar a dudas Lance Gressang—. ¿A dónde va?

—Dobla una esquina y luego se va. —Presionó algunas teclas y la escena cambió
a un ángulo diferente en otro pasillo, pero Alex no vio a Gressang en ningún lado—.
Aquí está el número uno en la larga lista de cosas que no entiendo: ¿por qué regresó? —
Turner presionó las teclas nuevamente y Alex vio una amplia vista de lo que parecía una
sala de hospital.
—¿Gressang volvió a la cárcel?

—Eso es correcto. Está en la enfermería con una mano rota.

Alex recordó el crujido de los huesos cuando lo golpeó con el putter. Pero, ¿por
qué demonios habría regresado Gressang a la cárcel para esperar el juicio?

—¿Son para mí? —preguntó Alex, señalando las carpetas.

Turner asintió con la cabeza. —Eso es todo lo que tenemos de Lance Gressang y
Tara Hutchins en este momento. Mira bien, pero volverán conmigo esta noche.

Alex llevó la pila al sofá de terciopelo y se acomodó. —¿Por qué tanta


generosidad?

—Soy terco, no estúpido. Sé lo que vi. —Turner se reclinó en su silla—. Así que
vamos a escucharlo, Alex Stern. No crees que Gressang cometió el asesinato. ¿Quién es
responsable?

Alex abrió la carpeta superior. —No lo sé, pero sí sé que Tara tiene conexiones
con al menos cuatro sociedades, y que no te apuñalan por la ocasional bolsa de veinte
dólares, así que no se trata de un poco de hierba.

—¿Cómo relacionaste a cuatro sociedades?

—Conseguiré una pizarra —dijo Dawes.

—¿Es una pizarra mágica? —preguntó Turner con amargura.

Dawes le lanzó una mirada sombría. —Todas las pizarras blancas son mágicas.

Regresó con un puñado de marcadores y una pizarra que apoyó en la repisa de


la chimenea.

Turner se pasó una mano por la cara. —Está bien, dame tu lista de sospechosos.

Alex se sintió repentinamente cohibida, como si le pidieran que trabajara un


complicado problema de matemáticas frente a la clase, pero tomó un marcador azul de
Dawes y fue al pizarrón.

—Cuatro de las Ancestrales Ocho pueden tener conexiones con Tara: Calavera
y Huesos, Pergamino y Llave, Manuscrito y Libro y Serpiente.
—¿Las Ancestrales Ocho? —preguntó Turner.

—Las Casas del Velo. Las sociedades con tumbas. Deberías haber leído tu copia
de Vida de Lethe.

Turner le hizo un gesto con la mano. —Comienza con Calavera y Huesos. Tara
estaba vendiendo marihuana a Tripp Helmuth, pero no veo cómo eso es motivo de
asesinato.

—Ella también estaba durmiendo con Tripp.

—¿Crees que fue más que casual?

—Lo dudo —admitió Alex.

—¿Pero si Tara pensaba eso? —preguntó Dawes tentativamente.

—Supongo que Tara estaba clara con su situación. —Tenías que estarlo. Todo el
tiempo—. Aun así, la riqueza de la familia de Tripp remonta generaciones. Ella podría
haber tratado de sacarle algo.

—Eso suena como un motivo de telenovela —dijo Turner.

No iba a ser una venta fácil. —Pero, ¿y si se trataran de cosas más complicadas?
¿No solo marihuana? Creo que un estudiante de último año llamado Blake Keely estaba
recibiendo una droga llamada Mérito de ellos.

—Eso es imposible —dijo Dawes—. Solo crece...

—Lo sé, en la cima de una montaña. Pero Blake se la compró a Lance y a Tara.
Tripp dijo que vio a Tara con Kate Masters, y Kate está en Manuscrito, la única sociedad
con acceso a Mérito.

—¿Crees que Kate vendió Mérito a Tara y a Lance? —preguntó Dawes.

—No —dijo Alex, volviendo la idea en su cabeza—. Creo que Kate le pagó a
Tara para encontrar una manera de cultivarla. Lance y Tara vivían a poca distancia de
la escuela forestal y los invernaderos de Marsh. Kate quería cortar al intermediario. Que
Manuscrito obtuviese su propio suministro.

—Pero entonces... ¿cómo Blake lo consiguió?


—Quizás comenzaron a cultivar su propio alijo de Mérito y se lo vendieron a
Blake. Dinero es dinero.

—Pero eso sería...

—¿Poco ético? —preguntó Alex—. ¿Irresponsable? ¿Cómo entregarle a un niño


sociópata un machete mágico?

—¿Qué hace exactamente esta droga? —Turner parecía reacio, como si no


estuviera seguro de querer saberlo.

—Te hace... —Alex vaciló. Obediente no era la palabra correcta. Anhelante


tampoco lo cubría.

—Un acólito —dijo Dawes—. Tu único deseo es servir.

Turner sacudió la cabeza. —Y déjenme adivinar, no es una sustancia regulada


porque nadie ha oído hablar de ella para regularla. —Tenía la misma expresión de
náuseas que había usado cuando vio a Alex curada por el crisol—. Todos ustedes, niños
jugando con fuego, luciendo sorprendidos cuando la casa se incendia. —Se pasó la mano
por la cara—. De vuelta a la pizarra. Tara está conectada a Huesos por Tripp, a
Manuscrito por Kate Masters y esta droga. ¿Es Colin Khatri su única conexión con
Pergamino y Llave?

—No —dijo Alex—. Tenía tatuadas las palabras de un poema llamado Idilios del
Rey en su brazo, y ese texto está en toda la tumba de los Cerrajeros. —Pasó el archivo
lleno de fotos a Dawes—. Antebrazo derecho.

Dawes echó un vistazo a las fotos de la autopsia que mostraban los tatuajes de
Tara, luego la pasó a toda prisa.

—Eso no se siente como una conexión casual —dijo Alex.

—¿Qué es esto? —preguntó Dawes, tocando una foto de la habitación de Tara.

—Solo un montón de herramientas para hacer joyas —dijo Turner—. Ella tenía
un pequeño negocio aparte.
Por supuesto que sí. Eso era lo que hacían las chicas cuando sus vidas se
desmoronaban. Intentaban encontrar una ventana para salir. Colegio comunitario.
Jabones caseros. Un pequeño negocio de fabricación de joyas a un lado.

Dawes se estaba mordiendo el labio inferior con tanta fuerza que Alex pensó que
podría sacarse sangre. Alex se inclinó y miró la imagen, las piedras preciosas de
imitación baratas y los platos de ganchos curvos para pendientes, los alicates. Pero uno
de los platos se veía diferente a los demás. Era menos profundo, el metal abollado y
basto, los restos de algo como ceniza o un anillo de cal alrededor de su base.

—Dawes —dijo Alex—. ¿Qué te parece eso?

Dawes apartó el archivo como si pudiera desterrarlo. —Es un crisol.

—¿Para qué lo habría usado Tara? ¿Procesar Mérito?

Dawes sacudió la cabeza. —No. Mérito se usa en su forma cruda.

— ¡Eh! —dijo Turner—. ¿Qué tal si pretendemos por un minuto que no sé qué es
un crisol.

Dawes colocó un mechón de su cabello castaño rojizo detrás de la oreja y, sin


mirarlo, dijo: —Son recipientes creados para uso mágico y alquímico. Por lo general,
están hechos de oro puro y altamente reactivos.

—Esa gran bañera de oro en la que Dawes acaba de ponerme es un crisol —dijo
Alex.

—¿Me estás diciendo que la cosa en el departamento de Tara es oro real? Es del
tamaño de un cenicero. De ninguna manera Gressang y su chica podrían permitirse algo
así.

—A menos que fuera un regalo —dijo Alex—. Y a menos que lo que sea que
estuvieran haciendo en él valiera más que el metal mismo.

Dawes estiró las mangas de la sudadera sobre sus manos. —Hay historias sobre
hombres santos que solían usar psilocibina (hongos) para literalmente abrir puertas a
otros mundos. Pero las drogas tenían que ser purificadas... en un crisol.
—Puertas —dijo Alex, recordando la noche en que ella y Darlington habían
observado el ritual fallido en Pergamino y Llave—. Te refieres a portales. Dijiste que
hay rumores de que la magia en Pergamino y Llave está fallando. ¿Podría la salsa secreta
de Lance y Tara haber ayudado con eso?

Dawes exhaló un largo suspiro. —Sí. En teoría, una droga como esa podría
ayudar a facilitar la apertura de los portales.

Alex recogió la foto del pequeño crisol. —¿Tienes estas cosas en, uh... custodia o
lo que sea?

—En evidencia —dijo Turner—. Sí. Si queda suficiente residuo en esa cosa,
podemos analizarlo, ver si coincide con el alucinógeno que encontramos en el sistema
de Tara.

Dawes se había quitado los auriculares del cuello. Se sentó con ellos acunados en
su regazo como un animal dormido.

—¿Qué pasa? —Alex le preguntó.

—Dijiste que Lance estaba caminando a través de las paredes, tal vez usando
magia de portal para atacarte. Si alguien de Pergamino y Llave permitiera a extraños
acceder a su tumba, si llevaran a Lance y Tara a sus rituales... Las Casas del Velo lo
consideran imperdonable.

Alex y Turner intercambiaron una mirada.

—¿Cuál es la penalidad por compartir ese tipo de información con personas de


afuera? —preguntó Alex.

Dawes agarró los auriculares. —La sociedad sería disuelta y despojada de su


tumba.

—¿Sabes cómo suena eso? —dijo Turner.

—Sí —respondió Alex—. Como un motivo.

¿Colin Khatri había introducido a Lance y Tara en los secretos de la sociedad?


¿Había sido algún tipo de pago, uno que no quería seguir haciendo? ¿Era eso lo que
había matado a Tara? A Alex le costaba imaginar a un Colin limpio y alegre cometiendo
un asesinato violento. Pero era un chico con un futuro brillante, y eso significaba que
tenía mucho que perder.

—Voy a ir al salón de la profesora Belbalm esta noche —dijo Alex. Hubiera


preferido quedarse dormida justo aquí frente al fuego, pero no tenía la intención de
molestar a la única persona que parecía estar luchando por su futuro—. Colin trabaja
para Belbalm. Puedo tratar de averiguar qué tan tarde se quedó en su casa la noche que
Tara murió.

—Alex —dijo Dawes en voz baja, levantando la vista al fin—. Si Darlington se


enteró de las drogas, de lo que Colin y los otros Cerrajeros estaban haciendo con Lance
y Tara, tal vez... —Se detuvo, pero Alex sabía lo que estaba sugiriendo: tal vez
Pergamino y Llave habían sido responsables del portal por el cual había desaparecido
Darlington esa noche en el sótano de Rosenfeld.

—¿Dónde está Darlington? —preguntó Turner—. Y si dices España, empacaré


mis archivos y me iré a casa. Mi cama se ve muy bien en este momento.

Dawes se retorció en su silla.

—Algo le sucedió —dijo Alex—. No estamos seguras de qué. Hay un ritual para
tratar de encontrarlo, pero solo se puede intentar en la luna nueva.

—¿Por qué la luna nueva?

—El momento importa —dijo Dawes—. Para que un ritual funcione, ayuda si se
construye alrededor de una fecha propicia o un lugar propicio. La luna nueva representa
el momento antes de que se revele algo oculto.

—¿Sandow quería que lo mantuvieran en secreto? —preguntó Turner. Alex


asintió, sintiéndose culpable. Ella tampoco había querido exactamente anunciar las
noticias—. ¿Qué pasa con la familia de Darlington?

—Darlington es nuestra responsabilidad —dijo Dawes bruscamente, protectora


hasta el final—. Lo recuperaremos.

«Tal vez. »
Turner se inclinó hacia delante. —Entonces, ¿lo que estás diciendo es que
Pergamino y Llave pueden estar involucrados en un asesinato y un secuestro?

Alex se encogió de hombros. —Seguro. Llamémoslo así. Pero no podemos


descartar a Manuscrito. Tal vez Kate Masters descubrió que Tara vendió Mérito a Blake
Keely y que él lo estaba usando en chicas, o tal vez algo salió mal con su trato. Si Lance
no mató a Tara, alguien estaba encantado de parecerse a él. Manuscrito tiene muchos
trucos y artilugios que le permitirían a Kate pasar unas horas usando su rostro. Y nada
de esto explica el gluma que fue enviado después detrás mí. —Alex metió la mano en el
bolsillo y sintió el tranquilizador tic del reloj.

Turner parecía que podría asesinarse a sí mismo. —¿El qué ahora?

—Lo que me persiguió a la calle Elm. No me mires así. Sucedió.

—Bien, sucedió —dijo Turner.

—Los Gluma son sirvientes de los muertos —dijo Dawes—. Son recaderos.

Alex frunció el ceño. —Ese era un chico de los recados altamente homicida.

—Les das una tarea simple, lo logran. Libro y Serpiente los usan como
mensajeros hacia y desde el otro lado del Velo. Son demasiado violentos e impredecibles
para ser realmente buenos para mucho más.

Excepto para hacer que una chica parezca loca y tal vez callarla
permanentemente.

—Así que Libro y Serpiente está en la pizarra —dijo Turner—. Motivo


desconocido. Te das cuenta de que nada de esto es evidencia, ¿verdad? No podemos
establecer conexiones creíbles con estas sociedades más allá de lo que Tripp dijo. Ni
siquiera tengo suficiente para obtener una orden para mirar dentro de esos invernaderos
forestales.

—Supongo que Centurión puede tirar de todo tipo de hilos con sus superiores. —
Una sombra cruzó la cara de Turner—. Excepto que no quieres tirar de las cuerdas.

—No es así como deberían funcionar las cosas. Y no puedo ir con mi capitán.
No sabe sobre Lethe. Tendría que subir por la cadena hasta el jefe. —Y Turner no iba a
hacer ese movimiento a menos que estuviera seguro de que todas sus teorías sumaban
más que un garabato loco en una pizarra. Alex no podía culparlo—. Sacaré los Detalles
de Uso del Local de la tienda de licores cerca del departamento de Tara. Es posible que
estuvieran usando el teléfono de la tienda para hacer negocios. Kate Masters no estaba
en el celular de Tara ni en el de Lance. Ni tampoco Colin Khatri ni Blake Keely.

—Si Tara y Lance estaban usando los invernaderos, entonces estaban trabajando
con alguien en la escuela forestal —dijo Dawes—. Con una orden o sin ella, debemos
tratar de averiguar quién.

—Soy una estudiante —dijo Alex—. Puedo entrar.

—Pensé que querías que empezara a tirar de los hilos —dijo Turner.

Lo había querido, pero ahora lo estaba pensando mejor. —Podemos manejar esto
por nuestra cuenta. Si subes por la cadena de mando, alguien podría decírselo a Sandow.

Turner levantó una ceja. —¿Eso es un problema?

—Quiero saber dónde estuvo la noche del asesinato.

La columna vertebral de Dawes se enderezó. —Alex...

—Me presionó para que dejara de investigar, Dawes. Lethe está aquí para
mantener a las sociedades en línea. ¿Por qué tiró tan fuerte de las riendas?

«Somos los pastores». Lethe ha sido construido para esa misión. ¿O lo había sido?
¿Alguna vez Lethe había tenido la intención de proteger a alguien? ¿O simplemente se
suponía que debían mantener el statu quo, para que pareciera que las Casas del Velo
estaban siendo monitoreadas, que se mantenía algún estándar sin realmente controlar el
poder de las sociedades? «Este es un año de financiación». ¿Sandow sabía de alguna manera
que, si miraban demasiado cerca, encontrarían conexiones con las listas de miembros de
la sociedad? Huesos, Libro y Serpiente, Pergamino y Llave, Manuscrito—cuatro de las
ocho sociedades responsables de financiar a Lethe. Eso sumaba la mitad del dinero
necesario para mantener viva la Novena Casa; más ya que Berzelius nunca pagaba. ¿Era
Lethe tan valioso para Sandow?

—¿Qué tipo de salario obtiene el decano Sandow de Lethe? —preguntó Alex.


Dawes parpadeó. —En realidad no lo sé. Pero tiene un puesto vitalicio. Él gana
un montón de la Universidad.

—¿Juegos de azar? —sugirió Turner—. ¿Drogas? ¿Deudas?

La columna vertebral de Dawes pareció enderezarse aún más, como si fuera una
antena que se ajustaba para recibir información. —Divorcio —dijo lentamente, de mala
gana—. Su esposa lo dejó hace dos años. Aún siguen en la corte desde entonces.

—Probablemente no sea nada —dijo Alex, aunque no estaba del todo segura de
que eso fuera cierto—. Pero no haría daño saber dónde estuvo esa noche.

Los dientes de Dawes se clavaron en su labio nuevamente. —El decano Sandow


nunca haría nada para lastimar a Lethe.

Turner se levantó y comenzó a recoger sus carpetas. —Por el precio correcto, él


podría. ¿Por qué crees que dije que sí a ser Centurión?

—Es un honor —protestó Dawes.

—Es un trabajo, además del trabajo muy intenso que ya tengo. Pero el dinero
significaba que podía pagar la hipoteca de mi madre. —Deslizó las carpetas en una bolsa
mensajera—. Veré lo que puedo averiguar sobre Sandow sin ponerlo sobre aviso.

—Yo debería hacerlo —dijo Dawes en voz baja—. Puedo hablar con su ama de
llaves. Si comienzas a hacer preguntas, Yelena irá a Sandow de inmediato.

—¿Te sientes preparada para eso? —dijo Turner con escepticismo.

—Ella puede manejarlo —dijo Alex—. Solo necesitamos echar un vistazo a su


agenda.

—Me gusta el dinero como motivo —dijo Turner—. Bonito y limpio. Nada de
esta mierda de hocus-pocus. —Se encogió de hombros y se dirigió a la puerta de atrás.
Alex y Dawes lo siguieron.

Turner se detuvo con la puerta abierta. Detrás de él, Alex podía ver el cielo
volviéndose azul oscuro del anochecer, y las farolas encendidas. —Mi madre no podía
simplemente tomar el cheque —dijo, con una sonrisa triste en sus labios—. Ella sabe
que los policías no reciben bonos. Quería saber de dónde venía el dinero.
—¿Se lo dijiste? —preguntó Alex.

—¿Sobre todo esto? Diablos no. Dije que tuve una racha de suerte en el casino
Foxwoods. Pero ella todavía sabía que me había metido en algo que no debería haber
hecho.

—Las madres son así —dijo Dawes.

¿Así eran ellas? Alex pensó en la foto que su madre le había enviado por mensaje
de texto la semana anterior. Había hecho que uno de sus amigos le tomara una foto en
el apartamento. Mira llevaba una sudadera de Yale, la repisa detrás de ella estaba llena
de cristales.

—¿Sabes lo que dijo mi madre? —preguntó Turner—. Me dijo que no hay puerta
que el diablo no conozca. Siempre está esperando para meter el pie. Nunca le creí hasta
esta noche.

Turner se subió el cuello del abrigo y desapareció en el frío.


Traducido SOS por Azhreik

Alex subió al segundo piso para recuperar sus botas de la armería. El crisol había
sanado sus heridas, pero le faltaba dormir y su cuerpo lo sabía. Aun así, si tuviera que
elegir, creía que aceptaría otra pelea, incluso con un grandulón como Lance, en vez de
enfrentar el salón esta noche, las clases mañana y el día después… y el día después de
eso. Cuando estaba luchando por su vida, era estrictamente éxito/falla. Todo lo que
tenía que hacer era sobrevivir y podía decir que ganó. Incluso sentada en el saloncito
con Dawes y Turner, se había sentido como si mantuviera el ritmo, no solo siguiera la
corriente. No deseaba regresar a sentirse como un fraude.

«Pero sigues fingiendo» se recordó. Dawes y Turner realmente no la conocían.


Nunca habrían imaginado lo que Darlington había descubierto sobre su pasado. ¿Y si el
ritual de luna nueva funcionaba? Si Darlington regresaba en dos días y les contaba a
todos la verdad, ¿alguien la defendería entonces?

Alex encontró una montaña de ropas en su cama en la habitación de Dante.

—Las traje de mi departamento —dijo Dawes, deambulando en el umbral, con


las manos apretada en las mangas—. No están a la moda, pero son mejores que ropa
deportiva. Sé que te gusta el negro, así que…

—Son perfectas. —No lo eran. Los vaqueros eran demasiado largos y la camiseta
había sido lavada tantas veces que era más cercana a gris que negro, pero Dawes no
necesitaba compartir su closet. Alex deseaba empaparse de toda la amabilidad posible
mientras aún podía.

Mientras se dirigía a la casa Belbalm, Alex se sentía alerta. Había reforzado su


vigilancia en caso que el gluma la estuviera acechando, se metió un jarro de tierra de
cementerio en el morral, colocó dos magnetos en su bolsillo y estudió los símbolos de
barreras necesitados para cerrar un portal temporalmente. Se sentían como protecciones
pequeñas. La lista de sospechosos en el asesinato de Tara se había vuelto una lista de
posibles amenazas, y todas representaban demasiado arsenal mágico.

Belbalm vivía en San Ronan, a veinte minutos caminando desde Il Bastone, no


lejos de la escuela de adivinación. Su casa era una de las más pequeñas de la calle, de
dos pisos y construida con ladrillos rojos cubiertas de enredaderas grises como el cabello
de una anciana. Alex entró por la verja de un jardín debajo de un arco de enrejado
blanco, y la misma sensación de calma que había sentido en la oficina de Belbalm
descendió sobre ella. El jardín olía a menta y mejorana.

Alex se detuvo en sus pasos. Era una clase de gravilla del color de la pizarra. A
través de los altos ventanales, podía ver un círculo de gente reunida en una variedad de
sillas, unos cuantos rodeaban la banca de un piano, algunos en el piso. Atisbó vasos de
de vino rojo, platos sobre rodillas. Un chico con barba y melena de rizos salvajes estaba
leyendo algo. Se sentía como si estuviera mirando otro Yale, un Yale más allá de Lethe
y las sociedades, uno que podría abrirse y seguir abierto si tan solo aprendía sus rituales
y códigos. En casa de Darlington se había sentido como una intrusa. Aquí había sido
invitada. Tal vez no perteneciera, pero era bienvenida.

Golpeó suavecito en la puerta y, cuando no hubo respuesta, empujó suavemente.


Estaba abierta, como si nunca hubiera visitantes indeseados. Había abrigos colgados en
montones y pilas en una hilera de ganchos. El piso estaba a rebosar de botas.

Belbalm la vio junto a la puerta e hizo un gesto a Alex hacia la cocina.

Entonces Alex entendió. Era del personal.

Por supuesto que era del personal.

Gracias a Dios que era del personal y no tendría que fingir ser algo más.

Por encima del hombro de Belbalm, Alex atisbó al decano Sandow hablando a
dos estudiantes en un silloncito. Ella se deslizó a la cocina, esperando que él no la
hubiera visto, y luego se preguntó por qué se preocuparía por eso. ¿Realmente pensaba
que él había lastimado a Tara? ¿Qué él era capaz de algo tan atroz? En el salón allá en
Il Bastone, había parecido posible, pero aquí, en este lugar de calidez y fácil
conversación, Alex no podía llegar a creerlo.

La cocina era vasta, las alacenas blancas, las encimeras negras, el piso de un
limpio tablero de ajedrez.

—¡Alex! —cacareó Colin cuando apareció. Sospechosos de asesinato por todos


lados—. ¡No sabía que vendrías! Necesitamos manos extra. ¿Qué llevas puesto? El negro
está bien, pero la próxima vez una camisa blanca de botones.

Alex no tenía una camisa blanca de botones. —Ok —dijo.

—Solo ven aquí y coloca estas en una bandeja para hornear.

Alex cayó en el ritmo de seguir órdenes. Isabel Andrews, la otra asistente de


Belbalm, también estaba allí, arreglando fruta y pastitas y misteriosas pilas de carne en
diferentes platones. La comida que servían parecía absolutamente extraña para ella.
Cuando Colin le dijo que le pasara el queso, le tomó un largo momento percatarse que
estaba justo enfrente de ella; no bandejas de cheddar en cubos sino inmensas ruedas de
lo que lucían como cuarzo y iolita, un diminuto jarrito de miel, un spray de almendras.
Todo arte.

—Después de las lecturas y la charla comerán el postre —explicó Colin—.


Siempre hace merengues y mini tartas aux pommes.

—¿El decano Sandow estuvo aquí la semana pasada? —preguntó Alex. Si estuvo,
entonces Alex lo tacharía de su lista y si Colin no sabía, entonces tal vez él realmente no
había estado en el salón toda la noche.

Pero antes que pudiera responder, la profesora Belbalm atravesó prestamente las
puertas batientes.

—Por supuesto que estuvo —dijo—. Ese hombre ama beberse mi bourbon. —Se
metió una diminuta fresa en la boca y se limpió los dedos con una toalla—. Dijo lo más
fatuo sobre Camus. Pero es difícil no ser fatuo sobre Camus. No estoy segura porqué
esperaba algo más… tiene una cita de Rumi enmarcada junto a su escritorio. Me duele.
Querido Colin, por favor ¿asegúrate que siempre tenemos blanco y rojo a mano? —
Extendió una botella vacía y la cara de Colin se puso cenicienta—. Está bien, amor.
Coge una botella y ven a unirte. Alex y los otros pueden mantener las cosas bajo control
aquí, ¿sí? ¿Trajiste algo para leer?

—Yo… sí. —Colin se alejó flotando de la cocina como si a sus tobillos acabaran
de brotarle alas.

—Merengues —ordenó Isabel.

—Merengues —repitió Alex, caminando hasta la licuadora y tendiéndole el


tazón a Isabel. Ella tomó una fotografía de la cocina para su mamá y mensajeó: En el
trabajo. Así era como quería que Mira pensara en ella. Feliz. Normal. Segura. Todo lo
que Alex nunca había sido. Mensajeó a Mercy y a Lauren también. En el salón de Belbalm.
Cruzo los dedos por las sobras.

—No puedo creer que Colin pueda leer esta noche —se quejó Isabel, colocando
el merengue en una hoja de horneado—. He estado con ella un semestre más que él, y
saqué nota máxima en su seminario de Mujeres e Industrialismo.

—La próxima vez —murmuró Alex, pincelando mantequilla derretida sobre las
diminutas tartas de manzana—. ¿Estuvo muy lleno la semana pasada?

—Sí, y Colin se quejó la noche entera. Estuvimos aquí limpiando hasta después
de las dos.

Entonces la coartada de Colin era real. Alex sintió una corriente de alivio. Le
agradaba Colin, le agradaba la amargada Isabel, le gustaba esta cocina, esta casa, este
lugar cómodo. Le gustaba esta pieza de mundo que no tenía nada que ver con asesinato
o magia. No deseaba verlo interrumpido por la brutalidad. Pero eso no significaba que
pudiera tachar a todo Pergamino y Llave de su lista. Incluso si Colin no había matado a
Tara, la conocía. Y alguien le había enseñado a Lance magia de portal.

—¿Sandow se quedó para el salón entero la semana pasada?

—Desafortunadamente —dijo Isabel—. Siempre bebe demasiado.


Aparentemente ha estado atravesando alguna clase de divorcio horrible. La profesora
Belbalm lo acomodó en su estudio con una manta. Dejó un anillo de orina alrededor del
retrete en el servicio de caballeros que Colin tuvo que limpiar. —Se estremeció—.
Pensándolo bien, Colin realmente se merece leer. Tienes mucho por lo que esperar en el
futuro, Alex.

Isabel no tenía razón para mentir, así que la mala puntería del decano Sandow
acababa de ganarle una coartada. Dawes estaría feliz. Y Alex suponía que ella también.
Una cosa era ser un asesino, y otra muy diferente trabajar para uno.

Fue una noche muy larga y trasnochadora en la cocina, pero Alex no podía
resentirlo. Se sentía como trabajar hacia algo.

Alrededor de la una de la mañana, terminaron de servir, arreglar la cocina,


empacar botellas en los botes de reciclado, aceptaron sus besos al aire de Belbalm y
entonces flotaron a la noche con bandejas de las sobras en las manos. Después de la
violencia y extrañeza de los últimos días, esto se sentía como un regalo. Era una probada
hermosa de lo que la vida podría ser, de lo poco que importaban las sociedades a la
mayoría de la gente en Yale, del trabajo que no te pedía nada más que tiempo y un poco
de atención en una casa llena de gente inofensiva drogada solo con sus altas
pretensiones.

Alex vio una Gris en patines frente a ella, agitando la mano en su dirección entre
las farolas, acercándose. Su cráneo y torso lucían como si los hubieran aplastado, un
hoyuelo profundo dejado por las ruedas del coche de algún conductor descuidado.

—Pasa punto, pasa mundo —susurró Alex, casi amablemente, y observó a la chica
desvanecerse. Un momento pasa, un mundo pasa. «Fácil.»

Alex no tenía clases la mañana siguiente. Se levantó temprano para comer el


desayuno e intentar leer un poco antes de ir al Marsh, pero mientras terminaba su pila
de huevos y salsa caliente, atrapó un vistazo del Novio. Su expresión se volvió
desaprobadora cuando ella continuó con un sundae de chocolate caliente, pero el helado
estaba disponible en todas las comidas en cada comedor, y esa era una oportunidad que
no debía ser desaprovechada.
Después del desayuno, se metió en un baño fuera de la sala común de JE y llenó
el lavabo. No estaba ansiosa por hablar con él; no estaba lista para discutir lo que había
atestiguado de sus recuerdos. Pero también deseaba saber si él había tenido suerte en
encontrar a Tara.

Después de un momento, la cara de North apareció en el reflejo.

—¿Y bien? —dijo ella.

—No la he encontrado aún.

Alex golpeó la superficie del agua con el dedo y observó el reflejo de él fracturarse.
—Parece que no eres muy bueno en esto.

Cuando el agua se aquietó, la expresión de North era sombría. —¿Y tú que has
descubierto?

—Tenías razón. Darlington estaba interesado en tu caso. Pero sus notas no estaban
en su escritorio en Il Bastone. Puedo buscar en Black Elm mañana por la noche. —
Cuando se elevaría la luna nueva. Tal vez entonces Darlington sería capaz de responder
las preguntas del Novio en persona.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Qué viste cuando estabas en mi cabeza, señorita Stern? Estabas trastornada


cuando me expulsaste.

Alex contempló cuánto deseaba contarle. —¿Qué recuerdas del momento en que
moriste, North?

Su cara pareció quedarse quieta, y ella se percató que había dicho su nombre en voz
alta. «Maldición.»

—¿Eso es lo que viste? —preguntó lentamente—. ¿Mi muerte?

—Solo respóndeme.
—Nada —admitió—. Un momento estaba parado en mi nueva oficina, hablando con
Daisy y entonces… no era nadie. El mundo mortal estaba perdido para mí.

—Estabas en el otro lado. —Alex pudo ver cómo eso trastocaba su cabeza—. ¿Alguna
vez intentaste encontrar a Gladys O’Donaghue detrás del Velo?

—¿Quién?

—La doncella de Daisy.

North frunció el ceño. —La policía la entrevistó. Ella encontró nuestros… cuerpos,
pero ni siquiera estaba allí para atestiguar el crimen.

—¿Y solo era una doncella? —dijo Alex. Chicos como este nunca notaban a la
servidumbre. Pero North tenía razón. Alex había visto a Gladys fuera disfrutando del
clima primaveral. Si Gladys hubiera visto o escuchado algo extraño en la escena, tenía
todas las razones para compartir esa información con la policía. Y Alex sospechaba que
no hubo nadie a quien ver… solo magia, invisible y salvaje, el espíritu aterrorizado de
un hombre que había sido brutalizado por los Hueseros y de alguna forma encontró su
camino hasta el interior de North—. Te haré saber qué descubro en Black Elm. Deja de
seguirme y ve a buscar a Tara.

—¿Qué viste en mi cabeza, Señorita Stern?

—¡Lo siento! ¡Se está cortando! —Alex soltó el corcho del desagüe.

Se dirigió a la sala común y mensajeó a Turner que estaba en camino a los


invernaderos Marsh. En su camino, hizo una llamada al hospital para preguntar por
Michael Reyes. Debió haber revisado la víctima de la pronosticación más reciente de
Calavera y Huesos antes, pero había estado más que distraída. Le tomó un tiempo
conseguir a la persona correcta en la línea, pero eventualmente Jean Gatdula se puso
para decirle que Reyes se estaba recuperando bien y que lo enviarían a casa en los
próximos dos días. Alex sabía que “casa” era Casa Columbus, un refugio muy lejos del
campus. Esperaba que Huesos al menos lo dejara con un manojo de efectivo por las
molestias.
El Jardín Botánico Marsh estaba en la cima de la Colina de Ciencias, la antigua
mansión rematada por lo que lucía como un campanario, los terrenos de la antigua finca
se extendían por la colina hacia el departamento que Tara había compartido con Lance.
No había seguridad y Alex se mezcló fácilmente con los estudiantes que iban y venían
de las instalaciones. Cuatro inmensos invernaderos forestales de la escuela se alzaban
cerca de la entrada posterior, rodeados por un conjunto de estructuras de cristal más
pequeñas. Alex estaba preocupada de no ser capaz de identificar dónde Tara había
cuidado de su jardín peligroso, pero mientras daba una vuelta alrededor del terreno,
detectó la peste de lo misterioso debajo de los aromas a fertilizante y tierra recién
removida. Aunque el pequeño invernadero lucía bastante ordinario, Alex sospechaba
que poseía los restos de un glamour… probablemente cortesía de Kate Masters y
Manuscrito. ¿De qué otra forma Tara habría cultivado sus plantas sin invitar a las
sospechas?

Pero cuando Alex abrió la puerta, no encontró más que macetas vacías y tiestos
volcados en las mesas. Alguien había limpiado el lugar. ¿Kate? ¿Colin? ¿Alguien más?
¿Lance había abierto un portal desde su celda y venido aquí a destruir evidencia
potencial?

Un solo zarcillo delgado de alguna planta desconocida yacía en una pila de tierra
junto a un contenedor de plástico. Alex lo tocó con el dedo. La pequeña enredadera se
extendió, un solitario bulbo blanco apareció entre sus hojas. Sus pétalos se separaron
con una explosión de semillas resplandecientes como un fuego artificial, con un suave
pero audible puh, y se marchitó a nada.

Fuera, Alex encontró a una mujer enjuta en vaqueros y una chaqueta rústica
excavando en un balde de alguna clase de abono con manos enguantadas.

—Ey —dijo—. ¿Puede decirme quién utiliza el invernadero?

—Sveta Myers. Es una estudiante.

Alex no recordaba su nombre del archivo del caso de Tara.

—¿Sabe dónde puedo encontrarla?


La mujer sacudió la cabeza. —Se marchó hace unos días. Se tomó el resto del
semestre.

Sveta Myers se había asustado. Tal vez ella se había encargado de destruir el
invernadero en persona. —¿Alguna vez la vio con una pareja? Una rubia delgada y
pequeña y un chico grande, lucía como si viviera en el gimnasio.

—Veía a la chica aquí mucho. Era la prima de Sveta o sobrina o algo. —Alex lo
dudaba mucho—. Debo haber visto al chico una o dos veces. ¿Por qué?

—Gracias por su ayuda —dijo Alex, y se dirigió a las puertas.

Intentó sacudirse la sensación de decepción mientras bajaba por la colina. Había


esperado encontrar más de Tara en los jardines, no solo pilas de tierra removidas como
una tumba reciente.

Turner había dicho que se encontraría con Alex fuera de la pista Ingalls, y vio su
Dodge parado en la curva. Estaba benditamente caliente en el interior.

—¿Algo? —preguntó él.

Ella sacudió la cabeza. —Alguien limpió todo el lugar, y la estudiante con la que
estaban trabajando se marchó de la ciudad también. Alguien llamado Sveta Myers.

—No me suena, pero veré si puedo rastrearla.

—Revisaré las listas del alumnado para ver si está conectada a alguna de las
sociedades —dijo Alex—. Quiero hablar con Lance Gressang.

—¿Vuelves con eso?

Alex casi había olvidado que había fingido interés en hablar con Gressang antes. —
Alguien tiene que interrogarlo sobre la nueva información que tenemos.

—Si el caso va a juicio…

—Será demasiado tarde. Alguien envió un monstruo tras de mí. Mataron a Tara,
robaron todas sus plantas. Tal vez también cogieron a Sveta Myers. Son los de limpieza.

—Incluso si pudiera conseguir una entrevista con Gressang, no te llevaré conmigo.


—¿Por qué no? Necesitamos que Gressang crea que entendemos más de todo esto
que él. Le tomará como treinta segundos percatarse que no distingues tu trasero de una
roca ardiente.

—Que giro tan colorido de frase.

—Te vi en ese departamento, Turner. Casi te orinaste cuando Lance desapareció a


través de esa pared.

—Tienes una gran peculiaridad, ¿lo sabes, Stern?

—¿Es mi encanto o mi apariencia de la que no puedes tener suficiente?

Turner se retorció en su asiento para lanzarle una larga mirada. —No siempre tienes
que salir lanzando golpes. ¿Ante qué estás tan enojada?

Alex sintió una irritante descarga de vergüenza. —Todo —murmuró, mirando el


parabrisas empañado por la niebla—. Como sea, sabes que tengo razón.

—Tal vez, pero Lance está representado por un litigante. Ninguno de los dos puede
hablar con él sin su abogado.

—¿Te gustaría?

—Por supuesto que sí. También me gustaría un filete a poco cocer y un momento de
paz sin que me ladres en la oreja.

—No puedo cumplirlo. Pero creo que puedo conseguir una entrevista con Gressang.

—Digamos que es cierto. Nada que descubramos será admisible en una corte judicial,
Stern. Lance Gressang podría decirnos que mató a Tara doce veces y no seríamos
capaces de adjudicárselo.

—Pero aun así conseguiremos respuestas.

Turner descansó sus manos enguantadas en el volante. —Estoy bastante seguro que
cuando mi madre estaba hablando del diablo, te tenía en mente a ti.

—Soy una delicia.


—Si digo que sí, ¿qué necesitaríamos?

Turner ya tenía un traje bastante bueno. —¿Tienes un maletín?

—Puedo pedir prestado uno.

—Grandioso. Entonces todo lo que necesitamos es esto. —Sacó del bolsillo el espejo
que había utilizado para conseguir acceso al departamento de Tara.

—¿Quieres que entre en una celda asegurada con un espejito y un bonito maletín?

—Es peor que eso, Turner. —Alex giró el espejo en su mano—. Quiero que creas en
la magia.
Traducido por Brig20

El plan era más complicado de lo que Alex había previsto. El espejo engañaría a
los guardias, pero no a las cámaras de la cárcel.

Dawes vino al rescate con una verdadera tempestad dentro de una tetera. Alex
no había pensado que Darlington estaba siendo literal cuando caminaron por el extraño
sótano del Rosenfeld Hall, pero aparentemente en su apogeo, San Elmo había logrado
todo tipo de magia interesante.

—No es sólo el recipiente —explicó Dawes a Alex y a Turner al día siguiente, de


pie en el mostrador de la cocina de Il Bastone, una tetera dorada y un colador con joyas
delante de ella—. Es el té en sí mismo. —Ella midió cuidadosamente las hojas secas de
una lata estampada con la cresta de San Elmo, un diseño siniestro llamado "la cabra y
el bote".

—Darlington dijo que están haciendo campaña para una nueva tumba —dijo
Alex.

Dawes asintió. —La pérdida de Rosenfeld Hall los rompió. Han estado
solicitando durante años, reclamando todo tipo de nuevas aplicaciones para su magia.
Pero sin un nexo para construir, no tiene sentido una tumba nueva. Vertió el agua sobre
las hojas y puso el temporizador en su teléfono. Las luces parpadeaban—. Haz la mezcla
demasiado fuerte y podrías tumbar la red eléctrica en toda la costa este.

—¿Por qué son tan importantes las tumbas? —preguntó Turner—. Esto es sólo
una casa y tú estás ahí parada.... haciendo magia. —Se pasó la lengua por encima de los
dientes como si no le gustara el sabor de la palabra.
—La magia de La Casa Lethe se basa en hechizos y objetos, encantamientos
prestados, muy estable. No dependemos de los rituales. Es por eso que podemos
mantener las barreras en alto. Las otras sociedades están traficando con fuerzas mucho
más poderosas, prediciendo el futuro, comunicándose con los muertos, alterando la
materia.

—Gran magia —dijo Alex.

Turner se recostó contra el mostrador. —¿Así que ellos tienen ametralladoras y


ustedes trabajan con arco y flecha?

Dawes levantó la vista, sorprendida. Se frotó la nariz. —Bueno, más bien una
ballesta, pero sí.

El temporizador sonó. Dawes rápidamente retiró el colador y vertió el té en un


termo. Se lo dio a Alex. —Deberías tener unas dos horas de verdadera interrupción.
Después de eso... —Se encogió de hombros.

—Pero no va a cortar la electricidad, ¿verdad? —preguntó Turner—. No quiero


estar en una cárcel cuando se apaguen todas las luces.

—¡Mira lo lejos que has llegado! —dijo Alex—. Ahora te preocupa que la magia
sea demasiado poderosa.

Dawes tiraba de las mangas de su sudadera, y la seguridad que había mostrado


mientras preparaba el té se evaporaba. —No si lo hice bien.

Alex tomó el termo y lo guardó en su mochila, luego se recogió el cabello en un


moño apretado. Le dijo a Mercy que tenía una entrevista de trabajo como excusa para
pedir prestado su traje negro elegante.

—Espero que consigas el trabajo —había dicho Mercy, y abrazó a Alex tan fuerte
que parecía que sus huesos se estaban doblando.

—También lo espero —había respondido Alex. Había estado feliz de jugar a


disfrazarse, feliz de tener esta aventura para llenar las horas, sin importar el peligro. El
ritual de la luna nueva se había sentido distante, imposiblemente lejano, pero esta noche
sucedería. Tenía problemas para pensar en otra cosa.
Revisó su teléfono. —No hay señal.

Turner hizo lo mismo. —Tampoco tengo.

Alex encendió la pequeña televisión que estaba encima del rincón del desayuno.
Nada más que estática. —Una mezcla perfecta, Dawes.

Dawes parecía contenta. —Buena suerte.

—Estoy a punto de suicidarme en mi carrera —dijo Turner—. Esperemos tener


más de nuestro lado que suerte.

El viaje a la cárcel fue corto. Nadie conocía a Alex, así que no tenía que
preocuparse de que la reconocieran. Hizo de ayudante perfectamente razonable en su
atuendo corporativo prestado. Turner era otro asunto. Había tenido que pasar por el
juzgado esa mañana para encontrarse con el abogado de Lance Gressang y asegurar su
rostro en el espejito.

Pasaron a través de la seguridad sin incidentes.

—Deja de mirar a las cámaras —susurró Alex mientras ella y Turner eran
escoltados por un sucio pasillo iluminado por el zumbido de los fluorescentes.

—Parece que están funcionando.

—La energía está encendida, pero sólo están grabando estática —dijo Alex con
más confianza de la que sentía. El termo estaba metido en su bolso, su peso descansando
tranquilizadoramente contra su cadera.

Una vez que estuvieran dentro de la sala de reuniones, al menos estarían a salvo.
No se permitía la grabación de video o audio en una conferencia entre un abogado y su
cliente.

Lance estaba sentado a la mesa cuando entraron. —¿Qué quieres? —dijo cuando
vio a Turner, que se había quedado con el espejito después de enseñársela al guardia que
frunció el ceño.
—Tienes una hora —dijo el guardia—. No presiones.

Gressang se levantó de la mesa, mirando de Turner a Alex. —¿Qué carajo es


esto? ¿Están trabajando juntos?

—Una hora —repitió el guardia, y cerró la puerta tras él.

—Conozco mis derechos —dijo Gressang, de pie. Parecía aún más grande de lo
que se veía en el apartamento, y su mano vendada no hizo mucho para tranquilizar a
Alex. Se había propuesto no quedar atrapada en espacios pequeños con hombres como
Lance Gressang. No querías ser lo único a la vista cuando sus estados de ánimo se
agriaban.

—Siéntate —dijo Turner—. Necesitamos tener una conversación.

—No puedes hablar conmigo sin mi abogado.

—Ayer atravesaste una pared —dijo Turner—. ¿Eso está en el código penal?

Lance miró con timidez la acusación. «Sabe que no debería estar usando magia de
portal», pensó Alex. Y definitivamente no se suponía que un policía lo viera haciéndolo.
Lance no tenía forma de saber que Turner estaba asociado con las Casas del Velo.

—Siéntate, Gressang —repitió Turner—. Tal vez te alegraras de haberlo hecho.

Alex se preguntaba si Lance se pondría un hongo en la boca y desaparecería por


el suelo. Pero lentamente, hoscamente, volvió a su asiento.

Turner y Alex tomaron sillas frente a él en la mesa. La mandíbula de Lance se


apretó y él levantó la barbilla hacia Alex. —¿Por qué estabas en mi casa?

«En mi casa». No en nuestra casa. Ella no dijo nada.

—Estoy tratando de averiguar quién mató a Tara —dijo Turner.

Lance levantó las manos. —Si sabes que soy inocente, ¿por qué no me sacas de
este agujero de mierda?

—"Inocente" es una gran palabra para lo que eres —dijo Turner en el mismo tono
agradable y condescendiente que usó con Alex hace unos días—. Tal vez seas inocente
de esta brutalidad en particular, y si ese es el caso, será un gran placer para mí
asegurarme de que el cargo de asesinato en tu contra sea desestimado. Pero ahora mismo
lo que quiero transmitirte es que nadie sabe que estamos aquí. Los guardias creen que
estás hablando con tu abogado, y lo que tienes que absorber es que podemos hacer lo
que queramos.

—¿Se supone que debo tener miedo?

—Sí —dijo Turner—. Debes. Pero no de nosotros.

—Oye, él puede tener miedo de nosotros —dijo Alex.

—Puede, pero tiene problemas más grandes de los que preocuparse. Si tú no


mataste a Tara, entonces alguien lo hizo. Y ese alguien está esperando para ponerte las
manos encima a ti también. Ahora mismo eres un chivo expiatorio útil. Pero, ¿por
cuánto tiempo? Tara sabía cosas que no debía saber, y quizá tú también.

—No sé una mierda.

—No es a mí a quien tienes que convencer. Has visto lo que esta gente puede
hacer. ¿Crees que les importa limpiar una mancha de mierda como tú? ¿Crees que
dudarán en erradicarte a ti o a tus amigos o a todo el vecindario si eso les ayuda a dormir
un poco mejor por la noche?

—La gente como tú y yo no importamos —dijo Alex—. No cuando dejamos de


ser útiles.

Lance colocó su mano herida con cautela sobre la mesa y se inclinó hacia
adelante. —¿Quién coño eres?

Alex mantuvo su mirada. —Soy la única persona que piensa que no mataste a
Tara. Así que ayúdame a averiguar quién lo hizo antes de que Turner pierda la paciencia,
me saque por esa puerta y te deje pudriendo aquí.

Los ojos de Lance iban y venían entre Alex y Turner. Finalmente dijo: —No le
he hecho daño. La amaba.

Como si esas cosas no pudieran ir de la mano. —¿Cuándo empezaste a trabajar


con Sveta Myers?
Lance se removió en su asiento. Obviamente no le gustaba que conocieran ese
nombre. —No me acuerdo. ¿Hace dos años? Tara fue a vender una planta y se puso a
charlar con ella. Se llevaban muy bien, hablando de jardinería comunitaria y esas cosas.
Le vendimos por un tiempo, luego empezamos a cultivar con ella, dándole una parte.

—Háblanos de Mérito —dijo Alex.

—¿De qué?

—No sólo te estabas cultivando marihuana hidropónica. ¿Qué cultivaste para


Blake Keely?

—¿El chico tipo modelo? Siempre estaba husmeando alrededor de Tara,


lanzando dinero como si fuera una celebridad. No soporto a ese imbécil.

Alex no sabía lo que sentía al encontrar un terreno común con Lance Gressang.

—¿Qué estabas cultivando para él? —empujó Turner.

—No era para él. Al principio no. Estuvimos vendiendo de la verde a su


fraternidad por un tiempo… nada de esto es admisible, ¿de acuerdo? ¿Todo es
extraoficial? —Turner le hizo señas con la mano—. Nada especial. Bolsas de diez
centavos, bolsas de veinte. La mierda de siempre. Entonces este año, esta chica, Katie,
apareció...

Alex se sentó hacia adelante. —¿Kate Masters?

—Sí. Rubia, muy linda, ¿pero un poco marimacho?

—Cuéntame más sobre tu gusto por las mujeres.

—¿De verdad?

—No, imbécil. ¿Qué quería Katie?

—Quería saber dónde estábamos cultivando y si Tara podía hacer espacio en los
invernaderos para algo nuevo. Alguna mierda medicinal, tenía todas estas reglas
específicas sobre la humedad y no sé qué. Tara se puso a trabajar en ello con Sveta.
Tomó un minuto, pero al final empezó a crecer bastante bien. Probé un poco una vez.
Ni siquiera me dio un zumbido.
Jesús. Lance Gressang había puesto sus manos en Mérito y ni siquiera lo sabía.
Cuando Alex pensó en el daño que podría haber hecho si se hubiera dado cuenta del
control que eso le daría sobre los demás... Pero alguien más había llegado allí primero.

—Pensaste que no valía nada —dijo Alex—. Un zumbido de mierda. Así que se
la vendiste a Blake.

—Sí —dijo Gressang, sonriendo.

—¿Y qué pensaste cuando volvió por más?

Gressang se encogió de hombros. —Estuve feliz de tomar su dinero.

—¿Supo Kate Masters que vendiste Mérito a Blake?

—No, estaba muy tensa. Nos dijo que era venenoso y lo que sea, que no nos
metiéramos con eso. Sabía que se enfadaría si se enteraba. Pero Blake siguió pidiéndonos
más, y luego trajo a este otro tipo que quería saber si podíamos conseguir hongos.

—¿Quién? —preguntó Turner a Lance. Pero Alex ya sabía lo que Lance iba a
decir.

Lance se retorció en su asiento. Parecía inquieto, casi asustado.

—Fue Colin Khatri, ¿verdad? —dijo Alex—. De Pergamino y Llave.

—Sí. Él... —Lance se inclinó hacia atrás. La bravuconería había desaparecido.


Miró a la pared como si esperara encontrar algún tipo de respuesta allí. El tiempo
pasaba, pero Alex y Turner se mantuvieron callados—. No sabía en lo que nos
estábamos metiendo.

—Dime —dijo Turner—. Dime cómo empezó.

—Tara estaba en los invernaderos todo el tiempo —dijo Lance con dificultad—.
Llegaba tarde a casa, se quedaba despierta para intentar mezclar mierda, juntar los
hongos con no sé qué. Tenía este pequeño plato amarillo que Colin le dio. Lo llamaba
su caldero de bruja. Colin no se cansaba de las tabletas que hacía. Seguía viniendo por
más.

—¿Tabletas? —preguntó Turner—. Pensé que estabas tratando con hongos.


—Tara destilaba esa mierda. No era ácido. No sé qué era. —Lance se frotó la
mano buena por el otro brazo, y Alex pudo ver que su piel estaba arrugada por la piel
de gallina—. Queríamos saber para qué lo estaba usando Colin, pero era muy cauteloso.
Así que Tara le dijo: “Supongo que ya no cultivaré para ustedes.” —Lance extendió las
manos como si estuviera suplicando a Alex—. Se lo dije. Le dije que lo dejara en paz,
que siguiera cogiendo el dinero de Colin.

—Pero no fue suficiente —dijo Alex. «Mejor morir que dudar». Tara había sentido
algo grande en el juego y quería ser parte de él—. Entonces, ¿qué pasó?

—Colin cedió. —Alex no podía decir si sonaba más engreído o arrepentido—.


Un fin de semana, él y sus amigos vinieron a buscarnos al apartamento. Todos tomamos
las tabletas que Tara hizo y luego nos vendaron los ojos y nos llevaron a ese edificio, a
esa habitación. Era muy bonito, con pantallas con estrellas judías y el techo abierto para
ver el cielo. —Alex había estado en esa habitación la noche del fallido ritual de los
Cerrajeros, cuando intentaron llegar a Budapest. ¿Habían montado todo esto sabiendo
que no funcionaría sin las tabletas de Tara?—. Nos paramos en círculo en esa mesa
redonda y empezaron a cantar en, no sé, árabe quizás y la mesa se abrió...

—¿Como un pasaje? —preguntó Turner.

Lance estaba moviendo la cabeza. —No, no. Tú no lo entiendes: No había fondo.


Era la noche allá abajo, alguna otra noche, y la noche arriba, nuestra noche. Eran todas
estrellas. —Había verdadero temor en su voz—. Caminamos y estábamos parados en la
cima de una montaña. Se podía ver a kilómetros de distancia. Estaba tan claro que se
podía ver la curva en el horizonte. Fue increíble. Pero al día siguiente estaba muy
enfermo. Y, Dios, apestábamos. No se quitó durante días. —Lance suspiró y dijo—:
Supongo que simplemente siguió desde allí. Colin y todo el equipo querían que Tara
siguiera cultivando esas cosas para ellos. Queríamos seguir divirtiéndonos. Tara quería
ver el mundo. Yo sólo quería hacer el tonto. Fuimos al Amazonas, a Marruecos, a esas
piscinas calientes en Islandia. Fuimos a Nueva Orleans para el Año Nuevo. Fue como
el mejor videojuego de todos los tiempos. —Lance soltó una pequeña risa—. Colin no
podía entender cómo Tara estaba mezclando la mierda. Actuaba como si pensara que
era gracioso, pero me di cuenta de que le molestaba.
Alex trató de reconciliar a este Colin: codicioso, celoso, divirtiéndose con
traficantes de drogas, con el ambicioso y perfectamente arreglado chico que había visto
en la casa de Belbalm. ¿Dónde había pensado que esto terminaría?

—¿Cómo se conocieron Blake y Colin? —preguntó Alex. No podía imaginárselos


pasando el rato.

Lance se encogió de hombros. —¿Lacrosse o algo así?

Lacrosse. Colin parecía tan poco deportista que era difícil de imaginar. ¿Había
visto uno de los desagradables videos de Blake y reconocido a Mérito como lo había
hecho Alex? La magia de los Cerrajeros había empezado a fallar. El nexo bajo su tumba
ya no funcionaba y estaban desesperados por abrir portales. Y Colin, brillante, amigable
y pulido Colin, no había informado de lo que Blake había estado haciendo con Mérito.
No le había impedido herir a las chicas. En cambio, había aprovechado una oportunidad
para sí mismo y para su sociedad.

—¿Qué hay de Tripp Helmuth? —dijo Turner. Se sintió extraño preguntar sobre
Tripp de mejillas rosadas y buenas vibraciones, pero Alex se alegró de no haber
descartado a nadie.

—¿Quién?

—Niño rico —dijo Alex—. ¿Equipo de veleo, siempre parece estar bronceado?

—Podrían ser muchos tipos en Yale.

Alex no creía que se hiciera el tonto, pero no estaba segura.

—El otro día abriste un portal en la cárcel —dijo Turner.

—Tenía una tableta cuando me cogieron. —Lance sonrió—. Hay muchos lugares
para esconder algo tan pequeño.

—¿Por qué no escapar? —preguntó Turner—. ¿Ir a Cuba o algo así?

—¿Qué coño haría yo en Cuba? —preguntó Lance—. Además, no se pueden


hacer portales a grandes distancias desde cualquier lugar excepto la mesa.
Se refería a la tumba. Pergamino y Llave aún necesitaban el nexo. Las tabletas
de Tara no eran suficientes por sí solas.

—Espera —dijo Alex—. ¿Desperdiciaste tu única tableta al volver a tu


apartamento?

—Pensé que podría conseguir algo de dinero, tal vez huir o conseguir algo para
cambiar aquí, pero tus polis idiotas habían destrozado todo el lugar.

—¿Por qué no entraste a la tumba, la mesa, y luego fuiste a dónde quisieras?

Lance parpadeó. —Mierda. —Se desplomó en su silla—. Mierda. —Clavó su


mirada en Alex. Parecía imposiblemente afligido—. Vas a ayudarme, ¿verdad? ¿Vas a
protegerme?

Turner se puso de pie. —Mantén la cabeza baja, Gressang. Mientras parezca que
estás aceptando la caída, deberías estar a salvo aquí.

Alex esperaba que Lance protestara, tratara de negociar, tal vez hasta los
amenazara. En vez de eso, se sentó allí, su gran cuerpo congelado como un ídolo de
piedra bajo las luces fluorescentes. No dijo palabra alguna cuando Turner llamó a la
puerta y el guardia vino a buscarlos, no miró hacia arriba cuando se fueron. Había estado
en las selvas del Amazonas, explorado los mercados de Marruecos. Había visto los
misterios del mundo, pero los misterios del mundo no le habían prestado atención y,
después de todo, había terminado aquí. Las puertas se habían cerrado. Los portales
también. Lance Gressang no iba a ninguna parte.

Turner y Alex regresaron al campus en silencio, la calefacción del Dodge se


encendió contra el frío extremo. Le envió un mensaje de texto a Dawes para hacerle
saber que estaba a salvo y que estaría en Black Elm a más tardar a las ocho, y luego se
quitó los tacones que le había pedido prestados a Mercy. Eran media talla demasiado
pequeños y sus pies la estaban matando.

No fue hasta que salieron de la autopista que Turner dijo: —¿Y bien?
—Creo que tenemos más motivos de los que teníamos al principio.

—No voy a sacar a Gressang de la mesa. No hasta que podamos poner a alguien
más en la escena. Pero Colin Khatri y Kate Masters se ven mucho más interesantes. —
Golpeó el volante con sus manos enguantadas—. No son sólo Colin y Kate, ¿verdad?
Son todos ellos. Todos esos chicos pequeños con sus batas y capuchas fingiendo ser
magos.

—No están fingiendo. —Pero Alex sabía exactamente lo que quería decir. Colin
era la conexión más directa entre Pergamino y Llave y Tara, pero todos los Cerrajeros
habían compartido sus rituales con extraños y le habían ocultado la verdad a Lethe. Si
Tara se hubiera convertido en un peligro para las sociedades, cualquiera de ellos podría
haber decidido callarla. Tampoco parecía probable que Kate Masters hubiera optado por
volverse truhan de Manuscrito. Alex recordó lo que Mike Awolowo había dicho sobre
la rareza de la droga. Tal vez todos pensaron que podrían eliminar a su proveedor de la
montaña de Khingan y empezar a cultivar la suya propia. Parecía genuinamente
sorprendido de que Mérito hubiera salido, pero eso podría haber sido una actuación.

—¿Quién te gusta para esto? —preguntó Turner.

Alex trató de no mostrar su sorpresa. Turner podría estar usándola como una
escucha, pero se sentía bien que le preguntara. Desearía tener una respuesta mejor.

Alex flexionó sus doloridos pies. —Cualquier miembro de Manuscrito podría


haber usado un glamour para hacerle creer a Tara que estaba viendo a Lance. Además,
si Llaves confiaba en Tara para la salsa secreta, ¿por qué la querrían muerta? Su magia
ha sido un desastre en los últimos años. La necesitaban.

—A menos que ella estuviera presionando demasiado —dijo Turner—. No


tenemos idea de cómo era su relación con Colin. Ni siquiera sabemos exactamente qué
había en sus tabletas. Ya no estamos hablando de hongos mágicos.

Eso era cierto. Tal vez a Colin, el genio de la química, no le había gustado que lo
avergonzara una chica del pueblo. Y Alex dudaba de que a alguien en Pergamino y
Llave le gustara ser chantajeado para que compartiera sus rituales. También era posible
que alguien hubiera descifrado la receta de Tara y decidiera que ya no la querían cerca.
—Colin Khatri tenía una coartada esa noche —dijo Alex—. Estaba en el salón
de Belbalm.

—¿Me estás diciendo que no podía abrir un pequeño y conveniente portal,


atravesar, matar a Tara, volver antes de que alguien se diera cuenta?

Alex quería pegarse a sí misma. —Inteligente, Turner.

—Es casi como si fuera bueno en mi trabajo.

Alex sabía que debería haberlo pensado ella misma. Quizá lo habría hecho si no
estuviera demasiado ocupada esperando que Colin no estuviera involucrado en lo peor
de todo esto, que su perfecto y prometedor verano con Belbalm pudiera permanecer
intacto de la fealdad del asesinato de Tara.

Turner condujo el coche hasta Chapel y se detuvo en las puertas de Vanderbilt.


Vio a North flotando por los escalones de su entrada. ¿Cuánto tiempo había estado
esperando? ¿Y había encontrado a Tara en el otro lado? Con un escalofrío, se dio cuenta
de que él había muerto (o había matado a la bella Daisy y a sí mismo) a sólo unas cuadras
de donde ella estaba sentada.

—¿Qué dirías si te dijera que hay un fantasma fuera de mi dormitorio? —


preguntó Alex—. ¿Justo ahí en el patio?

—¿Honestamente? —preguntó Turner—. ¿Después de todo lo que he visto en los


últimos días?

—Sí.

—Todavía pensaría que me estás jodiendo.

—¿Y si te dijera que está trabajando en nuestro caso?

La verdadera risa de Turner era completamente diferente a su risa falsa, una


profunda y completa desde la barriga. —He tenido informantes más raros.

Alex metió los pies en los tacones demasiado apretados y abrió la puerta del
coche. El aire de la noche era tan frío que le dolía respirar, y el cielo estaba negro sobre
ella. La luna nueva estaba saliendo. Tenía que ir a Black Elm en cuestión de horas.
Cuando el decano Sandow empezó a hablar del ritual, Alex asumió que intentarían
contactar a Darlington desde Il Bastone, quizás incluso usando el crisol. Pero Sandow
realmente tenía la intención de llamarlo a casa.

—Mañana sacudiré el árbol de Kate Masters —dijo Turner—. Colin Khatri


también. A ver qué se cae.

—Gracias por el paseo. —Alex cerró la puerta del auto y observó cómo los faros
delanteros de Turner se alejaban de Chapel. Se preguntaba si volvería a hablar con el
detective.

Todo podría cambiar esta noche. Alex había anhelado el regreso de Darlington,
y lo temía, y no podía separar esos sentimientos. Sabía que cuando él le dijera al decano
Sandow lo que ella había hecho, lo que realmente era, significaría el fin para ella y para
Lethe. Ella lo sabía. Pero también sabía que Darlington era la mejor oportunidad de
justicia para Tara. Hablaba el idioma de este mundo, entendía sus protocolos. Haría las
conexiones que el resto de ellos no podía.

Podría admitir que extraña su pomposo y sabelotodo trasero. Pero era más que
eso. Él la protegería.

La idea era vergonzosa. Alex la superviviente, Alex la cascabel, debería ser más
dura que eso. Pero estaba cansada de pelear. Darlington no toleraría nada de lo que ella
y Dawes habían pasado. Él podría no creer que ella pertenecía a Lethe, pero sabía que
él creía que ella era digna de la protección de Lethe. Había prometido situarse entre ella
—entre todos ellos— y la terrible oscuridad. Eso significaba algo.

North mantuvo su distancia, flotando en la luz dorada de la farola, asesino o


víctima, pero compañero, en cualquier caso. Por ahora.

Ella asintió con la cabeza y lo dejó así. Esta noche tenía otras deudas que pagar.
Traducido por Carol02

—¿Cómo te fue? —preguntó Mercy, tan pronto como Alex entró en la sala
común. Estaba sentada con las piernas cruzadas en el sofá, rodeada de libros. Alex tardó
un momento en recordar que se suponía que debía haber estado en una entrevista de
trabajo.

—No estoy segura—dijo, volviendo a su habitación para cambiarse—. ¿Tal vez


bien? Fue interesante. Estos pantalones son demasiado ajustados.

—Tu trasero es demasiado grande.

—Mi trasero está bien —respondió Alex. Se puso unos vaqueros negros, una de
sus últimas camisas de manga larga y un suéter negro. Consideró inventar una excusa
sobre un grupo de estudio, luego optó por cepillarse el cabello y aplicar un poco de lápiz
labial oscuro.

—¿A dónde vas? —preguntó Mercy cuando vio la mirada de Alex.

—Me reuniré con alguien para tomar un café.

—Espera —dijo Lauren, sacando la cabeza de su habitación—. ¿Alex Stern irá a


una cita?

—Primero Alex Stern tuvo una entrevista de trabajo —dijo Mercy—. Y ahora irá
a una cita.

—¿Quién eres, Alex Stern?

«Demonios si lo sé.» —Si ya terminaron, ¿quién robó mis arracadas?

—¿En qué colegio está él? —preguntó Lauren.

—Es del pueblo.


—Ooh —dijo Lauren. Ella colocó las arracadas de plata falsas de Alex en su
mano—. Alex ama a un hombre trabajador. Ese lápiz labial es demasiado.

—Me gusta —dijo Mercy.

—Parece que ella va a tratar de comerse su corazón.

Alex se metió las arracadas en las orejas y se secó los labios con un pañuelo. —
Perfecto.

—El Club Feb casi ha terminado —dijo Mercy. Todas las noches de febrero,
algún grupo u organización organizaba un evento, una protesta contra la profunda
penumbra del invierno—. Deberíamos ir a la última fiesta el viernes.

—¿Deberíamos? —preguntó Alex, preguntándose si Mercy estaba realmente lista


para eso.

—Sí —dijo Mercy—. No digo que debamos quedarnos mucho tiempo ni nada,
pero... quiero ir. Tal vez me prestes tu lápiz labial.

Alex sonrió y sacó su teléfono para pedir un aventón. —Entonces definitivamente


iremos. —«Si todavía soy un estudiante de Yale mañana.»—. No esperes despierta, mamá.

—Eres una hermosa zorra —dijo Lauren.

—Ten cuidado —dijo Mercy.

—Dile a él que tenga cuidado —dijo Alex, y cerró la puerta detrás de ella.

Hizo que el conductor la dejara en las columnas de piedra de Black Elm y


caminó por el largo camino a pie. La cochera estaba abierta, y Alex pudo ver el Mercedes
borgoña de Darlington estacionado adentro.

Las luces del primer y segundo piso de la casa brillaban, y Alex vio a Dawes a
través de la ventana de la cocina, revolviendo algo en la estufa. Tan pronto como entró,
reconoció el olor a limón. Avgolemono. El favorito de Darlington.

—Llegas temprano —dijo Dawes sobre su hombro—. Estás guapa.


—Gracias —dijo Alex, sintiéndose repentinamente tímida. ¿Habían sido las
arracadas y el lápiz labial su versión de la sopa de limón?

Alex se quitó el abrigo y lo colgó de un gancho junto a la puerta. No estaba segura


de qué esperar de la noche, pero quería tener la oportunidad de registrar la oficina y el
dormitorio de Darlington antes de que llegaran los demás. Estaba contenta de que
Dawes hubiera encendido todas las luces. La última vez que había estado allí, la soledad
del lugar la había abrumado.

Alex revisó primero la oficina, una habitación con paneles de madera y


estanterías llenas justo al lado de la bonita terraza acristalada donde había escrito su
informe para Sandow sobre la muerte de Tara.

El escritorio estaba bastante bien organizado, pero sus archivadores parecían


estar llenos de documentos relacionados con Black Elm. En el primer cajón, Alex
encontró una agenda antigua y un paquete aplastado de Chesterfields. No podía
imaginarse a Darlington fumando.

Su búsqueda a través de su cámara de monje en el tercer piso fue igualmente


infructuosa. Cosmo la siguió al interior y la miró, como juzgándola mientras ella abría
los cajones y hojeaba las pilas de libros.

—Sí, estoy violando su privacidad, Cosmo —dijo—. Pero es por una buena
causa.

Aparentemente eso fue suficiente para el gato, que se retorció a través de las
piernas de Alex, presionando su cabeza contra sus botas de combate y ronroneando
ruidosamente. Le rascó entre las orejas mientras hojeaba los libros apilados más cerca
de la cama de Darlington, todos ellos dedicados a la industria de Nueva Inglaterra. Se
detuvo en lo que parecía un viejo catálogo de carruajes, con el papel amarillento y
rasgado en los bordes, sellado en una bolsa de plástico para protegerlo de los elementos.
La familia North habían sido fabricantes de carruajes.

Alex lo sacó cuidadosamente de la bolsa. En una inspección más cercana, parecía


ser una especie de revista comercial de noticias para los diversos fabricantes de carruajes
en New Haven y las empresas que los apoyaban. Había imágenes dibujadas a mano de
ruedas y mecanismos de bloqueo y linternas y, en la tercera página, un anuncio en
grandes letras sobre la construcción de la nueva fábrica de North & Hijos, que estaría al
frente de una sala de exposición para posibles compradores. En el margen, en el garabato
distintivo de Darlington, había una nota que decía: ¿la primera?

—¿Eso es todo? Vamos, Darlington. ¿La primera qué?

Alex escuchó el sonido de los neumáticos en la grava y miró hacia el camino de


entrada para ver los faros de dos autos: un Audi ligeramente golpeado y, muy cerca, un
Land Rover azul brillante.

El Audi entró en el garaje al lado del Mercedes de Darlington, y un momento


después Alex vio emerger al decano Sandow y una mujer que tenía que ser Michelle
Alameddine. Alex no estaba segura de lo que esperaba, pero la chica parecía
perfectamente normal. Gruesos rizos enredados en sus hombros, una cara angular con
cejas elegantemente cuidadas. Llevaba un abrigo negro bien cortado y botas negras hasta
la rodilla. A Alex le parecía muy Nueva York, aunque Alex nunca había estado en
Nueva York.

Alex volvió a meter el catálogo de carruajes en su bolso y bajó apresuradamente


las escaleras. Sandow y Michelle ya colgaban sus abrigos en la entradilla, seguidos por
una mujer mayor y un niño de aspecto desgarbado con un Mohawk y una enorme
mochila colgada sobre sus hombros. A Alex le tomó un largo minuto reconocerlos por
su túnica blanca, pero luego el recuerdo quedó en su lugar: Josh Zelinski, el presidente
de la delegación de Aureliano, y la alumna que había dirigido el ritual el otoño pasado
con ese novelista que había ido tan mal. Amelia.

Darlington había convencido a Aureliano de que la culpa había sido de ellos y


no de Alex. Y esa misma noche, para gran confusión de Dawes, Alex y Darlington se
emborracharon con el costoso vino tinto y rompieron en pedazos un armario lleno de
cristal inocente, junto con un juego de vajilla de porcelana vulgar que probablemente
merecía morir. Recordó estar en una habitación llena de vidrios rotos y fragmentos de
vajilla, sintiéndose mejor que en años. Darlington había inspeccionado el daño,
rematado su vaso, y con cansancio dijo:
«Hay una metáfora en esto, Stern. Lo descubriré cuando esté sobrio.»

Ahora se hicieron las presentaciones y Sandow abrió una botella de vino. Dawes
preparó un plato de queso y verduras en rodajas. Se sintió como el preludio de una mala
cena.

—Entonces —dijo Michelle, metiéndose una rodaja de pepino en la boca—.


¿Danny desapareció?

—Podría estar muerto —dijo Dawes en voz baja.

—Lo dudo —respondió Michelle—. O él estaría obsesionado con ella. —


Enganchó su pulgar hacia Alex—. Estabas con él, ¿verdad?

Alex asintió, sintiendo que se le encogía el estómago.

—Y tú eres la chica mágica que puede ver a los Grises. ¿Él ha estado dando
vueltas?

—No —dijo Alex. Y North no lo había visto al otro lado. Darlington estaba vivo
en alguna parte y regresaba a casa esta noche.

—Un don tan extraordinario —dijo Amelia. Tenía el cabello espeso de color
marrón miel que caía justo debajo de la barbilla y llevaba un conjunto azul marino sobre
vaqueros almidonados—. Lethe tiene suerte de tenerte.

—Sí —dijo Sandow amablemente—. La tenemos.

Josh Zelinski sacudió la cabeza. —Loco. ¿Están todos flotando por ahí? ¿Hay
Grises aquí ahora?

Alex tomó un largo sorbo de su vino. —Síp. Uno tiene su mano sobre tu trasero.

Zelinski se dio la vuelta. Sandow parecía dolido.

Pero Michelle se echó a reír. —Darlington debe haberse molestado tanto cuando
descubrió lo que puedes hacer.

Sandow se aclaró la garganta. —Gracias por venir —dijo—. Todos ustedes. Esta
es una situación difícil y sé que están todos ocupados.

«No es una jodida reunión del cómite», Alex quería gritar. «Él desapareció.»
Michelle volvió a llenar su copa de vino. —No puedo decir que me sorprendió
recibir la llamada.

—¿No?

—Siento que pasé la mayor parte del primer año de Darlington asegurándome de
que no se suicidó ni prendió fuego a algo. Donde quiera que esté, probablemente esté
encantado de que las cosas finalmente se hayan vuelto emocionantes por aquí.

Sandow se rio entre dientes. —Apostaré a eso.

Alex sintió una punzada de irritación. No le gustaba que Sandow y Michelle


compartieran una sonrisa sobre Darlington. Él se merecía algo mejor.

—¿Es un buscador de sensaciones? —preguntó Amelia, sonando un poco


emocionada.

—No exactamente —dijo Michelle—. Siempre estaba listo para saltar. Se creía
un caballero, un niño parado en la puerta del inframundo con una espada en la mano.

Alex se había burlado cada vez que Darlington se describía a sí mismo o a Lethe
de esa manera. Pero no se sentía tonto ahora, no cuando pensaba en Tara, en drogas
como Mérito, en chicos como Blake. Las Casas del Velo tenían demasiado poder, y las
reglas que habían establecido tenían que ver con controlar el acceso a ese poder, para
limitar el daño que podía hacer.

—¿No es eso lo que somos? —dijo Alex antes de que pudiera detenerse—. ¿Somos
los pastores y todo eso?

Michelle se rio de nuevo. —¿No me digas que él también te atrapó? —Ella pasó
su brazo por el de Sandow mientras salían de la cocina, seguidos por Zelinski y Amelia—
. Ojalá hubiera podido venir antes y ver este lugar a la luz del día. Hizo tanto trabajo
para lograrlo.

La mano de Dawes rozó la de Alex, sorprendiéndola. Era una cosa pequeña, pero
Alex dejó que sus nudillos hicieran lo mismo. Darlington tenía razón sobre la necesidad
de Lethe, sobre por qué estaban allí. No eran solo policías de centros comerciales que
mantenían en fila a un grupo de niños rebeldes. Se suponía que eran detectives, soldados.
Michelle y Sandow no lo entendían.

«¿Yo?» Alex se preguntó. ¿Cómo había pasado de apenas creer a ser guerrera
santa? ¿Y qué iba a suceder cuando llevaran a Darlington de vuelta a su mundo desde
donde él se había estado enfriando los talones?

Tal vez su trabajo en el caso de Tara Hutchins sería una marca a su favor, pero
dudaba mucho que él solo dijera: «Vaya manera de tomar la iniciativa; Todo está perdonado.»
Ella le diría que lo sentía, que no sabía lo que Hellie pretendía esa mañana en la Zona
Cero. Ella le diría lo que tuviera que decir y se aferraría a esta vida con ambas manos.

—¿Dónde creemos que está? —preguntó Michelle mientras subían las escaleras
hasta el segundo piso.

—No lo sabemos. Pensé que usaríamos una invocación de sabueso. —Sandow


parecía casi satisfecho de sí mismo. Alex a veces olvidaba que el decano había estado en
Lethe y que también había sido bastante bueno en eso.

—¡Muy agradable! ¿Qué estamos usando para su aroma?

—Las escrituras de Black Elm.

—¿Fueron vinculadas por Aureliano?

—No que yo sepa —dijo Amelia—. Pero podemos activar el lenguaje para
convocar a los firmantes.

—¿Desde cualquier lugar? —preguntó Michelle.

—Desde cualquier lugar —dijo Zelinski con aire de suficiencia.

Revisaron una larga descripción de la mecánica del contrato y cómo debería


funcionar la convocatoria siempre que el compromiso con el contrato se hiciera de buena
fe y las partes tuvieran alguna conexión emocional con el acuerdo.

Alex y Dawes intercambiaron una mirada. Al menos de eso podían estar seguros:
Darlington amaba Black Elm.
El salón de baile del segundo piso había sido iluminado con linternas en los
cuatro puntos cardinales. Las colchonetas de ejercicios y el equipo de Darlington se
habían colocado a un lado.

—Este es un buen espacio —dijo Zelinski, bajando la cremallera de su mochila.


Él y Amelia sacaron cuatro objetos envueltos en algodón.

—¿No necesitamos a alguien para abrir un portal? —Alex le susurró a Dawes,


mirando a Josh desenvolver el algodón para revelar una gran campana de plata.

—Si Sandow tiene razón y Darlington está atrapado entre mundos o en algún
tipo de espacio de bolsillo, entonces la activación de las escritura debería crear suficiente
atracción para traerlo a nosotros.

—¿Y si no es así?

—Entonces tendremos que involucrar a Pergamino y Llave en la próxima luna


nueva.

Pero, ¿y si los Cerrajeros hubieran sido los que crearon el portal en el sótano esa
noche? ¿Y si querían que Darlington no volviera?

—Alex —llamó Sandow—, por favor, ven y ayúdame a hacer las marcas. —Alex
se sintió extraña protegiendo el círculo, como si de alguna manera hubiera caído hacia
atrás en el tiempo y se hubiera convertido en la Dante de Sandow.

—Dejaremos la puerta norte abierta —dijo—. Verdadero norte para guiarlo a


casa. Necesitaré que estés atenta a los Grises por tu cuenta. Tomaría el elixir de Hiram
pero... Tengo una edad en la que el riesgo es demasiado alto. —Parecía avergonzado.

—Puedo manejarlo —dijo Alex—. ¿Hay sangre involucrada? —Al menos quería
estar lista si se producía una inundación de Grises.

—No —dijo Sandow—. Sin sangre. Y Darlington plantó las fronteras de Black
Elm con especies protectoras. Pero sabes que un fuerte deseo puede atraer a los Grises,
y un fuerte deseo es lo que necesitamos para traerlo de vuelta.

Alex asintió y tomó su posición en el punto cardinal norte. Sandow tomó la punta
sur; Dawes y Michelle Alameddine se enfrentaron al este y al oeste. Con solo la luz de
las velas para dar forma al espacio, el salón de baile se sintió aún más vasto. Era una
habitación grande y fría, construida para impresionar hace mucho tiempo a la gente.

Amelia y Josh estaban parados en el centro del círculo con un fajo de papeles —
las escrituras de Black Elm— pero no tendrían nada que hacer a menos que la invocación
de Sandow funcionara.

—¿Estamos listos? —preguntó. Cuando nadie respondió, Sandow siguió


adelante, murmurando primero en inglés, luego en español, luego en un idioma
susurrante que Alex reconoció como holandés. ¿Era portugués el siguiente? El mandarín
lo siguió. Se dio cuenta de que estaba hablando los idiomas que Darlington sabía.

No estaba segura de si era su imaginación o si realmente escuchaba el ruido de


las patas, corriendo. Una invocación de sabuesos. Pensó en los sabuesos de Lethe, los
chacales sorprendentemente hermosos que Darlington le había expuesto ese primer día
en Il Bastone. «Te perdono», pensó. «Sólo ven a casa.»

Oyó un aullido repentino y luego el sonido muy distante de los ladridos.

Las velas se encendieron, sus llamas se tornaron de un verde vibrante.

—¡Lo hemos encontrado! —gritó Sandow con voz temblorosa. Parecía casi
asustado—. ¡Activa las escrituras!

Amelia tocó con una vela los papeles que yacían en el centro del círculo. La luz
verde se encendió y se elevó alrededor de las pilas. Arrojó algo a la llama y se encendió
en chispas brillantes como fuegos artificiales.

«Hierro», se dio cuenta Alex. Ella había visto un experimento así en una clase de
ciencias una vez.

Las palabras parecían flotar en la llama verde sobre el documento mientras las
limaduras de hierro chispeaban.

ES TESTIGO

QUE EL

DICHO CONCEDENTE
POR CONSIDERACIÓN

BUENA Y VALIOSA

DEFINITIVAMENTE

DEFINITIVAMENTE

Las palabras se enroscaron en sí mismas, subiendo en el fuego y desapareciendo


como humo.

Las llamas de las velas se dispararon aún más alto, luego chisporrotearon. El
fuego que cubría las escrituras se sacudió abruptamente. Los dejaron en la oscuridad.

Y entonces Black Elm cobró vida. De repente, los apliques en las paredes
brillaron, la música sonó por los altavoces en la esquina y los pasillos resonaron con el
sonido de un noticiero nocturno cuando en algún lugar de la casa se encendió un
televisor.

—¿Quién demonios dejó todas las luces encendidas? —dijo un anciano parado
fuera del círculo. Era terriblemente delgado, tenía el pelo desordenado en la cabeza y la
bata de baño colgando abierta para revelar un pecho demacrado y genitales arrugados.
Un cigarrillo colgaba de su boca.

No era agudo y claro como los Grises solían ser para Alex; se veía ... bueno, Gris.
Como si lo estuviera viendo a través de capas de gasa lechosa. «El velo.»

Sabía que estaba mirando a Daniel Tabor Arlington III. Un momento después se
había ido.

—¡Está funcionando! —gritó Josh.

—Usen las campanas —gritó Amelia—. ¡Llámenlo a casa!

Alex levantó la campana de plata a sus pies y vio a los demás hacer lo mismo.
Tocaron las campanas, el dulce sonido rodando sobre el círculo, sobre el estruendo de
la música y el caos de la casa.

Las ventanas se abrieron de golpe. Alex escuchó un chirrido de neumáticos y un


fuerte golpe en algún lugar debajo. A su alrededor, vio gente bailando; Un joven con un
gran bigote que se parecía claramente a Darlington pasó flotando, vestido con un traje
que parecía pertenecer a un museo.

—¡Alto! —gritó Sandow—. ¡Algo está mal! ¡Dejen de tocar!

Alex agarró el bajo de su campana, tratando de silenciarla, y vio que los demás
hacían lo mismo. Pero las campanas no dejaron de sonar. Podía sentir su campana aun
vibrando en su mano como si fuera golpeada, escuchar los repiques cada vez más fuertes.

Las mejillas de Alex se sintieron enrojecidas. La habitación había estado helada


momentos antes, pero ahora estaba sudando en su ropa. El olor a azufre llenaba el aire.
Oyó un gemido que pareció retumbar en el suelo: un profundo traqueteo. Recordó los
cocodrilos que llamaban desde las orillas del río en las tierras fronterizas. Lo que había
fuera, lo que había entrado en la habitación, era más grande. Mucho, mucho más
grande. Sonaba hambriento.

Las campanas estaban gritando. Sonaban como una multitud enojada, una
multitud a punto de causar violencia. Alex podía sentir las vibraciones haciendo que sus
palmas zumbaran.

Bum. El edificio se sacudió.

Bum. Amelia perdió el equilibrio, se aferró a Zelinski para mantener el equilibrio,


la campana cayendo de sus manos, aún sonando y sonando.

Bum. El mismo sonido que Alex había escuchado esa noche en la pronosticación,
el sonido de algo tratando de romper el círculo, romper su mundo. Esa noche, los Grises
en el quirófano habían perforado el Velo, astillando la barandilla. Había pensado que
estaban tratando de destruir la protección del círculo, pero ¿y si estaban tratando de
entrar? ¿Y si tenían miedo de lo que se avecinaba? Ese gruñido retumbante sacudió la
habitación de nuevo. Sonaba como las fauces de algo antiguo crujiendo al abrirse.

Alex se atragantó, luego vomitó, el olor a azufre era tan fuerte que podía
saborearlo, podrido en la boca.

«Asesina». Una voz, fuerte y clara, sobre las campanas, la voz de Darlington, pero
más profunda, gruñendo. Enojado. «Asesina» dijo.
Pues mierda. Ahí se acababa lo de que él mantuviera la boca cerrada.

Y entonces lo vio, cerniéndose sobre el círculo, como si no hubiera techo, ni tercer


piso, ni casa, un monstruo —no había otra palabra para decirlo— con cuernos y dientes
pesados, tan grande que su cuerpo corpulento se desdibujaba hacia el cielo nocturno. Un
jabalí. Un carnero. La cría, el cuerpo segmentado de un escorpión. Su mente saltó de
terror en terror, incapaz de darle sentido.

Alex se dio cuenta de que estaba gritando. Todos gritaban. Las paredes parecían
iluminadas por el fuego.

Alex podía sentir el calor en sus mejillas, desgarrando el vello de sus brazos.

Sandow avanzó hacia el centro del círculo. Bajó la campana y rugió: —¡Lapidea
est lingua vestra! —Abrió los brazos como si dirigiera una orquesta, con el rostro dorado
en las llamas. Se veía joven. Parecía un extraño—. Silentium domus vacuae audito! ¡Nemo
gratus accipietur!

Las ventanas del salón de baile explotaron hacia adentro, los cristales se
rompieron. Alex cayó de rodillas y se cubrió la cabeza con las manos.

Ella esperó, con el corazón palpitando en su pecho. Solo entonces se dio cuenta
de que las campanas habían dejado de sonar.

El silencio era suave contra sus oídos. Cuando Alex abrió los ojos, vio que las
velas habían vuelto a encenderse, bañando todo en un suave resplandor. Como si nada
hubiera sucedido, como si todo hubiera sido una gran ilusión, a excepción de los
guijarros de cristales rotos que cubrían el suelo.

Amelia y Josh estaban arrodillados, sollozando. Dawes estaba acurrucada en el


suelo con las manos cruzadas sobre la boca. Michelle Alameddine se paseaba de un lado
a otro, murmurando: —Santa mierda. Santa mierda Mierda.

El viento soplaba a través de las ventanas rotas, el olor del aire de la noche era
frío y dulce después del espeso olor a azufre. Sandow se quedó mirando hacia donde
había estado la bestia. Su camisa de vestir estaba empapada de sudor.
Alex se obligó a ponerse de pie y dirigirse hacia Dawes, con las botas crujiendo
sobre el vidrio.

—¿Dawes? —dijo ella, agachándose y poniendo una mano sobre su hombro—.


¿Pammie?

Dawes estaba llorando, las lágrimas formaban lentas y silenciosas huellas en sus
mejillas. —Se ha ido —dijo—. Realmente se ha ido.

—Pero lo escuché —dijo Alex. O algo que sonaba muy parecido a él.

—No entiendes —dijo Dawes—. Esa cosa...

—Fue una bestia infernal —dijo Michelle—. Estaba hablando con su voz. Eso
significa que lo consumió. Alguien lo dejó entrar a nuestro mundo. Lo dejó como una
cueva para que él entrara.

—¿Quién? —dijo Dawes, secándose las lágrimas de la cara—. ¿Cómo?

Sandow la rodeó con el brazo. —No lo sé. Pero vamos a averiguarlo.

—Pero si está muerto, entonces debería estar del otro lado —dijo Alex—. No lo
está. Él…

—Se ha ido, Alex —dijo Michelle. Su voz era áspera—. No está del otro lado. Él
no está detrás del velo. Fue devorado, alma y todo.

«No es un portal.» Eso fue lo que Darlington había dicho esa noche en el sótano de
Rosenfeld. Y ahora ella sabía lo que había querido decir, lo que había tratado de decir,
antes de que esa cosa se lo llevara. «No es un portal. Es una boca.»

Darlington no había desaparecido. Se lo habían comido.

—Nadie sobrevive a eso —dijo Sandow. Su voz era ronca. Se quitó las gafas y
Alex lo vio limpiarse los ojos—. Ningún alma puede soportarlo. Llamamos a un
poltergeist, un eco. Eso es todo.

—Se ha ido—dijo Dawes nuevamente.

Esta vez Alex no lo negó.


Recogieron las campanas de Aureliano y el decano Sandow dijo que haría
llamadas para cerrar las ventanas del salón de baile a la mañana siguiente. Estaba
empezando a nevar, pero ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto ahora. ¿Y
quién quedaba que se preocupara? El guardián de Black Elm, su defensor, nunca
volvería.

Salieron lentamente de la casa. Cuando entraron a la cocina, Dawes comenzó a


llorar más fuerte. Todo parecía tan increíblemente estúpido y esperanzador: las copas de
vino medio llenas, las verduras ordenadas, la olla de sopa esperando en la estufa.

Afuera, encontraron el Mercedes de Darlington chocado contra el Land Rover


de Amelia. Ese fue el accidente que Alex había escuchado, el auto de Darlington poseído
por cualquier eco que hubieran atraído a este mundo.

Sandow suspiró. —Llamaré a una grúa y esperaré contigo, Amelia. Michelle…

—Puedo llevar el auto a la estación.

—Lo siento, yo...

—Está bien —dijo. Parecía distraída, confundida, como si no pudiera hacer el


recuento de los números, como si ahora se hubiera dado cuenta de que en todos sus años
en Lethe había estado caminando al lado de la muerte.

—Alex, ¿puedes llevar a Dawes a casa? —preguntó Sandow.

Dawes se pasó la manga por la cara manchada de lágrimas. —No quiero ir a


casa.

—A Il Bastone, entonces. Me reuniré contigo tan pronto como pueda. Nosotros...


—Se detuvo—. No sé exactamente qué haremos.

—Claro —dijo Alex. Usó su teléfono para pedir un coche, luego rodeó a Dawes
con el brazo y la condujo por el camino de entrada después de Michelle.

Se quedaron en silencio junto a las columnas de piedra, Black Elm detrás de ellos,
la nieve reuniéndose a su alrededor.
El auto de Michelle vino primero. Ella no se ofreció a compartirlo, pero se volvió
hacia Alex cuando entró.

—Trabajo en regalos y adquisiciones en la Biblioteca Butler en Columbia —


dijo—. Si me necesitas.

Antes de que Alex pudiera responder, ella se metió dentro. El automóvil


desapareció lentamente por la calle, cauteloso en la nieve, sus luces traseras rojas se
redujeron a chispas.

Alex mantuvo su brazo alrededor de Dawes, temerosa de que ella pudiera


alejarse. Hasta este momento, hasta esta noche, todo había sido posible y Alex realmente
había creído que, de alguna manera, inevitablemente, tal vez no en esta luna nueva sino
en la próxima, Darlington regresaría. Ahora el hechizo de la esperanza se había roto y
ninguna cantidad de magia podía completarlo.

El chico dorado de Lethe se había ido.


Traducido por Alejandra122

—Te quedarás, ¿verdad? —preguntó Dawes mientras entraban al vestíbulo de Il


Bastone. La casa suspiró alrededor de ellas como si sintieran su tristeza. ¿Lo sabía (la
casa)? ¿Sabía desde el principio que Darlington nunca volvería?

—Por supuesto. —Estaba agradecida de que Dawes la quisiera ahí. No quería


estar sola o tratar de poner una cara alegre para sus compañeras. No podía fingir nada
por el momento. Aun así, no podía evitar buscar un poco de esperanza—.
Probablemente lo hicimos mal. Quizá Sandow metió la pata.

Dawes prendió las luces. —Tuvo casi tres meses para planearlo. Fue un buen
ritual.

—Bueno, tal vez se equivocó a propósito. Tal vez no quería que Darlington
volviera. —Sabía que se estaba aferrando a humo, pero era todo lo que tenía—. Si está
involucrado en el encubrimiento del asesinato de Tara, ¿crees que realmente quiere tener
a un guerrero como Darlington alrededor en lugar de mí?

—Pero tú eres una guerrera, Alex.

—Un guerrero más competente. ¿Qué fue lo que dijo Sandow para detener el
ritual?

—Tus lenguas están hechas de piedra; uso eso para silenciar las campanas

—¿Y el resto?

Dawes se deshizo de su bufanda y colgó su abrigo en el gancho. Se mantuvo de


espaldas a Alex cuando dijo: —Escucha el silencio de una casa vacía. Nadie será bienvenido.

La idea de que Darlington fuera vetado para siempre de Black Elm era horrible.
Alex se frotó los ojos cansados. —La noche de la pronosticación de Calavera y Huesos,
escuche a alguien, algo, golpeando la puerta para entrar justo en el momento que Tara
fue asesinada. Sonaba justo como esta noche. Quizás era Darlington. Tal vez vio que
estaba pasando con Tara y trató de advertirme. Si él…

Dawes ya estaba negando con la cabeza, su chongo suelto desenvolviéndose


alrededor de su cuello. —Escuchaste lo que dijeron. Eso… esta cosa se lo comió. —Sus
hombros se sacudieron y Alex se dio cuenta que estaba llorando de nuevo, agarrando su
abrigo colgado como si sin su apoyo se pudiera caer—. Se ha ido—. Las palabras
sonaron como un estribillo, una canción que se estarían repitiendo hasta que el luto
hubiera pasado.

Alex puso una mano sobre el brazo de Dawes. —Dawes…

Pero Dawes se paró derecha, inhaló profundamente, se limpió las lágrimas. —


Aunque, Sandow estaba equivocado. Técnicamente. Alguien podría sobrevivir a ser
consumido por una bestia del infierno. Solo que nadie humano.

—¿Qué podría, entonces?

—Un demonio.

«Muy por encima de nuestro rango salarial.»

Dawes respiró hondo, se estremeció y apartó el cabello de su rostro, rehaciendo


su chongo. —¿Crees que Sandow quiera café cuando llegue aquí? —preguntó mientras
tomaba sus audífonos de la alfombra del salón—. Quiero trabajar un rato.

—¿Cómo va eso?

—¿La disertación? —Dawes parpadeó lento, volteó a ver sus audífonos en la


mano, como si se preguntara como llegaron ahí—. No tengo idea.

—Ordenaré pizza —dijo Alex—. Seré la primera en bañarme. Ambas apestamos.

—Abriré una botella de vino.

Alex estaba a media escalera cuando escuchó que alguien tocaba la puerta. Por
un segundo, creyó que podía ser el decano Sandow. Pero ¿por qué tocaría? En los seis
meses que llevaba siendo parte de Lethe, nadie tocaba en Orange.
—Dawes… —empezó a decir.

—Déjame entrar. —Una voz de hombre, fuerte y enojada a través de la puerta.

Los pies de Alex la habían llevado hasta la base de las escaleras antes de que lo
notara. «Compulsión.»

—¡Dawes, no! —gritó. Pero Dawes ya estaba abriendo la puerta.

La cerradura hizo clic y la puerta se abrió de golpe. Dawes fue arrojada contra la
barandilla, sus audífonos volaron de sus manos. Alex escuchó un fuerte crac cuando su
cabeza chocó con la madera.

Alex no dejó de pensar. Recogió los audífonos de Dawes y los puso sobre sus
oídos, usando sus manos para mantenerlos bien adheridos a su cabeza mientras corría
por las escaleras. Miró hacia atrás solo una vez para ver a Blake Keely: el hermoso Blake
Keely, los hombros de su abrigo de lana espolvoreados de nieve, como si hubiera salido
de las páginas de un catálogo. Pasó sobre el cuerpo de Dawes, sus ojos fijos en Alex.

«Dawes estará bien», se dijo a si misma. «Tiene que estar bien. No puedes ayudarla si
pierdes el control.»

Blake estaba usando Poder Estelar o algo como eso. Alex había sentido la
atracción en su voz a través de la puerta. Era la única razón por la que Dawes había
quitado el seguro.

Se lanzó hacia la armería, marcando el número de Turner en su teléfono, golpeó


su mano contra el viejo panel estéreo en la pared junto a la biblioteca, esperando que por
una vez cediera. Tal vez la casa estaba peleando de su lado, porque la música retumbó
en los pasillos más fuerte y claro de lo que la había escuchado antes. Si Darlington
siguiera por ahí, hubiera sido Purcell o Prokofiev. En lugar de eso, era lo último que
Dawes había escuchado: si Alex no hubiera estado tan asustada, se habría reído a
medida que el trino de Morrissey y el sonido de las guitarras llenaban el aire.

Las palabras se amortiguaban por los audífonos, el sonido de su propia


respiración sonaba fuerte en sus oídos. Se precipitó dentro de la armería, abriendo las
gavetas. Dawes estaba abajo y sangrando. Turner estaba lejos. Y Alex no quería pensar
en lo que Blake podría hacerle, que podía hacerle hacer. ¿Se vengaría de lo que le había
hecho? ¿Había descubierto quien era y de alguna forma la había seguido hasta aquí?¿O
había sido Tara quien lo había traído a su puerta? Alex había estado tan enfocada en las
sociedades que no se había percatado de otro sospechoso justo frente a ella: un chico
lindo con un corazón podrido al que no le gustaba la palabra “no”.

Necesitaba un arma, pero nada en la armería estaba hecho para pelear con un
cuerpo humano, vivo, mejorado con super carisma.

Alex miró sobre su hombro. Blake estaba justo detrás de ella. Estaba diciendo
algo, pero afortunadamente no podía oírlo sobre la música. Metió la mano dentro de las
gavetas, buscando cualquier cosa pesada que pudiera lanzarle. Ni siquiera estaba segura
del valor de las cosas que le estaba lanzando. Un astrolabio. Un pisapapeles brillante
con un mar congelado en su interior.

Blake los apartó hacia los lados y la agarró por la nuca. Era fuerte por el lacrosse
y la vanidad. Le arrancó los audífonos de los oídos. Alex gritó tan fuerte como pudo y
le araño la cara. Blake chilló y ella huyó por el pasillo. Había peleado con monstruos
antes. Había ganado. Pero no sola. Necesitaba salir, lejos de los pabellones, conde
pudiera aprovechar la fuerza de North o encontrar algún otro Gris que la ayudara.

La casa parecía estar tarareando, zumbando su ansiedad. Un extraño está aquí.


Un asesino está aquí. Las luces crujían y parpadeaban, la estática del estéreo aumentaba.

—Cálmate —Alex le dijo a la casa, mientras corría por el pasillo, de regresó a las
escaleras—. Estas muy vieja para esta mierda.

Pero la casa seguía zumbando y sacudiéndose.

Blake la tacleó por detrás. Golpeó el suelo con fuerza. —Quieta —canturreó en
su oído.

Alex sintió sus extremidades bloquearse. No solo se dejó de mover: estaba feliz
de hacerlo, encantada, en realidad. Estaría perfectamente quieta, quieta como una
estatua.

—¡Dawes! —gritó.
—Cállate—dijo Blake.

Alex cerró los labios. Estaba feliz de tener la oportunidad de hacer esto para él.
Lo merecía. Merecía todo.

Blake la giró y se paró. Elevándose sobre ella. Lucía imposiblemente alto, su


cabeza dorada y despeinada enmarcada por el artesonado del techo.

—Arruinaste mi vida —dijo. Levantó su pie y puso su bota sobre su pecho—. Tú


me arruinaste. —Una parte de ella gritaba, «Corre. Apártalo de ti. Haz algo.» Pero era una
voz distante, perdida en el zumbido satisfecho de la sumisión. Estaba tan, pero tan feliz
de obedecer.

Blake presionó con su bota y Alex sintió sus costillas doblarse. Él era grande,
noventa kilos de músculo, y todo parecía estar justo encima de su corazón. La casa se
sacudía histéricamente, como si pudiera sentir el llanto de sus huesos. Alex escuchó una
mesa caerse en alguna parte, platos cayendo de las estanterías. Il Bastone le daba voz a
su miedo.

—¿Qué te dio el derecho? —dijo—. Respóndeme.

Él le había dado permiso.

—Mercy y cada chica antes de ella —escupió Alex, incluso cuando su mente
rogaba por otra orden, otra forma de complacerlo—. Ellas me dieron el derecho.

Blake levantó su bota y la bajó con fuerza. Alex gritó, el dolor explotando dentro
de ella.

En ese mismo momento las luces se apagaron. El estéreo junto con ellas, la
música se desvanecía, dejándolos en la oscuridad, en silencio, como si Il Bastone hubiera
muerto a su alrededor.

En el silencio, escuchó a Blake gritar. Su mano izquierda apretada en un puño,


como si se preparara para atacarla. Pero la luz de las farolas que se filtraba a través de
las ventanas iluminó algo plateado en su otra mano. Una cuchilla.

—¿Puedes estar callada? —preguntó—. Dime que puedes estar callada.

—Puedo estar callada —dijo Alex.


Blake se rio, esa risita aguda que recordaba del video. —Eso fue lo que dijo Tara.

—¿Qué te dijo? —susurró Alex—. ¿Qué fue lo que hizo para hacerte enojar?

Blake se agachó. Su cara aun hermosa, cortada en líneas agudas, casi angelicales.
—Ella pensó que era mejor que mis otras chicas. Pero todas reciben lo mismo de Blake.

¿Había sido tan estúpido como para usar el Mérito en Tara?¿Se daría cuenta ella
para que lo estaba usando?¿Lo había amenazado?¿Algo de esto importaba ahora? Alex
iba a morir. Al final, no había sido ni más inteligente ni más capaz de defenderse que
Tara.

—¿Alex? —La voz del decano Sandow venía de abajo en alguna parte.

—¡No venga! —gritó—. ¡Llame a la policía! Tiene…

—¡Cierra la maldita boca! —Blake volvió a levantar su pie y la golpeó fuerte en


un costado. Alex se calló.

Era muy tarde de cualquier forma. Sandow estaba en la parte superior de las
escaleras, su expresión desconcertada. Desde su lugar en el suelo, Alex lo vio registrarla
sobre su espalda, Blake sobre ella, el cuchillo en su mano.

Sandow se abalanzó, pero fue demasiado lento.

—¡Detente! —espetó Blake.

El decano se puso rígido, casi tropezando.

Blake se giró hacia Alex, una sonrisa esparciéndose por sus labios. —¿Es un
amigo tuyo? ¿Debería hacer que se lazara a si mismo por las escaleras?

Alex guardó silencio. Él le había dicho que se callara y ella solo quería hacerlo
feliz, pero su mente estaba dando patadas de mula contra su cráneo. Todos iban a morir
era noche.

—Ven aquí —dijo Blake. Sandow avanzó ansioso, sus pasos como saltos. Blake
meneo su cabeza hacia Alex—. Quiero que me hagas un favor.

—Cualquier cosa que pueda hacer para ayudar —dijo Sandow, como si invitara
a un prometedor nuevo estudiante en horas de oficina.
Blake le extendió el cuchillo. —Apuñálala. Apuñálala en el corazón.

—Será un placer. —Sandow tomó el cuchillo y se sentó a horcajadas sobre Alex.

Un viento frío soplaba a través de la casa desde la puerta abierta. Alex lo sintió
en su sonrojado rostro. No podía hablar, no podía pelear, no podía correr. Detrás de
Sandow, se veían la parte superior de la puerta abierta y el camino de ladrillos. Alex
recordó el primer día que Darlington la había traído. Recordó el silbido de Darlington.
Recordó a los chacales, sabuesos espirituales, destinados a servir a los delegados de
Lethe.

«Somos los pastores.»

La mano de Alex yacía contra las baldosas. Podía sentir la madera fía y pulida
bajo su palma. «Por favor, le rogaba a la casa en silencio. «Soy una hija de Lethe, y el lobo
está en la puerta.»

Sandow levantó el cuchillo por encima de su cabeza. Alex separó los labios: no
hablaba, no decía nada; y desesperadamente, sin esperanzas, silbó. «Envíame los
sabuesos.»

Los chacales irrumpieron a través de la puerta principal en manada, gruñendo y


mordiendo. Corrieron por las escaleras, garras traqueteaban, patas resbalaban. «Muy
tarde.»

—Hazlo —dijo Blake.

Sandow bajó el cuchillo. Algo se estrelló contra él, alejándolo de Alex. De repente
el pasillo se llenó de chacales pisoteándola en una masa que gruñía. Uno de ellos chocó
con Blake. El peso de sus cuerpos sofocó a Alex, quien gritaba por el golpeteo de las
patas en sus huesos rotos.

Estaban alborotados por la emoción y la sed de sangre, aullando y mordiendo.


Alex no tenía idea de cómo controlarlos. No había habido razón para invocarlos. Eran
un desastre de caninos relucientes y encías negras con hocicos espumosos. Intentó
levantarse, alejarse. Sintió mandíbulas cerrándose en su costado y grito al sentir como
se encajaban los largos dientes en su piel.
Sandow gritó una serie de palabras que no entendió y Alex sintió como se abrían
las mandíbulas, sangre caliente emergiendo de las heridas. Su visión tornándose oscura.

Los chacales retrocedieron. Alejándose sigilosamente por las escaleras, chocando


entre sí, se acurrucaron contra la barandilla, quejándose suavemente, sus mandíbulas
chasqueando en el aire.

Sandow yacía sangrando en el corredor a su lado; su pantalón estaba rasgado.


Podía ver que las fauces de los chacales habían atravesado su fémur, el hueso blanco que
sobresalía brillaba como un tubérculo pálido. La sangre brotaba de su pierna. Estaba
jadeando, hurgando en su bolsillo, tratando de encontrar su teléfono, pero sus
movimientos eran lentos, débiles.

—¿Decano Sandow? —jadeó ella.

Su cabeza cayó sobre sus hombros. Ella vio el teléfono resbalar de sus dedos y
caer en la alfombra.

Blake se arrastraba hacia ella. También estaba sangrando. Vio donde los chacales
habían hundido sus dientes en la carne de sus bíceps, su muslo.

Se impulsó hasta quedar junto a ella, descansando sobre ella como un amante.
Su mano aun apretada en un puño. La golpeó una, dos veces. La otra mano se deslizó
en su cabello.

—Come mierda —susurró él contra su mejilla. Se sentó, apretó su cabello entre


sus dedos y golpeó su cráneo contra el suelo. Estrellas explotaron detrás de sus ojos. La
levantó de nuevo, tirando de su cabello, inclinando su barbilla hacia atrás—. Come
mierda y muere.

Alex escuchó un ruido sordo y húmedo, y se preguntó si su cabeza se había


partido en dos. Luego Blake cayó de frente sobre ella. Ella lo empujó, arañando contra
su pecho, su peso era imposible, finalmente lo rodó lejos de ella. Tocó con su mano la
parte de atrás de su cabeza. No había sangre. No había herida.

No podía decir lo mismo de Blake. Un lado de su perfecta cara era un cráter rojo
ensangrentado. Le habían aplastado la cabeza. Dawes estaba parada sobre él, llorando.
En sus manos aferraba el busto de Hiram Bingham III, santo patrono de Lethe, su severo
perfil cubierto con sangre y pedacitos de hueso.

Dawes dejó que el busto se resbalara de sus dedos. Golpeo la alfombra y giró a
su costado. Le dio la espalda a Alex, cayó de rodillas y vomitó.

Blake Keely tenía la mirada fija en el techo, sus ojos blanquecinos y ciegos. La
nieve se había derretido de su abrigo, y la lana brillaba como algo mucho más fino. Lucía
como un príncipe caído.

Los chacales bajaron por las escaleras, desvaneciéndose a través de la puerta


abierta. Alex se preguntó a donde irían, que era aquello que pasaban horas cazando.

En algún lugar a lo lejos, escuchó lo que podía ser una sirena, o algo perdido
aullando en la oscuridad.
Traducido SOS por Azhreik

Cuando Alex despertó, creyó que estaba de vuelta en el hospital de Van Nuys.
Las paredes blancas, los pitidos de las máquinas. Hellie estaba muerta. Todos estaban
muertos. Y ella iba ir a la cárcel.

La ilusión fue fugaz. El dolor ardiente en la herida de su costado la trajo de vuelta


al presente. El horror de lo que había sucedido en Il Bastone regresó en un borrón rápido:
destello de luces rojas, Turner y los policías inundando las escaleras. Los uniformes le
habían hecho tener un ataque de pánico, pero entonces… «¿Cuál es tu nombre, niña?
Háblame. ¿Puedes contarme qué sucedió? Estás bien ahora. Estás bien.» Que gentilmente le
hablaban. Que gentilmente la trataban. Escuchó a Turner decir: «Es una estudiante, una
de primer año.» Palabras mágicas. Yale cayendo sobre ella, velo y escudo. Ten coraje, nadie
es inmortal. Tanto poder en unas pocas palabras, un encantamiento.

Alex apartó sus mantas y tironeó de su bata de hospital. Cada movimiento dolía.
Su costado había sido suturado y estaba cubierto de vendajes. Tenía la boca seca y como
algodón.

Una enfermera entró con una gran sonrisa en la cara mientras se frotaba
desinfectante para manos entre las palmas. —¡Estás despierta! —dijo alegremente.

Alex leyó el nombre en la placa unida a su uniforme y sintió que un escalofrío la


sobrecogía. Jean. ¿Era esta Jean Gatdula? La mujer que Calavera y Huesos había pagado
para que se encargara de Michael Reyes, que se encargara de todas sus víctimas para las
pronosticaciones? No podía ser una coincidencia.

—¿Cómo estás, dulzura? —preguntó la enfermera—. ¿Qué tal el dolor?


—Estoy bien —mintió Alex. No deseaba que la doparan—. Solo un poco
atontada. ¿Pamela Dawes está aquí? ¿Está bien?

—En otra habitación en este corredor. La están tratando por conmoción. Sé que
ambas han atravesado esto, pero ahora tienes que descansar.

—Eso suena bien —dijo Alex, dejando que sus párpados se cerraran—. ¿Podría
tomar un poco de jugo?

—Puedes apostarlo —dijo Jean—. Volveré antes que te des cuenta.

Tan pronto la enfermera se marchó, Alex se forzó a sentarse y deslizarse de la


cama. El dolor la obligó a respirar superficialmente, y el sonido de su propio jadeo la
hizo sentir como un animal atrapado en una trampa. Necesitaba ver a Dawes.

Estaba unida a su intravenosa, así que la llevó con ella, empujándolo a su lado,
agradecida por el apoyo. La habitación de Dawes estaba al final del pasillo. Estaba
sentada en su cama de hospital encima de las mantas, vestida con ropa deportiva. Era
demasiado grande para ella y de color azul oscuro, pero por lo demás habrían encajado
perfectamente en su uniforme de estudiante de posgrado.

Dawes giró la cabeza en la almohada. No dijo nada cuando vio a Alex, solo se
movió al borde de la cama para dejar espacio.

Cuidadosamente, Alex se subió a la cama y se recostó junto a ella. Apenas había


espacio para ambas, pero no le importaba. Dawes estaba bien. Ella estaba bien. De
alguna forma habían sobrevivido a esto.

—¿El decano? —preguntó.

—Está estable. Lo enyesaron y lo llenaron de sangre.

—¿Cuánto tiempo hemos estado aquí?

—No estoy segura. Me sedaron. Creo que al menos un día.

Durante un largo tiempo, yacieron en silencio, los sonidos del hospital se


filtraban por el pasillo hasta ellas, las voces en la estación de las enfermeras, los clic y
zumbidos de las máquinas.
Alex se estaba quedando dormida cuando Dawes dijo: —Ellos van a cubrirlo
todo, ¿no es cierto?

—Sí. —Jean Gatdula era una señal clara de eso. Lethe y las otras sociedades
usarían cada gramo de su influencia para asegurarse que los verdaderos detalles de la
noche nunca salían a la luz—. Salvaste mi vida. De nuevo.

—Maté a alguien.

—Mataste a un depredador.

—Sus padres van a saber que fue asesinado.

—Incluso los cocodrilos tienen padres, Dawes. Eso no los detiene de morder.

—¿Ya terminó? —preguntó Dawes—. Quiero… normalidad.

«Si alguna vez la encuentras, házmelo saber.»

—Creo que sí —dijo Alex. Dawes se merecía alguna clase de consuelo, y era todo
lo que ella podía ofrecer. Al menos todo este desastre se desataría. Blake sería el hilo que
lo desharía todo. Las drogas. Las mentiras. Habría alguna clase de recalibración entre
las casas del Velo.

Alex debió haberse quedado dormida, porque despertó con un sobresalto cuando
Turner entró empujando la silla del decano Sandow a la habitación. Se sentó demasiado
rápido y siseó ante el dolor, luego empujó suavemente a Dawes, quien se despertó
grogui.

Sandow lucía exhausto, su piel apergaminada y casi ceniza. Su pierna estaba


extendida en un yeso. Alex recordaba ese pincho blanco de hueso sobresaliendo de su
muslo y se preguntó si debería disculparse por invocar a los chacales. Pero si no lo
hubiera hecho, ella estaría muerta, y el decano Sandow sería un asesino… y muy
probablemente también estaría muerto. ¿Cómo habían explicado estas heridas a la
policía? ¿A los doctores que las habían suturado? Tal vez no habían tenido que explicar.
Tal vez un poder como Lethe, poder como el de las sociedades, como el decano de la
Universidad de Yale, hacía innecesarias las explicaciones.
El detective Abel Turner lucía tan refrescante como siempre, vestido en un traje
color carbón y una corbata malva. Se sentó en el extremo del gran reclinado metido en
la esquina para los huéspedes que pasaban la noche.

Alex se dio cuenta que esta era la primera vez que habían estado todos juntos en
una habitación: Oculus, Dante, Centurión y el decano. Solo faltaba Virgilio. Tal vez si
hubieran iniciado el año de esta forma, las cosas habrían ido diferente.

—Supongo que debería iniciar con una disculpa —dijo Sandow. Su voz sonaba
cansada—. Ha sido un año duro. Un par de años duros. Deseaba mantener la muerte de
esa pobre chica lejos de Lethe. Si hubiera sabido sobre Mérito, los experimentos de
Pergamino y Llave… pero no quería preguntar, ¿verdad?

Dawes se removió en la cama estrecha. —¿Qué va a suceder?

—El cargo de asesinato contra Lance Gressang será retirado —dijo Turner—.
Pero todavía enfrentará cargos por venta y posesión. Él y Tara estaban vendiendo
psicotrópicos a Pergamino y Llave, posiblemente a Manuscrito, y dimos un vistazo al
teléfono de Blake Keely. Alguien se metió allí a borrar un montón de archivos grandes
recientemente. —Alex mantuvo la cara en blanco—. Pero los correos de voz fueron
esclarecedores. Tara descubrió lo que Mérito podía hacer y para lo que la estaba usando
Blake. Estaba amenazando con contárselo a la policía. No sé si Blake temía más el
chantaje o ser expuesto, pero había rencor entre ellos.

—¿Así que la mató?

—Hemos estado entrevistando a muchos de los amigos y asociados de Blake


Kelly —intervino Turner—. No era alguien a quien le agradaran las mujeres. Podía
haber estado experimentando con algunas cosas o utilizado drogas en persona. Su
comportamiento últimamente ha sido realmente bizarro.

Bizarro. Como comer los contenidos de un retrete atascado. Pero el resto tenía
algo de sentido. Blake apenas veía a las chicas que utilizaba como humanas. Si Tara
había desafiado su control, tal vez el salto al asesinato no había sido algo grande.
Cuando Alex había revivido la muerte de Tara, había sido la cara de Lance la que vio
por encima de ella, y había asumido que era un hechizo disfrazando al asesino real. Pero
¿qué tal si Blake de alguna forma había drogado a Tara con Mérito y sencillamente le
ordenó que viera la cara de Lance? ¿La droga era tan poderosa?

Algo más le molestaba. —Blake me dijo que él no mató a Tara.

—Claramente estaba desquiciado cuando te atacó… —dijo Sandow.

—No —dijo Alex—. Cuando… —Cuando había estado buscando venganza por
lo que él le hizo a Mercy—. Unos días antes. Estaba bajo compulsión.

Turner entrecerró los ojos. —¿Lo estabas interrogando?

—Tenía una oportunidad y la aproveché.

—¿Es el momento de criticar los métodos de Alex? —preguntó Dawes bajito.

Alex le dio un golpe al hombro de Dawes con el propio. —Excelente punto.


Ninguno de ustedes habría visto más allá de Lance si yo no hubiera sido una tachuela
en su culo.

Turner se rio. —Aun llegas lanzando golpes, Stern.

Sandow soltó un suspiro adolorido. —Así es.

—Pero no se equivoca —dijo Dawes.

—No —dijo Sandow, escarmentado—. No se equivoca. Pero Blake tal vez creía
en su propia inocencia. Tal vez no recordaba cometer el crimen si estaba bajo la
influencia cuando sucedió. O podría haber estado intentando complacer a quien
estuviera haciendo la compulsión. La compulsión es complicada.

—¿Qué hay del gluma que fue tras de mí? —preguntó Alex.

—No lo sé —dijo Sandow—. Pero sospecho que quien sea que enviara ese…
monstruo por Darlington envió el gluma tras de ti también. No deseaban que Lethe
investigara.

—¿Quién? —exigió Alex—. ¿Colin? ¿Kate? ¿Cómo consiguieron un gluma? —


¿Habían utilizado deliberadamente un monstruo que lanzaría las sospechas sobre Libro
y Serpiente?
«Me pediste que te dijera en qué te estabas metiendo. Ahora lo sabes.» Eso es lo que
Darlington había dicho después de desatar los chacales sobre ella. Pero ¿él sabía? ¿Había
comprendido que su propia inteligencia, su amor por Lethe y su misión, dibujaría un
blanco en su espalda?

—Lo descubriremos —dijo Sandow—. Te lo prometo, Alex. No descansaré hasta


que esté hecho. Colin Khatri ha sido interrogado. Es claro que él y Tara estaban
experimentando juntos. Con magia de portal, hechizos de dinero, cosas muy peligrosas.
No es aparente quién fue el instigador, pero Tara deseaba ir más profundo y no dejaría
que Colin pusiera el freno, no si él y la sociedad deseaban más de la… asistencia que ella
proveía.

Porque Tara había tenido una probada de algo más. Había atisbado verdadero
poder y sabía que era su única oportunidad de tomarlo.

—Esencialmente lo estaba extorsionando —dijo Sandow—. Todo eso una


desgracia… y todo sucediendo bajo mis narices. —Se encorvó en su silla de ruedas.
Lucía viejo y gris—. Estabas en peligro y no te protegí. Mantenías el espíritu de Lethe
vivo, y yo estaba tan enfocado en la desaparición de Darlington, o intentando parecer
que todo estaba bien, en mantener una ilusión para el alumnado. Fue… es vergonzoso.
Tu tenacidad es un crédito para Lethe, y tanto Turner como yo lo diremos en nuestros
reportes al comité.

—¿Y qué consigue ella por las molestias? —preguntó Dawes, con los brazos
cruzados—. Estaba tan ansioso por lavarse las manos del asesinato de Tara, que Alex
casi murió dos veces.

—Tres veces —notó Alex.

—Tres veces. Debería obtener algo por eso.

Alex elevó las cejas. ¿Desde cuándo Dawes era parte extorsionadora?

Pero Sandow asintió. Este era el mundo del quid pro quo.

«Ves, Darlington? » pensó Alex. «Incluso yo conozco un poco de latín.».


Turner se levantó. —Cualquier mierda que se les ocurra, no quiero escucharla.
Pueden adornarlo con palabras, pero Blake Keely, Colin Khatri, Kate Masters… son
niños ricos emborrachándose y chocando un auto deportivo que no deberían manejar,
contra un árbol. —Le dio al hombro de Alex un ligero apretón al salir—. Me alegra que
nadie te atropellara. Intenta que no te pateen el culo por una o dos semanas.

—Intenta no comprar ningún traje nuevo.

—No prometo nada.

Alex lo observó marcharse. Deseaba decir algo para llamarlo de vuelta, para
hacerlo quedarse. El chico bueno Turner con su placa brillante. Sandow estaba
mirándose las manos unidas como si estuviera concentrándose en un truco de magia
particularmente difícil. Tal vez separaría las manos y liberaría una paloma.

—Sé que este semestre ha sido complicado —dijo al fin—. Es posible que pudiera
ayudarte con eso.

Alex olvidó a Turner y el dolor abrasador en su costado. —¿Cómo?

Él se aclaró la garganta. —Podría, posiblemente, asegurarme que pases tus clases.


No creo que sería sabio ir demasiado lejos, pero…

—Un promedio de 3.5 sería suficiente —dijo Dawes.

Alex sabía que debería decir que no, que deseaba ganárselo. Es lo que Darlington
haría, lo que Dawes haría, probablemente lo que Mercy y Lauren harían. Pero Tara diría
que sí. La oportunidad era una oportunidad. Alex podía ser honesta el próximo año.
Aun así… Sandow había aceptado demasiado rápido. ¿Cuáles eran exactamente los
términos de este trato?

—¿Qué va a suceder a Pergamino y Llave? —preguntó Alex—. ¿A Manuscrito?


¿A todos esos imbéciles?

—Habrá acción disciplinaria. Multas considerables.

—¿Multas? Intentaron matarme. Prácticamente mataron a Darlington.

—La Fundación de cada Casa del Velo ha sido contactada, y se realizará una
reunión en Manhattan.
Una reunión. Con un arreglo de asientos. Tal vez algo de ponche de nieve de
menta. Alex sintió que una ira salvaje crecía en su interior. —Dígame que alguien va a
pagar por lo que hicieron.

—Ya veremos —dijo Sandow.

—¿Ya veremos?

Sandow levantó la cabeza. Sus ojos eran feroces, iluminados por el mismo fuego
que ella había visto cuando él se encaró con un sabueso infernal la noche de luna nueva.
—¿Crees que no sé de lo que se están librando? ¿Crees que no me importa? Mérito ha
sido compartido como si fueran dulces. Magia de portal revelada a forasteros y utilizada
por uno de ellos para atacar a un delegado de Lethe. Manuscrito y Pergamino y Llave
deberían, ambos, ser despojados de sus tumbas.

—¿Pero Lethe no actuará? —preguntó Dawes.

—¿Y destruir a dos más de las Ancestrales Ocho? —Su voz era amarga—.
Seguimos con vida por sus contribuciones, y no son Aureliano o San Elmo de quienes
estamos hablando. Son las dos Casas más fuertes. Sus alumnos son increíblemente
poderosos y ya están pidiendo clemencia.

—No lo comprendo —dijo Alex. Debería sencillamente olvidarlo todo, aceptar


su aumento de promedio y alegrarse de estar viva. Pero no podía—. Tenían que saber
que algo como esto sucedería eventualmente. Turner tiene razón. Tunean el coche, les
dan las llaves. ¿Por qué dejar la magia, todo este poder, a un montón de niños?

Sandow se encorvó aún más en su silla, el fuego lo abandonó. —La juventud es


un recurso desperdiciado, Alex. Los exalumnos necesitan a las sociedades; una red
completa de contactos y cohortes dependen de la magia a la que ellos pueden acceder.
Es por eso que los alumnos regresan aquí, porqué los fideicomisos mantienen las tumbas.

—Así que nadie paga —dijo Alex. Excepto Tara. Excepto Darlington. Excepto
ella y Dawes. Tal vez eran caballeros, lo bastante valiosos, pero fáciles de sacrificar más
tarde en el juego.

Dawes giró unos ojos fríos hacia el decano. —Debería marcharse.


Sandow lucía derrotado mientras se empujaba al pasillo. —Tenías razón —dijo
Dawes cuando estuvieron solas—. Todos van a librarse de esto.

Un golpe repentino sonó en la puerta abierta.

—Señorita Dawes, su hermana está aquí para recogerla —dijo Jean. Señaló a
Alex—. Y usted debería estar descansando en su propia cama, señorita. Regresaré con
una silla de ruedas.

—¿Te marchas? —Alex no tenía intención de sonar tan acusadora. Dawes había
salvado su vida. Podía ir a donde deseara—. No sabía que tenías una hermana.

—Vive en Westport —dijo Dawes—. Solo necesito… —Sacudió la cabeza—.


Esto debía ser un trabajo de investigación. Es demasiado.

—Realmente lo es —dijo Alex. Si la casa de su mamá hubiera estado a unas


cuantas paradas de tren de distancia en vez de unos cuantos miles de kilómetros, no le
habría importado acurrucarse allí por una o doce semanas.

Alex se bajó de la cama. —Ten cuidado, Dawes. Mira montones de televisión


mala y sé normal por un rato.

—Quédate —protestó Dawes—. Quiero que la conozcas.

Alex se forzó a sonreír. —Ven a verme antes que te marches. Necesito conseguir
algo de ese dulce, dulce Percocet antes de colapsar, y no quiero esperar a que la buena
enfermera Jean me lleve en silla de ruedas.

Se movió tan rápido como pudo hasta la puerta, antes que Dawes pudiera decir
más.

Alex regresó a su habitación lo bastante para recuperar su teléfono y arrancarse


la intravenosa. Su ropa y sus botas no estaban a la vista, tomadas para ser catalogadas
como evidencia. Probablemente nunca las vería de nuevo.

Sabía que lo que hacía era irracional, pero ya no deseaba estar aquí. No deseaba
fingir hablar razonablemente sobre algo que no tenía sentido.

Sandow podía decir todas las disculpas que deseara. Alex no se sentía a salvo. Y
tenía que preguntarse si volvería a sentirse a salvo alguna vez. «Somos los pastores». ¿Pero
quién los protegía a ellos de los lobos? Blake Keely estaba muerto, su bonito cráneo
aplastado en pedazos. ¿Pero qué iba a suceder a Kate Masters y Manuscrito, quienes
habían liberado Mérito por ahorrarse unos cuantos dólares? ¿Qué había de Colin,
ansioso, brillante, de cara lavada Colin, y el resto de Pergamino y Llave, que habían
vendido sus secretos a criminales y posiblemente enviado un monstruo a devorar a
Darlington? ¿Y qué había del gluma? Ella casi había sido asesinada por un golem con
lentes, y a nadie parecía importarle. Dawes había sido atacada. El decano Sandow casi
se había desangrado en la alfombra del vestíbulo. ¿Realmente todos eran tan
desechables?

Nada iba a ser desmantelado. Nada cambiaría. Había demasiada gente poderosa
que necesitaba la magia que vivía en New Haven y que era manejada por las Casas del
Velo. Ahora la investigación pertenecía a Sandow y a unos grupos sin cara de exalumnos
ricos que impartirían castigos o perdón como vieran acorde.

Alex robó una bata de doctor del respaldo de una silla y se dirigió a los elevadores
en sus calcetines de hospital. Pensó que alguien podría detenerla, pero pasó por la
estación de enfermeras sin incidentes. El dolor era lo bastante malo que deseaba doblarse
y aferrarse a la pared, pero no iba a arriesgarse a atraer la atención.

Las puertas del elevador se abrieron ante una mujer con cabello castaño rojizo
con un suéter color crema y vaqueros ajustados. Lucía como Dawes, pero Dawes
refinada y pulida hasta brillar. Alex la dejó pasar y entró en el elevador. Tan pronto las
puertas se cerraron, se apoyó pesadamente contra la pared, intentando recuperar el
aliento. Realmente no tenía un plan. Sencillamente no podía estar aquí. No podía
charlar de nimiedades con la hermana de Dawes. No podía actuar como si lo que había
sucedido era de alguna forma justo o correcto o estaba bien.

Salió al frío y cojeó media cuadra lejos del hospital, y pidió un coche con su
teléfono. Era tarde y las calles estaban vacías… excepto por el Novio. North flotaba en
el brillo de las luces de hospital. Lucía preocupado mientras se movía hacia ella, pero a
Alex no lograba importarle. Él no había encontrado a Tara. No había hecho ni una
maldita cosa para ayudarla.

«Se terminó» pensó. «Incluso si no quieres que sea así, compañero.»


—¡Sin ser llorado, Ni honrado, ni alabado! —gruñó. North retrocedió y se
desvaneció, su expresión era herida.

—¿Cómo está esta noche? —preguntó el conductor mientras ella se deslizaba en


el asiento trasero.

«Medio muerta y desilusionada. ¿Qué tal tú?» Deseaba estar tras las barreras, pero no
podía soportar la idea de regresar a Il Bastone. —¿Puede llevarme a York y Elm? —
dijo—. Hay un callejón. Le mostraré.

Las calles estaban silenciosas en la oscuridad, la ciudad anónima.

«Se terminó» pensó Alex, mientras se arrastraba para salir del coche y por la
escalera a la Madriguera, el olor a clavo y bálsamo la rodeó.

Dawes podía huir a Westport. Sandow podía ir a casa con su ama de llaves y su
labrador incontinente. Turner… bueno, no sabía con quién llegaba Turner a casa. Su
madre. Una novia. El trabajo. Alex iba a hacer lo que haría cualquier animal herido. Iba
a ir donde los monstruos no pudieran alcanzarla. Iba a enterrarse.
Otros podrían vacilar y dar el paso en falso. ¿Qué castigo más que
el orgullo? Nuestra es la llamada de la trompeta final en el último viaje
de los jinetes.

Nuestra es la respuesta dada sin pausas y no demasiado pronto. La muerte


espera con alas negras y nosotros presentamos hoplita, húsar, Dragón.

—A los hombres de Lethe”, Cabot Collins

Colegio Jonathan Edwards, del 55)

Cabsy en realidad no era bueno en lo que a poetas se refiere. Parece


haberse perdido los últimos cuarenta años de versos y solo quiere escribir
a LongFellow. Es una queja poco generosa, con lo de que perdió sus manos y
todo, pero no estoy seguro que incluso eso justifique dos horas enclaustrado
en Il Bastone, escuchándolo leer de su última pieza maestra mientras el
pobre Lon Richardson está obligado a girar las páginas.

—Diario de los Días de Lethe de Carl Roehmer.

Colegio Brandford del 54)


Traducido SOS por Azhreik

Alex despertó ante el sonido de cristal rompiéndose. Le tomó un momento


recordar dónde estaba, captar el patrón hexagonal del piso del baño de la Madriguera,
el grifo goteando. Cogió el borde del lavabo y se aupó, deteniéndose para que pasara el
mareo antes de ir al vestidor de la sala común. Durante un largo momento miró por la
ventana rota: un vitral destrozado, el aire frío de primavera silbaba por ella, las esquirlas
de cristal estaban sobre la lana a cuadros del asiento de la ventana junto a su falafel
olvidado y Requisitos Sugeridos para los Candidatos a Lethe, el panfleto aún abierto en la
página donde Alex había dejado de leer. Mors irrumat Omnia.

Cuidadosamente, se asomó al callejón. El Novio estaba allí, igual que había


estado durante las últimas dos semanas. ¿Tres semanas? No podía estar segura. Pero
Mercy también estaba allí, en una chaqueta con patrones de rosas de col, su cabello
negro recogido en una coleta, con una expresión culpable en la cara.

Alex pensó en sencillamente no hacer nada. No sabía cómo la había encontrado


Mercy, pero no tenía que quedarse encontrada. Eventualmente su compañera de cuarto
se cansaría de esperar que Alex apareciera y se marcharía. O lanzaría otra roca por la
ventana.

Mercy agitó la mano y otra figura apareció a la vista, vestida con un abrigo
crochet purpura y una bufanda de brillos color mora.

Alex apoyó la cabeza contra el marco de la ventana. —Mierda.

Se puso una sudadera de Casa Lethe para cubrir la camiseta de tirantes sucia y
cojeó descalza por los escalones. Entonces respiró hondo y abrió la puerta.

—¡Nena! —gritó su mamá, lanzándose hacia ella.


Alex hizo bizcos contra el brillo de primavera e intentó no retroceder. —Hola,
mamá. No me abrac…

Demasiado tarde. Su madre estaba apretándola y Alex siseó de dolor.

—¿Qué pasa? —preguntó Mira, apartándose.

—Solo tengo una herida —dijo Alex.

Mira tomó la cara de Alex en sus manos, apartándole el cabello, las lágrimas le
llenaban los ojos. —Oh, nena. Oh, mi estrellita. Temía que esto podría suceder.

—No estoy drogándome, mamá. Lo juro. Solo me puse realmente enferma. —


La cara de Mira era de incredulidad. Por otro lado, lucía bien, mejor que en mucho
tiempo. Su cabello rubio tenía luces recientes, su piel resplandecía. Lucía como si
hubiera ganado peso. «Es por mí» se percató Alex con un pinchazo. «Todos esos años que
lucía cansada y demasiado vieja para su edad, se estaba preocupando por mí». Pero entonces su
hija se había convertido en una pintora e ido a Yale. Magia.

Alex vio a Mercy cerca del muro del callejón. «Soplona.»

—Vamos —dijo Alex—. Entren.

Estaba rompiendo las reglas de Casa Lethe al permitir a forasteras entrar a la


Madriguera, pero si Colin Khatri podía mostrarle a Lance Gressang cómo teleportarse
a Islandia, ella podía invitar a su madre y su compañera de cuarto para un té.

Miró al Novio. —Tú no.

Él había empezado a moverse hacia ella y apresuradamente cerró la puerta.

—¿No quién? —dijo su madre.

—Nadie. Nada.

Subir las escaleras dejó a Alex sin aire y mareada, pero aún tenía el suficiente
sentido para estar avergonzada cuando abrió la puerta de la Madriguera y las dejó entrar.
Había estado demasiado ida para darse cuenta lo lejos que había llegado su desastre. Sus
mantas descartadas estaban arrugadas en un montón en el sillón, y había platos sucios y
contenedores de comida echada a perder por todos lados. Ahora que había tenido un
soplo de aire fresco, podía notar que la sala común apestaba como un cruce entre un
pantano y una sala de hospital.

—Lo siento —dijo Alex—. Ha sido… no he estado apta para cuidar la casa.

Mercy se puso a abrir las ventanas, y Mira empezó a recoger basura.

—No hagas eso —dijo Alex, la piel hormigueándole de vergüenza.

—No sé qué más hacer —dijo Mira—. Siéntate y déjame ayudar. Luces como si
fueras a caerte. ¿Dónde está la cocina?

—A la izquierda —dijo Alex, dirigiéndola a la abarrotada cocineta, que estaba


igual de desordenada que la sala común, sino peor.

—¿De quién es esta casa? —preguntó Mercy, quitándose el abrigo.

—De Darlington —dijo Alex. Era verdad en cierta forma. Bajó la voz—. ¿Cómo
supiste que estaba aquí?

Mercy se removió incómoda. —Yo, eh… tal vez te haya seguido aquí una o dos
veces.

—¿Qué?

—Eres muy misteriosa, ¿ok? Y estaba muy preocupada por ti. Luces como el
infierno, por cierto.

—Bueno, me siento como el infierno.

—¿Dónde has estado? Hemos estado enfermas de preocupación. No sabíamos si


te habías extraviado o qué.

—¿Así que llamaste a mi mamá?

Mercy lanzó las manos al aire. —No esperes que lo lamente. Si yo desapareciera,
espero que vinieras a buscarme. —Alex hizo una mueca, pero Mercy la picó en el
hombro con el dedo—. Tú me rescatas. Yo te rescato. Así es como esto funciona.

—¿Hay reciclado? —gritó Mira desde la cocina.

Alex suspiró. —Bajo el lavabo.


Tal vez las cosas buenas eran iguales que las cosas malas. Algunas veces
sencillamente dejabas que sucedieran.

Mercy y Mira eran un equipo sorprendentemente eficiente. Embolsaron la


basura, hicieron que Alex se duchara, y le hicieron una cita en el centro de salud de la
universidad para que le recetaran antibióticos, aunque no fue tan lejos como para
mostrarles su herida. Dijo que solo había estado lidiando con alguna clase de gripa o
virus. La hicieron ducharse y cambiarse a ropa limpia, entonces Mira fue al pequeño
mercado gourmet y consiguió sopa y Gatorade. Volvió a salir cuando Alex les dijo que
había tenido que tirar sus botas.

—Alquitrán —dijo—. Estaban arruinadas. —Alquitrán, manchas de sangre. Misma


diferencia.

Mira regresó una hora después con un par de botas, un par de vaqueros, dos
camisetas de Yale, y un par de sandalias de ducha que Alex no necesitaba, pero le
agradeció de todas formas.

—También te conseguí un vestido.

—No uso vestidos.

—Pero podrías.

Se acomodaron enfrente de la chimenea con tazas de té y cocoa instantánea.


Desafortunadamente, Alex se había comido todos los malvaviscos gourmet de Dawes.
No hacía el bastante frío para un fuego, pero la habitación se sentía cómoda y segura en
la luz de la tarde.

—¿Cuánto tiempo te quedarás? —preguntó Alex. Salió con un tono


desagradecido que no había pretendido.

—Salgo en el primer vuelo en la mañana —dijo Mira.


—¿No puedes quedarte más? —Alex no estaba segura de cuánto quería que lo
hiciera. Pero cuando su madre sonrió radiante, tan feliz de que se lo preguntara, Alex se
alegró del gesto.

—Desearía poder. Trabajo el lunes.

Alex se percató que debía ser fin de semana. Solo había revisado su correo
electrónico una vez desde que se había pertrechado en la Madriguera y no había leído
ninguno de los mensajes de Sandow. Había dejado que su teléfono muriera. Por primera
vez se preguntó si las sociedades habían continuado sus reuniones sin Lethe para
supervisarlas. Tal vez la actividad había sido suspendida después del ataque en Il
Bastone. No le importaba mucho. Sí se preguntaba si su madre podía permitirse un vuelo
de último minuto al otro lado del país. Alex deseó haber extorsionado dinero de Lethe
con ese aumento de calificaciones.

Mercy había traído notas de las tres semanas de clases que había perdido y ya
estaba hablando sobre un plan de ataque antes de los finales. Alex asintió, pero ¿cuál era
el punto? El arreglo estaba en marcha. Sandow había dicho que se aseguraría que Alex
pasaría, e incluso si no lo hacía, Alex sabía que no tenía la voluntad para ponerse al
corriente. Pero podía fingir. Por el bien de Mercy y el de su madre.

Comieron una cena ligera y entonces hicieron el lento recorrido de vuelta al


Campus Antiguo. Alex le mostró a su mamá el patio Vanderbilt y sus aposentos
compartidos, su mapa de California y el cartel de Junio Flamante de Leighton, ante el
que Darlington había rodado los ojos una vez. Dejó que Mira se emocionara con el
cuaderno de bocetos que había intentado forzarse a tomar de vez en cuanto por el bien
de las apariencias, pero admitió que no había estado dibujando o pintando mucho.

Cuando su mamá encendió un atado de salvia y empezó a ahumar la sala común,


Alex intentó no derretirse en el piso de vergüenza. Aun así, se sorprendió de lo bien que
se sentía estar de vuelta en los dormitorios, ver la bicicleta de Lauren apoyada contra la
repisa de la chimenea, el horno tostador a rebosar de Pop-Tarts en la parte superior. Se
sentía como el hogar.
Cuando fue tiempo para que Mira volviera a su hotel, Alex la encaminó,
intentando ocultar lo mucho que le costaba tan solo descender los pocos escalones a la
calle.

—No pregunté qué sucedió y no voy a hacerlo —dijo Mira, acomodándose la


bufanda de brillos alrededor del cuello.

—Gracias.

—No es por ti. Es porque soy una cobarde. Si me dices que estás limpia, quiero
creerte.

Alex no estaba segura de qué decir a eso. —Creo que tal vez tengo un trabajo
disponible para el verano. Pero eso significa que no iré a casa.

Mira se miró los zapatos, unos botines de cuero artesanales que había estado
comprando del mismo sujeto en la misma feria de artesanías durante los últimos diez
años. Asintió, luego se limpió las lágrimas de los ojos.

Alex sintió que sus propias lágrimas se elevaban. ¿Cuántas veces había hecho
llorar a su madre? —Lo lamento, mamá.

Mira sacó un pañuelo de su bolsillo. —Está bien. Estoy orgullosa de ti. Y no


quiero que vengas a casa. Después de aquellas cosas horribles con esas personas
horribles. Aquí es donde perteneces. Aquí es donde debes florecer. No gires los ojos,
Galaxy. No todas las flores pertenecen a todos los jardines.

Alex no pudo deshacerse de la oleada de amor e ira que la recorrió. Su madre


creía en hadas y ángeles y visiones en cristales, pero ¿qué pensaría de la magia real?
¿Podía comprender la fea verdad de todo? Que la magia no era algo dorado y benigno,
solo otra comodidad que solo algunas personas podían permitirse. Pero el coche estaba
estacionándose y era tiempo de decir adiós, no tiempo de empezar discusiones sobre
viejas heridas.

—Me alegra que vinieras, mamá.

—Yo también. Espero… si no eres capaz de lidiar con tus calificaciones…


—Lo tengo controlado —dijo Alex, y se sentía bien saber que gracias a Sandow
no estaba mintiendo—. Lo prometo.

Mira la abrazó y Alex inhaló el pachuli y nardo, el recuerdo de ser pequeña. —


Debí haber sido mejor —dijo su madre con un sollozo—. Debí haber dispuesto límites
más claros. Debí haberte dejado comer comida rápida.

Alex no pudo evitar reírse, luego hizo una mueca de dolor. Ninguna cantidad de
horarios de dormir estrictos y grasas saturadas podrían haberla mantenido a salvo.

Su madre se deslizó en el asiento trasero del coche, pero antes que Alex cerrara
la puerta, dijo: —Mamá… mi papá… —A lo largo de los años, Mira había hecho un
esfuerzo por responder las preguntas de Alex sobre su padre. ¿De dónde era? A veces me
decía que México, a veces Perú, a veces Estocolmo o Cincinati. Era una broma entre nosotros. No
suena gracioso. Tal vez no lo era. ¿En qué trabajaba? No hablábamos sobre dinero. Le gustaba
surfear. ¿Lo amabas? Así es. ¿Él te amaba? Durante un tiempo. ¿Por qué se marchó? La gente
se marcha, Galaxy. Espero que encuentre alegría.

¿Su madre lo había dicho en serio? Alex no lo sabía. Cuando se había vuelto lo
suficientemente mayor para darse cuenta lo mucho que las preguntas lastimaban a su
madre y darse cuenta que las respuestas nunca iban a cambiar, dejó de preguntar.
Decidió que no le importaba. Si a su padre no le importaba ella, a ella no iba a importarle
él.

Pero ahora se encontró diciendo: —¿Había algo inusual sobre él?

Mira se rio. —¿Qué tal todo?

—Quiero decir… —Alex buscó una forma de describir lo que deseaba saber sin
sonar loca—. ¿Le gustaban las mismas cosas que a ti? ¿Tarot y cristales y todo eso?
¿Alguna vez tenías la sensación que él podía ver cosas que no estaban allí?

Mira miró hacia la calle Chapel. Su mirada se volvió distante. —¿Alguna vez has
escuchado de los comedores de arsénico?

Alex parpadeó, confundida. —¿No?


—Ingerían un poquito de arsénico cada día. Hacía que su piel fuera clara y sus
ojos brillaran y se sentían maravillosos. Y todo el tiempo solo estaban bebiendo veneno.
—Cuando Mira giró sus ojos de vuelta a Alex, eran más agudos y firmes de lo que Alex
recordaba nunca, libres de la alegría determinada de siempre—. Así es como era estar
con tu padre. —Entonces sonrió y la vieja Mira estaba de vuelta—. Mensajéame después
que veas al doctor.

—Lo haré, mamá.

Alex cerró la puerta y observó al coche alejarse. El Novio se había quedado


parado a una distancia respetuosa, observando todo el intercambio, pero ahora se
acercó. ¿Alguna vez iba a rendirse? Realmente no deseaba ir a Il Bastone, pero iba a
necesitar la biblioteca de Lethe para descubrir cómo romper su conexión. —Nadie es
inmortal —le espetó, y lo vio retroceder reluctante, desvaneciéndose a través de los
ladrillos.

—¿Tu mamá está bien? —preguntó Mercy cuando Alex entró en la sala común.
Se había puesto su bata de jacintos y estaba acurrucada en el sofá.

—Creo que sí. Solo le preocupa que sobreviva al resto del año.

—¿Y a ti no?

—Claro —dijo Alex—. Por supuesto.

Mercy bufó. —No, no estás preocupada. Puedo notarlo. Así continua el misterio
de Alex Stern. Está bien. El misterio es bueno. Jugué softball durante dos años en el
instituto.

—¿En serio?

—¿Ves? Yo también tengo secretos. ¿Escuchaste sobre Blake?

No. No había escuchado sobre nada durante las semanas que se había escondido
en la Madriguera. Ese había sido el punto. Pero de acuerdo a Mercy, Blake Keely había
atacado a una mujer en su casa y su esposo lo había repelido con un palo de golf. Los
forenses habían encontrado una coincidencia del cuchillo que llevaba con el arma en la
investigación de asesinato de Tara Hutchins. No se mencionaba a Dawes, o la mansión
en Orange, o el busto de mármol letal de Hiram Bingham III. Ninguna discusión de
Mérito. Ni una sola palabra sobre las sociedades. Caso cerrado.

—Yo podría haber terminado muerta —dijo Mercy—. Supongo que debería estar
agradecida.

«Agradecida» La palabra colgaba en el aire, su incorrección era como el tañido


amargo de una campana.

Mercy echó la cabeza atrás, apoyándola en el brazo del sillón, mirando al techo.
—Mi bisabuela vivió hasta los ciento tres años. Formulaba sus propios impuestos y
nadaba en el Y cada mañana hasta que murió arrodillada en medio de una clase de yoga.

—Suena grandiosa.

—Era una total imbécil. Mi hermano y yo odiábamos ir a su casa. Servía el té


con el olor más horroroso y nunca dejaba de quejarse. Pero siempre te sentías un poco
más resistente al final de una visita. Como si la hubieras sobrevivido.

Alex imaginó que tendría suerte si llegaba al final del semestre. Pero era un
sentimiento agradable. —Desearía que mi abuela hubiera llegado a los ciento tres.

—¿Cómo era?

Alex se sentó en el feo reclinatorio de Lauren. —Supersticiosa. Religiosa. No


estoy segura de cuál. Pero tenía médula de acero. Mi mamá me dijo que cuando trajo a
mi padre a casa, él le echó un vistazo a mi abuela, se giró de inmediato y nunca regresó.
—Alex le había preguntado a su abuela al respecto una vez, después de su primer ataque
al corazón. «Demasiado bonito», había dicho ella, agitando la mano con desdén. «Mal
tormento que soplo». Era un viento malo que pasaba soplando.

—Creo que tienes que ser así —dijo Mercy—. Si vas a sobrevivir para hacerte
viejo.

Alex miró por la ventana. El Novio había regresado. Su cara era tensa,
determinada. Como si pudiera esperar para siempre. Y probablemente podía.

«¿Qué es lo que quieres?» Le había preguntado Belbalm. Seguridad, comodidad, no


sentir miedo. «Quiero vivir para llegar a vieja», pensó Alex mientras cerraba las cortinas de
un tirón. «Quiero sentarme en mi pórtico y beber té de olor horrible y gritarle a los transeúntes.
Quiero sobrevivir a este mundo que continua intentando destruirme.»
Traducido por Brig20

A la mañana siguiente, cuando Alex salió a clase, decidida al menos tratar de


hacer un buen espectáculo, North todavía estaba allí. Parecía agitado, entrando y
saliendo de su camino, flotando en su campo de visión para que no pudiera ver la pizarra
en Español.

«Sé que no estás cerca», Alex le envió un mensaje de texto a Dawes cuando salió de
la sección. «¿Pero alguna vez encontraste algo sobre cortar las conexiones con los Grises? Tengo
una situación con el Novio.»

Enfurecida, entró en el baño en la entrada del Comedor y saludó a North.

—Solo dime una cosa —le dijo—. ¿Encontraste a Tara detrás del velo?

Él sacudió la cabeza.

—Entonces voy a necesitar que te vayas a la mierda por un buen rato. El trato
está cerrado. El caso está resuelto y no quiero pasar el rato con tu trasero asesino de
chicas. —Alex realmente no creía que North hubiera sido el responsable; solo quería que
la dejara sola.

El Novio señaló con el dedo el lavamanos.

—Si crees que voy a bañarme allí para poder conversar, te equivocas. Toma un
descanso.

Pensó en abandonar la clase y regresar a la tranquilidad de su dormitorio


protegido. Pero se había tomado la molestia de vestirse. Ella también podría
aprovecharlo al máximo. Al menos era Shakespeare y no novelas británicas modernas.

Cruzó Elm hasta High Street y Linsly-Chittenden Hall, y se sentó en el pasillo,


metiéndose en un escritorio. Cada vez que el Novio se acercaba a su vista, cambiaba su
atención. No había hecho la lectura, pero todos conocían La fierecilla domada, y le gustó
lo que hablaban sobre las hermanas y la música.

Alex estaba mirando una diapositiva del Soneto 130 cuando sintió que su cabeza
se abría con un repentino rayo de dolor. Un profundo baño de frío la atravesó. Vio
destellos de una calle iluminada por lámparas de gas, una chimenea que arrojaba nubes
oscuras al cielo gris. Sintió tabaco en la boca. «North». North estaba dentro de ella y no
lo había invitado a entrar. Tuvo tiempo para sentir un destello de ira y luego el mundo
se volvió negro.

En el siguiente segundo ella estaba mirando su papel. El profesor seguía


hablando, pero Alex no podía entender lo que estaba diciendo. Podía ver el rastro de la
pluma donde habían dejado sus notas. Tres fechas se habían garabateado en la página
con letra tambaleante.

1854 1869 1883

Había sangre salpicada por la página.

Alex extendió la mano y casi se golpeó en la cara. Era como si hubiera olvidado
lo largo que era su brazo. A toda prisa, se pasó la manga por la cara. Le sangraba la
nariz.

La chica a su derecha la estaba mirando. —¿Estás bien?

—Estoy genial —dijo Alex. Se pellizcó las fosas nasales con los dedos, tratando
de detener el sangrado, mientras cerraba apresuradamente su cuaderno. North se cernía
justo delante de ella, su rostro terco—. Eres un hijo de puta.

La chica a su lado se encogió, pero Alex no se molestó en poner una buena cara.
North la había poseído. Había estado dentro de ella. Bien podría haberle metido la mano
por el culo y usarla como una marioneta.

—Maldito bastardo —gruñó por lo bajo.

Metió el cuaderno en su bolso, agarró su abrigo y corrió por el pasillo, salió de la


sala de conferencias y atravesó la puerta trasera de L-C. Se dirigió directamente hacia Il
Bastone, enviando mensajes de texto a Dawes con furia: SOS.
Alex estaba cojeando cuando llegó al Green, el dolor en su costado le dificultaba
la respiración. Deseó haber traído un poco de Percocet con ella. North seguía a unos
pocos metros detrás. —¿Ahora estás manteniendo una distancia respetuosa, mierda sin
cuerpo? —ladró sobre su hombro.

Parecía sombrío, pero seguro como el infierno que no parecía arrepentido.

—No sé qué mala mierda puedes hacerle a un fantasma —le prometió—. Pero
voy a averiguarlo.

Toda su bravuconada era una tapadera para el miedo que sacudía su corazón. Si
había entrado una vez, ¿podría volver a entrar? ¿Qué podría obligarla a hacer? ¿Herirse
a ella misma? ¿Lastimar a alguien más? Había usado a North de la misma manera
cuando Lance la había atacado, pero su vida había estado en peligro. No lo había estado
intimidando para que emprendiera una misión de investigación.

¿Qué pasaba si otros Grises se enteraban y entraban? Tenía que ser el resultado
del vínculo que había formado con él. Lo había invitado dos veces. Sabía su nombre.
Ella lo había llamado por él. Quizás una vez que la puerta estaba abierta, no se podía
volver a cerrar.

—¿Alex?

Alex se dio la vuelta, entonces se agarró un lado, el dolor de su herida


astillándola. Tripp Helmuth estaba parado en la acera con un rompevientos azul marino
y una gorra hacia atrás.

—¿Qué quieres, Tripp?

Levantó las manos a la defensiva. —¡Nada! Yo solo... ¿Estás bien?

—No, realmente no lo estoy. Pero lo estaré.

—Solo quería agradecerte por, ya sabes, mantener las cosas con Tara en silencio.

Alex no había hecho tal cosa, pero si Tripp quería pensar que sí, estaba bien. —
Puedes apostarlo, amigo.

—Sin embargo, es una locura lo de Blake Keely.


—¿Lo es? —dijo Alex.

Tripp se levantó la gorra, se pasó una mano por el cabello y se la volvió a colocar
en la cabeza. —Tal vez no. Nunca me ha gustado. Algunos chicos se vuelven malos,
¿sabes?

Alex miró a Tripp con sorpresa. Quizás no era tan inútil como parecía. —Lo sé.

Lanzó una mirada de advertencia a North, que caminaba de un lado a otro,


pasando por Tripp una y otra vez.

Tripp se estremeció. —Mierda, creo que me estoy enfermando de gripe.

—Descansa un poco —dijo Alex—. Hay algo malo por ahí.

«Algo que parece un victoriano muerto.»

Alex corrió desde Elm hacia Orange, ansiosa por estar detrás de las barreras.
Subió los tres escalones del pórtico de Il Bastone, una sensación de tranquilidad fluyó a
través de ella tan pronto como abrió la puerta y cruzó el umbral. North flotaba en el
medio de la calle. Cerró la puerta de golpe y, a través de la ventana, vio una ráfaga de
aire que lo empujó hacia atrás, como si toda la casa hubiera dado un gran golpe. Alex
descansó su frente contra la puerta cerrada. —Gracias —murmuró.

Pero, ¿qué lo detendría la próxima vez que intentara abrirse camino hacia ella?
¿Tendría que regresar a las tierras fronterizas para cortar la conexión? Ella lo haría. Se
lanzaría a la misericordia de Salome Nils para que la dejara volver a Cabeza de Lobo.
Dejaría que Dawes la ahogara mil veces.

Alex se volteó, manteniéndola espalda contra la puerta. Se sentía como un puerto


seguro. La luz de la tarde se filtraba a través del vitral restante en el vestíbulo. El otro
había sido tapiado, los guijarros y los fragmentos de vidrio destrozado yacían opacos en
la sombra profunda. Había sangre en el viejo papel pintado donde Dawes se había
golpeado la cabeza. Nadie había intentado limpiarlo.

Alex miró por el arco hacia el salón, casi esperando ver a Dawes allí. Pero
tampoco había signos de ella o sus carpetas o sus fichas. La casa se sentía vacía,
maltratada y herida. Puso un dolor hueco en el corazón de Alex. Nunca había tenido
que volver a la Zona Cero. Y nunca había amado la Zona Cero. Había estado feliz de
darle la espalda y nunca mirar a la cara los horrores que había hecho allí.

Pero tal vez amaba a Il Bastone, esta vieja casa con su madera cálida y su
tranquilidad y bienvenida.

Se apartó de la puerta y sacó un recogedor y una escoba de la despensa. Le llevó


mucho tiempo barrer los cristales rotos. Lo vertió todo en una bolsa de plástico, lo selló
con una tira de cinta adhesiva. Simplemente no estaba segura de sí debería tirarlo. Tal
vez podrían poner los pedazos rotos en el crisol con un poco de leche de cabra, rehacerlo.

Cuando fue a lavarse las manos en el pequeño tocador se dio cuenta de que había
sangre seca en toda su cara. No es de extrañar que Tripp le hubiera preguntado si estaba
bien. Se enjuagó y observó cómo el agua se arremolinaba en el lavamanos antes de que
desapareciera.

Había pan y queso que todavía no se habían echado a perder en el refrigerador.


Se obligó a almorzar, aunque no tenía hambre. Luego subió a la biblioteca.

Dawes no había respondido a su mensaje de texto. Probablemente ni siquiera


estaba mirando su teléfono. Ella también se había estado escondiendo. Alex no podía
culparla, pero eso significaba que tendría que encontrar una manera de bloquear su
conexión con el Novio por su cuenta.

Alex sacó el Libro Albemarle del estante, pero vaciló. Había reconocido la
primera fecha que North la había obligado a garabatear en su cuaderno al instante: 1854,
el año de su asesinato. Los otros no habían tenido sentido para ella. No le debía nada a
North. Pero Darlington había pensado que valía la pena investigar el asesinato del
Novio. Él querría saber lo que significaban esas fechas. Quizás Alex también quería
saberlo. Se sentía como ceder, pero North no tenía que descubrir que había enganchado
su curiosidad.

Alex se quitó el bolso y sacó su cuaderno de Shakespeare, abriéndolo en la página


salpicada de sangre: 1854 - 1869 - 1883. Si hacía algún tipo de búsqueda durante todos
esos años, la biblioteca se volvería loca. Tenía que encontrar una manera de reducir los
parámetros.
O tal vez solo necesitaba encontrar las notas de Darlington.

Alex recordó las palabras que había escrito en el catálogo de carruajes: «¿la
primera?» Si él realmente había investigado el caso de North, ella no lo había encontrado
en la habitación de Virgilio o en Black Elm. Pero, ¿y si sus notas estuvieran aquí, en la
biblioteca? Alex abrió el Libro Albemarle y miró la última entrada de Darlington—el
esquema de Rosenfeld. Pero justo encima había una solicitud de algo llamado Diario
New Havener. Copió la solicitud exactamente y devolvió el libro al estante.

Cuando la estantería dejó de temblar, la abrió y entró en la biblioteca. Los


estantes estaban llenos de una pila tras otra de lo que parecían volantes llenos de
minúsculas letras más que periódicos. Había miles de ellos.

Alex salió y abrió de nuevo el Libro Albemarle. Darlington había estado


trabajando en la biblioteca la noche en que desapareció. Ella escribió una solicitud para
los esquemas de Rosenfeld.

Esta vez, cuando abrió la puerta, los estantes estaban vacíos, excepto por un solo
libro tendido de lado. Era grande y delgado, encuadernado en piel de buey y
completamente libre de polvo. Alex lo dejó sobre la mesa en el centro de la habitación y
lo dejó caer. Allí, entre las elevaciones del tercer y cuarto nivel subterráneo de Rosenfeld
Hall, era una hoja de papel oficio amarillo, doblada cuidadosamente y cubierta con el
pequeño garabato irregular de Darlington—lo último que había escrito antes de que
alguien lo enviara al infierno.

Tenía miedo de desplegar la página. Tal vez no fuera nada. Notas sobre un
ensayo final. Una lista de reparaciones necesarias en Black Elm. Pero ella no lo creía.
Esa noche de diciembre, Darlington había estado trabajando en algo que le importaba,
algo que había estado analizando durante meses. Estaba distraído mientras trabajaba,
tal vez pensando en la noche que le esperaba, tal vez preocupado por su aprendiz, que
nunca leía la maldita lectura. No había querido traer sus notas consigo, por lo que las
había escondido en un lugar seguro. Justo aquí, en este libro de planos. Había pensado
que volvería pronto.

—Debería haber sido una mejor Dante —susurró.


Pero tal vez ella podría hacerlo mejor ahora.

Suavemente, desplegó la página. La primera línea decía: 1958-Colina Tillman-


Wrexham. ¿Ataque al corazón? ¿Infarto?

Siguieron una serie de fechas—junto con lo que parecían ser nombres de mujeres.
Las últimas tres fechas en la lista coincidían con las que North la había obligado a
escribir en su cuaderno.

1902-Sophie Mishkan-Rhinelander- ¿Fiebre Cerebral?

1898-Effie White-Stone-Dropsy (¿Edema?)

1883-Zuzanna Mazurski-Phelps- Apoplejía

1869-Paoletta DeLauro-Kingsley- Puñalada

1854-Daisy Fanning Whitlock-Russell- Disparo

«¿La primera?» Darlington había creído que Daisy fue la primera, pero la primera
¿qué? Daisy había recibido un disparo, Paoletta había sido apuñalada, pero las otras
habían muerto por causas naturales.

O alguien se había vuelto más inteligente al matar chicas.

«Estoy viendo cosas», pensó Alex. «Estoy haciendo conexiones que no están allí.» Según
cada programa de televisión que había visto, los asesinos en serie siempre tenían un
modus operandi, una forma en que les gustaba matar. Además, incluso si un asesino
había estado operando en New Haven, si estas fechas eran correctas, este psicópata en
particular se había aprovechado de las chicas de 1854 a 1958… durante más de cien
años.

Pero no podía decir que era imposible, no cuando había visto lo que podía hacer
la magia.

Y había algo en la forma en que se agrupaban las fechas que le resultaba familiar.
El patrón coincidía con la forma en que se habían fundado las sociedades. Hubo una
gran cantidad de actividad en el siglo XIX, y luego no se había construido una nueva
tumba durante mucho tiempo, no hasta Manuscrito en los años sesenta. Un escalofrío
desagradable se arrastró sobre la piel de Alex. Sabía que Calavera y Huesos había sido
fundada en 1832 y esa fecha no coincidía con ninguna de las muertes, pero era el único
año que podía recordar.

Alex tomó las notas y caminó por el pasillo hasta la habitación de Dante. Tomó
una copia de La vida de Lethe del cajón del escritorio. Pergamino y Llave se fundó en
1842, Libro y Serpiente en 1865, San Elmo en 1889, Manuscrito en 1952. Solo la fecha
de fundación de Cabeza de Lobo coincidía con 1883, pero eso podría ser una
coincidencia.

Pasó el dedo por la lista de nombres.

1854-Daisy Fanning Whitlock-Russell- Disparo.

No había visto el nombre de Daisy con guion en ningún otro lado. Ella siempre
había sido Daisy Fanning Whitlock.

Porque no era un guion. Ninguno de ellos eran guiones. Rhinelander. Rock.


Phelps. Kingsley. Russell. Wrexham Eran los nombres de los fideicomisos, fundaciones
y asociaciones que financiaban a las sociedades; que pagaban la construcción de sus
tumbas.

Alex volvió corriendo a la biblioteca y cerró el estante de golpe; tiró del Libro de
Albemarle para liberarlo nuevamente, pero se detuvo. Necesitaba pensar en cómo
expresar esto. Russell fue la Fundación que financió Calavera y Huesos.
Cuidadosamente, escribió: Escritura de tierras adquiridas por la Fundación Russell en Calle
High, New Haven, Connecticut.

Un libro de contabilidad la estaba esperando en el estante del medio. Estaba


marcado con el sabueso del espíritu Lethe, y allí, uno tras otro, había escrituras de
adquisición de tierras en todo New Haven, los lugares que algún día albergarían cada
una de las ocho Casas del Velo, cada una construida sobre un nexo de poder creado por
alguna fuerza desconocida.

Pero Darlington lo sabía. «La primera.» 1854: el año en que la Fundación Russell
adquirió la tierra donde Calavera y Huesos construiría su tumba. Darlington había
reconstruido lo que había creado esos puntos focales de magia que alimentaban los
rituales de las sociedades, que lo hacían posible. Chicas muertas. Una después de la otra.
Había usado las ediciones antiguas del New Havener para unir los lugares donde habían
muerto con las ubicaciones de las tumbas de las sociedades.

¿Qué había sido especial de estas muertes? Incluso si todas estas chicas hubiesen
sido asesinadas, hubo muchos homicidios en New Haven a lo largo de los años que no
resultaron en nexos mágicos. Y Daisy ni siquiera había muerto en High Street, donde
Calavera y Huesos erigieron su tumba, entonces, ¿por qué se había formado el nexo allí?
Alex sabía que le faltaba algo, al no poder conectar los puntos que Darlington sí.

North le había dado las fechas; él también había visto las conexiones. Alex volvió
corriendo al baño y llenó la tina del lavabo.

—North —dijo, sintiéndose como una tonta—. North.

Nada. Fantasmas. Nunca estaban allí cuando los necesitabas.

Pero había muchas maneras de llamar la atención del Gris. Alex dudó, tomó el
abrecartas del escritorio. Cortó en la parte superior de su antebrazo y dejó que la sangre
goteara en el agua, observándola.

—Toc-toc, North.

Su rostro apareció en el reflejo tan repentinamente que ella saltó.

—La muerte de Daisy creó un nexo —dijo—. ¿Cómo lo descubriste?

—No pude encontrar a Tara. Debería haber sido fácil con ese objeto en mano,
pero no había señales de ella en este lado del velo. Justo como Daisy. Tampoco hay
señales de Gladys O’Donaghue. Algo sucedió ese día. Algo más grande que mi muerte
o la de Daisy. Creo que sucedió de nuevo cuando Tara murió.

Daisy había sido una aristócrata, de las élites de la ciudad. Su muerte lo había
empezado todo. Pero ¿las otras chicas? ¿Quiénes habían sido? Nombres como DeLauro,
Mazurski, Mishkan. ¿Habían sido chicas inmigrantes trabajando en las fábricas?
¿Criadas? ¿Hijas de esclavos liberados? ¿Chicas que no tendrían titulares o lápidas de
mármol para marcar su fallecimiento?
¿Y Tara debía ser una de ellas también? ¿Un sacrificio? ¿Pero por qué su asesinato
había sido tan horrible? ¿Tan público? ¿Y por qué ahora? Si estos eran realmente
asesinatos, habían pasado más de cincuenta años desde que murió la última chica.

Alguien necesitaba un nexo. Una de las Casas del Velo necesitaba un nuevo
hogar. San Elmo había estado solicitando construir una nueva tumba durante años, ¿y
de qué sirve una tumba sin un nexo debajo? Alex recordó el terreno vacío donde se había
encontrado el cuerpo de Tara. Mucho espacio para construir.

—North —dijo—. Regresa y busca a las demás. —Le leyó sus nombres, uno tras
otro: Colina Tillman, Sophie Mishkan, Effie White, Zuzanna Mazurski, Paoletta DeLauro—.
Intenta encontrarlas.

Alex sacó una toalla del estante y la presionó contra su brazo sangrante. Se sentó
en el escritorio, miró por la ventana hacia la calle Orange, tratando de pensar. Si
Darlington hubiera descubierto la causa de los nexos, la primera persona a quien le
habría contado era Sandow. Probablemente había estado orgulloso, emocionado de
haber hecho un nuevo descubrimiento, uno que arrojaría una nueva luz sobre la forma
en que funcionaba la magia en su ciudad. Pero Sandow nunca le había mencionado a
ella ni a Dawes, este proyecto final que Darlington había estado persiguiendo.

¿Importaba? Sandow no podía estar involucrado. Había sido atacado


violentamente a solo unos metros de donde ella estaba sentada. Casi había muerto.

Pero no por Blake Keely. Blake había lastimado a Dawes, casi había matado a
Alex, pero no había lastimado al decano. Habían sido los gruñones y locos sabuesos de
Lethe los que habían salido en defensa de Alex. Recordó el puño cerrado de Blake. La
había golpeado con esa mano, pero luego la había mantenido cerrada.

Regresó al pasillo en lo alto de las escaleras. Ignorando las manchas oscuras en


la alfombra, el persistente olor a vómito, se arrodilló y comenzó a buscar: los listones
del piso, debajo del corredor. No fue hasta que miró por debajo de una maceta de
mimbre vacía que vio un destello de oro. Envolvió la mano en la manga de su camisa y
cuidadosamente la sacó a la luz. Una moneda de compulsión. Alguien había estado
controlando a Blake. Alguien le había dado órdenes muy específicas.
«Este es un año de financiación.»

Darlington había llevado su teoría de las chicas y las tumbas a Sandow. Pero
Sandow ya lo sabía. Sandow, quien se quedó sin dinero después de su divorcio y no
había publicado en años. Sandow, que quería desesperadamente callar la desaparición
de Darlington. Sandow, que había retrasado el ritual para encontrarlo hasta después de
la primera luna nueva y que había utilizado ese ritual para impedir que Darlington
regresara a Black Elm. Porque tal vez Sandow había sido quien había puesto una trampa
para Darlington en el sótano de Rosenfeld en primer lugar. Incluso entonces, había
estado planeando la muerte de Tara Hutchins… y sabía que solo Darlington
comprendería lo que realmente significaba su asesinato. Entonces se deshizo de él.

Sandow nunca tuvo la intención de traer de vuelta a Darlington. Después de


todo, Alex era el perfecto chivo expiatorio. Por supuesto, todo salió mal el año que
trajeron a una desconocida como delegada de Lethe. Era de esperarse. Serían más
cautelosos en el futuro. El año que viene, Michelle Alameddine, brillante, competente y
estable, volvería para educar a su rebelde Dante. Y Alex estaría en deuda con Sandow,
siempre agradecida por las mejoras en sus calificaciones.

«Tal vez estoy equivocada», pensó. E incluso si tenía razón, eso no significaba que
tuviera que hablar. Podía quedarse callada, mantener sus notas aprobatorias, pasar su
tranquilo y hermoso verano. Colin Khatri se graduaría en mayo, por lo que no tendría
que ser amable con él. Podría sobrevivir, florecer, al cuidado de la profesora Belbalm.

Alex giró la moneda de la compulsión en su mano.

En los días posteriores a la masacre en el departamento de Van Nuys, Eitan había


corrido por todo Los Ángeles, tratando de averiguar quién había matado a su primo.
Hubo rumores de que eran los rusos—excepto que a los rusos les gustaban las armas, no
los bates—o los albaneses, o que alguien en Israel se había asegurado de que Ariel nunca
regresara de California.

Eitan había venido a ver a Alex en el hospital, a pesar del oficial de policía
ubicado en la puerta. Los hombres como Eitan eran como los Grises. Encontraban una
forma de entrar.
Se había sentado junto a su cama en la silla que el decano Elliot Sandow había
ocupado solo un día antes. Sus ojos estaban rojos y el rastrojo en su barbilla estaba
creciendo. Pero su traje estaba tan pulido como siempre, la cadena de oro en su cuello
como un retroceso a los años setenta, como si hubiera sido transmitida por otra
generación de proxenetas y chulos, al pasar la antorcha.

—Casi mueres la otra noche —había dicho. A Alex siempre le había gustado su
acento. Al principio pensó que era francés.

No sabía cómo responder, por lo que se lamió los labios y señaló la jarra de
trocitos de hielo. Eitan gruñó y asintió.

—Abre la boca —dijo, y le puso dos pedazos de hielo en la lengua.

—Tus labios están muy agrietados. Muy secos. Pide vaselina.

—Está bien —había croado.

—¿Qué pasó esa noche?

—No lo sé. Llegué tarde a la fiesta.

—¿Por qué? ¿Dónde estabas?

Entonces esto era un interrogatorio. Eso estaba bien. Alex estaba lista para
confesar.

—Lo hice. —Eitan levantó la cabeza—. Los maté a todos.

Eitan se dejó caer en su silla y se pasó una mano por la cara. —Malditos adictos.

—No soy una drogadicta. —Ella no sabía si eso era cierto. Nunca se había metido
con las cosas duras. Había tenido demasiado miedo de lo que podría pasar si perdía
demasiado control, pero se había mantenido en una bruma cuidadosamente modulada
durante años.

—¿Tú los mataste? Pequeña niña. Te desmayaste, llena de fentanilo. —Eitan la


miró de reojo—. Me debes por las drogas.
El fentanilo. Le había llegado a la sangre de alguna manera gracias a Hellie, había
dejado suficiente en su sistema para que pareciera que ella también había tomado una
sobredosis. Un último regalo. Una coartada perfecta.

Alex se rio. —Voy a Yale.

—Malditos adictos —repitió Eitan con disgusto. Se levantó y se sacudió el polvo


de sus pantalones perfectamente confeccionados.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Alex.

Echó un vistazo alrededor de la habitación. —No tienes flores. Ni globos ni nada.


Eso es triste.

—Supongo que sí —dijo Alex. Ni siquiera estaba segura de que su madre sabía
que estaba en el hospital. Mira probablemente había estado esperando esa llamada por
mucho tiempo.

—No sé qué haré —dijo Eitan—. Creo que tu novio gilipollas se endeudó con la
persona equivocada. Estafó a alguien o molestó a alguien y Ariel estaba en el lugar
equivocado en el momento equivocado. —Se frotó la cara de nuevo—. Pero no importa.
Una vez que eres tonto, es como un tatuaje. Todos pueden verlo. Entonces alguien
morirá por esto. —Alex se preguntó si sería ella—. Me debes el fentanilo. Seis mil
dólares.

Después de que Eitan se fue, le pidió a la enfermera que acercara el teléfono del
hospital. Sacó la tarjeta que Elliot Sandow le había dejado y llamó a su oficina.

—Tomaré su oferta —le dijo ella, cuando su secretaria la conectó—. Pero voy a
necesitar algo de dinero.

—Eso no debería ser un problema —había respondido.

Más tarde, Alex deseó haber pedido más.

Alex lanzó la moneda de la compulsión una vez más. Se puso de pie, ignorando
el latido del dolor que la atravesó. Regresó al escritorio donde había extendido los
garabatos de Darlington junto a su bloc de notas sangriento de Shakespeare.

«Una vez que eres tonto, es como un tatuaje. Todos pueden verlo.»
Sacó su teléfono y llamó a la casa del decano. Su ama de llaves contestó, como
Alex sabía que lo haría. —Hola, Yelena. Es Alex Stern. Tengo algo que dejarle al
decano.

—Él no está en casa —dijo Yelena con su fuerte acento ucraniano—. Pero puedes
traer el paquete.

—¿Sabes a dónde fue? ¿Se siente mejor?

—Sí. Fue a la casa del presidente para una gran fiesta. De Bienvenida. —Alex
nunca había estado en la casa del presidente de la universidad, pero ella conocía el
edificio. Darlington se lo había mostrado: una bonita pila de ladrillos rojos y adornos
blancos en Hillhouse.

—Eso es genial —dijo Alex—. Llegaré en un momento.

Alex le envió un mensaje de texto a Turner: Nos equivocamos. Nos vemos en la casa del
presidente.

Dobló la lista de nombres y se la guardó en el bolsillo. Ella había terminado de


ser la tonta de Sandow. —Está bien, Darlington —susurró—. Vamos a jugar a ser un
caballero.
Traducido por Brig20

Alex se detuvo en su dormitorio para ducharse y cambiarse. Se peinó


cuidadosamente, revisó sus vendas, se puso el vestido que su madre le había comprado.
No quería parecer fuera de lugar. Y si algo malo pasaba, quería tanta credibilidad como
fuera posible. Se sirvió una taza de té y esperó a que North apareciera en la taza.

—¿Tuviste suerte? —preguntó ella, cuando su pálida cara apareció en el reflejo.

—Ninguna de ellas está aquí —dijo—. Algo les pasó a esas chicas. Lo mismo que
le pasó a Daisy. Algo peor que la muerte.

—Encuéntrame fuera de las barreras. Y prepárate. Voy a necesitar tu fuerza.

—La tendrás.

Alex no lo dudó. La magia extraviada había matado a North y a su prometida,


Alex estaba segura de ello. Pero algo más había sucedido después, algo que Alex no
podía explicar. Todo lo que sabía era que eso había evitado que Daisy cruzara el Velo,
donde podría haber encontrado paz.

Se llevó un coche a la casa del presidente. Había un aparcacoches afuera, y a


través de las ventanas, podía ver a la gente abarrotando las habitaciones. Bien. Habría
testigos.

Aún así, le envió un mensaje a Dawes. Sé que estás escondida, pero si algo me pasa, es Sandow.
Dejé un registro en la biblioteca. Sólo pregúntale al libro de Albemarle.

No había respuesta de Turner todavía. Ahora que pensaba que su caso estaba
resuelto, ¿había terminado con ella? Se alegró de la presencia de North a su lado mientras
caminaba por el sendero.
Alex esperaba que alguien revisara los nombres en la puerta, pero entró sin
incidentes. Las habitaciones eran cálidas y olían a lana húmeda y manzanas asadas. Se
quitó su abrigo y lo colgó encima de otros dos en una percha. Podía oír el sonido de un
piano bajo el murmullo de la conversación. Cogió un par de tapas de champiñones
rellenos de un camarero que pasaba. Al diablo si iba a morir con el estómago vacío.

—¿Alex? —preguntó el camarero, y se dio cuenta de que era Colin.

Parecía un poco cansado, pero no angustiado ni enfadado.

—No sabía que también trabajabas para el presidente —dijo Alex con cautela.

—Estoy en préstamo de Belbalm. Tengo que llevarla a casa más tarde si quieres
que te lleve. ¿Trabajas hoy?

Alex agitó la cabeza. —No, sólo vengo a dejar algo. Para el decano Sandow.

—Creo que lo vi junto al piano. Vuelve a la cocina cuando termines. Alguien le


envió a Belbalm una botella de champán y ella nos la trajo.

—Bien —dijo Alex, fingiendo entusiasmo.

Encontró el tocador y entró corriendo. Necesitaba un momento para calmarse,


para entender el comportamiento fácil de Colin. Debería estar loco. Debería odiarla por
descubrir sus conexiones con Tara, por revelar que Pergamino y Llave había compartido
sus secretos con extraños, que habían estado usando drogas ilegales. Incluso si Sandow
había mantenido su nombre fuera de los procedimientos disciplinarios, seguía siendo
una representante de Lethe.

¿Pero no sabía Alex que no habría repercusiones reales? Una palmada en la


muñeca. Una multa. El precio de la sangre era para que alguien más lo pagara. Y, sin
embargo, pensó que habría algún tipo de juicio final.

Alex apoyó sus manos en el lavamanos, mirando al espejo. Parecía exhausta,


sombras oscuras tallando fosos bajo sus ojos. Llevaba una vieja chaqueta negra sobre el
vestido de lana color crema que su madre le había comprado. Ahora se la había quitado.
Su piel se veía pálida y sus brazos tenían la apariencia delgada y áspera de alguien que
nunca ganaría peso. Podía ver el rosa de su herida filtrándose a través de la lana de su
vestido; su nuevo vendaje debía haberse aflojado en los bordes. Quería parecer de buena
reputación, como una chica buena, una chica que lo intentó, alguien en quien confiar.
En cambio, se veía como el monstruo de la puerta.

Alex podía escuchar los sonidos de los vasos tintineando y la conversación


civilizada en la sala de estar. Se había esforzado tanto por ser parte de todo esto. Pero si
este era el mundo real, el mundo normal, ¿realmente quería entrar? Nada había
cambiado nunca. Los malos nunca sufrían. Colin y Sandow y Kate y todos los hombres
y mujeres que habían venido antes que ellos, que habían llenado esas tumbas y hecho su
magia… no eran diferentes de los Lens, Eitans y Arieles del mundo. Tomaban lo que
querían. El mundo podría perdonarlos o ignorarlos o abrazarlos, pero nunca los
castigarían. Entonces, ¿cuál era el punto? ¿Qué sentido tenía que aprobara su GPA y sus
suéteres de cachemira de oferta cuando el juego estaba amañado desde el primer
momento?

Alex recordó a Darlington colocando las polillas de dirección en su piel a la tenue


luz de la armería. Recordó haber visto cómo sus tatuajes se desvanecían, creyendo por
primera vez que todo era posible, que podría encontrar la manera de pertenecer a este
lugar.

«Ten cuidado en el paroxismo del placer », había dicho. La saliva podría revertir la
magia.

Alex convirtió sus manos en puños. Pasó la lengua por los nudillos de su mano
izquierda, hizo lo mismo a la derecha. Por un momento no pasó nada. Alex escuchó el
goteo del grifo.

Entonces la tinta floreció oscura sobre la piel de sus brazos. Serpientes y peonías,
telarañas y cúmulos de estrellas, dos torpes koi girando uno en torno al otro en su bíceps
izquierdo, un esqueleto en un antebrazo, los símbolos arcanos de la Rueda en el otro.
Todavía no tenía idea de lo que significaban esos símbolos. Había sacado esa carta de la
baraja de tarot de Hellie momentos antes de que entraran en una tienda de tatuajes en el
paseo marítimo. Alex se miraba en el espejo mientras su historia se derramaba sobre su
piel, las cicatrices que había elegido para sí misma.
«Somos los pastores». El tiempo para eso se acabó. Mejor ser una serpiente de
cascabel. Mejor ser un chacal.

Alex salió del tocador y se dejó absorber por la multitud, las nubes de perfume,
los trajes y la ropa de punto de Saint Jhon. Vio las miradas nerviosas que se abrieron
paso. No tenía buen aspecto. No parecía sana. Ella no pertenecía.

Vislumbró el cabello grisáceo de Sandow en un grupo de invitados junto al piano.


Estaba equilibrado con un par de muletas. Le sorprendió que no se hubiera curado a sí
mismo, pero tampoco podía imaginarlo arrastrando una docena de cajas de leche de
cabra por las escaleras de Il Bastone sin ayuda.

—¡Alex! —dijo confundido. —Qué inesperado placer.

Alex sonrió calurosamente. —Pude encontrar el archivo que pidió y pensé que
querría saberlo lo antes posible.

—¿Archivo?

—Sobre las escrituras de la tierra. Se remontan a 1854.

Sandow se asustó, y luego se rio poco convincentemente. —Por supuesto.


Olvidaría mi cabeza si no estuviera bien atornillada. Discúlpenos un momento —dijo, y
los guio a través de la multitud. Alex se quedó detrás. Sabía que él ya estaba calculando
lo que ella sabía y cómo interrogarla, tal vez cómo silenciarla. Sacó su teléfono y grabó.
Le hubiera gustado la protección de la multitud, pero sabía que el micrófono nunca sería
capaz de captar su voz en todo el ruido de la fiesta.

—Quédate cerca —le susurró a North, que estaba a su lado. Sandow abrió una
puerta de una oficina; una encantadora y perfectamente cuadrada habitación con una
chimenea de piedra y puertas francesas que daban a un jardín trasero atrapado entre los
restos de nieve y los verdes comienzos del deshielo primaveral—. Después de ti.

—Adelante —dijo Alex.

El decano se encogió de hombros y entró. Dejó sus muletas a un lado y se apoyó


en el escritorio.
Alex dejó la puerta abierta para que fueran al menos parcialmente visibles para
los asistentes a la fiesta. No esperaba que Sandow tomara un pisapapeles elegante y la
golpeara, pero él ya había matado a una chica.

—Asesinaste a Tara Hutchins. —Sandow abrió la boca, pero Alex lo detuvo con
una mano—. No empieces a mentir todavía. Tenemos mucho territorio que cubrir y
querrás ir a toda velocidad. La mataste, o hiciste que la mataran; en un triángulo de
tierra sin usar, uno que supongo que la Fundación Rhinelander va a adquirir.

El decano tomó una pipa de su bolsillo, sacó una bolsa de tabaco y suavemente
comenzó a llenar el tazón. Puso el tubo a su lado sin encenderlo.

Por fin, se cruzó de brazos y se encontró con su mirada. —¿Y qué?

Alex no estaba segura de lo que esperaba, pero no era eso. —Yo…

—¿Y qué, señorita Stern?

—¿Te pagaron? —preguntó ella.

Miró por encima de su hombro, asegurándose de que no quedaba nadie en el


pasillo.

—¿San Elmo? Sí. El año pasado. Mi divorcio me dejó sin nada. Mis ahorros
estaban dilapidados. Debía una pensión alimenticia escandalosa. Pero unos pocos
exalumnos de San Elmo eliminaron todos esos problemas con un solo cheque. Todo lo
que tenía que hacer era proporcionarles un nexo para construir.

—¿Cómo sabían que podías crear uno?

—No lo sabían. Me acerqué a ellos. Había adivinado el patrón durante mis días
en Lethe. Sabía que se repetiría. Estábamos tan atrasados. No creí que tuviera que hacer
nada. Simplemente teníamos que esperar.

—¿Estuvieron las sociedades involucradas en los asesinatos de esas otras chicas?


¿Colina y Daisy y el resto?

Otra vez, él miró hacia atrás. —¿Directamente? También me lo he preguntado a


lo largo de los años. Pero si alguna de las sociedades había resuelto el enigma de crear
un nexo, ¿por qué se habrían detenido en una? ¿Por qué no usar ese conocimiento?
¿Cambiarlo? —Recogió su pipa—. No, no creo que estuvieran involucrados. Este pueblo
es muy peculiar. El Velo es más delgado aquí, el flujo de la magia más fácil. Se
arremolina en los nexos, pero hay magia en cada piedra, en cada pedazo de tierra, en
cada hoja de cada olmo viejo. Y tiene hambre.

—La ciudad... —Alex recordó la extraña sensación que había tenido en la escena
del crimen, la forma en que había reflejado el mapa de la colonia de New Haven. Dawes
había dicho que los rituales funcionaban mejor si se construían alrededor de una fecha
auspiciosa. O un lugar auspicioso—. Por eso elegiste esa intersección para matar a Tara.

—Sé cómo construir un ritual, Alex. Cuando yo quiera. —¿No le había dicho
Darlington que Sandow era un brillante delegado del Lethe? ¿Que algunos de los rituales
que había desarrollado todavía estaban en uso?

—La mataste por dinero.

—Por una gran cantidad de dinero.

—Tomaste el pago del cómite de San Elmo. Les dijiste que podía controlar la
ubicación del próximo nexo.

—Que prepararía un sitio. Pensé que todo lo que tenía que hacer era esperar a
que el ciclo siguiera su curso. Pero no sucedió. Nadie murió. No se formó ningún nexo
nuevo. —Agitó la cabeza, frustrado—. Estaban tan impacientes. Ellos... dijeron que
exigirían la devolución de su dinero, que irían al cómite de Lethe. Tenían que ser
apaciguados. Creé un ritual que sabía que funcionaría. Pero necesitaba una ofrenda.

—Y entonces encontraste a Tara.

—La conocía —dijo Sandow, su voz casi cariñosa—. Cuando Claire estaba
enferma, Tara consiguió su marihuana.

—¿Tu esposa?

—La cuidé durante dos ataques de cáncer de mama y luego me dejó. Ella.... Tara
estaba en mi casa. Escuchó cosas que probablemente no debería haber oído. No estaba
centrado en la discreción. ¿Qué importaba?
¿Qué importaba lo que supiera una chica del pueblo? —Y Tara era agradable,
¿verdad?

Sandow miró hacia otro lado con culpa. Tal vez se la había follado; tal vez sólo
estaba feliz de tener a alguien con quien hablar. Eso era lo que hacías. Te portabas bien
con los clientes. Sandow había necesitado un hombro comprensivo y Tara se lo había
proporcionado.

—Pero entonces Darlington encontró el patrón, el rastro de las chicas.

—De la misma manera que yo. Supongo que era inevitable. Él era demasiado
brillante, demasiado inquisitivo para su propio bien. Y siempre quiso saber qué hacía
diferente a New Haven. Estaba tratando de hacer un mapa de lo invisible. Me lo trajo
de pasada, un ejercicio académico, una teoría descabellada, un posible tema para su
trabajo de postgrado. Pero para entonces…

—Ya habías planeado matar a Tara.

—Ella tomó lo que había oído en mi casa y construyó un pequeño negocio con
ello, haciendo negocios con las sociedades. Estaba muy metida con Llaves y Manuscrito.
Las drogas. Los rituales. Todo se iba a derrumbar. Tenía diecinueve años, consumía
drogas, era una criminal. Ella era...

—Un objetivo fácil. —Igual que yo—. Pero Darlington lo habría descubierto.
Sabía de las chicas que habían venido antes. Era lo suficientemente inteligente como
para conectarlos con Tara. Así que enviaste a la bestia infernal a consumirlo esa noche.

—A los dos, Alex. Pero parece que Darlington fue suficiente para saciar el apetito
de la bestia. O tal vez te salvó en un acto final de heroísmo.

O tal vez el monstruo no quería consumir a Alex. Tal vez sabía que ella podría
arder al caer.

Sandow suspiró. —A Darlington le gustaba hablar de cómo New Haven siempre


estaba al borde del éxito, siempre a punto de caer en la buena suerte y la buena fortuna.
No entendía que la ciudad caminaba por la cuerda floja. Por un lado, el éxito. Por otro
lado, la ruina. La magia de este lugar y la sangre derramada para retenerla es todo lo
que hay entre la ciudad y el final.
«Esta ciudad ha estado jodida desde el principio.»

—¿Lo hiciste tú mismo? —preguntó Alex. —¿O no tuviste las pelotas?

—Una vez fui un caballero de Lethe, ya sabes. Tenía la voluntad. —En realidad
sonaba orgulloso.

Isabel había dicho que Sandow estaba durmiendo por demasiado bourbon en el
estudio de Belbalm la noche en que murió Tara, pero podría haberse escapado de alguna
manera o incluso haber usado el mismo portal mágico que sospechaba que Colin usaba.
Todavía tendría que haber conseguido un glamour; pero por supuesto eso no era un
problema para Sandow. Alex pensó en el espejito que usó para entrar en el apartamento
de Tara y luego en la cárcel. Cuando lo sacó del cajón, tenía una mancha. Pero Dawes
nunca lo habría ensuciado. Alguien lo había usado antes que Alex.

—Usaste la cara de Lance. Drogaste a Tara para que no te hiciera daño y luego
la asesinaste. ¿Enviaste al gluma a buscarme?

—Lo hice. Fue arriesgado, tal vez tonto. No tengo talento para la necromancia.
pero no sabía lo que podrías haber descubierto en la morgue.

Recordó a Sandow sentado frente a ella en la Madriguera, su taza de té posada


en su rodilla, diciéndole que su poder había provocado el ataque del gluma, que ella era
la culpable del asesinato de Tara. —Me dijiste que era mi culpa.

—Bueno, no estabas destinada a sobrevivir. Tenía que decir algo. —Él sonaba
tan razonable—. Darlington sabía que serías un problema. Pero no tenía ni idea de
cuánto.

—Todavía no lo sabes —dijo Alex—. Y Darlington odiaría todo sobre ti.

—Darlington era un caballero. Pero este no es un momento para caballeros.


Recogió su pipa—. ¿Sabes qué es lo terrible?

—¿Que asesinaste a una chica a sangre fría para que unos chicos ricos
construyeran un club de lujo? Parece bastante terrible.
Pero no pareció oírla. —No funcionó —dijo, sacudiendo la cabeza, sus cejas
torcidas arrugando su frente—. El ritual era bueno. Lo construí perfectamente. Pero no
apareció ningún nexo.

—¿Así que Tara murió y tú sigues jodido?

—Lo estuviera si no fuera por ti. Estoy abogando para que Manuscrito sea
despojado de su tumba. San Elmo tendrá un nuevo hogar para el próximo año escolar.
Conseguirán lo que quieren. Conseguiré mi dinero. Así que la pregunta es, Alex: ¿qué
es lo que quieres tú?

Alex lo miró fijamente. En realidad, estaba tratando de negociar con ella. —¿Qué
es lo que quiero? Que dejes de matar gente. No puedes asesinar a una chica y hacer
desaparecer a Darlington. No puedes usarnos a Dawes, a Lethe y a mí porque quieres
vivir en un buen vecindario y conducir un buen auto. Se supone que no deberíamos estar
caminando por la cuerda floja. Somos los malditos pastores.

Sandow se rio. —Somos mendigos en la mesa. Nos tiran pedazos, pero la


verdadera magia, la magia que hace el futuro y salva vidas, les pertenece a ellos. A menos
que tomemos un poco para nosotros mismos.

Levantó su pipa, pero en vez de encenderla, se dio un golpecito en la boca con el


contenido del tazón. Brillaba en sus labios: Astrumsalinas. Poder Estelar. Compulsión.
Se lo había dado a Blake para que lo usara contra Alex esa noche en Il Bastone. La noche
que Sandow envió a Blake Keely a matarla.

«Esta vez, no. »

Alex se acercó a North y, con una prisa repentina, sintió que él se inundaba en
ella, llenándola de fuerza. Se lanzó hacia Sandow.

—¡Quédate ahí! —dijo el decano. Los pasos de Alex se tambaleaban, queriendo


sólo obedecer. Pero la droga no tenía poder sobre los muertos.

«No» dijo North, la voz limpia y verdadera dentro de su cabeza.

—No —dijo Alex. Empujó al decano a una silla. Sus muletas se estrellaron contra
el suelo—. Turner está llegando. Vas a decirle lo que hiciste. No habrá otra tumba para
San Elmo. Esto no va a desaparecer con multas y suspensiones. Todos ustedes van a
pagar. Al carajo con las sociedades, al carajo con Lethe y al carajo contigo.

—¿Alexandra? —Ella y Sandow se voltearon. La profesora Belbalm flotaba en la


puerta, con una copa de champán en la mano—. ¿Qué está pasando aquí? Elliot... ¿estás
bien?

—¡Ella me atacó! —gritó—. No está bien, es inestable. Marguerite, llama a la


seguridad del campus. Consigue que Colin me ayude a someter a Alex.

—Por supuesto —dijo Belbalm, la compulsión arraigándose.

—Profesora, espere… —Alex comenzó. Sabía que era inútil. Bajo la influencia
de Poder Estelar, no habría razonamiento con ella—. Tengo una grabación. Tengo
pruebas...

—Alexandra, no sé qué te ha pasado —dijo Belbalm con un triste movimiento de


cabeza. Luego sonrió y guiñó el ojo—. En realidad, sé exactamente lo que te pasa.
Bertram Boyce North.

—¡Marguerite! —dijo Sandow—. Te dije que...

—Oh, Elliot, para. —La profesora Belbalm cerró la puerta y giró la cerradura.
Traducido SOS por Azhreik

Alex se quedó mirando fijamente. No era posible. ¿Cómo Belbalm estaba


resistiendo el Poder Estelar? ¿Y cómo podía de alguna forma ver a North?

Belbalm colocó su champán sobre un estante de libros. —Por favor, ¿no te


sientas, Alex? —preguntó con el grácil aire de una anfitriona.

—Marguerite —dijo Sandow estrictamente.

—Hace tiempo que necesitamos una charla, ¿verdad? Eres un hombre


desesperado, no uno estúpido, creo. Y el presidente ya está placenteramente
emborrachado y acomodado enfrente del fuego. Nadie nos interrumpirá.

Cauteloso, Sandow se sentó en la silla ante el escritorio.

Pero Alex no estaba lista para obedecer. —¿Puede ver a North?

—Puedo ver su forma —dijo Belbalm—. Metido en tu interior como un secreto.


¿No notaste que mi oficina estaba protegida?

Alex recordaba la sensación de paz que había tenido allí, las plantas que crecían
en las cajas junto a la ventana: menta y mejorana. También florecían en los límites de la
casa de Belbalm, aunque era la parte más dura del invierno. Pero no conseguía entender
lo que Belbalm estaba sugiriendo. —¿Es como yo?

Belbalm sonrió y dio un solo asentimiento. —Somos RondaRueda. Todos los


mundos están abiertos a nosotros. Si somos lo bastante valientes para entrar.

Alex se sintió repentinamente mareada. Se hundió en una silla, el crujido del


cuero fue extrañamente calmante.
Belbalm recogió su champán y se relajó en el asiento frente a ella, elegante y grácil
como siempre, como si fueran una madre e hija que habían venido a reunirse con el
decano.

—Puedes dejarlo salir si quieres —dijo, y Alex tardó un segundo en comprender


que Belbalm se refería a North.

Alex vaciló, luego le dio un suave golpecito a North y él se derramó fuera de ella,
tomando forma junto al escritorio, con ojos cautelosos disparándose entre Alex y
Belbalm.

—No está muy seguro de qué hacer, ¿verdad? —preguntó Belbalm. Inclinó la
cabeza a un lado y una sonrisa animada jugueteó en sus labios—. Hola, Bertie.

North se sobresaltó hacia atrás.

Alex recordaba la tarde iluminada por el sol en la oficina en North & Hijos, el
aserrín aún en los rincones, y una sensación de profunda satisfacción. «¿Qué estás
pensando, Bertie?»

—¿Daisy? —susurró Alex.

El decano Sandow se inclinó hacia delante, mirando a Belbalm. —¿Daisy


Fanning Whitlock?

Pero eso no podía ser.

—Prefiero el francés, Marguerite. Mucho menos provinciano que Daisy, ¿verdad?

North sacudió la cabeza, su expresión se volvió enojada.

—No —dijo Alex—. Vi a Daisy. No solo su foto. La vi a ella. No luce nada


parecida a ella.

—Porque este no es el cuerpo en el que nací. No es el cuerpo que mi arrogante y


adorador Bertie destruyó. —Se giró hacia North, quien la estaba fulminando ahora, con
la cara llena de incredulidad—. No te preocupes, Bertie. Sé que no fue tu culpa. Fue
mía, de cierta forma. —El acento de Belbalm parecía haberse desvanecido, su voz
adoptó las amplias vocales de North—. Tengo tantos recuerdos, pero ese día en la fábrica
es el más claro. —Cerró los ojos—. Aún puedo sentir el sol desparramándose a través
de las ventanas, oler el pulidor de madera. Deseabas una luna de miel en Maine. Maine,
de todos los lugares… Un alma se empujó dentro de mí, frenética, empapada de sangre,
a rebosar de magia. Había pasado mi vida en comunión con los muertos, ocultando mi
don, tomando prestada su fuerza y su conocimiento. Pero nunca un espíritu se había
apoderado de mí de esa forma. —Se encogió de hombros desvalida—. Entré en pánico.
Lo empujé hacia ti. Ni siquiera sabía que pudiera hacer algo semejante.

«Frenética, empapada de sangre, a rebosar de magia.»

Alex había sospechado que algo había salido mal con una pronosticación en
1854, que los Hueseros accidentalmente habían matado al vago que habían utilizado
como víctima. Se había preguntado por qué ese espíritu se había sentido atraído a esa
habitación en particular, por qué había buscado refugio en North, si solo había sido
alguna horrible coincidencia. Pero no, esa magia, esa alma descarriada cortada de su
cuerpo y atrapada entre la vida y la muerte, había sido atraída hacia el poder de una
chica joven. Se había sentido atraída hacia Daisy.

—Fue un error tonto —dijo Belbalm con un suspiro—. Y pagué por ello. No
podías contener esa alma y su ira. Tomó tu arma. Utilizó tu mano para dispararme. Yo
había vivido tan poco y, así de simple, mi vida había acabado.

North empezó a pasearse, aun sacudiendo la cabeza.

Belbalm se hundió en su asiento y soltó un bufido. —Dios mío, Bertie, ¿puedes


ser tan obtuso? ¿Cuántas veces has pasado junto a mí en las calles sin dirigirme una
segunda mirada? ¿Cuántos años te he observado deprimido alrededor de New Haven en
toda tu gloria tipo Byron? Me robaron mi cuerpo, así que tuve que robar uno nuevo. —
Su voz era calmada, medida, pero Alex podía percibir la ira debajo—. Me pregunto,
Bertie, cuántas veces miraste a Gladys sin realmente verla.

«Chicos como este nunca notaban a la servidumbre.» Alex recordaba asomarse por las
ventanas de la oficina de North, ver a Gladys paseando por los cornejos con su bonete
blanco. No… no era correcto. Tenía el bonete en la mano. Era su cabello el que había
sido blanco, lacio y lustroso como la cabeza de una foca. Igual que el de Belbalm.
—Pobre Gladys —dijo Belbalm, descansando la barbilla en la mano—. Te
garantizo que la habrías notado si hubiera sido más bonita. —North estaba mirando a
Belbalm ahora, su expresión atrapada entre creencia y obstinada negación—. Yo no
estaba lista para morir. Dejé mi cuerpo arruinado y reclamé el suyo. Ella fue la primera.

«La primera.»

Gladys O’Donaghue había descubierto los cadáveres de Daisy y North y corrió


gritando por Chapel hasta la calle High, donde las autoridades la encontraron. La calle
High, hasta donde el espíritu desesperado de Daisy la persiguió. La calle High, donde el
primer nexo se creó y donde se construiría la primera de las tumbas.

—¿Poseíste a Gladys? —dijo Alex, intentando encontrar sentido a lo que Belbalm


estaba diciendo. North se había empujado en la cabeza de Alex pero solo durante un
corto tiempo. Sabía que había historias de posesiones, embrujos reales, pero nada
como… lo que sea que esto fuera.

—Temo que esa es una palabra muy amable para lo que le hice a Gladys —dijo
Belbalm suavemente—. Era irlandesa, sabes. Muy obstinada. Tuve que entrar a la fuerza
en ella, igual que esa alma miserable había intentado entrar en mí. Fue una lucha. ¿Sabes
que los irlandeses tienen un tabú contra la palabra “oso”? Nadie sabe por qué
exactamente, pero muy probablemente porque temían que decir la palabra siquiera
invocaría la criatura. Así que lo llamaban “el peludo” o el “comedor de miel”. Siempre
me encantó esa frase. El comedor de miel. Me comí su alma para hacer espacio para la
mía. —Chasqueó la lengua contra sus dientes, sorprendida—. Era muy dulce.

—Eso no es posible —dijo Sandow—. Un Gris no puede sencillamente


apoderarse del cuerpo de alguien. No en una forma permanente. La carne se marchitaría
y moriría.

—Chico astuto —dijo Belbalm—. Pero yo no era una chica ordinaria y no soy
una Gris ordinaria. Mi nuevo cuerpo tenía que ser sustentado y tenía medios para
hacerlo. —Le lanzó a Alex una sonrisa pequeña y traviesa—. Ya sabes que puedes
permitir a los muertos entrar en ti. ¿Nunca te has preguntado qué podrías hacerles a los
vivos?
Las palabras tenían peso, hundiéndose en la comprensión de Alex. Daisy no solo
había matado a Gladys. Eso casi había sido incidental. Había consumido el alma de
Gladys. Fue esa violencia la que había creado un nexo. ¿Entonces qué había creado los
otros nexos? «Mi nuevo cuerpo tenía que ser sustentado».

Gladys había sido la primera. Pero no la última.

Alex se levantó, retrocediendo hacia la repisa de la chimenea. —Las mataste a


todas. Todas esas chicas. Una por una. Te comiste sus almas.

Belbalm dio un solo asentimiento. Fue casi una reverencia. —Y dejé sus cuerpos.
Cascaras para el sepulturero. No es diferente de lo que tú haces cuando atraes a un Gris
dentro de ti por fuerza, pero no puedes imaginar la vitalidad de un alma viva. Podía
sustentarme por años. A veces más tiempo.

—¿Por qué? —preguntó Alex desesperadamente. No tenía sentido—. ¿Por qué


estas chicas? ¿Por qué este lugar? Podrías haber ido a cualquier lugar, hecho cualquier
cosa.

—Incorrecto. —La risa de Belbalm era amarga—. He tenido muchas profesiones.


Cambiado mi nombre y mi identidad, construido vidas falsas para ocultar mi verdadera
naturaleza. Pero nunca llegué a Francia. Ni en mi viejo cuerpo, ni en este. Sin importar
cuántas almas consuma, no puedo marcharme sin empezar a descomponerme.

—Es la ciudad —dijo Sandow—. Necesitas New Haven. Aquí es donde vive la
magia.

Belbalm golpeó su palma contra el brazo de la silla. —Este vertedero de ciudad.

—No tenías derecho —dijo Alex.

—Por supuesto que no. —Belbalm lucía casi confundida—. ¿Los chicos de
Calavera y Huesos tienen el derecho de diseccionar a esos pobres hombres? —Señaló a
Sandow con la barbilla—. ¿Él tenía el derecho a asesinar a Tara?

Sandow se sobresaltó de sorpresa.

—¿Lo sabías? —preguntó Alex—. ¿También te comiste el alma de ella?


—No soy un perro que llega corriendo cuando la campana de la cena suena. ¿Por
qué me conformaría con un alma como esa cuando tengo un festín dispuesto ante mí?

—Oh —dijo Sandow, presionándose las yemas de los dedos—. Ya veo. Alex, se
refiere a ti.

La mirada de Belbalm era fría. —No luzcas tan complacido, Elliot. No estoy aquí
para arreglar tus errores, y no tengo intención de desperdiciar mi tiempo preocupándome
porque compartas mis secretos. Vas a morir en esa silla.

—Creo que no, Marguerite. —Sandow se levantó, su cara impregnada con la


misma determinación que poseía la noche del ritual de la luna nueva, cuando había
mirado a los fuegos del infierno—. El toque de queda marca el fin de un día de partida, el
viento bajo lentamente hace caer las hoj…

North se echó hacia atrás bruscamente. Lanzó una mirada desesperada a Alex,
aferrándose fútilmente a las paredes mientras empezaba a desvanecerse a través del
estante de libros, luchando con su exilio incluso mientras el miedo a las palabras de
muerte se apoderaba de él.

—¡North! —gritó Alex, extendiendo su mano hacia él, intentando tirar de él de


vuelta a su interior. Pero era demasiado tarde. Desapareció a través de la pared.

—El labrador camino a casa anda su camino cuidadosamente. —declaró Sandow, su


voz resonando muy alto en la habitación—. Y abandona el mundo a la oscuridad y a mí…

Belbalm se levantó lentamente de su silla y se sacudió las mangas de su elegante


túnica negra. —¿Poesía, Elliot?

Palabras de muerte. Pero Belbalm no temía a la muerte. ¿Por qué lo haría? Ya la


había conocido, ya la había superado.

Sandow enfocó sus ojos duros en Belbalm. —Tal vez en este lugar olvidado yace algún
corazón una vez embarazado del fuego celestial…

Belbalm inhaló profundamente y lanzó su mano hacia Sandow… el mismo gesto


que Alex había utilizado para dar la bienvenida a Hellie, para atraer a North a su interior.
—¡Alto! —gritó Alex, lanzándose a través de la habitación. Sujetó el brazo de
Belbalm, pero su piel era tan dura como el mármol, no se movió.

Los ojos de Sandow sobresalieron y el silbido de una tetera empezando a hervir


emergió de sus labios separados. Jadeó y cayó de vuelta a la silla, con suficiente fuerza
para hacerla rodar por el piso. Sus manos sujetaron los descansabrazos. El sonido se
desvaneció, pero el decano permaneció sentado derecho, mirando a la nada, como un
mal actor imitando el shock.

Belbalm frunció los labios con disgusto y primorosamente se limpió la comisura


de la boca. —Un alma como una manzana harinosa.

—Lo mataste —dijo Alex, incapaz de apartar la vista del cadáver del decano.

—¿Se merecía algo mejor? Los hombres mueren, Alexandra. Rara vez es una
tragedia.

—No pasará más allá del Velo, ¿verdad? —dijo Alex, empezando a
comprender—. Te comiste sus almas y nunca siguieron adelante. —Por eso North no
había sido capaz de encontrar a Gladys o alguna de las otras chicas al otro lado. ¿Y qué
había sido del alma de Tara, sacrificada en el ritual de Sandow? ¿A dónde había ido al
final?

—Te he molestado. Lo veo. Pero sabes lo que es labrarse un lugar en el mundo,


tener que pelear por tu vida a cada giro. No puedes imaginar lo peor que era en mis
tiempos. Las mujeres eran enviadas a las casas de locos porque leían demasiados libros
o porque sus esposos se cansaban de ellas. Había muy pocos caminos abiertos a nosotras.
Y el mío me fue robado. Así que me forjé uno nuevo.

Alex pinchó con un dedo a Belbalm. —No puedes convertir esto en alguna clase
de manifiesto feminista. Forjaste tu nuevo camino a partir de las vidas de otras chicas.
Chicas inmigrantes. Chicas de color. Chicas pobres. —«Chicas como yo»—. Solo para que
pudieras comprarte unos cuantos años más.

—Es mucho más que eso, Alexandra. Es un acto divino. Con cada vida que tomé,
pronto vi un nuevo templo elevado a mi gloria… construido por chicos que nunca se
detenían a preguntarse por el poder que reclamaban, solo lo tomaban como si se les
debiera. Juegan con magia mientras yo confecciono inmortalidad. Y tú serás parte de
ella.

—Que afortunada. —Alex no tenía que preguntar a qué se refería. Belbalm había
rechazado la ofrenda de Sandow porque no había deseado arruinarse el apetito—. Yo
soy el premio.

—He aprendido paciencia en esta larga vida, Alexandra. No sabía lo que era
Sophie cuando la conocí, ¿pero cuando consumí su alma? Era salvaje y enérgica, amarga
como corteza de tejo, un rayo en la sangre. Me sustentó durante más de cincuenta años.
Entonces, justo cuando empezaba a debilitarme y envejecer, Colina apareció. Esta vez
reconocí el olor de su poder. La olí en el estacionamiento de una iglesia y la seguí durante
cuadras.

Sus muertes habían sido los cimientos de las tumbas de San Elmo y Manuscrito.

¿Cuál era la palabra que Belbalm había utilizado? —Eran RondaRuedas.

—Era como si hubieran sido atraídas aquí para alimentarme. Igual que tú.

Por eso los asesinatos se habían detenido en 1902. Las chicas habían muerto en
rápida sucesión durante los últimos años de 1800 conforme Daisy se alimentaba de
chicas ordinarias para permanecer viva. Pero entonces había encontrado a su primera
RondaRueda, Sophie Mishkan, una chica con un poder igual al suyo. Esa alma la había
mantenido saciada hasta 1958, cuando Belbalm había asesinado a Colina Tillman, otra
chica dotada. Y ahora era el turno de Alex.

«Esta Ciudad» ¿New Haven atraía RondaRuedas aquí? Daisy. Sophie. Colina.
¿Alex siempre había estado en curso de colisión con este lugar y este monstruo? ¿Magia
alimentando magia?

—¿Cuándo supiste lo que yo era? —preguntó Alex.

—Desde el momento que nos conocimos. Deseaba dejarte madurar un tiempo.


Lavar la peste de lo común en ti. Pero… —Belbalm se encogió de hombros
profundamente. Lanzó la mano.
Alex sintió un repentino dolor en el pecho, como si un gancho se hubiera alojado
debajo de su esternón, enganchado en su corazón. A su alrededor, vio llamas azules
encenderse, un anillo de fuego rodeándola y a Belbalm. Una Rueda. Se vio caer.

Hellie había sido luz de sol. North había sido frío humo de carbón. Belbalm era
dientes.

Alex estaba meciéndose junto a la parrilla en el diminuto balcón en Zona Cero,


el olor del carbón era espeso en el aire, la contaminación manchaba las colinas en la
distancia. Podía sentir la grabación del bajo temblando a través de sus pies descalzos.
Levantó el pulgar, tapando la luna ascendente, luego la hizo reaparecer.

Una mujer estaba inclinada sobre su cuna, alcanzándola una y otra vez, sus
manos pasaban a través del cuerpo de Alex. Sollozaba, con lágrimas plateadas que caían
en los brazos regordetes de Alex y se desvanecían a través de su piel.

Hellie tenía agarrada la mano de Alex. La estaba jalando por el paseo de Venice.
Deslizó el nueve de Bastos de una baraja de tarot. Alex ya había tenido una carta en sus
manos. «De ninguna forma voy a dejar que me tatúen eso encima,» dijo Hellie. «Déjame sacar
otra.»

Len tomó uno de los brazaletes de cuero de su brazo y lo amarró alrededor de la


muñeca de Alex. «No le digas a Mosh,», susurró. Su aliento olía a pan agrio, pero Alex
nunca había estado tan feliz, nunca se había sentido tan bien.

Su abuela estaba parada enfrente de la estufa. Alex olió comino, carne


rostizándose en el horno, saboreó miel y nueces en la lengua. «Ahora comemos vegetariano»
dijo Mira. «En tu propia casa» dijo su abuela. «Cuando ella viene aquí, la alimento de fuerza.»

En el jardín, un hombre seguía podando los arbustos que nunca cambiaban,


entrecerrando los ojos hacia el sol incluso en los días nublados. Intentaba hablar con
Alex, pero ella no podía escuchar una palabra.
Uno por uno, Alex sintió los recuerdos arrancados como hebras, atrapados en las
puntas de los dientes de Belbalm, desbaratándola pedazo a pedazo. Belbalm (Daisy) los
deseaba todos, los buenos y los malos, los tristes y los dulces, todos igualmente
deliciosos.

No había lugar a dónde correr. Alex intentó recordar el olor del perfume de su
madre, el color del sofá en la sala común, cualquier cosa que la ayudara a aferrarse a sí
misma mientras Daisy la devoraba.

Necesitaba a Hellie. Necesitaba a Darlington. Necesitaba… ¿cuál era su nombre?


No podía recordarlo, una chica con cabello rojo, audífonos alrededor de su cuello.
«¿Pammie?»

Alex estaba aovillada en la cama. Estaba rodeada por monarcas que se volvían
polillas. Un chico estaba detrás de ella, acurrucado contra ella. Decía: «Te serviré hasta el
fin de los días.»

Los dientes de Belbalm se hundieron más profundamente. Alex no podía


recordar su cuerpo, sus brazos. Pronto se habría ido. ¿Había algo de alivio junto con el
miedo? Cada tristeza y pérdida y errores serían borrados. No sería nada en absoluto.

Belbalm iba a abrirla. Iba a beberse a Alex hasta dejarla seca.

Una oleada se elevaba sobre la plaza de piedra de Beinecke; un hermoso chico de


cabello oscuro estaba gritando: «¡Deja que todo se vuelva océano!»

Podría ir a la deriva en el Pacifico, más allá de Catalina, ver los ferris ir y venir.

La ola se azotó sobre la plaza, llevándose a una marea de Grises. Alex recordaba
encogerse en el piso de esa hermosa biblioteca, lagrimas corriéndole por las mejillas,
cantando las viejas canciones de su abuela, diciendo las palabras de su abuela. Se había
estado ocultando de los Grises, ocultándose detrás de… Darlington, su nombre era
Darlington… Darlington en su abrigo oscuro. Se había estado ocultando igual que había
hecho su vida entera. Se había sellado lejos del mundo de los vivos, para estar libre de
los muertos.

Deja que todo se vuelva océano.


«Alexandra». La voz de Belbalm. Una advertencia. Como si conociera el
pensamiento tan pronto entraba en la cabeza de Alex.

No deseaba ocultarse más. Se había creído una sobreviviente, pero no había sido
mejor que un perro apaleado, lanzando dentelladas y gruñendo a cualquier intento de
permanecer viva. Ahora era más que eso.

Alex dejó de luchar. Dejó de intentar cerrarse de Belbalm. Recordaba su cuerpo,


recordaba sus manos. Lo que tenía intención de hacer era peligroso. Le alegraba.

Deja que todo se convierta en océano. «Déjame convertirme en la inundación.»

Lanzó sus brazos a los lados y se abrió.

Instantáneamente los sintió, como si ellos hubieran estado esperando, naves en


un mar infinito, siempre buscando el horizonte oscuro, esperando alguna luz, algún faro
que los guiara. A través de New Haven los sintió. Por Hillhouse. Más allá de Prospect.
Sintió a North trepando desde el antiguo sitio de la fábrica, donde las palabras de muerte
lo habían lanzado, sintió a ese niño siempre buscando conseguir boletos fuera del
desvanecido Coliseo, sintió al Gris corriendo afuera de Payne Whitney, sintió a un
millar de otros Grises a los que nunca se había permitido mirar: ancianos que habían
muerto en sus camas; una mujer empujando un cochecito de bebé aplastado con manos
destrozadas, un chico con una herida de bala en la cara, alcanzando ciegamente el peine
en su bolsillo. Un alpinista deshidratado cojeaba por la colina de East Rock, arrastrando
su pierna rota detrás de él, y allá en Westville, en el laberinto arruinado de Black Elm,
Daniel Tabor Arlington III se apretó la bata de baño y aceleró hacia ella, con un
cigarrillo aun colgándole de la boca.

«Vengan a mí», rogó. «Ayúdenme». Les permitió sentir su terror, su miedo ardiendo
como una atalaya, su anhelo por vivir otro día, otra hora, iluminando el camino.

No tenían fin, flotando por las calles, más allá del jardín, a través de las paredes,
abarrotando la oficina, abarrotando a Alex. Llegaron en una oleada que se alzaba.

Alex sintió a Belbalm retroceder y repentinamente pudo ver la habitación, ver a


Belbalm ante ella, con el brazo estirado, los ojos ardientes. La Rueda aún las rodeaba,
de unas llamas azul brillante. Estaban en el centro, rodeadas por sus rayos.
—¿Qué es esto? —siseó Belbalm.

—¡Llamen a las faltantes! —gritó Alex—. ¡Llamen a las perdidas! Conozco sus
nombres. —Y los nombres tenían poder. Los dijo uno detrás de otro, un poema de chicas
perdidas—. ¡Sophie Mishkan! ¡Colina Tillman! ¡Zuzanna Mazurski! ¡Paoletta DeLauro!
¡Effie White! ¡Gladys O’Donaghue!

Los Muertos susurraron sus nombres, los repitieron, acercándose, una oleada de
cuerpos. Alex podía verlos amontonados en el jardín, mitad fuera y mitad dentro de las
paredes. Podía escucharlos gimiendo Sophie, Colina, Zuzanna, Paoletta, un lamento en
ascenso.

Los Grises estaban hablando, llamando los restos de esas almas, un murmullo de
voces que se elevó en un coro roto, más y más alto.

—Alexandra —siseó Belbalm, y Alex pudo ver el sudor en su ceño—. No las


entregaré.

Ya no dependía de ella.

—Mi nombre es Galaxy, jodida glotona.

Ante el sonido del nombre de Alex, los Grises soltaron un suspiro unificado que
se desplazó por la habitación. Revoloteó el dobladillo de Alex, hizo retroceder el cabello
de Belbalm de su cara. Sus ojos se pusieron amplios y blancos.

Una chica pareció emerger de su interior, pelándose de Belbalm como una pálida
piel de cebolla. Tenía gruesos rizos oscuros y vestía el delantal de una trabajadora de
fabrica sobre una blusa y falda grises. Una rubia con un sombrero emplumado apareció,
con la piel como un albaricoque desvaído, su vestido a rayas tenía el cuello alto, su
cintura estaba constreñida a una talla imposible; luego una chica negra, destellaba en un
suéter rosa claro y una falda circular, su cabello estaba acomodado en ondas brillantes.
Una tras otras, tiraron de sí para apartarse de Belbalm, uniéndose a la multitud de Grises.

Gladys fue la última y no deseaba venir. Alex podía sentirlo. A pesar de todos los
años que había pasado encogiéndose dentro de la consciencia de Daisy, temía dejar su
cuerpo.
—No puede conservarte —suplicó Alex—. No temas.

Una chica emergió, apenas visible, una sobra de Gris. Era una versión mucho
más joven de Belbalm, más esbelta y de rasgos más afilados, su cabello blanco atado en
una trenza. Gladys giró su mirada para mirarse a sí misma, a Belbalm en su túnica negra
y anillos. Extendió las manos como para mantenerla alejada, aún asustada,
encogiéndose en la multitud mientras las otras chicas la reunían con ellas.

Belbalm abrió la boca como para gritar, pero el único sonido que emergió fue ese
silbido como de tetera que Alex había escuchado hacer al decano.

North estaba ahora junto a Alex; tal vez había estado allí todo el tiempo.

—No es un monstruo —dijo, rogando—. Solo es una chica.

—Ella lo sabía bien —dijo Alex. No había espacio para la misericordia—. Solo
pensaba que su vida era más importante que todas las nuestras.

—No sabía que ella era capaz de semejantes cosas —dijo él por encima del clamor
de la multitud—. Nunca supe que tenía un corazón semejante.

—Nunca la conociste en absoluto.

La cuidadosa Daisy, que había mantenido sus secretos, que había visto
fantasmas, que había anhelado ver el mundo. La salvaje Daisy, segada antes de que
pudiera empezar a vivir siquiera. La cruel Daisy, que había rechazado su destino y había
robado vida tras vida para mantenerse alimentada.

Alex dijo el nombre final. —¡Daisy Fanning Whitlock!

Lanzó la mano y sintió el espíritu de Daisy acercarse un centímetro, lentamente,


renuentemente, luchando por aferrarse a su cuerpo como una planta determinada a
enterrar sus raíces en el suelo y permanecer.

Alex tomó fuerza de los Grises que la rodeaban, que pasaban a través de ella.
Dejó que su mente formara dientes, los dejó hundirse en la consciencia de Daisy. Tiró.

El alma de Daisy se abalanzó hacia ella. Alex la liberó antes que pudiera entrar
y apoderarse de ella.
Durante el momento más breve, atisbó una chica de cabello oscuro, con cara de
hada, con amplias faldas y mangas abullonadas. Su pecho había sido abierto por un
disparo; su boca estaba estirada en un grito. Los Grises se adelantaron.

North se lanzó frente a Daisy. —Por favor —dijo—. ¡Déjenla en paz!

Pero Gladys dio un paso al frente, delgada como el aire. —No.

—No —repitieron en coro las chicas perdidas. Sophie y Zuzanna, Paoletta y Effie
y Colina.

Los Grises avanzaron más allá de North. Cayeron sobre Daisy en una horda
arremolinada.

—Mors irrumat omnia —susurró Alex. La muerte nos jode a todos.

La Rueda giró y Alex sintió que su estómago daba un tirón. Lanzó las manos al
frente, intentando encontrar algo, cualquier cosa, a la que aferrarse. Se azotó contra algo
sólido, cayó de rodillas. La habitación repentinamente se quedó quieta.

Alex estaba sobre el piso alfombrado de la oficina del presidente. Levantó la vista,
con la cabeza aun dándole vueltas. Los Grises habían desaparecido… todos excepto el
Novio. Podía escuchar su propio corazón golpeteando en su pecho y, a través de la
puerta, los sonidos de la fiesta. El decano yacía muerto en la silla de escritorio. Cuando
cerró los ojos, una imagen pasajera de la Rueda ardió azul contra sus parpados.

El cuerpo de Belbalm había colapsado sobre sí, su piel se disolvió en una carcasa
granulosa, sus huesos se desintegraron cuando el peso de un centenar de años le cayó
encima. Era poco más que una pila de cenizas.

El Novio estaba parado mirando fijamente el montón de polvo que alguna vez
había sido una chica. Se arrodilló y estiró la mano, pero sus manos pasaron a través.

Alex utilizó el borde del escritorio para ponerse en pie. Se tambaleó hasta las
puertas francesas que conducían al jardín. Sus piernas se sentían temblorosas. Estaba
bastante segura que la herida en su costado se había reabierto. Desenganchó la puerta y
el aire frío pasó soplando. Se sentía limpio en sus mejillas calientes y desparramó las
cenizas de Belbalm.
Impotente, North las observó elevarse de la alfombra.

—Lo lamento —murmuró Alex—. Pero tienes un gusto de mierda en mujeres.

Miró el cuerpo del decano e intentó lograr que su mente funcionara, pero se sentía
exprimida, vacía. No podía aferrarse a sus pensamientos. En el jardín los narcisos apenas
estaban abriéndose paso a través del suelo de las camas de flores.

«Turner», pensó. ¿Dónde estaba? ¿Había recibido su mensaje?

Sacó su teléfono. Había un mensaje del detective. Trabajando en un caso. Quédate tranquila.
Llamaré cuando termine. NO HAGAS NADA ESTÚPIDO.

«Es como si ni siquiera me conociera.»

Una explosión de risa explotó a través de la puerta. Necesitaba pensar. Si los


registros de las otras muertes causadas por Daisy eran correctos, entonces la muerte de
Sandow muy probablemente luciría como un ataque al corazón o un derrame cerebral.
Pero Alex no se iba a arriesgar. Podría escabullirse por el jardín, pero la gente la había
visto entrar en la oficina con él. No había sido precisamente discreta.

Tendría que volver a deslizarse en la fiesta, intentar mezclarse. Si alguien


preguntaba, diría que la última vez vio al decano hablando con la profesora Belbalm.

—North —dijo. Él levantó la vista desde donde había estado arrodillado—.


Necesito tu ayuda.

Era posible que no estuviera dispuesto, que la culpara a ella por la muerte final
de Daisy. Alex se preguntaba si los Grises dejarían cualquier parte de ella para que
atravesara el Velo. La presencia de North aquí, su pena, no lo hacían parecer probable.

Lentamente, North se levantó. Sus ojos eran oscuros y tan llenos de duelo como
siempre, pero había una nueva cautela en ellos al mirar a Alex. «¿Me tiene miedo?» No le
molestaba la idea. Tal vez él lo pensaría dos veces antes de saltar a su cráneo de nuevo.
Aun así, lo lamentaba por North. Ella conocía la pérdida, y él había perdido a Daisy dos
veces; primero la chica a la que amaba, y luego el sueño de quien ella había sido.

—Necesito que te asegures que no hay nadie en el pasillo —dijo Alex—. Nadie
puede verme dejar esta habitación.
North atravesó la puerta, y durante un largo momento Alex se preguntó si
sencillamente la dejaría aquí con un cadáver y una alfombra cubierta con maldad en
polvo.

Entonces él atravesó la pared de nuevo y asintió a que todo estaba despejado.

Alex se obligó a caminar. Se sentía extraña, muy abierta y expuesta, una casa con
todas sus puertas abiertas de par en par.

Se alisó el cabello, tironeó del dobladillo de su vestido. Tendría que actuar


normal, fingir que nada había sucedido. Pero Alex sabía que ese no sería un problema.
Lo había estado haciendo su vida entera.
Decimos “el Velo”, pero sabemos que hay muchos Velos, cada barrera
entre nuestro mundo y el más allá. Algunos Grises permanecen secuestrados
detrás de todos, para nunca regresar a los vivos; otros tal vez sean
atisbados en nuestro mundo por aquellos dispuestos a arriesgarse con la
Bala de Hiram, y otros podrían clavarse aún más profundamente en nuestro
mundo para ser vistos y escuchados por la gente ordinaria. Sabemos Tambien
que existen muchas fronteras donde los Muertos pueden relacionarse con los
vivos, y hemos sospechado desde hace mucho que existen muchas vidas después
de la muerte. Una conclusión natural es que existen tambien muchos
infiernos. Pero si hay lugares semejantes, permanecen opacos a nosotros,
desconocidos y sin descubrir. Porque no existe explorador tan intrépido o
atrevido que se atreviera a transitar por el camino al infierno sin importar
cómo pueda estar pavimentado.
—de La vida de Lethe: Procedimientos y
Protocolos de la Novena Casa.

Cuando ganeden esta acerrado, guehinam esta siempre abierto.


Mientras el Jardin del Eden puede estar cerrado, el Infierno siempre está
abierto.
—Dicho Ladino
Traducido por Zulex

Alex se encontró a Dawes en la Madriguera y caminaron por Elm hasta Payne


Whitney, en la intersección que Sandow había elegido para su ritual de asesinato, el
lugar donde Tara Hutchins había muerto. Propicio. Las Flores de primavera habían
comenzado a emerger en los bordes de la tierra vacía, azafrán purpura pálido, pequeñas
campanillas blancas de lirio de los valles en sus vacilantes cuellos doblados.

A Alex le costaba estar lejos de las barreras. Toda su vida había visto a los Grises,
los Silenciosos, los había llamado. Ya no se quedaban callados. Podía escucharlos ahora.
La mujer muerta vestida con un camisón cantando suavemente para sí fuera de la
escuela de música. Dos hombres jóvenes con abrigos y pantalones, encaramados en la
cerca del Campus Antiguo, intercambiando chismes, los lados izquierdos de sus cuerpos
carbonizados por el fuego de hace mucho tiempo. Incluso ahora tenía que ignorar
activamente al remero ahogado que corría a toda velocidad fuera del gimnasio. Podía
escuchar su respiración pesada. ¿Cómo era eso posible? ¿Por qué un fantasma necesitaría
respirar? ¿Era solo el recuerdo de necesitar aire? ¿Un viejo hábito? ¿O una actuación de
ser humano?

Ella sacudió la cabeza un poco. Encontraría una manera de silenciarlos de alguna


manera o perdería la cabeza intentándolo.

—¿Alguien hablando? —preguntó Dawes, manteniendo su voz baja.

Alex asintió y se frotó las sienes. Ella no sabía cómo iba a solucionar este
problema en particular, pero sabía que tenía que asegurarse de que los Grises no se
dieran cuenta de que todavía podía escucharlos, no cuando muchos estaban
desesperados por conectarse con el mundo de los vivos.
No había visto a North desde la tarde de la fiesta en la casa del presidente. Quizás
estaba en algún lugar afligido por lo que Daisy se había convertido. Tal vez había creado
un grupo de apoyo al otro lado del Velo para las almas que había mantenido cautivas
durante tantos años. Alex no lo sabía.

Recorrieron el perímetro de la tierra que el decano había destinado a San Elmo.


Alex esperaba que las flores crecieran sobre el lugar donde Tara había muerto. Ella había
enviado la grabación de la confesión de Sandow al cómite de Lethe. Fue horrible, ellos
acordaron. Grotesco. Pero sobre todo fue peligroso. Incluso si el ritual de Sandow había
fallado, no querían que nadie tuviera la idea de que podría haber una forma de crear un
nexo a través del ritual de homicidio, y no querían que Lethe se relacionara con la
muerte de Tara. Excluyendo a algunos miembros del cómite, todos todavía creían que
Blake Keely era el responsable del asesinato, y Lethe tenía la intención de mantenerlo
así.

Esta vez, Alex no iba a presionar. Tenía demasiados secretos nuevos que
necesitaba guardar. La muerte de Sandow se atribuyó a un ataque cardíaco repentino y
masivo durante su fiesta de bienvenida. Había tenido una mala caída solo unas pocas
semanas antes. Estaba bajo un tremendo estrés financiero. Su fallecimiento había sido
motivo de tristeza, pero había llamado poca atención, especialmente porque Marguerite
Belbalm había desaparecido después de ser vista con él en la misma fiesta. La última vez
que la vieron entrando en la oficina del presidente fue para hablar con el decano Sandow.
Nadie sabía dónde estaba o si había sufrido daños, y la policía de New Haven había
abierto una investigación.

Lethe no tenía idea de qué había sido Belbalm o cómo estaba conectada con la
muerte de Sandow. Alex se había asegurado de cortar la grabación antes de que la
profesora entrara a la oficina. El cómite de Lethe nunca había escuchado el término
"Wheelwalker" y nunca lo harían, porque a menos que Alex estuviera muy equivocada,
ella tenía la capacidad de crear un nexo en cualquier momento que quisiera, todo lo que
tenía que hacer era desarrollar un gusto por las almas. Había visto cómo trabajaban
Lethe y las sociedades. Eso no era conocimiento que ninguno de ellos necesitara.
Dawes miró la hora en su teléfono, y en silencioso acuerdo dejaron atrás Payne
Whitney y giraron a la derecha por la calle Grove. Más adelante, Alex vio el enorme
mausoleo de Libro y Serpiente, un sombrío bloque de mármol blanco rodeado de hierro
forjado negro. Ahora que Alex sabía que no habían enviado al gluma tras ella, que no
habían tenido ninguna participación en lo que le sucedió a Tara, tuvo que preguntarse
si podrían ayudarla a encontrar el alma de Tara. Aunque no le gustaba la idea de meterse
debajo de ese pórtico o de lo que los Letrados podían exigir a cambio, Lethe le debía a
Tara Hutchins algún tipo de descanso. Pero eso tendría que esperar. Tenía que realizar
otra tarea antes de poder ayudar a Tara. Una que ella podría no sobrevivir.

Alex y Dawes pasaron por debajo de las enormes puertas neo-egipcias del
cementerio, debajo de la inscripción que tanto había complacido a Darlington: LOS
MUERTOS SE ALZARÁN.

Tal vez no solo los muertos si Alex se lo propusiera.

Pasaron ante las tumbas de poetas y eruditos, presidentes de Yale. Una pequeña
multitud se reunía en una nueva lápida. El Decano Sandow seguía teniendo la mejor
compañía.

Alex sabía que podría haber exalumnos de Lethe en la multitud hoy, pero a la
única que reconoció fue Michelle Alameddine. Llevaba el mismo abrigo elegante, su
cabello oscuro recogido en un lindo peinado. Turner también estaba allí, pero él le dio
el más mínimo asentimiento. No estaba contento con ella.

—¿Me dejaste un cuerpo para encontrar? —Le había gruñido cuando accedió a
encontrarse con él en Il Bastone.

—Lo siento—había dicho Alex—. Es realmente difícil comprarte algo.

—¿Qué pasó en esa fiesta?

Alex se había apoyado contra la columna del pórtico. Parecía que la casa también
se apoyaba en ella.

—Sandow mató a Tara.

—¿Que le pasó a él?


—Ataque al corazón.

—Como el infierno. ¿Tú lo mataste?

—No tuve que hacerlo.

Turner la miró por un largo momento, y Alex se alegró de que por una vez ella
estuviera diciendo la verdad.

No habían vuelto a hablar desde entonces, y Alex sospechaba que Turner quería
terminar con ella y con todos los de Lethe. No podía culparlo, pero lo sintió como una
perdida. Le habría gustado tener a uno de los buenos en su esquina.

El servicio fue largo pero seco, una recitación de los logros del decano, una
declaración del presidente, unas palabras de una mujer delgada con un vestido azul
marino que Alex se dio cuenta de que era la ex esposa de Sandow. No había Grises en
el cementerio hoy. No les gustaban los funerales, y no había suficiente emoción en esta
tumba para superar su repulsión. A Alex no le importaba el silencio.

Cuando el ataúd del decano fue bajado a la tierra, Alex se encontró con los ojos
de Michelle Alameddine y le dio un breve movimiento de cabeza: una invitación. Ella y
Dawes se alejaron de la tumba, y Alex esperaba que Michelle la siguiera.

Tomaron un camino a la izquierda, más allá de la tumba de Kingman Brewster,


plantada con un árbol de avellanos que florecía amarillo cada año en junio, casi siempre
en su cumpleaños, y que perdió sus hojas en noviembre en el momento de su muerte.
En algún lugar de este cementerio, el primer cuerpo de Daisy fue enterrado.

Cuando llegaron a un rincón tranquilo entre dos figuras de piedra, Dawes dijo:

—¿Estás segura de esto? —Llevaba pantalones de mamá y aretes de perlas al


funeral, pero su moño rojo se había deslizado suavemente hacia un lado.

—No —admitió Alex—. Pero necesitamos toda la ayuda que podamos obtener.

Dawes no iba a discutir. Había estado llena de disculpas una vez que Lethe la
había encontrado en la casa de su hermana en Westport y hubiera escuchado la
verdadera historia por Alex de lo que sucedió en la fiesta del presidente. Además, ella
quería esta búsqueda, esta misión, tanto como Alex. Quizás más.
Alex vio a Michelle dirigirse a través de la hierba. Esperó a que se reuniera con
ellos, luego se lanzó de inmediato. —Darlington no está muerto.

Michelle suspiró. —¿De eso se trata? Alex, entiendo...

—Es un demonio.

—¿Perdón?

—No murió cuando fue devorado por la bestia infernal. Fue transformado.

—Eso no es posible.

—Escucha —dijo Alex—. He pasado algún tiempo en las tierras fronterizas


recientemente.

—¿Por qué no estoy sorprendida?

—Cada vez que oía... bueno, no sé qué eran, ¿Grises? ¿Monstruos? Una especie
de criatura que no era del todo humana en la orilla más oscura. Decían algo que no pude
entender. Al principio pensé que era un nombre, Jonathan Desmond o Jean Du Monde.
Pero eso no fue todo.

—¿Y? —La expresión de Michelle era rígidamente impasible, como si estuviera


luchando por parecer de mente abierta.

—Caballero demoniaco. Eso es lo que decían. Estaban hablando de Darlington. Y


creo que estaban asustados.

«Darlington era un caballero. Pero este no es un momento para caballeros». Alex apenas
había registrado las palabras del decano en ese momento. Pero cuando ella reprodujo la
grabación de su conversación, se quedaron atrapadas en su cabeza. Darlington: el
caballero de Lethe. La gente siempre lo había descrito así. Alex había pensado en él así,
como si de alguna manera él hubiera entrado en la época equivocada.

Pero todavía le había tomado un tiempo descubrirlo, darse cuenta de que las
criaturas en esa orilla oscura siempre habían murmurado esos sonidos extraños cuando
Alex mencionaba a Darlington o incluso pensaba en él. No se habían enojado, se habían
asustado, de la misma manera que los Grises se habían asustado la noche de la
pronosticación. Había sido Darlington quien había dicho "asesino" en el ritual de la luna
nueva, no solo en un eco, sino que era a Sandow a quien había estado acusando, no a
Alex. El hombre que había asesinado a Tara. El hombre que había intentado asesinarlo.
Al menos, Alex esperaba que ese fuera el caso. Daniel Tabor Arlington, siempre el
caballero, un chico de modales infinitos. ¿Pero en qué se había convertido?

—Lo que estás sugiriendo no es posible —dijo Michelle.

—Sé que suena de esa manera —dijo Dawes—. Pero los humanos pueden llegar
a convertirse...

—Conozco el proceso. Pero los demonios se crean de una manera: la unión del
azufre y el pecado.

—¿De qué tipo de pecado estamos hablando? —dijo Alex—. ¿Masturbación?


¿Mala gramática?

—Estás en un cementerio —reprendió Dawes.

—Confía en mí, Dawes. A los muertos no les importa.

—Solo hay un pecado que puede convertir a un hombre en un demonio —dijo


Michelle—. Asesinato.

Dawes parecía afligido. —Él nunca, nunca podría…

—Tú mataste a alguien —le recordó Alex—. Y yo también. "Nunca" es una gran
palabra.

—¿Darlington? —Michelle dijo incrédula—. ¿La mascota del profesor? ¿El


caballero de brillante armadura?

—Hay una razón por la que los caballeros llevan espadas, y no te invite para que
pudiéramos discutir. No quieres ayudar, está bien. Sé lo que sé: una bestia infernal fue
enviada a matar a Darlington. Pero sobrevivió y esa cosa lo cagó en el infierno. Nosotras
vamos a ir a buscarlo.

—¿Nosotras? —dijo Michelle.

—Nosotras —dijo Dawes.


Un viento frío sopló a través de los árboles del cementerio y Alex tuvo que
contener un escalofrío. Se sentía como si el invierno tratara de aferrarse. Se sentía como
una advertencia. Pero Darlington estaba del otro lado de algo terrible, esperando el
rescate. Sandow había robado al chico dorado de Lethe de este mundo, y alguien tenía
que robárselo de vuelta.

—Entonces —dijo ella mientras el viento se levantaba, sacudiendo las nuevas


hojas en sus ramas, gimiendo sobre las lápidas como un doliente perdido por el dolor—
. ¿Quién está lista para ir al infierno?

»«
Traducido por Azhreik

CASAS MAYORES

Calavera y Huesos — 1832

Rico o pobre, todos son iguales en la muerte.

Enseñanzas: Extispice y esplancomancia. Adivinación utilizando entrañas humanas y


de animales.

Alumnos Notables: William Howard Taft, George H. W. Bush, George W. Bush, John
Kerry.

Pergamino y Llave — 1842

Tener poder sobre esta tierra oscura para iluminarla, y poder en este mundo muerto para hacerlo
vivir.

Enseñanzas: Duru dweomer, magia de portal. Proyección astral y etérea.

Alumnos Notables: Dean Acheson, Gary Trudeau, Cole Porter, Stone Phillips.

Libro y Serpiente — 1863

Todo cambia, nada perece.


Enseñanzas: Nekya o nekromanteía, necromancia y conjuro de huesos.

Alumnos Notables: Bob Woodward, Porter Goss, Kathleen Cleaver, Charles Rivkin.

Cabeza de Lobo - 1883

La fuerza de la manada es el lobo. La fuerza del lobo es la manada.

Enseñanzas: Teriantropía.

Alumnos Notables: Stephen Vincent Benét, Benjamin Spock, Charles Ives, Sam
Wagstaff.

Manuscrito —1952

El sueño nos entrega al sueño, y no hay final a la ilusión.

Enseñanzas: Magia de espejos y glamour.

Alumnos Notables: Jodie Foster, Anderson Cooper, David Gergen, Zoe Kazan.

CASAS MENORES

Aureliano — 1910

Enseñanzas: Logomancia: vinculación de palabras y adivinación a través del lenguaje.

Alumnos Notables: Almirante Richard Lyon, Samantha Power, John B. Goodenough.

San Elmo — 1889

Enseñanzas: Tempestate Artium, magia elemental, invocación de tormentas.


Alumnos Notables: Calvin Hill, John Ashcroft, Allison Williams.

Berzelius — 1848

Enseñanzas: Ninguna. Fundada en la tradición de su homologo, Jöns Jacob Berzelius,


el químico que creó un nuevo sistema de notación química que dejó la secrecía de la
alquimia en el pasado.

Alumnos Notables: Ninguno.


Azhreik

Alejandra 122

Alfacris

Ava Rowan Blackburn

Azhreik

Brig20

Carol02

Zulex

Azhreik

Azhreik

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