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Sinopsis
Nunca había volado antes. Mirando hacia abajo desde diez mil pi-
es, podía imaginarme yendo más lejos que Texas.
París. Bali. Machu Picchu. Esos siempre habían sido sueños de al-
gún día.
Pero ahora…
A mi lado, Libby estaba en el cielo, bebiendo un cóctel de cortesía.
—Hora de la foto —declaró—. Suaviza y sostén tus nueces calientes.
Al otro lado del pasillo, una señora le lanzó a Libby una mirada
de desaprobación. No estaba segura de si el objetivo de su desapro-
bación era el cabello de Libby, la chaqueta con estampado de camuf-
laje que se había puesto cuando se deshizo de su bata, su gargantilla
de metal, la ropa que intentaba llevar o el volumen con el que acaba-
ba de decir la frase nueces calientes.
Adoptando mi mirada más arrogante, me incliné hacia mi herma-
na y levanté mis nueces calientes en alto.
Libby apoyó la cabeza en mi hombro y tomó la foto. Giró el teléfo-
no para mostrármelo. —Te lo enviaré cuando aterricemos. —La son-
risa en su rostro vaciló, solo por un segundo—. No lo pongas en lí-
nea, ¿de acuerdo?
Drake no sabe dónde estás, ¿verdad? Reprimí el impulso de recordar-
le que se le permitió tener una vida. No quería discutir. —No lo ha-
ré. —Eso no fue un gran sacri cio de mi parte. Tenía cuentas en las
redes sociales, pero las usaba principalmente para hablar con Max.
Y hablando de…
Saqué mi teléfono. Lo había puesto en modo avión, lo que signi -
caba que no recibiría mensajes de texto, pero la primera clase ofrecía
Wi-Fi gratis.
Le envié a Max una rápida actualización de lo que había pasado, y
luego pasé el resto del vuelo leyendo obsesivamente sobre Tobias
Hawthorne.
Había adquirido su dinero a base de petróleo, y luego se diversi -
có. Esperaba, basándome en la forma en que Grayson había dicho
que su abuelo era un hombre —rico— y en el uso que el periódico
hacía de la palabra lántropo, que fuera una especie de millonario.
Estaba equivocada.
Tobias Hawthorne no era solo “rico” o “adinerado”. No había
ningún término adecuado para lo que era Tobias Hawthorne. Era.
Asquerosamente. Rico. Billones, con b mayúscula. Era la novena perso-
na más rica de los Estados Unidos y el hombre más rico del estado
de Texas.
Cuarenta y seis coma dos mil millones de dólares. Ese era su valor
neto. En lo que respecta a los números, ni siquiera sonaba real. Final-
mente, dejé de preguntarme por qué un hombre que no conocía me
habría dejado algo y empecé a preguntarme cuánto.
Max me envió un mensaje justo antes de aterrizar: ¿Estás jugando
conmigo, playa?
Sonreí. No. Ahora mismo estoy de verdad en un avión a Texas. Prepa-
rándome para aterrizar.
La única respuesta de Max fue: Santo cielo.
Una mujer morena con un traje blanco se reunió con Libby y con-
migo en cuanto pasamos la seguridad. —Señorita Grambs. —Me sa-
ludó con la cabeza, y luego a Libby, mientras añadía un segundo sa-
ludo idéntico—. Señorita Grambs. —Se giró, esperando que la sigui-
éramos. Para mi disgusto, ambas lo hicimos—. Soy Alisa Ortega —
dijo—, de McNamara, Ortega y Jones. —Otra pausa, y luego me mi-
ró de reojo—. Eres una joven muy difícil de encontrar.
Me encogí de hombros. —Vivo en mi coche.
—Ella no vive allí —dijo Libby rápidamente—. Dile que no.
—Estamos muy contentos de que hayas podido asistir. —Alisa
Ortega, de McNamara, Ortega y Jones, no esperó a que yo le dijera
nada. Tuve la sensación de que la mitad de esta conversación era su-
per cial—. Durante su estadía en Texas, deben considerarse huéspe-
des de la familia Hawthorne. Seré su enlace con la empresa. Todo lo
que necesites mientras estás aquí, ven a mí.
¿Los abogados no facturan por horas? Pensé. ¿Cuánto le estaba cos-
tando a la familia Hawthorne está recogida personal? Ni siquiera
consideré la opción de que esta mujer no fuera abogada. Parecía te-
ner veintitantos años. Hablar con ella me dio la misma sensación que
hablar con Grayson Hawthorne. Ella era alguien.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó Alisa Ortega, ca-
minando hacia una puerta automática, su paso no disminuyó en ab-
soluto cuando parecía que la puerta no se abriría a tiempo.
Esperé hasta asegurarme que no se golpearía contra el cristal an-
tes de responder. —¿Qué tal algo de información?
—Tendrá que ser un poco más especí ca.
—¿Sabes qué hay en el testamento? —le pregunté.
—No lo sé. —Señaló un sedán negro que estaba parado cerca de
la acera. Me abrió la puerta trasera. Entré y Libby me siguió. Alisa se
sentó en el asiento del copiloto. El asiento del conductor ya estaba
ocupado. Intenté ver al conductor, pero no pude ver mucho de su ca-
ra.
—Pronto descubrirás lo que hay en el testamento —dijo Alisa, con
palabras tan claras y nítidas como ese traje blanco tan atrevido—.
Todos lo haremos. La lectura está programada para poco después de
su llegada a la Casa Hawthorne.
No la casa de los Hawthorne. Sólo la Casa Hawthorne, como si fuera
una especie de mansión inglesa con un nombre completo.
—¿Es ahí donde nos quedaremos? —preguntó Libby—. ¿Casa
Hawthorne?
Nuestros boletos de regreso habían sido reservados para mañana.
Habíamos hecho las maletas para pasar la noche.
—Tendrás tu elección para elegir las habitaciones —nos aseguró
Alisa—. El señor Hawthorne compró el terreno donde se construyó
la casa hace más de 50 años y pasó cada uno de esos años agregando
cosas a la maravilla arquitectónica que construyó allí. He perdido la
pista del número total de dormitorios, pero son más de treinta. La
Casa Hawthorne es… algo grande.
Esa era la mayor información que habíamos obtenido de ella hasta
ahora. Presioné mi suerte. —¿Supongo que el señor Hawthorne tam-
bién era bastante bueno?
—Buena suposición —dijo Alisa. Ella me miró—. Al señor Hawt-
horne le gustaban los buenos adivinadores.
Entonces me invadió una sensación inquietante, casi como una
premonición. ¿Es por eso por lo que me eligió?
—¿Qué tan bien lo conocías? —Libby preguntó a mi lado.
—Mi padre ha sido el abogado de Tobias Hawthorne desde antes
de que yo naciera. —Alisa Ortega no estaba hablando en voz alta
ahora. Su voz era suave—. Pasé mucho tiempo en la Casa Hawthor-
ne mientras crecía.
No era solo un cliente para ella, pensé. —¿Tienes idea de por qué es-
toy aquí? —pregunté—. ¿Por qué me dejaría cualquier cosa?
—¿Eres de las que salvan el mundo? —Alisa preguntó, como si
fuera una pregunta perfectamente ordinaria.
—¿No? —adiviné.
—¿Alguna vez te ha arruinado la vida alguien con el apellido
Hawthorne? —Alisa continuó.
La miré jamente, y luego me las arreglé para responder con más
con anza esta vez. —No.
Alisa sonrió, pero no llegó a sus ojos. —Qué suerte tienes.
Capítulo 6
2 Señorita en francés.
Capítulo 8
Me quedé afuera unos minutos más. Nada de este día se sentía re-
al. Y mañana, volvería a Connecticut, un poco más rica, con suerte, y
con una historia que contar, y probablemente nunca volvería a ver a
ninguno de los Hawthorne.
No volvería a tener una vista como esta.
Para cuando regresé a la Gran Sala, Jameson Hawthorne había
conseguido milagrosamente encontrar una camisa y una chaqueta de
traje. Sonrió en mi dirección y me dio un pequeño saludo. A su lado,
Grayson se puso rígido, los músculos de su mandíbula se tensaron.
—Ahora que todo el mundo está aquí —dijo uno de los abogados
—, vamos a empezar.
Los tres abogados formaron un triángulo. El que había hablado
compartía el cabello oscuro, la piel marrón y la expresión segura de
Alisa. Supuse que era el Ortega de McNamara, Ortega y Jones. Los
otros dos, presumiblemente Jones y McNamara, estaban a ambos la-
dos.
¿Desde cuándo se necesitaban cuatro abogados para leer un testamento?
pensé.
—Están aquí —dijo el señor Ortega, proyectando su voz a los rin-
cones de la sala—, para oír el último testamento de Tobias Ta ersall
Hawthorne. Siguiendo las instrucciones del señor Hawthorne, mis
colegas distribuirán ahora las cartas que ha dejado para cada uno de
ustedes.
Los otros hombres comenzaron a recorrer la sala, repartiendo sob-
res uno por uno.
—Pueden abrir estas cartas cuando la lectura haya concluido.
Me entregaron un sobre. Mi nombre completo estaba escrito con
caligrafía al frente. A mi lado, Libby miró al abogado, pero él pasó
por encima de ella y siguió entregando sobres a los otros ocupantes
de la habitación.
—El señor Hawthorne estipuló que todas las siguientes personas
deben estar físicamente presentes para la lectura de este testamento:
Skye Hawthorne, Zara Hawthorne—Calligaris, Nash Hawthorne,
Grayson Hawthorne, Jameson Hawthorne, Alexander Hawthorne y
la señorita Avery Kylie Grambs de New Castle, Connecticut.
Me sentí tan fuera de lugar como si hubiera mirado hacia abajo y
descubierto que no llevaba ropa.
—Ya que están todos aquí —continuó el señor Ortega—, podemos
empezar.
A mi lado, Libby deslizó su mano en la mía.
—Yo, Tobias Ta ersall Hawthorne —leyó el señor Ortega—, teni-
endo el cuerpo y mi mente sana, decreto que mis posesiones munda-
nas, incluyendo todos los activos monetarios y físicos, sean reparti-
dos de la siguiente manera.
—A Andrew y Lo ie Laughlin, por los años de leal servicio, les
dejo una suma de cien mil dólares a cada uno, con un alquiler de por
vida y gratuito en Wayback Co age, situada en la frontera occidental
de mi propiedad en Texas.
La pareja mayor que había visto antes se inclinó el uno hacia el ot-
ro. Todo lo que podía pensar era: CIEN MIL DÓLARES. La presen-
cia de los Laughlin no era obligatoria para la lectura del testamento y
acababan de recibir cien mil dólares. ¡Cada uno!
Me esforcé mucho por recordar cómo respirar.
—A John Oren, jefe de mi equipo de seguridad, quien me ha sal-
vado la vida más veces y en más formas de las que puedo contar,
también le dejo el contenido de mi caja de seguridad, que se encu-
entra actualmente en las o cinas de McNamara, Ortega y Jones. Co-
mo una suma de trescientos mil dólares.
Tobias Hawthorne conocía a estas personas, me dije, con el corazón en
alto. Trabajaban para él. Le importaban. Yo no soy nada.
—A mi suegra, Pearl O’Day, le dejo una anualidad de cien mil dó-
lares, más un deicomiso para gastos médicos como se establece en
el apéndice. Todas las joyas de mi difunta esposa, Alice O’Day
Hawthorne, pasarán a su madre cuando yo muera, para ser distribu-
idas como ella crea conveniente.
Nan carraspeó. —No busquen ideas —ordenó a toda la sala—.
Voy a sobrevivir a todos ustedes.
El señor Ortega sonrió, pero luego esa sonrisa vaciló. —Para… —
Hizo una pausa y luego lo intentó de nuevo—. A mis hijas, Zara
Hawthorne—Calligaris y Skye Hawthorne, les dejo los fondos nece-
sarios para pagar todas las deudas acumuladas a partir de la fecha y
hora de mi muerte. —El señor Ortega se detuvo de nuevo, sus labios
se unieron. Los otros dos abogados miraron jamente al frente, evi-
tando mirar directamente a cualquier miembro de la familia Hawt-
horne.
—Además, le dejo a Skye mi brújula, que siempre conozca el ver-
dadero norte, y a Zara, le dejo mi anillo de bodas, que ame tan
completa y rmemente como yo amé a su madre.
Otra pausa, más dolorosa que la anterior.
—Continúa. —Eso vino del marido de Zara.
—A cada una de mis hijas —leyó lentamente el señor Ortega—,
más allá de lo ya dicho, dejo una herencia única de cincuenta mil dó-
lares.
¿Cincuenta mil dólares? Apenas había pensado en esas palabras cu-
ando el marido de Zara las repitió en voz alta, furioso. Tobias Hawt-
horne dejó a sus hijas menos de lo que dejó a su equipo de seguridad.
De repente, la referencia de Skye a Grayson como heredero aparente
adquirió un nuevo signi cado.
—Tú hiciste esto. —Zara se volteó hacia Skye. No levantó la voz,
pero de todas formas esta fue mortal.
—¿Yo? —dijo Skye, indignada.
—Papá nunca fue el mismo después de la muerte de Toby — con-
tinuó Zara.
—Desapareció —corrigió Skye.
—¡Dios, escúchate! —Zara perdió el control de su tono—. Te me-
tiste en su cabeza, ¿verdad, Skye? Batiste las pestañas y lo convencis-
te de que nos dejara en paz y que dejara todo a tus…
—Hijos. —La voz de Skye era nítida—. La palabra que buscas es
hijos.
—La palabra que ella está buscando son bastardos. —Nash Hawt-
horne tenía el acento tejano más marcado de todos los presentes—.
No es como si no lo hubiéramos escuchado antes.
—Si hubiera tenido un hijo… —La voz de Zara se escuchó.
—Pero no lo hiciste. —Skye dejó que eso se asimilara—. ¿Lo hicis-
te, Zara?
—Ya es su ciente. —El marido de Zara intervino—. Vamos a solu-
cionar esto.
—Me temo que no hay nada que arreglar. —El señor Ortega vol-
vió a entrar en la escena—. Verá que el testamento está blindado, con
importantes desincentivos para cualquiera que se vea tentado a de-
sa arlo.
Traduje eso como, cállate y siéntate.
—Ahora, si puedo continuar… —El señor Ortega volvió a mirar el
testamento que tenía en sus manos—. A mis nietos, Nash Westbrook
Hawthorne, Grayson Davenport Hawthorne, Jameson Winchester
Hawthorne y Alexander Blackwood Hawthorne, les dejo…
—Todo —murmuró Zara amargamente.
El señor Ortega habló sobre ella. —Doscientos cincuenta mil dóla-
res cada uno, pagaderos en su vigésimo quinto cumpleaños, hasta
que sea administrado por Alisa Ortega, duciaria.
—¿Qué…? —Alisa sonó sorprendida—. Quiero decir… ¿qué?
—Al in erno —le dijo Nash amablemente—. La frase que estás
buscando, querida, es ¿qué demonios?
Tobias Hawthorne no le había dejado todo a sus nietos. Dado el
alcance de su fortuna, les había dejado una miseria.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Grayson, cada palabra
mortal y precisa.
Tobias Hawthorne no dejó todo en manos de sus nietos. No dejó todo a
sus hijas. Mi cerebro se detuvo allí mismo. Mis oídos sonaron.
—Por favor, todos. —El señor Ortega levantó una mano—. Permí-
tanme terminar.
Cuarenta y seis coma dos mil millones de dólares, pensé, mi corazón
atacando mi caja torácica y mi boca seca como una lija. Tobias Hawt-
horne valía 46.2 billones de dólares, y dejó a sus nietos un millón de dólares,
juntos. Cien mil en total a sus hijas. Otro medio millón a sus sirvientes,
una anualidad para Nan…
Las matemáticas en esta ecuación no cuadran. No podía cuadrar.
Uno por uno, los otros ocupantes de la habitación se voltearon pa-
ra mirarme.
—El resto de mi patrimonio —leyó el señor Ortega—, incluyendo
todas las propiedades, activos monetarios y posesiones mundanas
no especi cadas, se las dejo a Avery Kylie Grambs.
Capítulo 10
5 Expresa satisfacción o júbilo al descubrir algo que se busca con empeño o se resuelve un
problema difícil.
Capítulo 15
6 Un scone es un panecillo individual de forma redonda, típico de la cocina del Reino Uni-
do y originario de Escocia. Es un alimento muy común en desayunos y meriendas tanto del
Reino Unido como de Irlanda, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y los Estados Unidos de
América.
Capítulo 17
7 ¿Dónde está Wally? es una serie de libros creada por el dibujante británico Martin Hand-
ford en 1987. Sin embargo, no se trata de libros de lectura sino para jugar, en cuyas páginas
ilustradas hay que encontrar al personaje de Wally en escenas con miles de dibujos y detal-
les que despistan al lector.
Capítulo 18
8 El órgano es un instrumento musical que produce sonido al conducir aire insu ado por
medio de una turbina con un fuelle, a través de unos tubos preseleccionados desde un tecla-
do.
Capítulo 20
Sabía que las cosas irían más rápido con un par de manos extra,
pero no había anticipado lo que se sentiría estar encerrada en una
habitación con dos Hawthornes, particularmente estos dos. Mientras
trabajábamos, Grayson detrás de mí y Jameson arriba, me pregunta-
ba si siempre habían sido como el agua y el aceite, si Grayson siemp-
re se había tomado a sí mismo demasiado en serio, si Jameson si-
empre había hecho un juego de no tomarse nada en serio. Me pre-
gunté si los dos habrían crecido en los roles de heredero y suplente
una vez que Nash dejó en claro que abdicaría del trono de Hawthor-
ne.
Me pregunté si se habían llevado bien antes que Emily.
—No hay nada aquí —Grayson puntuó esa a rmación colocando
un libro en el estante con demasiada fuerza.
—Casualmente —comentó Jameson arriba—, tú tampoco tienes
que estar aquí.
—Si ella está aquí, yo estoy aquí.
—Avery no muerde —por una vez, Jameson se re rió a mí por mi
nombre real—. Francamente, ahora que la cuestión de la relación se
ha resuelto en forma negativa, estaría dispuesto a hacerlo si lo hici-
era.
Me atraganté con mi propia saliva y consideré seriamente estran-
gularlo. Estaba provocando a Grayson y usándome para hacerlo.
—¿Jamie? —Grayson sonaba casi demasiado tranquilo—. Cállate
y sigue mirando.
Hice exactamente eso. Libro fuera, tapa fuera, tapa puesta, libro
resguardado. Las horas pasaban. Grayson y yo trabajamos el uno ha-
cia el otro. Cuando estuvo lo su cientemente cerca como para poder
verlo por el rabillo del ojo, habló, su voz apenas audible para mí, y
para nada audible para Jameson.
—Mi hermano está de luto por nuestro abuelo. Seguramente pu-
edes entender eso.
Podría, y lo hice. No dije nada.
—Es un buscador de sensaciones. Dolor. Temor. Alegría. No im-
porta —Grayson tenía ahora toda mi atención y lo sabía—. Está suf-
riendo y necesita las prisas del juego. Necesita que esto signi que al-
go.
¿Esto como en la carta de su abuelo? ¿El testamento? ¿Yo?
—Y no crees que lo haga —dije, manteniendo mi propia voz baja.
Grayson no pensaba que yo fuera especial, no creía que este fuera el
tipo de rompecabezas que valía la pena resolver.
—No creo que tengas que ser el villano de esta historia para ser
una amenaza para esta familia.
Si no hubiera conocido a Nash, habría catalogado a Grayson como
el hermano mayor.
—Sigues hablando del resto de la familia —le dije—. Pero esto no
se trata solo de ellos. Soy una amenaza para ti.
Heredé su fortuna. Yo vivía en su casa. Su abuelo me había elegi-
do.
Grayson estaba ahora a mi lado. —No estoy amenazado —no se
estaba imponiendo físicamente. Nunca lo había visto perder el cont-
rol. Pero cuanto más se acercaba a mí, más se ponía mi cuerpo en
alerta máxima.
—¿Heredera?
Me sobresalté cuando Jameson habló. Re exivamente, me alejé de
su hermano. —¿Si?
—Creo que encontré algo.
Pasé junto a Grayson para hacer mi camino hacia las escaleras.
Jameson había encontrado algo. Un libro que no coincide con su porta-
da. Esa fue una suposición de mi parte, pero en el instante en que lle-
gué al segundo piso y vi la sonrisa en los labios de Jameson Hawt-
horne, supe que tenía razón.
Levantó un libro de tapa dura.
Leí el título. —Navegar lejos.
—Y por dentro… —Jameson era un exhibicionista de corazón.
Quitó la tapa con una oritura y me arrojó el libro. La trágica historia
del doctor Fausto.
—Fausto —dije.
—El diablo que conoces —respondió Jameson—. O al diablo que
no.
Pudo haber sido una coincidencia. Podríamos haber estado leyen-
do el signi cado donde no lo había, como personas que intentan in-
tuir el futuro en forma de nubes. Pero eso no impidió que se me eri-
zaran los vellos de los brazos. No impidió que mi corazón se acelera-
ra.
Todo es algo en Hawthorne House.
Ese pensamiento latió en mi pulso cuando abrí la copia de Fausto
en mis manos. Allí, pegado a la cubierta interior, había un cuadrado
rojo translúcido.
—Jameson —levanté los ojos del libro—. Hay algo aquí.
Grayson debió estar escuchándonos abajo, pero no dijo nada.
Jameson estuvo a mi lado en un instante. Llevó sus dedos al cuadra-
do rojo. Era delgado, hecho de una especie de película plástica, tal
vez diez centímetros de largo en cada lado.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Jameson tomó el libro con cautela de mis manos y cuidadosamen-
te quitó el cuadrado del libro. Lo sostuvo a contraluz.
—Papel de ltro —eso vino de abajo. Grayson estaba en el centro
de la habitación, mirándonos—. Acetato rojo. Un favorito de nuestro
abuelo, particularmente útil para revelar mensajes ocultos. ¿Supongo
que el texto de ese libro no está escrito en rojo?
Pasé a la primera página. —Tinta negra —dije. Seguí volteando. El
color de la tinta nunca cambió, pero unas cuantas páginas después,
encontré una palabra que había sido encerrada en un círculo a lápiz.
Un torrente de adrenalina se disparó por mis venas—. ¿Tu abuelo te-
nía la costumbre de escribir en libros? —pregunté.
—¿En una primera edición de Fausto? —Jameson resopló. No te-
nía idea de cuánto dinero valía este libro, o cuánto de su valor se ha-
bía desperdiciado con ese pequeño círculo en la página, pero sabía
en mis huesos que estábamos en algo.
—Dónde —leí la palabra en voz alta. Ninguno de los hermanos hi-
zo ningún comentario, así que pasé otra página y luego otra. Eran
cincuenta o más antes de que di con otra palabra en un círculo.
—Un… —seguí pasando las páginas. Las palabras encerradas en
un círculo llegaban más rápido ahora, a veces en pares—. Hay…
Jameson tomó un bolígrafo de un estante cercano. No tenía papel,
así que empezó a escribir las palabras en el dorso de su mano izqui-
erda. —Sigue adelante.
Lo hice. —Un, otra vez… —dije—. Hay, de nuevo. —casi había lle-
gado al nal del libro—. Manera —dije nalmente. Pasé las páginas
más lentamente ahora. Nada. Nada. Nada. Finalmente, miré hacia arri-
ba—. Eso es todo.
Cerré el libro. Jameson levantó la mano frente a su cuerpo y me
acerqué para ver mejor. Llevé mi mano a la suya, leyendo las palab-
ras que había escrito allí. Dónde. A. Lo hay. A. Lo hay. Manera.
¿Qué se suponía que debíamos hacer con eso?
—¿Cambiar el orden de las palabras? —propuse. Era un tipo de
rompecabezas de palabras bastante común.
Los ojos de Jameson se iluminaron. —Donde hay un…
Continué donde lo había dejado. —Hay una manera.
Los labios de Jameson se curvaron hacia arriba. —Nos falta una
palabra —murmuró—. Voluntad14. Otro proverbio. Donde hay volun-
tad hay un camino —movió el acetato rojo en su mano, de un lado a
otro, mientras pensaba en voz alta—. Cuando miras a través de un
ltro de color, las líneas de ese color desaparecen. Es una forma de
escribir mensajes ocultos. Capa el texto en diferentes colores. El libro
está escrito con tinta negra, por lo que el acetato no debe usarse en el
libro —Jameson hablaba más rápido ahora, la energía de su voz era
contagiosa.
Grayson habló desde el epicentro de la habitación. —De ahí el
mensaje en el libro, que nos indica dónde hacer uso del ltro.
Estaban acostumbrados a jugar a los juegos de su abuelo. Habían
sido entrenados para ello desde que eran jóvenes. No lo había hecho,
pero su ida y vuelta me había dado lo su ciente para conectar los
puntos. El acetato estaba destinado a revelar escritura secreta, pero
no en el libro. En cambio, el libro, al igual que la letra anterior, conte-
nía una pista, en este caso, una frase a la que le faltaba una sola pa-
labra.
Donde hay… hay una manera15.
—¿Cuáles crees que sean las posibilidades —dije lentamente, dan-
do vueltas al rompecabezas en mi mente—, que en alguna parte ha-
ya una copia del testamento de tu abuelo escrito en tinta roja?
14 Voluntad en inglés es “will”, aunque también puede signi car “testamento”, por lo que
puede interpretarse de las dos formas a la vez.
15 En esta oración, Avery le da signi cado de “will” como “testamento” y no como “volun-
tad”; es por eso por lo que llega a la conclusión de que deben buscar la copia del testamento
como su siguiente pista.
Capítulo 34
16 Cadena de almacenes de lujo de los Estados Unidos, proveedores de ropa, calzado, bol-
sos, joyas y productos de belleza.
17 Subcultura juvenil de los Estados Unidos caracterizada por utilizar colores pasteles,
prendas básicas, estampados de cuadrados y bordados, más especí camente a los adoles-
centes de escuelas privadas y de alto prestigio.
18 Es un sistema o proyecto complejo que consiste en utilizar palancas, poleas, pelotas ro-
dando, rampas y tubos para accionar un primer mecanismo y que éste a su vez desencade-
ne otros mecanismos simulando al efecto dominó.
Capítulo 35
Zara no habló inmediatamente una vez que las dos estuvimos so-
las. Decidí que, si ella no iba a romper el silencio, yo lo haría. —Hab-
laste con los abogados.
Esa era la explicación obvia de por qué estaba aquí.
—Lo hice Zara no se disculpó. Y ahora te estoy hablando. Estoy
segura de que puedes perdonarme por no haberlo hecho antes. Co-
mo puedes imaginar, todo esto ha sido un shock.
¿Un poco? Solté un bu do y corté las sutilezas. —Tuviste una con-
ferencia de prensa sugiriendo fuertemente que su padre estaba senil
y que estoy bajo investigación por parte de las autoridades por abu-
so de ancianos.
Zara estaba sentada al nal de un escritorio antiguo, una de las
pocas super cies de la habitación que no estaba cubierta con acceso-
rios o ropa. —Sí, bueno, puede agradecer a su equipo legal por no
hacer evidentes ciertas realidades antes.
—Si no obtengo nada, no obtienes nada —no iba a dejarla entrar
aquí y bailar con la verdad.
—Estás guapa —Zara cambió de tema y miró mi nuevo atuendo
—. No es lo que yo hubiera elegido para ti, pero estás presentable.
Presentable, con ventaja. —Gracias —gruñí.
—Puedes agradecerme una vez que haya hecho todo lo posible
para ayudarte en esta transición.
No fui lo su cientemente ingenua para creer que ella había tenido
un cambio repentino de opinión. Si me había despreciado antes, aho-
ra me despreciaba. La diferencia era que ahora necesitaba algo. Pen-
sé que, si esperaba lo su ciente, ella me diría exactamente qué era
ese algo.
—No estoy segura de cuánto te ha dicho Alisa, pero además de
los bienes personales de mi padre, también has heredado el control
de la fundación de la familia —Zara midió mi expresión antes de
continuar—. Es una de las fundaciones bené cas privadas más gran-
des del país. Regalamos más de cien millones de dólares al año.
Cien millones de dólares. Nunca me iba a acostumbrar a esto. Nú-
meros como ese nunca iban a parecer reales. —¿Todos los años? —
pregunté, aturdida.
Zara sonrió plácidamente. —El interés compuesto es algo mara-
villoso.
Cien millones de dólares al año en intereses, y solo estaba hablan-
do de la fundación, no de la fortuna personal de Tobias Hawthorne.
Por primera vez, hice las matemáticas en mi cabeza. Incluso si los
impuestos se llevaran la mitad de la herencia y yo solo obtuviera un
rendimiento promedio del cuatro por ciento, todavía estaría ganan-
do casi mil millones de dólares al año. Haciendo nada. Eso estaba mal.
—¿A quién da la fundación su dinero? —pregunté en voz baja.
Zara se apartó del escritorio y comenzó a pasear por la habitación.
—La Fundación Hawthorne invierte en niños y familias, iniciativas
de salud, avance cientí co, construcción de comunidades y las artes.
Bajo esos encabezados, podría apoyar casi cualquier cosa. Podría
soportar casi cualquier cosa.
Podría cambiar el mundo.
—He pasado toda mi vida adulta dirigiendo la fundación —los la-
bios de Zara se apretaron sobre sus dientes—. Hay organizaciones
que dependen de nuestro apoyo. Si tiene la intención de esforzarse,
hay una forma correcta y una forma incorrecta de hacerlo —ella se
detuvo justo frente a mí—. Me necesitas, Avery. Por mucho que me
gustaría lavarme las manos de todo esto, he trabajado demasiado y
demasiado duro para ver que ese trabajo se deshace.
Escuché lo que estaba diciendo y lo que no estaba diciendo. —¿La
fundación te paga? —indagué. Marqué los segundos hasta su respu-
esta.
—Cobro un salario acorde con las habilidades que aporto.
Por más satisfactorio que hubiera sido decirle que sus servicios ya
no serían necesarios, yo no era tan impulsiva y no era cruel. —Qui-
ero participar —le dije—. Y no solo para mostrar. Quiero tomar deci-
siones.
Desamparo. Pobreza. Violencia doméstica. Acceso a cuidados preventi-
vos. ¿Qué podía hacer con cien millones de dólares al año?
—Eres lo su cientemente joven —dijo Zara con voz casi nostálgi-
ca—, para creer que el dinero resuelve todos los males.
Hablado como una persona tan rica que no puede imaginar el peso de los
problemas de dinero puede resolver.
—Si te tomas en serio tomar un papel en la fundación… —parecía
que Zara estaba disfrutando, diciendo eso tanto como le hubiera
gustado bucear en un contenedor de basura o un tratamiento de con-
ducto—. Puedo enseñarte lo que necesitas saber. Lunes. Después del
colegio. En la fundación —ella emitió cada parte de esa orden como
su propia oración separada.
La puerta se abrió antes de que pudiera preguntar dónde estaba
exactamente la base. Oren tomó posición a mi lado. —Las mujeres
vendrán a por ti en la sala del tribunal —me dijo. Pero ahora Zara sa-
bía que no podía venir a buscarme legalmente.
Y mi jefe de seguridad no me quería en esta habitación a solas con
ella.
Capítulo 36
Oren me recibió en el auto con una taza de café. No dijo una pa-
labra sobre mi pequeña aventura con Jameson la noche anterior, y no
le pregunté cuánto había observado. Cuando abrió la puerta del coc-
he, Oren se inclinó hacia mí. —No digas que no te lo advertí.
No tenía idea de qué estaba hablando, hasta que me di cuenta de
que Alisa estaba sentada en el asiento delantero. —Te ves tranquila
esta mañana —comentó.
Entendí que sedado signi caba moderadamente menos imprudente y,
por tanto, menos propensa a evocar un escándalo en la prensa sensacionalis-
ta. Me pregunté cómo habría descrito ella la escena con la que me ha-
bía topado en la habitación de Libby.
Esto no es tan bueno.
—Espero que no tengas planes para este n de semana, Avery —
dijo Alisa mientras Oren ponía el coche en marcha—. O el próximo
n de semana. —Ni Jameson ni Xander se habían unido a nosotros,
lo que signi caba que no tenía absolutamente ningún amortiguador
y, de manera clara, Alisa estaba realmente enojada.
Mi abogado no puede castigarme, ¿verdad? Pensé.
—Esperaba mantenerte fuera del centro de atención un poco más
—continuó Alisa intencionadamente—, pero como ese plan se ha qu-
edado en el camino, estarás asistiendo a una recaudación de fondos
de cinta rosa este sábado por la noche y un juego el próximo domin-
go.
—¿Un juego? —repetí.
—NFL —dijo secamente—. Eres dueña del equipo. Mi esperanza
es que la programación de algunas salidas sociales de alto per l pro-
porcione su ciente material para el molino de chismes que podamos
retrasar la con guración de tu primera entrevista hasta después de
que hayamos recibido una capacitación real en medios.
Todavía estaba tratando de asimilar el bombazo de la NFL cuan-
do las palabras media training22 me pusieron un nudo de terror en la
garganta.
—¿Tengo que—?
—Sí —me cortó—. Sí a la gala de este n de semana, sí al partido
del próximo n de semana, sí al entrenamiento de los medios.
No dije una palabra más en queja. Había avivado este fuego y
protegido a Libby sabiendo que, tarde o temprano, tendría que pa-
gar el autista.
23 Platillo anglosajón —sobre todo de Australia— que consiste en el corte de carne del buey,
y que va asada o a la sartén. Puede ir acompañado de verduras salteadas y papas al horno.
24 Es un postre de origen francés elaborado con crema y espolvoreada con azúcar derretida
o caramelo.
Capítulo 52
Me vestí y bajé. Había ido con una blusa de cuello alto para ocul-
tar mis puntadas, y había cubierto el rasguño de mi mejilla con ma-
quillaje, tanto como podía.
En el comedor, se había dispuesto una selección de pasteles en el
aparador. Libby estaba acurrucada en una gran silla decorativa en la
esquina de la habitación. Nash estaba sentado en la silla junto a ella,
con las piernas estiradas y las botas de vaquero cruzadas en los tobil-
los. Vigilando.
Entre ellos y yo había cuatro miembros de la familia Hawthorne.
Todos con motivos para quererme muerta, pensé mientras pasaba junto a
ellos. Zara y Constantine se sentaron en un extremo de la mesa del
comedor. Ella estaba leyendo un periódico. Ninguno de los dos me
prestó la menor atención. Nan y Xander estaban en el otro extremo
de la mesa.
Sentí un movimiento detrás de mí y me giré.
—Alguien está nerviosa esta mañana —declaró Thea, pasando un
brazo por el mío y guiándome hacia el aparador. Oren nos siguió,
como una sombra—. Has sido una chica ocupada —murmuró Thea,
directamente en mi oído.
Sabía que ella me había estado observando, que probablemente le
habían ordenado que se quedara cerca e informara. ¿Qué tan cerca es-
tuvo anoche? ¿Qué sabe ella? Basado en lo que había dicho Oren, Thea
no me había disparado ella misma, pero el momento de su mudanza
a Hawthorne House no parecía una coincidencia.
Zara había traído a su sobrina aquí por una razón.
—No te hagas la inocente —aconsejó Thea, levantando un crois-
sant y llevándolo a sus labios. —Rebecca me llamó.
Luché contra el impulso de mirar hacia atrás a Oren. Él había in-
dicado que Rebecca mantendría la boca cerrada sobre el tiroteo. ¿En
qué más estaba equivocado?
—Tú y Jameson —continuó Thea, como si estuviera regañando a
un niño. —En la antigua habitación de Emily, nada menos. Un poco
grosero, ¿no te parece?
Ella no sabe nada del ataque. La comprensión me atravesó. Rebecca debe
haber visto a Jameson salir del baño. Ella debe habernos escuchado. Debe ha-
berse dado cuenta de que nosotros…
—¿La gente vuelve a ser grosera sin mí? —preguntó Xander, apa-
reciendo entre Thea y yo rompiendo el agarre de Thea—. Qué grose-
ro.
No quería sospechar de él, pero a este paso, el estrés de sospechar
y no sospechar me iba a matar antes de que nadie más pudiera aca-
bar conmigo.
—Rebecca pasó la noche en la cabaña —le dijo Thea a Xander,
disfrutando de las palabras—. Finalmente rompió su silencio de un
año y me envió un mensaje de texto al respecto. —Thea actuó como
una persona que juega una carta de triunfo, pero no estaba segura de
qué era exactamente esa carta.
¿Rebecca?
—Bex también me envió un mensaje de texto —le dijo Xander a
Thea. Luego me miró con aire de disculpa—. La noticia de las cone-
xiones de Hawthorne viaja rápido.
Rebecca podría haber mantenido la boca cerrada sobre el tiroteo,
pero también podría haber sacado una valla publicitaria sobre ese
beso.
El beso no signi có nada. El beso no es el problema aquí.
—Tú allí. ¡Niña! —Nan me apuntó imperiosamente con su bastón
y luego a la bandeja de pasteles. —No hagas que una anciana se le-
vante.
Si alguien más me hubiera hablado así, lo habría ignorado, pero
Nan era anciana y aterradora, así que fui a recoger la bandeja. Recor-
dé demasiado tarde que estaba herida. El dolor brilló como un rayo a
través de mi carne, y respiré profundamente a través de mis dientes.
Nan miró jamente, solo por un momento, luego empujó a Xan-
der con su bastón. —Ayúdala, patán.
Xander tomó la bandeja. Dejé que mi brazo cayera hacia mi costa-
do. ¿Quién me vio estremecer? Traté de no mirar a ninguno de ellos.
¿Quién ya sabía que estaba herida?
—Estás herida. —Xander inclinó su cuerpo entre el mío y el de
Thea.
—Estoy bien —dije.
—De nitivamente no lo estás.
No me había dado cuenta de que Grayson se había deslizado ha-
cia el salón de banquetes, pero ahora estaba parado directamente a
mi lado.
—¿Tiene un momento, señorita Grambs? —Su mirada era intensa
—. En la sala.
Capítulo 60
Sabía que Oren tenía que haber escuchado cada palabra de mi pe-
lea con Libby, pero también estaba bastante segura de que no haría
ningún comentario al respecto.
—Todavía estoy buscando el Davenport—dije lacónicamente. Si
había necesitado la distracción antes, ahora era absolutamente obli-
gatorio. Sin Libby para explorar conmigo, no me atrevía a seguir va-
gando de habitación en habitación. Ya revisamos la o cina del anciano.
¿Dónde más guardaría alguien un escritorio Davenport?
Me concentré en esa pregunta, no en mi pelea con Libby. No lo
que le había dicho y lo que ella no había dicho.
—Lo tengo de buena autoridad —le dije a Oren después de un
momento—, que Hawthorne House tiene varias bibliotecas. —Dejo
escapar un largo y lento suspiro—. ¿Tienes idea de dónde están?
Dos horas y cuatro bibliotecas después, estaba parada en medio
del número cinco. Fue en el segundo piso. El techo estaba inclinado.
Las paredes estaban revestidas con estantes empotrados, cada estan-
te exactamente lo su cientemente alto para una la de libros de bol-
sillo. Los libros de los estantes estaban muy gastados y cubrían cada
centímetro de las paredes, a excepción de una gran vidriera en el la-
do este. La luz brillaba, pintando colores en el suelo de madera.
Ningún Davenport. Esto comenzaba a sentirse inútil. Este rastro no
había sido trazado para mí. El rompecabezas de Tobias Hawthorne
no se había diseñado pensando en mí.
Necesito a Jameson.
Corté ese pensamiento, salí de la biblioteca y me retiré escaleras
abajo. Había contado al menos cinco escaleras diferentes en esta ca-
sa. Este giró en espiral y, mientras caminaba por él, el sonido de la
música de piano me llamó desde la distancia. Lo seguí y Oren me si-
guió. Llegué a la entrada de una habitación grande y abierta. La pa-
red del fondo estaba llena de arcos. Debajo de cada arco había una
ventana enorme.
Todas las ventanas estaban abiertas.
Había pinturas en las paredes, y entre ellas estaba el piano de cola
más grande que había visto en mi vida. Nan estaba sentada en el
banco del piano con los ojos cerrados. Pensé que la anciana estaba to-
cando, hasta que me acerqué y me di cuenta de que el piano tocaba
solo.
Mis zapatos hicieron un ruido contra el suelo y sus ojos se abri-
eron de golpe.
—Lo siento —dije. —Yo…
—Silencio —ordenó Nan. Sus ojos se cerraron de nuevo. La in-
terpretación continuó, llegando a un crescendo estrepitoso, y lu-
ego… silencio—. ¿Sabías que puedes escuchar conciertos en esta co-
sa? —Nan abrió los ojos y tomó su bastón. Con no poca cantidad de
esfuerzo, se puso de pie—. En algún lugar del mundo, un maestro
toca y, con solo presionar un botón, las teclas se mueven aquí.
Sus ojos se detuvieron en el piano, una expresión casi nostálgica
en su rostro.
—¿Usted toca? —le pregunté.
Nan carraspeó. —Lo hice cuando era joven. Recibí demasiada
atención por eso, y mi esposo me rompió los dedos, acabé con eso.
La forma en que lo dijo, sin despeinarse, sin alboroto, fue casi tan
discordante como las palabras. —Eso es horrible —dije con ereza.
Nan miró el piano, luego su mano nudosa y con huesos de pájaro.
Levantó la barbilla y miró por las enormes ventanas. —Se encontró
con un trágico accidente poco después de eso.
Sonaba muchísimo como si Nan lo hubiera arreglado para ese
“accidente”. ¿Ella mató a su marido?
—Nan —reprendió una voz desde la puerta—. Estás asustando a
la chica.
Nan resopló. —Se asusta así de fácil, no durará aquí. —Con eso,
Nan salió de la habitación.
El hermano mayor de los Hawthorne volvió su atención hacia mí.
—¿Le dices a tu hermana que estás jugando a ser un delincuente
hoy?
La mención de Libby me hizo recordar nuestro argumento. Ella
está hablando con papá. No quería una orden de restricción contra
Drake. Ella no lo bloqueará. Me pregunté cuánto de eso ya sabía
Nash.
—Libby sabe dónde estoy —le dije con rigidez.
Me dio una mirada. —Esto no es fácil para ella, chica. Estás en el
ojo de la tormenta, donde las cosas están tranquilas. Ella se está lle-
vando la peor parte, desde todos los lados.
No llamaría recibir un disparo por “calma”.
—¿Cuáles son tus intenciones hacia mi hermana? —Le pregunté a
Nash.
Claramente encontró mi pregunta divertida. —¿Cuáles son tus in-
tenciones hacia Jameson?
¿No había nadie en esta casa que no supiera de ese beso?
—Tenías razón sobre el juego de tu abuelo —le dije a Nash. Había
intentado advertirme. Me había dicho exactamente por qué Jameson
me había mantenido cerca.
—Normalmente la tengo. —Nash se pasó los pulgares por las pre-
sillas del cinturón—. Cuanto más cerca estés del nal, peor se pond-
rá.
Lo lógico era dejar de jugar. Dar marcha atrás. Pero quería respu-
estas, y una parte de mí, la parte que había crecido con una madre
que había convertido todo en un desafío, la parte que había jugado
mi primera partida de ajedrez cuando tenía seis años, quería ganar…
—¿Alguna posibilidad de que sepas dónde podría haber escondi-
do tu abuelo un escritorio Davenport? —Le pregunté a Nash.
Él resopló. —No aprendes fácil, ¿verdad, chica?
Me encogí de hombros.
Nash consideró mi pregunta y luego ladeó la cabeza. —¿Revisaste
las bibliotecas?
—La biblioteca circular, la de ónix, la de la vidriera de colores, la
de los globos, el laberinto… —Miré a mi guardaespaldas—. ¿Son to-
das?
Oren asintió.
Nash ladeó la cabeza. —No exactamente.
Capítulo 64
26 Missing In Action (Perdido en Acción); expresión que designa a los combatientes militares
desparecidos durante una operación o misión militar.
Capítulo 71
Un baile. Eso era todo lo que le iba a dar a Alisa —y a los fotógra-
fos, antes de salir de aquí.
—Imagina que soy la persona más fascinante que hayas conocido
—me aconsejó Xander mientras me acompañaba a la pista de baile
para bailar un vals. Extendió una mano hacia la mía, luego curvó su
otro brazo alrededor de mi espalda—. Mira, te ayudaré: todos los
años en mi cumpleaños, desde que tenía siete años hasta los doce, mi
abuelo me dio dinero para invertir, y lo gasté todo en criptomonedas
porque soy un genio y no en lo absoluto porque pensara que cripto-
moneda sonaba genial. —Me hizo girar una vez—. Vendí mis posesi-
ones antes de que mi abuelo muriera por casi cien millones de dóla-
res.
Lo miré jamente.
—¿Tu qué?
—¿Lo ves? —me dijo—. Fascinante. —Xander siguió bailando, pe-
ro miró hacia abajo—. Ni siquiera mis hermanos lo saben.
—¿En qué invirtieron tus hermanos? —le pregunté. Todo este ti-
empo, había asumido que habían sido dejados sin nada. Nash me ha-
bía hablado de la tradición del cumpleaños de Tobias Hawthorne,
pero no había pensado dos veces en sus “inversiones”.
—Ni idea —dijo Xander alegremente—. No se nos permitió discu-
tirlo.
Seguimos bailando, los fotógrafos tomando sus fotos. Xander
acercó mucho su rostro al mío.
—La prensa va a pensar que estamos saliendo —le dije, mi mente
todavía giraba ante su revelación.
—Da la casualidad —respondió Xander maliciosamente—, que
me destaco en las citas falsas.
—¿Con quién exactamente ngiste salir?
Xander miró más allá de mí hacia Thea.
—Soy una máquina Rube Goldberg humana —dijo—. Hago cosas
simples de formas complicadas. —se pausó—. Fue idea de Emily
que Thea y yo saliéramos. Em fue, digamos, persistente. Ella no sabía
que Thea ya estaba con alguien.
—¿Y accediste a montar un espectáculo? —pregunté con incredu-
lidad.
—Repito: soy una máquina Rube Goldberg humana. —Su voz se
suavizó—. Y no lo hice por Thea.
¿Entonces por quién? Me tomó un momento juntar todo. Xander
había mencionado las citas falsas dos veces antes: una con respecto a
Thea, y una vez cuando le pregunté por Rebecca.
—¿Thea y Rebecca? —dije.
—Profundamente enamoradas —con rmó Xander. Thea la llamó
dolorosamente hermosa—. La mejor amiga y la hermana menor. ¿Qué
se suponía que debía hacer? No pensaron que Emily lo entendería.
Ella era posesiva con las personas que amaba y yo sabía lo difícil que
era para Rebecca ir en su contra. Por una vez, Bex quería algo para
ella.
Me pregunté si Xander sentía algo por ella, si las citas falsas con
Thea habían sido su forma retorcida Rube Goldberg de decir eso.
—¿Tenían razón Thea y Rebecca? —le cuestioné—. ¿Acerca de
que Emily no entendería?
—Y de algo más. —Xander hizo una pausa. —Em se enteró de el-
las esa noche. Ella lo vio como una traición.
Esa noche, la noche en que murió.
La música llegó a su n y Xander dejó caer mi mano, mantenien-
do su otro brazo alrededor de mi cintura.
—Sonríe para la prensa —murmuró—. Dales una historia. Míra-
me profundamente a los ojos. Siente el peso de mi encanto. Piensa en
tus productos horneados favoritos.
Los bordes de mis labios se curvaron y Xander Hawthorne me
acompañó fuera de la pista de baile hasta Alisa.
—Puedes irte ahora —me dijo, complacida—. Si gustas.
Oh sí.
—¿Vienes? —Le pregunté a Xander.
La invitación pareció sorprenderlo.
—No puedo. —se detuvo—. Resolví el Bosque Negro. —Eso lla-
mó toda mi atención—. Podría ganar esto. —Xander miró sus ele-
gantes zapatos—. Pero Jameson y Grayson lo necesitan más. Regresa
a Hawthorne House. Habrá un helicóptero esperándote cuando lle-
gues. Haz que el piloto te lleve sobre el Bosque Negro.
¿Un helicóptero?
—A donde vayas —me dijo Xander—, te seguirán.
Ellos, como sus hermanos.
—Pensé que querías ganar —le dije a Xander.
Él tragó. Duramente.
—Lo quiero.
Capítulo 77
Tenía que haber más en el rompecabezas que esto. Tenía que ha-
ber. No podía ser una persona cualquiera nacida en la fecha correcta.
Eso no puede ser. ¿Y mi madre? ¿Qué hay de su secreto, un secreto
que había mencionado en mi decimoquinto cumpleaños, un año an-
tes de que Emily muriera? ¿Y la carta que me había dejado Tobias
Hawthorne?
Lo siento.
¿Por qué tenía que disculparse Tobias Hawthorne? No seleccionó al
azar a una persona con el cumpleaños adecuado. Tiene que haber algo más
que eso.
Pero aún podía escuchar a Nash diciéndome: Tú eres la bailarina de
cristal —o el cuchillo.
—Lo siento. —Grayson habló de nuevo a mi lado—. No es culpa
de Jameson que sea así. No es culpa de Jameson… —El invencible
Grayson Hawthorne parecía tener problemas para hablar—… que
así es como termine el juego.
Todavía vestía mi ropa de la gala. Todavía tenía el pelo en la tren-
za de Emily.
—Debería haber sabido. —La voz de Grayson estaba hinchada
con emoción—. Yo sabía. El día que se leyó el testamento, supe que
todo esto se debía por mí.
Pensé en la forma en que Grayson se había presentado en mi habi-
tación de hotel esa noche. Había estado enojado, determinado a ave-
riguar lo que yo había hecho.
—¿De qué estás hablando? —Busqué respuestas en su rostro y sus
ojos—. ¿Cómo es esto por tu culpa? Y no me digas que mataste a
Emily.
Nadie, ni siquiera Thea, había cali cado de asesinato la muerte de
Emily.
—Lo hice —insistió Grayson, su voz baja y vibrando con intensi-
dad—. Si no fuera por mí, ella no habría estado allí. Ella no habría
saltado.
Saltó. Mi garganta se secó.
—¿Habría estado dónde? —pregunté en voz baja—. ¿Y qué tiene
que ver todo esto con el testamento de tu abuelo?
Grayson se estremeció.
—Quizás estaba destinado a decírtelo —dijo después de un largo
rato—. Quizás ese siempre fue el punto. Tal vez siempre estuviste
destinada a ser partes iguales del rompecabezas… y la penitencia. —
Inclinó la cabeza.
No soy tu penitencia, Grayson Hawthorne. No tuve la oportunidad
de decir eso en voz alta antes de que él hablara de nuevo, y una vez
que comenzó, habría sido necesario un acto de Dios para detenerlo.
—Siempre la habíamos conocido. El Sr. y la Sra. Laughlin han es-
tado en Hawthorne House durante décadas. Su hija y sus nietas solí-
an vivir en California. Las niñas venían de visita dos veces al año:
una vez con sus padres en Navidad y otra vez en verano, durante
tres semanas, solas. No los veíamos mucho en Navidad, pero en los
veranos jugábamos todos juntos. En realidad, era un poco como un
campamento de verano.
›Tienes amigos de campamento, a quienes ves una vez al año, que
no tienen lugar en tu vida cotidiana. Esa era Emily y Rebecca. Eran
tan diferentes de nosotros cuatro. Skye dijo que era porque eran ni-
ñas, pero siempre pensé que era porque solo había dos de ellas, y
Emily era la mayor. Ella era una fuerza de la naturaleza, y sus pad-
res siempre estaban tan preocupados de que ella se esforzara dema-
siado. Se le permitió jugar a las cartas con nosotros y otros juegos
tranquilos en el interior, pero no se le permitía vagar afuera como lo
hacíamos nosotros, ni tampoco correr.
›Ella conseguía que le trajéramos sus cosas. Se convirtió en una
tradición. Emily nos pondría en una cacería, y quienquiera que en-
contrara lo que ella había pedido, cuanto más inusual y difícil de en-
contrar mejor, ganaba.
—¿Qué ganaban? —pregunté.
Grayson se encogió de hombros.
—Somos hermanos. No teníamos que ganar nada en particular,
solo ganar.
Eso tenía sentido.
—Y luego Emily recibió un trasplante de corazón —dije. Jameson
me había dicho eso. Él había dicho eso después, ella quería vivir.
—Sus padres seguían siendo protectores, pero Emily había vivido
en jaulas de cristal por su ciente tiempo. Ella y Jameson tenían trece
años. Yo tenía catorce. Llegaría como una brisa durante los veranos,
la temeraria consumada. Rebecca siempre estaba tras nosotros para
que fuéramos cuidadosos, pero Emily insistió en que sus médicos
habían dicho que su nivel de actividad solo estaba limitado por su
resistencia física. Si podía hacerlo, no había ninguna razón por la que
no debería hacerlo. La familia se mudó aquí permanentemente cuando
Emily tenía dieciséis años. Ella y Rebecca no vivían en la propiedad,
como lo hacían durante las visitas, pero mi abuelo les pagaba para
que asistieran a una escuela privada.
Vi a dónde iba esto.
—Ya no era solo una amiga del campamento de verano.
—Ella era todo —dijo Grayson, y no lo dijo exactamente como si
fuera un cumplido—. Emily tenía a toda la escuela comiendo de la
palma de su mano. Quizás eso fue culpa nuestra.
Incluso el solo hecho de estar cerca de Hawthorne cambió la forma en que
la gente te miraba. La declaración de Thea regresó a mí.
—O tal vez —continuó Grayson—, era solo porque era Em. Dema-
siado inteligente, demasiado hermosa, demasiado buena para conse-
guir lo que quería. Ella no tenía miedo.
—Ella te quería —le dije—. Y a Jameson, y ella no quería elegir.
—Ella lo convirtió en un juego. —Grayson negó con la cabeza—.
Y que Dios nos ayude, jugamos. Quiero decir que fue porque la ama-
mos, que fue por ella, pero ni siquiera sé cuánto de eso era cierto. No
hay nada más Hawthorne que ganar.
¿Emily lo sabía? ¿Lo usó a su favor? ¿Le había hecho daño alguna
vez?
—La cosa era… —Grayson se atragantó—. Ella no solo nos quería.
Quería lo que podíamos darle.
—¿Dinero?
—Experiencias —respondió Grayson—. Emociones. Carreras de
coches y motos y manejo de serpientes exóticas. Fiestas, clubes y lu-
gares en los que se suponía que no debíamos estar. Era un subidón,
para ella y para nosotros. —Hizo una pausa—. Para mí —corrigió—.
No sé qué fue exactamente para Jamie.
Jameson rompió con ella la noche en que murió.
—Una noche, recibí una llamada de Emily, tarde. Dijo que había
terminado con Jameson, que todo lo que quería era a mí. —Grayson
tragó—. Ella quería celebrar. Hay un lugar llamado La Puerta del Di-
ablo. Es un acantilado con vistas al Golfo, uno de los lugares más fa-
mosos del mundo para clavados en acantilados. —Grayson inclinó la
cabeza hacia abajo—. Sabía que era una mala idea.
Traté de formar palabras, cualquier palabra.
—¿Qué tan mala?
Ahora respiraba con di cultad.
—Cuando llegamos allí, me dirigí a uno de los acantilados más
bajos. Emily se dirigió a la cima. Más allá de las señales de peligro.
Más allá de las advertencias. Era la mitad de la noche. No deberí-
amos haber estado allí en absoluto. No sabía porque ella no podía es-
perar hasta la mañana, no hasta más tarde, cuando me di cuenta de
que había mentido acerca de elegirme.
Jameson había roto con ella. Había llamado a Grayson y no estaba
de humor para esperar.
—¿El clavado al acantilado la mató? —pregunté.
—No —dijo Grayson—. Ella estaba bien. Estábamos bien. Fui a
buscar nuestras toallas, pero cuando volví… Emily ya ni siquiera es-
taba en el agua. Ella simplemente estaba acostada en la costa. Muer-
ta. —Cerró los ojos—. Su corazón.
—No la mataste —le dije.
—La adrenalina lo hizo. O la altitud, el cambio de presión. No lo
sé. Jameson no la aceptaría. Yo tampoco debería haberlo hecho.
Ella tomó decisiones. Ella tenía albedrío. No era tu trabajo decirle que
no. Sabía instintivamente que no podía resultar bueno decir nada de
eso, incluso si era verdad.
—¿Sabes lo que me dijo mi abuelo después del funeral de Emily?
La familia primero. Dijo que lo que le pasó a Emily no habría pasado si
hubiera puesto a mi familia en primer lugar. Si me hubiera negado a
seguirle el juego, si hubiera elegido a mi hermano antes que a ella. —
Las cuerdas vocales de Grayson se tensaron contra su garganta, co-
mo si quisiera decir algo más pero no pudiera. Finalmente, pudo—.
De eso se trata. Uno—cero—uno—ocho. Dieciocho de octubre. El día
que Emily murió. Tu cumpleaños. Es la forma de mi abuelo de con-
rmar lo que ya sabía, en el fondo.
—Todo esto, todo, se debe a mí.
Capítulo 79
Traducción
Hada Ainé
Corrección
Revisión Final
Hada Carlin
Diseño
Hada Edeielle
Diagramación
Hada Zephire