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Sinopsis

Avery Grambs tiene un plan para un futuro mejor: sobrevivir al


instituto, ganar una beca e irse. Pero su suerte cambia en un instante
cuando el multimillonario Tobias Hawthorne muere y deja a Avery
prácticamente toda su fortuna. ¿El truco? Avery no tiene ni idea de
por qué, ni siquiera sabe quién es Tobias Hawthorne. Para recibir su
herencia, Avery debe mudarse a la extensa Casa Hawthorne, llena de
pasadizos secretos, donde cada habitación tiene el toque del anciano
y su amor por los rompecabezas, los acertijos y los códigos.

Por desgracia para Avery, la Casa Hawthorne también está ocupa-


da por la familia a la que Tobías Hawthorne desheredó. Esto incluye
a los cuatro nietos de Hawthorne: chicos peligrosos, magnéticos y
brillantes que crecieron con la expectativa de que un día heredarían
miles de millones. El heredero aparente Grayson Hawthorne está
convencido de que Avery debe ser una estafadora y está decidido a
acabar con ella. Su hermano, Jameson, la ve como el último enigma
que dejó su abuelo: un acertijo retorcido, un rompecabezas que hay
que resolver. Atrapada en un mundo de riqueza y privilegios, con
peligros a cada paso que da, Avery tendrá que jugar el juego sólo pa-
ra poder sobrevivir.
Capítulo 1

Cuando era niña, mi madre inventaba constantemente juegos. El


Juego Silencioso. El juego: ¿Quién puede hacer que su “galleta” dure
más tiempo? El favorito eterno, el Juego de los Malvaviscos consistía
en comer malvaviscos mientras usábamos chaquetas in ables de Bu-
ena Voluntad para evitar encender la calefacción. El Juego de la Lin-
terna era lo que jugábamos cuando se iba la electricidad. Nunca ca-
minábamos a ningún lado, sino que corríamos. El suelo era casi si-
empre lava.
Nuestro juego más duradero se llamaba “Tengo un secreto”, por-
que mi madre decía que todo el mundo debería tener siempre al me-
nos uno. Algunos días ella adivinaba el mío. Algunos días no lo ha-
cía. Jugábamos todas las semanas, hasta que yo cumplí quince años
y uno de sus secretos la llevó al hospital.
Lo siguiente que supe fue que ella había muerto.
—Tu movimiento, princesa. —Una voz grave me trajo de vuelta al
presente—. No tengo todo el día.
—No soy una princesa —respondí, deslizando a uno de mis ca-
balleros en su lugar—. Tu movimiento, viejo.
Harry me frunció el ceño. En realidad, no sabía cuántos años te-
nía, y tampoco tenía idea de cómo había llegado a quedarse sin ho-
gar y a vivir en el parque donde jugábamos al ajedrez cada mañana.
Solo sabía que él era un oponente formidable.
—Tú —refunfuñó mirando el tablero—, eres una persona horrib-
le.
Tres movimientos después, lo tenía. —Jaque mate. Sabes lo que
eso signi ca, Harry.
Me dio una mirada asesina. —Tengo que dejar que me invites a
desayunar. —Esos eran los términos de nuestra apuesta de hace
mucho tiempo. Cuando yo ganaba, él no podía rechazar la comida
gratis.
A mi favor, sólo me regodeé un poco. —Es bueno ser reina.

Llegué a la escuela a tiempo, pero apenas. Tenía el hábito de to-


mar las cosas a la ligera y por eso caminaba por la misma cuerda o-
ja con mis notas: ¿Qué tan poco esfuerzo podría hacer y aun así obte-
ner una A? No era perezosa. Era práctica. Valió la pena cambiar un
98 por un 92.
Estaba en medio de la redacción de un documento en inglés en la
clase de español cuando me llamaron a la o cina. Se suponía que las
chicas como yo eran invisibles. No éramos convocadas para reuni-
ones con el director. Hacíamos exactamente todos los problemas que
podíamos permitirnos que, en mi caso, era ninguno.
—Avery. —El saludo del director Altman no fue lo que uno lla-
maría cálido—. Toma asiento.
Me senté.
Puso las manos sobre el escritorio que estaba entre nosotros. —
Asumo que sabes por qué estás aquí.
A menos que se tratara de la partida de póquer semanal que había
organizado en el aparcamiento para nanciar los desayunos de
Harry y, a veces los míos, no tenía ni idea de lo que había hecho para
llamar la atención de la administración. —Lo siento —dije, tratando
de sonar lo su cientemente tranquila—, pero no lo sé.
El director Altman dejó asentar mi respuesta un momento, y lu-
ego me presentó un paquete de papel engrapado. —Este es el exa-
men de física que tomaste ayer.
—Bien —dije. Esa no era la respuesta que buscaba, pero era todo
lo que tenía. Por una vez, realmente había estudiado. No podía ima-
ginar que lo había hecho tan mal como para merecer una intervenci-
ón.
—El señor Vates cali có los exámenes, Avery. Tú fuiste la única
que tuviste una puntuación perfecta.
—Genial —dije, en un esfuerzo deliberado por no decir que esta-
ba bien… otra vez.
—No muy bien, jovencita. El señor Vates crea intencionalmente
exámenes que desafían las habilidades de sus estudiantes. En veinte
años, nunca ha dado una puntuación perfecta. ¿Ve el problema?
No pude reprimir mi respuesta instintiva. —¿Un profesor que di-
seña exámenes que la mayoría de sus estudiantes no pueden apro-
bar?
El señor Altman entrecerró los ojos. —Eres una buena estudiante,
Avery. Bastante buena, dadas las circunstancias. Pero no tienes exac-
tamente un historial de marcar una diferencia.
Eso fue justo, ¿entonces por qué sentí que me había dado un pu-
ñetazo en el estómago?
—No estoy exento de simpatía por tu situación —dijo el director
Altman, luego continuó—, pero necesito que seas sincera conmigo
aquí. —Fijó sus ojos en los míos—. ¿Sabías que el señor Vates guarda
copias de todos sus exámenes en la nube? —Pensó que había hecho
trampa. Estaba sentado allí, mirándome jamente, y nunca me sentí
menos vista—. Me gustaría ayudarte, Avery. Lo has hecho muy bien,
dado lo que te ha hecho pasar la vida. Odiaría ver descarrilado algún
plan que puedas tener para el futuro.
—¿Algún plan que pueda tener? —lo repetí. Si hubiera tenido otro
apellido, si hubiera tenido un padre dentista y una madre que se qu-
edara en casa, el no habría actuado como si el futuro fuera algo en lo
que yo podría haber pensado—. Soy una estudiante de tercer año —
dije—. Me graduaré el año que viene con al menos dos semestres de
créditos universitarios. Los puntajes de mis exámenes deberían po-
nerme en competencia por becas en UConn1, que tiene uno de los
mejores programas de ciencias actuariales del país.
El señor Altman frunció el ceño. —¿Ciencia actuarial?
—Evaluación de riesgo estadístico. —Fue lo más cerca que pude
llegar a obtener una doble especialización en póquer y matemáticas.
Además, era una de las carreras con más capacidad laboral del pla-
neta.
—¿Es usted fanática de los riesgos calculados, señorita Grambs?
¿Cómo hacer trampa? No podía permitirme enfadarme más. En
cambio, me imaginé jugando al ajedrez. Marqué los movimientos en
mi mente. Las chicas como yo no llegaban a explotar. —No hice
trampa —dije con calma—. Estudié.
Había ahorrado tiempo en otras clases, entre turnos, más tarde en
la noche no dormí casi. Saber que el señor Vates era infame por dar
exámenes imposibles me hizo querer rede nir lo posible. Por una vez,
en vez de ver lo cerca que podía estar, quería ver lo lejos que podía
llegar.
Y esto fue lo que obtuve por mi esfuerzo, porque las chicas como
yo no aprobaban exámenes imposibles.
—Haré el examen de nuevo —dije, tratando de no sonar furiosa, o
peor, herida—. Sacaré la misma nota otra vez.
—¿Y qué dirías si te dijera que el señor Vates ha preparado un nu-
evo examen? Todas con nuevas preguntas, tan difíciles como las pri-
meras.
Ni siquiera dudé. —Lo tomaré.
—Eso puede arreglarse mañana durante el tercer período, pero
debo advertirle que esto irá mucho mejor para usted si…
—Ahora.
El señor Altman me miró jamente. —¿Perdón?
Me olvidé de sonar tranquila. Me olvidé de ser invisible. —Quiero
hacer el nuevo examen aquí mismo, en su o cina, ahora mismo.

1 La Universidad de Connecticut, conocida como UConn, es una universidad pública ubica-


da en los Estados Unidos de América.
Capítulo 2

—¿Día difícil? —preguntó Libby. Mi hermana era siete años ma-


yor que yo y demasiado empática para su propio bien, o el mío.
—Estoy bien —respondí. Contar mi viaje a la o cina de Altman
sólo la habría preocupado, y hasta que el señor Vates cali cara mi se-
gundo examen no había nada que nadie pudiera hacer. Cambié de
tema—. Las propinas fueron buenas esta noche.
—¿Cómo de buenas? —El sentido del estilo de Libby residía en al-
gún lugar entre el punk y el gótico, pero en cuanto a su personali-
dad, era el tipo de eterna optimista que creía que una propina de ci-
en dólares siempre estaba a la vuelta de la esquina en un restaurante
con un agujero en la pared donde la mayoría de los platos principa-
les cuestan seis dólares con noventa y nueve centavos.
Presioné un fajo de billetes arrugados en su mano. —Lo su cien-
temente bueno para ayudar a pagar la renta.
Libby trató de devolver el dinero, pero me moví fuera de su alcan-
ce antes de que pudiera hacerlo. —Te tiraré este dinero —me advir-
tió severamente.
Me encogí de hombros. —Lo esquivaría.
—Eres imposible. —Libby guardó el dinero a regañadientes, sacó
una lata de mu ns de la nada y me miró jamente—. Aceptarás este
mu n para compensarte.
—Sí, señora. —Fui a tomarlo de su mano extendida, pero luego
miré más allá de ella hacia el mostrador y me di cuenta de que había
horneado más que mu ns. También había bizcochos. Sentí que mi
estómago se hundió—. Oh no, Lib.
—No es lo que piensas —prometió Libby. Era una panadera de
magdalenas. Esto era de un panadero que se sentía culpable.
—¿No es lo que pienso? —repetí en voz baja—. ¿Así que no va a
volver a mudarse?
—Va a ser diferente esta vez —prometió Libby—. ¡Y las magdale-
nas son de chocolate!
Mi favorito.
—Nunca va a ser diferente —dije, pero si hubiera sido capaz de
hacerla creer eso, ya ella lo hubiese creído.
En el momento justo, el novio intermitente de Libby, que tenía a -
ción por resaltar sus propias virtudes y golpear paredes para no gol-
pear a Libby, entró. Agarró un cupcake del mostrador y dejó que su
mirada me recorriera. —Hey, cebo de cárcel.
—Drake —dijo Libby.
—Estoy bromeando. —Drake sonrió—. Sabes que estoy bromean-
do, Libby—mía. Tú y tu hermana deben aprender a aceptar una bro-
ma.
Un minuto después, ya nos estaba poniendo problemas. —Esto no
es saludable —le dije a Libby. No había querido que ella me acogi-
era, y nunca había dejado de castigarla por ello.
—Este no es tu apartamento —respondió Drake.
—Avery es mi hermana —insistió Libby.
—Media hermana —corrigió Drake, y luego volvió a sonreír—. Es
una broma.
No lo era, pero tampoco se equivocaba. Libby y yo compartíamos
un padre ausente, pero teníamos madres diferentes. Sólo nos habí-
amos visto una o dos veces al año mientras crecíamos. Nadie había
esperado que ella tomara mí custodia hace dos años. Era joven. Ape-
nas sobrevivía. Pero era Libby. Amar a la gente era lo que hacía.
—Si Drake se queda aquí —le dije en voz baja—, entonces me
voy.
Libby agarró una magdalena y la acunó en sus manos. —Hago lo
mejor que puedo, Avery.
Ella complacía a la gente. A Drake le gustaba ponerla en el medio.
Me usaba para lastimarla.
No podía esperar al día en que dejara de golpear paredes. —Si me
necesitas —le dije a Libby—, estaré viviendo en mi coche.
́ ulo 3
Cap t

Mi antiguo Pontiac era un pedazo de basura, pero al menos el ca-


lentador funcionaba. En su mayoría. Aparqué en la parte de atrás del
restaurante, donde nadie me viera. Libby me mandó un mensaje, pe-
ro no pude responder, así que terminé mirando mi teléfono. La pan-
talla estaba rota. Mi plan de datos era prácticamente inexistente, así
que no podía conectarme, pero tenía textos ilimitados.
Además de Libby, había exactamente una persona en mi vida a la
que valía la pena enviarle un mensaje de texto. Mantuve mi mensaje
a Max corto y dulce: Sabes. Quien. Está. Devuelta.
No hubo una respuesta inmediata. Los padres de Max tenían
mucho tiempo libre y con scaban el suyo con frecuencia. También
eran infames por monitorear sus mensajes intermitentemente, por lo
que no había nombrado a Drake y no escribía una palabra sobre
dónde pasaba la noche. Ni la familia Liu, ni mi asistente social nece-
sitaban saber que no estaba donde se suponía que debía estar.
Dejando mi teléfono a un lado, miré mi mochila en el asiento del
pasajero, pero decidí que el resto de mis deberes podían esperar has-
ta mañana. Me recosté en mi asiento y cerré los ojos, pero no podía
dormir, así que busqué en la guantera y recuperé la única cosa de va-
lor que me había dejado mi madre: una pila de postales. Docenas de
ellas. Docenas de lugares a los que habíamos planeado ir juntas.
Hawái. Nueva Zelanda. Machu Picchu. Mirando cada una de las
fotos por turno, me imaginé en cualquier lugar menos aquí. Tokio.
Bali. Grecia. No estaba segura de cuánto tiempo había estado perdi-
da en mis pensamientos cuando mi teléfono sonó. Lo agarré y me sa-
ludó la respuesta de Max a mi mensaje sobre Drake.
Ese hijo de puta. Y entonces, un momento después: ¿Estás bien?
Max se había mudado el verano después del octavo grado. La ma-
yor parte de nuestra comunicación fue escrita, y se negó a escribir
palabras de maldición, para que sus padres no las vieran.
Así que se puso creativa.
Estoy bien, le respondí, y ese fue todo el impulso que necesitaba
para desatar su furia justa en mi nombre.
¡¡¡ESE CABEZA DE CHORLITO PUEDE IR DIRECTO AL DUEN-
DE Y COMERSE UNA BOLSA DE PATO!!!
Un segundo después, mi teléfono sonó. —¿Estás realmente bien?
—Max preguntó cuándo le contesté.
Volví a mirar las postales en mi regazo, y los músculos de mi gar-
ganta se tensaron. Yo pasaría por la secundaria. Solicitaría todas las
becas para las que cali cara. Obtendría un título comercial que me
permitiría trabajar a distancia y me pagarían bien.
Viajaría por todo el mundo.
Dejé escapar un suspiro largo e irregular y luego respondí la pre-
gunta de Max. —Tú me conoces, Maxine. Siempre aterrizo de pie.
Capítulo 4

Al día siguiente, pagué un precio por dormir en mi coche. Me do-


lía todo el cuerpo, y tuve que ducharme después del gimnasio, por-
que las toallas de papel en el baño del restaurante no podían hacer
todo el trabajo. No tuve tiempo de secarme el cabello, así que llegué
a mi siguiente clase empapada. No era mi mejor aspecto, pero había
ido a la escuela con los mismos chicos toda mi vida. Yo era el papel
tapiz.
Nadie me miraba.
—Romeo y Julieta están llenos de proverbios, pequeños y concisos
fragmentos de sabiduría que hacen una declaración sobre la forma
en que funcionan el mundo y la naturaleza humana. —Mi profesora
de inglés era joven y seria, y sospechaba profundamente que había
tomado demasiado café—. Demos un paso atrás de Shakespeare.
¿Quién me puede dar un ejemplo de un proverbio cotidiano?
Los mendigos no pueden elegir, pensé, la cabeza me latía con fuerza
y las gotas de agua caían por mi espalda. La necesidad es la madre de la
invención. Si los deseos fueran caballos, los mendigos montarían.
La puerta del aula se abrió. La secretaria esperó a que la maestra
la mirara, y luego anunció en voz alta para que toda la clase oyera:
—Se solicita a Avery Grambs en la o cina.
Supuse que eso signi caba que alguien había cali cado mi pru-
eba.

Sabía que no debía esperar una disculpa, pero tampoco esperaba


que el señor Altman se reuniera conmigo en el escritorio de su secre-
taria, sonriendo como si acabara de recibir una visita del Papa. —
¡Avery!
Una alarma sonó en mi cabeza, porque nadie se alegró tanto de
verme.
—Justo por aquí. —Abrió la puerta de su o cina y vi una cola de
caballo azul neón que me era muy familiar en el interior.
—¿Libby? —le dije. Llevaba puesto su uniforme con estampados
de cráneo e iba sin maquillaje, lo que sugería que vino directamente
del trabajo. En medio de un turno. Los enfermeros de las residencias
asistidas no podían salir en medio de los turnos.
No a menos que algo estuviera mal.
—¿Está papá…? —No pude terminar la pregunta.
—Tu padre está bien. —La voz que emitió esa declaración no per-
tenecía a Libby ni al director Altman. Mi cabeza se levantó rápida-
mente y miré más allá de mi hermana. La silla detrás del escritorio
del director estaba ocupada por un chico no mucho mayor que yo.
¿Qué está pasando aquí?
Llevaba un traje. Parecía el tipo de persona que debería haber te-
nido un séquito.
—Ayer —continuó, su voz baja, rica, mesurada y precisa—, Ricky
Grambs estaba vivo, bien, y desmayado a salvo en una habitación de
motel en Michigan, a una hora a las afueras de Detroit.
Traté de no mirarlo y fallé. Cabello claro. Ojos pálidos. Rasgos lo su -
cientemente a lados como para cortar rocas.
—¿Cómo es posible que sepas eso? —le exigí. Ni siquiera sabía
dónde estaba mi inútil padre. ¿Cómo podía saberlo él?
El chico del traje no respondió a mi pregunta. En cambio, arqueó
una ceja. —¿Director Altman? —dijo—. ¿Si pudiera darnos un mo-
mento?
El director abrió la boca, presumiblemente para oponerse a que lo
sacaran de su propia o cina, pero la ceja del chico se elevó más.
—Creo que teníamos un acuerdo.
Altman aclaró su garganta. —Por supuesto. —Y así como así, se
dio la vuelta y salió por la puerta que cerró tras él, y yo volví a mirar
abiertamente al chico que había sacado al director de su propia o ci-
na.
—Me has preguntado cómo sé dónde está tu padre. —Sus ojos
eran del mismo color que su traje, gris y bordeado de plata—. Sería
mejor, por el momento, que asumieras que lo sé todo.
Su voz habría sido agradable de escuchar si no fuera por las pa-
labras. —Un tipo que cree saberlo todo —murmuré—. Eso es nuevo.
—Una chica con una lengua muy a lada —respondió, con los ojos
plateados enfocados en los míos, con las puntas de los labios hacia
arriba.
—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Y qué es lo que quieres? —Conmi-
go, algo dentro de mí añadió eso último. ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Todo lo que quiero —dijo—, es entregar un mensaje. —Por ra-
zones que no pude precisar, mi corazón empezó a latir más rápido
—. Uno que se ha demostrado ser bastante difícil de entregar por
medios tradicionales.
—Eso podría ser mi culpa —Libby respondió voluntariamente a
mi lado.
—¿Qué podría ser tu culpa? —Me volteé para mirarla, agradecida
de una excusa para apartar la mirada de Ojos Grises y luchar contra
el impulso de mirar hacia atrás.
—Lo primero que debes saber —dijo Libby, con tanta seriedad co-
mo cualquiera que llevara una bata con estampado de calaveras hu-
biera podido tener alguna vez—, es que no tenía idea de que las car-
tas eran reales.
—¿Qué cartas? —pregunté. Era la única persona en esta habitaci-
ón que no sabía lo que estaba pasando aquí, y no podía quitarme la
sensación de que no saberlo era una desventaja, como estar sobre las
vías del tren, pero sin saber de qué dirección vendría el tren.
—Las cartas —dijo el chico del traje, con su voz envolvente—, que
los abogados de mi abuelo han estado enviando por correo certi ca-
do, a su residencia durante la mayor parte de tres semanas.
—Pensé que eran una estafa —me dijo Libby.
—Te aseguro —respondió el chico—, que no lo son.
Sabía que era mejor no con ar en las garantías de los chicos gu-
apos.
—Déjame empezar de nuevo. —Cruzó las manos sobre el escrito-
rio entre nosotros, el pulgar de su mano derecha rodeó ligeramente
el gemelo de su muñeca izquierda—. Mi nombre es Grayson Hawt-
horne. Estoy aquí en nombre de McNamara, Ortega y Jones, un bu-
fete de abogados con sede en Dallas que representa la herencia de mi
abuelo. —Los ojos pálidos de Grayson se encontraron con los míos
—. Mi abuelo falleció a principios de este mes. —Una pausa—. Su
nombre era Tobias Hawthorne. —Grayson estudió mi reacción o
más exactamente, la falta de ella—. ¿Ese nombre signi ca algo para
ti?
La sensación de estar parado en las vías del tren había vuelto. —
No —dije—. ¿Debería?
—Mi abuelo era un hombre muy rico, señorita Grambs. Y parece
que, junto con nuestra familia y la gente que trabajó para él durante
años, usted ha sido nombrada en su testamento.
Escuché las palabras pero no pude procesarlas. —¿Su qué?
—Su testamento —repitió Grayson, una ligera sonrisa cruzando
sus labios—. No sé exactamente qué te dejó, pero se requiere tu pre-
sencia en la lectura del testamento. Lo hemos pospuesto durante se-
manas.
Era una persona inteligente, pero Grayson Hawthorne parecía ha-
ber estado hablando en sueco.
—¿Por qué tu abuelo me dejaría algo? —le pregunté.
Grayson se puso de pie. —Esa es la pregunta del momento, ¿no?
—Salió de detrás del escritorio y de repente supe exactamente de qué
dirección venía el tren.
De la suya.
Esta no era una invitación. Fue una citación. —¿Qué te hace pen-
sar…? —comencé a decir, pero Libby me interrumpió— ¡Excelente!
—dijo ella, dándome una mirada tranquila.
Grayson sonrió con su ciencia. —Les daré un momento. —Sus oj-
os se quedaron en los míos demasiado tiempo y, luego, sin decir una
palabra más, salió por la puerta.
Libby y yo estuvimos en silencio durante cinco segundos después
de que se fuera. —No te lo tomes a mal —susurró nalmente—, pero
creo que él podría ser Dios.
É
Resoplé. —Él ciertamente lo cree. —Era más fácil ignorar el efecto
que había tenido en mí ahora que se había ido. ¿Qué clase de perso-
na tenía una seguridad en sí misma tan absoluta? Estaba ahí en cada
aspecto de su postura y elección de palabras, en cada interacción. El
poder era un hecho tan real para este tipo como la gravedad. El
mundo se inclina a la voluntad de Grayson Hawthorne. Lo que el di-
nero no pudo comprarle, probablemente lo hicieron esos ojos.
—Empieza desde el principio —le dije a Libby—. Y no dejes nada
por fuera.
Empezó a jugar con las puntas negras de su cola de caballo azul.
—Hace un par de semanas, empezamos a recibir estas cartas dirigi-
das a ti, a mí. Decían que habías heredado dinero, nos dieron un nú-
mero al que llamar. Pensé que eran una estafa. Como uno de esos
correos electrónicos que dicen ser de un príncipe extranjero.
—¿Por qué este Tobias Hawthorne, un hombre que no conozco, ni
siquiera he oído hablar de él, me puso en su testamento? —pregunté.
—No lo sé —dijo Libby—, pero eso… —señaló en la dirección en
que Grayson se había marchado—, no es una estafa. ¿Viste la forma
en que trató con el director Altman?, ¿cuál crees que fue su acuer-
do?, ¿un soborno… o una amenaza?
Ambos. Llegando a esa respuesta, saqué mi teléfono y me conecté
al Wi-Fi de la escuela. Una búsqueda en internet de Tobias Hawthor-
ne más tarde, las dos estábamos leyendo un titular: El famoso lántro-
po muere a los setenta y ocho años.
—¿Sabes lo que signi ca lántropo? —Libby me preguntó seri-
amente—. Signi ca rico.
—Signi ca alguien que se dedica a la caridad —la corregí.
—Así que… es rico. —Libby me miró—. ¿Y si eres la caridad? No
enviarían al nieto de este tipo a buscarte si te hubiera dejado unos
pocos cientos de dólares. Debemos estar hablando de miles. Podrías
viajar, Avery, o destinarlo a la universidad, o comprar un coche mej-
or.
Podía sentir que mi corazón empezaba a latir muy rápido otra
vez. —¿Por qué un total desconocido me dejaría algo? —reiteré, re-
sistiendo el impulso de soñar despierta, incluso por un segundo,
porque si empezaba, no estaba segura de poder parar.
—¿Quizás conocía a tu madre? —Libby sugirió—. No lo sé, pero
sé que necesitas ir a la lectura de ese testamento.
—No puedo simplemente irme —le dije—. Tú tampoco puedes.
—Las dos faltaríamos al trabajo. Yo perdería clases. Y aun así… si no
hay nada más, un viaje alejaría a Libby de Drake, al menos temporal-
mente.
Y si esto es real… Ya se estaba haciendo más difícil no pensar en las
posibilidades.
—Mis turnos están cubiertos para los próximos dos días —me in-
formó Libby—. Hice algunas llamadas, y también las tuyas. —Alcan-
zó mi mano—. Vamos, Ave. ¿No sería agradable hacer un viaje, solas
tú y yo?
Ella apretó mi mano. Después de un momento, le devolví el apre-
tón. —¿Dónde será exactamente la lectura del testamento?
—¡Texas! —Libby sonrió.—. Y no sólo reservaron nuestros bole-
tos. Sino también nos los compraron en primera clase.
Capítulo 5

Nunca había volado antes. Mirando hacia abajo desde diez mil pi-
es, podía imaginarme yendo más lejos que Texas.
París. Bali. Machu Picchu. Esos siempre habían sido sueños de al-
gún día.
Pero ahora…
A mi lado, Libby estaba en el cielo, bebiendo un cóctel de cortesía.
—Hora de la foto —declaró—. Suaviza y sostén tus nueces calientes.
Al otro lado del pasillo, una señora le lanzó a Libby una mirada
de desaprobación. No estaba segura de si el objetivo de su desapro-
bación era el cabello de Libby, la chaqueta con estampado de camuf-
laje que se había puesto cuando se deshizo de su bata, su gargantilla
de metal, la ropa que intentaba llevar o el volumen con el que acaba-
ba de decir la frase nueces calientes.
Adoptando mi mirada más arrogante, me incliné hacia mi herma-
na y levanté mis nueces calientes en alto.
Libby apoyó la cabeza en mi hombro y tomó la foto. Giró el teléfo-
no para mostrármelo. —Te lo enviaré cuando aterricemos. —La son-
risa en su rostro vaciló, solo por un segundo—. No lo pongas en lí-
nea, ¿de acuerdo?
Drake no sabe dónde estás, ¿verdad? Reprimí el impulso de recordar-
le que se le permitió tener una vida. No quería discutir. —No lo ha-
ré. —Eso no fue un gran sacri cio de mi parte. Tenía cuentas en las
redes sociales, pero las usaba principalmente para hablar con Max.
Y hablando de…
Saqué mi teléfono. Lo había puesto en modo avión, lo que signi -
caba que no recibiría mensajes de texto, pero la primera clase ofrecía
Wi-Fi gratis.
Le envié a Max una rápida actualización de lo que había pasado, y
luego pasé el resto del vuelo leyendo obsesivamente sobre Tobias
Hawthorne.
Había adquirido su dinero a base de petróleo, y luego se diversi -
có. Esperaba, basándome en la forma en que Grayson había dicho
que su abuelo era un hombre —rico— y en el uso que el periódico
hacía de la palabra lántropo, que fuera una especie de millonario.
Estaba equivocada.
Tobias Hawthorne no era solo “rico” o “adinerado”. No había
ningún término adecuado para lo que era Tobias Hawthorne. Era.
Asquerosamente. Rico. Billones, con b mayúscula. Era la novena perso-
na más rica de los Estados Unidos y el hombre más rico del estado
de Texas.
Cuarenta y seis coma dos mil millones de dólares. Ese era su valor
neto. En lo que respecta a los números, ni siquiera sonaba real. Final-
mente, dejé de preguntarme por qué un hombre que no conocía me
habría dejado algo y empecé a preguntarme cuánto.
Max me envió un mensaje justo antes de aterrizar: ¿Estás jugando
conmigo, playa?
Sonreí. No. Ahora mismo estoy de verdad en un avión a Texas. Prepa-
rándome para aterrizar.
La única respuesta de Max fue: Santo cielo.

Una mujer morena con un traje blanco se reunió con Libby y con-
migo en cuanto pasamos la seguridad. —Señorita Grambs. —Me sa-
ludó con la cabeza, y luego a Libby, mientras añadía un segundo sa-
ludo idéntico—. Señorita Grambs. —Se giró, esperando que la sigui-
éramos. Para mi disgusto, ambas lo hicimos—. Soy Alisa Ortega —
dijo—, de McNamara, Ortega y Jones. —Otra pausa, y luego me mi-
ró de reojo—. Eres una joven muy difícil de encontrar.
Me encogí de hombros. —Vivo en mi coche.
—Ella no vive allí —dijo Libby rápidamente—. Dile que no.
—Estamos muy contentos de que hayas podido asistir. —Alisa
Ortega, de McNamara, Ortega y Jones, no esperó a que yo le dijera
nada. Tuve la sensación de que la mitad de esta conversación era su-
per cial—. Durante su estadía en Texas, deben considerarse huéspe-
des de la familia Hawthorne. Seré su enlace con la empresa. Todo lo
que necesites mientras estás aquí, ven a mí.
¿Los abogados no facturan por horas? Pensé. ¿Cuánto le estaba cos-
tando a la familia Hawthorne está recogida personal? Ni siquiera
consideré la opción de que esta mujer no fuera abogada. Parecía te-
ner veintitantos años. Hablar con ella me dio la misma sensación que
hablar con Grayson Hawthorne. Ella era alguien.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó Alisa Ortega, ca-
minando hacia una puerta automática, su paso no disminuyó en ab-
soluto cuando parecía que la puerta no se abriría a tiempo.
Esperé hasta asegurarme que no se golpearía contra el cristal an-
tes de responder. —¿Qué tal algo de información?
—Tendrá que ser un poco más especí ca.
—¿Sabes qué hay en el testamento? —le pregunté.
—No lo sé. —Señaló un sedán negro que estaba parado cerca de
la acera. Me abrió la puerta trasera. Entré y Libby me siguió. Alisa se
sentó en el asiento del copiloto. El asiento del conductor ya estaba
ocupado. Intenté ver al conductor, pero no pude ver mucho de su ca-
ra.
—Pronto descubrirás lo que hay en el testamento —dijo Alisa, con
palabras tan claras y nítidas como ese traje blanco tan atrevido—.
Todos lo haremos. La lectura está programada para poco después de
su llegada a la Casa Hawthorne.
No la casa de los Hawthorne. Sólo la Casa Hawthorne, como si fuera
una especie de mansión inglesa con un nombre completo.
—¿Es ahí donde nos quedaremos? —preguntó Libby—. ¿Casa
Hawthorne?
Nuestros boletos de regreso habían sido reservados para mañana.
Habíamos hecho las maletas para pasar la noche.
—Tendrás tu elección para elegir las habitaciones —nos aseguró
Alisa—. El señor Hawthorne compró el terreno donde se construyó
la casa hace más de 50 años y pasó cada uno de esos años agregando
cosas a la maravilla arquitectónica que construyó allí. He perdido la
pista del número total de dormitorios, pero son más de treinta. La
Casa Hawthorne es… algo grande.
Esa era la mayor información que habíamos obtenido de ella hasta
ahora. Presioné mi suerte. —¿Supongo que el señor Hawthorne tam-
bién era bastante bueno?
—Buena suposición —dijo Alisa. Ella me miró—. Al señor Hawt-
horne le gustaban los buenos adivinadores.
Entonces me invadió una sensación inquietante, casi como una
premonición. ¿Es por eso por lo que me eligió?
—¿Qué tan bien lo conocías? —Libby preguntó a mi lado.
—Mi padre ha sido el abogado de Tobias Hawthorne desde antes
de que yo naciera. —Alisa Ortega no estaba hablando en voz alta
ahora. Su voz era suave—. Pasé mucho tiempo en la Casa Hawthor-
ne mientras crecía.
No era solo un cliente para ella, pensé. —¿Tienes idea de por qué es-
toy aquí? —pregunté—. ¿Por qué me dejaría cualquier cosa?
—¿Eres de las que salvan el mundo? —Alisa preguntó, como si
fuera una pregunta perfectamente ordinaria.
—¿No? —adiviné.
—¿Alguna vez te ha arruinado la vida alguien con el apellido
Hawthorne? —Alisa continuó.
La miré jamente, y luego me las arreglé para responder con más
con anza esta vez. —No.
Alisa sonrió, pero no llegó a sus ojos. —Qué suerte tienes.
Capítulo 6

La Casa Hawthorne estaba situada en una colina. Enorme. Desp-


legada. Parecía un castillo más adecuado para la realeza que cualqui-
er cosa. Había media docena de autos estacionados al frente y una
motocicleta destartalada que parecía que debía ser desmantelada y
vendida por partes.
Alisa miró la moto. —Parece que Nash llegó a casa.
—¿Nash? —preguntó Libby.
—El nieto mayor de Hawthorne —respondió Alisa, quitando la
mirada de la motocicleta y mirando el castillo—. Son cuatro en total.
Cuatro nietos. No podía evitar que mi mente volviera al único
Hawthorne que ya había conocido. Grayson. El traje perfectamente
adaptado. Los ojos grises plateados. La arrogancia en la forma en
que me dijo que asumiera que lo sabía todo.
Alisa me miró con complicidad. —Toma este consejo de alguien
que ha estado allí y ha hecho eso mismo: nunca pierdas el corazón
por un Hawthorne.
—No te preocupes —le dije, tan molesta con su suposición como
lo estaba con el hecho de que había podido ver cualquier rastro de
mis pensamientos en mi cara—. Yo guardo el mío bajo llave.
El vestíbulo era más grande que algunas casas, fácilmente un mil-
lar de pies cuadrados, como si la persona que lo había construido te-
miera que la entrada tuviera que servir también como lugar para al-
bergar bailes. Arcos de piedra alineaban el vestíbulo a ambos lados,
y la habitación se extendía dos pisos hasta un techo ornamentado,
elaborado con madera. Incluso mirar hacia arriba me dejó sin alien-
to.
—Has llegado. —Una voz familiar atrajo mi atención hacia la tier-
ra—. Y justo a tiempo. Confío en que no haya habido problemas con
tu vuelo.
Grayson Hawthorne llevaba ahora un traje diferente. Este era neg-
ro, así como su camisa y su corbata.
—Tú —Alisa lo saludó con una mirada de acero.
—¿Supongo que no me perdonan por interferir? —preguntó
Grayson.
—Tienes diecinueve años —respondió Alisa—. ¿Te mataría actuar
como tal?
—Puede que sí. —Grayson mostró sus dientes con una sonrisa—.
Y bienvenidas. —Me llevó un segundo darme cuenta de que, al inter-
ferir, Grayson se refería a venir a buscarme—. Señoritas —dijo—,
¿puedo tomar sus abrigos?
—Me quedo con el mío —respondí, sintiéndome protegida como
si una capa extra entre el resto del mundo y yo no pudiera hacer da-
ño.
—¿Y el tuyo? —Grayson le preguntó a Libby suavemente.
Aún ansiosa en el vestíbulo, Libby se quitó el abrigo y se lo entre-
gó. Grayson pasó por debajo de uno de los arcos de piedra. Al otro
lado, había un pasillo. Pequeños paneles cuadrados cubrían la pared.
Grayson apoyó una mano en un panel y empujó. Giró la mano no-
venta grados, empujó el siguiente panel y luego, con un movimiento
demasiado rápido para que yo pudiera decodi carlo, golpeó al me-
nos otros dos. Escuché un estallido y apareció una puerta que se sepa-
ró del resto de la pared cuando se abrió.
—¿Qué…? —Empecé a decir.
Grayson metió la mano y sacó una percha. —El armario de los ab-
rigos. —Eso no era una explicación. Era una etiqueta, como si fuera
cualquier armario de abrigos en una casa antigua.
Alisa tomó eso como su señal para dejarnos en las capaces manos
de Grayson, y yo traté de invocar una respuesta que no fuera sólo es-
tar ahí con la boca abierta como un pez. Grayson fue a cerrar el ar-
mario, pero un sonido de las profundidades lo detuvo.
Escuché un crujido, luego un bam. Se oyó un sonido de arrastre
detrás de los abrigos, y luego una gura atravesó la sombra y salió a
la luz. Un niño, tal vez de mi edad, tal vez un poco más joven. Lleva-
ba un traje, pero ahí era donde terminaban las similitudes con Gray-
son. El traje de este chico estaba arrugado, como si hubiera tomado
una siesta con él, o veinte. La chaqueta no estaba abrochada. La cor-
bata que le rodeaba el cuello no estaba atada. Era alto, pero tenía ca-
ra de bebé y una mata de cabello oscuro y rizado. Sus ojos eran de
color marrón claro y también su piel.
—¿Llego tarde? —le preguntó a Grayson.
—Te podría sugerir que dirijas esa pregunta hacia tu reloj.
—¿Ya llegó Jameson? —El chico de cabello oscuro modi có su
pregunta.
Grayson se puso rígido. —No.
El otro chico sonrió. —¡Entonces no llego tarde! —Miró más allá
de Grayson, hacia Libby y hacia mí—. ¡Y estas deben ser nuestras in-
vitadas! Qué grosero de parte de Grayson no presentarnos.
Un músculo de la mandíbula de Grayson se movió. —Avery
Grambs —dijo formalmente—, y su hermana, Libby. Señoritas, este
es mi hermano, Alexander. —Por un momento, pareció que Grayson
podría dejarlo ahí, pero luego vino el arco de la ceja—. Xander es el
bebé de la familia.
—Soy el guapo —corrigió Xander—. Sé lo que estás pensando. Es-
te serio cabrón a mi lado puede llenar un traje de Armani. Pero, te
pregunto, ¿puede sacudir el universo con su sonrisa, como una joven
Mary Tyler Moore encarnada en el cuerpo de un James Dean multir-
racial? —Xander parecía tener sólo un modo de hablar: rápido—. No
—respondió a su propia pregunta—. No, no puede. —Finalmente
dejó de hablar el tiempo su ciente para que alguien más hablara.
—Encantado de conocerte —dijo Libby.
—¿Pasas mucho tiempo en los armarios de los abrigos? —le pre-
gunté.
Xander se quitó el polvo de sus manos en los pantalones. —Pasaje
secreto —dijo, y luego intentó desempolvarse las piernas de sus pan-
talones con las manos—. Este lugar está lleno de ellos.
Capítulo 7

Mis dedos ansiaban sacar mi teléfono y comenzar a tomar fotos,


pero me resistí. Libby no tenía tales escrúpulos.
—Mademoiselle2… —Xander se puso de lado para bloquear la mi-
rada de Libby—. ¿Puedo preguntarte qué sientes sobre las montañas
rusas?
Pensé que los ojos de Libby se saldrían de su cabeza. —¿Este lugar
tiene una montaña rusa?
Xander sonrió. —No exactamente. —Lo siguiente que supe fue
que el “bebé” de la familia Hawthorne, que medía un metro ochenta
centímetros, llevaba a mi hermana hacia el fondo del vestíbulo.
Me quedé estupefacta. ¿Cómo puede una casa —no exactamente casa
— tener una montaña rusa? A mi lado, Grayson resopló. Lo sorprendí
mirándome y entrecerré los ojos. —¿Qué?
—Nada —dijo Grayson, la inclinación de sus labios sugiriendo lo
contrario—. Es sólo que… tienes una cara muy expresiva.
No. No la tengo. Libby siempre decía que yo era difícil de leer. Mi
cara de póquer había estado nanciando los desayunos de Harry du-
rante meses. No era expresiva.
No había nada notable en mi cara.
—Me disculpo por Xander —comentó Grayson—. Tiende a no
creer en nociones tan anticuadas como pensar antes de hablar y qu-
edarse quieto durante más de tres segundos consecutivos. —Miró
hacia abajo—. Es el mejor de nosotros, incluso en sus peores días.
—La señora Ortega dijo que eran cuatro. —No pude evitarlo. Qu-
ería saber más sobre esta familia. Sobre él—. Cuatro nietos, quiero
decir.
—Tengo tres hermanos —me dijo Grayson—. La misma madre,
diferentes padres. Nuestra tía Zara no tiene hijos. —Miró más allá de
mí—. Y sobre el tema de mis relaciones, siento que debería emitir
una segunda disculpa, por adelantado.
—¡Gray, cariño! —Una mujer se nos acercó en un remolino de tela
y movimiento. Una vez que su camisa oreada se asentó a su alrede-
dor, traté de jar su edad. Mayor de treinta, menor de cincuenta.
Más allá de eso, no podría decirlo—. Están listos para nosotros en la
Gran Sala —le dijo a Grayson—. O lo estarán pronto. ¿Dónde está tu
hermano?
—Especi cidad, madre.
La mujer puso los ojos en blanco. —No me digas ‘Madre’, Gray-
son Hawthorne. —Se volteó hacia mí—. Pensarías que nació con ese
traje —dijo con el aire de alguien que con aba un gran secreto—, pe-
ro Gray era mi pequeño corredor. Un verdadero espíritu libre. No
pudimos colocarle ropa hasta los cuatro años. Francamente, ni siqui-
era lo intenté. —Se detuvo y me evaluó sin molestarse en ocultar lo
que estaba haciendo—. Tú debes ser Ava.
—Avery —corrigió Grayson. Si sentía alguna vergüenza por su
supuesto pasado de nudista infantil, no la mostraba—. Se llama
Avery, madre.
La mujer suspiró, pero también sonrió, como si le fuera imposible
mirar a su hijo y no se encontrara totalmente encantada en su pre-
sencia. —Siempre juré que mis hijos me llamarían por mi nombre de
pila —me dijo—. Los criaría como a mis iguales, ¿sabes? Pero enton-
ces, siempre imaginé tener niñas. Cuatro niños después… —Se enco-
gió de hombros de la manera más elegante del mundo.
Objetivamente, la madre de Grayson era exagerada. ¿Pero subjeti-
vamente? Era contagiosa.
—Te importa si te pregunto, querida, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—la pregunta me tomó por sorpresa. Yo tenía una boca que funci-
onaba completamente, pero no pude seguirle el ritmo lo su ciente
como para responder. Me puso una mano en la mejilla—. ¿Escorpio?
¿O capricornio? No eres un Piscis, claramente…
—Madre —dijo Grayson, y luego se corrigió a sí mismo—. Skye.
Me llevó un momento darme cuenta de que ese debía ser su
nombre de pila, y que lo había usado para complacerla en un intento
de hacer que dejara de hacerme un examen astrológico cruzado.
—Grayson es un buen chico —me dijo Skye—. Demasiado bueno.
—Entonces me guiñó un ojo—. Ya hablaremos.
—Dudo que la señorita Grambs planee quedarse lo su ciente para
una charla junto a la chimenea o una lectura del tarot. —Una segun-
da mujer, de la edad de Skye o un poco mayor, se insertó en nuestra
conversación. Si Skye era de tela uida y sobrecargada, esta mujer
era de faldas de lápiz y perlas.
—Soy Zara Hawthorne—alligaris. —Ella me miró, la expresión de
su cara tan austera como su nombre—. ¿Le importa si le pregunto
cómo conoció a mi padre?
El silencio ascendió en el vestíbulo. Tragué. —No lo hice.
A mi lado, podía sentir a Grayson mirándome de nuevo. Después
de una pequeña eternidad, Zara me ofreció una sonrisa tensa. —Bu-
eno, agradecemos tu presencia. Ha sido un momento difícil estas úl-
timas semanas, como estoy segura de que podrás imaginar.
Estas últimas semanas, completé, cuando nadie podía localizarme.
—¿Zara? —Un hombre con el cabello alborotado nos interrumpió,
deslizando un brazo alrededor de su cintura—. El señor Ortega qui-
ere hablar contigo. —El hombre, al que tomé por marido de Zara, no
escatimó ni una mirada para mí.
Skye lo compensó, y algo más. —Mi hermana ‘tiene palabras’ con
la gente —comentó—. Yo tengo conversaciones. Encantadoras con-
versaciones. Francamente, así es como terminé con cuatro hijos. Ma-
ravillosas e íntimas conversaciones con cuatro hombres fascinantes…
—Te pagaré para que te detengas ahí mismo —dijo Grayson, con
una expresión de dolor en su cara.
Skye le dio una palmadita en la mejilla a su hijo. —Soborno. Ame-
nazar. Comprar. No podrías ser más Hawthorne, cariño, si lo inten-
taras. —Me dio una sonrisa de complicidad—. Por eso lo llamamos
el heredero aparente.
Había algo en la voz de Skye, algo en la expresión de Grayson cu-
ando su madre dijo la frase heredero aparente, que me hizo pensar que
había subestimado enormemente lo que la familia Hawthorne quería
que se leyera.
Tampoco saben lo que hay en el testamento. De repente sentí que ha-
bía entrado en una arena, sin conocer las reglas del juego.
—Ahora —dijo Skye, rodeándome con un brazo y colocando otro
alrededor de Grayson—, ¿por qué no vamos a la Gran Sala?

2 Señorita en francés.
Capítulo 8

El Gran Salón tenía dos tercios del tamaño del vestíbulo. En el


frente había una enorme chimenea de piedra. Había gárgolas talla-
das en los lados de la chimenea. Gárgolas literales.
Grayson nos asignó a Libby y a mí en sillones y luego se excusó y
se dirigió al frente de la habitación, donde estaban tres caballeros
mayores con traje, hablando con Zara y su esposo.
Los abogados, me di cuenta. Después de unos minutos más, Alisa
se les unió y yo hice un balance de los otros ocupantes de la habitaci-
ón. Una pareja blanca, mayor, de al menos sesenta años. Un hombre
negro, de cuarenta años, de porte militar, que estaba de espaldas a
una pared y mantenía una línea de visión clara hacia ambas salidas.
Xander, con lo que claramente era otro hermano Hawthorne a su la-
do. Este era mayor, veintitantos. Necesitaba un corte de pelo y había
combinado su traje con botas de vaquero que, como la motocicleta
de afuera, habían visto días mejores.
Nash, pensé, recordando el nombre que Alisa había proporciona-
do.
Finalmente, una anciana se unió a la lucha. Nash le ofreció un bra-
zo, pero ella tomó el de Xander en su lugar. La llevó directamente a
Libby y a mí. —Esta es Nan —nos dijo—. La mujer. La leyenda.
Ella le dio un manotazo en el brazo. —Soy la bisabuela de este bri-
bón. —Nan se acomodó, sin poca di cultad, en el asiento a mi lado
—. Más viejo que la suciedad y el doble de malo.
—Es una blandengue —me aseguró alegremente Xander—. Y yo
soy su favorito.
—No eres mi favorito —refunfuñó Nan.
—¡Soy el favorito de todos! —Xander sonrió.
—Demasiado parecido a ese incorregible abuelo tuyo —gruñó
Nan. Cerró los ojos y vi que sus manos temblaban ligeramente—. Un
hombre horrible. —Había una ternura allí.
—¿Era el señor Hawthorne su hijo? —preguntó Libby gentilmen-
te. Ella trabajaba con los ancianos, y era buena escuchando.
Nan agradeció la oportunidad de resoplar de nuevo. —Yerno.
—También era su favorito —aclaró Xander. Había algo conmove-
dor en la forma en que lo dijo. Esto no era un funeral. Debieron po-
ner al hombre a descansar semanas antes, pero yo conocía el dolor,
podía sentirlo, prácticamente podía olerlo.
—¿Estás bien, Ave? —Libby preguntó a mi lado. Pensé en Gray-
son diciéndome lo expresiva que era mi cara.
Es mejor pensar en Grayson Hawthorne que en los funerales y en
el duelo.
—Estoy bien —le dije a Libby. Pero no lo estaba. Incluso después
de dos años, perder a mi madre podría golpearme como un tsunami.
—Voy a salir —dije, forzando una sonrisa—. Sólo necesito un poco
de aire.
El marido de Zara me detuvo cuando salía. —¿A dónde vas? Esta-
mos a punto de empezar. —Puso una mano sobre mí codo.
Arranqué el brazo de su mano. No me importaban quiénes eran
estas personas. Nadie tenía derecho a ponerme las manos encima. —
Me dijeron que hay cuatro nietos de Hawthorne —dije con voz rme
—. Según mi cuenta, todavía uno está abajo. Volveré en un minuto.
Ni siquiera notarás que me he ido.
Terminé en el patio trasero en lugar del frente, si es que se le pu-
ede llamar patio. Los jardines estaban impecablemente cuidados.
Había una fuente, un jardín de estatuas, un invernadero. Y extendi-
éndose en la distancia, había mucha tierra, parte de ella estaba arbo-
lado, otra parte sin nada. Pero era bastante fácil, parada allí y miran-
do hacia afuera, imaginar que una persona que caminaba hacia el
horizonte nunca podría regresar.
—Si el sí es el no y una vez es el nunca, entonces ¿cómo pueden los
lados tener un triángulo? —la pregunta vino desde arriba de mí. Mi-
ré hacia arriba y vi a un chico sentado en el borde de un balcón, ba-
lanceándose precariamente en una barandilla de hierro forjado. Esta-
ba borracho.
—Te vas a caer —le dije.
Él sonrió. —Una propuesta interesante.
—No era una propuesta —le dije.
Me ofreció una sonrisa perezosa. —No hay que avergonzarse de
proponer eso a un Hawthorne. —Tenía el cabello más oscuro que el
de Grayson y más claro que el de Xander. No llevaba camisa.
Siempre es una buena decisión en pleno invierno, pensé mordazmente,
pero no pude evitar que mi mirada bajara de su rostro. Su torso era
delgado, su estómago de nido. Tenía una cicatriz larga y delgada
que iba desde la clavícula hasta la cadera.
—Tú debes ser la chica misteriosa —dijo.
—Soy Avery —corregí. Había venido aquí para escapar de los
Hawthorne y su dolor. No había ni rastro de preocupación en el
rostro de este chico, como si la vida fuera una gran alondra. Como si
no estuviera tan a igido como la gente que estaba adentro.
—Lo que tú digas, C.M. —respondió—. ¿Puedo llamarte C.M.,
Chica Misteriosa?
Crucé los brazos. —No.
Acercó los pies a la barandilla y se puso de pie. Se tambaleó y tu-
ve un momento de escalofriante presciencia. Está de duelo y está dema-
siado alto. No me había permitido autodestruirme cuando murió mi
madre. Eso no signi caba que no hubiera sentido la llamada para ha-
cerlo.
Cambió su peso a un pie y extendió el otro.
—¡No lo hagas! —Antes de que pudiera decir algo más, el chico se
giró y se agarró a la barandilla con las manos, manteniéndose verti-
cal, con los pies en el aire. Pude ver los músculos de su espalda ten-
sándose, ondeando sobre sus omóplatos, mientras se bajaba… y se
dejaba caer.
Aterrizó justo a mi lado. —No deberías estar aquí, C.M.
No era yo el descamisado que acababa de saltar de un balcón. —
Tú tampoco deberías.
Me preguntaba si podía saber lo rápido que latía mi corazón. Me
preguntaba si el suyo estaba acelerado.
—Si hago lo que no debería con más frecuencia de lo que no debe-
ría —sus labios se torcieron—, ¿en qué me convierte eso?
Jameson Hawthorne, pensé. De cerca, pude ver el color de sus ojos:
un verde oscuro e insondable.
—¿En qué me convierte eso? —repitió con intensidad.
Dejé de mirarlo a los ojos. Y sus abdominales. Y su cabello geli -
cado al azar. —Borracho —dije, y luego, como podía sentir que se
acercaba un molesto regreso, agregué dos palabras más—. Y dos.
—¿Qué? —Jameson Hawthorne dijo.
—La respuesta a tu primer acertijo —le dije—. Si el sí es el no y el
una vez es el nunca, entonces el número de lados que tiene un trián-
gulo… es… dos. —Dije mi respuesta, sin molestarme en explicar có-
mo había llegado a ella.
—Touché, C.M. —Jameson pasó a mi lado, rozando ligeramente
su brazo desnudo sobre el mío mientras lo hacía—. Touché.
Capítulo 9

Me quedé afuera unos minutos más. Nada de este día se sentía re-
al. Y mañana, volvería a Connecticut, un poco más rica, con suerte, y
con una historia que contar, y probablemente nunca volvería a ver a
ninguno de los Hawthorne.
No volvería a tener una vista como esta.
Para cuando regresé a la Gran Sala, Jameson Hawthorne había
conseguido milagrosamente encontrar una camisa y una chaqueta de
traje. Sonrió en mi dirección y me dio un pequeño saludo. A su lado,
Grayson se puso rígido, los músculos de su mandíbula se tensaron.
—Ahora que todo el mundo está aquí —dijo uno de los abogados
—, vamos a empezar.
Los tres abogados formaron un triángulo. El que había hablado
compartía el cabello oscuro, la piel marrón y la expresión segura de
Alisa. Supuse que era el Ortega de McNamara, Ortega y Jones. Los
otros dos, presumiblemente Jones y McNamara, estaban a ambos la-
dos.
¿Desde cuándo se necesitaban cuatro abogados para leer un testamento?
pensé.
—Están aquí —dijo el señor Ortega, proyectando su voz a los rin-
cones de la sala—, para oír el último testamento de Tobias Ta ersall
Hawthorne. Siguiendo las instrucciones del señor Hawthorne, mis
colegas distribuirán ahora las cartas que ha dejado para cada uno de
ustedes.
Los otros hombres comenzaron a recorrer la sala, repartiendo sob-
res uno por uno.
—Pueden abrir estas cartas cuando la lectura haya concluido.
Me entregaron un sobre. Mi nombre completo estaba escrito con
caligrafía al frente. A mi lado, Libby miró al abogado, pero él pasó
por encima de ella y siguió entregando sobres a los otros ocupantes
de la habitación.
—El señor Hawthorne estipuló que todas las siguientes personas
deben estar físicamente presentes para la lectura de este testamento:
Skye Hawthorne, Zara Hawthorne—Calligaris, Nash Hawthorne,
Grayson Hawthorne, Jameson Hawthorne, Alexander Hawthorne y
la señorita Avery Kylie Grambs de New Castle, Connecticut.
Me sentí tan fuera de lugar como si hubiera mirado hacia abajo y
descubierto que no llevaba ropa.
—Ya que están todos aquí —continuó el señor Ortega—, podemos
empezar.
A mi lado, Libby deslizó su mano en la mía.
—Yo, Tobias Ta ersall Hawthorne —leyó el señor Ortega—, teni-
endo el cuerpo y mi mente sana, decreto que mis posesiones munda-
nas, incluyendo todos los activos monetarios y físicos, sean reparti-
dos de la siguiente manera.
—A Andrew y Lo ie Laughlin, por los años de leal servicio, les
dejo una suma de cien mil dólares a cada uno, con un alquiler de por
vida y gratuito en Wayback Co age, situada en la frontera occidental
de mi propiedad en Texas.
La pareja mayor que había visto antes se inclinó el uno hacia el ot-
ro. Todo lo que podía pensar era: CIEN MIL DÓLARES. La presen-
cia de los Laughlin no era obligatoria para la lectura del testamento y
acababan de recibir cien mil dólares. ¡Cada uno!
Me esforcé mucho por recordar cómo respirar.
—A John Oren, jefe de mi equipo de seguridad, quien me ha sal-
vado la vida más veces y en más formas de las que puedo contar,
también le dejo el contenido de mi caja de seguridad, que se encu-
entra actualmente en las o cinas de McNamara, Ortega y Jones. Co-
mo una suma de trescientos mil dólares.
Tobias Hawthorne conocía a estas personas, me dije, con el corazón en
alto. Trabajaban para él. Le importaban. Yo no soy nada.
—A mi suegra, Pearl O’Day, le dejo una anualidad de cien mil dó-
lares, más un deicomiso para gastos médicos como se establece en
el apéndice. Todas las joyas de mi difunta esposa, Alice O’Day
Hawthorne, pasarán a su madre cuando yo muera, para ser distribu-
idas como ella crea conveniente.
Nan carraspeó. —No busquen ideas —ordenó a toda la sala—.
Voy a sobrevivir a todos ustedes.
El señor Ortega sonrió, pero luego esa sonrisa vaciló. —Para… —
Hizo una pausa y luego lo intentó de nuevo—. A mis hijas, Zara
Hawthorne—Calligaris y Skye Hawthorne, les dejo los fondos nece-
sarios para pagar todas las deudas acumuladas a partir de la fecha y
hora de mi muerte. —El señor Ortega se detuvo de nuevo, sus labios
se unieron. Los otros dos abogados miraron jamente al frente, evi-
tando mirar directamente a cualquier miembro de la familia Hawt-
horne.
—Además, le dejo a Skye mi brújula, que siempre conozca el ver-
dadero norte, y a Zara, le dejo mi anillo de bodas, que ame tan
completa y rmemente como yo amé a su madre.
Otra pausa, más dolorosa que la anterior.
—Continúa. —Eso vino del marido de Zara.
—A cada una de mis hijas —leyó lentamente el señor Ortega—,
más allá de lo ya dicho, dejo una herencia única de cincuenta mil dó-
lares.
¿Cincuenta mil dólares? Apenas había pensado en esas palabras cu-
ando el marido de Zara las repitió en voz alta, furioso. Tobias Hawt-
horne dejó a sus hijas menos de lo que dejó a su equipo de seguridad.
De repente, la referencia de Skye a Grayson como heredero aparente
adquirió un nuevo signi cado.
—Tú hiciste esto. —Zara se volteó hacia Skye. No levantó la voz,
pero de todas formas esta fue mortal.
—¿Yo? —dijo Skye, indignada.
—Papá nunca fue el mismo después de la muerte de Toby — con-
tinuó Zara.
—Desapareció —corrigió Skye.
—¡Dios, escúchate! —Zara perdió el control de su tono—. Te me-
tiste en su cabeza, ¿verdad, Skye? Batiste las pestañas y lo convencis-
te de que nos dejara en paz y que dejara todo a tus…
—Hijos. —La voz de Skye era nítida—. La palabra que buscas es
hijos.
—La palabra que ella está buscando son bastardos. —Nash Hawt-
horne tenía el acento tejano más marcado de todos los presentes—.
No es como si no lo hubiéramos escuchado antes.
—Si hubiera tenido un hijo… —La voz de Zara se escuchó.
—Pero no lo hiciste. —Skye dejó que eso se asimilara—. ¿Lo hicis-
te, Zara?
—Ya es su ciente. —El marido de Zara intervino—. Vamos a solu-
cionar esto.
—Me temo que no hay nada que arreglar. —El señor Ortega vol-
vió a entrar en la escena—. Verá que el testamento está blindado, con
importantes desincentivos para cualquiera que se vea tentado a de-
sa arlo.
Traduje eso como, cállate y siéntate.
—Ahora, si puedo continuar… —El señor Ortega volvió a mirar el
testamento que tenía en sus manos—. A mis nietos, Nash Westbrook
Hawthorne, Grayson Davenport Hawthorne, Jameson Winchester
Hawthorne y Alexander Blackwood Hawthorne, les dejo…
—Todo —murmuró Zara amargamente.
El señor Ortega habló sobre ella. —Doscientos cincuenta mil dóla-
res cada uno, pagaderos en su vigésimo quinto cumpleaños, hasta
que sea administrado por Alisa Ortega, duciaria.
—¿Qué…? —Alisa sonó sorprendida—. Quiero decir… ¿qué?
—Al in erno —le dijo Nash amablemente—. La frase que estás
buscando, querida, es ¿qué demonios?
Tobias Hawthorne no le había dejado todo a sus nietos. Dado el
alcance de su fortuna, les había dejado una miseria.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Grayson, cada palabra
mortal y precisa.
Tobias Hawthorne no dejó todo en manos de sus nietos. No dejó todo a
sus hijas. Mi cerebro se detuvo allí mismo. Mis oídos sonaron.
—Por favor, todos. —El señor Ortega levantó una mano—. Permí-
tanme terminar.
Cuarenta y seis coma dos mil millones de dólares, pensé, mi corazón
atacando mi caja torácica y mi boca seca como una lija. Tobias Hawt-
horne valía 46.2 billones de dólares, y dejó a sus nietos un millón de dólares,
juntos. Cien mil en total a sus hijas. Otro medio millón a sus sirvientes,
una anualidad para Nan…
Las matemáticas en esta ecuación no cuadran. No podía cuadrar.
Uno por uno, los otros ocupantes de la habitación se voltearon pa-
ra mirarme.
—El resto de mi patrimonio —leyó el señor Ortega—, incluyendo
todas las propiedades, activos monetarios y posesiones mundanas
no especi cadas, se las dejo a Avery Kylie Grambs.
Capítulo 10

Esto no está sucediendo.


Esto no puede estar sucediendo.
Estoy soñando.
Estoy delirando.
—¿Le dejó todo a ella? —La voz de Skye era lo su cientemente
aguda como para romper mi estupor—. ¿Por qué? —Se fue la mujer
que meditaba sobre mi signo astrológico y me contaba historias de
sus hijos y amantes. Esta Skye parecía que podía matar a alguien. Li-
teralmente.
—¿Quién demonios es ella? —La voz de Zara tenía el lo de un
cuchillo y era clara como una campana.
—Debe haber algún error. —Grayson habló como una persona
acostumbrada a tratar con errores. Sobornar, amenazar, comprar, pen-
sé. ¿Qué me haría el ‘heredero aparente’? Esto no estaba sucediendo.
Sentí que, con cada latido de mi corazón, cada inhalación, cada exha-
lación, esto no podía estar pasando.
—Él tiene razón. —Mis palabras salieron en un susurro, perdidas
por las voces que se elevaban a mí alrededor. Lo intenté de nuevo,
más fuerte—. Grayson tiene razón. —Las cabezas empezaron a girar
en mi dirección—. Debe haber algún error. —Mi voz estaba ronca.
Sentí como si acabara de saltar de un avión. Como si estuviera sal-
tando en paracaídas y esperando a que se abriera mi paracaídas.
Esto no es real. No puede serlo.
—Avery. —Libby me dio un codazo en las costillas, señalando cla-
ramente que debería callarme y dejar de hablar de errores.
Pero no había manera. Tenía que haber habido algún tipo de con-
fusión. Un hombre que no conocía me había dejado una fortuna
multimillonaria. Cosas como esa no ocurrían, punto.
—¿Lo ves? —Skye se aferró a lo que yo había dicho—. Hasta Ava
está de acuerdo en que esto es ridículo.
Esta vez, estaba segura de que se había equivocado con mi nomb-
re a propósito. El resto de mi patrimonio, incluyendo todas las propieda-
des, activos monetarios y posesiones mundanas no especi cadas, se lo dejo a
Avery Kylie Grambs.
Skye Hawthorne ya sabía mi nombre.
Todos lo sabían.
—Le aseguro que no hay ningún error. —El señor Ortega se en-
contró con mi mirada, y luego dirigió su atención a los demás—. Y
les aseguro al resto, que la última voluntad y testamento de Tobias
Hawthorne es totalmente inquebrantable. Como la mayoría de los
detalles restantes sólo conciernen a Avery, dejaremos de lado el dra-
matismo. Pero déjenme dejar una cosa muy clara: según los términos
del testamento, cualquier heredero que desafíe la herencia de Avery
perderá su parte de la herencia por completo.
La herencia de Avery. Me sentí mareada, casi con náuseas. Era como
si alguien hubiera chasqueado los dedos y reescrito las leyes de la fí-
sica, como si el coe ciente de gravedad hubiera cambiado, y mi cuer-
po no estuviera preparado para afrontarlo. El mundo estaba girando
fuera de su eje.
—Ningún testamento es tan blindado —dijo el marido de Zara
con voz ácida—. No cuando hay esta cantidad de dinero en juego.
—Habló —intervino Nash Hawthorne—, alguien que no conocía
realmente al viejo.
—Trampas sobre trampas —murmuró Jameson—. Y acertijos sob-
re acertijos. —Podía sentir sus ojos verdes oscuro en los míos.
—Creo que deberías irte —me dijo Grayson bruscamente. No fue
una petición. Era una orden.
—Técnicamente… —Alisa Ortega sonaba como si acabara de in-
gerir arsénico—. Es su casa.
Claramente, ella no sabía lo que había en el testamento. La habían
mantenido en la oscuridad, al igual que a la familia. ¿Cómo pudo
Tobias Hawthorne sorprenderlos de esta manera? ¿Qué clase de per-
sona le hace eso a su propia carne y sangre?
—No lo entiendo —dije en voz alta, mareada y entumecida, por-
que nada de esto tenía ningún tipo de sentido.
—Mi hija tiene razón —El señor Ortega mantuvo su tono neutral
—. Usted es la dueña de todo, señorita Grambs. No sólo de la fortu-
na, sino de todas las propiedades del señor Hawthorne, incluyendo
la Casa Hawthorne. Según los términos de su herencia, que con gus-
to revisaré con usted, a los actuales ocupantes se les ha concedido la
permanencia a menos que le den motivo para mudarse. —Dejó esas
palabras en el aire—. En ninguna circunstancia —continuó grave-
mente, sus palabras rebosaban de advertencias—, pueden estos in-
quilinos intentar desalojarte.
La habitación se quedó en silencio y quieta de repente. Me van a
matar. Alguien en esta habitación va a matarme. El hombre que yo había
considerado como ex—militar se interpuso entre la familia de Tobias
Hawthorne y yo. No dijo nada, cruzando sus brazos sobre su pecho,
manteniéndome detrás de él y al resto de ellos a la vista.
—¡Oren! —Zara sonaba sorprendida—. Trabajas para esta familia.
—Trabajé para el señor Hawthorne. —John Oren se detuvo y sos-
tuvo un pedazo de papel. Me llevó un momento darme cuenta de
que era su carta—. Fue su última petición de que continuara trabaj-
ando para la señorita Avery Kylie Grambs. —Me miró—. Seguridad.
La necesitará.
—¡Y no sólo para protegerte de nosotros! —Xander añadió a mi
izquierda.
—Da un paso atrás, por favor —ordenó Oren.
Xander levantó las manos. —Paz —declaró—. ¡Hago predicciones
terribles en paz!
—Xan tiene razón —Jameson sonrió, como si todo esto fuera un
juego—. El mundo entero va a querer un pedazo de ti, Chica Misteri-
osa. Esto tiene la historia del siglo escrita por todas partes.
La historia del siglo. Mi cerebro se puso en marcha porque todo in-
dicaba que esto no era una broma. No estaba delirando. No estaba
soñando.
Era una heredera.
Capítulo 11

Salí corriendo. Lo siguiente que supe fue que estaba afuera. La


puerta principal de la Casa Hawthorne se cerró de golpe detrás de
mí. El aire frío me golpeó la cara. Estaba casi segura de que respira-
ba, pero todo mi cuerpo se sentía distante y entumecido. ¿Así era co-
mo se sentía el shock?
—¡Avery! —Libby salió corriendo de la casa detrás de mí—.
¿Estás bien? —Me estudió preocupada—. También: ¿Estás loca? ¡Cu-
ando alguien te da dinero, no intentas devolverlo!
—Lo haces —señalé, el rugido en mi cerebro tan fuerte que no po-
día oírme pensar—. Cada vez que intento darte mis consejos.
—¡No estamos hablando de consejos aquí! —El cabello azul de
Libby se caía de su cola de caballo—. Estamos hablando de millones.
Billones, corregí en silencio, pero mi boca se negó a decir la palab-
ra.
—Ave. —Libby puso una mano en mi hombro—. Piensa en lo que
esto signi ca. Nunca más tendrás que preocuparte por el dinero. Pu-
edes comprar lo que quieras, hacer lo que quieras. ¿Esas postales que
guardaste de tu madre? —Se inclinó hacia adelante, tocando su fren-
te contra la mía—. Puedes ir a cualquier parte. Imagina las posibili-
dades.
Lo hice, aunque esto se sintió como una broma cruel, como la for-
ma en que el universo me engañaba para que quiera cosas que las
chicas como yo no están destinadas a…
La enorme puerta de entrada de Hawthorne House se abrió de
golpe. Salté hacia atrás y Nash Hawthorne salió. Incluso vestido con
traje, parecía un vaquero en cada centímetro, listo para enfrentarse a
un rival al mediodía.
Me preparé. Miles de millones. Las guerras se habían peleado por
menos.
—Relájate, chica. —El acento texano de Nash era lento y suave,
como el whisky—. No quiero el dinero. Nunca lo he querido. En lo
que a mí respecta, este es el universo divirtiéndose un poco con gen-
te que probablemente se lo merece.
La mirada del hermano mayor de Hawthorne se desvió de mí a
Libby. Era alto, musculoso y bronceado. Ella era pequeña y delgada,
su piel pálida contrastaba con su lápiz labial oscuro y su cabello ne-
ón. Los dos parecían no pertenecer a menos de diez pies el uno del
otro y, sin embargo, allí estaba, sonriéndole lentamente.
—Cuídate, querida —le dijo Nash a mi hermana. Caminó hacia su
motocicleta, se puso el casco y un momento después, se había ido.
Libby se quedó mirando la motocicleta. —Retiro lo que dije sobre
Grayson. Quizás él es Dios.
Ahora mismo, teníamos problemas más grandes que saber cuál de
los hermanos Hawthorne era más divino. —No podemos quedarnos
aquí, Libby. Dudo que el resto de la familia sea tan indiferente al tes-
tamento como Nash. Tenemos que irnos.
—Me voy contigo —dijo una voz profunda. Me giré. John Oren
estaba de pie junto a la puerta principal. No le había oído abrirla.
—No necesito seguridad —le dije—. Sólo necesito salir de aquí.
—Necesitarás seguridad para el resto de tu vida. —Era tan prácti-
co que no podía ni empezar a discutir—. Pero míralo por el lado bu-
eno… —Asintió con la cabeza al coche que nos había recogido en el
aeropuerto—. Yo también conduzco.
Le pedí a Oren que nos llevara a un motel. En cambio, nos llevó al
hotel más lujoso que jamás había visto, y debió haber tomado la ruta
panorámica, porque Alisa Ortega nos estaba esperando en el vestí-
bulo.
—He tenido la oportunidad de leer el testamento completo. —
Aparentemente, esa era su versión de hola—. Traje una copia para ti.
Sugiero que nos retiremos a sus habitaciones y repasemos los detal-
les.
—¿Nuestras habitaciones? —repetí. Los porteros llevaban esmo-
quin. Había seis candelabros en el vestíbulo. Cerca de allí, una mujer
tocaba un arpa de dos metros de altura—. No podemos permitirnos
habitaciones aquí.
Alisa me miró casi con lástima. —Oh, cariño —dijo, y luego recu-
peró su profesionalidad—. Eres la dueña de este hotel.
Yo… ¿qué? Libby y yo recibimos miradas de otros clientes que es-
taban en el vestíbulo. No podría ser la dueña de este hotel.
—Además —continuó Alisa—, el testamento está ahora en proce-
so de legalización. Puede pasar algún tiempo antes de que el dinero
y las propiedades estén propiamente a tu nombre, pero mientras
tanto, McNamara, Ortega y Jones pagarán la cuenta por cualquier
cosa que necesites.
Libby frunció el ceño, arrugando la frente. —¿Es eso algo que ha-
cen los bufetes de abogados?
—Probablemente han deducido que el Sr. Hawthorne era uno de
nuestros clientes más importantes —dijo Alisa delicadamente—. Se-
ría más preciso decir que era nuestro único cliente. Y ahora…
—Ahora —dije, asimilando la verdad—, ese cliente soy yo.
Me llevó casi una hora leer y releer y releer el testamento. Tobias
Hawthorne había puesto una sola condición a mi herencia.
—Vivirás en la Casa Hawthorne por un año, comenzando no más
de tres días a partir de ahora. —Alisa ya lo había dicho al menos dos
veces, pero no pude conseguir que mi cerebro lo aceptara.
—La única condición para que herede miles de millones de dóla-
res es que me mude a una mansión.
—Correcto.
—Una mansión donde un gran número de las personas que espe-
raban heredar este dinero aún viven ahí. Y no puedo echarlos.
—Salvo circunstancias extraordinarias, también es correcto. Si te
sirve de consuelo, es una casa muy grande.
—¿Y si me niego? —pregunté—. ¿O si la familia Hawthorne me
mata?
—Nadie te va a matar —dijo Alisa con calma.
—Sé que creciste con esta gente y todo eso —le dijo Libby a Alisa,
tratando de ser diplomática—, pero ellos van a hacer de Lizzie Bor-
den3 con mi hermana.
—Realmente preferiría no ser asesinada con un hacha —enfaticé.
—Evaluación de riesgos: baja —dijo Oren—. Al menos en lo que
respecta a las hachas.
Me llevó un segundo darme cuenta de que estaba bromeando. —
¡Esto es serio!
—Créeme —me respondió—, lo sé. Pero también conozco a la fa-
milia Hawthorne. Los chicos nunca harían daño a una mujer, y las
mujeres vendrán por ti en el tribunal, sin hachas de por medio.
—Además —añadió Alisa—, en el estado de Texas, si un heredero
muere mientras un testamento está en proceso de legalización, la he-
rencia no vuelve a su estado original, sino que se convierte en parte
del patrimonio del heredero.
¿Tengo una herencia? Pensé. —¿Y si me niego a mudarme con el-
los? —pregunté de nuevo, una bola gigante en mi garganta.
—No se va a negar. —Libby me disparó una mirada fulminante.
—Si no te mudas a la Casa Hawthorne dentro de tres días —me
dijo Alisa—, tu parte de la herencia se pasará a la caridad.
—¿No a la familia de Tobias Hawthorne? —pregunté.
—No. —La máscara neutral de Alisa se deslizó ligeramente. Ella
conocía a los Hawthornes desde hace años. Puede que ahora trabaje
para mí, pero no podría estar contenta con eso. ¿Verdad?
—Tu padre escribió el testamento, ¿verdad? —dije, tratando de
entender la situación loca en la que estaba.
—En consulta con los otros socios del bufete —con rmó Alisa.
—¿Te dijo él…? —Traté de encontrar una mejor manera de expre-
sar lo que quería preguntar, pero me di por vencida—. ¿Te dijo por
qué?
¿Por qué Tobias Hawthorne había desheredado a su familia? ¿Por
qué dejarme todo a mí?
—No creo que mi padre sepa por qué —dijo Alisa. Me miró, la
máscara neutral se deslizó una vez más—. ¿Tú lo sabes?
3 Lizzie Andrew Borden, también conocida como la asesina del hacha, fue la única sospec-
hosa de los asesinatos de su padre y su madrastra, que tuvieron lugar en su casa el 4 de
agosto de 1892.
Capítulo 12

—El duende de la madre —Max suspiró—. Drama de cabra, elfo


de la madre. —Bajó la voz a un susurro y soltó una verdadera palab-
rota. Era más de medianoche para mí, y dos horas antes para ella.
Esperaba que la Sra. Liu entrara y se llevara el teléfono, pero no pasó
nada.
—¿Cómo? —Max exigió—. ¿Por qué?
Miré la carta en mi regazo. Tobias Hawthorne me había dejado
una explicación, pero en las horas transcurridas desde que se leyó el
testamento, no había podido animarme a abrir el sobre. Estaba sola,
sentada en la oscuridad en el balcón de la suite del ático de un hotel
que era de mi propiedad, con una bata de felpa que llegaba hasta el
suelo y que probablemente costaba más que mi coche, y estaba con-
gelada.
—Tal vez —dijo Max pensativa—, te cambiaron al nacer. —Max
veía mucha televisión y tenía lo que probablemente podría haber si-
do clasi cado como una adicción a los libros—. Quizás tu madre le
salvó la vida hace años. Tal vez le deba toda su fortuna a tu tatarabu-
elo. ¡Tal vez fue seleccionado a través de un algoritmo informático avanzado
que está listo para desarrollar inteligencia arti cial en cualquier momento!
—Maxine —resoplé. De alguna manera, eso fue su ciente para
permitirme decir las palabras exactas que había estado tratando de
no pensar—. Tal vez mi padre no es realmente mi padre.
Esa era la explicación más racional, ¿no? Tal vez Tobias Hawthor-
ne no había desheredado a su familia por un extraño. Tal vez yo era
de la familia.
Tengo un secreto… Me imaginé a mi madre en mi mente. ¿Cuántas
veces la he oído decir esas palabras exactas?
—¿Estás bien? —Max preguntó al otro lado de la línea.
Miré el sobre, mi nombre escrito con caligrafía. Tragué. —Tobias
Hawthorne me dejó una carta.
—¿Y aún no la has abierto? —Max dijo—. Avery, por el amor de
los zorros…
—¡Maxine! —Incluso por teléfono, podía oír a la mamá de Max en
el fondo.
—Zorro, mamá. Dije zorro. Como en ‘por el bien de los zorros y
sus pequeñas colas peludas…’ —Hubo una breve pausa y luego—:
¿Avery? Tengo que irme.
Los músculos de mi estómago se tensaron. —¿Hablaremos pron-
to?
—Muy pronto —prometió Max—. Y mientras tanto: Abre. La.
Carta.
Ella colgó. Colgué. Puse mi pulgar bajo el borde del sobre, pero
un golpe en la puerta me salvó de seguir adelante.
De vuelta en la suite, encontré a Oren posicionado en la puerta. —
¿Quién es? —le pregunté.
—Grayson Hawthorne —respondió Oren. Me quedé mirando la
puerta y Oren explicó—. Si mis hombres lo consideraran una amena-
za, nunca habría llegado a nuestro piso. Confío en Grayson. Pero si
no quieres verlo…
—No —dije. ¿Qué estoy haciendo? Era tarde, y dudaba que la reale-
za americana se tomara a bien ser destronada. Pero había algo en la
forma en que Grayson me había mirado, desde la primera vez que
nos conocimos…
—Abre la puerta —le dije a Oren. Lo hizo, y luego dio un paso at-
rás.
—¿No me vas a invitar a entrar? —Grayson ya no era el heredero,
pero no lo habrías sabido por su tono.
—No deberías estar aquí —le dije, apretando mí bata a mí alrede-
dor.
—He pasado la última hora diciéndome lo mismo y, aun así, aquí
estoy. —Sus ojos eran piscinas grises, el cabello despeinado, como si
yo no fuera la única que no hubiera podido dormir. Hoy lo había
perdido todo.
—Grayson… —dije.
—No sé cómo hiciste esto. —Me interrumpió, su voz peligrosa y
suave—. No sé qué control tenías sobre mi abuelo, o qué tipo de es-
tafa estás haciendo aquí.
—No estoy…
—Estoy hablando ahora mismo, Sra. Grambs. —Puso su mano en
la puerta. Me había equivocado con sus ojos. No eran piscinas. Eran
hielo—. No tengo ni idea de cómo has hecho esto, pero lo averigu-
aré. Te veo ahora. Sé lo que eres y de lo que eres capaz, y no hay na-
da que no haría para proteger a mi familia. Sea cual sea el juego que
estés jugando aquí, no importa cuánto dure esta estafa, encontraré la
verdad, y que Dios te ayude cuando lo haga.
Oren entró en mi visión periférica, pero no esperé a que actuara.
Empujé la puerta hacia adelante, lo su cientemente fuerte como pa-
ra hacer retroceder a Grayson, luego la cerré de golpe. Con el cora-
zón acelerado, esperé a que volviera a llamar, a gritar a través de la
puerta. Nada. Lentamente, mi cabeza se inclinó, mis ojos atraídos co-
mo un imán al metal por el sobre en mis manos.
Con una última mirada a Oren, me retiré a mi dormitorio. Abre.
La. Carta. Esta vez lo hice, sacando una carta del sobre. La escritura
del mensaje sólo tenía dos palabras. Miré jamente la página, leyen-
do el saludo, el mensaje y la rma, una y otra vez.
Queridísima Avery,
Lo siento.
—T. T. H.
Capítulo 13

¿Perdón? ¿Perdón por qué? La pregunta seguía sonando en mi men-


te a la mañana siguiente. Por una vez en mi vida, me había acostado
tarde. Encontré a Oren y Alisa en la cocina de nuestra suite hablando
en voz baja.
Demasiado suave para que yo lo oyera.
—Avery. —Oren se jó en mí primero. Me preguntaba si le había
contado a Alisa lo de Grayson—. Hay algunos protocolos de seguri-
dad que me gustaría repasar contigo.
¿Cómo no abrirle las puertas a Grayson Hawthorne?
—Ahora eres un objetivo —me dijo Alisa tajantemente.
Dado que había insistido tanto en que los Hawthornes no eran
una amenaza, tuve que preguntar:
—¿Un objetivo para qué?
—Paparazzi, por supuesto. La rma mantiene la historia en secre-
to por el momento, pero eso no durará, y existen otras preocupaci-
ones.
—Secuestro. —Oren no puso ningún énfasis particular en esa pa-
labra—. Acoso. La gente hará amenazas, siempre lo hacen. Eres
joven y eres mujer; y eso lo empeorará. Con el permiso de tu herma-
na, arreglaré un detalle para ella también, tan pronto como regrese.
Secuestro. Acoso. Amenazas. Ni siquiera pude entender las palabras.
—¿Dónde está Libby? —pregunté, ya que él había hecho referencia a
su regreso.
—En un avión —respondió Alisa—. Especí camente, tú avión.
—¿Tengo un avión? —Nunca me iba a acostumbrar a esto.
—Tienes varios —me dijo Alisa—. Y un helicóptero, creo, pero eso
no es ni aquí ni allá. Tu hermana está en camino para recuperar tus
cosas, así como las suyas. Dado el plazo para tu mudanza a la Casa
Hawthorne, y lo que está en juego, pensamos que era mejor que te
quedaras aquí. Lo ideal sería que te mudaras a más tardar esta noc-
he.
—En el momento en que esta noticia salga a la luz —dijo Oren se-
riamente—, estarás en la portada de todos los periódicos. Serás la
historia principal de cada noticiero, el tema de moda número uno en
todos los medios sociales. Para algunas personas, serás Cenicienta.
Para otros, María Antonieta.
Algunas personas querrían ser yo. Algunas personas me odiarían
hasta lo más profundo de sus almas. Por primera vez, noté la pistola
enfundada al costado de Oren.
—Es mejor que te quedes quieta —dijo Oren uniformemente—.
Tu hermana debería volver esta noche.

Durante el resto de la mañana, Alisa y yo jugamos lo que mental-


mente había llamado ‘La vida de Avery extraída en un juego instan-
táneo’. Renuncié a mi trabajo. Alisa se encargó de retirarme de la es-
cuela.
—¿Qué pasa con mi coche? —le pregunté.
—Oren te llevará en el futuro inmediato, pero podemos hacer que
te traigan tu vehículo, si quieres —me ofreció Alisa—. O puedes ele-
gir un coche nuevo para uso personal.
Por todo el énfasis que puso en eso, pensaría que hablaba de
comprar chicle en el supermercado.
—¿Pre eres sedanes o SUVs? —preguntó, sosteniendo su teléfono
de una manera que sugería que era totalmente capaz de pedir un
coche con un simple clic de un botón—. ¿Alguna preferencia de co-
lor?
—Vas a tener que disculparme por un segundo —le dije. Regresé
a mi habitación. La cama estaba ridículamente amontonada con al-
mohadas. Me subí a la cama, me dejé caer sobre la montaña de almo-
hadas y saqué mi teléfono.
Enviar mensajes de texto, llamar y enviar SM a Max llevaron al
mismo resultado: nada. De nitivamente le habían con scado su telé-
fono y, posiblemente, su computadora portátil, lo que signi caba
que no podía aconsejarme sobre la respuesta adecuada cuando tu
abogado comenzaba a hablar de pedir un automóvil como si fuera
una pizza.
Esto es irreal. Menos de veinticuatro horas antes, había estado dur-
miendo en un aparcamiento. Lo más cerca que estuve de derrochar
fue el ocasional sándwich de desayuno.
Sándwich de desayuno, pensé. Harry. Me senté en la cama. —¿Alisa?
—llamé—. Si no quisiera un coche nuevo, si quisiera gastar ese dine-
ro en otra cosa, ¿podría?

Financiar un lugar para que Harry se quedara y lograr que lo


aceptara no sería fácil, pero Alisa me dijo que lo considerara arregla-
do. Ese era el mundo en el que vivía ahora. Todo lo que tenía que ha-
cer era hablar y se estaba controlando.
Esto no duraría. No podría. Tarde o temprano, alguien se daría
cuenta de que esto era un error. Así que podría disfrutarlo mientras du-
rara.
Ese fue el pensamiento número uno en mi mente cuando fuimos a
buscar a Libby. Mientras mi hermana salía de mi jet privado. Me
preguntaba si Alisa podría llevarla a La Sorbona4. O comprarle una
pequeña tienda de magdalenas. O…
—Libby. —Cada pensamiento en mi cabeza se detuvo en el mo-
mento en que vi su cara. Su ojo derecho estaba magullado e hincha-
do, casi cerrado.
Libby tragó pero no apartó los ojos. —Si dices ‘Te lo dije’, haré
magdalenas de caramelo y te haré sentir culpable para que las comas
todos los días.
—¿Hay algún problema que deba conocer? —Alisa le preguntó a
Libby, su voz engañosamente calmada mientras miraba el moretón.
—Avery odia el caramelo —dijo Libby, como si ese fuera el prob-
lema.
—Alisa —dije—, ¿tu bufete tiene un asesino a sueldo?
—No. —Alisa mantuvo su tono estrictamente profesional—. Pero
soy muy ingeniosa. Podría hacer algunas averiguaciones.
—Legítimamente no puedo decir si estás bromeando —dijo Libby,
y luego se volvió hacia mí—. No quiero hablar de ello. Y estoy bien.
—Pero…
—Estoy bien.
Me las arreglé para mantener la boca cerrada y todos nos las ar-
reglamos para volver al hotel. El plan era terminar algunos arreglos
nales y partir inmediatamente a la Casa Hawthorne.
Las cosas no salieron exactamente de acuerdo con el plan.
—Tenemos un problema. —Oren no parecía muy molesto, pero
Alisa inmediatamente dejó su teléfono. Oren asintió al balcón de nu-
estra suite. Alisa salió, miró hacia abajo y dijo una maldición.
Pasé a empujones a Oren y salí al balcón para ver qué estaba pa-
sando. Abajo, en la entrada del hotel, los guardias de seguridad esta-
ban luchando con lo que parecía ser una multitud. No fue hasta que
se produjo un destello que me di cuenta de lo que era esa multitud.
Paparazzi.
Y así como así, todas las cámaras estaban apuntando al balcón. A
mí.

4 La Sorbona es la histórica universidad de París, Francia. Heredera de una costumbre hu-


manista secular, es una universidad de letras y humanidades de renombre internacional.
Capítulo 14

—Pensé que habías dicho que tu empresa tenía esto cerrado. —


Oren miró a Alisa. Ella le frunció el ceño, hizo tres llamadas telefóni-
cas en rápida sucesión, dos de ellas en español, luego, se volvió hacia
mi jefe de seguridad—. La ltración no vino de nosotros—. Sus ojos
se dirigieron hacia Libby—. Vino de tu novio.
La respuesta de Libby fue apenas un susurro. —Mi ex.
—Lo siento. —Libby se había disculpado al menos una docena de
veces. Le había contado a Drake todo sobre el testamento, las condi-
ciones de mi herencia, dónde nos alojábamos. Todo. La conocía lo su-
cientemente bien como para saber por qué. Él se habría enojado
porque ella se había ido. Habría tratado de apaciguarlo. Y en el mo-
mento en que ella le dijo sobre el dinero, él habría exigido acompa-
ñarla. Habría empezado a hacer planes para gastar el dinero de
Hawthorne. Y Libby, Dios la bendiga, le habría dicho que no era su-
yo para gastarlo, que no era suyo.
La golpeó. Ella lo dejó. Fue a la prensa. Y ahora estaban aquí. Una
horda descendió sobre nosotros cuando Oren me llevó por una puer-
ta lateral.
—¡Ahí está! —gritó una voz.
—¡Avery!
—¡Avery, aquí!
—Avery, ¿qué se siente al ser la adolescente más rica de América?
—¿Qué se siente ser la multimillonaria más joven del mundo?
—¿Cómo conociste a Tobias Hawthorne?
—¿Es cierto que eres la hija ilegítima de Tobias Hawthorne?
Me metieron en una camioneta. La puerta se cerró, apagando el
rugido de las preguntas de los periodistas. Exactamente a mitad de
camino, recibí un mensaje, no de Max. De un número desconocido.
Lo abrí y vi una captura de pantalla de un titular de noticias.
Avery Grambs: ¿Quién es la heredera de Hawthorne?
Un breve mensaje acompañaba a la foto.
Hola, Chica Misteriosa. Eres o cialmente famosa.

Había más paparazzi fuera de las puertas de la Casa Hawthorne,


pero una vez que los pasamos, el resto del mundo se desvaneció. No
hubo esta de bienvenida. Ni Jameson. Ni Grayson. Ni Hawthornes
de ningún tipo. Alcancé la enorme puerta delantera cerrada con lla-
ve. Alisa desapareció por la parte de atrás de la casa. Cuando nal-
mente reapareció, había una expresión de dolor en su rostro. Me ent-
regó un gran sobre.
—Legalmente —dijo—, la familia Hawthorne está obligada a pro-
porcionarte las llaves. Coloquialmente hablando… —Entrecerró los
ojos—. La familia Hawthorne es un dolor de cabeza.
—¿Ese es un término legal? —Oren preguntó secamente.
Abrí el sobre y descubrí que la familia Hawthorne me había dado
llaves… de todo el vecindario, había un centenar de ellos.
—¿Alguna idea de cuál de ellas es de la puerta principal? —pre-
gunté. No eran llaves normales. Eran de gran tamaño y estaban hec-
has de forma ornamental. Todas parecían antiguas, y cada llave era
distinta: diferentes diseños, diferentes metales, diferentes longitudes
y tamaños.
—Ya te darás cuenta —dijo alguien.
Mi mirada se elevó y me encontré mirando un intercomunicador.
—Deja de jugar, Jameson —ordenó Alisa—. Esto no es ni de cerca
tan lindo como todos ustedes piensan que es.
No hubo respuesta.
—¿Jameson? —Alisa lo intentó de nuevo.
Silencio, y luego:
—Tengo fe en ti, C.M.
El intercomunicador se cortó y Alisa dejó escapar un suspiro largo
y frustrado. —Dios, me salve de los Hawthornes.
—¿C.M.? —preguntó Libby, desconcertada.
—Chica misteriosa —aclaré—. Por lo que he averiguado, esa es la
idea de Jameson Hawthorne de un apodo. —Me jé en el anillo de
llaves que tenía en la mano. La solución obvia era probarlas todas.
Suponiendo que una de estas llaves abriera la puerta principal, even-
tualmente tendría suerte. Pero la suerte no se sintió su ciente. Ya era
la chica más afortunada del mundo.
Una parte de mí quería merecerla.
Revisé las llaves, inspeccionando los diseños de las manijas. Una
manzana. Una serpiente. Un patrón de remolinos que recuerda al agua.
Había llaves para cada letra del alfabeto, en una escritura elegante y
anticuada. Había llaves con números y llaves con formas, una con
una sirena y cuatro llaves con diferentes formas.
—¿Y bien? —Alisa dijo abruptamente—. ¿Quieres que haga una
llamada telefónica?
—No. —Desvié mi atención de las llaves a la puerta. El diseño era
simple, geométrico, no coincidía con nada en ninguna de las teclas
que había mirado hasta ahora. Eso sería demasiado fácil, pensé. Dema-
siado simple. Un segundo después siguió un pensamiento paralelo.
No es lo su cientemente simple.
Había aprendido mucho jugando al ajedrez: cuanto más compli-
cada parecía la estrategia de una persona, menos probable era que
un oponente buscara respuestas simples. Si pudieras mantener a al-
guien mirando a tu caballo, podrías tomarlo con un peón. Mira más
allá de los detalles. Más allá de las complicaciones. Cambié mi enfoque de
las manijas de las llaves a la parte que realmente entraba en la cerra-
dura. Aunque las llaves diferían en tamaño en general, el extremo de
la cerradura tenía un tamaño similar de una llave a otra.
No sólo el tamaño era similar, me di cuenta, mirando dos de las lla-
ves una al lado de la otra. El patrón, el mecanismo que realmente gi-
raba la cerradura, era idéntico entre las dos. Pasé a una tercera llave.
La misma. Comencé a abrirme camino a través del anillo, comparan-
do cada llave con la siguiente, una por una. Igual. Igual. Igual.
No había cien llaves en este anillo. Cuanto más rápido las hojeaba,
más segura estaba. Había dos docenas de copias de la llave equivo-
cada, vestidas para parecer diferentes entre sí, y entonces…
—Este—. Finalmente di con una llave con un patrón diferente a
las otras. El intercomunicador sonó, pero si Jameson seguía en el ot-
ro lado, no dijo una palabra. Me moví para poner la llave en la cerra-
dura, y la adrenalina corrió por mis venas cuando giró.
Eureka5.
—¿Cómo supiste qué llave usar? —Libby me preguntó.
La respuesta vino del intercomunicador. —A veces —dijo Jame-
son Hawthorne, sonando extrañamente contemplativo—, las cosas
que parecen muy diferentes en la super cie son en realidad exacta-
mente iguales en su esencia.

5 Expresa satisfacción o júbilo al descubrir algo que se busca con empeño o se resuelve un
problema difícil.
Capítulo 15

—Bienvenida a casa, Avery. —Alisa entró en el vestíbulo y se giró


para mirarme. Dejé de respirar, sólo por un instante, mientras cruza-
ba el umbral. Fue como entrar en el Palacio de Buckingham o en
Hogwarts y que te dijeran que era tuyo.
—Al nal del pasillo —dijo Alisa—, tenemos el teatro, la sala de
música, el conservatorio, el solárium… —Ni siquiera sabía qué era la
mitad de esas habitaciones—. Has visto la Gran Sala, por supuesto
—continuó Alisa—. El comedor formal está más abajo, luego la coci-
na, la cocina del chef…
—¿Hay un chef? —lo dije de golpe.
—Hay chef sushi, italiano, taiwanés, vegetariano, y chefs de paste-
lería en reserva. —La voz que dijo esas palabras era masculina. Me
giré para ver a la pareja mayor que estaban en la lectura del testa-
mento de pie junto a la entrada de la Gran Sala. Los Laughlins—. Pero
mi esposa se encarga de la cocina diaria — continuó el Sr. Laughlin
con asperezas.
—El Sr. Hawthorne era un hombre muy reservado. —La Sra. La-
ughlin me miró—. Se las arreglaba con mi cocina la mayoría de los
días porque no le gustaba tener más extraños de lo necesario husme-
ando en la casa.
No tenía ninguna duda de que estaba diciendo Casa con C ma-
yúscula, y menos aún de que me consideraba una extraña.
—Hay docenas de empleados contratados —explicó Alisa—. To-
dos reciben un salario de tiempo completo, pero trabajan por encar-
go.
—Si es necesario hacer algo, hay alguien que lo hará —dijo clara-
mente el Sr. Laughlin—, y veo que lo hagan de la manera más disc-
reta posible. La mayoría de las veces, ni siquiera sabrá que están
aquí.
—Pero lo haré —dijo Oren—. El movimiento dentro y fuera de la
casa se sigue estrictamente, y nadie pasa por las puertas sin un ex-
tenso control de antecedentes. Los equipos de construcción, el perso-
nal de limpieza y jardinería, cada masajista, chef, estilista o sommeli-
er, todos son aprobados por mi equipo.
Sommelier. Estilista. Chef. Masajista. Mi cerebro trabajó hacia al re-
vés a través de esa lista. Fue vertiginoso.
—Las instalaciones del gimnasio están al nal del pasillo —dijo
Alisa, volviendo a su papel de guía turística—. Hay canchas de ba-
loncesto y basquetbol, un muro de escalada, una pista de bolos…
—¿Una pista de bolos? —repetí.
—Sólo cuatro pistas —me aseguró Alisa, como si fuera perfecta-
mente razonable tener una pequeña bolera en la casa.
Todavía estaba tratando de formular una respuesta apropiada cu-
ando la puerta principal se abrió detrás de mí. El día anterior, Nash
Hawthorne me había dado la impresión de que se había ido de aquí,
pero allí estaba.
—Vaquero de motocicleta —me susurró Libby al oído.
A mi lado, Alisa se puso rígida. —Si todo está en orden aquí, de-
bería consultar con la empresa. —Metió la mano en el bolsillo de su
traje y me entregó un teléfono nuevo—. Programé mi número, el del
Sr. Laughlin y el de Oren. Si necesitas algo, llámame.
Se fue sin decirle una sola palabra a Nash, y él la vio irse.
—Ten cuidado con eso —aconsejó la Sra. Laughlin al hermano
mayor Hawthorne, una vez que la puerta se cerró—. No hay furia en
el in erno como el de una mujer despreciada.
Eso con rmó algo para mí. Alisa y Nash. Mi abogada me aconsejó
que no perdiera mi corazón por un Hawthorne, y cuando me pre-
guntó si alguna vez mi vida había sido arruinada por uno de ellos y
le dije que no, su respuesta fue afortunada.
—No te convenzas de que Lee—Lee se está aliando con el enemi-
go —le dijo Nash a la Sra. Laughlin—. Avery no es el enemigo de na-
die. No hay enemigos aquí. Esto es lo que él quería.
Él. Tobias Hawthorne. Incluso muerto, era más grande que la vida.
—Nada de esto es culpa de Avery —dijo Libby a mi lado—. Es só-
lo una niña.
Nash dirigió su atención a mi hermana, y pude sentirla tratando
de desvanecerse en el olvido. Nash miró a través de su cabello al ojo
negro que tenía debajo. —¿Qué pasó aquí? —murmuró.
—Estoy bien —dijo Libby, levantando la barbilla.
—Puedo ver eso —respondió Nash suavemente—. Pero si decides
que te gustaría darme un nombre, lo aceptaría.
Pude ver el efecto que esas palabras tuvieron en Libby. No estaba
acostumbrada a tener a nadie más que a mí en su rincón.
—Libby. —Oren llamó su atención—. Si tienes un momento, me
gustaría presentarte a Héctor, quien estará a cargo de su problema.
Avery, puedo garantizar personalmente que Nash no te matará con
hacha ni permitirá que nadie más te mate con un hacha mientras yo
no esté.
Eso consiguió un bu do de Nash y miré a Oren. ¡No tuvo que
anunciar lo poco que con aba en ellos! Mientras Libby seguía a Oren
hasta el nal de la casa, me di cuenta de la forma en que el hermano
mayor Hawthorne la veía irse.
—Déjala en paz —le dije a Nash.
—Eres protectora —comentó Nash—, parece que pelearías sucio,
y si hay algo que respeto, son esos rasgos particulares en combinaci-
ón.
Hubo un estruendo, luego un ruido sordo en la distancia.
—Eso —dijo Nash meditativamente—, sería la razón por la que
volví y no estoy viviendo una existencia agradablemente nómada
mientras hablamos.
Otro ruido.
Nash puso los ojos en blanco. —Esto debería ser divertido. —Co-
menzó a caminar hacia un salón cercano. Miró hacia atrás por enci-
ma de su hombro—. Podrías también acompañarme, chica. Ya sabes
lo que dicen sobre los bautismos y el fuego.
Capítulo 16

Nash tenía piernas largas, por lo que un deambular perezoso de


su parte me obligó a correr para mantener el ritmo. Miré en cada ha-
bitación mientras pasábamos, pero todas eran una mezcla de arte y
arquitectura y luz natural. Al nal de un largo pasillo, Nash abrió
una puerta. Me preparé para ver la evidencia de una pelea. En su lu-
gar, vi a Grayson y Jameson de pie en lados opuestos de una bibli-
oteca que me dejó sin aliento.
La habitación era circular. Los estantes se extendían a cinco o seis
metros de altura, y cada uno de ellos estaba completamente forrado
con libros de tapa dura. Las estanterías estaban hechas de una made-
ra profunda y rica. Extendidas por toda la habitación, cuatro escale-
ras de hierro forjado giraban hacia los estantes superiores, como los
puntos de una brújula. En el centro de la biblioteca, había un enorme
tronco de árbol, de unos tres metros de diámetro. Incluso desde la
distancia, podía ver los anillos que marcaban la edad del árbol.
Me llevó un momento darme cuenta de que estaba destinado a ser
usado como escritorio.
Podría quedarme aquí para siempre, pensé. Podría quedarme en esta ha-
bitación para siempre y nunca irme.
—Entonces —dijo Nash a mi lado, mirando casualmente a sus
hermanos—. ¿A quién tengo que patear el trasero primero?
Grayson levantó la vista del libro que sostenía. —¿Debemos si-
empre recurrir a los puñetazos?
—Parece que tengo un voluntario para la primera patada en el cu-
lo —dijo Nash, y luego echó una mirada midiendo a Jameson, que
estaba apoyado en una de las escaleras de hierro forjado—. ¿Tengo
un segundo?
Jameson sonrió con su ciencia. —No podías mantenerte alejado,
¿verdad, hermano mayor?
—¿Y dejar a Avery aquí con ustedes idiotas? —Hasta que Nash
mencionó mi nombre, ninguno de los otros dos parecía haber regist-
rado mi presencia detrás de él, pero sentí que mi invisibilidad se es-
capaba, así de simple.
—No me preocuparía demasiado por la Sra. Grambs —dijo Gray-
son, con ojos plateados a lados—. Ella es claramente capaz de cu-
idar de sí misma.
Traducción: Soy una estafadora desalmada y buscadora de oro, y él ve di-
rectamente a través de mí.
—No le prestes atención a Gray —me dijo perezosamente Jame-
son—. Ninguno de nosotros lo hace.
—Jamie —dijo Nash—. Cierra la boca.
Jameson lo ignoró. —Grayson está entrenando para las Olimpi-
adas Insufribles, y realmente creemos que puede llegar hasta el nal
si puede meter ese palo un poco más arriba en su…
Asterisco, pensé, canalizando a Max.
—Basta —gruñó Nash.
—¿Qué me he perdido? —Xander atravesó la puerta. Llevaba un
uniforme de escuela privada, con una chaqueta que se desprendió en
un movimiento rápido.
—No te has perdido nada en absoluto —le dijo Grayson—. Y la
Srta. Grambs ya se estaba yendo. —Me miró jamente—. Estoy segu-
ro de que quieres instalarte.
Yo era la multimillonaria ahora, y él seguía dando órdenes.
—Espera un segundo. —Xander frunció el ceño de repente, vien-
do el estado de la habitación—. ¿Estaban peleando aquí sin mí? —
Aún no veía signos visibles de lucha o destrucción, pero obviamente,
Xander se había dado cuenta de algo que yo no había visto—. Esto es
lo que me pasa por ser el que no se salta la escuela —dijo con triste-
za.
Ante la mención de la escuela, Nash miró de Xander a Jameson.
—Sin uniforme —señaló—. ¿Haciendo novillos, Jamie? Dos patadas
en el culo.
Xander escuchó la frase patear traseros, sonrió, rebotó en la punta
de los pies y saltó sin previo aviso, derribando a Nash al suelo. Sólo
una amistosa lucha improvisada entre hermanos.
—¡Te atrapé! —Xander declaró triunfante.
Nash enganchó su tobillo alrededor de la pierna de Xander y lo ti-
ró, inmovilizándolo contra el suelo. —Hoy no, hermanito. —Nash
sonrió, luego lanzó una mirada mucho más oscura a los otros dos
hermanos—. Hoy no.
Eran ‘los cuatro’ una unidad. Eran Hawthornes. Yo no lo era. Lo
sentí ahora, de una manera física. Compartían un vínculo que era
impermeable a los forasteros.
—Debería irme —dije. No pertenecía a este lugar, y si me queda-
ba, todo lo que haría sería mirar jamente.
—No deberías estar aquí en absoluto —respondió Grayson lacóni-
camente.
—Métete un calcetín, Gray —dijo Nash—. Lo hecho, hecho está, y
sabes tan bien como yo que, si el viejo lo hizo, no hay forma de des-
hacerlo. —Nash giró la cabeza hacia Jameson—. Y en cuanto a ti: Las
tendencias autodestructivas no son tan adorables cómo crees que
son.
—Avery resolvió las claves —dijo Jameson casualmente—. Más
rápido que cualquiera de nosotros.
Por primera vez desde que entré en la habitación, los cuatro her-
manos cayeron en un silencio prolongado. ¿Qué está pasando aquí?
Me pregunté. El momento se sintió tenso, eléctrico, casi insoportable,
y luego…
—¿Le diste las llaves? —Grayson rompió el silencio.
Todavía tenía el llavero en la mano. De repente se sintió muy pe-
sado. Se suponía que Jameson no debía darme esto.
—Estábamos legalmente obligados a entregar…
—Una llave. —Grayson interrumpió a Jameson y empezó a acec-
harlo lentamente, cerrando el libro con la mano—. Estábamos legal-
mente obligados a darle una llave, Jameson, no las llaves.
Había asumido que se estaban metiendo conmigo. En el mejor de
los casos, pensé que era una prueba. Pero por la forma en que habla-
ban, parecía más una tradición. Una invitación.
Un rito de iniciación.
—Tenía curiosidad por saber cómo le iría. —Jameson arqueó una
ceja—. ¿Quieres oír su tiempo?
—No —dijo Nash. No estaba segura de si estaba respondiendo a
la pregunta de Jameson o diciéndole a Grayson que dejara de avan-
zar sobre su hermano.
—¿Puedo levantarme ahora? —Xander intervino, aún tirado de-
bajo de Nash y aparentemente de mejor humor que los otros tres
juntos.
—No —respondió Nash.
—Te dije que era especial —murmuró Jameson mientras Grayson
seguía acercándose a él.
—Y te dije que te alejaras de ella. —Grayson se detuvo, justo fuera
del alcance de Jameson.
—¡Así que veo que ustedes dos están hablando de nuevo! —Xan-
der comentó alegremente—. Excelente.
No es excelente, pensé, incapaz de apartar la mirada de la tormenta
que se avecinaba a pocos metros de distancia. Jameson era más alto,
Grayson más ancho de hombros. La sonrisa en la cara del primero
era igual a la del segundo.
—Bienvenida a la Casa Hawthorne, Chica Misteriosa. —La bien-
venida de Jameson parecía ser más para el bene cio de Grayson que
para el mío. Sea cual sea el motivo de esta pelea, no fue solo una di-
ferencia de opinión sobre los últimos acontecimientos.
No se trataba solo sobre mí.
—Deja de llamarme Chica Misteriosa. —Apenas había hablado
desde el momento en que la puerta de la biblioteca se abrió, pero me
estaba cansando de hacer de espectadora—. Me llamo Avery.
—También estaría dispuesto a llamarte heredera —ofreció Jame-
son. Dio un paso adelante hacia un rayo de luz que brillaba desde un
tragaluz. Ahora estaba cara a cara con Grayson—. ¿Qué piensas,
Grey? ¿Tienes una preferencia de apodo para nuestra nueva propi-
etaria?
Propietaria. Jameson se lo estaba restregando, como si pudiera so-
portar ser desheredado si eso signi caba que el heredero aparente
también lo había perdido todo.
—Estoy tratando de protegerte —dijo Grayson en voz baja.
—Creo que ambos sabemos —respondió Jameson—, que la única
persona a la que has protegido es a ti mismo.
Grayson se fue completamente quieto.
—Xander. —Nash se puso de pie, poniendo a su hermano menor
de pie también—. ¿Por qué no le enseñas a Avery su ala?
Ese fue el intento de Nash de evitar que se cruzara una línea o
una indicación de que ya se había cruzado una.
—Vamos. —Xander golpeó suavemente su hombro contra el mío
—. Pararemos por galletas en el camino.
Si esa a rmación tenía por objeto disipar la tensión en la habitaci-
ón, no funcionó, pero sí desvió mi atención de Grayson y Jameson,
por el momento.
—Nada de galletas. —La voz de Grayson estaba estrangulada, co-
mo si su garganta se cerrara alrededor de las palabras, como si el úl-
timo disparo de Jameson le hubiera cortado el aire por completo.
—Bien —respondió Xander alegremente—. Eres un buen negoci-
ador, Grayson Hawthorne. Nada de galletas. —Xander me guiñó un
ojo—. Pararemos para comer Scone6.

6 Un scone es un panecillo individual de forma redonda, típico de la cocina del Reino Uni-
do y originario de Escocia. Es un alimento muy común en desayunos y meriendas tanto del
Reino Unido como de Irlanda, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y los Estados Unidos de
América.
Capítulo 17

—El primer scone es lo que me gusta llamar el scone de práctica.


—Xander se metió un scone entero en la boca, me dio uno a mí, lu-
ego lo tragó y siguió hablando—. No es hasta el tercer y cuarto scone
que se desarrolla la experiencia de comer scones.
—Experiencia en comer scones —repetí con expresión inexpresi-
va.
—Tu naturaleza es escéptica —señaló Xander—. Eso te servirá bi-
en en estos pasillos, pero si hay una verdad universal en la experien-
cia humana, es que un paladar que come scones no se desarrolla de
la noche a la mañana.
Por el rabillo del ojo, vi a Oren y me pregunté cuánto tiempo lle-
vaba siguiéndonos. —¿Por qué estamos aquí hablando de scones? —
le pregunté a Xander. Oren había insistido en que los hermanos
Hawthorne no eran una amenaza física, pero aun así… Como míni-
mo, Xander debería haber intentado hacerme la vida imposible—.
¿No se supone que me odies? —le pregunté.
—Te odio —respondió Xander, devorando felizmente su tercer
scone—. Si te das cuenta, me he quedado con los dulces de aránda-
nos y te he dado… —Se estremeció—. Los scones con sabor a limón.
—Esto no es una broma. —Sentí que había caído en el País de las
Maravillas, y luego vuelto a caer, madriguera tras madriguera, en un
círculo vicioso.
Trampas sobre trampas, podía oír a Jameson diciendo. Y acertijos
sobre acertijos.
—¿Por qué te odiaría, Avery? —Xander preguntó nalmente. Ha-
bía capas de emoción en su tono que no habían existido antes—. No
eres tú quien hizo esto.
Tobias Hawthorne lo había hecho.
—Tal vez no tienes la culpa. —Xander se encogió de hombros—.
Quizá seas el genio malvado que Gray parece creer que eres, pero al
nal, aunque pensaras que manipulaste a nuestro abuelo en esto, te
garantizo que él sería el que te manipuló a ti.
Pensé en la carta que Tobias Hawthorne me había dejado… dos
palabras, sin explicación.
—Tu abuelo era una pieza de trabajo —le dije a Xander.
Agarró un cuarto scone. —Estoy de acuerdo. En su honor, me co-
mo este scone. —Hizo justo eso—. ¿Quieres que te muestre tus habi-
taciones ahora?
Tiene que haber una trampa aquí. Xander Hawthorne tenía que ser
más de lo que parecía. —Sólo señálame la dirección correcta —le di-
je.
—Sobre eso… —El hermano menor Hawthorne hizo una mueca
—. Existe la posibilidad de que la Casa Hawthorne sea un poco difí-
cil de navegar. Imagina, si quieres, que un laberinto tuviera un bebé
con ¿Dónde está Wally?7 sólo que Wally es tu habitación.
Intenté traducir esa ridícula frase. —La Casa Hawthorne tiene un
diseño poco convencional.

Xander se comió el quinto y último scone. —¿Alguna vez te han


dicho que tienes un don para las palabras?
—La Casa Hawthorne es la casa residencial privada más grande
del estado de Texas. —Xander me condujo por una escalera—. Pod-
ría darte un número de pies cuadrados, pero sería solo una estimaci-
ón. Lo que realmente separa a La Casa Hawthorne de otras estructu-
ras obscenamente grandes parecidas a un castillo no es tanto su ta-
maño como su naturaleza. Mi abuelo añadía al menos una nueva ha-
bitación o ala cada año. Imagina, si quieres, que un dibujo de M. C.
Escher concibiera un niño con los diseños más magistrales de Le-
onardo da Vinci…
—Alto —ordené—. Nueva regla: Ya no se permite usar ninguna
terminología para hacer bebés al describir esta casa o a sus ocupan-
tes, incluyéndote a ti mismo.
Xander se llevó una mano melodramáticamente a su pecho. —Du-
ro.
Me encogí de hombros. —Mi casa, mis reglas.
Me miró boquiabierto. Yo tampoco podía creer que lo hubiera dic-
ho, pero había algo en Xander Hawthorne que me hizo sentir que no
tenía que disculparme por mi propia existencia.
—¿Demasiado pronto? —pregunté.
—Soy un Hawthorne. —Xander me dio su mirada más digna—.
Nunca es demasiado pronto para empezar a hablar basura. —Conti-
nuó jugando al guía turístico—. Ahora, como estaba diciendo, el Ala
Este es en realidad el Ala Noreste, ubicada en el segundo piso. Si te
pierdes, busca al anciano. —Xander señaló con la cabeza un retrato
en la pared—. Esta era su ala, estos últimos meses.
Había visto fotos de Tobias Hawthorne en línea, pero una vez que
miré el retrato, no pude apartar la mirada. Tenía el cabello gris plate-
ado y una cara más desgastada por el tiempo de lo que me había
imaginado. Sus ojos eran casi exactamente los de Grayson, su comp-
lexión de Jameson, su barbilla de Nash. Si no hubiera visto a Xander
en movimiento, tal vez no hubiera reconocido un parecido entre él y
el anciano, pero estaba ahí en la forma en que los rasgos de Tobias
Hawthorne se juntaban, no en los ojos, la nariz o la boca, sino algo
sobre la forma en el medio.
—Ni siquiera lo conocí. —Aparté los ojos del retrato y miré a Xan-
der—. Lo recordaría si lo hubiera hecho.
—¿Estás segura? —Xander me preguntó.
Me encontré mirando el retrato. ¿Había conocido al multimillona-
rio? ¿Nuestros caminos se habían cruzado, aunque fuera por un mo-
mento? Mi mente estaba en blanco, excepto por una frase, que se re-
petía una y otra vez. Lo siento.

7 ¿Dónde está Wally? es una serie de libros creada por el dibujante británico Martin Hand-
ford en 1987. Sin embargo, no se trata de libros de lectura sino para jugar, en cuyas páginas
ilustradas hay que encontrar al personaje de Wally en escenas con miles de dibujos y detal-
les que despistan al lector.
Capítulo 18

Xander me dejó para explorar mi ala.


Mi ala. Me sentí ridícula incluso pensando las palabras. En mi
mansión. Las primeras cuatro puertas conducían a las suites, cada
una de ellas con un tamaño que hacía que una cama tamaño king pa-
reciera pequeña. Los armarios podrían haberse convertido en dormi-
torios. ¡Y los baños! Duchas con asientos empotrados y un mínimo
de tres duchas diferentes. Bañeras gigantescas que venían con pane-
les de control. Televisores incrustados en cada espejo.
Aturdida, me dirigí a la quinta y última puerta de mi pasillo. No es
un dormitorio, me di cuenta cuando lo abrí. Una o cina. Enormes sillas
de cuero, seis de ellas, estaban colocadas en forma de herradura,
frente a un balcón. Estantes de exhibición de vidrio cubrían las pare-
des. En los espacios de los estantes había artículos que parecían per-
tenecer a un museo: geodas, armamento antiguo, estatuas de ónix y
piedra. Frente al balcón, al fondo de la habitación, había un escrito-
rio. A medida que me acercaba, vi una gran brújula de bronce incor-
porada en su super cie. Pasé mis dedos por la brújula. Giró hacia el
noroeste y un compartimento en el escritorio se abrió de golpe.
Esta ala fue donde Tobias Hawthorne pasó sus últimos meses, pensé. De
repente, no sólo quise mirar en el compartimento abierto, sino que
quise rebuscar en cada cajón del escritorio de Tobias Hawthorne. Te-
nía que haber algo, en algún lugar, que me dijera lo que estaba pen-
sando, por qué estaba aquí, por qué había apartado a su familia por
mí. ¿Había hecho algo para impresionarlo? ¿Vio algo en mí?
¿O mamá?
Miré más de cerca el compartimento abierto. Dentro, había pro-
fundos surcos, tallados en la forma de la letra T. Pasé mis dedos por
los surcos. No pasó nada. Probé el resto de los cajones. Cerrados.
Detrás del escritorio, había estantes llenos de placas y trofeos. Ca-
miné hacia ellos. La primera placa tenía grabadas las palabras Esta-
dos Unidos de América sobre un fondo dorado; debajo de ellos, había
un sello. Me tomó un poco más de lectura de la letra más pequeña
para darme cuenta de que era una patente, y no una expedida a To-
bias Hawthorne.
Esta patente la tenía Xander.
Había al menos media docena de otras patentes en la pared, vari-
os récords mundiales y trofeos en todas las formas imaginables. Un
jinete de toro de bronce. Una tabla de surf. Una espada. Había me-
dallas. Múltiples cinturones negros. Copas de campeonato, algunos
de ellos campeonatos nacionales, para todo, desde motocross hasta
natación y pinball. Había una serie de cuatro cómics enmarcados, su-
perhéroes que reconocí, del tipo sobre el que hacían películas, escri-
tos por los cuatro nietos de Hawthorne. Un libro de fotografías lleva-
ba el nombre de Grayson en el lomo.
Esto no fue solo una exhibición. Era prácticamente un santuario: la
adoración de Tobias Hawthorne a sus cuatro extraordinarios nietos.
Esto no tiene sentido. No tenía sentido que cuatro personas, tres de
ellas adolescentes, pudieran haber logrado tanto, y de nitivamente
no tenía sentido que el hombre que guardaba esta exposición en su
o cina decidiera que ninguno de ellos merecía heredar su fortuna.
Incluso si pensabas que habías manipulado a nuestro abuelo en esto, po-
día escuchar a Xander decir, te garantizo que él era el que te manipuló a
ti.
—¿Avery?
En el segundo que escuché mi nombre, me alejé de los trofeos.
Apresuradamente, cerré el compartimento que había liberado sobre
el escritorio.
—Aquí dentro —le respondí.
Libby apareció en la puerta. —Esto es irreal —dijo—. Todo este
lugar es irreal.
—Esa es una buena palabra para eso. —Intenté concentrarme en
la maravilla que era la Casa Hawthorne y no en el ojo morado de mi
hermana, pero fallé. Si es posible, los hematomas se veían peor aho-
ra.
Libby envolvió sus brazos alrededor de su torso. —Estoy bien —
dijo cuándo notó mi mirada—. Ni siquiera duele tanto.
—Por favor, dime que has terminado con él. —Las palabras se es-
caparon antes de que pudiera detenerlas. Libby necesitaba apoyo
ahora mismo, no juicio. Pero no podía evitar pensar que Drake había
sido su ex antes.
—Estoy aquí, ¿verdad? —Libby dijo—. Te elegí a ti.
Quería que se eligiera a sí misma, y lo dije. Libby dejó caer su ca-
bello en su cara y se giró hacia el balcón. Se quedó en silencio duran-
te un minuto antes de volver a hablar.
—Mi mamá solía pegarme. Solo cuando estaba realmente estresa-
da, ¿sabes? Ella era madre soltera y las cosas eran difíciles. Podría
entender eso. Traté de hacer todo más fácil.
Me la imaginaba de niña, siendo golpeada y tratando de compen-
sar a la persona que la golpeó. —Libby…
—Drake me amaba, Avery. Sé que lo hizo, y me esforcé tanto por
entenderlo… —Ahora se abrazaba más fuerte. El esmalte negro de
sus uñas se veía fresco. Perfecto—. Pero tenías razón.
Mi corazón se rompió un poco. —No quería tenerla.
Libby se quedó allí unos segundos más, luego caminó hacia el bal-
cón y probó la puerta. Yo la seguí, y las dos salimos al aire de la noc-
he. Abajo, había una piscina. Debía estar climatizada, porque alguien
estaba nadando.
Grayson. Mi cuerpo lo reconoció antes que mi mente. Sus brazos
golpeaban contra el agua en un brutal nado de mariposa. Y sus mús-
culos de la espalda…
—Tengo que decirte algo —dijo Libby a mi lado.
Eso me permitió apartar los ojos de la piscina y del nadador. —
¿Sobre Drake? —pregunté.
—No. Escuché algo. —Libby tragó—. Cuando Oren me presentó a
mi equipo de seguridad, escuché hablar al esposo de Zara. Están re-
alizando una prueba, una prueba de ADN. En ti.
No tenía idea de dónde habían obtenido Zara y su esposo una
muestra de mi ADN, pero no me sorprendió del todo. Yo misma lo
había pensado: la explicación más simple para incluir a una descono-
cida en tu testamento era que ella no era una desconocida. La expli-
cación más simple era que yo era un Hawthorne.
No tenía nada que ver con Grayson en absoluto.
—Si Tobias Hawthorne era tu padre —sugirió Libby—, entonces
nuestro padre, mi padre, no lo es. Y si no compartimos un papá, y
apenas nos vimos al crecer…
—No te atrevas a decir que no somos hermanas —le dije.
—¿Todavía me querrías aquí? —Libby me preguntó, sus dedos
frotando su gargantilla. —Si no somos…
—Te quiero aquí —le prometí—. No importa lo que pase.
Capítulo 19

Esa noche tomé la ducha más larga de mi vida. El suministro de


agua caliente era interminable. Las puertas de cristal de la ducha
aguantaban el vapor. Era como tener mi propia sauna personal. Des-
pués de secarme con toallas de felpa de gran tamaño, me puse mi pi-
jama andrajoso y me dejé caer sobre lo que estaba bastante segura
que eran sábanas de algodón egipcio.
No estaba segura de cuánto tiempo había estado acostada ahí cu-
ando lo escuché. Una voz. —Tira del candelabro.
Me puse de pie en un instante, girando para ponerme de espaldas
a la pared. Por instinto, agarré las llaves que había dejado en la mesi-
ta de noche, por si necesitaba un arma. Mis ojos escudriñaron la ha-
bitación buscando a la persona que había hablado, y no encontré na-
da.
—Tira el candelabro de la chimenea, heredera. ¿A menos que me
quieras atrapado aquí?
La molestia reemplazó mi respuesta inicial de lucha o huida. Ent-
recerré los ojos hacia la chimenea de piedra en la parte trasera de mi
habitación. Efectivamente, había un candelabro sobre la repisa de la
chimenea.
—Estoy bastante segura de que esto cali ca como acoso —le dije a
la chimenea, o más exactamente, al chico del otro lado. Aun así, no
pude dejar de tirar del candelero. ¿Quién podría resistirse a algo así?
Envolví mi mano alrededor de la base del candelabro. Me encontré
con resistencia, y otra sugerencia vino de detrás de la chimenea.
—No tires hacia adelante. Inclínalo hacia abajo.
Hice lo que me instruyó. El candelabro giró, y luego escuché un
clic, y la parte posterior de la chimenea se separó de su piso, solo
una pulgada. Un momento después, vi las yemas de los dedos en el
hueco y vi cómo la parte de atrás de la chimenea se levantaba y desa-
parecía detrás de la repisa. Ahora, en la parte de atrás de la chime-
nea, había una abertura. Jameson Hawthorne entró. Se enderezó, lu-
ego devolvió la vela a su posición vertical y la entrada que acababa
de usar se cubrió lentamente una vez más.
—Pasaje secreto —explicó innecesariamente—. La casa está llena
de ellos.
—¿Se supone que debo encontrar eso reconfortante? —le pregun-
té—. ¿O aterrador?
—Dímelo tú, Chica Misteriosa. ¿Te sientes reconfortada o aterrori-
zada? —Me dejó con eso por un momento—. ¿O es posible que estés
intrigada?
La primera vez que conocí a Jameson Hawthorne, estaba borrac-
ho. Esta vez, no sentí olor a alcohol en su aliento, pero me pregunté
cuánto había dormido desde la lectura del testamento. Su cabello se
estaba portando bien, pero había algo salvaje en sus brillantes ojos
verdes.
—No estás preguntando por las llaves. —Jameson me ofreció una
pequeña sonrisa torcida—. Esperaba que preguntaras por las llaves.
Las sostuve en alto. —Esto fue obra tuya.
No es una pregunta, y no la trató como tal. —Es una pequeña tra-
dición familiar.
—No soy de la familia.
Inclinó la cabeza hacia un lado. —¿Crees eso?
Pensé en Tobias Hawthorne, en la prueba de ADN que ya estaba
haciendo el marido de Zara. —No lo sé.
—Sería una pena —comentó Jameson—, si estuviéramos empa-
rentados. —Me dedicó otra sonrisa, lenta y a lada—. ¿No crees?
¿Qué pasaba conmigo y con los chicos de Hawthorne? Deja de pen-
sar en su sonrisa. Deja de mirar sus labios. Solo detente.
—Creo que ya tienes más familia de la que puedes soportar. —
Crucé mis brazos—. También creo que eres mucho menos suave de
lo que crees. Quieres algo.
Siempre he sido buena en matemáticas. Siempre he sido lógica.
Estaba aquí, en mi habitación, coqueteando por una razón.
—Todos van a querer algo de ti pronto, Heredera. —Jameson son-
rió—. La pregunta es: ¿Cuántos de nosotros queremos algo que tú
estás dispuesta a dar?
Incluso con el sonido de su voz, la forma en que expresaba las co-
sas, podía sentir que quería inclinarme hacia él. Esto era ridículo.
—Deja de llamarme heredera —le respondí—. Y si conviertes la
respuesta a mi pregunta en una especie de acertijo, llamo a seguri-
dad.
—Esa es la cosa, Chica Misteriosa. No creo que esté convirtiendo
nada en un acertijo. No creo que tenga que hacerlo. Eres un acertijo,
un rompecabezas, un juego, el último de mi abuelo.
Ahora me miraba tan intensamente que no me atreví a apartar la
mirada.
—¿Por qué crees que esta casa tiene tantos pasadizos secretos?
¿Por qué hay tantas llaves que no funcionan en ninguna de las cerra-
duras? Cada escritorio que compró mi abuelo tiene compartimentos
secretos. Hay un órgano8 en el teatro, y si tocas una secuencia especí-
ca de notas, abre un cajón oculto. Todos los sábados por la mañana,
desde que era niño hasta la noche en que murió mi abuelo, nos sen-
taba a mis hermanos y a mí y nos daba un acertijo, un rompecabezas,
un desafío imposible, algo que resolver. Y luego murió. Y luego… —
Jameson dio un paso hacia mí—. Ahí estabas tú.
Yo.
—Grayson cree que eres una maestra de la manipulación. Mi tía
está convencida de que debes tener sangre Hawthorne. Pero yo creo
que eres el último acertijo del viejo, el último rompecabezas por re-
solver. —Dio otro paso, acercándonos mucho más—. Te eligió por
una razón, Avery. Eres especial, y creo que él quería que nosotros,
(quería que yo), averiguara por qué.
—No soy un rompecabezas. —Podía sentir mi corazón latiendo en
mi cuello. Ahora estaba lo su cientemente cerca como para ver mi
pulso.
—Claro que sí —respondió Jameson—. Todos lo somos. No me
digas que alguna parte de ti no ha estado tratando de descubrirnos.
Grayson. Yo. Tal vez incluso Xander.
—¿Es todo esto solo un juego para ti? —Extendí mi mano para
evitar que avanzara más. Dio un último paso, empujando mi palma
hacia su pecho.
—Todo es un juego, Avery Grambs. Lo único que podemos deci-
dir en esta vida es si jugamos para ganar. —Extendió la mano para
quitarme el cabello de la cara y yo me eché hacia atrás.
—Vete —le dije en voz baja—. Usa la puerta normal esta vez. —En
toda mi vida, nadie me había tocado tan suavemente como él lo aca-
baba de hacer.
—Estás enfadada —dijo Jameson.
—Te dije… si quieres algo, pídelo. No vengas aquí hablando de lo
especial que soy. No me toques la cara.
—Eres especial. —Jameson mantuvo las manos quietas, pero la
expresión embriagadora de sus ojos nunca cambió—. Y lo que quiero
es averiguar por qué. ¿Por qué tú, Avery? —Dio un paso atrás, dán-
dome espacio—. No me digas que no quieres saberlo también.
Lo quise. Por supuesto que lo quise.
—Voy a dejar esto aquí. —Jameson sostuvo un sobre. Lo puso cu-
idadosamente en la repisa de la chimenea—. Léelo, y luego dime que
esto no es un juego que se pueda ganar. Dime que esto no es un acer-
tijo. —Jameson alcanzó el candelabro, y cuando el pasaje de la chi-
menea se abrió una vez más, ofreció un gesto de despedida—. Te de-
jó la fortuna, Avery, y todo lo que nos dejó a nosotros eres tú.

8 El órgano es un instrumento musical que produce sonido al conducir aire insu ado por
medio de una turbina con un fuelle, a través de unos tubos preseleccionados desde un tecla-
do.
Capítulo 20

Mucho después de que Jameson desapareciera en la oscuridad y


la puerta de la chimenea se cerrara, me quedé allí, mirando. ¿Era este
el único pasaje secreto a mi habitación? En una casa como ésta, ¿có-
mo podría saber realmente que estaba sola?
Finalmente, me moví para agarrar el sobre que Jameson había dej-
ado en la chimenea, aunque todo en mí se revelaba contra lo que ha-
bía dicho. No era un rompecabezas. Era sólo una chica.
Di vuelta al sobre y vi el nombre de Jameson escrito al frente. Esta
era su carta. Me di cuenta. La que le dieron en la lectura del testamento.
Aún no tenía idea de qué hacer con mi propia carta, ni idea de por
qué Tobias Hawthorne se estaba disculpando. Tal vez la carta de
Jameson aclararía algo.
La abrí y la leí. El mensaje era más largo que el mío, y tenía menos
sentido que mi mensaje.
Jameson,
Mejor el diablo que conoces que el que no conoces, ¿o sí? El poder cor-
rompe. El poder absoluto corrompe absolutamente. Todo lo que brilla no es
oro. Nada es seguro, salvo la muerte y los impuestos. Ahí, pero por la gracia
de Dios voy yo.
No juzgues.
—Tobias Ta ersall Hawthorne.

A la mañana siguiente, había memorizado la carta de Jameson.


Sonaba como si hubiera sido escrita por alguien que no había dormi-
do en días, alguien maniático, hablando de un tema tras otro. Pero
cuanto más tiempo las palabras se asentaban en la parte de atrás de
mi cerebro, comencé a considerar la posibilidad de que Jameson tu-
viera razón.
Hay algo ahí, en las cartas. En las de Jameson. En la mía. Una respuesta,
o al menos una pista.
Saliendo de mi enorme cama, fui a desconectar mis teléfonos, en
plural, de sus cargadores y descubrí que mi viejo teléfono se había
apagado. Con unos fuertes empujones en el botón de encendido y un
poco de suerte, me las arreglé para volver a encenderlo. No sabía có-
mo podía empezar a explicarle las últimas 24 horas a Max, pero ne-
cesitaba hablar con alguien.
Necesitaba una revisión de la realidad.
Lo que obtuve fueron más de cien llamadas y mensajes de texto
perdidos. De repente, la razón por la que Alisa me había dado un
nuevo teléfono estaba clara. La gente con la que no había hablado en
años me estaba enviando mensajes. Gente que se había pasado la vi-
da ignorándome clamaba por mi atención. Compañeros de trabajo.
Compañeros de clase. Incluso profesores. No tenía ni idea de cómo
la mitad de ellos habían conseguido mi número. Tomé mi nuevo te-
léfono, me conecté a Internet y descubrí que mi cuenta de correo
electrónico y de medios sociales era aún peor.
Recibí miles de mensajes, la mayoría de ellos de desconocidos. Pa-
ra algunas personas, serás Cenicienta. Para otros, María Antonieta. Los
músculos de mi estómago se tensaron. Dejé los dos teléfonos y me
levanté, tapándome la boca. Debería haberlo visto venir. No debería
haber sido una sorpresa para mí en absoluto. Pero no estaba lista.
¿Cómo puede una persona estar preparada para esto?
—¿Avery? —Una voz llamó a mi habitación, una mujer y no era
Libby.
—¿Alisa? —Veri qué dos veces antes de abrir la puerta de mi ha-
bitación.
—Te perdiste el desayuno —fue su respuesta. Enérgica, seria, de-
nitivamente Alisa.
Abrí la puerta.
—La Sra. Laughlin no estaba segura de lo que te gusta, así que hi-
zo un poco de todo —me dijo Alisa. Una mujer a la que no reconocí
—unos veinte años, tal vez— la siguió hasta la habitación con una
bandeja. Lo depositó en mi mesita de noche, me miró con los ojos
entrecerrados y se fue sin decir una palabra.
—Pensé que el personal sólo entraba cuando era necesario —dije,
volteándome hacia Alisa una vez que la puerta estaba cerrada.
Alisa dejó escapar un largo suspiro. —El personal —dijo ella—, es
muy, muy leal y están muy preocupados en este momento. Esa… —
Alisa asintió a la puerta— es una de las contrataciones más recientes.
Ella es una de las de Nash.
Entrecerré los ojos. —¿Qué quieres decir con que es una de las de
Nash?
La compostura de Alisa nunca vaciló. —Nash es un poco migrato-
rio. Él se va. Deambula. Encuentra un hueco para trabajar en un bar
por un tiempo, y luego, como una polilla a la llama, regresa, por lo
general con una o dos almas desesperadas a cuestas. Como estoy se-
gura de que podrás imaginarte, hay mucho trabajo que hacer en La
Casa Hawthorne, y el señor Hawthorne tenía la costumbre de poner
a trabajar a las almas perdidas de Nash.
—¿Y la chica que acaba de estar aquí? —pregunté.
—Ella ha estado aquí cerca de un año. —El tono de Alisa no dela-
tó nada—. Ella moriría por Nash. La mayoría de ellas lo haría.
—¿Ella y Nash…? —No estaba segura de cómo decirlo—. ¿Están
involucrados?
—¡No! —dijo Alisa bruscamente. Respiró hondo y continuó—.
Nash nunca dejaría que nada pasara con alguien sobre quien tuviera
algún tipo de poder. Tiene sus defectos, un complejo de salvador
entre ellos, pero no es así.
No podía soportar más al peso en la habitación, así que lo arrastré
hacia la luz. —Es tu ex.
La barbilla de Alisa se levantó. —Estuvimos comprometidos por
un tiempo —admitió—. Éramos jóvenes. Hubo problemas. Pero te
aseguro que no tengo ningún con icto de intereses en lo que respec-
ta a su representación.
¿Comprometidos? Tuve que tratar activamente de evitar que mi
mandíbula se cayera. Mi abogada había planeado casarse con un
Hawthorne, ¿y ella no pensó que eso mereciera una mención?
—Si lo pre eres —dijo Alisa con dureza—, puedo arreglar que ot-
ra persona del bufete trabaje para ti.
Me obligué a dejar de mirarla boquiabierta y traté de procesar la
situación. Alisa no había sido más que profesional y parecía terrible-
mente buena en su trabajo. Además, dado todo el asunto del comp-
romiso roto, tenía una razón para no ser leal a los Hawthorne.
—Está bien —dije—. No necesito un nuevo abogado.
Eso le hizo sonreír un poco. —Me he tomado la libertad de inscri-
birte en el Heights Country Day. —Alisa pasó al siguiente punto de
su lista de tareas con una e ciencia despiadada—. Es la escuela a la
que asisten Xander y Jameson. Grayson se graduó el año pasado. Es-
peraba que te inscribieran y te acostumbraras parcialmente antes de
que la noticia de tu herencia saliera en la prensa, pero nos ocupare-
mos del asunto. —Me miró—. Eres la heredera Hawthorne, y no eres
una Hawthorne. Eso llamará la atención, incluso en un lugar como
Country Day, donde estarás lejos de ser la única con medios econó-
micos.
Medios, pensé. ¿Cuántas maneras tenía la gente rica de no pronun-
ciar la palabra rico?
—Estoy bastante segura de que puedo manejar a un grupo de ni-
ños de preparatoria —dije, aunque no estaba segura de eso. En abso-
luto.
Alisa vio mis teléfonos. Se puso en cuclillas y cogió mi viejo telé-
fono del suelo. —Voy a deshacerme de esto por ti.
Ni siquiera tuvo que mirar la pantalla para darse cuenta de lo que
había pasado. Lo que seguía sucediendo, como si el constante zum-
bido y apagado del teléfono era una indicación.
—Espera —le dije. Agarré el teléfono, ignoré los mensajes y fui a
buscar el número de Max. Lo envié a mi nuevo teléfono.
—Sugiero que regules estrictamente quién tiene acceso a tu nuevo
número —me dijo Alisa—. Esto no va a desaparecer pronto.
—Esto —repetí. La atención de los medios de comunicación. Ext-
raños enviándome mensajes. Gente a la que nunca le importó que fu-
éramos amigos.
—Los estudiantes de Country Day tendrán un poco más de disc-
reción —me dijo Alisa—, pero debes estar preparada. Por horrible
que parezca, el dinero es poder y el poder es magnético. No eres la
persona que eras hace dos días.
Quería discutir ese punto, pero en cambio, mi mente regresó a la
carta de Tobias Hawthorne a Jameson, sus palabras resonando en mi
mente. El poder corrompe. El poder completo corrompe absolutamente.
Capítulo 21

—Lee mi carta. —Jameson Hawthorne se deslizó en el asiento tra-


sero del SUV a mi lado. Oren ya me había dado un resumen de las
características de seguridad del automóvil. Las ventanas eran a pru-
eba de balas y muy tintadas; y Tobias Hawthorne había tenido vari-
os SUV idénticos para cuando se necesitaban señuelos.
Ir a la escuela diurna de Heights Country aparentemente no fue
uno de ellos.
¿Xander necesita un aventón? preguntó Oren desde el asiento del
conductor, mirando a Jameson por el espejo.
Xan va a la escuela temprano los viernes dijo Jameson. Actividad
extracurricular.
En el espejo, la mirada de Oren se desvió hacia mí. ¿Estás de acu-
erdo con tener compañía?
¿Estaba bien en espacios cerrados con Jameson Hawthorne, que
había salido de una chimenea y entró en mi habitación la noche ante-
rior? Tocó mi cara.
Está bien le dije a Oren, aplastando el recuerdo.
Oren giró la llave en el encendido y luego miró hacia atrás por en-
cima del hombro. Ella es el paquete le dijo a Jameson. Si hay un inci-
dente…
Tú la salvas primero terminó Jameson. Apoyó un pie en la consola
central y se reclinó contra la puerta. El abuelo siempre decía que los
machos Hawthorne tienen nueve vidas. No puedo haber quemado
más de cinco de las mías.
Oren se volvió hacia el frente y puso el coche en marcha, y luego
partimos. Incluso a través de las ventanas a prueba de balas, pude
escuchar el rugido menor que se escuchó cuando pasamos por las
puertas. Paparazzi. Había habido al menos una docena antes. Ahora
había el doble de ese número, tal vez más.
No me dejé insistir en eso por mucho tiempo. Aparté la mirada
de los periodistas y me dirigí a Jameson. Aquí metí la mano en mi
bolso y le entregué mi carta.
Te mostré el mío dijo Jameson, jugando el doble sentido por todo
lo que valía. Muéstrame el tuyo.
Cállate y lee.
Él lo hizo. ¿Eso es todo? preguntó cuándo terminó.
Asentí.
¿Alguna idea de por qué se disculpa? preguntó Jameson. ¿Algún
error grande y anónimo en tu pasado?
Uno tragué y rompí el contacto visual. Pero a menos que piense
que su abuelo es responsable de que mi madre tenga un tipo de
sangre extremadamente raro y termine demasiado abajo en la lista
de trasplantes, probablemente él esté sano.
Quería que sonara sarcástico, no crudo.
Volveremos a su carta Jameson me hizo la cortesía de ignorar ca-
da indicio de emoción en mi tono. Y dirigir nuestra atención a la mía.
Tengo curiosidad, Chica Misteriosa, ¿qué opinas de eso?
Tengo la sensación de que se trata de otra prueba. Una oportuni-
dad para demostrar mi valía. Desafío aceptado.
Tu carta está escrita en proverbios dije, comenzando por lo obvio.
No todo lo que brilla es oro. El poder absoluto corrompe absolutamente. Di-
ce que el dinero y el poder son peligrosos. Y la primera línea, mejor el
diablo que conoces que el que no conoces, ¿o no? Es obvio, ¿verdad?
Su familia era el diablo que Tobias Hawthorne había conocido, y
yo era el diablo que él no había conocido. Pero si eso es cierto, ¿por qué
yo? Si era un extraño, ¿cómo me había elegido? ¿Un dardo en un ma-
pa? ¿El algoritmo informático imaginario de Max?
Y si yo era un extraño, ¿por qué se arrepintió?
Sigue pidió Jameson.
Me concentré. Nada es seguro excepto la muerte y los impuestos. Me
parece que él sabía que iba a morir.
Ni siquiera sabíamos que estaba enfermo murmuró Jameson. Eso
golpeó cerca de casa. Tobias Hawthorne aparentemente había sido
un campeón en guardar secretos, como mi madre. Podría ser el diablo
que él no conoce, incluso si la conociera a ella. Seguiría siendo un extraño,
incluso si ella no lo fuera.
Podía sentir a Jameson a mi lado, mirándome de una manera que
me hizo preguntarme si podía ver directamente dentro de mi cabeza.
Allá, salvo por la gracia de Dios, voy yo dije, volviendo al contenido
de la carta, con la intención de seguir esto hasta el nal. Con diferentes
circunstancias, cualquiera de nosotros podría haber terminado en la posici-
ón de cualquier otro traduje.
El chico rico puede convertirse en un pobre Jameson bajó los pies
de la consola central y volvió la cabeza completamente hacia mí, sus
ojos verdes atraparon los míos de una manera que hizo que todo mi
cuerpo se pusiera en alerta máxima. Y la chica del lado equivocado
de las vías puede convertirse en…
Una princesa. Un acertijo. Una heredera. Un juego.
Jameson sonrió. Si esto fuera una prueba, la aprobaría. En la su-
per cie me dijo, parece que la carta describe lo que ya sabemos: mi
abuelo murió y dejó todo al diablo que no conocía, revirtiendo así la
fortuna de muchos. ¿Por qué? Porque el poder corrompe. El poder
absoluto corrompe absolutamente.
No podría haber apartado la mirada de él si lo hubiera intentado.
¿Y tú, heredera? continuó Jameson, ¿Eres incorruptible? ¿Es por
eso por lo que dejó la fortuna en tus manos? la expresión que jugaba
en las comisuras de sus labios no era una sonrisa. No estaba segura
de qué era exactamente, además de magnético. Conozco a mi abuelo
Jameson me miró jamente. Hay más aquí. Un juego de palabras. Un
código. Un mensaje oculto. Alguna cosa.
Devolvió mi carta. Lo tomé y miré hacia abajo. Tu abuelo rmó mi
carta con iniciales ofrecí una última observación. Y el tuyo con su
nombre completo.
¿Y qué dijo Jameson a la ligera hacemos con eso?
Nosotros. ¿Cómo es que Hawthorne y yo nos convertimos en no-
sotros? Debería haber sido cauteloso. Incluso con las garantías de
Oren y las de Alisa, debería haber mantenido la distancia. Pero había
algo en esta familia. Algo sobre estos chicos.
Casi llegamos Oren habló desde el asiento delantero. Si había es-
tado siguiendo nuestra conversación, no dio señales de ello. La ad-
ministración del Country Day ha sido informada sobre la situación.
Firmé la seguridad de la escuela hace años, cuando los niños se insc-
ribieron. Deberías estar bien aquí, Avery, pero en ninguna circuns-
tancia, salgas del campus nuestro coche pasó por una puerta vigila-
da. No estaré lejos.
Volví mi mente de las cartas, la de Jameson y la mía, a lo que me
esperaba afuera de este auto. ¿Esta es una escuela secundaria? Pensé,
contemplando la vista fuera de mi ventana. Parecía más una univer-
sidad o un museo, como algo sacado de un catálogo donde todos los
estudiantes eran hermosos y sonrientes. De repente, el uniforme que
me habían dado se sintió como si no perteneciera a mi cuerpo. Yo era
una niña que jugaba a disfrazarse, ngiendo que llevar una olla de
cocina en la cabeza podía convertirla en astronauta, ese lápiz labial
manchado por toda la cara la convertía en una estrella.
Para el resto del mundo, fui una celebridad repentina. Era una
fascinación y un objetivo. ¿Pero aquí? ¿Cómo podían las personas
que habían crecido con esta cantidad de dinero ver a una chica como
yo como algo más que un fraude?
Odio tener problemas y correr, Chica Misteriosa… la mano de
Jameson ya estaba en la manija de la puerta cuando el SUV se detu-
vo. Pero lo último que necesitas en tu primer día en esta escuela es
que alguien te vea poniéndote cómoda conmigo.
Capítulo 22

Jameson se fue en un abrir y cerrar de ojos. Desapareció entre una


multitud de blazers9 color burdeos y cabello brillante, y yo me quedé
todavía abrochado en mi asienta, sin poder moverme.
Es solo una escuela me dijo Oren. Son solo niños.
Niños ricos. Niños cuya línea de base para la normalidad probab-
lemente era “solo” ser hijos de un neurocirujano o un abogado de re-
nombre. Cuando pensaban en la universidad, probablemente esta-
ban hablando de Harvard o Yale. Y ahí estaba yo, con una falda pli-
sada a cuadros y una chaqueta color burdeos, con un escudo azul
marino grabado con palabras en latín que no sabía leer.
Cogí mi nuevo teléfono y le envié un mensaje a Max. Soy Avery.
Nuevo número. Llámame.
Echando un vistazo al asiento delantero de nuevo, forcé mi mano
hacia la puerta. No era el trabajo de Oren mimarme. Su trabajo era
protegerme, y no de las miradas que esperaba en el momento en que
salí de este auto.
¿Te veré aquí al nal del día? yo pregunté.
Estaré aquí.
Esperé un poco, en caso de que Oren tuviera otras instrucciones;
luego abrí la puerta. Gracias por el aventón.

Nadie me estaba mirando. Nadie susurraba. De hecho, mientras


caminaba hacia los arcos gemelos que marcaban la entrada al edi -
cio principal, tuve la clara sensación de que la falta de respuesta fue
deliberada. Sin mirar. No hablar. Solo la más leve de las miradas, ca-
da pocos pasos. Siempre que miraba a alguien, miraba hacia otro la-
do.
Me dije a mí misma que probablemente estaban tratando de no
darle mucha importancia a mi llegada, que así era la discreción, pero
aún así me sentía como si hubiera entrado en un salón de baile don-
de todos los demás estaban bailando un vals complicado, girando,
girando. a mi alrededor como si ni siquiera estuviera allí.
Cuando cerré la distancia a los arcos, una chica con el pelo largo y
negro rompió la tendencia de ignorarme como una pura sangre sa-
cudiéndose a un jinete inferior. Ella me miró jamente y, una por
una, las chicas a su alrededor hicieron lo mismo.
Cuando llegué a ellos, la chica de cabello negro se alejó del grupo,
hacia mí.
Soy Thea dijo, sonriendo. Debes ser Avery su voz era perfecta-
mente agradable, casi musical, como una sirena que sabía que con el
menor esfuerzo podía cantar marineros al mar. ¿Por qué no te mu-
estro la o cina?

El director es la Dr. McGowan. Tiene un doctorado de Princeton.


Te mantendrá en su o cina durante al menos media hora, hablando
de oportunidades y tradiciones. Si ella te ofrece café, tómalo, su pro-
pio tueste personal, para morirse Thea parecía muy consciente del
hecho de que ahora ambos estábamos recibiendo muchas miradas.
Ella también parecía disfrutarlo. Cuando la Dr. Mac te dé tu horario,
asegúrate de tener tiempo para almorzar todos los días. Country
Day usa lo que ellos llaman programación modular, lo que signi ca
que operamos en un ciclo de seis días, aunque solo tenemos clases
cinco días a la semana. Las clases se reúnen entre tres y cinco veces
por ciclo, por lo que, si no tienes cuidado, puedes terminar en clase
directamente durante el almuerzo el día A y el día B, pero práctica-
mente no tienes clases en C o F.
Bueno mi cabeza daba vueltas, pero me obligué a pronunciar una
palabra más. Gracias.
La gente en esta escuela es como hadas en la mitología celta dijo
Thea a la ligera. No deberías agradecernos a menos que quieras de-
bernos una bendición.
No estaba segura de cómo responder a eso, así que no dije nada.
Thea no pareció ofenderse. Mientras me guiaba por un largo pasillo
con viejos retratos de clase alineados en las paredes, llenó el silencio.
No estamos tan mal, de verdad. La mayoría de nosotros de todos
modos. Mientras estés conmigo, estarás bien.
Eso me molestó. Estaré bien de todos modos le dije.
Claramente dijo Thea enfáticamente. Esa fue una referencia al di-
nero. Tenía que ser. ¿No es así? Los ojos oscuros de Thea recorrieron
los míos. Debe ser difícil dijo, estudiando mi respuesta con una in-
tensidad que su sonrisa no hizo absolutamente nada por ocultar, vi-
vir en esa casa con esos chicos.
Está bien le dije.
Oh, cariño Thea negó con la cabeza. Si hay algo que la familia
Hawthorne no es, es estar bien. Eran un desastre retorcido y roto an-
tes de que llegaras aquí, y serán un desastre retorcido y roto una vez
que te hayas ido.
Ido. ¿Dónde exactamente pensó Thea que iba?
Habíamos llegado al nal del pasillo ahora y la puerta de la o ci-
na del director. Se abrió y cuatro muchachos salieron en la india.
Los cuatro estaban sangrando. Los cuatro estaban sonriendo. Xander
fue el cuarto. Me vio, y luego vio con quién estaba.
Thea dijo.
Ella le dedicó una sonrisa demasiado dulce y luego le llevó una
mano a la cara, o más especí camente, a su labio ensangrentado.
Xander. Parece que perdiste.
No hay perdedores en Robot Ba le Death Match Fight Club 10 dijo
Xander estoicamente. Solo hay ganadores y personas cuyos robots
explotan.
Pensé en la o cina de Tobias Hawthorne, en las patentes que ha-
bía visto en las paredes. ¿Qué tipo de genio fue Xander Hawthorne?
¿Y le faltaba una ceja?
Thea procedió como si eso no fuera exactamente nada para co-
mentar. Solo estaba mostrando a Avery a la o cina y dándole algu-
nos consejos sobre cómo sobrevivir a Country Day.
¡Encantador! Xander declaró. Avery, ¿la siempre encantadora
Thea Calligaris mencionó que su tío está casado con mi tía?
El apellido de Zara era Hawthorne—Calligaris.
Escuché que Zara y tu tío están buscando formas de desa ar el
testamento. Xander parecía estar hablando con Thea, pero tuve la
clara sensación de que realmente me estaba dando una advertencia.
No confíes en Thea.
Thea se encogió de hombros con elegancia, impávida. No lo sabía.

9 Chaqueta deportiva utilizada en uniformes de los colegios y en equipos de deporte.


10 Club de la Lucha de Batalla a Muerte de los Robots en inglés.
Capítulo 23

—Te he incluido en Estudios Estadounidenses y Filosofía de la


Atención Plena. En ciencias y matemáticas, deberías poder continuar
con tu curso de estudio actual, asumiendo que nuestra carga de cur-
sos no resulte ser demasiado la Dra. McGowan tomó un sorbo de su
café. Yo hice lo mismo. Era tan bueno como Thea había prometido
que sería, y eso me hizo preguntarme cuánta verdad había en el res-
to de lo que había dicho.
Debe ser duro vivir en esa casa con esos chicos. Eran un desastre
retorcido y roto antes de que llegaras aquí, y serán un desastre retor-
cido y roto una vez que te hayas ido.
Ahora continuó la Dra. Mac, como había insistido en que la llama-
ran, en términos de asignaturas optativas, sugeriría Making Me-
aning, que se centra en el estudio de cómo se transmite el signi cado
a través de las artes e incluye un fuerte componente de compromiso
cívico con museos locales, artistas, producciones teatrales, la compa-
ñía de ballet, la ópera, etc. Dado el apoyo que la Fundación Hawt-
horne ha brindado tradicionalmente a estos esfuerzos, creo que en-
contrará el curso… útil.
¿La Fundación Hawthorne? Me las arreglé, apenas, para evitar re-
petir las palabras.
Ahora, para el resto de tu agenda, necesitaré que me cuentes un
poco sobre tus planes para el futuro. ¿Qué te apasiona, Avery?
Estaba en la punta de mi lengua decirle lo que le había dicho al
Director Altman. Yo era una chica con un plan, pero ese plan siemp-
re había sido impulsado por aspectos prácticos. Escogí una carrera
universitaria que me daría un trabajo sólido. Lo práctico que podía
hacer ahora era mantener el rumbo. Esta escuela debía tener más re-
cursos que la anterior. Podrían ayudarme a jugar exámenes estanda-
rizados, maximizar el crédito universitario que recibí en la escuela
secundaria, ponerme en la posición perfecta para terminar la univer-
sidad en tres años en lugar de cuatro. Si jugaba bien mis cartas, inc-
luso si Zara y su esposo de alguna manera terminaban deshaciendo
lo que había hecho Tobias Hawthorne, podría salir adelante.
Pero la Dr. Mac no se había limitado a preguntar acerca de mis
planes. Ella me preguntó qué me apasionaba, e incluso si la familia
Hawthorne lograba desa ar con éxito el testamento, probablemente
todavía obtendría un pago. ¿Cuántos millones de dólares estarían
dispuestos a pagarme solo para irme? De lo peor llegó a lo peor, pro-
bablemente podría vender mi historia por más que su ciente para
pagar la universidad.
Viajar espeté. Siempre he querido viajar.
¿Por qué? la Dr. Mac me miró. ¿Qué es lo que te atrae de otros lu-
gares? ¿El arte? ¿La historia? ¿Los pueblos y sus culturas? ¿O te atra-
en las maravillas del mundo natural? ¿Quieres ver montañas y acan-
tilados, océanos y secuoyas gigantes, la selva tropical…?
Sí dije con ereza. Podía sentir las lágrimas picando en mis ojos, y
no estaba completamente segura de por qué. A todo eso. Sí.
La Dr. Mac se acercó y tomó mi mano. Te conseguiré una lista de
asignaturas optativas para que mires dijo en voz baja. Entiendo que
estudiar en el extranjero no será una opción para el próximo año, de-
bido a sus circunstancias únicas, pero tenemos algunos programas
maravillosos que podría considerar a partir de entonces. Incluso
podría considerar la idea de retrasar un poco la graduación—
Si alguien me hubiera dicho una semana antes que había algo que
pudiera tentarme a quedarme en la escuela secundaria incluso un
minuto más de lo necesario, habría pensado que estaban delirando.
Pero esta no era una escuela normal.
Ya nada en mi vida era normal.
Capítulo 24

Max me llamó alrededor del mediodía. En Heights Country Day,


la programación modular signi có que hubo brechas en mi agenda
durante las cuales no se esperaba que estuviera en ningún lugar en
particular. Podría vagar por los pasillos. Podría pasar tiempo en un
estudio de danza, un cuarto oscuro o uno de los gimnasios. Cuando,
precisamente, almorcé, dependía de mí. Entonces, cuando Max lla-
mó y me metí en un aula vacía, nadie me detuvo y a nadie le impor-
tó.
Este lugar es el paraíso le dije a Max. Real. Cielo.
¿La mansión? preguntó Max.
La escuela suspiré. Deberías ver mi horario. ¡Y las clases!
Avery dijo Max con severidad. ¿Tengo entendido que has hereda-
do aproximadamente un billón de dólares y quieres hablar sobre tu
nueva escuela?
Había tanto de lo que quería hablar con ella. Tuve que pensar pa-
ra recordar lo que sabía y lo que no. Jameson Hawthorne me mostró
la carta que le dejó su abuelo, y es un enigma loco y retorcido. Jame-
son está convencido de que eso es lo que soy: un acertijo que debe
resolverse.
Actualmente estoy viendo una foto de Jameson Hawthorne anun-
ció Max. Escuché un rubor en el fondo y me di cuenta de que debía
haber estado en el baño, en una escuela que no era tan laxa con el ti-
empo libre de los estudiantes como esta. Tengo que decirlo. Se puede
enviar por fax.
Me tomó un segundo entenderlo. ¡Max!
Solo digo que parece que conoce bien una máquina de fax. Pro-
bablemente sea muy bueno marcando números. Apuesto a que inc-
luso ha enviado un fax a larga distancia.
Ya no tengo ni idea de lo que estás hablando le dije.
Prácticamente podía oírla sonreír. ¡Yo tampoco! Y voy a parar
ahora porque no tenemos mucho tiempo. Mis padres se están volvi-
endo locos por todo esto. Ahora no es el momento de faltarme a cla-
ses.
¿Tus padres se están volviendo locos? fruncí el ceño. ¿Por qué?
Avery, ¿sabes cuántas llamadas he recibido? Un reportero apare-
ció en nuestra casa. Mi mamá amenaza con bloquear mis redes soci-
ales, mi correo electrónico, todo.
Nunca pensé que mi amistad con Max fuera particularmente púb-
lica, pero de nitivamente tampoco era un secreto.
Los reporteros quieren entrevistarte dije, tratando de entenderlo.
Sobre mí.
¿Has visto las noticias? Max me preguntó.
Tragué. No.
Hubo una pausa. Quizás… no lo hagas ese consejo dice mucho.
Esto es mucho, Ave. ¿Estás bien?
Me volé un pelo de la cara. Estoy bien. Mi abogado y mi jefe de
seguridad me han asegurado que un intento de asesinato es muy po-
co probable.
Tienes un guardaespaldas dijo Max, asombrada. Hijo de playa11,
tu vida es genial ahora.
Tengo un personal, sirvientes, que me odian por cierto. La casa no
se parece a nada que haya visto. ¡Y la familia! Estos chicos, Max. Ti-
enen patentes y récords mundiales y…
Estoy viendo fotos de todos ellos ahora —dijo Max—. Ven con ma-
má, deliciosas mostazas.
¿Mostazas? repetí.
¿Bastiones? ella intentó.
Dejé escapar un bu do de risa. No me había dado cuenta de lo
mucho que necesitaba esto hasta que ella estuvo allí.
Lo siento, Ave. Tengo que irme. Envíame un mensaje de texto, pe-
ro…
Mira lo que digo completé.
Y mientras tanto, cómprate algo bueno.
¿Como qué? pregunté.
Te haré una lista prometió. Te quiero, playa.
Yo también te amo, Max. Mantuve el teléfono pegado a mi oído
durante uno o dos segundos después de que ella se fuera. Desearía
que estuvieras aquí.
Finalmente, logré encontrar la cafetería. Quizás había dos docenas
de personas comiendo. Uno de ellos fue Thea. Empujó una silla de
su mesa con el pie.
Ella es la sobrina de Zara, me recordé. Y Zara quiere que me vaya.
Aún así, me senté.
Lo siento si vine un poco fuerte esta mañana Thea miró a las otras
chicas en su mesa, todas ellas tan increíblemente pulidas y hermosas
como ella. Es solo que, en tu posición, me gustaría saber.
Reconocí el cebo por lo que era exactamente, pero no pude evitar
preguntar. ¿Sabes qué?
Sobre los hermanos Hawthorne. Durante mucho tiempo, todos los
chicos quisieron ser ellos y todos los que les gustan los chicos querí-
an salir con ellos. La forma en que miran. La forma en que actúan
Thea hizo una pausa. El solo hecho de estar adyacente a Hawthorne
cambió la forma en que la gente te miraba.
Solía estudiar con Xander a veces dijo una de las otras chicas. An-
tes… ella se calló.
¿Antes qué? Me faltaba algo aquí, algo grande.
Eran mágicos Thea tenía la expresión más extraña en su rostro. Y
cuando estabas en su órbita, también te sentías mágico.
Invencible intervino alguien más.
Pensé en Jameson, cayendo desde un balcón del segundo piso el
día que nos conocimos, Grayson sentado detrás del escritorio del di-
rector Altman y desterrándolo de la habitación con un arco de su ce-
ja. Y luego estaba Xander: un metro noventa, sonriendo, sangrando y
hablando de la explosión de robots.
No son lo que crees que son me dijo Thea. No me gustaría vivir en
una casa con los Hawthorne.
¿Fue esto un intento de meterme debajo de la piel? Si dejaba
Hawthorne House, si me mudaba, perdería mi herencia. ¿Ella lo sa-
bía? ¿Su tío la había incitado a hacer esto?
Al llegar hoy, esperaba que me trataran como basura. No me hab-
ría sorprendido si las chicas de esta escuela hubieran sido posesivas
con los chicos de Hawthorne, o si todos, hombres y mujeres, se hubi-
eran resentido conmigo en nombre de los chicos. Pero esto…
Esto era otra cosa.
Me debería ir me puse de pie, pero Thea me acompañó.
Piensa lo que quieras de mí dijo. Pero, la última chica de esta es-
cuela que se enredó con los hermanos Hawthorne, la última chica
que pasó hora tras hora en esa casa murió.

11 Beach es playa, y bitch es perra, la pronunciación es muy parecida.


Capítulo 25

Salí de la cafetería tan pronto como me atraganté la comida, sin


saber dónde me iba a esconder hasta mi próxima clase e igualmente
insegura de que Thea había estado mintiendo. ¿La última chica que pa-
só hora tras hora en esa casa? Mi cerebro siguió repitiendo las palabras.
Ella murió.
Llegué por un pasillo y estaba girando hacia otro cuando Xander
Hawthorne salió de un laboratorio cercano, sosteniendo lo que pare-
cía ser un dragón mecánico.
Todo en lo que podía pensar era en lo que acababa de decir Thea.
Parece que te vendría bien un dragón robótico me dijo Xander.
Aquí. lo puso en mis manos.
¿Qué se supone que debo hacer con esto? pregunté.
Eso depende de lo apegada que estés a tus cejas Xander enarcó la
única ceja que le quedaba.
Traté de obtener una respuesta, pero no tenía nada. ¿La última
chica que pasó hora tras hora en esa casa? Ella murió.
¿Tienes hambre? Xander me preguntó. El refectorio está de vuelta
por ahí.
Por mucho que odiara dejar que Thea ganara, descon aba de él,
de todas las cosas de Hawthorne. ¿Refectorio? repetí, tratando de so-
nar normal.
Xander sonrió. Es la escuela preparatoria para la cafetería.
La escuela preparatoria no es un idioma señalé.
A continuación, me dirás que el francés tampoco lo es Xander le
dio unas palmaditas en la cabeza al dragón robótico. Eructó. Una vo-
luta de humo se elevó de su boca.
No son lo que crees que son, pude escuchar a Thea advirtiéndo-
me.
¿Estás bien? preguntó Xander, y luego chasqueó los dedos. Thea
te llegó, ¿no es así?
Le devolví el dragón antes de que explotara. No quiero hablar de
Thea.
Da la casualidad dijo Xander, odio hablar de Thea. ¿Hablamos de
tu pequeño tête-à-tête12 con Jameson anoche?
Sabía que su hermano había estado en mi habitación. No fue un
tête—à—tête.
Tú y tu rencor contra el francés Xander me miró. Jameson te most-
ró su carta, ¿no?
No tenía ni idea de si se suponía que era un secreto o no. Jameson
cree que es una pista dije.
Xander se quedó callado por un momento, luego asintió en la di-
rección opuesta al refectorio. Venga.
Lo seguí porque era eso o encontrarme otra aula vacía al azar.
Solía perder dijo Xander de repente cuando doblamos una esqu-
ina. Los sábados por la mañana, cuando mi abuelo nos planteaba un
desafío, siempre perdía no tenía idea de por qué me estaba diciendo
esto. Yo era el más joven. El menos competitivo. Los más propensos
a distraerse con bollos o maquinaria compleja.
Pero… le pedí. Podía escuchar en su tono que había uno.
Pero respondió Xander, mientras mis hermanos intentaban derro-
tar al otro en la carrera hacia la línea de meta, yo compartía genero-
samente mis bollos con el anciano. Era muy conversador, lleno de
historias, hechos y contradicciones. ¿Te gustaría escuchar uno?
¿Una contradicción? yo pregunté.
Un hecho Xander movió las cejas. No tenía segundo nombre.
¿Qué? dije.
Mi abuelo era Tobias Hawthorne me dijo Xander. Sin segundo
nombre.
Me pregunté si el anciano habría rmado la carta de Xander de la
misma manera que había rmado la de Jameson. Tobias Ta ersall
Hawthorne. Él había rmado el mío con iniciales, tres de ellas.
Si te pidiera que me mostraras tu carta, ¿lo harías? le pregunté a
Xander. Dijo que solía llegar último en los juegos de su abuelo. Eso
no signi caba que no estuviera jugando a este.
Ahora, ¿dónde estaría la diversión en eso? Xander me depositó
frente a una gruesa puerta de madera. Allí estarás a salvo de Thea.
Hay algunos lugares que ni siquiera ella se atreve a pisar.
Miré a través del cristal transparente de la puerta. ¿La biblioteca?
El archivo corrigió Xander maliciosamente. Es una escuela prepa-
ratoria para la biblioteca, no es un mal lugar para pasar el rato duran-
te las modi caciones gratuitas si estás buscando pasar un tiempo a
solas.
Con vacilación, empujé la puerta para abrirla. ¿Vienes? le pregun-
té.
Cerró los ojos. No puedo no ofreció más explicación que esa. Mi-
entras se alejaba, no pude evitar la sensación de que me estaba per-
diendo algo.
Tal vez varias cosas.
¿La última chica que pasó hora tras hora en esa casa? Ella murió.

12 Frente a frente en francés.


Capítulo 26

El archivo se parecía más a una biblioteca universitaria que a una


que pertenecía a una escuela secundaria. La habitación estaba llena
de arcos y vidrieras. Innumerables estantes estaban llenos de libros
de todo tipo y en el centro de la sala había una docena de mesas rec-
tangulares, de última generación, con luces integradas en las mesas y
enormes lupas a los lados.
Todas las mesas estaban vacías excepto una. Una niña se sentó de
espaldas a mí. Tenía el pelo castaño rojizo, un rojo más oscuro de lo
que jamás había visto en una persona. Me senté a varias mesas de el-
la, de cara a la puerta. La habitación estaba en silencio excepto por el
sonido de la otra chica pasando las páginas del libro que estaba le-
yendo.
Saqué la carta de Jameson y la mía de mi bolso. Ta ersall. Pasé el
dedo por el segundo nombre con el que Tobías Hawthorne había r-
mado la misiva de Jameson y luego miré las iniciales garabateadas
en la mía. La letra coincidía. Algo me fastidiaba y me tomó un mo-
mento darme cuenta de qué era. También usó el segundo nombre en el
testamento. ¿Y si ese fuera el truco aquí? ¿Y si eso fuera todo lo que
hiciera falta para invalidar los términos?
Le envié un mensaje de texto a Alisa. La respuesta llegó de inme-
diato: cambio de nombre legal, hace años. Estamos bien.
Xander había dicho que su abuelo nació como Tobias Hawthorne,
sin segundo nombre. ¿Por qué me dices eso? Dudando profunda-
mente que alguna vez pudiera entender a alguien con el apellido
Hawthorne, alcancé la lupa pegada a la mesa. Era del tamaño de mi
mano. Coloqué las dos letras una al lado de la otra debajo y encendí
las luces integradas en la mesa.
Tiza uno para las escuelas privadas.
El papel era lo su cientemente grueso como para que la luz no
brillara, pero la lupa hizo un trabajo rápido para hacer volar la escri-
tura diez veces su tamaño normal. Ajusté el cristal, enfocando la r-
ma de la carta de Jameson. Ahora podía ver detalles en la letra de
Tobias Hawthorne que no había podido ver antes. Un ligero gancho
en sus erres. Asimetría en sus T mayúsculas. Y allí, en su segundo
nombre, había un espacio notable, el doble que entre otras dos letras.
Ampliado, ese espacio hizo que el nombre apareciera como dos pa-
labras.
Todo hecho jirones = Ta ers, all. ¿Como si los dejó a todos hechos
jirones? me pregunté en voz alta. Fue un salto, pero no lo parecía
mucho, no cuando Jameson había estado tan seguro de que había
más en esta carta de lo que veían los ojos. No cuando Xander se ha-
bía propuesto contarme sobre la falta de un segundo nombre de su
abuelo. Si Tobias Hawthorne había cambiado legalmente su nombre
para agregar Ta ersall, eso sugería fuertemente que él mismo había
elegido el nombre. ¿Con qué n?
Miré hacia arriba, recordando de repente que no estaba sola en es-
ta habitación, pero la chica del cabello rojo oscuro se había ido. Le
disparé otro mensaje de texto a Alisa: ¿Cuándo cambió TH su nombre?
¿El cambio de nombre correspondía al momento en que decidió
dejar a su familia en la versión multimillonaria de los andrajos, dej-
arlo todo a mí?
Un mensaje de texto llegó un momento después, pero no era de
Alisa. Era de Jameson. No tenía ni idea de cómo había conseguido el
número, de este nuevo teléfono o del último.
Lo veo ahora, Chica Misteriosa. ¿Tú sí?
Miré a mi alrededor, sintiendo que podría estar mirándome desde
las alas, pero según todos los indicios, estaba sola.
¿El segundo nombre? Tecleé de nuevo.
No. Esperé y un segundo mensaje llegó un minuto después. La r-
ma.
Mi mirada se dirigió al nal de la carta de Jameson. Justo antes de
la rma, había dos palabras: No juzgues.
¿No juzgues al patriarca de Hawthorne por morir sin decirle a su
familia que estaba enfermo? ¿No juzgues los juegos que estaba
jugando desde más allá de la tumba? ¿No juzgues la forma en que
había quitado la alfombra de debajo de sus hijas y nietos?
Volví a mirar el texto de Jameson, luego a la carta y lo volví a leer
desde el principio. Mejor el diablo que conoces que el que no cono-
ces, ¿o no? El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absoluta-
mente. Todo lo que brilla no es oro. Nada es seguro más que la mu-
erte y los impuestos. Allí, salvo por la gracia de Dios, voy.
Me imaginé siendo Jameson, recibiendo esta carta, queriendo res-
puestas y recibiendo tópicos en su lugar. Proverbios. Mi cerebro pro-
porcionó el término alternativo, y mis ojos se dirigieron hacia la r-
ma. Jameson había pensado que estábamos buscando un juego de
palabras o un código. Cada línea de esta carta, salvo los nombres
propios, era un proverbio o una ligera variación de este.
Cada línea excepto una.
No juzgues. Me había perdido la mayor parte de la conferencia de
mi antiguo profesor de inglés sobre proverbios, pero solo podía pen-
sar en una que comenzaba con esas dos palabras.
¿”No juzgues un libro por su portada” signi ca algo para ti? Le
pregunté a Jameson.
Su respuesta fue inmediata. Muy bien, heredera. Luego, un momen-
to después: seguro que sí.
Capítulo 27

—Podríamos estar haciendo algo de la nada dije horas después.


Jameson y yo estábamos de pie en la biblioteca de Hawthorne Ho-
use, mirando los estantes que rodeaban la habitación, llenos de libros
desde el techo hasta el piso de cinco metros.
Nacido en Hawthorne o hecho en Hawthorne, siempre hay algo
que jugar.
Jameson hablaba con un ritmo cantarín, como un niño saltando la
cuerda. Pero cuando bajó la mirada de los estantes hacia mí, no ha-
bía nada infantil en su expresión. Todo es algo en Hawthorne House.
Todo, Pensé. Y todos.
¿Sabes cuántas veces en mi vida uno de los rompecabezas de mi
abuelo me ha enviado a esta habitación? Jameson se volvió lenta-
mente en círculo. Probablemente se esté revolcando en su tumba
porque me tomó tanto tiempo verlo.
¿Qué crees que estamos buscando? pregunté.
¿Qué crees que estamos buscando, heredera? Jameson tenía una
forma de hacer que todo sonara como si fuera un desafío o una invi-
tación.
O ambos.
Enfócate, me dije. Estaba aquí porque quería respuestas al menos
tanto como el chico a mi lado. Si la pista es un libro por su portada dije,
dando vueltas al acertijo en mi mente, entonces supongo que esta-
mos buscando un libro o una portada, ¿o tal vez un desajuste entre
los dos?
¿Un libro que no coincide con su portada? la expresión de Jame-
son no dio indicios de lo que pensaba de esa sugerencia.
Podría estar equivocada.
Los labios de Jameson se torcieron, ni una sonrisa, ni una sonrisa
de satisfacción. Todo el mundo está un poco equivocado a veces, he-
redera.
Una invitación y un desafío. No tenía ninguna intención de equivo-
carme un poco, no con él. Cuanto antes se acordara mi cuerpo de eso,
mejor. Me alejé físicamente de Jameson para hacer un tres—sesenta,
tomando lentamente el alcance de la habitación. Con solo mirar los
estantes, se sintió como estar al borde del Gran Cañón. Estábamos
completamente rodeados de libros, subiendo dos pisos. Debe haber
miles de libros aquí dado lo grande que era la biblioteca, dado lo alto
que subían los estantes, si buscáramos un libro que no coincida con
su portada…
Esto podría llevar horas dije.
Jameson sonrió, esta vez con dientes. —No seas ridícula, herede-
ra. Podría llevar días.

Trabajamos en silencio. Ninguno de los dos se fue a cenar. Una


emoción recorrió mi cuerpo cada vez que me di cuenta de que estaba
sosteniendo una primera edición. De vez en cuando, abría un libro
para encontrarlo rmado. Stephen King. J. K. Rowling. Toni Morri-
son. Finalmente, logré dejar de detenerme en asombro por lo que te-
nía en mis manos. Perdí la noción del tiempo, perdí la noción de to-
do excepto el ritmo de sacar libros de los estantes y cubiertas de lib-
ros, reemplazar la cubierta, reemplazar el libro. Podía escuchar a
Jameson trabajando. Podía sentirlo en la habitación, mientras nos
movíamos a través de nuestros respectivos estantes, cada vez más
cerca el uno del otro. Había tomado el nivel superior. Estaba trabaj-
ando abajo. Finalmente, miré hacia arriba para verlo justo encima de
mí.
¿Y si estamos perdiendo el tiempo? pregunté. Mi pregunta resonó
en la habitación.
El tiempo es dinero, heredera. Tienes mucho que desperdiciar.
Deja de llamarme así.
Tengo que llamarte de alguna manera, y no pareces apreciar a
Chica Miseriosa o la abreviatura de esta.
Estaba en la punta de mi lengua señalar que no lo llamé por nada.
No había dicho su nombre una vez desde que entré en esta habitaci-
ón. Pero de alguna manera, en lugar de ofrecer esa réplica, lo miré y
una pregunta diferente salió de mi boca.
¿Qué quisiste decir en el auto hoy, cuando dijiste que lo último
que necesitaba era que alguien nos viera juntos?
Podía escucharlo sacar libros de los estantes y cubiertas de libros
y reemplazarlos, una y otra vez, antes de que obtuviera una respues-
ta. Pasaste el día en la excelente institución que es el Heights Co-
untry Day dijo. ¿Qué crees que quise decir?
Él siempre tenía que ser el que hacía las preguntas, siempre tenía
que darle la vuelta a todo.
No me digas murmuró Jameson arriba, que no escuchaste ningún
susurro.
Me congelé pensando en lo que había escuchado. Conocí a una
chica me obligué a seguir abriéndome camino a través del estante:
libro fuera, tapa fuera, tapa puesta, libro resguardado. Thea.
Jameson resopló. Thea no es una niña. Es un torbellino envuelto
en un huracán envuelto en acero, y todas las niñas de esa escuela si-
guen su ejemplo, lo que signi ca que soy persona non grata y lo he
sido durante un año él se pauso. ¿Qué te dijo Thea? el intento de
Jameson de sonar casual podría haberme engañado si hubiera estado
mirando su rostro, pero sin la expresión para venderlo, escuché una
nota reveladora debajo. A él le importa.
De repente, deseé no haber mencionado a Thea. Probablemente su
objetivo era sembrar la discordia.
¿Avery?
El uso de Jameson de mi nombre de pila me con rmó que no solo
quería una respuesta; necesitaba una.
Thea siguió hablando de esta casa dije con cuidado. Sobre cómo
debe ser para mí vivir aquí eso era cierto, o bastante cierto. Sobre to-
dos ustedes.
¿Sigue siendo una mentira preguntó Jameson con altivez, si estás
enmascarando lo que importa, pero lo que estás diciendo es técnica-
mente cierto?
Quería la verdad.
Thea dijo que había una chica y que murió hablé como si estuvi-
era arrancando un vendaje, demasiado rápido para adivinar lo que
estaba diciendo.
En lo alto, el ritmo del trabajo de Jameson disminuyó. Conté cinco
segundos de absoluto silencio antes de que hablara. Su nombre era
Emily.
Sabía, aunque no podía precisar cómo, que no lo habría dicho si
hubiera podido ver su rostro.
Su nombre era Emily repitió. Y ella no era solo una chica.
Un aliento se quedó atrapado en mi garganta. Lo forcé y seguí re-
visando libros, porque no quería que él supiera cuánto había escuc-
hado en su tono. Emily le importaba. Ella todavía le importaba.
Lo siento dije, perdón por mencionarlo y lamento que se haya ido.
Deberíamos parar aquí. Era tarde y no con aba en mí misma para no
decir algo más de lo que pudiera arrepentirme.
El ritmo de trabajo de Jameson se detuvo en lo alto y fue reempla-
zado por el sonido de pasos mientras se dirigía hacia las escaleras de
caracol de hierro forjado. Se colocó entre la salida y yo. ¿A la misma
hora mañana?
De repente me sentí imperativa que no me permitiera mirar sus
profundos ojos verdes. Estamos haciendo un buen progreso dije, ob-
ligándome a dirigirme hacia la puerta. Incluso si no encontramos
una manera de acortar el proceso, deberíamos poder pasar por todos
los estantes en una semana.
Jameson se inclinó hacia mí cuando pasé. No me odies dijo en voz
baja.
¿Por qué te odiaría? Sentí mi pulso saltar en mi garganta. ¿Por lo
que acababa de decir, o por lo cerca que estaba de mí?
Existe una pequeña posibilidad de que no terminemos en una se-
mana.
¿Por qué no? pregunté, olvidándome de no mirarlo.
Acercó sus labios a mi oído. Esta no es la única biblioteca en
Hawthorne House.
Capítulo 28

¿Cuántas bibliotecas tenía este lugar? Eso fue en lo que me con-


centré mientras me alejaba de Jameson, no en la sensación de su cu-
erpo demasiado cerca del mío, no en el hecho de que Thea no hubi-
era estado mintiendo cuando dijo que había una niña o que había
muerto.
Emily. Traté y fracasé de desterrar el susurro en mi mente. Su
nombre era Emily. Llegué a la escalera principal y vacilé. Si volviera a
mi ala ahora, si tratara de dormir, todo lo que haría sería reproducir
mi conversación con Jameson, una y otra vez. Miré hacia atrás por
encima del hombro para ver si me había seguido y vi a Oren en su
lugar.
Mi jefe de seguridad me había dicho que estaba a salvo aquí. Pare-
cía creerlo. Pero, aun así, me siguió, invisible hasta que quiso ser vis-
to.
¿Vas a pasar la noche? Oren me preguntó.
No.
No había forma de que pudiera dormir, no había forma de que
pudiera siquiera cerrar los ojos, así que exploré. Al nal de un pasil-
lo largo, encontré un teatro. No una sala de cine, sino algo más pare-
cido a una ópera. Las paredes eran doradas. Una cortina de terciope-
lo rojo oscurecía lo que tenía que ser un escenario. Los asientos esta-
ban inclinados. El techo se arqueó y cuando encendí un interruptor,
cientos de luces diminutas cobraron vida a lo largo de ese arco.
Recordé al Dr. Mac hablándome del apoyo a las artes de la Funda-
ción Hawthorne.
La habitación contigua estaba llena de instrumentos musicales,
docenas de ellos. Me incliné para mirar un violín con una S tallada
en un lado de las cuerdas y su imagen re ejada en el otro.
Eso es un Stradivarius esas palabras fueron emitidas como una
amenaza.
Me volví para ver a Grayson de pie en la puerta. Me pregunté si
nos había estado siguiendo y durante cuánto tiempo. Me miró j-
amente, sus pupilas negras e insondables, el iris alrededor de ellas
de un gris hielo. Debe tener cuidado, Sra. Grambs.
No voy a romper nada dije, alejándome del violín.
Deberías tener cuidado reiteró Grayson, su voz suave pero mor-
tal, con Jameson. Lo último que mi hermano necesita es a ti y lo que
sea que sea esto.
Miré a Oren, pero su rostro estaba impasible, como si no pudiera
escuchar nada de lo que pasaba entre nosotros. No es su trabajo escuc-
har a escondidas. Su trabajo es protegerme, y él no ve a Grayson como una
amenaza.
¿Siendo yo? le respondí. ¿O los términos del testamento de tu abu-
elo? yo no era la que había cambiado sus vidas. Pero estaba aquí y
Tobias Hawthorne no. Lógicamente, sabía que mi mejor opción era
evitar la confrontación, evitarlo por completo. Esta era una casa gran-
de.
Estando tan cerca de Grayson, no se sentía lo su cientemente
grande.
Mi madre no ha salido de su habitación en días Grayson me miró
jamente. Xander estuvo a punto de explotar hoy. Jameson está a
una mala idea de arruinar su vida, y ninguno de nosotros puede sa-
lir de la nca sin ser acosado por la prensa. El daño a la propiedad
que han causado solo…
No decir nada. Rechaza. No te involucres. ¿Crees que esto es fácil pa-
ra mí? pregunté en su lugar. ¿Crees que quiero ser acosada por los
paparazzi?
Quieres el dinero Grayson Hawthorne me miró desde lo alto. ¿Có-
mo no ibas a hacerlo, creciendo como lo hice?
Eso fue simplemente un goteo de condescendencia. ¿Como si no
quisieras el dinero? repliqué. ¿Crecer como lo hiciste? Tal vez no lo he
tenido todo en la vida, pero…
No tienes idea dijo Grayson en voz baja, lo mal preparada que es-
tás. ¿Una chica como tú?
No me conoces una oleada de furia me recorrió las venas cuando
lo interrumpí.
Lo haré prometió Grayson. Pronto sabré todo sobre ti. Cada hueso
de mi cuerpo decía que era una persona que cumplía sus promesas.
Mi acceso a los fondos puede ser algo limitado actualmente, pero el
nombre Hawthorne todavía signi ca algo. Siempre habrá gente tro-
pezando consigo misma para hacer favores a cualquiera de nosotros.
No se movió, no parpadeó, no fue físicamente agresivo de ninguna
manera, pero sangraba poder y lo sabía. Lo que sea que estés escon-
diendo, lo encontraré. Hasta el último secreto. En unos días, tendré
un expediente detallado de cada persona en tu vida. Tu hermana. Tu
padre. Tu madre.
No hables de mi madre mi pecho estaba apretado. Respirar fue un
desafío.
Manténgase alejado de mi familia, señorita Grambs Grayson pasó
a mi lado. Había sido desestimada.
¿O qué? lo llamé y, luego, poseída por algo que no podía nomb-
rar, continué. ¿O lo que le pasó a Emily me pasará a mí?
Grayson se detuvo bruscamente, todos los músculos de su cuerpo
tensos. No digas su nombre su postura estaba enojada, pero su voz
sonaba como si estuviera a punto de derrumbarse. Como si lo hubi-
era destripado.
No solo Jameson. Se me secó la boca. Emily no solo le importaba a
Jameson.
Sentí una mano en mi hombro. Oren. Su expresión era gentil, pero
claramente, quería que lo dejara en paz.
No durarás un mes en esta casa Grayson logró recomponerse el ti-
empo su ciente para emitir esa predicción como un real emitiendo
un decreto. De hecho, apostaría dinero a que te vas en una semana.
Capítulo 29

Libby me encontró poco después de que regresara a mi habitaci-


ón. Sostenía una pila de dispositivos electrónicos. —Alisa dijo que
debería comprarte algunas cosas. Dijo que no te has comprado nada.
—No he tenido tiempo —estaba exhausta, abrumada y más allá
del punto de poder pensar en cualquier cosa que hubiera sucedido
desde que me mudé a Hawthorne House.
Incluida Emily.
—Por suerte para ti —respondió Libby—. No tengo nada más que
tiempo —no parecía del toda feliz por eso, pero antes de que pudiera
investigar más, comenzó a dejar las cosas en mi escritorio—. Nuevo
portátil. Una tableta. Un lector electrónico, cargado de novelas ro-
mánticas, en caso de que necesites un poco de escapismo.
—Mira a tu alrededor en este lugar —dije—. Mi vida es escapismo
en este momento.
Eso hizo que Libby sonriera. —¿Has visto el gimnasio? —me pre-
guntó, el asombro en su voz dejaba claro que lo había hecho—. ¿O la
cocina del chef?
—Aún no. —Mi mirada se jó de repente en la chimenea y me en-
contré escuchando, preguntándome: ¿Había alguien ahí atrás? No
durarás un mes en esta casa. No pensé que Grayson hubiera querido
decir eso como una amenaza física; y Oren ciertamente no había re-
accionado como si mi vida estuviera siendo amenazada. Aun así, me
estremecí.
—Hay algo que tengo que mostrarte —Libby abrió la tapa de mi
nueva tableta—. Solo para que conste, está bien si quieres gritar.
—¿Por qué iba yo—? —corté cuando vi lo que había sacado. Era
un video de Drake.
Estaba de pie junto a un reportero. El hecho de que su cabello es-
tuviera peinado me dijo que la entrevista no había sido una sorpresa
total. La leyenda en la pantalla decía: Amigos de la familia Grambs.
—Avery siempre fue una solitaria —dijo Drake en la pantalla—,
no tenía amigos. —Tenía a Max, y eso era todo lo que necesitaba.
›No digo que fuera una mala persona. Creo que estaba desespera-
da por llamar la atención. Ella quería importar. Una chica así, un an-
ciano rico… —se interrumpió—. Digamos que hubo problemas con
los padres.
Libby cortó el video allí.
—¿Puedo ver eso? —pregunté, haciendo un gesto de asesinato en
mi corazón, y probablemente en mis ojos.
—Eso es lo peor —me aseguró Libby—. ¿Te gustaría gritar ahora?
No a ti. Tomé la tableta y me desplacé por los videos relacionados,
todos ellos entrevistas o artículos de opinión, todos sobre mí. Anti-
guos compañeros de clase. Compañeros de trabajo. La mamá de
Libby. Ignoré las entrevistas hasta que llegué a una que no podía ig-
norar. Estaba etiquetado simplemente: Skye Hawthorne y Zara Hawt-
horne—Calligaris.
Las dos se pararon detrás de un podio en lo que parecía ser una
especie de conferencia de prensa, tanto para la a rmación de Gray-
son de que su madre no había salido de su habitación en días.
—Nuestro padre era un gran hombre —el cabello de Zara se agitó
con un viento sutil. La expresión de su rostro era estoica.
›Era un empresario revolucionario, un lántropo único en una ge-
neración y un hombre que valoraba a la familia por encima de todo
—tomó la mano de Skye—. Mientras lamentamos su fallecimiento,
tengan la seguridad de que no veremos morir el trabajo de su vida
con él.
›La Fundación Hawthorne continuará operando. Las numerosas
inversiones de mi padre no sufrirán cambios inmediatos. Si bien no
podemos comentar sobre las complejas legalidades de la situación
actual, puedo asegurarles que estamos trabajando con las autorida-
des, especialistas en abuso de ancianos y un equipo de profesionales
médicos y legales para llegar al fondo de esta situación —se volvió
hacia Skye, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas no derramadas:
perfecto, pintoresco, dramático.
›Nuestro padre era nuestro héroe —declaró Zara—. No permitire-
mos que, en la muerte, se convierta en una víctima. Con ese n, esta-
mos brindando a la prensa los resultados de una prueba genética
que prueba de manera contundente que, contrariamente a los infor-
mes difamatorios y especulaciones que circulan en los tabloides,
Avery Grambs no es el resultado de la in delidad de nuestro padre,
quien fue el a su amada esposa, nuestra madre, durante la totalidad
de su matrimonio. Nosotros, como familia, estamos tan desconcerta-
dos como todos ustedes por los acontecimientos recientes, pero los
genes no mienten. Sea quien sea esta chica, no es una Hawthorne.
El video se cortó. Atónita, recordé el disparo de despedida de
Grayson. Apuesto dinero a que te vas en una semana.
—¿Especialistas en abuso de ancianos? —Libby estaba angustiada
y horrorizada a mi lado.
—Y las autoridades —agregué—. Además de un equipo de médi-
cos especialistas. Puede que no haya dicho que estoy bajo investiga-
ción por defraudar a un anciano con demencia, pero seguro que lo
dio a entender.
—Ella no puede hacer eso —Libby estaba enojada, una bola de fu-
ria gótica de cabello azul y cola de caballo—. Ella no puede simple-
mente decir lo que quiera. Llama a Alisa. ¡Tienes abogados!
Lo que tuve fue un dolor de cabeza. Esto no era inesperado. Dado
el tamaño de la fortuna en juego, era inevitable. Oren me había ad-
vertido que las mujeres vendrían por mí en la sala del tribunal.
—Llamaré a Alisa mañana —le dije a Libby—. Ahora mismo, me
voy a la cama.
Capítulo 30

—No tienen una pierna legal sobre la que pararse.


No tuve que llamar a Alisa por la mañana. Ella apareció y me en-
contró.
—Ten la seguridad de que cerraremos esto. Mi padre se reunirá
hoy con Zara y Constantino.
—¿Constantino? —pregunté.
—El marido de Zara.
El tío de Thea, pensé.
—Saben, por supuesto, que pueden perder mucho si desafían el
testamento. Las deudas de Zara son sustanciales y no se liquidarán
si presenta una demanda. Lo que Zara y Constantine no saben, y lo
que mi padre les dejará muy claro, es que, incluso si un juez dictami-
na que el último testamento del Sr. Hawthorne es nulo y sin efecto,
la distribución de su patrimonio se regirá entonces por su testamen-
to anterior, y ese dejará a la familia Hawthorne con menos que este.
Trampas sobre trampas. Pensé en lo que dijo Jameson después de
que se leyó el testamento, y luego pensé en la conversación que ha-
bía tenido con Xander sobre bollos. Incluso si pensabas que habías ma-
nipulado a nuestro abuelo en esto, te garantizo que él será el que te manipu-
le.
—¿Cuánto tiempo hace que Tobias escribió su testamento anteri-
or? —pregunté, preguntándome si su único propósito había sido re-
forzar este.
—Hace veinte años en agosto —Alisa descartó esa posibilidad—.
Todo el patrimonio se destinaría a obras de caridad.
—¿Veinte años? —lo repetí. Eso era más de lo que cualquiera de
los nietos de Hawthorne, excepto Nash, había estado vivo—. ¿Des-
heredó a sus hijas hace veinte años y nunca se los dijo?
—Aparentemente si. Y en respuesta a tu consulta de ayer —Alisa
no fue más que e ciente—, los registros de la empresa muestran que
el señor Hawthorne cambió legalmente su nombre hace veinte años
en agosto. Antes de eso, no tenía segundo nombre.
Tobias Hawthorne se había dado un segundo nombre al mismo ti-
empo que había desheredado a su familia. Ta ersall. Ta ers, all . Dado
todo lo que Jameson y Xander me habían contado sobre su abuelo,
parecía un mensaje. Dejarme el dinero a mí y, antes que a mí, a la ca-
ridad no era el punto.
Desheredar a su familia lo fue.
—¿Qué diablos pasó hace veinte años en agosto? —pregunté.
Alisa parecía estar sopesando su respuesta. Entrecerré los ojos y
me pregunté si alguna parte de ella todavía era leal a Nash. A su fa-
milia.
—El señor Hawthorne y su esposa perdieron a su hijo ese verano.
Toby. Tenía diecinueve años, era el menor de sus hijos —Alisa hizo
una pausa, luego siguió adelante—. Toby había llevado a varios ami-
gos a la casa de vacaciones de uno de sus padres. Había fuego. Toby
y otros tres jóvenes murieron.
Traté de pensar en lo que estaba diciendo: Tobias Hawthorne ha-
bía borrado a sus hijas de su testamento después de la muerte de su
hijo. Nunca volvió a ser el mismo después de la muerte de Toby. Zara ha-
bía dicho eso cuando pensó que la habían dejado atrás por los hijos
de su hermana. Busqué en mi mente la respuesta de Skye
Desaparecido, había insistido Skye y Zara lo había perdido.
—¿Por qué Skye diría que Toby desapareció?
Mi pregunta tomó por sorpresa a Alisa; claramente, no recordaba
el intercambio en la lectura del testamento.
—Entre el fuego y una tormenta esa noche —dijo Alisa, una vez
que se recuperó—, los restos de Toby nunca fueron encontrados de-
nitivamente.
Mi cerebro trabajó horas extra tratando de integrar esta informaci-
ón. —¿No podrían Zara y Skye hacer que su abogado argumente que
el viejo testamento también era inválido? —le pregunté—. ¿Escrito
bajo presión, o estaba loco de dolor, o algo así?
—El señor Hawthorne rmaba un documento en el que rea rma-
ba su testamento anualmente —me dijo Alisa—. Él nunca lo cambió,
hasta ti.
Hasta mí. Mi cuerpo entero hormigueaba, solo de pensarlo. —¿Ha-
ce cuánto tiempo fue eso? —indagué.
—El año pasado.
¿Qué pudo haber sucedido para que Tobias Hawthorne decidiera
que, en lugar de dejar toda su fortuna a la caridad, me la dejaría a
mí?
Quizás conocía a mi madre. Quizás sabía que ella murió. Quizás estaba
arrepentido.
—Ahora, si tu curiosidad ha sido saciada —dijo Alisa—, me gus-
taría volver a temas más urgentes. Creo que mi padre puede contro-
lar a Zara y Constantino. Nuestro mayor problema de relaciones
públicas que nos queda es… —Alisa se armó de valor—. Tu herma-
na.
—¿Libby? —eso no era lo que esperaba.
—Es bene cioso para todos si ella se mantiene oculta.
—¿Cómo podría esconderse? —yo pregunté. Esta fue la historia
más importante del planeta.
—Para el futuro inmediato, le aconsejé que se quedara en la nca
—dijo Alisa, y pensé en el comentario de Libby de que no tenía nada
más que tiempo—. Eventualmente, ella puede pensar en obras de ca-
ridad, si lo desea, pero por el momento, necesitamos ser capaces de
controlar la narrativa, y tu hermana tiene una forma de… llamar la
atención.
No estaba segura de si eso era una referencia a las elecciones de
moda de Libby o su ojo morado. La ira burbujeó dentro de mí. —Mi
hermana puede usar lo que quiera —dije rotundamente—. Ella pu-
ede hacer lo que ella quiera. Si no les gusta a la alta sociedad de Te-
xas y a los tabloides, es una lástima.
—Esta es una situación delicada —respondió Alisa con calma—.
Especialmente con la prensa. Y Libby…
—No ha hablado con la prensa —dije, tan segura de eso como de
mi propio nombre.
—Su exnovio lo ha hecho. Su madre también. Ambos están bus-
cando formas de sacar provecho —Alisa me miró—. No necesito de-
cirles que la mayoría de los ganadores de la lotería encuentran que
su existencia se hace miserable mientras se ahogan en solicitudes y
demandas de familiares y amigos. Estás afortunadamente corta en
ambos. Libby, sin embargo, es otro asunto.
Si Libby hubiera sido quien heredara en lugar de mí, ella habría
sido incapaz de decir que no. Ella habría dado y dado, a todos los
que lograran engancharla.
—Podríamos considerar un pago único a la madre —dijo Alisa,
toda experta en negocio—. Junto con un acuerdo de no divulgación
que le impida hablar de ti o de Libby con la prensa.
Mi estómago se rebeló ante la idea de darle dinero a la mamá de
Libby. La mujer no se merecía ni un centavo. Pero Libby no merecía
tener que ver a su madre regularmente tratando de venderla en las
noticias de la noche.
—Bien —dije rechinando los dientes—, pero no le voy a dar nada a
Drake.
Alisa sonrió, un destello de dientes. —A él le pondré un bozal por
diversión —extendió una carpeta gruesa—. Mientras tanto, he reuni-
do información clave para ti y tengo a alguien que vendrá esta tarde
para trabajar en tu vestuario y apariencia.
—¿Mi qué?
—Libby, como dijiste, puede usar lo que quiera, pero tú no tienes
ese lujo —Alisa se encogió de hombros—. Tú eres la verdadera histo-
ria aquí. Mirar el papel es siempre el primer paso.
No tenía idea de cómo esta conversación había comenzado con
cuestiones legales y de relaciones públicas a desviarse a la tragedia
de la familia Hawthorne y terminando con mi abogada diciéndome
que necesitaba un cambio de imagen.
Tomé la carpeta de la mano extendida de Alisa, la arrojé sobre el
escritorio y luego me dirigí hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —Alisa me llamó.
Casi dije la biblioteca, pero la advertencia de Grayson del día ante-
rior todavía estaba fresca en mi mente. —¿Este lugar no tiene una
bolera13?
Capítulo 31
Realmente era una bolera. En mi casa. Había una bolera en mi casa.
Como se prometió, había “solo” cuatro carriles, pero por lo demás,
tenía todo lo que esperarías que tuviera una bolera. Hubo un retorno
de pelota. Colocadores de al leres en cada carril. Una pantalla táctil
para con gurar los juegos y monitores de cincuenta y cinco pulga-
das en el techo para realizar un seguimiento de la puntuación. Es-
tampado en todo él —las pelotas, los carriles, la pantalla táctil, los
monitores— había una elaborada letra H.
Traté de no tomar eso como un recordatorio de que se suponía
que nada de esto era mío.
En cambio, me concentré en elegir la pelota correcta. Los zapatos
adecuados, porque había al menos cuarenta pares de zapatos de bo-
los en un estante a un lado. ¿Quién necesita cuarenta pares de zapatos de
bolos?
Tocando mi dedo contra la pantalla táctil, ingresé mis iniciales.
AKG. Un instante después, una bienvenida apareció en el monitor.
¡BIENVENIDA A HAWTHORNE HOUSE, AVERY KYLIE
GRAMBS!
Se me erizaron los vellos de los brazos. Dudaba que programar mi
nombre en esta unidad hubiera sido una prioridad para alguien en
los últimos días. Y eso signi caba…
—¿Eras tú? —pregunté en voz alta, dirigiendo las palabras a Tobi-
as Hawthorne. ¿Uno de sus últimos actos en la tierra había sido
programar esta bienvenida?
Reprimí el impulso de temblar. Al nal del segundo carril, me es-
peraban al leres. Cogí mi pelota: diez libras, con una H plateada
sobre un fondo verde oscuro. En casa, la bolera había ofrecido bolos
de noventa y nueve centavos una vez al mes. Mi mamá y yo habí-
amos ido siempre.
Deseé que estuviera aquí, y luego me pregunté: si ella estuviera vi-
va, ¿estaría yo siquiera aquí? Yo no era un Hawthorne. A menos que
el anciano me hubiera elegido al azar, a menos que yo hubiera hecho
algo para llamar su atención, su decisión de dejarme todo a mí tenía
algo que ver con ella.
Si hubiera estado viva, ¿le habrías dejado el dinero? Al menos esta vez,
no me estaba dirigiendo a Tobias Hawthorne en voz alta. ¿De qué te
arrepentiste? ¿Le hiciste algo? ¿No hacerle algo a ella, o por ella?
Tengo un secreto. Escuché a mi mamá decir. Lancé la pelota más fu-
erte de lo que debería y golpeé solo dos bolos. Si mi mamá hubiera
estado aquí, se habría burlado de mí. Entonces me concentré y lancé.
Cinco juegos después, estaba cubierta de sudor y me dolían los bra-
zos. Me sentí bien, lo su cientemente bien como para aventurarme
de regreso a la casa e ir a buscar el gimnasio.
Complejo atlético podría haber sido un término más exacto. Salí a la
cancha de baloncesto. La habitación sobresalía en forma de L, con
dos bancos de pesas y media docena de máquinas de ejercicios en la
parte más pequeña de la L. Había una puerta en la pared trasera.
Mientras interprete a Dorothy en Oz…
Lo abrí y me encontré mirando hacia arriba. Un muro de escalada
se extendía dos pisos por encima. Una gura forcejeó con una secci-
ón casi vertical en la pared, al menos a seis metros de altura, sin ar-
nés. Jameson.
Debe haberme sentido de alguna manera. —¿Alguna vez subiste a
uno de estos antes? —llamó.
De nuevo, pensé en la advertencia de Grayson, pero esta vez, me
dije a mí misma que me importaba un comino lo que Grayson Hawt-
horne tuviera que decirme. Caminé hacia el muro de escalada, plan-
té los pies en la base e hice una inspección rápida de los puntos de
apoyo y las manos disponibles.
—Primera vez —le respondí a Jameson, alcanzando uno de ellos
—. Pero aprendo rápido.
Lo hice hasta que mis pies estuvieron a unos dos metros del suelo
antes de que la pared sobresaliera en un ángulo diseñado para di -
cultar las cosas. Apoyé una pierna contra un punto de apoyo y la ot-
ra contra la pared y estiré mi brazo derecho para agarrarme a una
fracción de pulgada demasiado lejos.
Me perdí.
Desde la cornisa sobre mí, una mano se deslizó hacia abajo y agar-
ró la mía. Jameson sonrió mientras yo colgaba en el aire. —Puedes
dejarte —me dijo—, o puedo intentar columpiarte.
Hazlo. Me mordí las palabras. Oren no estaba a la vista, y lo últi-
mo que tenía que hacer, a solas con un Hawthorne, era ir más alto.
En cambio, solté su brazo y me preparé para el impacto.
Después de aterrizar, me puse de pie, viendo a Jameson abrirse
camino de regreso por la pared, los músculos tensos contra su delga-
da camiseta blanca. Es una mala idea, me dije a mí misma, con el cora-
zón latiendo con fuerza. Jameson Winchester Hawthorne es una muy
mala idea. Ni siquiera me había dado cuenta de que recordaba su se-
gundo nombre hasta que me vino a la cabeza, un apellido, como el
primero. Deja de mirarlo. Deja de pensar en él. El próximo año va a ser
bastante complicado sin… complicaciones.
Sintiéndome de repente como si me observaran, me volví hacia la
puerta y encontré a Grayson mirándome directamente. Sus ojos cla-
ros estaban entrecerrados y enfocados.
No me asustas, Grayson Hawthorne. Me obligué a apartarme de él,
tragué saliva y llamé a Jameson. —Te veré en la biblioteca.

13 Lugar para jugar a los bolos o boliche.


Capítulo 32

La biblioteca estaba vacía cuando entré a las nueve y cuarto, pero


no estuvo vacía por mucho tiempo. Jameson llegó a las nueve y me-
dia y Grayson entró a las nueve y treinta y uno.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —Grayson le preguntó a su hermano.
—¿Nosotros? —Jameson respondió.
Grayson se abrochó meticulosamente las mangas. Se había cambi-
ado después de su entrenamiento, poniéndose una camisa de cuello
rígido como una armadura. —¿No puede un hermano mayor pasar
tiempo con su hermano menor y un intruso de dudosas intenciones
sin obtener el tercer grado?
—Él no confía en mí contigo —traduje.
—Soy una or tan delicada —el tono de Jameson era ligero, pero
sus ojos contaban una historia diferente—. Necesito protección y su-
pervisión constante.
Grayson no se dejó intimidar por el sarcasmo. —Eso parece —él
sonrió, la expresión a lada—. ¿Qué vamos a hacer hoy? —repitió.
No tenía idea de que tenía su voz que lo hacía tan imposible de ig-
norar.
—La heredera y yo —respondió Jameson intencionadamente—,
estamos siguiendo una corazonada, sin duda desperdiciando canti-
dades pecaminosas de tiempo en lo que estoy seguro de que tú con-
siderarías una tontería sin sentido.
Grayson frunció el ceño. —Yo no hablo así.
Jameson dejó que el arco de una ceja hablara por sí mismo.
Grayson entrecerró los ojos. —¿Y qué corazonada están siguiendo
ustedes dos?
Cuando quedó claro que Jameson no iba a responder, lo hice, no
porque le debía una sola maldita cosa a Grayson Hawthorne. Porque
parte de cualquier estrategia ganadora, a largo plazo, era saber cuán-
do jugar según las expectativas de tu oponente y cuándo subvertir-
las. Grayson Hawthorne no esperaba nada de mí. Nada bueno.
—Creemos que la carta de su abuelo a Jameson incluía una pista
sobre lo que estaba pensando.
—En qué estaba pensando —repitió Grayson, con ojos penetran-
tes haciendo un estudio casual de mis rasgos—, y por qué te dejó to-
do a ti.
Jameson se apoyó contra el marco de la puerta. —Suena como él,
¿no? —le preguntó a Grayson—. ¿Un último juego?
Pude escuchar en el tono de Jameson que quería que Grayson dij-
era que sí. Quería el acuerdo de su hermano, o posiblemente la apro-
bación. Quizás alguna parte de él quería que hicieran esto juntos. Por
una fracción de segundo, también vi una chispa de algo en los ojos de
Grayson, pero se extinguió tan rápido que me quedé preguntándo-
me si la luz y mi mente me estaban jugando una mala pasada.
—Francamente, Jamie —comentó Grayson—, me sorprende que
todavía sientas que conoces al anciano.
—Estoy lleno de sorpresas —Jameson debió haberse sorprendido
queriendo algo de Grayson, porque la luz de sus propios ojos tambi-
én se apagó—. Y puedes irte en cualquier momento, Gray.
—No lo creo —respondió Grayson—. Es mejor el diablo que cono-
ces que el diablo que no conoces —dejó que esas palabras otaran en
el aire—. ¿O es eso? El poder corrompe. El poder absoluto corrompe
absolutamente.
Mis ojos se lanzaron hacia Jameson, quien permaneció inquietan-
temente, absolutamente quieto.
—Te dejó el mismo mensaje —dijo nalmente Jameson, empujan-
do la puerta y paseando por la habitación—. La misma pista.
—Ni idea —respondió Grayson—. Una indicación de que no esta-
ba en sus cabales.
Jameson se volvió hacia él. —No te lo crees. —Evaluó la expresión
de Grayson, su postura—. Pero un juez podría —Jameson me lanzó
una mirada—. Utilizará su carta en tu contra si puede.
Ya podría haberle dado su carta a Zara y Constantine, Pensé. Pero de
acuerdo con lo que me había dicho Alisa, eso no importaría.
—Había otro testamento antes de éste —dije, mirando de herma-
no a hermano—. Su abuelo dejó a la familia aún menos en ese testa-
mento. Él no los desheredó por mí —estaba mirando a Grayson cu-
ando dije esas palabras—. Desheredó a toda la familia Hawthorne
incluso antes de que nacieras, justo después de la muerte de tu tío.
Jameson dejó de caminar. —Estás mintiendo —todo su cuerpo es-
taba tenso.
Grayson sostuvo mi mirada. —No lo está.
Si hubiera estado adivinando cómo sería esto, habría adivinado
que Jameson me creería y que Grayson sería el escéptico. Independi-
entemente, ambos me estaban mirando ahora.
Grayson rompió el contacto visual primero. —También puedes
decirme qué crees que signi ca esa carta olvidada de Dios, Jamie.
—¿Y por qué —dijo Jameson con los dientes apretados—, regala-
ría el juego así?
Estaban acostumbrados a competir entre ellos, a empujar hasta la
línea de meta. No podía evitar la sensación de que no pertenecía
aquí, entre ellos, en absoluto.
—¿Te das cuenta, Jamie, de que soy capaz de quedarme aquí con
ustedes dos en esta habitación inde nidamente? —dijo Grayson. —
Tan pronto como vea lo que estás haciendo, sabes que lo razonaré.
Me criaron para jugar, igual que tú.
Jameson miró jamente a su hermano y luego sonrió. —Depende
del intruso de dudosas intenciones —su sonrisa se convirtió en una
mueca.
Espera que envíe a Grayson a hacer las maletas. Probablemente debe-
ría haberlo hecho, pero era muy posible que estuviéramos perdiendo
el tiempo aquí, y no tenía ninguna objeción particular a perder el de
Grayson Hawthorne.
—Él puede quedarse.
Podrías haber cortado la tensión en la habitación con un cuchillo.
—Está bien, heredera —Jameson me lanzó otra sonrisa salvaje—.
Como desees.
Podrías haber cortado la tensión en la habitación con un cuchillo.
Capítulo 33

Sabía que las cosas irían más rápido con un par de manos extra,
pero no había anticipado lo que se sentiría estar encerrada en una
habitación con dos Hawthornes, particularmente estos dos. Mientras
trabajábamos, Grayson detrás de mí y Jameson arriba, me pregunta-
ba si siempre habían sido como el agua y el aceite, si Grayson siemp-
re se había tomado a sí mismo demasiado en serio, si Jameson si-
empre había hecho un juego de no tomarse nada en serio. Me pre-
gunté si los dos habrían crecido en los roles de heredero y suplente
una vez que Nash dejó en claro que abdicaría del trono de Hawthor-
ne.
Me pregunté si se habían llevado bien antes que Emily.
—No hay nada aquí —Grayson puntuó esa a rmación colocando
un libro en el estante con demasiada fuerza.
—Casualmente —comentó Jameson arriba—, tú tampoco tienes
que estar aquí.
—Si ella está aquí, yo estoy aquí.
—Avery no muerde —por una vez, Jameson se re rió a mí por mi
nombre real—. Francamente, ahora que la cuestión de la relación se
ha resuelto en forma negativa, estaría dispuesto a hacerlo si lo hici-
era.
Me atraganté con mi propia saliva y consideré seriamente estran-
gularlo. Estaba provocando a Grayson y usándome para hacerlo.
—¿Jamie? —Grayson sonaba casi demasiado tranquilo—. Cállate
y sigue mirando.
Hice exactamente eso. Libro fuera, tapa fuera, tapa puesta, libro
resguardado. Las horas pasaban. Grayson y yo trabajamos el uno ha-
cia el otro. Cuando estuvo lo su cientemente cerca como para poder
verlo por el rabillo del ojo, habló, su voz apenas audible para mí, y
para nada audible para Jameson.
—Mi hermano está de luto por nuestro abuelo. Seguramente pu-
edes entender eso.
Podría, y lo hice. No dije nada.
—Es un buscador de sensaciones. Dolor. Temor. Alegría. No im-
porta —Grayson tenía ahora toda mi atención y lo sabía—. Está suf-
riendo y necesita las prisas del juego. Necesita que esto signi que al-
go.
¿Esto como en la carta de su abuelo? ¿El testamento? ¿Yo?
—Y no crees que lo haga —dije, manteniendo mi propia voz baja.
Grayson no pensaba que yo fuera especial, no creía que este fuera el
tipo de rompecabezas que valía la pena resolver.
—No creo que tengas que ser el villano de esta historia para ser
una amenaza para esta familia.
Si no hubiera conocido a Nash, habría catalogado a Grayson como
el hermano mayor.
—Sigues hablando del resto de la familia —le dije—. Pero esto no
se trata solo de ellos. Soy una amenaza para ti.
Heredé su fortuna. Yo vivía en su casa. Su abuelo me había elegi-
do.
Grayson estaba ahora a mi lado. —No estoy amenazado —no se
estaba imponiendo físicamente. Nunca lo había visto perder el cont-
rol. Pero cuanto más se acercaba a mí, más se ponía mi cuerpo en
alerta máxima.
—¿Heredera?
Me sobresalté cuando Jameson habló. Re exivamente, me alejé de
su hermano. —¿Si?
—Creo que encontré algo.
Pasé junto a Grayson para hacer mi camino hacia las escaleras.
Jameson había encontrado algo. Un libro que no coincide con su porta-
da. Esa fue una suposición de mi parte, pero en el instante en que lle-
gué al segundo piso y vi la sonrisa en los labios de Jameson Hawt-
horne, supe que tenía razón.
Levantó un libro de tapa dura.
Leí el título. —Navegar lejos.
—Y por dentro… —Jameson era un exhibicionista de corazón.
Quitó la tapa con una oritura y me arrojó el libro. La trágica historia
del doctor Fausto.
—Fausto —dije.
—El diablo que conoces —respondió Jameson—. O al diablo que
no.
Pudo haber sido una coincidencia. Podríamos haber estado leyen-
do el signi cado donde no lo había, como personas que intentan in-
tuir el futuro en forma de nubes. Pero eso no impidió que se me eri-
zaran los vellos de los brazos. No impidió que mi corazón se acelera-
ra.
Todo es algo en Hawthorne House.
Ese pensamiento latió en mi pulso cuando abrí la copia de Fausto
en mis manos. Allí, pegado a la cubierta interior, había un cuadrado
rojo translúcido.
—Jameson —levanté los ojos del libro—. Hay algo aquí.
Grayson debió estar escuchándonos abajo, pero no dijo nada.
Jameson estuvo a mi lado en un instante. Llevó sus dedos al cuadra-
do rojo. Era delgado, hecho de una especie de película plástica, tal
vez diez centímetros de largo en cada lado.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Jameson tomó el libro con cautela de mis manos y cuidadosamen-
te quitó el cuadrado del libro. Lo sostuvo a contraluz.
—Papel de ltro —eso vino de abajo. Grayson estaba en el centro
de la habitación, mirándonos—. Acetato rojo. Un favorito de nuestro
abuelo, particularmente útil para revelar mensajes ocultos. ¿Supongo
que el texto de ese libro no está escrito en rojo?
Pasé a la primera página. —Tinta negra —dije. Seguí volteando. El
color de la tinta nunca cambió, pero unas cuantas páginas después,
encontré una palabra que había sido encerrada en un círculo a lápiz.
Un torrente de adrenalina se disparó por mis venas—. ¿Tu abuelo te-
nía la costumbre de escribir en libros? —pregunté.
—¿En una primera edición de Fausto? —Jameson resopló. No te-
nía idea de cuánto dinero valía este libro, o cuánto de su valor se ha-
bía desperdiciado con ese pequeño círculo en la página, pero sabía
en mis huesos que estábamos en algo.
—Dónde —leí la palabra en voz alta. Ninguno de los hermanos hi-
zo ningún comentario, así que pasé otra página y luego otra. Eran
cincuenta o más antes de que di con otra palabra en un círculo.
—Un… —seguí pasando las páginas. Las palabras encerradas en
un círculo llegaban más rápido ahora, a veces en pares—. Hay…
Jameson tomó un bolígrafo de un estante cercano. No tenía papel,
así que empezó a escribir las palabras en el dorso de su mano izqui-
erda. —Sigue adelante.
Lo hice. —Un, otra vez… —dije—. Hay, de nuevo. —casi había lle-
gado al nal del libro—. Manera —dije nalmente. Pasé las páginas
más lentamente ahora. Nada. Nada. Nada. Finalmente, miré hacia arri-
ba—. Eso es todo.
Cerré el libro. Jameson levantó la mano frente a su cuerpo y me
acerqué para ver mejor. Llevé mi mano a la suya, leyendo las palab-
ras que había escrito allí. Dónde. A. Lo hay. A. Lo hay. Manera.
¿Qué se suponía que debíamos hacer con eso?
—¿Cambiar el orden de las palabras? —propuse. Era un tipo de
rompecabezas de palabras bastante común.
Los ojos de Jameson se iluminaron. —Donde hay un…
Continué donde lo había dejado. —Hay una manera.
Los labios de Jameson se curvaron hacia arriba. —Nos falta una
palabra —murmuró—. Voluntad14. Otro proverbio. Donde hay volun-
tad hay un camino —movió el acetato rojo en su mano, de un lado a
otro, mientras pensaba en voz alta—. Cuando miras a través de un
ltro de color, las líneas de ese color desaparecen. Es una forma de
escribir mensajes ocultos. Capa el texto en diferentes colores. El libro
está escrito con tinta negra, por lo que el acetato no debe usarse en el
libro —Jameson hablaba más rápido ahora, la energía de su voz era
contagiosa.
Grayson habló desde el epicentro de la habitación. —De ahí el
mensaje en el libro, que nos indica dónde hacer uso del ltro.
Estaban acostumbrados a jugar a los juegos de su abuelo. Habían
sido entrenados para ello desde que eran jóvenes. No lo había hecho,
pero su ida y vuelta me había dado lo su ciente para conectar los
puntos. El acetato estaba destinado a revelar escritura secreta, pero
no en el libro. En cambio, el libro, al igual que la letra anterior, conte-
nía una pista, en este caso, una frase a la que le faltaba una sola pa-
labra.
Donde hay… hay una manera15.
—¿Cuáles crees que sean las posibilidades —dije lentamente, dan-
do vueltas al rompecabezas en mi mente—, que en alguna parte ha-
ya una copia del testamento de tu abuelo escrito en tinta roja?

14 Voluntad en inglés es “will”, aunque también puede signi car “testamento”, por lo que
puede interpretarse de las dos formas a la vez.
15 En esta oración, Avery le da signi cado de “will” como “testamento” y no como “volun-
tad”; es por eso por lo que llega a la conclusión de que deben buscar la copia del testamento
como su siguiente pista.
Capítulo 34

Le pregunté a Alisa sobre el testamento. Casi esperaba que me mi-


rara como si hubiera perdido mis canicas, pero en el segundo que di-
je la palabra rojo, su expresión cambió. Me informó que se podría
concertar una visita al Testamento Rojo, pero primero tenía que ha-
cer algo por ella. Ese algo terminó involucrando a un equipo de esti-
listas hermano—hermana que llevaba lo que parecía ser todo el in-
ventario de Saks Fifth Avenue16 a mi habitación. La estilista era pe-
queña y no dijo casi nada.
El hombre medía como un metro y ochenta centímetros, y mantu-
vo un ujo constante de observaciones. —No puedes vestirte de
amarillo, y te animo a que elimines las palabras naranja y crema de tu
vocabulario, pero casi todos los demás colores son una opción —los
tres estábamos en mi habitación ahora, junto con Libby, trece perche-
ros de ropa, docenas de bandejas de joyas y lo que parecía ser un sa-
lón completo instalado en el baño—. Brillos, pasteles, tonos tierra
con moderación. ¿Te gustan los colores sólidos?
Miré mi atuendo actual: una camiseta gris y mi segundo par de je-
ans cómodos. —Me gusta lo simple.
—Lo simple es una mentira —murmuró la mujer—. Pero a veces
es muy bonito.
A mi lado, Libby resopló y reprimió una sonrisa. La miré. —Estás
disfrutando esto, ¿no? —pregunté oscuramente. Luego me jé en el
atuendo que llevaba. El vestido era negro, que era lo su cientemente
Libby, pero el estilo habría encajado perfectamente en un club de
campo.
Le dije a Alisa que no la presionara. —No tienes que cambiar la
forma en que… —comencé a decir, pero Libby me interrumpió.
—Me sobornaron. Con botas —hizo un gesto hacia la pared del
fondo, que estaba forrada con botas, todas de cuero, en tonos púrpu-
ra, negro y azul. Hasta los tobillos, hasta la pantorrilla, incluso un
par de muslos.
—Además —añadió Libby con serenidad—, medallones espeluz-
nantes —si una pieza de joyería parecía estar encantada, Libby esta-
ba allí.
—¿Dejaste que te cambiaran a cambio de quince pares de botas y
algunos medallones espeluznantes? —dije, sintiéndome levemente
traicionada.
—Y unos pantalones de cuero increíblemente suaves —agregó
Libby—. Vale la pena. Sigo siendo yo, solo… elegante. —Su cabello
todavía era azul. Su esmalte de uñas todavía era negro. Y ella no era
en la que estaba concentrado el equipo de estilo ahora.
—Deberíamos comenzar con el cabello —declaró el estilista a mi
lado, mirando mis ofensivas trenzas—. ¿No crees? —le preguntó a
su hermana.
No hubo respuesta ya que la mujer desapareció detrás de uno de
los estantes. Podía oírla hojear otro, reorganizando el orden de la ro-
pa.
—Grueso. No del todo ondulado, no del todo recto. Podrías ir de
cualquier manera —este hombre gigante parecía y sonaba como si
debiese jugar como ala cerrada, no aconsejándome sobre peinados—.
No menos de dos pulgadas debajo de tu barbilla, no más largo que la
mitad de la espalda. Las capas suaves no harían daño —miró a Libby
—. Te sugiero que la repudies si opta por el equillo.
—Tomaré eso en consideración —dijo Libby solemnemente—. Se-
rías miserable si no fuera lo su cientemente larga para una cola de
caballo —me dijo.
—Cola de caballo —eso me dio una mirada de censura por parte
del apoyador—. ¿Odias tu cabello y quieres que sufra?
—No lo odio —me encogí de hombros—, simplemente no me im-
porta.
—Eso también es una mentira —La mujer reapareció detrás del
perchero. Tenía en las manos media docena de perchas de ropa y,
mientras yo observaba, las colgó, boca afuera, en el perchero más
cercano. El resultado fueron tres conjuntos diferentes.
—Clásico —ella asintió con la cabeza hacia una falda azul hielo,
combinada con una camiseta de manga larga—. Natural —el estilista
pasó a la segunda opción: un vestido oral suelto y uido que com-
binaba al menos una docena de tonos de rojo y rosa—. Preppy17 con
ventaja —la última opción incluía una falda de cuero marrón, más
corta que cualquiera de las otras, y probablemente también más ajus-
tada. Lo había combinado con una camisa de cuello blanco y un cár-
digan gris jaspeado.
—¿Cuál te gusta? —preguntó el estilista. Eso sacó otro bu do de
Libby. De nitivamente estaba disfrutando demasiado de esto.
—Están todos bien —observé el vestido de ores—. Ese parece
que podría picar.
Los estilistas parecían tener migraña. —¿Opciones casuales? —le
preguntó a su hermana, apenado. Ella desapareció y reapareció con
tres conjuntos más, que agregó a los tres primeros. Leggings negros,
una blusa roja y un cárdigan blanco hasta la rodilla se combinaron
con el combo clásico. Una camisa de encaje verde mar y pantalones
verde oscuro se unieron a la monstruosidad oral, y un suéter de
cachemira de gran tamaño y jeans rotos colgaban junto a la falda de
cuero.
—Clásico. Natural. Preppy con una ventaja —la mujer reiteró mis
opciones.
—Tengo objeciones losó cas a los pantalones de colores —dije
—. Así que ese está fuera.
—No se limite a mirar la ropa —ordenó el hombre—. Fíjate en la
mirada.
Poner los ojos en blanco ante alguien dos veces de mi tamaño pro-
bablemente no era el curso de acción más sabio.
La estilista se acercó a mí. Caminaba suavemente con los pies, co-
mo si pudiera cruzar de puntillas un lecho de ores sin romper una
sola. —La forma en que te vistes, la forma en que te peinas no es una
tontería. No es super cial. Esto… —hizo un gesto hacia el estante
detrás de ella—. No es solo ropa. Es un mensaje. No estás decidien-
do qué ponerte. Estás decidiendo qué historia quieres que cuente tu
imagen. ¿Eres ingenua, joven y dulce? ¿Te vistes para este mundo de
riqueza y maravillas como si hubieras nacido en él, o quieres cami-
nar por la línea: ¿lo mismo pero diferente, joven pero llena de acero?
—¿Por qué tengo que contar una historia? —repliqué.
—Porque si no cuentas la historia, alguien más la contará por ti —
me volví para ver a Xander Hawthorne de pie en la puerta, sosteni-
endo un plato de bollos—. Los cambios de imagen —me dijo—, co-
mo el edi cio recreativo de las máquinas Rube Goldberg18, son un
trabajo hambriento.
Quería entrecerrar los ojos, pero Xander y sus bollos eran a pru-
eba de deslumbramientos.
—¿Qué sabes sobre cambios de imagen? —refunfuñe—. Si yo fu-
era un chico, habría dos percheros de ropa en esta habitación, como
máximo.
—Y si yo fuera blanco —respondió Xander con altivez—, la gente
no me miraría como si fuera la mitad de un Hawthorne. ¿Bollo?
Eso me quitó el viento a las velas. Era ridículo de mi parte pensar
que Xander no sabía lo que era ser juzgado o tener que jugar la vida
con reglas diferentes. Me pregunté, de repente, cómo fue para él cre-
cer en esta casa. Creciendo como Hawthorne.
—¿Puedo tener uno de los bollos de arándanos? —pregunté, mi
versión de una ofrenda de paz.
Xander me entregó un bollo de limón. —No nos anticipemos.

Con solo una cantidad moderada de rechinar los dientes, terminé


eligiendo la opción tres. Odiaba la palabra preppy casi tanto como me
disgustaba cualquier a rmación de tener una ventaja, pero al nal
del día, no podía ngir ser inocente y con los ojos abiertos de par en
par, y sospechaba profundamente que cualquier intento de actuar
así el mundo era un ajuste natural que picaría, no físicamente, sino
debajo de mi piel.
El equipo mantuvo mi cabello largo, pero trabajó en capas y lo en-
gatusó en una ola de cabecera. Esperaba que sugirieran re ejos, pero
habían tomado el camino opuesto: rayas sutiles de un tono más os-
curo y rico que mi marrón ceniciento normal. Me limpiaron las cejas,
pero las dejaron espesas. Me instruyeron sobre los puntos más nos
de un elaborado régimen facial y me encontré en el extremo receptor
de un bronceado en aerosol con aerógrafo; mantuvieron mi maquil-
laje mínimo: ojos y labios, nada más. Mirándome en el espejo, casi
podía creer que la chica que me devolvía la mirada pertenecía a esta
casa. —¿Qué piensas? —pregunté, volviéndome hacia Libby.
Ella estaba parada cerca de la ventana, iluminada a contraluz. Su
mano agarraba su teléfono, sus ojos pegados a la pantalla.
—¿Lib?
Ella miró hacia arriba y me dio una mirada de venado en los faros
que reconocí muy bien.
Drake. Le estaba enviando mensajes de texto. ¿Estaba respondien-
do el mensaje de texto?
—¡Te ves genial! —Libby sonaba sincera, porque era sincera. Si-
empre. Sincera y seria, demasiado optimista.
Él la golpeó, me dije. Nos vendió. Ella no lo aceptará.
—Te ves fantástica —declaró Xander grandiosamente—. Tampoco
pareces alguien que podría haber seducido a un anciano entre miles
de millones, así que eso es bueno.
—¿De verdad, Alexander? —Zara anunció su presencia casi sin
fanfarrias—. Nadie cree que Avery sedujo a tu abuelo.
Su historia, su imagen, estaba en algún lugar entre la clase rezu-
mante y la seriedad. Pero había visto su conferencia de prensa. Sabía
que, si bien a ella podría importarle la reputación de su padre, no te-
nía ningún apego especial a la mía. Cuanto peor me veía, mejor para
ella. A menos que el juego haya cambiado.
—Avery —Zara me dio una sonrisa tan fresca como los colores de
invierno que usaba—. ¿Puedo tener una palabra?

16 Cadena de almacenes de lujo de los Estados Unidos, proveedores de ropa, calzado, bol-
sos, joyas y productos de belleza.
17 Subcultura juvenil de los Estados Unidos caracterizada por utilizar colores pasteles,
prendas básicas, estampados de cuadrados y bordados, más especí camente a los adoles-
centes de escuelas privadas y de alto prestigio.
18 Es un sistema o proyecto complejo que consiste en utilizar palancas, poleas, pelotas ro-
dando, rampas y tubos para accionar un primer mecanismo y que éste a su vez desencade-
ne otros mecanismos simulando al efecto dominó.
Capítulo 35

Zara no habló inmediatamente una vez que las dos estuvimos so-
las. Decidí que, si ella no iba a romper el silencio, yo lo haría. —Hab-
laste con los abogados.
Esa era la explicación obvia de por qué estaba aquí.
—Lo hice Zara no se disculpó. Y ahora te estoy hablando. Estoy
segura de que puedes perdonarme por no haberlo hecho antes. Co-
mo puedes imaginar, todo esto ha sido un shock.
¿Un poco? Solté un bu do y corté las sutilezas. —Tuviste una con-
ferencia de prensa sugiriendo fuertemente que su padre estaba senil
y que estoy bajo investigación por parte de las autoridades por abu-
so de ancianos.
Zara estaba sentada al nal de un escritorio antiguo, una de las
pocas super cies de la habitación que no estaba cubierta con acceso-
rios o ropa. —Sí, bueno, puede agradecer a su equipo legal por no
hacer evidentes ciertas realidades antes.
—Si no obtengo nada, no obtienes nada —no iba a dejarla entrar
aquí y bailar con la verdad.
—Estás guapa —Zara cambió de tema y miró mi nuevo atuendo
—. No es lo que yo hubiera elegido para ti, pero estás presentable.
Presentable, con ventaja. —Gracias —gruñí.
—Puedes agradecerme una vez que haya hecho todo lo posible
para ayudarte en esta transición.
No fui lo su cientemente ingenua para creer que ella había tenido
un cambio repentino de opinión. Si me había despreciado antes, aho-
ra me despreciaba. La diferencia era que ahora necesitaba algo. Pen-
sé que, si esperaba lo su ciente, ella me diría exactamente qué era
ese algo.
—No estoy segura de cuánto te ha dicho Alisa, pero además de
los bienes personales de mi padre, también has heredado el control
de la fundación de la familia —Zara midió mi expresión antes de
continuar—. Es una de las fundaciones bené cas privadas más gran-
des del país. Regalamos más de cien millones de dólares al año.
Cien millones de dólares. Nunca me iba a acostumbrar a esto. Nú-
meros como ese nunca iban a parecer reales. —¿Todos los años? —
pregunté, aturdida.
Zara sonrió plácidamente. —El interés compuesto es algo mara-
villoso.
Cien millones de dólares al año en intereses, y solo estaba hablan-
do de la fundación, no de la fortuna personal de Tobias Hawthorne.
Por primera vez, hice las matemáticas en mi cabeza. Incluso si los
impuestos se llevaran la mitad de la herencia y yo solo obtuviera un
rendimiento promedio del cuatro por ciento, todavía estaría ganan-
do casi mil millones de dólares al año. Haciendo nada. Eso estaba mal.
—¿A quién da la fundación su dinero? —pregunté en voz baja.
Zara se apartó del escritorio y comenzó a pasear por la habitación.
—La Fundación Hawthorne invierte en niños y familias, iniciativas
de salud, avance cientí co, construcción de comunidades y las artes.
Bajo esos encabezados, podría apoyar casi cualquier cosa. Podría
soportar casi cualquier cosa.
Podría cambiar el mundo.
—He pasado toda mi vida adulta dirigiendo la fundación —los la-
bios de Zara se apretaron sobre sus dientes—. Hay organizaciones
que dependen de nuestro apoyo. Si tiene la intención de esforzarse,
hay una forma correcta y una forma incorrecta de hacerlo —ella se
detuvo justo frente a mí—. Me necesitas, Avery. Por mucho que me
gustaría lavarme las manos de todo esto, he trabajado demasiado y
demasiado duro para ver que ese trabajo se deshace.
Escuché lo que estaba diciendo y lo que no estaba diciendo. —¿La
fundación te paga? —indagué. Marqué los segundos hasta su respu-
esta.
—Cobro un salario acorde con las habilidades que aporto.
Por más satisfactorio que hubiera sido decirle que sus servicios ya
no serían necesarios, yo no era tan impulsiva y no era cruel. —Qui-
ero participar —le dije—. Y no solo para mostrar. Quiero tomar deci-
siones.
Desamparo. Pobreza. Violencia doméstica. Acceso a cuidados preventi-
vos. ¿Qué podía hacer con cien millones de dólares al año?
—Eres lo su cientemente joven —dijo Zara con voz casi nostálgi-
ca—, para creer que el dinero resuelve todos los males.
Hablado como una persona tan rica que no puede imaginar el peso de los
problemas de dinero puede resolver.
—Si te tomas en serio tomar un papel en la fundación… —parecía
que Zara estaba disfrutando, diciendo eso tanto como le hubiera
gustado bucear en un contenedor de basura o un tratamiento de con-
ducto—. Puedo enseñarte lo que necesitas saber. Lunes. Después del
colegio. En la fundación —ella emitió cada parte de esa orden como
su propia oración separada.
La puerta se abrió antes de que pudiera preguntar dónde estaba
exactamente la base. Oren tomó posición a mi lado. —Las mujeres
vendrán a por ti en la sala del tribunal —me dijo. Pero ahora Zara sa-
bía que no podía venir a buscarme legalmente.
Y mi jefe de seguridad no me quería en esta habitación a solas con
ella.
Capítulo 36

Al día siguiente, domingo, Oren me llevó a Ortega, McNamara y


Jones para ver el Testamento Rojo.
—Avery —Alisa se reunió con Oren y conmigo en el vestíbulo de
la empresa. El lugar era moderno: minimalista y lleno de cromo. El
edi cio parecía lo su cientemente grande como para albergar a un
centenar de abogados, pero cuando Alisa nos acompañó junto a una
recepcionista y un guardia de seguridad hasta un ascensor, no vi a
nadie más.
—Dijiste que yo era la única cliente de la empresa —comenté mi-
entras el ascensor empezaba a subir—. ¿Exactamente qué tan grande
es la empresa?
—Hay algunas divisiones diferentes —respondió Alisa secamente
—. Los activos de Hawthorne estaban bastante diversi cados. Eso
requiere una amplia gama de abogados.
—Y por el que pregunté, ¿está aquí? —mi bolsillo tenía un regalo
de Jameson: el cuadrado de ltro rojo que habíamos descubierto pe-
gado en la cubierta interior de Fausto. Le dije que vendría aquí, y él
me lo entregó, sin hacer preguntas, como si con ara en mí más que
en cualquiera de sus hermanos.
—El Testamento Rojo está aquí —con rmó Alisa. Se volvió hacia
Oren—. ¿Cuánta compañía tenemos hoy? —ella preguntó. Por com-
pañía, se refería a los paparazzi. Y por nosotros, ella se refería a mí.
—Se ha reducido un poco —informó Oren—. Pero las probabili-
dades de que estén apiladas fuera de la puerta para cuando nos va-
yamos son buenas.
Si termináramos el día sin al menos un titular que dijera algo pa-
recido a los abogados adolescentes más ricos del mundo, me comería un
par de botas nuevas de Libby.
En el tercer piso, pasamos por otro control de seguridad y luego,
nalmente, Alisa me llevó a una o cina de la esquina. La habitación
estaba amueblada, pero por lo demás vacía, con una excepción. Sen-
tarse en medio de un pesado escritorio de caoba estaba el testamen-
to. En el momento en que lo vi, Oren se había colocado fuera de la
puerta. Alisa no hizo ningún movimiento para seguirme cuando me
acerqué al escritorio. A medida que me acercaba, la letra llamó mi
atención.
Rojo.
—Mi padre recibió instrucciones de guardar esta copia aquí y
mostrársela a usted, o a los niños, si uno de ustedes venía a mirar —
dijo Alisa.
Volví a mirarla. —Instruido —repetí—. ¿Por Tobias Hawthorne?
—Naturalmente.
—¿Le dijiste a Nash? —pregunté.
Una máscara fría se posó sobre su rostro. —Ya no le digo nada a
Nash —me dirigió su mirada más austera—. Si eso es todo, te dejo.
Alisa ni siquiera preguntó qué era. Esperé hasta que escuché la
puerta cerrarse detrás de ella antes de ir a sentarme en el escritorio.
Saqué la película de mi bolsillo. —Donde hay un testamento… —
murmuré, colocando el cuadrado en la primera página del testamen-
to—. Hay una manera.
Moví el acetato rojo sobre el papel y las palabras debajo desapare-
cieron. Texto rojo. Filtro rojo. Funcionó exactamente como lo habían
descrito Jameson y Grayson. Si todo el testamento estaba escrito en
rojo, todo lo que iba a hacer era hacer que todo desapareciera. Pero
si, en capas debajo del texto rojo, había otro color, entonces cualquier
cosa escrita en ese color permanecería visible.
Pasé los legados iniciales de Tobias Hawthorne a los Laughlin, a
Oren, a su suegra. Nada. Llegué a la parte sobre Zara y Skye, y mi-
entras hojeaba el ltro sobre las palabras, desaparecieron. Eché un
vistazo a la siguiente oración.
A mis nietos, Nash Westbrook Hawthorne, Grayson Davenport Hawt-
horne, Jameson Winchester Hawthorne y Alexander Blackwood Hawthor-
ne…
Mientras pasaba el ltro por la página, las palabras desapareci-
eron, pero no todas. Quedaron cuatro.
Westbrook.
Davenport.
Winchester.
Blackwood.
Por primera vez, pensé en el hecho de que los cuatro hijos de Skye
llevaban su apellido, el apellido de su abuelo. Hawthorne. Cada uno
de los segundos nombres de los niños también era un apellido. ¿Los
apellidos de sus padres? Me preguntaba. Mientras mi cerebro se envol-
vía en eso, recorrí el resto del documento. Una parte de mí esperaba
ver algo cuando dijera mi propio nombre, pero desapareció, como el
resto del texto, todo excepto los segundos nombres de los nietos
Hawthorne.
—Westbrook. Winchester. Davenport. Blackwood las dije en voz
alta, las memoricé.
Y luego le envié un mensaje de texto a Jameson y me pregunté si
le enviaría un mensaje de texto a Grayson.
Capítulo 37

—Vaya, chica. ¿Dónde está el fuego?


Estaba de vuelta en Hawthorne House y me dirigía a encontrarme
con Jameson cuando otro hermano Hawthorne me detuvo en seco.
Nash.
—Avery acaba de leer una copia especial del testamento —dijo
Alisa detrás de mí. Demasiado para ella ya que no le dice nada a su ex.
—Una copia especial del testamento —Nash deslizó su mirada
hacia mí—. ¿Estoy en lo correcto al suponer que esto tiene algo que
ver con el galimatías en mi carta del anciano?
—Tu carta —repetí, mi cerebro zumbaba. No debería haber sido
una sorpresa. Tobias Hawthorne había dejado a Grayson y Jameson
con pistas idénticas. Nash también, y probablemente Xander.
—No te preocupes —dijo Nash arrastrando las palabras—. No
voy a participar en esto. Te lo dije, no quiero el dinero.
—El dinero no está en juego aquí —dijo Alisa con rmeza—. El
testamento…
—… es férreo —terminó Nash por ella—. Creo que lo he escucha-
do una o dos veces.
Los ojos de Alisa se entrecerraron. —Nunca fuiste muy bueno es-
cuchando.
—Escuchar no siempre signi ca estar de acuerdo, Lee—Lee —el uso
del apodo por parte de Nash —su sonrisa amable y tono igualmente
amable— absorbió cada gramo de oxígeno de la habitación.
—Me debería ir —Alisa se volvió rápidamente hacia mí—. Si ne-
cesitas algo…
—Llama —terminé, preguntándome qué tan alto se habían levan-
tado mis cejas en su intercambio.
Cuando Alisa cerró la puerta principal detrás de ella, la cerró de
golpe.
—¿Vas a decirme a dónde te diriges con tanta prisa? —Nash me
preguntó de nuevo, una vez que se fue.
—Jameson me pidió que me reuniera con él en el solárium.
Nash me arqueó una ceja. —¿Tienes idea de dónde está el solári-
um?
Me di cuenta tardíamente de que no era así. —Ni siquiera sé qué
es un solárium —admití.
—Los solariums están sobrevalorados —Nash se encogió de
hombros y me lanzó una mirada evaluadora—. Dime, ¿qué haces
normalmente en tu cumpleaños?
Eso salió de la nada. Sentí que tenía que ser una pregunta capci-
osa, pero respondí de todos modos. —¿Comer pastel?
—Todos los años en nuestros cumpleaños… —Nash miró a lo lej-
os—. El anciano nos llamaba a su estudio y decía las mismas tres pa-
labras. Invertir. Cultivar. Crear. Nos dio diez mil dólares para invertir.
¿Te imaginas dejar que un niño de ocho años elija acciones? —Nash
resopló—. Luego, elegimos un talento o interés para cultivar durante
el año: un idioma, un pasatiempo, un arte, un deporte. No se repara-
ron en gastos. Si escogías el piano, aparecía un piano de cola al día
siguiente, las lecciones privadas comenzaban de inmediato y, a me-
diados de año, estarías entre bastidores en el Carnegie Hall19, recibi-
endo consejos de los grandes.
—Eso es increíble —dije, pensando en todos los trofeos que había
visto en la o cina de Tobias Hawthorne.
Nash no parecía exactamente asombrado. —El anciano también
planteaba un desafío todos los años —continuó, endureciendo la voz
—. Una tarea, algo que se esperaba que creáramos para el próximo
cumpleaños. Un invento, una solución, una obra de arte con calidad
de museo. Alguna cosa.
Pensé en los cómics que había visto enmarcados en la pared. —
Eso no suena horrible.
—No es así, ¿verdad? —Nash dijo, rumiando esas palabras—. Va-
mos —señaló con la cabeza hacia un pasillo cercano—. Te mostraré
el solárium.
Comenzó a caminar y tuve que trotar para mantener el ritmo.
—¿Te contó Jameson sobre los acertijos semanales del anciano? —
Nash preguntó mientras caminábamos.
—Sí —dije—. Lo hizo.
—A veces —me dijo Nash—, al comienzo del juego, el anciano co-
locaba una colección de objetos. Un anzuelo, una etiqueta de precio,
una bailarina de cristal, un cuchillo —sacudió la cabeza en memoria
—. Y para cuando el rompecabezas estuvo resuelto, maldita sea si no
hubiéramos usado los cuatro —sonrió, pero no llegó a sus ojos—. Yo
era mucho mayor. Tenía una ventaja. Jamie y Gray, se unirían a mí y
luego se traicionarían justo al nal.
—¿Por qué me estás diciendo esto? —pregunté mientras su paso
nalmente se desaceleraba hasta casi detenerse—. ¿Por qué me cuen-
tas algo de esto? —sobre sus cumpleaños, los regalos, las expectati-
vas.
Nash no respondió de inmediato. En cambio, asintió con la cabeza
hacia un pasillo cercano. —El solarium es la última puerta a la derec-
ha.
—Gracias —dije. Caminé hacia la puerta que Nash me había indi-
cado, y justo antes de llegar a mi destino, habló detrás de mí.
—Podrías pensar que estás jugando, cariño, pero Jamie no lo ve
así —la voz de Nash era lo su cientemente suave, excepto por las
palabras—. No somos normales. Este lugar no es normal y no eres
una jugadora, chica. Eres la bailarina de cristal, o el cuchillo.

19 Una sala de conciertos ubicada en Manha an, Nueva York.


Capítulo 38

El solárium era una habitación enorme con un techo de cristal


abovedado y paredes de cristal. Jameson estaba de pie en el centro,
bañado por la luz y mirando hacia la cúpula. Como la primera vez
que lo conocí, estaba sin camisa. Además, como la primera vez que
lo conocí, estaba borracho.
Grayson no estaba a la vista.
—¿Cuál es la ocasión? —pregunté, señalando con la cabeza una
botella de bourbon cercana.
—Westbrook, Davenport, Winchester, Blackwood —Jameson reci-
tó los nombres, uno por uno—. Dime, heredera, ¿qué opinas de eso?
—Son todos apellidos —dije con cautela. Hice una pausa y luego
decidí por qué diablos no—. ¿De tus padres?
—Skye no habla de nuestros padres —respondió Jameson, su voz
un poco ronca. —En lo que a ella respecta, es una situación del tipo
Atenea—Zeus. Somos de ella y solo de ella.
Me mordí el labio. —Ella me dijo que tuvo cuatro conversaciones
encantadoras…
—Con cuatro hombres encantadores — nalizó Jameson—. ¿Pero
lo su cientemente encantador como para que ella los vuelva a ver?
¿Para contarnos lo primero sobre ellos? —su voz era más dura ahora
—. Ella ni siquiera ha respondido a una pregunta sobre nuestros
malditos segundos nombres, y eso —cogió el bourbon del suelo y to-
mó un trago— es por eso por lo que estoy bebiendo —dejó la botella
en el suelo, luego cerró los ojos y se quedó de pie al sol un momento
más, con los brazos abiertos. Por segunda vez, noté la cicatriz que
corría a lo largo de su torso.
Notó cada respiración que hizo.
—¿Nos vamos? —Abrió los ojos. Sus brazos cayeron.
—¿Ir a dónde? —pregunté, tan físicamente consciente de su pre-
sencia que casi me dolió.
—Vamos, heredera —dijo Jameson, dando un paso hacia mí—.
Eres mejor que eso.
Tragué y respondí mi propia pregunta. —Vamos a ver a tu madre.

Me llevó a través del armario de abrigos en el vestíbulo. Esta vez,


presté mucha atención a la secuencia de paneles en la pared que ab-
rieron la puerta. Siguiendo a Jameson hasta la parte trasera del ar-
mario, empujando los abrigos que colgaban allí, deseé que mis ojos
se adaptaran a la oscuridad para poder ver lo que hizo a continuaci-
ón.
Tocó algo. ¿Lo sacó? No pude distinguir qué. Lo siguiente que su-
pe fue que escuché el sonido de los engranajes girando y la pared
trasera del armario se deslizó hacia un lado. Si el armario estaba os-
curo, lo que había más allá era aún más oscuro.
—Da un paso donde yo paso, Chica Misteriosa. Y cuida tu cabeza.
Jameson usó su teléfono celular para iluminar el camino. Tuve la
clara sensación de que era para mi bene cio. Conocía los giros y vu-
eltas de estos pasillos ocultos. Caminamos en silencio durante cinco
minutos antes de que se detuviera y se asomara a través de lo que
solo podía asumir que era una mirilla.
—La costa está despejada —Jameson no especi có de qué estaba
claro—. ¿Confías en mí?
Estaba de pie en un pasillo iluminado por un teléfono, lo su cien-
temente cerca para sentir el calor de su cuerpo sobre el mío. —Abso-
lutamente no.
—Bueno —extendió la mano, agarró mi mano y me acercó—. Es-
pera.
Mis brazos se curvaron alrededor de él y el suelo bajo nuestros pi-
es comenzó a moverse. La pared a nuestro lado estaba girando, y no-
sotros estábamos girando con ella, mi cuerpo presionado contra el
suyo. Jameson Winchester Hawthorne. El movimiento se detuvo y di
un paso atrás.
Estábamos aquí por una razón, y esa razón no tenía exactamente
nada que ver con la forma en que mi cuerpo se ajustaba al suyo.
Eran un desastre retorcido y roto antes de que llegaras aquí, y serán un
desastre retorcido y roto una vez que te hayas ido. El recordatorio resonó
en mi cabeza cuando salimos a un largo pasillo con lujosa alfombra
roja y molduras doradas en las paredes. Jameson caminó hacia una
puerta al nal del pasillo. Levantó la mano para llamar.
Lo detuve. —No me necesitas para esto —le dije—. Tampoco me
necesitabas para el testamento. Alisa tenía instrucciones para dejarte
verlo si lo pedías.
—Te necesito —Jameson sabía exactamente lo que estaba hacien-
do: la forma en que me miraba, la inclinación de sus labios—. No sé
por qué todavía, pero lo sé.
La advertencia de Nash sonó en mi cabeza. —Soy el cuchillo —
tragué—. El anzuelo, la bailarina de cristal, lo que sea.
Eso casi toma a Jameson por sorpresa. —Has estado hablando con
uno de mis hermanos —el se pauso—. No Grayson —sus ojos recor-
rieron los míos—. ¿Xander? —su mirada se posó en mis labios y vol-
vió a subir—. Nash —dijo, seguro de ello.
—¿Está equivocado? —interrogué. Pensé en los nietos de Tobias
Hawthorne que lo verían en su cumpleaños. Se esperaba que fueran
extraordinarios. Se esperaba que ganaran—. ¿Soy solo un medio pa-
ra un n, que vale la pena mantener hasta que sepas cómo encajo en
el rompecabezas?
—Tú eres el rompecabezas, Chica Misteriosa —Jameson creía eso
—. Podrías aprovechar eso —me dijo—, decidir que puedes vivir sin
respuestas, o puedes conseguirlas conmigo.
Una invitación. Un reto. Me dije a mí misma que estaba haciendo
esto porque necesitaba saberlo, no por él. —Consigamos algunas res-
puestas —dije.
Cuando Jameson llamó a la puerta, se abrió hacia adentro. —¿Ma-
má? —llamó, y luego modi có el saludo—. ¿Skye?
La respuesta llegó, como el tintineo de campanas. —Aquí, cariño.
Aquí, rápidamente se hizo evidente, era el baño de la suite de
Skye.
—¿Tienes un segundo? —Jameson se detuvo justo afuera de las
puertas dobles del baño.
—Miles de ellos —Skye pareció disfrutar de la respuesta—. Millo-
nes. Adelante.
Jameson se quedó fuera de las puertas. —¿Estás decente?
—Me gusta pensar que sí —respondió su madre—. Al menos un
buen cincuenta por ciento de las veces.
Jameson empujó la puerta del baño hacia adentro y me recibió la
vista de la bañera más grande que había visto en mi vida, sentada en
un estrado. Me concentré en las patas en forma de garra de la bañe-
ra, doradas, para combinar con las molduras del pasillo, y no en la
mujer que estaba en la bañera.
—Dijiste que estabas decente —Jameson no parecía sorprendido.
—Estoy cubierta de burbujas —respondió Skye alegremente—.
No hay nada más decente que eso. Ahora, dile a tu madre lo que ne-
cesitas.
Jameson me miró, como diciendo y me preguntaste por qué necesita-
ba el bourbon.
—Me quedaré aquí —dije, dándome la vuelta antes de ver más
que burbujas.
—Oh, no seas mojigata, Abigail —advirtió Skye desde el interior
del baño—. Todos somos amigos aquí, ¿no? Hago una política de en-
tablar amistad con todos los que roban mi derecho de nacimiento.
Nunca había visto una agresión pasiva como esta.
—Si has terminado de jugar con Avery —intervino Jameson—, me
gustaría tener una pequeña charla.
—¿Tan serio, Jamie? —Skye suspiró audiblemente—. Bueno, en-
tonces continúa.
—Mi segundo nombre. Te he preguntado antes si me pusieron el
nombre de mi padre.
Skye se quedó callada por un momento. —Pásame mi champán,
¿quieres?
Escuché a Jameson moverse en el baño detrás de mí, presumible-
mente, en busca de su champán. —¿Bien? —preguntó.
—Si hubieras sido una niña —dijo Skye, con aire de bardo—, te
habría puesto mi nombre. Skylar, quizás. O Skyla —ella tomó lo que
solo pude asumir que era un sorbo de champán—. Toby lleva el
nombre de mi padre, ¿sabes?
La mención de su hermano desaparecido me llamó la atención.
No sabía cómo ni por qué, pero la muerte de Toby de alguna manera
había comenzado todo esto.
—Mi segundo nombre —le recordó Jameson—. ¿Dónde lo obtu-
viste?
—Estaré encantada de responder a tu pregunta, cariño —Skye hi-
zo una pausa—. Tan pronto como me des un momento a solas con tu
encantadora amiguita.
Capítulo 39

Si hubiera sabido que iba a terminar en una conversación cara a


cara con una Skye Hawthorne desnuda y cubierta de burbujas, pro-
bablemente yo misma habría bebido un poco de bourbon.
—Las emociones negativas te envejecen. —Skye cambió su posici-
ón en la bañera, haciendo que el agua se desplome por los lados—.
Hay mucho que uno puede hacer con Mercurio en retrógrado, pe-
ro… —dejó salir un largo y teatral aliento—. Te perdono, Avery
Grambs.
—No te lo pedí —respondí.
Ella procedió como si no me hubiera oído. —Tú, por supuesto,
continuarás proporcionándome una modesta cantidad de apoyo -
nanciero.
Empezaba a preguntarme si esta mujer vivía legítimamente en ot-
ro planeta.
—¿Por qué te daría algo?
Esperaba una respuesta brusca, pero todo lo que obtuve fue un
pequeño zumbido indulgente, como si yo fuera la ridícula aquí.
—Si no vas a responder a la pregunta de Jameson —le dije—, en-
tonces me voy.
Me dejó llegar a la mitad del camino. —Me apoyarás —dijo a la li-
gera—, porque soy su madre. Y responderé a tu pregunta, tan pron-
to como respondas a la mía. ¿Cuáles son tus intenciones hacia mi hi-
jo?
—¿Disculpe? —Me volví para enfrentarla, antes de recordar un
segundo demasiado tarde, porqué había estado tratando de no mi-
rarla todo el tiempo mientras estaba en la habitación.
Las burbujas ocultaron lo que no quería ver, pero apenas.
—Te metiste en mi suite con mi hijo sin camisa y a igido a tu la-
do. Una madre tiene preocupaciones, y Jameson es especial. Brillan-
te, como era mi padre. La forma en que Toby era.
—Tu hermano —le dije, y de repente, no tenía ningún interés en
salir de esta habitación—. ¿Qué le pasó? —Alisa me había dado la
esencia, pero muy pocos detalles.
—Mi padre arruinó a Toby. —Skye dirigió su respuesta al borde
de su copa de champán—. Lo arruinó. Siempre estaba destinado a
ser el heredero. Y una vez que se había ido… Bueno, éramos Zara y
yo. —Su expresión se oscureció, pero luego sonrió—. Y luego…
—Tenías a los chicos — nalicé. Me preguntaba, entonces, si los
había tenido porque Toby se había ido.
—¿Sabes por qué Jameson era el favorito de papá cuando, por to-
dos los derechos, debería haber sido el perfecto y obediente Gray-
son? —Skye preguntó—. No fue porque mi Jamie sea brillante o her-
moso o carismático. Fue porque Jameson Winchester Hawthorne ti-
ene hambre. Está buscando algo. Lo ha estado buscando desde el día
en que nació. —Bebió el resto del champán en un trago—. Grayson
es todo lo que Toby no era, y Jameson es igual a él.
—No hay nadie como Jameson. —De ninguna manera tenía la in-
tención de pronunciar esas palabras en voz alta.
—¿Ves? —Skye me dio una mirada consciente, la misma que Alisa
me había dado en mi primer día en Hawthorne House—. Ya eres de
él. —Skye cerró los ojos y se acostó en la bañera—. Solíamos perder-
lo cuando era pequeño, ya sabes. Durante horas, de vez en cuando
por un día. Mirábamos hacia otro lado por un segundo, y él desapa-
recería en las paredes. Y cada vez que lo encontrábamos, lo recogía y
lo abrazaba fuerte, pero yo sabía, desde el fondo de mi alma, que to-
do lo que quería era perderse de nuevo. —Abrió los ojos—. Eso es
todo lo que eres. —Skye se puso de pie y agarró una túnica. Desvié
los ojos mientras se lo ponía—. Sólo otra forma de perderse. Eso es lo
que ella era, también.
Ella. —Emily —dije en voz alta.
—Era una chica hermosa —re exionó Skye—, pero podría haber
sido fea, y la habrían amado igual. Había algo en ella.
—¿Por qué me estás diciendo esto? —pregunté.
—Tú —dijo Skye Hawthorne enfáticamente—, no eres Emily. —Se
inclinó para recoger la botella de champán para rellenar su copa. Ca-
minó hacia mí, descalza y goteando, y me lo tendió—. He encontra-
do que las burbujas son un poco relajantes para mí. —Su mirada era
intensa—. Vamos, bebe.
¿Hablaba en serio? Di un paso atrás. —No me gusta el champán.
—Y yo —Skye tomó un trago largo—, no elegí los segundos
nombres de mis hijos. —Sostuvo el vaso en lo alto, como si estuviera
brindando por mí, o por mi muerte.
—Si no los elegiste —le dije—, ¿entonces quién lo hizo?
Skye bebió todo el champán. —Mi padre.
Capítulo 40

Le dije a Jameson lo que su madre me había dicho.


Me miró jamente. —El viejo escogió nuestros nombres. —Pude
ver los engranajes en la cabeza de Jameson girando, y entonces, nada
—. Escogió nuestros nombres —repitió Jameson, paseando por el
largo salón como un animal enjaulado—. Los escogió, y luego los
destacó en el testamento rojo. —Jameson se detuvo de nuevo—. Des-
heredó a la familia hace veinte años y escogió nuestros segundos
nombres, todos ellos excepto los de Nash, poco después. Grayson ti-
ene diecinueve años. Tengo dieciocho años. Xan tendrá diecisiete el
próximo mes.
Podía sentir que estaba tratando de darle sentido a esto. Tratando
de ver lo que nos habíamos perdido.
—El viejo estaba jugando un juego largo —dijo Jameson, cada
músculo de su cuerpo estaba en tensión—. Toda nuestra vida.
—Los nombres tienen que signi car algo —le dije.
—Él podría haber sabido quiénes eran nuestros padres. —Jame-
son consideró esa posibilidad—. Incluso si Skye pensara que lo había
mantenido en secreto, no había secretos para él. —Escuché un matiz
en la voz de Jameson cuando dijo esas palabras, algo profundo, cor-
tante y horrible.
¿Cuál de sus secretos sabía?
—Podemos hacer una búsqueda —le dije, tratando de enfocarnos
en el acertijo—. O que Alisa contrate a un investigador privado en
mi nombre para buscar hombres con esos apellidos.
—O —respondió Jameson—, puedes darme unas seis horas para
que esté completamente sobrio, y te mostraré lo que hago cuando es-
toy trabajando en un rompecabezas y me golpeo contra una pared.

Siete horas más tarde, Jameson me sacó por el pasadizo de la chi-


menea y me llevó al ala más lejana de la casa, pasando la cocina, más
allá de la gran sala, en lo que resultó ser el garaje más grande que
jamás había visto. Estaba más cerca de una sala de exposición, en re-
alidad. Había una docena de motocicletas apiladas en un estante gi-
gantesco en la pared, y el doble de los coches estacionados en un se-
micírculo. Jameson pasó junto a ellos, uno por uno. Se detuvo frente
a un coche que parecía algo sacado de ciencia cción.
—El Aston Martin Valkyrie —dijo Jameson—. Un híper coche híb-
rido con una velocidad máxima de más de doscientas millas por ho-
ra. —Hizo un gesto hacia la línea—. Esos tres son Buga is. El Quirón
es mi favorito. Casi mil quinientos caballos de fuerza y no está mal
en la pista.
—Pista —repetí—. ¿Como en el hipódromo?
—Eran los bebés de mi abuelo —dijo Jameson—. Y ahora… —Una
sonrisa lenta se extendió por su rostro—. Son tuyos.
Esa sonrisa era diabólica. Era peligroso.
—De ninguna manera —le dije a Jameson—. Ni siquiera se me
permite salir de la nca sin Oren. ¡Y no puedo conducir un auto co-
mo estos!
—Por suerte —respondió Jameson, caminando hacia una caja en
la pared—, yo sí puedo. —Había un rompecabezas incorporado en la
caja, como un cubo de Rubik, pero de plata, con formas extrañas tal-
ladas en los cuadrados. Jameson inmediatamente comenzó a girar
las baldosas, torcerlas, a organizarlas. La caja se abrió. Se pasó los
dedos por una plétora de llaves, y luego seleccionó una—. No hay
nada como la velocidad para salir de tu propia cabeza, y fuera de tu
propio camino. —Comenzó a caminar hacia el Aston Martin—. Al-
gunos acertijos tienen más sentido a 200 millas por hora.
—¿Hay espacio para dos personas en eso? —pregunté.
—¿Por qué, heredera? —murmuró Jameson—, pensé que nunca
me lo pedirías.
Jameson condujo el coche en una plataforma que nos bajó del ni-
vel del suelo de la casa. Atravesamos un túnel, y antes de darme cu-
enta, fuimos por una salida trasera que ni siquiera sabía que existía.
Jameson no aceleró. No quitó los ojos de la carretera. Sólo condu-
cía, en silencio. En el asiento junto a él, cada terminación nerviosa de
mi cuerpo estaba viva con anticipación.
Esta era una muy mala idea.
Debe haber llamado antes, porque la pista estaba lista para nosot-
ros cuando llegamos allí.
—El Martin no es técnicamente un coche de carreras —me dijo
Jameson—. Técnicamente, ni siquiera estaba a la venta cuando mi
abuelo lo compró.
Y técnicamente, no debería haber dejado la nca. No debimos ha-
ber cogido el coche. No debimos haber estado aquí.
Pero en algún lugar alrededor de ciento cincuenta millas por hora,
dejé de pensar en el debería.
Adrenalina. Euforia. Miedo. No había lugar en mi cabeza para na-
da más. La velocidad era lo único que importaba.
Eso, y el chico a mi lado.
No quería que bajara la velocidad. No quería que el auto se detu-
viera. Por primera vez desde la lectura del testamento, me sentí libre.
Sin preguntas. Sin sospechas. Nadie mirando. Nada excepto este mo-
mento, justo aquí, ahora mismo.
Nada excepto Jameson Winchester Hawthorne y yo.
Capítulo 41

Finalmente, el coche se detuvo. Eventualmente, la realidad se est-


relló a nuestro alrededor. Oren estaba allí, con un equipo a cuestas.
Uh—oh.
—Tú y yo —le dijo mi jefe de seguridad a James en el momento
en que salimos del auto—, vamos a tener una pequeña charla.
—Soy una chica grande —le dije, mirando el respaldo que Oren
había traído con él—. Si quieres gritarle a alguien, grítame a mí.
Oren no gritó. Me llevó personalmente a mi habitación e indicó
que —hablaría— por la mañana. Basándome en su tono, no estaba
completamente segura de que sobreviviría a una charla con Oren ile-
sa.
Apenas dormí esa noche, mi cerebro era un lío de impulsos eléct-
ricos que no podían dejar de disparar. Todavía no tenía idea de qué
hacer con los nombres resaltados en el testamento rojo, si realmente
eran una referencia a los padres de los niños, o si Tobías Hawthorne
había elegido los segundos nombres de sus nietos por una razón to-
talmente diferente.
Todo lo que sabía era que Skye tenía razón. Jameson tenía hamb-
re. Y yo también. Pero también podía oír a Skye decirme que no im-
portaba, que no era Emily.
Cuando me dormí esa noche, soñé con una adolescente. Era una
sombra, una silueta, un fantasma, una reina. Y no importa lo rápido
que corría, por un pasillo tras otro, nunca pude alcanzarla.
Mi teléfono sonó antes del amanecer. Aturdida y de humor, lo
agarré con toda la intención de lanzarlo a través de la ventana más
cercana, luego me di cuenta de quién estaba llamando.
—Max, son las cinco y media de la mañana.
—Tres treinta de mi hora. ¿Dónde conseguiste ese auto? —Max no
sonaba ni remotamente somnoliento.
—¿Una habitación llena de coches? —respondí disculpándome, y
luego el sueño se alejó de mi cerebro lo su ciente como para proce-
sar las implicaciones de su pregunta—. ¿Cómo supiste del coche?
—Foto aérea —respondió Max—. Tomado de un helicóptero, ¿y
qué quieres decir con una habitación llena de coches? ¿Qué tan grande
es esta habitación?
—No lo sé. —Me quejé y giré en la cama. Por supuesto que los pa-
parazzi me habían pillado con Jameson. Ni siquiera quería saber lo
que decían las revistas de chismes.
—Igualmente importante —continuó Max—, ¿estás teniendo un
tórrido romance con Jameson Hawthorne y debo planear una boda
de primavera?
—No. —Me senté en la cama—. No es así.
—Barco de faxes de bull fox.
—Tengo que vivir con esta gente —le dije a Max—. Ya tienen su -
cientes razones para odiarme. —No estaba pensando en Skye, Zara,
Xander o Nash cuando dije eso. Estaba pensando en Grayson. Gray-
son de ojos plateados, trajeado y amenazante—. Participar con Jame-
son sería tirar gasolina al fuego.
—Y qué fuego tan hermoso sería —murmuró Max.
Ella era, sin duda, una mala in uencia. —No puedo —reiteré—. Y
además… había una chica. —Pensé en mi sueño y me pregunté si
Jameson había llevado a Emily a conducir, si alguna vez había juga-
do uno de los juegos de Tobías Hawthorne—. Ella murió.
—Retrocedan el fax allá arriba. ¿Qué quieres decir con que murió?
¿Cómo?
—No lo sé.
—¿Cómo puedes no saberlo?
Tiré de mi edredón a mi alrededor. —Su nombre era Emily. ¿Sa-
bes cuántas personas llamadas Emily hay en el mundo?
—¿Todavía está colgado de ella? —Max preguntó. Estaba hablan-
do de Jameson, pero mi cerebro volvió a ese momento en que le dije
el nombre de Emily a Grayson. Lo había destripado. Lo destruyó.
Hubo un golpe en mi puerta. —Max, tengo que irme.
Oren pasó más de una hora revisando los protocolos de seguridad
conmigo. Indicó que estaría feliz de hacer lo mismo, cada mañana al
amanecer, hasta que se me pegara.
—Punto tomado —le dije—. Voy a ser buena.
—No, no lo harás. —Me dio una mirada—. Pero estaré mejor.

Mi segundo día, y el comienzo de mi primera semana completa,


en una escuela privada se asemejó mucho a la semana anterior. La
gente hizo todo lo posible para no mirarme jamente. Jameson me
evitaba. Evité a Thea. Me preguntaba qué chismes creía Jameson que
provocaríamos si nos veían juntos, si se preguntaba si hubo rumores
cuando Emily murió.
Me preguntaba cómo había muerto.
No eres una jugadora. Las palabras de precaución de Nash volvi-
eron a mí una y otra vez, cada vez que veía a Jameson en los pasillos.
Eres la bailarina de cristal, o el cuchillo.
—Escuché que tienes una necesidad de velocidad. —Xander se
abalanzó sobre mí fuera del laboratorio de física. Estaba claramente
de buen humor—. Dios bendiga a los paparazzi, ¿no? También es-
cuché que tuviste una charla muy especial con mi madre.
No estaba segura de si me estaba bordeando para obtener infor-
mación o conmiserarme. —Tu madre es otra cosa —le dije.
—Skye es una mujer complicada. —Xander asintió con sabiduría
—. Pero ella me enseñó a leer tarot e hidratar mis cutículas, así que
¿quién soy yo para quejarme?
Skye no era quien los había forjado, empujado, puesto en desafíos,
esperaba lo imposible. Ella no fue la que los hizo mágicos.
—Tus hermanos recibieron la misma carta de tu abuelo —le dije a
Xander, examinando su reacción.
—¿Lo hicieron ahora?
Entrecerré mis ojos un poco. —Sé que tú la tienes, también.
—Tal vez lo hice —admitió Xander alegremente—. Pero hipotéti-
camente, si lo hubiera hecho, y si hipotéticamente estuviera jugando
este juego y quisiera, sólo esta vez, y sólo hipotéticamente, ganar…
—Se encogió de hombros—. Me gustaría hacerlo a mi manera.
—¿Tu camino involucra robots y bollos?
—¿Qué no? —Sonriendo, Xander me metió en el laboratorio. Co-
mo todo en Country Day, parecía un millón de dólares, en sentido -
gurado. Probablemente más de un millón de dólares, literalmente.
Las mesas de laboratorio curvadas rodearon la habitación. Los ven-
tanales habían reemplazado tres de las cuatro paredes. Había escri-
tura de colores en las ventanas, cálculos en diferentes escrituras, co-
mo el papel de arañazo era tan pasado. Cada mesa de laboratorio ve-
nía completa con un monitor grande y una pizarra digital. Y eso ni
siquiera tocaba el tamaño de los microscopios.
Sentí que acababa de entrar en la NASA.
Sólo había dos asientos libres. Uno estaba al lado de Thea. El otro
estaba tan lejos de Thea, al lado de la chica que había visto en el arc-
hivo. Su pelo rojo oscuro estaba sujeto en una cola de caballo suelta
en la nuca. Su color era llamativo, cabello tan rojo, piel tan pálida, pe-
ro sus ojos estaban bajos.
Thea se encontró con mi mirada e hizo gestos imperiosamente ha-
cia el asiento junto a ella. Miré hacia atrás hacia la chica pelirroja.
—¿Cuál es su historia? —Le pregunté a Xander. Nadie estaba hab-
lando con ella. Nadie la miraba. Era una de las personas más bellas
que jamás había visto, y podría haber sido invisible.
Papel pintado.
—Su historia —suspiró Xander—, involucra amor desventurado,
citas falsas, desamor, tragedia, relaciones familiares retorcidas, peni-
tencia y un héroe para los siglos.
Le di una mirada. —¿Hablas en serio?
—Ya deberías saberlo —respondió Xander a la ligera—, no soy el
Hawthorne serio.
Se agachó en el asiento junto a Thea, dejándome hacer mi camino
hacia la chica pelirroja. Ella demostró ser una pareja de laboratorio
decente: tranquila, enfocada y capaz de calcular casi cualquier cosa
en su cabeza. Todo el tiempo que trabajamos en conjunto, ella no me
dijo ni una sola palabra.
—Soy Avery —le dije, una vez que habíamos terminado y había
quedado claro que todavía no se iba a presentar.
—Rebecca. —Su voz era suave—. Laughlin. —Vio el cambio en mi
expresión cuando dijo su apellido y con rmó lo que estaba pensan-
do. —Mis abuelos trabajan en Hawthorne House.
Sus abuelos dirigían Hawthorne House, y ninguno de ellos parecía
demasiado entusiasmado con la perspectiva de trabajar para mí. Me
preguntaba si por eso había recibido el tratamiento silencioso de Re-
becca.
Tampoco está hablando con nadie más.
—¿Alguien te ha mostrado cómo entregar tareas en tu tablet? —
Rebecca me preguntó a mi lado. La pregunta era tentativa, como si
estuviera esperando a ser abofeteada. Traté de envolver mi mente en
el hecho de que alguien tan hermoso podría ser indeciso sobre cual-
quier cosa.
Todo.
—No —le dije—. ¿Podrías?
Rebecca demostró, subiendo sus resultados con unos pocos clics
en la pantalla táctil. Un momento después, su tableta volvió a la pan-
talla principal. Tenía una foto como fondo de pantalla. En ella, Re-
becca miró hacia un lado, mientras que otra chica de pelo ámbar se
reía directamente en la cámara. Ambas tenían coronas de ores en la
cabeza, y tenían los mismos ojos.
La otra chica no era más hermosa que Rebecca, y probablemente
menos, pero de alguna manera, era imposible mirar lejos de ella.
—¿Es tu hermana? —pregunté.
—Era. —Rebecca cerró la tapa de su tableta—. Ella murió.
Me rugieron los oídos, y supe, entonces, exactamente a quién esta-
ba mirando. Sentí, en cierto nivel, como si lo hubiera sabido desde el
momento en que la había visto. —¿Emily?
Los ojos verdes esmeralda de Rebecca se jaron en los míos. Me
asusté, pensando que debería decir otra cosa. Lamento tu pérdida, o al-
go así.
Pero Rebecca no pareció que mi respuesta fuera extraña o fuera de
lugar. Todo lo que dijo, tirando de su tableta en su regazo, fue: —
Ella habría estado muy interesada en conocerte.
Capítulo 42

No pude sacar la cara de Emily de mi mente, pero no había mira-


do la foto lo su ciente como para recordar cada detalle de sus ras-
gos. Sus ojos habían sido verdes. Su cabello era rubio fresa, como la
luz del sol a través del ámbar. Me acordé de la corona de ores en su
cabeza, pero no de su pelo. Por mucho que tratara de visualizar su
cara, las únicas otras cosas que podía recordar eran que se había es-
tado riendo y que había mirado directamente a la cámara, de frente.
—Avery. —Oren habló desde el asiento delantero—. Estamos
aquí.
Aquí estaba la Fundación Hawthorne. Se sentía como si hubiera
sido una eternidad desde que Zara se había ofrecido a mostrarme las
cuerdas. Cuando Oren salió del coche y abrió mi puerta, registré el
hecho de que, por una vez, no había un reportero o fotógrafo a la
vista.
Tal vez se esté muriendo, pensé al entrar en el vestíbulo de la Funda-
ción Hawthorne. Las paredes eran de color gris plateado claro, y do-
cenas de enormes fotografías en blanco y negro colgadas en ellas,
aparentemente suspendidas en el aire. Cientos de impresiones más
pequeñas rodearon las más grandes. Gente. De todo el mundo, cap-
turados en movimiento y momentos, desde todos los ángulos, todas
las perspectivas, diversas a lo largo de todas las dimensiones imagi-
nables: edad, género, raza y cultura. Personas. Riendo, llorando, re-
zando, jugando, comiendo, bailando, durmiendo, barriendo, abra-
zando todo.
Pensé en la Dra. Mac cuando me preguntó por qué quería viajar.
Esto. Por eso.
—Señorita Grambs.
Miré hacia arriba para ver a Grayson. Me preguntaba cuánto tiem-
po me había visto contempla la habitación. Me preguntaba qué había
visto en mi cara.
—Se supone que debo encontrarme con Zara —le dije, defendién-
dome de su inevitable ataque.
—Zara no viene. —Grayson caminó lentamente hacia mí—. Ella
está convencida de que necesitas… orientación. —Había algo en la
forma en que dijo esa palabra que se deslizó más allá de cada meca-
nismo de defensa que tenía y directamente debajo de mi piel—. Por
alguna razón, mi tía parece creer que la mejor manera de recibir la
orientación es viniendo de mí.
Se veía exactamente como lo había hecho el día que lo conocí, has-
ta el color de su traje Armani. Era la misma luz, gris líquido que sus
ojos, el mismo color que esta habitación. De repente, recordé el libro
de mesa de café que había visto en el estudio de Tobias Hawthorne,
un libro de fotografías, con el nombre de Grayson en el costado.
—¿Tú tomaste estos? —Respiré, mirando las fotos a mi alrededor.
Era una suposición, pero siempre había sido una buena adivinadora.
—Mi abuelo creía que tenías que ver el mundo para cambiarlo. —
Grayson me miró y luego se sorprendió mirándome—. Siempre dijo
que yo era el que tenía buen ojo.
Invertir. Crear. Cultivar. La explicación de Nash de su infancia vol-
vió a mí, y me pregunté qué edad tenía Grayson la primera vez que
sostuvo una cámara, qué edad tenía, cuando empezó a viajar por el
mundo, viéndolo, capturándolo en una película.
No lo habría identi cado como el artista.
Irritada porque me habían engañado para que pensara en él, ent-
recerré los ojos. —Tu tía no debe haber notado tu tendencia a hacer
amenazas. Apuesto a que ella tampoco sabía de los antecedentes de
mi madre muerta. De lo contrario, no hay manera de que ella podría
haber llegado a la conclusión de que yo preferiría trabajar contigo.
Los labios de Grayson se estremecieron. —Zara no se pierde muc-
ho. Y en cuanto a las veri caciones de antecedentes… —Desapareció
detrás de la recepción y reapareció sosteniendo dos carpetas. Lo mi-
ré, y arqueó una ceja— ¿Preferirías que te haya ocultado los resulta-
dos de mis búsquedas?
Sostuvo una carpeta, y la tomé. No tenía derecho a hacer esto, a
meterse en mi vida o en la de mi madre. Pero mientras miraba hacia
abajo en la carpeta de mi mano, escuché la voz de mi madre, clara
como una campana, en mi cabeza. Tengo un secreto…
Abrí la carpeta. Registros de empleo, certi cado de defunción, in-
forme de crédito, sin antecedentes penales, una fotografía…
Apreté los labios juntos, tratando desesperadamente de dejar de
mirarla. Era joven en la foto, y me sostenía.
Obligué a mis ojos a mirar a los de Grayson, lista para desatarme
sobre él, pero él me entregó con calma la segunda carpeta. Me pre-
guntaba qué había averiguado sobre mí, si había algo en esta carpeta
que pudiera explicar lo que su abuelo había visto en mí. Lo abrí.
En el interior, había una sola hoja de papel, y estaba en blanco.
—Esa es una lista de todas las compras que has hecho desde que
heredaste. Las cosas han sido compradas para ti, pero… —Grayson
bajó los ojos hacia la página—. Nada.
—¿Es eso una clase de disculpa? —pregunté. Lo había sorprendi-
do. No actuaba como una buscadora de oro.
—No me disculparé por ser protector. Esta familia ha sufrido bas-
tante, señorita. Si eligiera entre ti y cualquiera de ellos, los elegiría,
siempre y cada vez. Sin embargo… —Sus ojos regresaron a los míos
—. Puede que te haya juzgado mal.
Había algo intenso en esas palabras, en la expresión de su rostro,
como el niño que había aprendido a ver el mundo.
—Te equivocas. —Cerré la carpeta, alejándome de él—. Traté de
gastar algo de dinero. Un pedazo grande. Le pedí a Alisa que en-
contrara una manera de llevárselo a un amigo mío.
—¿Qué clase de amigo? —preguntó Grayson. Su expresión cam-
bió—. ¿Un novio?
—No. —Le contesté. ¿Qué le importaba si yo tenía novio? — Un
tipo con el que juego ajedrez en el parque. Vive allí.
—¿Un vagabundo? —Grayson me miraba de otra manera ahora,
como en todos sus viajes, nunca había encontrado algo como esto.
Como yo. Después de un segundo o dos, salió de ella—. Mi tía tiene
razón. Necesitas desesperadamente una educación.
Empezó a caminar, y no tuve otra opción que seguir, pero me ne-
gué a quedarme a su paso, como un patito después de su madre. Se
detuvo en una sala de conferencias y me abrió la puerta. Pasé por de-
lante de él, e incluso esa fracción de segundo de contacto me hizo
sentir como si estuviera yendo a doscientas millas por hora.
Absolutamente no. Eso fue lo que le habría dicho a Max si estuviera
en el teléfono. ¿Qué me pasaba? Grayson había pasado la mayor par-
te del tiempo amenazándome. Odiándome.
Dejó que la puerta de la sala de conferencias se cerrara detrás de
él, y luego continuó caminando a la pared trasera. Estaba lleno de
mapas: primero un mapa del mundo, luego de cada continente, lu-
ego desglosado por países, hasta estados y pueblos.
—Míralos —instruyó, asintiendo con la cabeza hacia los mapas—,
porque eso es lo que está en juego aquí. Todo. Ni una sola persona.
Dar dinero a los individuos hace poco.
—Hace mucho —le dije en voz baja—, por esa gente.
—Con los recursos que tienes ahora, ya no puedes permitirte pre-
ocuparte por el individuo. —Grayson habló como si fuera una lecci-
ón que había golpeado en él. ¿Por quién? ¿Su abuelo?— Usted, señori-
ta Grambs —continuó—, eres responsable del mundo.
Sentí esas palabras como un fósforo encendido, una chispa, una
llama.
Grayson se volvió hacia la pared de los mapas. —Aplacé la uni-
versidad durante un año para aprender a manejar las cuerdas de la
fundación. Mi abuelo me asignó a hacer un estudio de modos de do-
nación caritativa, con la vista puesta en mejorar el nuestro. Iba a ha-
cer mi lanzamiento en los próximos meses. —Grayson miró jamen-
te el mapa que colgaba junto a él—. Ahora supongo que voy a hacer
mi lanzamiento a ti. —Parecía estar midiendo el ritmo de sus palab-
ras—. La tutela de la fundación tiene su propio papeleo. Cuando
cumplas los veintiún años, será tuyo, como todo lo demás.
Eso le dolió, más que cualquiera de los términos del testamento.
Pensé en Skye re riéndose a él como el heredero aparente, a pesar de
que ella insistió en que Jameson había sido el favorito de Tobias
Hawthorne. Grayson había pasado su año sabueso dedicado a la
fundación. Sus fotografías colgaban en el vestíbulo.
Pero su abuelo me eligió a mí. —Yo lo…
—No digas que lo sientes. —Grayson miró la pared un momento
más, y luego se volvió hacia mí—. No lo siento, señorita Grambs. Sé
digna de ello.
Podría haberme ordenado que fuera fuego, tierra o aire. Una per-
sona no podría ser digna de miles de millones. No era posible, no
para nadie, y de nitivamente no para mí.
—¿Cómo? —Le pregunté. ¿Cómo se supone que sea digna de algo?
Se tomó su tiempo respondiendo, y me encontré deseando que yo
fuera el tipo de chica que pudiera llenar silencios. De esas que se ríen
con abandono, con ores en el pelo.
—No puedo enseñarte a ser nada, señorita Grambs. Pero si estás
dispuesta, puedo enseñarte una forma de pensar.
Repasé la memoria de la cara de Emily. —Estoy aquí, ¿no?
Grayson comenzó a caminar por la longitud de la habitación, pa-
sando mapa tras mapa. —Puede que te sientas mejor dárselo a algui-
en que conoces que a un extraño, o donar a una organización cuya
historia te hace llorar, pero ese es tu cerebro jugando una mala pasa-
da. La moralidad de una acción depende, en última instancia y úni-
camente, de sus resultados.
Había una intensidad en la forma en que hablaba, la forma en que
se movía. No podía haber mirado hacia otro lado o dejado de escuc-
har, aunque lo hubiera intentado.
—No debemos dar porque nos sentimos de una manera u otra —
dijo Grayson—. Debemos dirigir nuestros recursos a dondequiera
que el análisis objetivo diga que podemos tener el mayor impacto.
Probablemente pensó que estaba hablando por encima de mi ca-
beza, pero en el momento en que dijo un análisis objetivo, sonreí. —
Estás hablando con un futuro polisario actuarial, Hawthorne. Muést-
rame tus grá cos.
Para cuando Grayson terminó, mi cabeza giraba con números y
proyecciones. Pude ver exactamente cómo funcionaba su mente, y
era inquietantemente como la mía.
—Entiendo por qué un enfoque de dispersión no funcionará —le
dije—. Los grandes problemas requieren un gran pensamiento y de
grandes intervenciones.
—Intervenciones integrales —corrigió Grayson. —Estratégicos.
—Pero también tenemos que difundir nuestro riesgo.
—Con análisis de costo—bene cios impulsados empíricamente.
Todo el mundo tenía cosas que encontraban inexplicablemente at-
ractivas. Aparentemente, para mí eran tipos vestidos de traje, de ojos
plateados, usando la palabra empíricamente y dando por sentado que
sabía lo que signi caba.
Saca tu mente de la cuneta, Avery. Grayson Hawthorne no es para ti.
Su teléfono sonó, y miró hacia abajo en la pantalla. —Nash. —Me
informó.
—Adelante —le dije—. Tómalo. —En este punto, necesitaba un
respiro, de él, pero también de esto. Matemáticas, lo entendí. Proyec-
ciones, podría envolver mi mente. ¿Pero esto?
Esto era real. Esto era poder. Cien millones de dólares al año.
Grayson contestó su teléfono y salió de la habitación. Caminé por
el perímetro, mirando los mapas en las paredes, memorizando los
nombres de cada país, cada ciudad, cada pueblo. Podría ayudarlos a
todos, o ninguno. Había gente por ahí que podría vivir o morir a ca-
usa de mí, futuros buenos o malos que podrían ser realizados debido
a mis decisiones.
¿Qué derecho tuve para ser yo quien los hiciera?
Abrumada, me detuve frente al último mapa de la pared. A dife-
rencia de los otros, este había sido dibujado a mano. Me tomó un
momento darme cuenta de que el mapa era de Hawthorne House y
la nca circundante. Mis ojos fueron primero a Wayback Co age, un
pequeño edi cio escondido en la esquina trasera de la nca. Recor-
dé, a partir de la lectura del testamento, que Tobías Hawthorne ha-
bía dado la ocupación de por vida de este edi cio a los Laughlins.
Los abuelos de Rebecca, pensé. De Emily. Me preguntaba si las chicas
habían venido a visitarlas cuando eran pequeñas, cuánto tiempo ha-
bían pasado en la nca, en Hawthorne House. ¿Qué edad tenía Emily
la primera vez que Jameson y Grayson la miraron?
¿Hace cuánto murió?
La puerta de la sala de conferencias se abrió detrás de mí. Me
alegré de que Grayson no pudiera ver mi cara. No quería que supi-
era que había estado pensando en ella. Hice una demostración de es-
tudiar el mapa frente a mí, la geografía de la nca, desde el bosque
del norte llamado el Bosque Negro a un pequeño arroyo que corría a
lo largo del borde occidental de la nca.
La Madera Negra. Leí la etiqueta de nuevo, la avalancha de sangre
a través de mis venas era de repente ensordecedor. Blackwood. Y allí,
en letras más pequeñas, el cuerpo de agua sinuosa fue etiquetado,
también. No es un arroyo. El Arroyo.
Un arroyo, en el lado oeste de la propiedad. Westbrook.
Blackwood. Westbrook.
—Avery. —Grayson habló detrás de mí.
—¿Qué? —dije, incapaz de arrancar completamente mi mente del
mapa, y las implicaciones.
—Ese era Nash.
—Lo sé —dije. Me había dicho quién estaba al otro lado de la lí-
nea antes de que él respondiera.
Grayson puso una mano suavemente sobre mi hombro. Sonaron
las campanas de alarma en la parte de atrás de mi cabeza. ¿Por qué
era tan gentil? —¿Qué quería Nash?
—Se trata de tu hermana.
Capítulo 43

—Pensé que habías dicho que te ocuparías de Drake. —Mis dedos


apretaron alrededor de mi celular, y mi mano libre se encerró en un
puño a mi lado.
Llamé a Alisa en cuanto llegué al auto. Grayson me había seguido
y se abrochó el cinturón en el asiento trasero a mi lado. No tenía ti-
empo ni espacio mental para detenerme en su presencia a mi lado.
Oren conducía. Estaba enojada.
—Yo me ocupé de él —aseguró Alisa—. Tú y tu hermana están en
posesión de órdenes de restricción temporales. Si Drake intenta con-
tactar o se acerca a menos de mil pies de cualquiera de ustedes por
cualquier razón, se enfrentará a un arresto.
Obligué mis dedos fuera del puño, pero no pude a ojar mi agarre
en el teléfono. —Entonces, ¿por qué está a las puertas de Hawthorne
House en este momento?
Drake estaba aquí. En Texas. Cuando Nash había llamado, Libby
estaba a salvo dentro, pero Drake estaba enviando mensajes de texto
y llamadas, exigiendo verla.
—Yo me encargaré de esto, Avery. —Alisa se recuperó casi al ins-
tante—. La rma tiene algunos contactos en la policía local que sa-
ben ser discretos.
Ahora mismo, ser discreta no era mi prioridad. Mi prioridad era
Libby. —¿Sabe mi hermana acerca de esta orden de restricción?
—Ella rmó el papeleo. —Eso fue un seto si alguna vez hubiera
oído uno—. Yo me encargaré, Avery. Déjamelo a mí. —Colgó, y dejé
caer la mano que sostenía mi teléfono en mi regazo.
—¿Puedes conducir más rápido? —Le pregunté a Oren.
Libby tenía su propio detalle de seguridad. Drake no tendría la
oportunidad de herirla físicamente.
—Nash está con tu hermana. —Grayson habló por primera vez
desde que entramos en el auto—. Si el caballero trata de poner un
dedo sobre ella, te aseguro que mi hermano se complacería en quitar
ese dedo.
No estaba seguro de si Grayson se refería a separar dicho dedo
del cuerpo de Libby, o del de Drake.
—Drake no es un caballero —le dije a Grayson—, y no sólo me
preocupa que se haga violento. —Me preocupaba que fuera dulce,
preocupado de que, en lugar de perder los estribos, él fuera tan
amable y tierno que ella empezara a cuestionar el hematoma que se
desvanecía en su ojo.
—Si te hace sentir mejor, puedo hacer que lo retiren de la propi-
edad —le ofreció Oren—. Pero eso podría causar un poco de una es-
cena para la prensa.
¿La prensa? Mi cerebro se puso en marcha. —No había paparazzi
en la fundación. —Lo había notado cuando llegamos—. ¿Están de
vuelta en la casa?
El muro alrededor de la nca podía mantener a la prensa fuera de
la propiedad, pero no había nada que les impidiera congregarse le-
galmente en una calle pública.
—Si yo fuera un apostador —comentó Oren—, supongo que Dra-
ke hizo algunas llamadas a los periodistas para asegurar una audien-
cia.

No hubo nada discreto en la escena que nos recibió cuando Oren


se detuvo en el camino, pasando una horda veri cable de prensa.
Más adelante, pude ver la forma de Drake fuera de las puertas de hi-
erro forjado. Había otros dos hombres parados cerca de él. Incluso
desde la distancia, pude distinguir sus uniformes de policía.
Y también los paparazzi.
Demasiado para los amigos de Alisa en la policía siendo discretos.
Apreté los dientes y pensé en la forma en que Drake culparía a Libby
si hubiera imágenes de él siendo arrastrado por el camino.
—Detén el coche—, espeté.
Oren se detuvo, luego se dio la vuelta en su asiento para mirarme.
—Le aconsejaría que se quedara en este vehículo—. Eso no era un
consejo. Eso fue una orden.
Cogí la manija de la puerta.
—Avery—. El tono de Oren me detuvo en seco. —Si vas a salir, yo
salgo primero. —Recordando nuestro pequeño enfrentamiento esa
mañana, decidí no ponerlo a prueba.
A mi lado, Grayson se desabrochó el cinturón de seguridad. Al-
canzó mi muñeca, su toque suave. —Oren tiene razón. No deberías
salir.
Miré su mano sobre la mía y, después de un latido del corazón,
miré hacia arriba. —¿Y qué harías? —le dije—, ¿hasta dónde llegarí-
as para proteger a tu familia?
Lo tenía allí, y él lo sabía muy bien. Retiró su mano de la mía, lo
su cientemente lento como para sentir las yemas de sus dedos rozar
mis nudillos. Mi respiración se aceleró ahora, abrí la puerta del auto
y me preparé. Drake fue la historia más importante que tuvo la pren-
sa en el frente de Hawthorne Heiress porque no les habíamos dado
nada más grande. Todavía.
Con la barbilla en alto, salí del coche. Mírame. Yo soy la historia
aquí. Caminé decidida, de regreso a la calle. Llevaba botas con taco-
nes y mi falda plisada Country Day. La chaqueta de mi uniforme se
apretaba contra mi cuerpo mientras caminaba. El cabello nuevo. El
maquillaje. La actitud.
Yo soy la historia aquí. La charla de esta noche no iba a ser sobre
Drake. Los ojos del mundo no iban a estar puestos en él. Los man-
tendría conmigo.
—¿Conferencia de prensa improvisada? —Oren preguntó en voz
baja—. Como tu guardaespaldas, me siento obligado a advertirte
que Alisa te va a matar.
Ese era el problema. Sacudí mi cabello de ondas perfectas y cuad-
ré mis hombros. El rugido de los reporteros gritando mi nombre era
más fuerte cuanto más nos acercábamos.
—¡Avery!
—¡Avery, mira aquí!
—Avery, ¿qué tienes que decir sobre los rumores de que…?
—¡Sonríe, Avery!
Ahora estaba parada justo enfrente de ellos. Tuve su atención. A
mi lado, Oren levantó una mano y así, la multitud se quedó en silen-
cio.
Di algo. Se supone que debo decir algo.
—Yo… ummm… —Aclaré mi garganta—. Este ha sido un gran
cambio.
Hubo algunas pequeñas risas. Puedo hacer esto. En el instante en
que pensé en esas palabras, el universo me hizo pagar por ellas. Una
pelea estalló detrás de mí, entre Drake y la policía. Vi cámaras empe-
zando a alejarse de mí, vi las lentes de larga distancia acercándose a
las puertas.
No te limites a hablar. Cuenta la historia. Hágales escuchar.
—Sé por qué Tobías Hawthorne cambió su testamento —dije en
voz alta. La respuesta a ese anuncio fue eléctrica. Había una razón
por la que esta era la historia de la década, algo que todos querían
saber—. Sé por qué me eligió. —Hice que me miraran a mí y solo a
mí—. Soy la única que lo sabe. Sé la verdad. —Vendí esa mentira por
todo lo que valía. —Y si dicen algo acerca de esa patética excusa para
un ser humano detrás de mí, cualquiera de ustedes, haré que mi mi-
sión en la vida sea asegurarme de que nunca se entere.
Capítulo 44

No procesé la magnitud de lo que había hecho hasta que estuve a


salvo dentro de Hawthorne House. Le dije a la prensa que tenía las res-
puestas que ellos querían. Era la primera vez que hablaba con ellos, la
primera grabación real que alguien tenía de mí, y había mentido des-
caradamente.
Oren tenía razón. Alisa me iba a matar.
Encontré a Libby en la cocina, rodeada de pastelitos. Literalmente
cientos de ellos.
Si había sido una panadera de disculpas en casa, la adición de una
cocina de grado industrial con hornos triples básicamente la había
vuelto nuclear.
—¿Libby? —Me acerqué a ella con cautela.
—¿Crees que debería elegir terciopelo rojo o caramelo salado a
continuación? —Libby sostenía una bolsa de hielo con ambas manos.
El cabello azul se le había escapado de la cola de caballo y estaba en-
marañado en su rostro. Ella no me miraba a los ojos.
—Ella ha estado en eso durante horas —me dijo Nash. Estaba
apoyado contra un refrigerador de acero inoxidable, con los pulgares
enganchados a través de las presillas de sus gastados jeans. —Su te-
léfono ha estado sonando durante mucho tiempo.
—No hables de mí como si no estuviera aquí—. Libby levantó la
vista de los pastelitos que estaba colocando en hielo para entrecerrar
los ojos hacia Nash.
—Sí, señora. —Nash sonrió, amplia y lentamente. Me pregunté
cuánto tiempo había estado con ella, y por qué había estado con ella.
—Drake se ha ido —le dije a Libby, esperando que Nash tomara
eso como su señal de que no era necesario aquí. —Me encargué de
eso.
—Se supone que debo cuidar de ti. —Libby se apartó el pelo de la
cara—. Deja de mirarme así, Avery. No me voy a romper.
—Claro que no, cariño —dijo Nash, desde su lugar apoyado en la
nevera.
—Tú…— Libby lo miró, una chispa de molestia iluminó sus ojos
—. Te callas.
Nunca en su vida había escuchado a Libby decirle a alguien que
se callara, pero al menos no sonaba frágil, herida o en peligro de res-
ponderle a Drake. Pensé en Alisa diciendo que Nash Hawthorne te-
nía un complejo de salvador.
—Cállate ahora. —Nash tomó una magdalena y le dio un mordis-
co como si fuera una manzana—. Por lo que vale, votaré por el terci-
opelo rojo a continuación.
Libby se volvió hacia mí. —Es caramelo salado.
Capítulo 45

Esa noche, cuando Alisa me llamó para leerme el No puedo—ha-


cer—mi—trabajo—si—tú—no—me—dejas—actuar, no me permitió
pronunciar una palabra. Después de que ella se despidió concisa-
mente, lo que parecía prometer más represalias, me senté frente a mi
computadora.
—¿Qué tan malo es? —dije en voz alta. Resultó que la respuesta
era una mala historia principal en todos los sitios de noticias.
La heredera de Hawthorne guarda secretos.
¿Qué sabe Avery Grambs?
Apenas me reconocía en las fotos que habían tomado los paparaz-
zi. La chica de las fotos era bonita y estaba llena de pura furia. Pare-
cía tan arrogante y peligrosa como un Hawthorne.
No me sentía como esa chica.
Esperaba recibir un mensaje de texto de Max exigiendo saber qué
estaba pasando, pero incluso cuando le envié un mensaje, ella no res-
pondió. Fui a cerrar mi laptop, pero luego me detuve, porque recor-
dé haberle dicho a Max que la razón por la que no tenía idea de lo
que le había sucedido a Emily fue porque era un nombre tan común.
Yo no hubiera podido buscarla antes.
Pero ahora sabía su apellido. —Emily Laughlin —dije en voz alta.
Escribí su nombre en el campo de búsqueda, luego agregué Heights
Country Day School para limitar los resultados. Mi dedo se cernió
sobre la tecla de retorno. Después de un largo momento, apreté el
gatillo.
Presioné Enter.
Apareció un obituario, pero eso fue todo. Sin cobertura de notici-
as. No había artículos que sugirieran que una chica dorada local ha-
ya muerto por causa sospechosa. Sin mención de Grayson o Jameson
Hawthorne.
Había una foto con el obituario. Emily estaba sonriendo esta vez
en lugar de reír, y mi cerebro absorbió todos los detalles que me ha-
bía perdido antes. Llevaba el pelo en capas y lo llevaba largo. Los
extremos se curvaban de una manera u otra, pero el resto era sedoso
y recto.
Sus ojos eran demasiado grandes para su rostro. La forma de su
labio superior me hizo pensar en un corazón.
Tenía pecas dispersas.
Golpe. Golpe. Golpe.
Mi cabeza se disparó ante el ruido y cerré mi computadora portá-
til de golpe. Lo último que quería era que alguien supiera lo que aca-
baba de mirar.
Otro golpe. Esta vez, hice algo más que registrar el sonido. Encendí
la lámpara de la mesilla de noche, apoyé los pies en el suelo y cami-
né hacia él. Cuando terminé junto a la chimenea, estaba bastante se-
gura de quién estaba del otro lado.
—¿Alguna vez usas puertas? —Le pregunté a Jameson, una vez
que usé el candelabro para abrir el pasaje.
Jameson enarcó una ceja y ladeó la cabeza. —¿Quieres que use la
puerta?
Sentí que lo que realmente estaba preguntando era si quería que
fuera normal. Recordé haberme sentado a su lado a gran velocidad y
pensé en el muro de escalada y en su mano para agarrar la mía.
—Vi tu conferencia de prensa. —Jameson tenía esa expresión en
su rostro de nuevo, la que me hizo sentir como si estuviéramos
jugando al ajedrez y él acababa de hacer un movimiento diseñado
para ser visto como un desafío.
—No fue tanto una conferencia de prensa como una muy mala
idea —admití con ironía.
—¿Te he dicho alguna vez —murmuró Jameson, mirándome de
una manera que tenía que ser intencional—, que soy un fanático de
las malas ideas?
Cuando apareció aquí, sentí que lo había convocado buscando el
nombre de Emily, pero ahora vi esta visita de medianoche exacta-
mente como era. Jameson Hawthorne estaba aquí, en mi habitación,
de noche. Llevaba mi pijama y su cuerpo se inclinaba hacia el mío.
Nada de esto era un accidente.
No eres una jugadora, chica. Eres la bailarina de cristal o el cuchillo.
—¿Qué quieres, Jameson? —Mi cuerpo quería inclinarse hacia él.
La parte racional de mí quería dar un paso atrás.
—Le mentiste a la prensa. —Jameson no apartó la mirada. Él no
parpadeó y yo tampoco.
—Lo que les dijiste… fue una mentira, ¿no?
—Por supuesto que lo fue. —Si hubiera sabido por qué Tobias
Hawthorne me dejó su fortuna, no habría estado trabajando codo a
codo con Jameson para averiguarlo.
No habría perdido el aliento cuando vi ese mapa en la fundación.
—A veces es difícil saberlo contigo —comentó Jameson—. No eres
exactamente un libro abierto—. Fijó su mirada en algún lugar cerca-
no a mis labios. Su rostro se acercó al mío.
Nunca pierdas tu corazón por un Hawthorne.
—No me toques —dije, pero incluso cuando di un paso atrás, pu-
de sentir algo, lo mismo que sentí cuando me rocé con Grayson en la
base.
Algo que no tenía por qué sentir por ninguno de los dos.
—Nuestro emocionante viaje anoche dio sus frutos —me dijo
Jameson—. Salir de mi propia cabeza me permitió mirar el rompeca-
bezas con nuevos ojos. Pregúntame qué descubrí sobre nuestros se-
gundos nombres.
—No tengo que hacerlo —le dije—. Yo también lo resolví. Madera
negra. Westbrook. Escritorio pequeño. Winchester. No son solo
nombres. Son lugares, o al menos, los dos primeros lo son. Madera
negra. El West Brook… —Me dejé concentrar en el rompecabezas y
no en el hecho de que esta habitación estaba iluminada solo por la
luz de una lámpara y estábamos demasiado cerca—. No estoy segu-
ra de los otros dos todavía, pero…
—Pero… —Los labios de Jameson se curvaron hacia arriba, con
los dientes destellando—. Lo resolverás. —Acercó sus labios a mi
oído—. Lo haremos, heredera.
No hay nosotros. Realmente no. Soy un medio para un n para ti. Yo
creía eso. Lo hice, pero de alguna manera lo que me encontré dicien-
do fue: — ¿Te apetece caminar?
Capítulo 46

Esto no era solo un paseo, y ambos lo sabíamos.


—El Bosque Negro es enorme. Encontrar cualquier cosa allí será
imposible si no sabemos lo que estamos buscando. —Jameson igualó
su paso, lento y constante al mío.
—El arroyo es más fácil. Recorre la mayor parte de la propiedad,
pero si conozco a mi abuelo, no buscamos nada en el agua. Estamos
buscando algo encima o debajo del puente.
—¿Qué puente? —le pregunté. Vi movimiento por el rabillo del
ojo. Oren. Se quedó en las sombras, pero estaba allí.
—El puente —respondió Jameson—, donde mi abuelo le propuso
matrimonio a mi abuela. Está cerca de Wayback Co age. En el pasa-
do, eso era todo lo que tenía mi abuelo. A medida que su imperio
crecía, compró las tierras circundantes. Él construyó la casa, pero si-
empre mantuvo la cabaña.
—Los Laughlin viven allí ahora—dije, imaginando la cabaña en el
mapa— Los abuelos de Emily. —Me sentí culpable incluso de decir
su nombre, pero eso no me impidió ver su respuesta. ¿La amabas?
¿Cómo murió ella? ¿Por qué Thea culpa a tu familia?
La boca de Jameson se torció. —Xander dijo que habías tenido
una pequeña charla con Rebecca —dijo nalmente.
—Nadie en la escuela habla con ella—murmuré.
—Corrección —respondió Jameson— Rebecca no habla con nadie
en la escuela. No lo ha hecho durante meses. —Se quedó callado por
un momento, el sonido de nuestros pasos ahogando todo lo demás
—. Rebecca siempre fue la tímida. La responsable. La que sus padres
esperaban que tomara buenas decisiones.
—No Emily. —Completé el espacio en blanco.
—Emily… —Jameson sonaba diferente cuando dijo su nombre—.
Emily solo quería divertirse. Tenía una enfermedad cardíaca congé-
nita. Sus padres eran ridículamente sobreprotectores. Nunca la dej-
aron hacer nada cuando era niña. Recibió un trasplante cuando tenía
trece años y, después de eso, solo quería vivir.
No sobrevivir. No solo lograrlo. Vivir. Pensé en la forma en que se
había reído ante la cámara, salvaje y libre y un poco astuta, como si
hubiera sabido cuando se tomó esa foto que todos la miraríamos más
tarde. A ella.
Pensé en la forma en que Skye había descrito a Jameson. Hambri-
ento.
—¿La llevaste conduciendo? —pregunté. Si hubiera podido retirar
la pregunta, lo habría hecho, pero quedó suspendida en el aire entre
nosotros.
—No hay nada que Emily y yo no hayamos hecho —Jameson hab-
ló como si las palabras le hubieran sido arrancadas—. Éramos igu-
ales —me dijo, y luego se corrigió. —Pensé que éramos iguales.
Pensé en Grayson, diciéndome que Jameson era un buscador de
sensaciones. Temor. Dolor. Alegría. ¿Cuál de esos había sido Emily
para él?
—¿Qué le pasó? —pregunté. Mi búsqueda en Internet no arrojó
ninguna respuesta. Thea había hecho que pareciera que los Hawt-
horne tenían la culpa de alguna manera, como que Emily había mu-
erto porque pasó un tiempo en Hawthorne House. —¿Vivía en la ca-
baña?
Jameson ignoró mi segunda pregunta y respondió la primera. —
Grayson le pasó.
Sabía, desde el momento en que dije el nombre de Emily en pre-
sencia de Grayson, que ella le importaba. Pero Jameson parecía bas-
tante claro sobre el hecho de que él había estado involucrado con el-
la. No hay nada que Emily y yo no hayamos hecho.
—¿Qué quieres decir con que le pasó a Grayson? —Le pregunté a
Jameson. Miré hacia atrás, pero ya no podía ver a Oren.
—Juguemos un juego —dijo sombríamente, su ritmo subió un po-
co cuando llegamos a una colina.
—Te daré una verdad sobre mi vida y dos mentiras, y tú decides
cual es cuál.
—¿No se supone que son dos verdades y una mentira? —excusé.
Puede que no haya ido a muchas estas en casa, pero no había creci-
do bajo una roca.
—¿Qué divertido es —respondió Jameson—, jugar según las reg-
las de otras personas? —Me estaba mirando como si esperara que lo
entendiera.
Entenderlo.
—El primer hecho —recitó—. Sabía lo que estaba en el testamento
de mi abuelo mucho antes de que aparecieras aquí. Segundo hecho:
fui yo quien envió a Grayson a buscarte.
Llegamos a la cima de la colina y pude ver un edi cio a lo lejos.
Una cabaña, y entre nosotros y ella, un puente.
—Tercero hecho —dijo Jameson, de pie como una estatua, inmóvil
durante el lapso de un latido—. Vi morir a Emily Laughlin.
Capítulo 47

No jugué el juego de Jameson. No adiviné cuál de las cosas que


acababa de decir era verdad, pero no había duda de la forma en que
se le apretó la garganta cuando dijo esas últimas palabras.
Vi morir a Emily Laughlin.
Eso no me dijo qué le había sucedido. No explicaba por qué me
había dicho que le había pasado a Grayson.
—¿Debemos prestar atención al puente, heredera? —Jameson no
me hizo adivinar.
No estaba segura de que realmente quisiera que lo hiciera.
Obligué a concentrarme en la escena frente a nosotros. Fue pinto-
resco. Aquí había menos árboles para bloquear la luz de la luna. Pu-
de distinguir la forma en que el puente arqueaba el arroyo, pero no
el agua debajo. El puente era de madera, con barandillas y balaustres
que parecían haber sido minuciosamente hechos a mano. —¿Tu abu-
elo construyó esto él mismo?
Nunca había conocido a Tobías Hawthorne, pero estaba empezan-
do a sentir que lo conocía. Estaba en todas partes: en este rompeca-
bezas, en la Casa, en los chicos.
—No sé si lo construyó. —Jameson mostró una sonrisa de gato de
Cheshire, sus dientes brillando a la luz de la luna—. Pero si tenemos
razón en esto, es casi seguro que él incorporó algo.
Jameson sobresalía ngiendo, ngiendo que nunca le había pre-
guntado por Emily, ngiendo que no me acababa de decir que la ha-
bía visto morir.
Fingiendo que lo que pasó después de la medianoche se quedó en
la oscuridad.
Caminó a lo largo del puente. Detrás de él, hice lo mismo. Era vie-
jo y un poco chirriante pero sólido como una roca. Cuando Jameson
llegó al nal, retrocedió, sus manos se estiraron a los lados, las ye-
mas de los dedos se arrastraron ligeramente por las barandillas.
—¿Alguna idea de lo que estamos buscando? —Le pregunté.
—Lo sabré cuando lo vea. —Bien podría haber dicho que cuando lo
vea, te lo haré saber.
Había dicho que él y Emily eran parecidos, y no podía evitar la
sensación de que no hubiera esperado que ella fuera una participan-
te pasiva. Él no la habría tratado como una parte más del juego, dise-
ñada al principio para ser útil al nal.
Soy una persona. Soy capaz. Estoy aquí. Estoy jugando. Saqué mi telé-
fono del bolsillo de mi abrigo y encendí la linterna. Caminé de regre-
so por el puente, iluminando la viga en la barandilla, buscando hen-
diduras o una talla, algo. Mis ojos rastrearon los clavos en la madera,
contándolos, midiendo mentalmente la distancia entre cada uno.
Cuando terminé con la barandilla, me agaché, inspeccionando ca-
da balaustre. Frente a mí, Jameson hizo lo mismo. Se sentía casi co-
mo si estuviéramos bailando, un extraño baile de medianoche para
dos.
Estoy aquí.
—Lo sabré cuando lo vea —dijo Jameson de nuevo, en algún lu-
gar entre un mantra y una promesa.
—O tal vez lo haga —Me enderecé.
Jameson me miró. —A veces, heredera —dijo—, solo necesitas un
punto de vista diferente.
Saltó y lo siguiente que supe fue que estaba de pie sobre la baran-
dilla. No podía distinguir el agua abajo, pero podía oírla. Por lo de-
más, el aire nocturno estaba en silencio, hasta que Jameson comenzó
a caminar.
Era como verlo tambalearse en el balcón, de nuevo.
El puente no es tan alto. Probablemente el agua no sea tan profunda. Di-
rigí mi linterna hacia él, levantándome de mi posición agachada. El
puente crujió debajo de mí.
—Necesitamos mirar abajo —dijo Jameson. Subió al lado más alej-
ado de la barandilla, balanceándose en el borde del puente—. Agarra
mis piernas —me dijo, pero antes de que pudiera averiguar dónde
agarrarlas o qué estaba planeando hacer, cambió de opinión—. No.
Soy demasiado grande. Me soltarás. —Volvió a cruzar la barandilla
en un instante—. Tendré que abrazarte.

Hubo muchas primeras cosas a las que nunca llegué después de la


muerte de mi madre. Primeras citas.
Primeros besos. Primeras veces. Pero esta primera vez en particu-
lar, ser colgada de un puente por un chico que acababa de confesar
haber visto morir a su última novia, no estaba exactamente en la lista
de cosas por hacer.
Si estaba contigo, ¿por qué dijiste que le pasó a Grayson?
—No dejes caer su teléfono —me dijo Jameson—. Y no te soltaré.
Sus manos estaban apoyadas contra mis caderas. Estaba boca aba-
jo, con las piernas entre los balaustres y el torso colgando del borde
del puente. Si me soltaba, estaría en problemas.
The Dangling Game20 casi podía escuchar a mi mamá declarar.
Jameson ajustó su peso, sirviendo de ancla para el mío. Su rodilla
tocó la mía. Sus manos estaban sobre mí. Me sentí más consciente de mi
propio cuerpo, de mi propia piel, de lo que jamás podría recordar
haber sentido.
No lo sientas. Solo mira. Encendí mi luz en la parte inferior del pu-
ente. Jameson no lo soltó.
—¿Ves algo?
—Sombras —respondí—. Algunas algas. —Me retorcí, arqueando
ligeramente la espalda. La sangre me subía a la cabeza—. Las tablas
de la parte inferior no son las mismas que podemos ver en la parte
superior —señalé—. Hay al menos dos capas de madera. —Conté las
tablas. Veintiuno.
Me tomé unos segundos más para examinar la forma en que las
tablas se juntaban con la orilla y luego volví a llamar: —No hay nada
aquí, Jameson. Levántame.

Había veintiun tablas debajo del puente y, según el recuento que


acababa de completar, veintiuna en la super cie. Todo sumaba. No
había nada.
Jameson caminaba de un lado a otro, pero pensé que era mejor
quedarme quieta.
O habría pensado que sería mejor quedarme quieta si no lo hubi-
era visto caminar. Tenía una forma de moverse: energía indescriptib-
le, gracia asombrosa. —Se hace tarde —dije, desviando la mirada.
—Siempre era tarde —me dijo Jameson—. Si fueras a convertirte
en calabaza, ya habría sucedido, Cenicienta.
Otro día, otro apodo. No quería leer en eso, ni siquiera estaba se-
gura de qué leer en eso. —Tenemos escuela mañana —le recordé.
—Tal vez lo hagamos —Jameson llegó al nal del puente, dio me-
dia vuelta y regresó—. Quizás no. Puedes jugar según las reglas, o
puedes hacerlas. Sé cuál pre ero, heredera.
Lo que Emily prefería. No pude evitar ir ahí. Traté de concentrarme
en el momento, el rompecabezas en cuestión. El puente crujió. Jame-
son siguió caminando. Aclaré mi mente. Y el puente crujió de nuevo.
—Espera. —Ladeé la cabeza—. Detente. —Sorprendentemente,
Jameson hizo lo que le había ordenado—. Retrocede despacio. —
Esperé y escuché, y luego escuché el crujido de nuevo.
—Es el mismo tablero. —Jameson llegó a esa conclusión al mismo
tiempo que yo.
—Cada vez. —Se puso en cuclillas para verlo mejor. Yo también
me arrodillé. El tablero no se veía diferente a ninguno de los demás.
Pasé mis dedos sobre él, buscando algo, no estaba segura de qué.
A mi lado, Jameson estaba haciendo lo mismo. Me rozó. Traté de
no sentir nada y esperaba que él retrocediera, pero en cambio, sus
dedos se deslizaron entre los míos, entrelazando nuestras manos,
planas sobre la tabla.
Presionó.
Yo hice lo mismo.
El tablero crujió. Me incliné hacia él y Jameson comenzó a rotar
nuestras manos, lentamente, de un lado del tablero al otro.
—Se mueve. —Mis ojos se lanzaron hacia él—. Solo un poco.
—Un poco no es su ciente. —Retiró lentamente sus dedos de los
míos, ligeros como una pluma y cálidos. —Estamos buscando un
pestillo, algo que evite que la tabla gire por completo.
Finalmente, lo encontramos, pequeños nudos en la madera donde
la tabla se juntaba con los balaustres. Jameson tomó el de la izquier-
da. Tomé el de la derecha. Moviéndonos en sincronía, presionamos.
Hubo un sonido de estallido. Cuando nos reunimos en el medio y
probamos la tabla una vez más, se movió más libremente. Juntos, lo
hicimos girar hasta que la parte inferior del tablero quedó hacia arri-
ba.
Alumbré la madera con mi linterna. Jameson hizo lo mismo con la
suya. Tallado en la super cie de la madera había un símbolo.
—In nito —dijo Jameson, trazando su pulgar sobre la talla.
Incliné la cabeza hacia un lado y tomé una visión más pragmática.
—O un ocho.

20 El juego del ahorcado o juego del colgado.


Capítulo 48

La mañana llegó demasiado temprano. De alguna manera, me ar-


rastré fuera de la cama y me vestí.
Me debatí si podía saltearme con el pelo y el maquillaje, pero re-
cordé lo que Xander había dicho sobre contar la historia para que na-
die más la contara por ti.
Después de lo que había hecho con la prensa el día anterior, no
podía permitirme mostrar debilidad.
Cuando terminé de ponerme lo que mentalmente llamaba mi cara
de batalla, alguien llamó a mi puerta. Respondí y vi a la doncella que
Alisa me había dicho que era —una de Nash—. Llevaba una bandeja
de desayuno. La señora Laughlin no me había enviado uno desde mi
primera mañana en Hawthorne House.
Me pregunté qué había hecho para merecer este.
—Nuestro equipo limpia profundamente la casa de arriba a abajo
los martes —me informó la criada, una vez que colocó la bandeja. —
Si te parece bien, empezaré en tu baño.
—Déjame colgar la toalla —le dije, y la mujer me miró como si le
hubiera anunciado la intención de hacer yoga, desnuda y frente a el-
la.
—Puedes dejar la toalla en el suelo. Los blanquearemos de todos
modos.
Eso simplemente se sintió mal. —Soy Avery. —Me presenté, a pe-
sar de que casi con certeza sabía mi nombre. —¿Cuál es tu nombre?
—Mellie. —Ella no se ofreció como voluntaria más que eso.
—Gracias, Mellie. —Ella me miró sin comprender—. Por tu ayu-
da. —Pensé en el hecho de que Tobías Hawthorne había mantenido
a los forasteros fuera de Hawthorne House tanto como fuera posible.
Y, aun así, había todo un equipo para limpiar los martes. No debería
haber encontrado eso sorprendente. Debería haber sido más sorpren-
dente que toda la tripulación no estuviera aquí limpiando todos los
días. Y todavía…
Crucé el pasillo hasta la habitación de Libby porque sabía que ella
entendería exactamente lo surrealista e incómodo que se sentía. Lla-
mé ligeramente, en caso de que ella todavía estuviera durmiendo, y
la puerta se deslizó hacia adentro, lo su ciente para que pudiera ver
una silla y una otomana21, y el hombre que las ocupaba actualmente.
Las largas piernas de Nash Hawthorne estaban estiradas sobre la
otomana, con las botas todavía puestas. Un sombrero de vaquero
cubría su rostro. Él estaba durmiendo.
En la habitación de mi hermana.
Nash Hawthorne dormía en la habitación de mi hermana.
Hice un sonido involuntario y di un paso atrás. Nash se movió y
luego me vio. Sombrero en mano, se deslizó fuera de la silla y se
unió a mí en el pasillo.
—¿Qué estás haciendo en la habitación de Libby? —Le pregunté.
No había estado en su cama, pero aún así. ¿Qué demonios estaba ha-
ciendo el hermano mayor de Hawthorne vigilando a mi hermana?
—Ella está pasando por algo — dijo Nash, como si eso fuera una
novedad para mí. Como si no hubiera sido yo quien manejara a Dra-
ke el día anterior.
—Libby no es uno de tus proyectos —le espeté. No tenía idea de
cuánto tiempo habían pasado juntos estos últimos días. En la cocina,
ella parecía encontrarlo irritante.
Libby no se irrita. Ella es un rayo de sol gótico.
—¿Mis proyectos? —Nash repitió, entrecerrando los ojos—. ¿Qué
te ha estado diciendo Lee—Lee exactamente?
Su continuo uso de un apodo para mi abogada sólo sirvió para re-
cordarme que habían estado comprometidos. Es el ex de Alisa. Ha
“salvado” a quién sabe cuántos miembros del personal.
Y pasó la noche en la habitación de mi hermana. Esto no podría
terminar bien. Pero antes de que pudiera decir eso, Mellie salió de mi
habitación. Aún no podía haber terminado con el baño, así que debió
habernos escuchado. Escuché a Nash.
—Buenos días —le dijo.
—Buenos días —dijo con una sonrisa, y luego me miró, miró la
habitación de Libby, miró la puerta abierta y dejó de sonreír.

21 Sillón sin respaldo ni cabecera.


Capítulo 49

Oren me recibió en el auto con una taza de café. No dijo una pa-
labra sobre mi pequeña aventura con Jameson la noche anterior, y no
le pregunté cuánto había observado. Cuando abrió la puerta del coc-
he, Oren se inclinó hacia mí. —No digas que no te lo advertí.
No tenía idea de qué estaba hablando, hasta que me di cuenta de
que Alisa estaba sentada en el asiento delantero. —Te ves tranquila
esta mañana —comentó.
Entendí que sedado signi caba moderadamente menos imprudente y,
por tanto, menos propensa a evocar un escándalo en la prensa sensacionalis-
ta. Me pregunté cómo habría descrito ella la escena con la que me ha-
bía topado en la habitación de Libby.
Esto no es tan bueno.
—Espero que no tengas planes para este n de semana, Avery —
dijo Alisa mientras Oren ponía el coche en marcha—. O el próximo
n de semana. —Ni Jameson ni Xander se habían unido a nosotros,
lo que signi caba que no tenía absolutamente ningún amortiguador
y, de manera clara, Alisa estaba realmente enojada.
Mi abogado no puede castigarme, ¿verdad? Pensé.
—Esperaba mantenerte fuera del centro de atención un poco más
—continuó Alisa intencionadamente—, pero como ese plan se ha qu-
edado en el camino, estarás asistiendo a una recaudación de fondos
de cinta rosa este sábado por la noche y un juego el próximo domin-
go.
—¿Un juego? —repetí.
—NFL —dijo secamente—. Eres dueña del equipo. Mi esperanza
es que la programación de algunas salidas sociales de alto per l pro-
porcione su ciente material para el molino de chismes que podamos
retrasar la con guración de tu primera entrevista hasta después de
que hayamos recibido una capacitación real en medios.
Todavía estaba tratando de asimilar el bombazo de la NFL cuan-
do las palabras media training22 me pusieron un nudo de terror en la
garganta.
—¿Tengo que—?
—Sí —me cortó—. Sí a la gala de este n de semana, sí al partido
del próximo n de semana, sí al entrenamiento de los medios.
No dije una palabra más en queja. Había avivado este fuego y
protegido a Libby sabiendo que, tarde o temprano, tendría que pa-
gar el autista.

Recibí tantas miradas cuando llegamos a la escuela que me pre-


gunté si había soñado mis dos últimos días en Heights Country Day.
Esto era lo que esperaba el primer día. Al igual que entonces, Thea
fue la primera en moverse hacia mí.
—Hiciste algo —dijo en un tono que sugería que lo que había hec-
ho era a la vez travieso y delicioso. Inexplicablemente, mi mente fue
a Jameson, al momento en el puente cuando sus dedos se habían ent-
relazado entre los míos.
—¿De verdad sabes por qué Tobias Hawthorne te dejó todo? —
preguntó Thea, con los ojos encendidos—. Toda la escuela está hab-
lando de eso.
—Toda la escuela puede hablar de lo que quiera.
—No te agrado mucho —señaló Thea—. Está bien. Soy un perfec-
cionista bisexual híper
competitiva al que le gusta ganar y me veo así. No soy ajena a ser
odiada.
Puse los ojos en blanco. —No te odio. —No la conocía lo su cien-
te como para odiarla todavía.
—Eso es bueno —respondió Thea con una sonrisa de satisfacción
—, porque vamos a pasar mucho más tiempo juntas. Mis padres se
van de la ciudad. Parece que creen que, si me dejan a mi suerte, pod-
ría hacer algo mal aconsejado, así que me quedaré con mi tío, y ten-
go entendido que él y Zara se han instalado en Hawthorne House.
Supongo que no están preparados para ceder la propiedad familiar a
un extraño.
Zara había estado jugando bien, o al menos mejor. Pero no tenía
idea de que ella se había mudado. Por otra parte, Hawthorne House
era tan gigantesco que todo un equipo de béisbol profesional podría
estar viviendo allí y yo podría no tener ni idea.
Por lo que sabía, podría ser tener un equipo de béisbol profesional.
—¿Por qué querrías quedarte en Hawthorne House? —le pregun-
té a Thea. Ella era la que me había advertido que me fuera.
—Contrariamente a la creencia popular, no siempre hago lo que
quiero. —Thea echó su cabello oscuro sobre su hombro—. Y, ade-
más, Emily era mi mejor amiga. Después de todo lo que pasó el año
pasado, cuando se trata de los encantos de los hermanos Hawthorne,
soy inmune.

22 Entrenamiento en medios en inglés.


Capítulo 50

Cuando nalmente pude contactar a Max, ella no se sentía habla-


dora. Me di cuenta de que algo andaba mal, pero no de qué. No te-
nía ni una sola palabrota falsa para compartir sobre el tema de la
mudanza de Thea, y cortó nuestras idas y venidas sin ningún co-
mentario sobre el físico de los hermanos Hawthorne. Pregunté si to-
do estaba bien. Ella dijo que tenía que irse.
Xander, por el contrario, estaba más que dispuesto a discutir el te-
ma de Thea. —Si Thea está aquí —me dijo esa tarde, bajando la voz
como si las paredes de Hawthorne House tuvieran oídos—, ella está
tramando algo.
—¿Ella? —pregunté intencionadamente—. ¿O tu tía?
Zara me había arrojado junto con Grayson a la fundación, y ahora
estaba mudando a Thea a la Casa. Reconocí a alguien apilando el
tablero, incluso si no podía ver la jugada debajo.
—Tienes razón —dijo Xander—, dudo seriamente que Thea se of-
reciera como voluntaria para pasar tiempo con nuestra familia. Es po-
sible que desee fervientemente que los buitres coman mis entrañas.
—¿A ti? —pregunté. Los problemas de Thea con los hermanos
Hawthorne parecían girar en torno a Emily, y eso signi caba, supu-
se, en torno a Jameson y Grayson—. ¿Qué hiciste?
—Es una historia —dijo Xander con un suspiro—, que involucra
un amor desventurado, citas falsas, tragedia, penitencia… y posible-
mente buitres.
Volví a pensar en preguntarle a Xander sobre Rebecca Laughlin.
No había dicho nada que indicara que era la hermana de Emily.
Murmuró casi exactamente lo que acababa de decir sobre Thea.
Xander no me dejó rumiar por mucho tiempo. En cambio, me ar-
rastró a lo que declaró ser su cuarto favorito de la casa. —Si vas a
enfrentarte cara a cara con Thea —me dijo—, tienes que estar prepa-
rada.
—No voy a ir a enfrentar a nadie —dije con rmeza.
—Es adorable que creas eso. —Xander se detuvo donde un corre-
dor se encontraba con otro. Extendió los dos metros y medio para to-
car una moldura que subía por la esquina. Debió haber dado algún
tipo de liberación, porque lo siguiente que supe fue que estaba tiran-
do de la moldura hacia nosotros, revelando un espacio detrás de ella.
Metió la mano en el hueco detrás de la moldura y, un momento des-
pués, una parte de la pared se abrió hacia nosotros como una puerta.
Nunca me iba a acostumbrar a esto.
—¡Bienvenida a mi guarida! —Xander parecía encantado de estar
diciendo esas palabras.
Entré en su guarida y vi… ¿una máquina? Artilugio probablemente
habría sido el término más exacto. Había decenas de engranajes, po-
leas y cadenas, una serie complicada de rampas conectadas, varios
cubos, dos cintas transportadoras, una honda, una jaula de pájaros,
cuatro molinetes y al menos cuatro globos.
—¿Eso es un yunque? —pregunté, frunciendo el ceño e inclinán-
dome hacia adelante para ver mejor.
—Eso —dijo Xander con orgullo—, es una máquina Rube Gold-
berg. Da la casualidad de que soy tres veces campeón mundial en la
construcción de máquinas que hacen cosas simples de formas dema-
siado complicadas. —Me entregó una canica—. Coloca esto en el
molinillo.
Lo hice. El molinillo giró, soplando un globo, que volcó un cubo…
Mientras observaba que cada mecanismo ponía en marcha el sigu-
iente, miré al hermano menor de Hawthorne por el rabillo del ojo. —
¿Qué tiene esto que ver con que Thea se mude?
Me dijo que necesitaba estar preparado y luego me trajo aquí. ¿Se
suponía que esto era una especie de metáfora? ¿Una advertencia de
que las acciones de Zara pueden parecer complicadas, incluso cuan-
do el objetivo era simple? ¿Una idea del cargo de Thea?
Xander me miró de reojo y sonrió. —¿Quién dijo que esto tenía al-
go que ver con Thea?
Capítulo 51

Esa noche, en honor a la visita de Thea, la Sra. Laughlin hizo un


rosbif23 que se derretía en la boca. Puré de patatas con ajo orgásmico.
Espárragos asados, oretes de brócoli y tres tipos diferentes de crè-
me brûlée24.
No pude evitar sentir que era bastante revelador que la Sra. La-
ughlin hubiera hecho todo lo posible por Thea, pero no por mí.
Tratando de no parecer mezquina, me senté a una cena formal en
el comedor, que probablemente debería haberse llamado salón de
banquetes. La enorme mesa estaba puesta para las once. He catalo-
gado a los participantes de esta pequeña cena familiar: cuatro her-
manos Hawthorne. Skye, Zara y Constantine, Thea, Libby, Nan, y
yo.
—Thea —dijo Zara, su voz casi demasiado agradable—, ¿cómo es
el hockey sobre césped?
—Estamos invictos esta temporada. —Thea se volvió hacia mí—.
¿Has decidido qué deporte jugarás, Avery?
Me las arreglé para resistir el impulso de resoplar, pero apenas. —
No hago deportes.
—Todos en Country Day hacen un deporte —me informó Xander,
antes de llenarse la boca con rosbif. Sus ojos se pusieron en blanco
con placer mientras masticaba—. Es un requisito real, real, y no un
producto de la imaginación deliciosamente vengativa de Thea.
—Xander —dijo Nash a modo de advertencia.
—Dije que era deliciosamente vengativa —respondió Xander ino-
centemente.
—Si yo fuera un niño —le dijo Thea con una sonrisa de belleza su-
reña—, la gente simplemente me llamarían impulsiva.
—Thea. —Constantine la miró con el ceño fruncido.
—Correcto. —Thea se secó los labios con la servilleta—. No hay
feminismo en la mesa.
Esta vez, no pude contener el resoplido. Punto, Thea.
—Un brindis —declaró Skye de la nada, sosteniendo su copa de
vino y arrastrando las palabras lo su ciente como para que estuviera
claro que ya había estado bebiendo.
—Skye, querida —dijo Nan con rmeza—, ¿has considerado ir a
dormir?
—Un brindis —reiteró Skye, con el vaso todavía en alto—, para
Avery.
Por una vez, había acertado mi nombre. Esperé a que cayera la
guillotina, pero Skye no dijo nada más. Zara levantó su copa. Uno
por uno, cada vaso fue subiendo.
Todas las personas en esta sala probablemente habían captado el
mensaje: no podía resultar nada bueno desa ar el testamento. Podría
haber sido el enemigo, pero también era la que tenía el dinero.
¿Es por eso por lo que Zara trajo a Thea aquí? Para acercarse a mí ¿Es
por eso por lo que me dejó sola en la fundación con Grayson?
—Para ti, heredera —murmuró Jameson a mi izquierda. Me volví
para mirarlo. No lo había visto desde la noche anterior. Estaba bas-
tante seguro de que se había saltado la escuela. Me pregunté si hab-
ría pasado el día en el Bosque Negro, buscando la siguiente pista. Sin
mí.
—Para Emily —añadió Thea de repente, con la copa todavía le-
vantada y los ojos jos en Jameson—. Que descanse en paz.
El vaso de Jameson se vino abajo. Su silla fue apartada brusca-
mente de la mesa.
Más abajo, los dedos de Grayson se apretaron alrededor de la ba-
se de su propio vaso, y sus nudillos se volvieron blancos.
—Teodora —siseó Constantine.
Thea tomó un trago y adoptó la expresión más inocente del mun-
do. —¿Qué?

Todo en mí quería seguir a Jameson, pero esperé unos minutos


antes de excusarme. Como si eso les impidiera saber exactamente a
dónde iba.
En el vestíbulo, presioné mi mano contra los paneles de la pared,
golpeando la secuencia diseñada para revelar la puerta del armario
de abrigos. Necesitaba mi abrigo si iba a aventurarme en el Bosque
Negro. Estaba segura de que era allí donde había ido Jameson.
Cuando mi mano se enganchó alrededor de la percha, una voz
habló detrás de mí. —No voy a preguntarte qué está haciendo Jame-
son. O qué vas a hacer.
Me volví para mirar a Grayson. —No me vas a preguntar —repe-
tí, observando la forma de su mandíbula y esos astutos ojos plate-
ados—, porque ya lo sabes.
—Yo estaba allí anoche. En el puente. —Había aristas en el tono
de Grayson, no ásperas, sino a ladas—. Esta mañana, fui a ver el
Testamento Rojo.
—Todavía tengo el ltro —señalé, tratando de no leer nada en el
hecho de que nos había visto a su hermano y a mí en el puente, y no
sonaba feliz por eso.
Grayson se encogió de hombros, tirando de los hombros contra
los límites de su traje. —El acetato rojo es bastante fácil de conseguir.
Si había visto el Testamento Rojo, sabía que sus segundos nomb-
res eran pistas. Me pregunté si su mente había ido inmediatamente a
sus padres. Me pregunté si eso lo lastimaría, de la forma en que lasti-
mó a Jameson.
—Estuviste allí anoche —dije, repitiendo lo que me había dicho—.
En el puente. —¿Cuánto había visto? ¿Cuánto sabía él?
¿Qué había pensado cuando Jameson y yo nos tocamos?
—Westbrook. Escritorio pequeño. Winchester. Madera negra. —
Grayson dio un paso hacia mí.
—Son apellidos, pero también son ubicaciones. Encontré la pista
en el puente después de que tú y mi hermano se hubieran ido.
Nos había seguido hasta allí. Había encontrado lo que habíamos
encontrado.
—¿Qué quieres, Grayson?
—Si fueras inteligente —advirtió en voz baja—, te mantendrías
alejada de Jameson. Del juego. —Miró hacia abajo—. Y de mí. —La
emoción atravesó sus rasgos, pero la ocultó antes de que pudiera de-
cir qué, exactamente, estaba sintiendo—. Thea tiene razón —dijo
bruscamente, alejándose de mí, alejándose de mí—. Esta familia, dest-
ruimos todo lo que tocamos.

23 Platillo anglosajón —sobre todo de Australia— que consiste en el corte de carne del buey,
y que va asada o a la sartén. Puede ir acompañado de verduras salteadas y papas al horno.
24 Es un postre de origen francés elaborado con crema y espolvoreada con azúcar derretida
o caramelo.
Capítulo 52

Sabía por el mapa aproximadamente dónde estaba el Bosque Neg-


ro. Encontré a Jameson en las afueras, extremadamente quieto, como
si no pudiera moverse. Sin previo aviso, rompió esa quietud, golpean-
do furiosamente un árbol cercano, fuerte y rápido, la corteza desgar-
rándole las manos.
Thea mencionó a Emily. Esto es lo que le hace incluso la mención de su
nombre.
—¡Jameson!— Estaba casi cerca de él, pero sacudió la cabeza hacia
mí y me detuve, abrumada por la sensación de que no debería haber
estado allí, que no tenía derecho a presenciar que ninguno de los chi-
cos de Hawthorne sufriera tanto.
Lo único que podía pensar en hacer era tratar de hacer que lo que
acababa de ver importara menos.
—¿Te has roto algún dedo últimamente? —pregunté a la ligera. El
juego de ngir que no importa.
Jameson estaba listo y dispuesto a jugar. Levantó las manos, gru-
ñendo mientras doblaba los nudillos. —Todavía intacto.
Aparté los ojos de él y observé nuestro entorno. El perímetro esta-
ba tan densamente arbolado que, si los árboles no hubieran perdido
sus hojas, ninguna luz hubiera podido llegar al suelo del bosque.
—¿Qué estamos buscando? —indagué. Tal vez no me consideraba
una socia real en esta búsqueda. Quizás no había un verdadero no-
sotros, pero él respondió.
—Tu conjetura es tan buena como la mía, heredera.
A nuestro alrededor, ramas desnudas extendidas arriba, esquelé-
ticas y torcidas.
—Faltaste a la escuela hoy para hacer algo —señalé—. Tienes una
suposición.
Jameson sonrió como si no pudiera sentir la sangre brotar de sus
manos. —Cuatro segundos nombres. Cuatro ubicaciones. Cuatro
pistas: tallas, probablemente. Símbolos, si la pista en el puente fuera
in nito; números, si fuera un ocho.
Me pregunté qué había hecho, si es que había hecho algo, para ac-
larar su mente entre la noche anterior y la entrada al Bosque Negro.
Alpinismo. Carreras. Saltar.
Desapareciendo en las paredes.
—¿Sabes cuántos árboles pueden contener cuatro acres, heredera?
—Jameson preguntó alegremente—. Doscientos, en un bosque sano.
—¿Y en el Bosque Negro? —Le dije, dando primero un paso hacia
él, luego otro.
—Al menos el doble.
Era como la biblioteca de nuevo. Como las llaves. Tenía que haber
un atajo, un truco que no estábamos viendo.
—Aquí. —Jameson se inclinó, luego colocó un rollo de cinta adhe-
siva que brillaba en la oscuridad en mi mano, dejando que sus dedos
rozaran los míos mientras lo hacía—. He estado marcando árboles
mientras los reviso.
Me concentré en sus palabras, no en su toque. Principalmente. —
Tiene que haber una mejor manera —dije, girando la cinta adhesiva
en mis manos, mis ojos encontrando su camino hacia los suyos una
vez más.
Los labios de Jameson se torcieron en una sonrisa perezosa y
despreocupada. —¿Tienes alguna sugerencia, Chica Misteriosa?

Dos días después, Jameson y yo todavía estábamos haciendo las


cosas de la manera más difícil y todavía no habíamos encontrado na-
da. Podía verlo cada vez más resuelto. Jameson Winchester Hawt-
horne empujaría hasta chocar con una pared. No estaba segura de
qué haría para superarlo esta vez, pero de vez en cuando, lo sorpren-
día mirándome de una manera que me hacía pensar que tenía algu-
nas ideas.
Así era como me miraba ahora. —No somos los únicos que esta-
mos buscando la siguiente pista —dijo mientras el anochecer comen-
zaba a dar paso a la oscuridad. —Vi a Grayson con un mapa del bos-
que.
—Thea me está siguiendo —dije, arrancando un trozo de cinta,
muy consciente del silencio que nos rodeaba—. La única forma en
que puedo quitármela de encima es cuando ve la oportunidad de
meterse con Xander.
Jameson pasó suavemente a mi lado y marcó el siguiente árbol. —
Thea le guarda rencor, cuando ella y Xander rompieron, fue feo.
—¿Salieron? —Pasé por delante de Jameson y busqué en el sigui-
ente árbol, pasando los dedos por la corteza—. Thea es prácticamen-
te tu prima.
—Constantine es el segundo marido de Zara. El matrimonio es re-
ciente y Xander siempre ha sido un fanático de las lagunas.
Nada con los hermanos Hawthorne fue nunca simple, incluido lo
que Jameson y yo estábamos haciendo ahora. Como nos habíamos
abierto camino hasta el centro del bosque, los árboles estaban más
separados. Más adelante, pude ver un gran espacio abierto, el único
lugar en el Bosque Negro donde la hierba podía crecer en el suelo
del bosque.
De espaldas a Jameson, me trasladé a un árbol nuevo y comencé a
pasar las manos por la corteza. Casi de inmediato, mis dedos tocaron
un surco.
—Jameson. —Aún no estaba oscuro como la boca del lobo, pero
había poca luz en el bosque que no pude distinguir del todo lo que
había encontrado hasta que Jameson apareció a mi lado, brillando
con una luz extra. Pasé mis dedos lentamente sobre las letras graba-
das en el árbol.
TOBÍAS HAWTHORNE II
A diferencia del primer símbolo que encontramos, estas letras no
eran suaves. El tallado no se había hecho con mano pareja. El nomb-
re parecía haber sido tallado por un niño.
—Las I al nal son un número romano —dijo Jameson, su voz se
volvió eléctrica.
—Tobias Hawthorne Segundo.
Toby, pensé, y luego escuché un crujido. Siguió un eco ensordece-
dor y el mundo estalló. Corteza volando. Mi cuerpo echado hacia at-
rás.
—¡Agáchate! —gritó Jameson.
Apenas lo escuché. Mi cerebro no podía procesar lo que estaba es-
cuchando, lo que acababa de suceder. Estoy sangrando.
Dolor.
Jameson me agarró y tiró de mí hacia el suelo. Lo siguiente que
supe fue que su cuerpo estaba sobre el mío y sonó el sonido de un
segundo disparo.
Pistola. Alguien nos está disparando. Sentí un dolor punzante en el
pecho. Me han disparado.
Escuché pasos golpeando contra el suelo del bosque, y luego Oren
gritó: —¡Quédate abajo!
Con el arma desenvainada, mi guardaespaldas se interpuso entre
nosotros y el tirador. Pasó una pequeña eternidad. Oren salió corri-
endo en la dirección de donde habían venido los disparos, pero yo
sabía, con una presciencia que no podía explicar, que el tirador se
había ido.
—¿Estás bien, Avery? —Oren se dobló hacia atrás— Jameson,
¿está bien?
—Ella está sangrando. —Ese fue Jameson. Se había apartado de
mi cuerpo y me estaba mirando.
Mi pecho palpitaba, justo debajo de mi clavícula, donde me habí-
an golpeado.
—Tu cara. —El toque de Jameson fue ligero contra mi piel. En el
momento en que sus dedos rozaron suavemente mi pómulo, los ner-
vios de mi rostro se pusieron vivos. Duele.
—¿Me dispararon dos veces? —pregunté, aturdida.
—El asaltante no te disparó en absoluto. —Oren hizo un trabajo
rápido para desplazar a Jameson y pasó sus manos expertamente
por mi cuerpo, buscando daños—. Te golpearon un par de trozos de
corteza. —Sondeó la herida debajo de mi clavícula—. El otro corte es
solo un rasguño, pero la corteza se ha alojado profundamente en es-
te. Lo dejaremos hasta que estemos listos para coserlo.
Mis oídos sonaron. —Cósame. —No quería simplemente repetir
lo que le estaba diciendo, pero era literalmente todo lo que podía sa-
lir de mi boca.
—Tienes suerte. —Oren se puso de pie y luego revisó rápidamen-
te el árbol, donde había impactado la bala—. Un par de centímetros
a la derecha, y estaríamos buscando quitar una bala, no un ladrido.
Mi guardaespaldas pasó por delante del lugar donde el árbol ha-
bía sido golpeado contra otro árbol detrás de nosotros. Con un movi-
miento suave, sacó un cuchillo de su cinturón y lo clavó en el árbol.
Me tomó un momento darme cuenta de que estaba sacando una
bala.
—Quienquiera que haya disparado esto ya se ha ido —dijo, envol-
viendo la bala en lo que parecía ser una especie de pañuelo—. Pero
podríamos rastrear esto.
Esto, como en una bala. Alguien acababa de intentar dispararnos.
A mí. Mi cerebro nalmente se estaba poniendo al día ahora. No esta-
ban apuntando a Jameson.
—¿Qué acaba de pasar aquí? —Por una vez, Jameson no sonaba
como si estuviera jugando. Sonaba como si su corazón estuviera lati-
endo tan rápida y brutalmente como el mío.
—Lo que pasó —respondió Oren, mirando hacia atrás en la dis-
tancia—, es que alguien los vio a los dos aquí afuera, decidió que
eran objetivos fáciles y apretó el gatillo.
Dos veces.
Capítulo 53

Alguien me disparó. Me sentí… entumecida no era la palabra correc-


ta. Mi boca estaba demasiado seca. Mi corazón latía demasiado rápi-
do. Me dolió, pero sentí que me dolía desde la distancia.
Conmoción.
—Necesito un equipo en el cuadrante noreste. —Oren estaba al te-
léfono. Traté de concentrarme en lo que estaba diciendo, pero no pa-
recía poder concentrarme en nada, ni siquiera en mi brazo—. Tene-
mos un tirador. Ya no está, es casi seguro, pero barreremos el bosque
por si acaso.
—Traiga un botiquín.
Oren colgó, luego volvió su atención a Jameson y a mí. —Sígan-
me. Nos quedaremos donde tenemos cobertura hasta que llegue el
equipo de soporte. —Nos llevó de regreso al extremo sur del bosque,
donde los árboles eran más densos.
El equipo no tardó en llegar. Vinieron en vehículos todo terreno,
dos de ellos. Dos hombres, dos vehículos. Tan pronto como se detuvi-
eron, Oren recitó las coordenadas: dónde estábamos cuando nos dis-
pararon, la dirección de donde venían las balas, la trayectoria.
Los hombres no respondieron nada. Sacaron sus armas. Oren se
subió al ATV de cuatro asientos y esperó a que Jameson y yo hiciéra-
mos lo mismo.
—¿Regresaste a la casa? —preguntó uno de los hombres.
Oren miró a su subordinado a los ojos. —La casa de Campo.

A medio camino de Wayback Co age, mi cerebro comenzó a fun-


cionar de nuevo. Me dolía el pecho. Me habían dado una compresa
para sujetar la herida, pero Oren aún no la había tratado. Su primera
prioridad había sido llevarnos a un terreno más seguro. Nos llevará a
Wayback Co age. No Hawthorne House. La cabaña estaba más cerca,
pero no podía evitar la sensación de que lo que Oren realmente les
había estado diciendo a sus hombres era que no con aba en la gente
de la casa.
Demasiado por la forma en que me había asegurado, repetida-
mente, que estaba a salvo. Que la familia Hawthorne no era una
amenaza. Toda la nca, incluido el Bosque Negro, estaba amuralla-
da. A nadie se le permitía pasar la puerta sin una veri cación de an-
tecedentes exhaustiva.
Oren no cree que estemos lidiando con una amenaza externa. Dejé que
se hundiera, una pesadez en mi estómago mientras procesaba el nú-
mero limitado de sospechosos. Los Hawthorne y el personal.

Ir a Wayback Co age parecía un riesgo. No había interactuado


mucho con los Laughlin, pero nunca me habían dado la impresión
de que estaban contentos de estar aquí. ¿Exactamente qué tan leales son
a la familia Hawthorne? Pensé en Alisa diciendo que la gente de Nash
moriría por él.
¿También matarían por él?
La Sra. Laughlin estaba en casa cuando llegamos a Wayback. Ella
no es la que disparó, pensé. No podría haber regresado aquí a tiempo.
¿Podría ella?
La mujer mayor nos miró a Oren, a Jameson y a mí y nos hizo pa-
sar al interior. Si una persona sangrante siendo cosida en la mesa de
su cocina fue un hecho inusual, ella no dio señales de ello. No estaba
segura de si la forma en que ella se estaba tomando esto con calma
era reconfortante o sospechosa.
—Voy a poner un poco de té —dijo. Con el corazón latiendo con
fuerza, me pregunté si era seguro beber cualquier cosa que me diera.
—¿Estás de acuerdo con que yo haga de médico? —preguntó
Oren, acomodándome en una silla—. Estoy seguro de que Alisa pod-
ría conseguir un cirujano plástico elegante.
No estaba de acuerdo con nada de esto. Todo el mundo estaba tan
seguro de que no me iban a matar con un hacha y que bajé la guar-
dia. Había rechazado la idea de que la gente había matado por muc-
ho menos de lo que yo había heredado. Había dejado que cada uno
de los hermanos Hawthorne pasara mis defensas.
Este no era Xander. No pude conseguir que mi cuerpo se calmara,
no importa cuánto lo intenté.
Jameson estaba a mi lado. Nash no quiere el dinero y Grayson no…
No lo haría.
—¿Avery? —preguntó Oren, una nota de preocupación se abrió
camino en su voz profunda.
Traté de que mi mente dejara de correr. Me sentí mal, físicamente
enferma. Deja de entrar en pánico. Tenía un trozo de madera en la car-
ne. Hubiera preferido no tener un trozo de madera en mi carne. Tirar
juntos.
—Haz lo que tengas que hacer para detener la hemorragia —le di-
je a Oren. Mi voz solo tembló un poco.
Quitar la corteza duele. El desinfectante dolía muchísimo más. El
botiquín incluía una inyección de anestésico local, pero no había can-
tidad de anestésico que pudiera alterar la conciencia de mi cerebro
de la aguja cuando Oren comenzó a coser mi piel nuevamente.
Concéntrate en eso. Deja que duela. Después de un momento, aparté
la mirada de Oren y seguí los movimientos de la señora Laughlin.
Antes de darme mi té, lo mezcló con whisky.
—Toma. —Oren asintió con la cabeza hacia mi taza—. Bebe eso.
Me había traído aquí porque con aba más en los Laughlin que en
los Hawthorne. Me estaba diciendo que era seguro beber. Pero me
había dicho muchas cosas.
Alguien me disparó. Intentaron matarme. Podría estar muerta. Me
temblaban las manos.
Oren los estabilizó. Con ojos sabios, se llevó mi taza de té a la boca
y tomó un trago.
Está bien. Me está mostrando que está bien. Sin estar seguro de si al-
guna vez podría salir del modo de lucha o huida, me obligué a be-
ber. El té estaba caliente. El whisky estaba fuerte.
Se quemó todo el camino.
La Sra. Laughlin me dio una mirada casi maternal, luego frunció
el ceño a Oren. —Señor, Laughlin querrá saber qué pasó —dijo, co-
mo si ella misma no sintiera curiosidad por saber por qué estaba
sangrando en la mesa de la cocina—. Y alguien necesita limpiarle la
cara a la pobre niña. —Me miró con simpatía y chasqueó la lengua.
Antes, había sido una forastera. Ahora estaba otando como una
gallina. Todo lo que hizo falta fueron unas cuantas balas.
—¿Dónde está el Sr. Laughlin? —Oren preguntó, su tono de con-
versación, pero escuché la pregunta y la implicación debajo. Él no es-
tá aquí. ¿Es un buen tirador? ¿Podría…? Como si lo hubieran llama-
do, el Sr. Laughlin atravesó la puerta principal y dejó que se cerrara
de golpe detrás de él. Tenía barro en las botas.
¿Del bosque?
—Algo pasó —le dijo la Sra. Laughlin a su esposo con calma. El
Sr. Laughlin nos miró a Oren, a Jameson ya mí, en ese orden, el mis-
mo orden en que su esposa se había tomado en nuestra presencia, y
luego se sirvió un vaso de whisky.
—¿Protocolos de seguridad? —preguntó a Oren con brusquedad.
Oren asintió enérgicamente. —Con toda la fuerza.
Se volvió hacia su esposa. —¿Dónde está Rebecca? —preguntó.
Jameson levantó la vista de su propia taza de té. —¿Rebecca está
aquí?
—Ella es una buena chica —gruñó el Sr. Laughlin. —Viene de vi-
sita, como debería.
Entonces, ¿dónde está ella? Pensé.
La Sra. Laughlin apoyó una mano en mi hombro. —Hay un baño
por ahí, querida —me dijo en voz baja—, si quieres limpiarte.
Capítulo 54

La puerta por la que me había enviado la señora Laughlin no con-


ducía directamente a un baño. Conducía a un dormitorio que tenía
dos camas individuales y poco más. Las paredes estaban pintadas de
un violeta claro; los edredones gemelos estaban acolchados con cu-
adrados de tela en lavanda y violeta.
La puerta del baño estaba entreabierta.
Caminé hacia él, tan dolorosamente consciente de lo que me rode-
aba que sentí como si hubiera escuchado caer un al ler a una milla
de distancia. No hay nadie aquí. Estoy a salvo. Está bien. Estoy bien.
Dentro del baño, miré detrás de la cortina de la ducha. No hay na-
die aquí, me dije de nuevo. Estoy bien. Me las arreglé para sacar mi ce-
lular de mi bolsillo y llamé a Max.
Necesitaba que ella respondiera. No necesitaba estar sola con esto.
Lo que recibí fue correo de voz.
Llamé siete veces y no contestó.
Quizás no podría. O tal vez ella no quiera. Eso me golpeó casi tan
fuerte como mirarme en el espejo y ver mi rostro manchado de sang-
re y suciedad. Me miré a mí misma.
Podía escuchar el eco de los disparos.
Detente. Necesitaba lavarme, mis manos, mi cara, las manchas de
sangre en mi pecho. Abre el agua, me dije con severidad. Recoge la to-
allita. Deseé que mi cuerpo se moviera.
No pude.
Unas manos pasaron junto a mí para abrir el grifo. Debería haber
saltado. Debería haber entrado en pánico. Pero de alguna manera, mi
cuerpo se relajó con la persona detrás de mí.
—Está bien, heredera —murmuró Jameson. —Te tengo.
No había oído entrar a Jameson. No estaba del todo segura de cu-
ánto tiempo había estado allí, congelada.
Jameson tomó una toallita de color púrpura pálido y la sostuvo
bajo el agua.
—Estoy bien —insistí, tanto para mí como para él.
Jameson me llevó la toalla a la cara. —Eres una mentirosa horrib-
le. —Pasó la tela por mi mejilla, abriéndose camino hacia el rasguño.
Un aliento se quedó atrapado en mi garganta.
Enjuagó la toalla, la sangre y la suciedad tiñeron el fregadero, mi-
entras levantaba la toalla hasta mi piel.
Otra vez.
Y otra vez.
Me lavó la cara, tomó mis manos entre las suyas y las mantuvo
bajo el agua, sus dedos quitando la tierra de los míos. Mi piel res-
pondió a su toque. Por primera vez, ninguna parte de mí dijo que se
alejara. Fue tan gentil. No estaba actuando como si esto fuera solo un
juego para él, como si yo fuera solo un juego.
Volvió a levantar la toalla y la pasó por mi cuello hasta mi homb-
ro, sobre mi clavícula y cruzando. El agua estaba tibia. Me incliné ha-
cia su toque. Esta es una mala idea. Lo sabía. Siempre lo había sabido,
pero me dejé concentrar en la sensación del toque de Jameson Hawt-
horne, el trazo de la tela.
—Estoy bien —dije, y casi podía creerlo.
—Estás mejor que bien.
Cerré mis ojos. Había estado conmigo en el bosque. Podía sentir
su cuerpo sobre el mío. Protegiéndome. Necesitaba esto. Necesitaba
algo.
Abrí los ojos y lo miré. Centrada en él. Pensé en ir a trescientos ki-
lómetros por hora, en el muro de escalada, en el momento en que lo
vi por primera vez en ese balcón. ¿Era tan malo ser un buscador de
sensaciones? ¿Quería sentir algo que no fuera horrible realmente esta-
ba tan mal?
Todo el mundo está un poco equivocado a veces, heredera.
Algo cedió dentro de mí, y lo empujé suavemente contra la pared
del baño. Necesito esto. Sus profundos ojos verdes se encontraron con
los míos. Él también lo necesita. —¿Si? —le pregunté con voz ronca.
—Sí, heredera.
Mis labios se cerraron sobre los suyos. Me devolvió el beso, gentil
al principio, luego no gentilmente.
Tal vez fueron las secuelas de la conmoción, pero cuando metí mis
manos en su cabello, mientras él agarraba mi cola de caballo y me
inclinaba hacia arriba, pude ver mil versiones de él en mi mente:
Equilibrado en la barandilla del balcón. Sin camisa e iluminado por el sol en
el solárium. Sonriente. Sonriendo. Nuestras manos tocando el puente. Su
cuerpo protegiendo el mío en el Bosque Negro. Arrastrando un paño por mi
cuello.
Besarlo se sintió como fuego. No era suave y dulce, como lo había
sido mientras se lavaba la sangre y la suciedad. No necesitaba ni su-
ave ni dulce. Eso era exactamente lo que necesitaba.
Quizás yo también podría ser lo que él necesitaba. Quizás esto no
tenía por qué ser una mala idea.
Quizás las complicaciones valieron la pena.
Se apartó del beso, sus labios a solo una pulgada de los míos. —
Siempre supe que eras especial.
Sentí su aliento en mi cara. Sentí cada una de esas palabras. Nun-
ca me había considerado especial. Había sido invisible durante tanto
tiempo. Fondo de pantalla. Incluso después de convertirme en la histo-
ria más importante del mundo, nunca sentí que nadie me prestara
atención. La verdadera yo.
—Estamos tan cerca ahora —murmuró Jameson—. Puedo sentir-
lo. —Había una energía en su voz, como el zumbido de una luz de
neón—. Alguien, obviamente, no quería que miráramos ese árbol.
¿Qué?
Fue a besarme de nuevo y, con el corazón hundido, volví la cabe-
za hacia un lado. Había pensado… no estaba segura de lo que había
pensado. Que cuando me dijo que yo era especial, no se refería al dinero ni
al rompecabezas.
—¿Crees que alguien nos disparó por un árbol? —dije, las palab-
ras quedaron atrapadas en mi garganta— ¿No, digamos, la fortuna
que heredé que a tu familia le gustaría tener en sus manos? ¿No los
miles de millones de razones por las que alguien con el apellido
Hawthorne tiene para odiarme?
—No pienses en eso —susurró Jameson, ahuecando mis mejillas
—. Piensa en el nombre de Toby tallado en ese árbol. In nito tallado
en el puente. —Su rostro estaba lo su cientemente cerca del mío que
todavía podía sentir su respiración—. ¿Y si lo que el rompecabezas
está tratando de decirnos es que mi tío no está muerto?
¿Era eso lo que había estado pensando cuando alguien nos dispa-
raba? ¿En la cocina, cuando Oren puso una aguja en mi herida? ¿Co-
mo había llevado sus labios a los míos? Porque si lo único en lo que
hubiera podido pensar era en el misterio…
No eres una jugadora, chica. Eres la bailarina de cristal o el cuchillo.
—¿Te escuchas a ti mismo? —Exigí. Mi pecho estaba apretado,
más apretado ahora de lo que había estado en el bosque, en medio
de todo. Nada sobre la reacción de Jameson debería haberme sorp-
rendido, entonces, ¿por qué me dolió?
¿Por qué estaba dejando que me doliera?
—Oren acaba de sacar un trozo de madera de mi pecho —dije en
voz baja—, y si las cosas hubieran salido un poco diferentes, podría
haber estado sacando una bala. —Le di a Jameson un segundo para
responder, solo uno. Nada—. ¿Qué pasa con el dinero si muero mi-
entras el testamento está en sucesión? —pregunté rotundamente.
Alisa me había dicho que la familia Hawthorne no se bene ciaría,
pero ¿lo sabían? — ¿Qué pasa si el que disparó esa pistola me asusta
y me voy antes de que termine el año? —¿Sabían que, si me iba, todo
iría a la caridad? —No todo es un juego, Jameson.
Vi algo parpadear en sus ojos. Los cerró, solo por un instante, lu-
ego los abrió y se inclinó, acercando sus labios dolorosamente a los
míos. —Ésa es la cuestión, heredera. Si Emily me enseñó algo, es que
todo es un juego. Incluso esto. Especialmente esto.
Capítulo 55

Jameson se fue y yo no lo seguí.


Thea tiene razón, susurró Grayson en lo más recóndito de mi men-
te. Esta familia: destruimos todo lo que tocamos. Contuve las lágrimas.
Me habían disparado, me habían herido y me habían besado, pero
seguro que no fui destruida.
—Soy más fuerte que eso. —Incliné mi rostro hacia el espejo y me
miré a los ojos. Si se trataba de una elección entre estar asustada, he-
rida y enojada, sabía cuál prefería.
Intenté llamar a Max una vez más, luego le envié un mensaje de
texto: Alguien intentó matarme y me besé con Jameson Hawthorne.
Si eso no obtuvo una respuesta, nada lo haría.
Regresé al dormitorio. Aunque me había calmado un poco, seguí
buscando amenazas y vi una: Rebecca Laughlin, parada en la puerta.
Su rostro se veía aún más pálido de lo habitual, su cabello tan rojo
como la sangre. Ella parecía consternada.
¿Porque nos escuchó a Jameson ya mí? ¿Porque sus abuelos le contaron
sobre el tiroteo? No estaba segura. Llevaba botas de montaña gruesas
y pantalones cargo, ambos salpicados de barro. Mirándola, todo lo
que podía pensar era que, si Emily hubiera sido la mitad de hermosa
que su hermana, no era de extrañar que Jameson pudiera mirarme y
pensar solo en el juego de su abuelo.
Todo es un juego. Incluso esto. Especialmente esto.
—Mi abuela me envió a ver cómo estabas. —La voz de Rebecca
era suave y vacilante.
—Estoy bien —dije, y casi lo dije en serio. Tenía que estar bien.
—La abuela dijo que te dispararon. —Rebecca se quedó en la pu-
erta, como si tuviera miedo de acercarse.
—Casi —aclaré.
—Me alegro —dijo Rebecca, y luego pareció morti cada—. Qui-
ero decir, que no te dispararon. Es bueno, ¿verdad, recibir un golpe
en lugar de un disparo? —Su mirada se movió nerviosamente de mí
hacia las camas gemelas, los edredones—. Emily te habría dicho que
simpli caras y dijeras que te dispararon. —Rebecca parecía más se-
gura de sí misma diciéndome lo que Emily habría dicho que tratan-
do de convocar una respuesta apropiada ella misma—. Hubo una
bala. Estabas herida. Emily habría dicho que tenías derecho a un pe-
queño melodrama.
Tenía derecho a mirar a todos como si fueran sospechosos. Tenía
derecho a un error de juicio impulsado por la adrenalina. Y tal vez
tenía derecho, solo por esta vez, a presionar para obtener respuestas.
—¿Tú y Emily compartieron esta habitación? —dije. Eso era obvio
ahora, cuando miré las camas gemelas. Cuando Rebecca y Emily vini-
eron a visitar a sus abuelos, se quedaron aquí—. ¿Era el púrpura tu color
favorito cuando eras niña o el de ella?
—De ella —dijo Rebecca. Ella me dio un pequeño encogimiento
de hombros—. Ella solía decirme que mi color favorito también era
el púrpura.
En la foto que había visto de ellos dos, Emily había estado miran-
do directamente a la cámara, en el centro; Rebecca había estado al
margen, mirando hacia otro lado.
—Siento que debería advertirte. —Rebecca ya ni siquiera estaba
frente a mí. Se acercó a una de las camas.
—¿Advertirme sobre qué? —pregunté, y en algún lugar de mi
mente, registré el barro en sus botas y el hecho de que ella había es-
tado en el local, pero no con sus abuelos, cuando me dispararon.
El hecho de que no se sienta como una amenaza no signi ca que no lo
sea.
Pero cuando Rebecca volvió a hablar, no se trataba del tiroteo. —
Se supone que debo decir que mi hermana fue maravillosa. —Actuó
como si eso no fuera un cambio de tema, como si Emily fuera de lo
que me estaba advirtiendo—. Y lo estaba, cuando quería serlo. Su
sonrisa fue contagiosa. Su risa era peor y cuando decía que algo era
una buena idea, la gente le creía. Ella fue buena conmigo, casi todo el
tiempo. —Rebecca encontró mi mirada, de frente—. Pero ella no era
tan buena con esos chicos.
Chicos, plural. —¿Qué hizo? —pregunté. Debería haber estado
más concentrada en quién me disparó, pero una parte de mí no po-
día sacudir la forma en que Jameson había invocado a Emily, justo
antes de alejarse de mí.
—A Em no le gustaba elegir. —Rebecca parecía estar eligiendo
sus palabras con cuidado. —Ella quería todo más que yo. Y la única
vez que quise algo… —Ella negó con la cabeza y abortó esa frase—.
Mi trabajo era mantener feliz a mi hermana. Es algo que mis padres
solían decirme cuando éramos pequeñas, que Emily estaba enferma
y yo no, así que debería hacer lo que pudiera para hacerla sonreír.
—¿Y los chicos? —insistí.
—La hicieron sonreír.
Leí lo que Rebecca estaba diciendo, lo que ella había estado dici-
endo. A Em no le gustaba elegir. —¿Salió con los dos? —Traté de ma-
nejar eso—. ¿Lo sabían?
—Al principio no —susurró Rebecca, como si una parte de ella
pensara que Emily podría oírnos hablar.
—¿Qué pasó cuando Grayson y Jameson descubrieron que ella es-
taba saliendo con los dos?
—Solo preguntas eso porque no conocías a Emily —dijo Rebecca
—. Ella no quería elegir, y ninguno de los dos quería dejarla ir. Ella
lo convirtió en una competencia. Un pequeño juego.
Y luego ella murió.
—¿Cómo murió Emily? —le pregunté, porque tal vez nunca tenga
otra oportunidad como esta, ni con Rebecca, ni con los chicos.
Rebecca me estaba mirando, pero tuve la sensación general de que
no me estaba viendo. Que ella estaba en otro lugar. —Grayson me
dijo que era su corazón —susurró.
Grayson. No podía pensar más allá de eso. No fue hasta que Re-
becca se fue que me di cuenta de que ella nunca había llegado a de-
cirme sobre qué, especí camente, debería haberme advertido.
Capítulo 56

Pasaron otras tres horas antes de que Oren y su equipo me autori-


zaran a regresar a Hawthorne House. Regresé en el ATV con tres gu-
ardaespaldas.
Oren fue el único que habló. —Debido en parte a la extensa red de
cámaras de seguridad de Hawthorne House, mi equipo pudo rastre-
ar y veri car ubicaciones y coartadas para todos los miembros de la
familia Hawthorne, así como para la Sra. Thea Calligaris.
Tienen coartadas. Grayson tiene una coartada. Sentí una oleada de ali-
vio, pero un momento después, mi pecho se apretó. —¿Qué hay de
Constantine? —Técnicamente, no era un Hawthorne.
—Claro —me dijo Oren—. Él personalmente no empuñó esa pis-
tola.
Personalmente. Leer entre esas líneas me estremeció. —¿Pero pod-
ría haber contratado a alguien? —Cualquiera de ellos podría haberlo hec-
ho, me di cuenta. Podía escuchar a Grayson diciéndome que siempre
habría gente tropezando para hacerle favores a su familia.
—Conozco a un investigador forense —dijo Oren tranquilamente
—. Trabaja junto a un hacker igualmente hábil. Ellos profundizarán
en las nanzas y los registros de teléfonos celulares de todos. Mient-
ras tanto, mi equipo se centrará en el personal.
Tragué. Ni siquiera había conocido a la mayoría del personal. No
sabía exactamente cuántos de ellos había, o quién podría haber teni-
do la oportunidad o el motivo. —¿Todo el personal? —Le pregunté a
Oren— ¿Incluidos los Laughlins? —Habían sido amables conmigo
después de que salí de lavarme, pero ahora mismo no podía permi-
tirme el lujo de con ar en mi instinto, o en el de Oren.
—Están claros —me dijo Oren—. El señor Laughlin estaba en la
Casa durante el tiroteo, y las imágenes de seguridad con rman que
la Sra. Laughlin estaba en la cabaña.
—¿Qué hay de Rebecca? —Había dejado la propiedad justo des-
pués de hablar conmigo.
Pude ver a Oren queriendo decir que Rebecca no era una amena-
za, pero no lo hizo. —No quedará piedra sin remover —prometió—.
Pero sí sé que las chicas de Laughlin nunca aprendieron a disparar.
Al Sr. Laughlin ni siquiera se le permitió tener un arma en la cabaña
cuando estaban presentes.
—¿Quién más estaba en las instalaciones hoy?
—Mantenimiento de la piscina, un técnico de sonido que trabaja
en las mejoras en el teatro, un masajista y un miembro del personal
de limpieza.
Memoricé esa lista y luego se me secó la boca. —¿Qué personal de
limpieza?
—Melissa Vincent.
El nombre no signi caba nada para mí, hasta que lo hizo. —¿Mel-
lie?
Los ojos de Oren se entrecerraron. —¿Usted la conoce?
Pensé en el momento en que había visto a Nash fuera de la habita-
ción de Libby.
—¿Algo que debería saber? —preguntó Oren, y en realidad no era
una pregunta. Le conté lo que había dicho Alisa sobre Mellie y Nash,
lo que había visto en la habitación de Libby, lo que había visto Mel-
lie. Y luego llegamos a Hawthorne House y vi a Alisa.
—Ella es la única persona a la que he dejado pasar las puertas —
me aseguró Oren—. Francamente, ella es la única a la que tengo la
intención de dejar pasar esas puertas en el futuro previsible.
Probablemente debería haber encontrado eso más reconfortante
que yo.
—¿Cómo es ella? —Alisa le preguntó a Oren tan pronto como sali-
mos de la camioneta.
—Cabreada —respondí, antes de que Oren pudiera responder en
mi nombre. —Dolorida. Un poco aterrorizada.
Verla, y ver a Oren junto a ella, rompió la presa, y una acusación
salió de mí. —¡Ambos me dijeron que estaría bien! Juraste que no es-
taba en peligro. Actuaron como si estuviera siendo ridícula cuando
mencioné el asesinato.
—Técnicamente —respondió mi abogada—, tú especi caste asesi-
nato con hacha. Y técnicamente —continuó con los dientes apretados
—, es posible que haya un descuido, legalmente hablando.
—¿Qué tipo de descuido? ¡Me dijiste que, si moría, los Hawthorne
no recibirían ni un centavo!
—Y me mantengo en esa conclusión —dijo enfáticamente Alisa—.
Sin embargo… —Claramente encontró desagradable cualquier ad-
misión de culpa—. También te dije que si morías mientras el testa-
mento estaba en sucesión, tu herencia pasaría a tu patrimonio. Y, por
lo general, lo haría.
—Normalmente —repetí. Si había algo que había aprendido la se-
mana pasada, era que no había nada típico en Tobias Hawthorne, ni
en sus herederos.
—Sin embargo —continuó Alisa, con la voz tensa—, en el estado
de Texas, es posible que el fallecido agregue una estipulación al tes-
tamento que requiera que los herederos le sobrevivan por una cierta
cantidad de tiempo para poder heredar.
Leí el testamento varias veces. —Estoy bastante segura de que re-
cordaría si hubiera algo allí sobre cuánto tiempo tuve que evitar mo-
rir para heredar. La única estipulación…
—Era que debías vivir en Hawthorne House durante un año — -
nalizó Alisa—. Lo cual, lo admito, sería una estipulación bastante di-
fícil de cumplir si estuvieras muerta.
¿Ese fue su descuido? ¿El hecho de que no podría vivir en Hawt-
horne House si no estuviera viva?
—Así que si muero… —Tragué, mojándome la lengua—. ¿El di-
nero va a la caridad?
—Posiblemente. Pero también es posible que tus herederos pu-
edan cuestionar esa interpretación sobre la base de la intención del
Sr. Hawthorne.
—No tengo herederos —dije—. Ni siquiera tengo un testamento.
—No se necesita un testamento para tener herederos. —Alisa mi-
ró a Oren—. ¿Su hermana ha sido autorizada?
—¿Libby? —Estaba incrédula. ¿Habían implicado a mi hermana?
—La hermana está libre —le dijo Oren a Alisa—. Ella estaba con
Nash durante el disparo.
Bien podría haber detonado una bomba por lo bien que pasó.
Finalmente, Alisa recobró la compostura y se volvió hacia mí. —
No podrás rmar un testamento legalmente hasta que cumplas los
dieciocho. Lo mismo ocurre con los trámites relacionados con la tute-
la de la fundación. Y ese es el otro descuido aquí. Originalmente, me
enfocaba solo en el testamento, pero si tú no puedes o no quieres
cumplir con tu función como tutor, la tutela pasa… —Hizo una pa-
usa pesada—. Para los chicos.
Si moría, la fundación, todo el dinero, todo el poder, todo ese po-
tencial, iría a parar a los nietos de Tobias Hawthorne. Cien millones
de dólares al año para regalar. Podrías comprar muchos favores por
dinero así.
—¿Quién sabe sobre los términos de la tutela de la fundación? —
preguntó Oren, mortalmente serio.
—Zara y Constantine, ciertamente —dijo Alisa de inmediato.
—Grayson —agregué con voz ronca, mis heridas palpitaban. Lo
conocía lo su cientemente bien como para saber que habría exigido
ver los papeles de la tutela él mismo. No me haría daño. Quería creer
eso. Todo lo que hace es advertirme.
—¿Qué tan pronto se pueden redactar los documentos que dejan
el control de la fundación a la hermana de Avery en caso de su mu-
erte? —Exigió Oren. Si se trataba de controlar la fundación, eso me
protegería, o de lo contrario pondría a Libby en peligro también.
—¿Alguien me va a preguntar qué quiero hacer? —protesté.
—Puedo hacer que los documentos se redacten mañana —le dijo
Alisa a Oren, ignorándome—. Pero Avery no puede rmarlos legal-
mente hasta que tenga dieciocho años, e incluso entonces, no está
claro si está autorizada para tomar ese tipo de decisión antes de asu-
mir el control total de la fundación a la edad de veintiún años. Hasta
entonces…
Tenía un objetivo en la frente.
—¿Qué se necesitaría para evocar la cláusula de protección en el
testamento? —Oren cambió de táctica—. Hay circunstancias bajo las
cuales Avery podría remover a los Hawthorne como inquilinos, ¿cor-
recto?
—Necesitaríamos pruebas —respondió Alisa—. Algo que vincula
a un individuo o individuos especí cos con actos de acoso, intimida-
ción o violencia, e incluso entonces, Avery solo puede echar al per-
petrador, no a toda la familia.
—¿Y ella no puede vivir en otro lugar por el momento?
—No.
A Oren no le gustó eso, pero no perdió el tiempo en comentarios
innecesarios. —No irás a ninguna parte sin mí —me dijo Oren, acero
en su voz—. No en la nca, no en la Casa. En ninguna parte, ¿entien-
des? Siempre cerca. Ahora puedo jugar a la disuasión visible.
A mi lado, Alisa entrecerró los ojos hacia Oren. —¿Qué sabes que
yo no?
Hubo un momento de pausa, luego mi guardaespaldas respondió
a la pregunta. —Hice que mi gente revisara la armería. No falta na-
da. Con toda probabilidad, el arma disparada contra Avery no era
una pistola Hawthorne, pero de todos modos hice que mis hombres
tomaran las imágenes de seguridad de los últimos días.
Estaba demasiado ocupada tratando de pensar en el hecho de que
Hawthorne House tenía un arsenal para procesar el resto.
—¿La armería tenía un visitante? —preguntó Alisa, su voz casi
demasiado tranquila.
—Dos de ellos. —Oren parecía que podría detenerse allí, para mi
bene cio, pero siguió adelante. —Jameson y Grayson. Ambos tienen
coartadas, pero ambos buscaban ri es.
—¿Hawthorne House tiene una armería? —Eso fue todo lo que
pude decir.
—Esto es Texas —respondió Oren—. Toda la familia creció dispa-
rando y el señor Hawthorne era un coleccionista.
—Un coleccionista de armas —aclaré. No había sido un fanático de
las armas de fuego antes de que casi me dispararan.
—Si leyeras la carpeta que te dejé detallando sus activos —intervi-
no Alisa—, sabrías que el señor Hawthorne tenía la colección más
grande del mundo de ri es Winchester de nales del siglo XIX y
principios del XX, varios de los cuales están valorados a más de cuat-
rocientos mil dólares.
La idea de que alguien pagara tanto por un ri e era alucinante,
pero apenas me di cuenta de la etiqueta del precio, porque estaba de-
masiado ocupada pensando que había una razón por la que Jameson
y Grayson habían hecho visitas a la armería para mirar ri es, uno
que no tenía nada que ver con dispararme.
El segundo nombre de Jameson era Winchester.
Capítulo 57

A pesar de que era de noche, hice que Oren me llevara a la arme-


ría. Siguiéndolo a través de un retorcido pasillo tras pasillo, todo lo
que podía pensar era que alguien podría esconderse para siempre en
esta casa.
Y eso sin contar los pasajes secretos.
Finalmente, Oren se detuvo en un largo pasillo. —Eso es todo. —
Se paró frente a un espejo de oro adornado. Mientras miraba, pasó la
mano por el costado del marco. Escuché un clic, y luego el espejo se
abrió hacia el pasillo, como una puerta. Detrás de él, había acero.
Oren se acercó y vi una línea roja que cubría su rostro. —Recono-
cimiento facial —me informó—. En realidad, solo se utiliza como
medida de seguridad de respaldo. La mejor manera de evitar que los
intrusos entren en una caja fuerte es asegurarse de que ni siquiera se-
pan que está allí.
De ahí el espejo. Empujó la puerta hacia adentro. —Toda la arme-
ría está forrada con acero reforzado. —Pasó y yo lo seguí.
Cuando escuché la palabra armería, me imaginé algo salido de una
película: grandes cantidades de cartuchos negros y de estilo Rambo
en las paredes. Lo que conseguí se parecía más a un club de campo.
Las paredes estaban revestidas de armarios de madera de color cere-
za intenso. Había una mesa intrincadamente tallada en el centro de
la habitación, completa con una tapa de mármol.
—¿Esta es la armería? —dije. Había una alfombra en el suelo. Una
alfombra lujosa y cara que parecía pertenecer a un comedor.
—¿No es lo que esperabas? —Oren cerró la puerta detrás de no-
sotros. Encajó en su lugar y luego accionó tres pestillos adicionales
en rápida sucesión—. Hay habitaciones seguras repartidas por toda
la casa. Esto también funciona como uno: un refugio para tornados.
Te mostraré las ubicaciones de los demás más tarde, por si acaso.
Por si acaso alguien intenta matarme. En lugar de insistir en eso, me
concentré en la razón por la que había venido aquí. —¿Dónde están
los Winchester? —indagué.
—Hay al menos treinta ri es Winchester en la colección. —Oren
señaló con la cabeza hacia una pared de vitrinas—. ¿Alguna razón
en particular por la que quisieras verlos?
Un día antes, podría haber guardado este secreto, pero Jameson
no me había dicho que había buscado, posiblemente encontrado, la
pista correspondiente a su propio segundo nombre. Ahora no le de-
bía ningún secreto.
—Estoy buscando algo —le dije a Oren—. Un mensaje de Tobias
Hawthorne, una pista. Un tallado, probablemente de un número o
símbolo.
El grabado en el árbol del Bosque Negro no había sido ninguno. A
mitad del beso, Jameson parecía convencido de que el nombre de
Toby era la siguiente pista, pero yo no estaba tan segura. La escritura
no había coincidido con la del puente. Había sido desigual, infantil.
¿Y si Toby lo hubiera tallado él mismo, cuando era niño? ¿Y si la ver-
dadera pista estaba todavía en el bosque?
No puedo volver. No hasta que sepamos quién es el tirador. Oren podría
limpiar una habitación y decirme que estaba a salvo. No podía des-
pejar todo un bosque.
Empujándome contra el eco de los disparos y todo lo que había
venido después, abrí uno de los armarios. —¿Alguna idea sobre dón-
de podría haber escondido un mensaje su antiguo empleador? —Le
pregunté a Oren, mi concentración era intensa—. ¿Qué arma? ¿Qué
parte del arma?
—El señor Hawthorne rara vez con aba en mí —me dijo Oren—.
No siempre supe cómo funcionaba su mente, pero lo respetaba, y ese
respeto era mutuo. —Oren sacó un paño de un cajón y lo desdobló,
extendiéndolo sobre la super cie de mármol de la mesa. Luego se
acercó al armario que había abierto y sacó uno de los ri es.
—Ninguno de ellos está cargado —dijo con atención—. Pero de-
bes tratarlos como si lo estuvieran. Siempre.
Dejó el arma sobre la tela y luego pasó los dedos suavemente por
el cañón. —Este era uno de sus favoritos. Fue un gran tirador.
Tuve la sensación de que había una historia allí, una que probab-
lemente nunca me contaría.
Oren dio un paso atrás y lo tomé como una señal para acercarme.
Todo en mí quería alejarse del ri e. Las balas que me habían dispa-
rado estaban demasiado frescas en mi memoria. Todavía me dolían
las heridas, pero me obligué a examinar cada parte del arma, bus-
cando algo, cualquier cosa, que pudiera ser una pista. Finalmente,
me volví hacia Oren. —¿Dónde se cargan las balas?

Encontré lo que estaba buscando en la cuarta pistola. Para cargar


una bala en un ri e Winchester, movió una palanca lejos de la culata.
En la parte inferior de esa palanca, en la cuarta pistola que miré, ha-
bía tres letras: UNO La forma en que se había grabado en el metal
hacía que las letras parecieran iniciales, pero lo leí como un número,
como el que nosotros habíamos encontrado en el puente.
No in nito, pensé. Ocho. Y ahora: uno.
Ocho. Uno.
Capítulo 58

Oren me acompañó de regreso a mi ala. Pensé en llamar a la puer-


ta de Libby, pero era tarde, demasiado tarde, y no era como si pudi-
era entrar y decir: ¡Hay un asesinato en marcha, que duermas bien!
Oren hizo un barrido de mis aposentos y luego tomó posición
frente a mi puerta, con los pies separados a la altura de los hombros
y las manos colgando a los lados. Tuvo que dormir alguna vez, pero
cuando la puerta se cerró entre nosotros, supe que no sería esta noc-
he.
Saqué mi teléfono de mi bolsillo y lo miré. Nada de Max. Ella era
una noctámbula y estaba dos horas detrás de mí en cuanto a zona
horaria. No había forma de que estuviera dormida. Envié el mismo
mensaje que le había enviado antes a todas las cuentas de redes soci-
ales que tenía.
Por favor responde, pensé desesperadamente. Por favor, Max.
—Nada. —No quise decir eso en voz alta. Tratando de no sentir-
me completamente sola, me dirigí al baño, dejé mi teléfono en el
mostrador y me quité la ropa. Desnuda, me miré al espejo. Excepto
por mi cara y el vendaje sobre mis puntos, mi piel parecía intacta.
Retiré el vendaje. La herida estaba furiosa y roja, los puntos eran pe-
queños y parejos. Lo miré.
Alguien, casi con toda seguridad alguien de la familia Hawthor-
ne, me quería muerta. Podría estar muerta ahora mismo. Imaginé sus
rostros, uno por uno. Jameson estaba conmigo cuando sonaron los
disparos. Nash había a rmado desde el principio que no quería el
dinero. Xander no había sido más que acogedor. Pero Grayson…
Si fueras inteligente, te mantendrías alejada de Jameson. Del juego. Y de
mí. Me lo había advertido. Me había dicho que su familia destruía to-
do lo que tocaban. Cuando le pregunté a Rebecca cómo había muer-
to Emily, no había sido el nombre de Jameson lo que había menci-
onado.
Grayson me dijo que era su corazón.
Abrí la ducha tan caliente como podía y entré, apartando mi pec-
ho del arroyo y dejando que el agua caliente golpeara mi espalda.
Dolía, pero todo lo que quería era quitarme esta noche entera. Lo
que había pasado en el Bosque Negro. Lo que había pasado con
Jameson. Todo ello.
Me derrumbé. Llorar en la ducha no contaba.
Después de un minuto o dos, me controlé y cerré el agua, justo a
tiempo para escuchar el timbre de mi teléfono. Mojado y goteando,
me lancé hacia él.
—¿Hola?
—Será mejor que no mientas sobre el intento de asesinato. O el be-
suqueo.
Mi cuerpo se hundió de alivio. —Máx.
Ella debió haber escuchado en mi tono que no estaba mintiendo.
—¿Qué diablos, Avery? ¿Qué está pasando allí el eterno elfo zorro—
melilla?
Le dije todo, cada detalle, cada momento, todo lo que había esta-
do tratando de no sentir.
—Tienes que salir de allí. —Por una vez, Max hablaba muy en se-
rio.
—¿Qué? —dije. Me estremecí y nalmente logré agarrar una toal-
la.
—Alguien trató de matarte —dijo Max con exagerada paciencia—,
así que debes salir de Murderland25. Ahora mismo.
—No puedo irme —dije—. Tengo que vivir aquí un año o lo pier-
do todo.
—Así que tu vida vuelve a ser como era hace una semana. ¿Eso es
tan malo?
—Sí —dije con incredulidad—. Vivía en mi coche, Max, sin garan-
tía de futuro.
—Palabra clave: vivir.
Apreté más la toalla a mi alrededor. —¿Estás diciendo que renun-
ciarías a miles de millones?
—Bueno, mi otra sugerencia implica golpear preventivamente a
toda la familia Hawthorne, y temía que lo tomaras como un eufemis-
mo.
—¡Max!
—Oye, no soy yo quien se besó con Jameson Hawthorne.
Quería explicarle exactamente cómo dejaría que eso sucediera, pe-
ro todo lo que salió de mi boca fue —¿Dónde estabas?
—¿Disculpa?
—Te llamé, justo después de que sucediera, antes de lo de Jame-
son. Te necesitaba, Max.
Hubo un largo y embarazoso silencio al otro lado de la línea tele-
fónica. —Estoy bien —dijo. —Todo aquí es simplemente melocotón.
Gracias por preguntar.
—¿Preguntar sobre qué?
—Exactamente. —Max bajó la voz—. ¿Te diste cuenta de que no
llamo desde mi teléfono? Este es de mi hermano. Estoy encerrada.
Bloqueo total, gracias a ti.
Sabía la última vez que hablamos de que algo no estaba bien. —
¿Qué quieres decir con por mí?
—¿Realmente quieres saber?
¿Qué tipo de pregunta era esa? —Por supuesto que sí.
—Porque no has preguntado nada por mí desde que pasó esto. —
Ella dejó escapar un largo suspiro—. Seamos honestas, Ave, apenas
preguntaste por mí antes.
Mi estómago se apretó. —Eso no es cierto.
—Tu mamá murió y tú me necesitabas. Y con lo de Libby y esa
mancha de barco abandonada, realmente me necesitabas. Y luego
heredaste miles de millones y miles de millones de dólares, así que,
por supuesto, ¡me necesitabas! Y estaba feliz de estar allí, Avery, pe-
ro ¿sabes siquiera el nombre de mi novio?
Revolví mi mente, tratando de recordar. —¿Jared?
—Incorrecto —dijo Max después de un momento—. La respuesta
correcta es que ya no tengo novio, porque atrapé a Jaxon con mi telé-
fono, tratando de enviarse capturas de pantalla de tus mensajes de
texto. Un reportero se ofreció a pagarle por ellos. —Su pausa fue do-
lorosa esta vez—. ¿Quieres saber cuánto?
Mi corazón se hundió. —Lo siento mucho, Max.
—Yo también —dijo Max con amargura—. Pero lamento especial-
mente haberle dejado que me tomara fotos. Imágenes personales. Por-
que cuando rompí con él, les envió esas fotos a mis padres. —Max
era como yo. Ella solo lloró en la ducha. Pero ahora su voz estaba
entrecortada—. Ni siquiera puedo tener una cita, Avery. ¿Qué tan bi-
en crees que es eso?
Ni siquiera podía imaginarlo. —¿Que necesitas?
—Necesito recuperar mi vida. —Ella se quedó en silencio, solo
por un minuto—. ¿Sabes cuál es la peor parte? Ni siquiera puedo
enojarme contigo, porque alguien intentó dispararte. —Su voz se vol-
vió muy suave—. Y me necesitas.
Eso dolió, porque era verdad. Yo la necesitaba. Siempre la había
necesitado más de lo que ella me había necesitado a mí, porque ella
era mi amiga, singular, y yo era una de los muchos para ella. —Lo si-
ento, Max.
Ella hizo un sonido desdeñoso. —Sí, bueno, la próxima vez que
alguien intente dispararte, tendrás que comprarme algo realmente
bueno para compensarme. Como Australia.
—¿Quieres que te compre un viaje a Australia? —pregunté, pen-
sando que probablemente podría arreglarse.
—No. —Su respuesta fue descarada—. Quiero que me compres
Australia. Puedes pagarlo.
Resoplé. —No creo que esté a la venta.
—Entonces supongo que no tienes más remedio que evitar que te
disparen.
—Tendré cuidado —prometí—. Quien haya intentado matarme
no va a tener otra oportunidad.
—Bueno. —Max se quedó callada durante unos segundos—. Ave,
tengo que irme. Y no sé cuándo podré pedir prestado otro teléfono.
O conectarme. O algo.
Mi culpa. Traté de decirme a mí misma que esto no era un adiós,
no para siempre. —Te amo, Max.
—También te quiero, playa.
Después de colgar, me senté en mi toalla, sintiendo como si algo
dentro de mí hubiera sido tallado. Finalmente, regresé a mi habitaci-
ón y me puse un pijama. Estaba en la cama, pensando en todo lo que
había dicho Max, preguntándome si era una persona fundamental-
mente egoísta o necesitada, cuando escuché un sonido como un ara-
ñazo en las paredes.
Dejé de respirar y escuché. Ahí estaba de nuevo. El pasadizo.
—¿Jameson? —llamé. Él era el único que había usado este pasaje
para entrar en mi habitación, o al menos el único que yo conocía—.
Jameson, esto no es gracioso.
No hubo respuesta, pero cuando me levanté y caminé hacia el pa-
sillo, luego me quedé muy quieta, podría haber jurado que escuché a
alguien respirar, justo al otro lado de la pared. Agarré el candelabro,
preparándome para tirar de él y enfrentar a quienquiera que estuvi-
era más allá, pero entonces mi sentido común, y mi promesa a Max,
me alcanzó, y en su lugar abrí la puerta del pasillo.
—¿Oren? —dije—. Hay algo que debes saber.

Oren buscó en el pasillo y luego desactivó la entrada a mi habita-


ción. También me sugirió que pasara la noche en la habitación de
Libby, que no tenía acceso al pasillo.
No fue realmente una sugerencia.
Mi hermana estaba dormida cuando llamé. Ella se despertó, pero
apenas. Me metí en la cama con ella y ella no preguntó por qué. Des-
pués de mi conversación con Max, estaba bastante segura de que no
quería decírselo. Toda la vida de Libby ya había cambiado por mi
culpa. Dos veces. Primero cuando murió mi mamá, luego todo esto.
Ella ya me lo había dado todo. Ella tenía sus propios problemas con
los que lidiar. Ella no necesitaba la mía.
Debajo de las sábanas, abracé una almohada a mi cuerpo y rodé
hacia Libby. Necesitaba estar cerca de ella, incluso si no podía decir-
le por qué. Los ojos de Libby se agitaron y se acurrucó a mi lado. Me
obligué a no pensar en nada más, ni en Black Wood, ni en Hawthor-
ne, en nada. Dejé que la oscuridad me venciera y me dormí.
Soñé que estaba de vuelta en el restaurante. Era joven, cinco o se-
is, y feliz.
Coloco dos paquetes de azúcar verticalmente sobre la mesa y junto sus
extremos, formando un triángulo capaz de sostenerse por sí solo. —Ahí —
digo. Hago lo mismo con el siguiente par de paquetes, luego coloco un quin-
to horizontalmente, conectando los dos triángulos que construí.
—¡Avery Kylie Grambs! —Mi mamá aparece al nal de la mesa, sonri-
endo—. ¿Qué te he dicho sobre la construcción de castillos con azúcar?
Le sonrío. —¡Solo vale la pena si puedes tener cinco pisos de altura!
Me desperté sobresaltado. Me di la vuelta, esperando ver a Libby,
pero su lado de la cama estaba vacío. La luz de la mañana entraba a
raudales por las ventanas. Me dirigí al baño de Libby, pero ella tam-
poco estaba allí. Me estaba preparando para volver a mi habitación,
y a mi baño, cuando vi algo en el mostrador: el teléfono de Libby. Se
había perdido los mensajes de texto, docenas de ellos, todos de Dra-
ke. Solo había tres, el más reciente, que podía leer sin contraseña.
Te amo.
Sabes que te amo, Libby—mía.
Sé que me amas.

25 Juego de palabras entre ‘asesinato’ y ‘tierra’ en inglés.


Capítulo 59

Oren me recibió en el pasillo en el momento en que salí de la suite


de Libby. Si había estado despierto toda la noche, no lo parecía.
—Se ha presentado un informe policial —informó—. Discreta-
mente, los detectives asignados al caso están coordinando con mi
equipo. Todos estamos de acuerdo en que sería ventajoso, al menos
por el momento, que la familia Hawthorne no se dé cuenta de que
hay una investigación. A Jameson y Rebecca se les ha hecho comp-
render la importancia de la discreción. En la medida de lo posible,
me gustaría que procediera como si nada hubiera pasado.
Fingir que no había tenido un roce con la muerte la noche anteri-
or. Finge que todo estuvo bien. —¿Has visto a Libby? —pregunté. —
Libby no está bien.
—Bajó a desayunar hace aproximadamente media hora. —El tono
de Oren no reveló nada.
Pensé en esos mensajes y se me hizo un nudo en el estómago. —
¿Parecía estar bien?
—Sin heridas. Todas las extremidades y apéndices completamen-
te intactos.
Eso no era lo que estaba preguntando, pero dadas las circunstan-
cias, tal vez debería haber sido. —Si está bajo la vista de Hawthor-
nes, ¿está a salvo?
—Su equipo de seguridad está al tanto de la situación. Actual-
mente no creen que esté en riesgo.
Libby no era la heredera. Ella no era el objetivo. Yo lo era.

Me vestí y bajé. Había ido con una blusa de cuello alto para ocul-
tar mis puntadas, y había cubierto el rasguño de mi mejilla con ma-
quillaje, tanto como podía.
En el comedor, se había dispuesto una selección de pasteles en el
aparador. Libby estaba acurrucada en una gran silla decorativa en la
esquina de la habitación. Nash estaba sentado en la silla junto a ella,
con las piernas estiradas y las botas de vaquero cruzadas en los tobil-
los. Vigilando.
Entre ellos y yo había cuatro miembros de la familia Hawthorne.
Todos con motivos para quererme muerta, pensé mientras pasaba junto a
ellos. Zara y Constantine se sentaron en un extremo de la mesa del
comedor. Ella estaba leyendo un periódico. Ninguno de los dos me
prestó la menor atención. Nan y Xander estaban en el otro extremo
de la mesa.
Sentí un movimiento detrás de mí y me giré.
—Alguien está nerviosa esta mañana —declaró Thea, pasando un
brazo por el mío y guiándome hacia el aparador. Oren nos siguió,
como una sombra—. Has sido una chica ocupada —murmuró Thea,
directamente en mi oído.
Sabía que ella me había estado observando, que probablemente le
habían ordenado que se quedara cerca e informara. ¿Qué tan cerca es-
tuvo anoche? ¿Qué sabe ella? Basado en lo que había dicho Oren, Thea
no me había disparado ella misma, pero el momento de su mudanza
a Hawthorne House no parecía una coincidencia.
Zara había traído a su sobrina aquí por una razón.
—No te hagas la inocente —aconsejó Thea, levantando un crois-
sant y llevándolo a sus labios. —Rebecca me llamó.
Luché contra el impulso de mirar hacia atrás a Oren. Él había in-
dicado que Rebecca mantendría la boca cerrada sobre el tiroteo. ¿En
qué más estaba equivocado?
—Tú y Jameson —continuó Thea, como si estuviera regañando a
un niño. —En la antigua habitación de Emily, nada menos. Un poco
grosero, ¿no te parece?
Ella no sabe nada del ataque. La comprensión me atravesó. Rebecca debe
haber visto a Jameson salir del baño. Ella debe habernos escuchado. Debe ha-
berse dado cuenta de que nosotros…
—¿La gente vuelve a ser grosera sin mí? —preguntó Xander, apa-
reciendo entre Thea y yo rompiendo el agarre de Thea—. Qué grose-
ro.
No quería sospechar de él, pero a este paso, el estrés de sospechar
y no sospechar me iba a matar antes de que nadie más pudiera aca-
bar conmigo.
—Rebecca pasó la noche en la cabaña —le dijo Thea a Xander,
disfrutando de las palabras—. Finalmente rompió su silencio de un
año y me envió un mensaje de texto al respecto. —Thea actuó como
una persona que juega una carta de triunfo, pero no estaba segura de
qué era exactamente esa carta.
¿Rebecca?
—Bex también me envió un mensaje de texto —le dijo Xander a
Thea. Luego me miró con aire de disculpa—. La noticia de las cone-
xiones de Hawthorne viaja rápido.
Rebecca podría haber mantenido la boca cerrada sobre el tiroteo,
pero también podría haber sacado una valla publicitaria sobre ese
beso.
El beso no signi có nada. El beso no es el problema aquí.
—Tú allí. ¡Niña! —Nan me apuntó imperiosamente con su bastón
y luego a la bandeja de pasteles. —No hagas que una anciana se le-
vante.
Si alguien más me hubiera hablado así, lo habría ignorado, pero
Nan era anciana y aterradora, así que fui a recoger la bandeja. Recor-
dé demasiado tarde que estaba herida. El dolor brilló como un rayo a
través de mi carne, y respiré profundamente a través de mis dientes.
Nan miró jamente, solo por un momento, luego empujó a Xan-
der con su bastón. —Ayúdala, patán.
Xander tomó la bandeja. Dejé que mi brazo cayera hacia mi costa-
do. ¿Quién me vio estremecer? Traté de no mirar a ninguno de ellos.
¿Quién ya sabía que estaba herida?
—Estás herida. —Xander inclinó su cuerpo entre el mío y el de
Thea.
—Estoy bien —dije.
—De nitivamente no lo estás.
No me había dado cuenta de que Grayson se había deslizado ha-
cia el salón de banquetes, pero ahora estaba parado directamente a
mi lado.
—¿Tiene un momento, señorita Grambs? —Su mirada era intensa
—. En la sala.
Capítulo 60

Probablemente no debería haber ido a ningún lado con Grayson


Hawthorne, pero sabía que Oren me seguiría y quería algo de Gray-
son. Quería mirarlo a los ojos. Quería saber si me había hecho esto, o
tenía idea de quién lo había hecho.
—Estás herida. —Grayson no expresó eso como una pregunta—.
Me dirás lo que pasó.
—Oh, lo haré, ¿lo haré? —le di una mirada.
—Por favor. —Grayson pareció encontrar la palabra dolorosa o
desagradable, o ambas cosas.
No le debía nada. Oren me había pedido que no mencionara el ti-
roteo. La última vez que hablé con Grayson, me había dado una bre-
ve advertencia. Se puso de pie para ganar la base si moría.
—Me dispararon. —Dejé salir la verdad porque, por razones que
ni siquiera podía explicar, necesitaba ver cómo reaccionaba—. Dis-
paro —aclaré después de un segundo.
Todos los músculos de la mandíbula de Grayson se tensaron. No
lo sabía. Antes de que pudiera reunir una pizca de alivio, Grayson se
volvió de mí hacia mi guardia. —¿Cuándo? —escupió.
—Anoche —respondió Oren secamente.
—¿Y dónde estabas? —preguntó Grayson a mi guardaespaldas.
—No tan cerca como lo estaré de ahora en adelante —prometió
Oren, mirándolo.
—¿Te acuerdas de mí? —Levanté una mano y luego la bajé. —¿Su-
jeto de tu conversación e individuo capaz por derecho propio?
Grayson debió haber visto el dolor que me causó el movimiento,
porque se volvió y usó sus manos para bajar suavemente las mías. —
Dejarás que Oren haga su trabajo —ordenó suavemente.
No me detuve en su tono ni en su toque. —¿Y de quién crees que
me está protegiendo? —Miré intencionadamente hacia el salón de
banquetes. Esperé a que Grayson me criticara por atreverme a sos-
pechar de alguien a quien amaba, para reiterar nuevamente que ele-
giría a todos y cada uno de ellos antes que a mí.
En cambio, Grayson se volvió hacia Oren. —Si algo le sucede, lo
haré personalmente responsable.
—Señor Responsabilidad Personal. —Jameson anunció su presen-
cia y caminó hacia su hermano—. Encantador.
Grayson apretó los dientes y luego se dio cuenta de algo. —
Ambos estuvieron en el Bosque Negro anoche. —Miró a su hermano
—. Quien le haya disparado podría haberte pegado.
—Y qué farsa sería —respondió Jameson, rodeando a su hermano
— si me pasara algo.
La tensión entre ellos era palpable. Explosivo. Pude ver cómo se
desarrollaría esto: Grayson llamando a Jameson imprudente, Jame-
son arriesgándose aún más para demostrar el punto. ¿Cuánto tiem-
po pasaría antes de que Jameson me mencionara? El beso.
—Espero no interrumpir. —Nash se unió a la esta. Mostró una
sonrisa perezosa y peligrosa a sus hermanos—. Jamie, no faltarás a la
escuela hoy. Tienes cinco minutos para ponerte el uniforme y subir a
mi camioneta, o habrá problemas en el futuro. —Esperó a que Jame-
son se moviera y luego se volvió—. Grey, nuestra madre ha solicita-
do audiencia.
Habiendo tratado con sus hermanos, el hermano mayor de Hawt-
horne desvió su atención hacia mí. —¿Supongo que no necesitas que
te lleven al Country Day?
—Ella no lo necesita —respondió Oren, con los brazos cruzados
sobre el pecho. Nash notó tanto su postura como su tono, pero antes
de que pudiera responder, intervine.
—No voy a ir a la escuela—. Eso era una novedad para Oren, pero
no se opuso.
Nash, por otro lado, me lanzó exactamente la misma mirada que
le había dado a Jameson cuando hizo la amenaza de atar cerdos. —
¿Tu hermana sabe que estás haciendo novillos en esta hermosa tarde
de viernes?
—Mi hermana no es de tu incumbencia —le dije, pero pensar en
Libby me hizo recordar los mensajes de texto de Drake. Había cosas
peores que la idea de que Libby pudiera involucrarse con un Hawt-
horne. Suponiendo que Nash no me quiera muerta.
—Todos los que viven o trabajan en esta casa son mi preocupaci-
ón —me dijo Nash—. No importa cuántas veces o cuánto tiempo me
vaya, la gente todavía necesita ser atendida. Entonces… —Me dio la
misma sonrisa perezosa—. ¿Tu hermana sabe que estás haciendo no-
villos
—Hablaré con ella —dije, tratando de ver más allá del vaquero en
él y lo que había debajo.
Nash me devolvió la mirada evaluadora. —Haz eso, cariño.
Capítulo 61

Le dije a Libby que me quedaría en casa. Traté de formar las pa-


labras para preguntarle sobre los mensajes de texto de Drake y me
quedé seca. ¿Y si Drake no solo está enviando mensajes de texto? Ese
pensamiento se abrió paso serpenteando a través de mi conciencia.
¿Y si ella lo ha visto? ¿Y si él la convencía de que lo metiera a escondidas en
la nca?
Cierro esa línea de pensamiento. No pudo —colarse— en la propi-
edad. La seguridad era hermética y Oren me habría dicho si Drake
hubiera estado en las instalaciones durante el tiroteo. Habría sido el
principal sospechoso, o cercano a él.
Si muero, al menos existe la posibilidad de que todo pase a mis parientes
consanguíneos más cercanos. Esa es Libby y nuestro padre.
—¿Estás enferma? —Libby preguntó, colocando el dorso de su
mano en mi frente. Llevaba sus nuevas botas moradas y un vestido
negro con mangas largas de encaje. Parecía que iba a alguna parte.
¿Ver a Drake? El miedo se instaló en la boca de mi estómago. ¿O
con Nash?
—Día de la salud mental —me las arreglé. Libby aceptó eso y lo
declaró Sister Time. Si había tenido planes, no lo pensó dos veces an-
tes de deshacerse de ellos por mí.
—¿Quieres ir al spa? —Libby preguntó con seriedad—. Recibí un
masaje ayer, y fue para morirse.
Casi muero ayer. No dije eso, y no le dije que el terapeuta de masaj-
es no volvería hoy, o en el corto plazo. En cambio, le ofrecí la única
distracción en la que podía pensar que también podría distraerme de
todos los secretos que le estaba ocultando.
—¿Qué te parecería ayudarme a encontrar un Davenport?
Según los resultados de la búsqueda en Internet que hicimos
Libby y yo, el término Davenport se usa por separado para referirse a
dos tipos de muebles: un sofá y un escritorio. El uso del sofá era un
término genérico, como Kleenex para un pañuelo de papel o conte-
nedor de basura para un cubo de basura, pero un escritorio Daven-
port se refería a un tipo especí co de escritorio, uno que se destacaba
por sus compartimentos y escondites, con un escritorio inclinado
que podría ser levantado para revelar un compartimento de almace-
namiento debajo.
Todo lo que sabía sobre Tobias Hawthorne me decía que probab-
lemente no estábamos buscando un sofá.
—Esto podría llevar un tiempo —me dijo Libby—. ¿Tienes idea de
lo grande que es este lugar?
Había visto las salas de música, el gimnasio, la bolera, la sala de
exposición de los coches de Tobias Hawthorne, el solárium… y eso
no era ni una cuarta parte de lo que había para ver. —Enorme.
—Palaciego —gorjeó Libby—. Y como soy tan mala publicidad,
no he tenido nada que hacer durante la última semana excepto explo-
rar. —Ese comentario publicitario tenía que haber venido de Alisa, y
me pregunté cuántas charlas habría tenido con Libby sin mí allí—.
Hay un salón de baile literal—continuó Libby—. Dos teatros, uno
para películas y otro con palcos y escenario.
—He visto ese —ofrecí—. Y la bolera.
Los ojos de Libby enmarcados en kohl se agrandaron. —¿Jugaste
a los bolos?
Su asombro era contagioso. —Lancé a los bolos.
Libby negó con la cabeza. —Nunca dejará de ser extraño que esta
casa tenga una bolera.
—También hay un campo de prácticas —agregó Oren detrás de
mí—. Y raquetbol.
Si Libby notó lo cerca que estaba de nosotros, no dio indicios de
ello. —¿Cómo diablos se supone que vamos a encontrar un pequeño
escritorio? —ella preguntó.
Me volví hacia Oren. Si estaba aquí, también podría ser útil. —He
visto la o cina en nuestra ala. ¿Tobias Hawthorne tenía otros?
El escritorio de la otra o cina de Tobias Hawthorne tampoco era
un Davenport. Había tres habitaciones fuera de la o cina. La sala de
puros. La sala de billar. Oren proporcionó las explicaciones necesarias.
La tercera habitación era pequeña, sin ventanas. En medio de él, ha-
bía lo que parecía ser una cápsula blanca gigante.
—Cámara de privación sensorial —me dijo Oren—. De vez en cu-
ando, al señor Hawthorne le gustaba aislarse del mundo.

Finalmente, Libby y yo recurrimos a la búsqueda en una cuadrí-


cula, de la misma manera que Jameson y yo habíamos buscado en
Black Wood. Ala por ala y habitación por habitación, nos abrimos
paso por los pasillos de Hawthorne House. Oren nunca estaba a más
de unos metros de distancia.
—Y ahora… el spa. —Libby abrió la puerta de golpe. Ella parecía
optimista. O eso, o estaba encubriendo algo.
Rechazando ese pensamiento, miré alrededor del spa. Claramente
no íbamos a encontrar el escritorio aquí, pero eso no me impidió asi-
milarlo todo. La habitación tenía forma de L. En la parte larga de la
L, el suelo era de madera; en la parte corta, estaba hecho de piedra.
En el medio de la sección de piedra, había una pequeña piscina cu-
adrada construida en el suelo. El vapor se elevó de su super cie.
Detrás, había una ducha de vidrio tan grande como un dormitorio
pequeño, con grifos pegados al techo en lugar de a la pared.
—Bañera de hidromasaje. Cuarto de vapor. —Alguien habló det-
rás de nosotros. Me volví para ver a Skye Hawthorne. Llevaba una
bata hasta el suelo, esta vez negra. Se dirigió a la sección más grande
de la habitación, dejó caer la bata y se acostó en un catre de terciope-
lo gris—. Mesa de masajes —dijo, bostezando, apenas cubriéndose
con una sábana—. Pedí una masajista.
—Hawthorne House está cerrada a los visitantes por el momento
—dijo Oren rotundamente, completamente indiferente con su exhi-
bición.
—Bien entonces. —Skye cerró los ojos—. Tendrás que llamar a
Magnus para pasar las puertas.
Magnus. Me pregunté si era él quien había estado aquí ayer. Si él
era el que me había disparado, a petición de ella.
—Hawthorne House está cerrada a los visitantes —repitió Oren
—. Es una cuestión de seguridad. Hasta nuevo aviso, mis hombres
tienen instrucciones de permitir que solo el personal esencial pase
por las puertas.
Skye bostezó como un gato. —Te aseguro, John Oren, que este
masaje es fundamental.
En un estante cercano, ardía una hilera de velas. La luz brillaba a
través de las cortinas transparentes y se escuchaba una música suave
y agradable.
—¿Qué tema de seguridad? —Libby preguntó de repente—. ¿Pasó
algo?
Le di a Oren una mirada que esperaba que le impidiera responder
esa pregunta, pero resultó que estaba apuntando esa solicitud en la
dirección equivocada.
—Según mi Grayson —le dijo Skye a Libby—, había un asunto de-
sagradable en Black Wood.
Capítulo 62

Libby esperó hasta que volvimos al pasillo para preguntar: —


¿Qué pasó en el bosque?
Maldije a Grayson por contárselo a su madre, y a mí misma por
contárselo a Grayson.
—¿Por qué necesita seguridad adicional? —Libby demandó. Des-
pués de un segundo y medio, se volvió hacia Oren—. ¿Por qué nece-
sita seguridad adicional?
—Hubo un incidente ayer —dijo Oren— con una bala y un árbol.
—¿Una bala? —Libby repitió— ¿Cómo, de una pistola?
—Estoy bien —le dije.
Libby me ignoró. —¿Qué tipo de incidente con una bala y un ár-
bol? —le preguntó a Oren, su cola de caballo azul rebotando con jus-
ta indignación.
Mi jefe de seguridad no pudo, o no quiso, ofuscar más de lo que
ya lo había hecho. —No está claro si los disparos estaban destinados
a asustar a Avery o si ella era un objetivo genuino. El tirador falló,
pero ella resultó herida por los escombros.
—Libby —dije enfáticamente—, estoy bien.
—¿Disparos, en plural? —Libby ni siquiera parecía haberme es-
cuchado.
Oren se aclaró la garganta. —Les daré a las dos un momento. —Se
retiró por el pasillo, todavía a la vista, lo su cientemente cerca para
escuchar, pero lo su cientemente lejos como para ngir que no po-
día.
Cobarde.
—¿Alguien te disparó y no me lo dijiste? —Libby no se enojaba a
menudo, pero cuando lo hacía, era épico—. Quizás Nash tenga ra-
zón. ¡Maldito sea! Dijo que prácticamente te cuidara. Dijo que nunca
había conocido a un adolescente multimillonario que no necesitara
una patada ocasional en los pantalones.
—Oren y Alisa se están ocupando de la situación —le dije a Libby
—. No quería que te preocuparas.
Libby levantó su mano hasta mi mejilla, sus ojos cayeron en el ras-
guño que había cubierto. —¿Y quién te cuida a ti?
No pude evitar pensar en Max diciendo y me necesitabas una y otra
vez. Miré hacia abajo. —Tienes su ciente en tu plato ahora mismo.
—¿De qué estás hablando? —Libby preguntó. La escuché tomar
una respiración rápida, luego exhalar—. ¿Se trata de Drake?
Ella había dicho su nombre. Las compuertas estaban o cialmente
abiertas y ahora no había forma de detenerlas. —Te ha estado envi-
ando mensajes de texto.
—No me envió un mensaje de texto —dijo Libby a la defensiva.
—Tú tampoco lo has bloqueado.
Ella no tuvo una respuesta para eso.
—Podrías haberlo bloqueado —dije con voz ronca—. O pedirle a
Alisa un teléfono nuevo. Podría denunciarlo por violar la orden de
restricción.
—¡No pedí una orden de restricción! —Libby pareció arrepentirse
de esas palabras en el momento en que las dijo. Ella tragó—. Y no
quiero un teléfono nuevo. Todos mis amigos tienen el número de es-
te. Papá tiene el número de este.
La miré jamente. —¿Papá? —No había visto a Ricky Grambs en
dos años. Mi asistente social se había puesto en contacto con él, pero
ni siquiera me había llamado por teléfono. Ni siquiera había venido
al funeral de mi madre—. ¿Papá te llamó? —Le pregunté a Libby.
—Él solo… quería ver cómo estábamos, ¿sabes?
Sabía que probablemente había visto las noticias. Sabía que no te-
nía mi nuevo número. Sabía que tenía miles de millones de razones
para quererme ahora, cuando nunca se había preocupado lo su ci-
ente como para quedarse con ninguno de las dos.
—Quiere dinero —le dije a Libby, mi voz plana—. Al igual que
Drake. Como tu mamá.
Mencionar a su madre fue un golpe bajo.
—¿Quién cree Oren que te disparó? —Libby luchaba por calma.
Hice un intento en lo mismo. —Los disparos fueron hechos desde
el interior de los muros de la nca —dije, repitiendo lo que me habí-
an dicho—. Quien me disparó tenía acceso.
—Es por eso por lo que Oren está reforzando la seguridad —dijo
Libby, con los engranajes de su cabeza girando detrás de sus ojos de-
lineados con kohl—. Solo personal esencial. —Sus labios oscuros se
jaron en una delgada línea—. Debiste decírmelo.
Pensé en las cosas que no me había dicho. —Dime que no has vis-
to a Drake. Que no ha venido aquí. Que no lo dejarías entrar a la n-
ca.
—Por supuesto que no. —Libby guardó silencio. No estaba segura
de si estaba tratando de no gritarme o de no llorar—. Me voy a ir. —
Su voz era rme y feroz—. Pero para que conste, hermanita, eres me-
nor de edad y yo sigo siendo tu tutor legal. La próxima vez que algu-
ien intente dispararte, quiero saberlo.
Capítulo 63

Sabía que Oren tenía que haber escuchado cada palabra de mi pe-
lea con Libby, pero también estaba bastante segura de que no haría
ningún comentario al respecto.
—Todavía estoy buscando el Davenport—dije lacónicamente. Si
había necesitado la distracción antes, ahora era absolutamente obli-
gatorio. Sin Libby para explorar conmigo, no me atrevía a seguir va-
gando de habitación en habitación. Ya revisamos la o cina del anciano.
¿Dónde más guardaría alguien un escritorio Davenport?
Me concentré en esa pregunta, no en mi pelea con Libby. No lo
que le había dicho y lo que ella no había dicho.
—Lo tengo de buena autoridad —le dije a Oren después de un
momento—, que Hawthorne House tiene varias bibliotecas. —Dejo
escapar un largo y lento suspiro—. ¿Tienes idea de dónde están?
Dos horas y cuatro bibliotecas después, estaba parada en medio
del número cinco. Fue en el segundo piso. El techo estaba inclinado.
Las paredes estaban revestidas con estantes empotrados, cada estan-
te exactamente lo su cientemente alto para una la de libros de bol-
sillo. Los libros de los estantes estaban muy gastados y cubrían cada
centímetro de las paredes, a excepción de una gran vidriera en el la-
do este. La luz brillaba, pintando colores en el suelo de madera.
Ningún Davenport. Esto comenzaba a sentirse inútil. Este rastro no
había sido trazado para mí. El rompecabezas de Tobias Hawthorne
no se había diseñado pensando en mí.
Necesito a Jameson.
Corté ese pensamiento, salí de la biblioteca y me retiré escaleras
abajo. Había contado al menos cinco escaleras diferentes en esta ca-
sa. Este giró en espiral y, mientras caminaba por él, el sonido de la
música de piano me llamó desde la distancia. Lo seguí y Oren me si-
guió. Llegué a la entrada de una habitación grande y abierta. La pa-
red del fondo estaba llena de arcos. Debajo de cada arco había una
ventana enorme.
Todas las ventanas estaban abiertas.
Había pinturas en las paredes, y entre ellas estaba el piano de cola
más grande que había visto en mi vida. Nan estaba sentada en el
banco del piano con los ojos cerrados. Pensé que la anciana estaba to-
cando, hasta que me acerqué y me di cuenta de que el piano tocaba
solo.
Mis zapatos hicieron un ruido contra el suelo y sus ojos se abri-
eron de golpe.
—Lo siento —dije. —Yo…
—Silencio —ordenó Nan. Sus ojos se cerraron de nuevo. La in-
terpretación continuó, llegando a un crescendo estrepitoso, y lu-
ego… silencio—. ¿Sabías que puedes escuchar conciertos en esta co-
sa? —Nan abrió los ojos y tomó su bastón. Con no poca cantidad de
esfuerzo, se puso de pie—. En algún lugar del mundo, un maestro
toca y, con solo presionar un botón, las teclas se mueven aquí.
Sus ojos se detuvieron en el piano, una expresión casi nostálgica
en su rostro.
—¿Usted toca? —le pregunté.
Nan carraspeó. —Lo hice cuando era joven. Recibí demasiada
atención por eso, y mi esposo me rompió los dedos, acabé con eso.
La forma en que lo dijo, sin despeinarse, sin alboroto, fue casi tan
discordante como las palabras. —Eso es horrible —dije con ereza.
Nan miró el piano, luego su mano nudosa y con huesos de pájaro.
Levantó la barbilla y miró por las enormes ventanas. —Se encontró
con un trágico accidente poco después de eso.
Sonaba muchísimo como si Nan lo hubiera arreglado para ese
“accidente”. ¿Ella mató a su marido?
—Nan —reprendió una voz desde la puerta—. Estás asustando a
la chica.
Nan resopló. —Se asusta así de fácil, no durará aquí. —Con eso,
Nan salió de la habitación.
El hermano mayor de los Hawthorne volvió su atención hacia mí.
—¿Le dices a tu hermana que estás jugando a ser un delincuente
hoy?
La mención de Libby me hizo recordar nuestro argumento. Ella
está hablando con papá. No quería una orden de restricción contra
Drake. Ella no lo bloqueará. Me pregunté cuánto de eso ya sabía
Nash.
—Libby sabe dónde estoy —le dije con rigidez.
Me dio una mirada. —Esto no es fácil para ella, chica. Estás en el
ojo de la tormenta, donde las cosas están tranquilas. Ella se está lle-
vando la peor parte, desde todos los lados.
No llamaría recibir un disparo por “calma”.
—¿Cuáles son tus intenciones hacia mi hermana? —Le pregunté a
Nash.
Claramente encontró mi pregunta divertida. —¿Cuáles son tus in-
tenciones hacia Jameson?
¿No había nadie en esta casa que no supiera de ese beso?
—Tenías razón sobre el juego de tu abuelo —le dije a Nash. Había
intentado advertirme. Me había dicho exactamente por qué Jameson
me había mantenido cerca.
—Normalmente la tengo. —Nash se pasó los pulgares por las pre-
sillas del cinturón—. Cuanto más cerca estés del nal, peor se pond-
rá.
Lo lógico era dejar de jugar. Dar marcha atrás. Pero quería respu-
estas, y una parte de mí, la parte que había crecido con una madre
que había convertido todo en un desafío, la parte que había jugado
mi primera partida de ajedrez cuando tenía seis años, quería ganar…
—¿Alguna posibilidad de que sepas dónde podría haber escondi-
do tu abuelo un escritorio Davenport? —Le pregunté a Nash.
Él resopló. —No aprendes fácil, ¿verdad, chica?
Me encogí de hombros.
Nash consideró mi pregunta y luego ladeó la cabeza. —¿Revisaste
las bibliotecas?
—La biblioteca circular, la de ónix, la de la vidriera de colores, la
de los globos, el laberinto… —Miré a mi guardaespaldas—. ¿Son to-
das?
Oren asintió.
Nash ladeó la cabeza. —No exactamente.
Capítulo 64

Nash me condujo por dos tramos de escaleras, por tres pasillos y


más allá de una puerta que había sido cerrada con ladrillos.
—¿Qué es eso?
Redujo la velocidad momentáneamente. —Esa era el ala de mi tío.
El anciano lo hizo tapar cuando Toby murió.
Porque eso es normal, pensé. Casi tan normal como desheredar a toda tu
familia durante veinte años y no decir una palabra.
Nash aceleró el paso de nuevo, y nalmente, llegamos a una puer-
ta de acero que parecía pertenecer a una caja fuerte. Había un dial de
combinación y, debajo, una palanca de cinco puntas. Nash giró casu-
almente el dial —izquierda, derecha, izquierda— demasiado rápido
para que yo captara los números. Hubo un fuerte clic y luego giró la
palanca. La puerta de acero se abrió al pasillo.
¿Qué tipo de biblioteca necesita ese tipo de seguridad?
Mi cerebro estaba en proceso de terminar ese pensamiento cuan-
do Nash cruzó la puerta y me di cuenta de que lo que había más allá
no era una sola habitación. Era un ala completamente diferente.
—El anciano comenzó a construir esta parte de la casa cuando na-
cí —me informó Nash. El pasillo que nos rodeaba estaba empapela-
do con diales, teclados, cerraduras y llaves, todos adheridos a las pa-
redes como si fueran obras de arte—. Los Hawthornes aprenden a
manejar una ganzúa cuando son jóvenes —me dijo Nash mientras
caminábamos por el pasillo. Miré en una habitación a mi izquierda y
vi un pequeño avión, no un juguete. Un avión real para una sola per-
sona.
—¿Esta era tu sala de juegos? —pregunté, mirando las puertas
que cubrían el resto del pasillo y preguntándome qué sorpresas tení-
an esas habitaciones.
—Skye tenía diecisiete años cuando yo nací. —Nash se encogió de
hombros—. Ella intentó jugar a ser madre. No se mantuvo. El anci-
ano trató de compensarlo.
Construyéndote… esto.
—Vamos. —Nash me condujo hacia el nal del pasillo y abrió otra
puerta—. Arcade —me dijo, la explicación completamente innecesa-
ria. Había una mesa de futbolín, un bar, tres máquinas de pinball y
toda una pared de consolas de estilo arcade.
Caminé hacia una de las máquinas de pinball, presioné un botón
y cobró vida.
Miré de nuevo a Nash. —Puedo esperar —dijo.
Debería haberme concentrado. Me estaba llevando a la biblioteca
nal, y posiblemente a la ubicación del Davenport y a la siguiente
pista. Pero un juego no me mataría. Le di un giro preliminar de la
aleta y luego lancé la pelota.
No me acerqué a la puntuación máxima, pero cuando terminó el
juego, me pidió mis iniciales de todos modos, y cuando las ingresé,
un mensaje familiar apareció en la pantalla.
¡BIENVENIDA A HAWTHORNE HOUSE, AVERY KYLIE
GRAMBS!
Era el mismo mensaje que había recibido en la bolera y, al igual
que entonces, sentí el fantasma de Tobias Hawthorne a mi alrededor.
Incluso si pensabas que habías manipulado a nuestro abuelo en esto, te ga-
rantizo que él será el que te manipule.
Nash caminó detrás de la barra. —El refrigerador está lleno de be-
bidas azucaradas. ¿Cuál es tu preferido?
Me acerqué y vi que no estaba bromeando cuando dijo lleno. Las
botellas de vidrio se alineaban en cada estante del refrigerador, con
refrescos de todos los sabores imaginables. —¿Algodón de azúcar?
—Arrugué mi nariz—. ¿Higo chumbo? ¿Tocino y jalapeño?
—Yo tenía seis años cuando nació Gray —dijo Nash, como si esa
fuera una explicación—. El anciano inauguró esta habitación el día
que mi nuevo hermanito llegó a casa. —Torció la tapa de un refresco
sospechosamente verde y tomó un trago—. Tenía siete para Jamie,
ocho y medio para Xander. —Hizo una pausa, como si sopesara mi
valor como audiencia—. La tía Zara y su primer marido tenían prob-
lemas para concebir. Skye se fue unos meses y regresó embarazada.
Lave, enjuague y repita.
Eso podría haber sido la cosa más desordenada que jamás había
escuchado.
—¿Quieres uno? —Nash preguntó, señalando con la cabeza hacia
la nevera.
Quería tomar unos diez de ellos, pero me conformé con Cookies
and Cream. Volví a mirar a Oren, que había estado jugando a ser mi
sombra silenciosa todo este tiempo. No dio ninguna indicación de
que debería evitar beber, así que quité la tapa y tomé un trago.
—¿La biblioteca? —Le recordé a Nash.
—Casi ahí. —Nash pasó a la habitación contigua—. Sala de juegos
—dijo.
En el centro de la sala, había cuatro mesas. Una mesa era rectan-
gular, una cuadrada, una ovalada, una circular. Las mesas estaban
negras. El resto de la habitación —paredes, suelo y estantes— era
blanco. Los estantes estaban integrados en tres de las cuatro paredes
de la habitación.
No había estanterías, me di cuenta. Celebraron juegos. Cientos, tal
vez miles, de juegos de mesa. Incapaz de resistirme, me acerqué al
estante más cercano y pasé los dedos por las cajas. Ni siquiera había
oído hablar de la mayoría de estos juegos.
—El anciano —dijo Nash en voz baja—, era un poco coleccionista.
Estaba asombrada. ¿Cuántas tardes pasamos mi mamá y yo
jugando juegos de mesa de venta de garaje? Nuestra tradición de dí-
as de lluvia había implicado con gurar tres o cuatro y convertirlos a
todos en un juego masivo. ¿Pero esto? Había juegos de todo el mun-
do. La mitad de ellos no tenían escritura en inglés en las cajas. De re-
pente me imaginé a los cuatro hermanos Hawthorne sentados alre-
dedor de una de esas mesas. Sonriendo. Hablar sobre basura. Supe-
rándose unos a otros. Luchando por el control, posiblemente literal-
mente.
Alejé ese pensamiento. Vine aquí en busca del Davenport, la sigu-
iente pista. Ese era el juego actual, nada contenido en estas cajas. —
¿La biblioteca? —le pregunté a Nash, apartando mis ojos de los ju-
egos.
Asintió hacia el nal de la habitación, la única pared que no esta-
ba cubierta de juegos de mesa. No había puerta. En cambio, había un
poste de fuego y lo que parecía ser el fondo de una especie de con-
ducto. ¿Una diapositiva?
—¿Dónde está la librería? —interrogué.
Nash se paró junto al poste de fuego e inclinó la cabeza hacia el
techo. —Allí arriba.
Capítulo 65

Oren subió primero, luego regresó, a través de un poste, no de un


tobogán. —La habitación está despejada —me indicó—. Pero si in-
tentas trepar, podrías abrir un punto.
El hecho de que hubiera mencionado mi lesión frente a Nash me
dijo algo. U Oren quería ver cómo respondería, o con aba en Nash
Hawthorne.
—¿Qué herida? —Nash preguntó, mordiendo el anzuelo.
—Alguien le disparó a Avery —dijo Oren con cuidado—. No sab-
rías nada de eso, ¿verdad, Nash?
—Si lo hiciera —respondió Nash, su voz baja y mortal—, ya esta-
ría manejado.
—Nash —Oren le dio una mirada que probablemente signi caba
mantenerse al margen. Pero por lo que había podido decir, —mante-
nerse al margen— no era realmente un rasgo de Hawthorne.
—Me voy ahora —dijo Nash casualmente—. Tengo algunas pre-
guntas que hacerle a mi gente.
Su gente, incluida Mellie. Vi a Nash alejarse tranquilamente, luego
me volví hacia Oren. —Sabías que iría a hablar con el personal.
—Sé que hablarán con él —corrigió Oren—. Y, además, sopló el
elemento sorpresa esta mañana.
Le había dicho a Grayson. Le había dicho a su madre. Libby lo sa-
bía. —Lo siento —dije, luego me volví hacia la habitación de arriba
—. Voy a subir.
—No vi un escritorio allí —me dijo Oren.
Caminé hacia el poste y me agarré. —Voy a subir de todos modos.
—Empecé a levantarme, pero el dolor me detuvo. Oren tenía razón.
No podía escalar. Di un paso atrás del poste, luego miré a mi izqui-
erda.
Si no pudiera subir al poste, tendría que ser el tobogán.
La última biblioteca de Hawthorne House era pequeña. El techo
se inclinaba para formar una pirámide en lo alto. Los estantes eran
sencillos y solo llegaban hasta mi cintura. Estaban llenos de libros
para niños. Muy gastados, muy queridos, algunos de ellos me resul-
taban familiares de una forma que me provocaba ganas de sentarme
y leer.
Pero no lo hice, porque mientras estaba allí, sentí una brisa. No ve-
nía de la ventana, que estaba cerrada. Provenía de los estantes de la
pared trasera. Mientras me acercaba, descubrí que venía de una gri-
eta entre los dos estantes.
Hay algo ahí atrás. Mi corazón se atrapó como un aliento atascado
en mi garganta. Comenzando con el estante de la derecha, puse mis
dedos alrededor de la parte superior del estante y tiré. No tuve que
tirar con fuerza. El estante estaba sobre una bisagra. Mientras tiraba,
giró hacia afuera, revelando una pequeña abertura.
Este fue el primer pasaje secreto que descubrí por mi cuenta. Era
extrañamente estimulante, como estar de pie en el borde del Gran
Cañón o sostener una obra de arte invaluable en tus manos. Con el
corazón latiendo con fuerza, me agaché por la abertura y encontré
una escalera.
Trampas sobre trampas, pensé, y acertijos sobre acertijos.
Con cautela, bajé los escalones. A medida que me alejaba de la luz
de arriba, tuve que sacar mi teléfono y encender la linterna para po-
der ver hacia dónde me dirigía. Debería volver por Oren. Lo sabía, pe-
ro ahora iba más rápido, bajaba los escalones, giraba, giraba, hasta
que llegué al nal.
Allí, sosteniendo una linterna propia, estaba Grayson Hawthorne.
Se volvió hacia mí. Mi corazón latía brutalmente, pero no retroce-
dí. Miré más allá de Grayson y vi el único mueble en el rellano de las
escaleras ocultas.
Un Davenport.
—Señorita Grambs. —Grayson me saludó y luego se volvió hacia
el escritorio.
—¿Lo has encontrado ya? —le pregunté—. ¿La pista de Daven-
port?
—Yo estaba esperando.
No pude leer su tono. —¿Para qué?
Grayson levantó la vista del escritorio y sus ojos plateados se j-
aron en los míos en la oscuridad. —Jameson, supongo.
Habían pasado horas desde que Jameson se fue a la escuela, horas
desde la última vez que vi a Grayson. ¿Cuánto tiempo había estado
aquí esperando?
—No es propio de Jamie perderse lo obvio. Sea lo que sea este ju-
ego, se trata de nosotros. Nosotros cuatro. Nuestros nombres fueron
las pistas. Por supuesto que encontraríamos algo aquí.
—¿Al pie de esta escalera?
—En nuestra ala —respondió Grayson—. Crecimos aquí: Jame-
son, Xander y yo. Nash también, supongo, pero era mayor.
Recordé a Xander diciéndome que Jameson y Grayson solían for-
mar equipo para vencer a Nash en la línea de meta, y luego se cruza-
ban al nal del juego.
—Nash sabe sobre el tiroteo —le dije a Grayson—, le dije. —Gray-
son me lanzó una mirada que no pude discernir.
—¿Qué?
Grayson negó con la cabeza. —Él querrá salvarte ahora.
—¿Eso es tan malo?
Otra mirada y más emoción, fuertemente enmascarada. —¿Me
mostrarás dónde te lastimaron? —Grayson preguntó, su voz no del
todo tensa, pero algo.
Probablemente solo quería ver qué tan mal estaba, me dije pero, aun
así, la solicitud me golpeó como una descarga eléctrica. Mis extremi-
dades se sentían inexplicablemente pesadas. Estaba muy consciente
de cada respiración que tomaba. Este era un espacio pequeño. Nos
quedamos uno cerca del otro, cerca del escritorio.
Aprendí mi lección con Jameson, pero esto se sintió diferente. Co-
mo si Grayson quisiera ser quien me salvara. Como si tuviera que ser
el indicado.
Levanté mi mano hasta el cuello de mi camisa. La tiré hacia abajo,
debajo de mi clavícula, exponiendo mi herida.
Grayson levantó su mano hacia mi hombro. —Lamento que te ha-
ya pasado esto.
—¿Sabes quién me disparó? —Tuve que preguntar, porque se ha-
bía disculpado, y Grayson Hawthorne no era del tipo que se discul-
pa. Si supiera…
—No —maldijo Grayson.
Le creí, o al menos quería hacerlo. —Si dejo Hawthorne House an-
tes de que termine el año, el dinero se destina a obras de caridad. Si
muero, va a la caridad o a mis herederos. —Hice una pausa—. Si
muero, la fundación va a ustedes cuatro.
Tenía que saber cómo se veía eso.
—Mi abuelo debería habernos dejado todo el tiempo. —Grayson
volvió la cabeza y apartó con fuerza la mirada de mi piel. O a Zara.
Nos criaron para marcar la diferencia y tú…
—No soy nadie —terminé, las palabras me dolía decirlas.
Grayson negó con la cabeza. —No sé lo que eres. —Incluso con la
mínima luz de nuestras linternas, podía ver su pecho subir y bajar
con cada respiración.
—¿Crees que Jameson tiene razón? —le pregunté—. ¿Este rompe-
cabezas de tu abuelo termina con respuestas?
—Termina con algo. Los juegos del viejo siempre lo hacen. —
Grayson hizo una pausa—. ¿Cuántos números tienes?
—Dos —respondí.
—Lo mismo —me dijo—. Me estoy perdiendo este y el de Xander.
Fruncí el ceño. —¿De Xander?
—Madera negra. Es el segundo nombre de Xander. El West Brook
fue la pista de Nash. El Winchester era de Jameson.
Miré hacia el escritorio. Y el Davenport es tuyo.
Cerró los ojos. —Después de ti, heredera.
Su uso del apodo de Jameson para mí parecía que signi caba al-
go, pero no estaba segura de qué. Dirigí mi atención a la tarea que te-
nía entre manos. El escritorio estaba hecho de madera de color bron-
ce. Cuatro cajones corrían perpendiculares al escritorio. Los probé
uno a la vez. Vacío. Pasé mi mano derecha por el interior de los caj-
ones, buscando algo fuera de lo común. Nada.
Sintiendo la presencia de Grayson a mi lado, sabiendo que estaba
siendo observada y juzgada, me moví hacia la parte superior del esc-
ritorio, levantándolo para revelar el compartimiento debajo. Vacío de
nuevo. Como había hecho con los cajones, pasé los dedos por el fon-
do y los lados del compartimento. Sentí una ligera cresta a lo largo
del lado derecho. Mirando el escritorio, calculé que el ancho del bor-
de era de una pulgada y media, tal vez dos pulgadas.
Lo su cientemente ancho para un compartimento oculto.
Insegura de cómo desencadenar su liberación, pasé la mano por el
lugar donde había sentido la cresta. Tal vez fue solo una costura,
donde se unieron dos piezas de madera. O tal vez… Presioné la ma-
dera, con fuerza, y saltó hacia afuera. Cerré los dedos alrededor del
bloque que acababa de soltar y lo aparté del escritorio, revelando
una pequeña abertura. Dentro había un llavero, sin llave.
El llavero era de plástico, con la forma del número uno.
Capítulo 66

Ocho. Uno. Uno.


Esa noche volví a dormir en la habitación de Libby. Ella no lo hi-
zo. Le pedí a Oren que con rmara con su equipo de seguridad que
estaba bien y en las instalaciones.
Ella estaba, pero no me dijo dónde.
No Libby. No Max. Estaba sola, más sola de lo que había estado
desde que llegué aquí. No Jameson. No lo había visto desde que se
fue esa mañana. No Grayson. No se había demorado mucho tiempo
después de que descubrimos la pista.
Uno. Uno. Ocho. Eso era todo en lo que tenía que concentrarme.
Tres números, que me con rmaron que el árbol de Toby en el Bos-
que Negro acababa de ser un árbol. Si había un cuarto número, toda-
vía estaba ahí. Basado en el llavero, la pista en Black Wood podría
aparecer en cualquier formato, no solo en una talla.
A altas horas de la noche y casi dormida, escuché algo como pa-
sos. ¿Detrás de mí? ¿Abajo? El viento silbaba fuera de mi ventana. Los
disparos acechaban en mi memoria. No tenía idea de lo que acecha-
ba en las paredes.
No me quedé dormida hasta el amanecer. Cuando lo hice, soñé
con dormir.
—Tengo un secreto —dice mi madre, saltando alegremente sobre mi ca-
ma, despertándome de un tirón—. ¿Te importaría hacer una suposición, mi
hija de quince años recién cumplida?
—No estoy jugando —me quejo, tirando las mantas hacia atrás sobre mi
cabeza—. Nunca adivino bien.
—Te daré una pista —me dice mi mamá—. Para tu cumpleaños. —Ella
tira de las mantas hacia atrás y se deja caer a mi lado en mi almohada. Su
sonrisa es contagiosa.
Finalmente, me rompo y le devuelvo la sonrisa. —Multa. Dame una pis-
ta.
—Tengo un secreto… sobre el día en que naciste.
Me desperté con dolor de cabeza cuando mi abogada abrió las
contraventanas de la plantación. —Levántate y brilla —dijo Alisa,
con la fuerza y seguridad de una persona que presenta un argumen-
to en la corte.
—Vete. —Canalizando mi yo más joven, me cubrí la cabeza con
las mantas.
—Mis disculpas —dijo Alisa, sin sonar disculpándose en lo más
mínimo—, pero realmente tienes que levantarte ahora.
—No tengo que hacer nada —murmuré—. Soy multimillonaria.
Eso funcionó tan bien como esperaba. —Si recuerdas —respondió
amablemente Alisa—, en un intento de controlar los daños después
de tu improvisada conferencia de prensa a principios de esta sema-
na, organicé tu debut en la sociedad de Texas para este n de sema-
na. Hay un bene cio de caridad al que asistirás esta noche.
—Apenas dormí anoche. —Lo intenté por lástima—. ¡Alguien in-
tentó dispararme!
—Te conseguiremos un poco de vitamina C y una pastilla para el
dolor. —Alisa no tuvo piedad—. Te llevaré a comprar vestidos en
media hora. Tienes formación en medios a la una, peinado y maquil-
laje a las cuatro.
—Tal vez deberíamos reprogramar —dije—. Debido a que alguien
quiere matarme.
—Oren aprobó que nos fuéramos de la nca. —Alisa me miró—.
Tienes veintinueve minutos. —Ella miró mi cabello—. Asegúrate de
verte lo mejor posible. Te veré en el coche.
Capítulo 67

Oren me acompañó hasta la camioneta. Alisa y dos de sus homb-


res estaban esperando dentro, y no eran los únicos.
—Sé que no planeabas ir de compras sin mí —dijo Thea a modo
de saludo—. Donde hay boutiques de alta costura, también está
Thea.
Miré hacia Oren, esperando que la echara del coche. No lo hizo.
—Además —me dijo Thea en un susurro altivo mientras se abroc-
haba el cinturón de seguridad—, tenemos que hablar de Rebecca.

El SUV tenía tres las de asientos. Oren y un segundo guardaes-


paldas se sentaron al frente. Alisa y el tercero se sentaron en la parte
de atrás. Thea y yo estábamos en el medio.
—¿Qué le hiciste a Rebecca? —Thea esperó hasta que estuvo satis-
fecha de que los otros ocupantes del auto no estuvieran escuchando
con demasiada atención antes de hacer la pregunta, en voz baja.
—No le hice nada a Rebecca.
—Aceptaré que no caíste en la trampa de Jameson Hawthorne con
el propósito de desenterrar los recuerdos de Jameson y Emily. —
Thea claramente pensó que estaba siendo magnánima—. Pero ahí es
donde termina mi generosidad. Rebecca es dolorosamente hermosa,
pero la niña llora feo. Sé cómo se ve cuando ha pasado toda la noche
llorando. Cualquiera que sea su trato, no se trata solo de Jameson.
¿Qué pasó en la cabaña?
Rebecca sabe sobre el tiroteo. Tenía prohibido decírselo a nadie. Traté de
pensar en las implicaciones. ¿Por qué estaba llorando?
—Hablando de Jameson —Thea cambió de táctica—. Él es clara-
mente miserable, y solo puedo asumir que te lo debo a ti.
¿Es miserable? Sentí que algo parpadeaba en mi pecho, un qué pa-
saría si, pero lo reprimí. —¿Por qué lo odias tanto? —le pregunté a
Thea.
—¿Por qué no lo haces tú?
—¿Por qué estás aquí? —Entrecerré mis ojos—. No en este auto —
corregí, antes de que pudiera mencionar las boutiques de alta costu-
ra—, en Hawthorne House. ¿Qué te pidieron Zara y tu tío que vini-
eras a hacer?
¿Por qué te quedas tan cerca de mí? ¿Qué es lo que quieren?
—¿Qué te hace pensar que me pidieron que hiciera algo? —Era
obvio en el tono de Thea y en su forma de ser que era una persona
que había nacido con ventaja y nunca la había perdido.
Hay una primera vez para todo, pensé, pero antes de que pudiera ex-
poner mi caso, el automóvil se detuvo en la boutique y los paparazzi
nos rodearon en un crujido ensordecedor y claustrofóbico.
Me dejé caer en mi asiento. —Tengo un centro comercial completo
en mi armario. —Le lancé a Alisa una mirada de agravio—. Si me
pusiera algo que ya tengo, no tendríamos que lidiar con esto.
—Esto —repitió Alisa cuando Oren salió del coche y el rugido de
las preguntas de los periodistas se hizo más fuerte—, es el punto.
Estaba aquí para que me vieran, para controlar la narrativa.
—Sonríe, bonita —murmuró Thea directamente en mi oído.

La boutique que Alisa había elegido para esta salida cuidadosa-


mente coreogra ada era el tipo de tienda que solo tenía una copia de
cada vestido. Me habían cerrado toda la tienda.
—Verde. —Thea sacó un vestido de noche del perchero—. Esme-
ralda, a juego con tus ojos.
—Mis ojos son color avellana —dije rotundamente. Me volví del
vestido que sostenía hacia el asistente de ventas—. ¿Tienes algo me-
nos escotado?
—¿Pre eres cortes más altos? —El tono de la asistente de ventas
fue tan cuidadoso y sin prejuicios que casi estaba segura de que me
estaba juzgando.
—Algo que cubra mi clavícula —dije, y luego le di una mirada a
Alisa—. Y mis puntadas.
—Escuchaste a la Sra. Grambs —dijo Alisa con rmeza—. Y Thea
tiene razón, tráenos algo verde.
Capítulo 68

Encontramos un vestido. Los paparazzi tomaron fotos mientras


Oren nos conducía a todos de regreso a la camioneta. Cuando nos
apartamos de la acera, miró por el espejo retrovisor. —¿Cinturones
de seguridad abrochados?
El mío lo estaba. A mi lado, Thea abrochó el suyo. —¿Has pensa-
do en el cabello y el maquillaje? —preguntó.
—Constantemente —respondí en un tono inexpresivo—. En estos
días, no pienso literalmente en nada más. Una niña debe tener sus
prioridades en orden.
Thea sonrió. —Y aquí estaba pensando que todas tus prioridades
tenían el apellido Hawthorne.
—Eso no es cierto —dije. ¿Pero no es así? ¿Cuánto tiempo había
pasado pensando en ellos? ¿Cuánto había querido que Jameson lo
dijera en serio cuando me dijo que yo era especial?
¿Con qué claridad podía sentir a Grayson revisando mi herida?
—Tu guardaespaldas no quería que viniera hoy —murmuró Thea
cuando tomamos un camino largo y sinuoso—. Tampoco tu aboga-
da. Perseveré, ¿y sabes por qué?
—Ni idea.
—Esto no tiene nada que ver con mi tío o Zara—. Thea jugó con
las puntas de su cabello oscuro—. Solo estoy haciendo lo que Emily
querría que hiciera. Recuerda eso, ¿quieres?
Sin previo aviso, el coche se desvió. Mi cuerpo entró en modo de
pánico, luchar o huir, y ninguno de ellos era una opción, atada al asi-
ento trasero. Giré mi cabeza hacia Oren, que estaba conduciendo, y
noté que el guardia en el asiento del pasajero tenía su mano en su ar-
ma, alerta y listo.
Algo estaba mal. No deberíamos haber venido. No debería haber
con ado, ni por un momento, en que estaba a salvo. Alisa empujó es-
to. Ella me quería aquí.
—Agárrate fuerte —gritó Oren.
—¿Que está pasando? —pregunté. Las palabras se alojaron en mi
garganta y salieron como un susurro. Vi un destello de movimiento
por la ventana: un automóvil, que se movía hacia nosotros a gran ve-
locidad. Grité.
Mi subconsciente me gritaba que corriera.
Oren se desvió de nuevo, lo su ciente para evitar un impacto a
gran escala, pero oí el chirrido del metal contra el metal.
Alguien estaba tratando de sacarnos del camino. Oren puso el acelera-
dor. El sonido de las sirenas, las sirenas de la policía, apenas atrave-
só la cacofonía de pánico en mi cabeza.
Esto no puede estar sucediendo. No dejes que esto suceda.
Por favor no.
Oren entró rugiendo al carril izquierdo, delante del coche que nos
había atacado. Giró la camioneta alrededor, arriba y sobre la medi-
ana, enviándonos a correr en la dirección opuesta.
Intenté gritar, pero no fue fuerte ni estridente. Estaba llorando y
no pude detenerlo.
Ahora había más de una sirena. Me volví hacia la parte trasera del
auto, esperando lo peor, preparándome para el impacto, y vi que el
auto que nos había golpeado giraba. En cuestión de segundos, el ve-
hículo fue rodeado por policías.
—Estamos bien —susurré. No lo creí. Mi cuerpo todavía me decía
que nunca volvería a estar bien.
Oren soltó el acelerador, pero no se detuvo y no se dio la vuelta.
—¿Qué demonios fue eso? —pregunté, mi voz lo su cientemente
alta en tono y volumen como para romper un vidrio.
—Eso —respondió Oren con calma—, fue alguien que mordió el
anzuelo.
¿El cebo? Dirigí mi mirada hacia Alisa. —¿De qué está hablando?
En el calor del momento, pensé que era culpa de Alisa que estuvi-
éramos aquí. Había dudado de ella, pero la respuesta de Oren sugi-
rió que tal vez debería haber culpado a ambos.
—Este —dijo Alisa, su calma característica mellada pero no dest-
ruida—, era el punto. —Eso fue lo mismo que dijo cuando vimos a
los paparazzi afuera de la boutique.
El paparazzi. Asegurándonos de que nos vieran. La absoluta necesidad
de venir a comprar vestidos, a pesar de todo lo sucedido.
Por todo lo que había pasado.
—¿Me usaste como cebo? —No era una gritona, pero lo hacía aho-
ra.
A mi lado, Thea recuperó su voz, y algo más. —¿Qué diablos está
pasando aquí?
Oren salió de la autopista y redujo la velocidad hasta detenerse en
un semáforo en rojo. —Sí —me dijo en tono de disculpa—, te usamos
y a nosotros mismos como cebo. —Miró hacia Thea y respondió a su
pregunta—. Hubo un ataque contra Avery hace dos días. Nuestros
amigos de la comisaría aceptaron jugar así a mi manera.
—¡Tu camino podría habernos matado! —No pude hacer que mi
corazón dejara de latir con fuerza. Apenas podía respirar.
—Teníamos refuerzos —me aseguró Oren—. Mi gente, así como
la policía. No le diré que no estaba en peligro, pero siendo la situaci-
ón la que era, el peligro no era una posibilidad que pudiera eliminar-
se. No había buenas opciones. Tenías que seguir viviendo en esa ca-
sa. En lugar de esperar otro ataque, Alisa y yo diseñamos lo que pa-
recía una excelente oportunidad. Ahora, tal vez podamos obtener al-
gunas respuestas.
Primero, me habían dicho que los Hawthorne no eran una amena-
za. Luego me usaron para eliminar la amenaza. —Podrías habérmelo
dicho —dije con brusquedad.
—Era mejor —me respondió Alisa—, que no lo supieras. Eso nadie
lo sabía.
¿Mejor para quién? Antes de que pudiera decir eso, Oren recibió
una llamada.
—¿Rebecca sabía sobre el ataque? —Thea preguntó a mi lado—.
¿Es por eso que ha estado tan alterada?
—Oren. —Alisa nos ignoró a Thea ya mí—. ¿Detuvieron al con-
ductor?
—Lo hicieron. —Oren hizo una pausa, y lo sorprendí mirándome
por el espejo retrovisor, sus ojos se suavizaron de una manera que
hizo que mi estómago se retorciera. —Avery, era el novio de tu her-
mana.
Drake. —Ex—novio —corregí, mi voz atascándose en mi gargan-
ta.
Oren no respondió a mi a rmación. —Encontraron un ri e en su
baúl que, al menos preliminarmente, coincide con las balas. La poli-
cía querrá hablar con tu hermana.
—¿Qué? —dije, mi corazón todavía golpeaba sin piedad mi caja
torácica—. ¿Por qué? —En cierto nivel, sabía, sabía la respuesta a esa
pregunta, pero no podía aceptarla.
Y no lo haría.
—Si Drake fue el tirador, alguien habría tenido que colarse con él
en la propiedad —dijo Alisa, su voz inusualmente suave.
Libby no, pensé. Libby no querría…
—Avery. —Alisa puso una mano en mi hombro—. Si algo te suce-
de, incluso sin un testamento, tu hermana y tu padre son tus herede-
ros.
Capítulo 69

Estos eran los hechos: Drake había intentado sacar mi coche de la


carretera. Tenía un arma que probablemente coincidía con las balas
que había recuperado Oren. Tenía antecedentes penales.
La policía tomó mi declaración. Hicieron preguntas sobre el tiro-
teo. Sobre Drake. Sobre Libby. Finalmente, me acompañaron de reg-
reso a Hawthorne House.
La puerta principal se abrió de golpe antes de que Alisa y yo hu-
biéramos llegado al porche.
Nash salió furioso de la casa, luego disminuyó la velocidad cuan-
do nos vio. —¿Quieres decirme por qué acabo de recibir la noticia de
que la policía sacó a Libby de aquí? —le preguntó a Alisa.
Nunca había escuchado un acento sureño sonar así.
Alisa levantó la barbilla. —Si no está arrestada, no tiene la obliga-
ción de ir con ellos.
—¡Ella no lo sabe! —Nash gritó. Luego bajó la voz y la miró a los
ojos—. Si quisieras protegerla, podrías haberlo hecho.
Había tantas capas en esa oración que no podía empezar a desen-
redarlas, no con mi cerebro concentrado en otras cosas. Libby. La poli-
cía tiene a Libby.
—No estoy en el negocio de proteger todas las historias tristes que
surgen —le dijo Alisa a Nash.
Sabía que no solo estaba hablando de Libby, pero eso no importa-
ba. —Ella no es una historia triste —dije entre dientes—. ¡Ella es mi
hermana!
—Y, muy probablemente, un cómplice de intento de asesinato. —
Alisa extendió la mano para tocar mi hombro. Di un paso atrás.
Libby no me haría daño. No dejaría que nadie me lastimara. Lo creí, pe-
ro no pude decirlo. ¿Por qué no pude decirlo?
—Ese bastardo le ha estado enviando mensajes de texto —dijo
Nash a mi lado—. He estado tratando de que ella lo bloquee, pero se
siente tan condenadamente culpable.
—¿Para qué? —Alisa empujó—. ¿De qué se siente culpable? Si no
tiene nada que ocultarle a la policía, ¿por qué te preocupa tanto que
hable con ellos?
Los ojos de Nash brillaron. —¿Realmente te vas a quedar ahí y ac-
tuar como si no hubiéramos sido criados para tratar ‘nunca hablar
con las autoridades sin un abogado presente’ como un mandamien-
to?
Pensé en Libby, sola en una celda. Probablemente ni siquiera esta-
ba en una celda, pero no pude deshacerme de la imagen. —Envía a
alguien —le dije a Alisa temblorosa—. De la rma. —Abrió la boca
para objetar y la interrumpí—. Hazlo.
Puede que ahora no lleve los hilos del bolso, pero algún día lo ha-
ré. Ella trabajaba para mí.
—Considéralo hecho —dijo Alisa.
—Y déjame en paz —le dije con ereza. Ella y Oren me habían
mantenido en la oscuridad. Me habían movido como una pieza de
ajedrez en un tablero. —Todos ustedes —dije, volviéndome hacia
Oren.
Necesitaba estar sola. Necesitaba hacer todo lo que estuviera a mi
alcance para evitar que sembraran ni siquiera una semilla de duda,
porque si no podía con ar en Libby…
No tenía a nadie.
Nash se aclaró la garganta. —¿Quieres contarle sobre el asesor de
medios que espera en la sala de estar, Lee—Lee, o debería?
Capítulo 70

Acepté sentarme con el costoso asesor de medios de Alisa. No


porque tuviera la intención de participar en la gala bené ca de esta
noche, sino porque era la única forma que conocía de asegurarme de
que todos los demás me dejaran en paz.
—Hay tres cosas en las que vamos a trabajar hoy, Avery. —La
consultora, una elegante mujer negra con un elegante acento británi-
co, se había presentado como Landon. No tenía idea de si ese era su
nombre o su apellido. —Después del ataque de esta mañana, habrá
más interés en tu historia, y en la de tu hermana, más que nunca.
Libby no me haría daño, pensé desesperadamente. No dejaría que
Drake me hiciera daño. Y luego: Ella no bloqueó su número.
—Las tres cosas que practicaremos hoy son qué decir, cómo decir-
lo y cómo identi car las cosas que no debes decir y objetar. —Lan-
don era equilibrada, precisa y más elegante que cualquiera de mis
estilistas—. Ahora, obviamente, habrá cierto interés en el desafortu-
nado incidente que tuvo lugar esta mañana, pero su equipo legal
preferiría que dijera lo menos posible en ese frente.
Ese frente es el segundo atentado contra mi vida en tres días.
Libby no está involucrada. Ella no puede estarlo.
—Repite después de mí —instruyó Landon—, estoy agradecida de
estar vivo, y estoy agradecida de estar aquí esta noche.
Bloqueé los pensamientos que me perseguían, tanto como pude.
—Estoy agradecida de estar viva —repetí fríamente—, y estoy agra-
decida de estar aquí esta noche.
Landon me miró. —¿Cómo crees que suenas?
—¿Molesta? —Adiviné con severidad.
Landon me ofreció una sugerencia amable. —Tal vez deberías in-
tentar sonar menos enojada. —Esperó un momento y luego evaluó la
forma en que estaba sentada—. Abre tus hombros. A oja esos mús-
culos. Tu postura es lo primero a lo que se aferrará el cerebro de la
audiencia. Si parece que está tratando de plegarte sobre ti misma, si
te haces pequeña, eso envía un mensaje.
Poniendo los ojos en blanco, traté de sentarme un poco más recta
y dejé que mis manos cayeran a los lados. —Estoy agradecida de es-
tar viva y estoy agradecida de estar aquí esta noche.
—No. —Landon negó con la cabeza—. Quieres sonar como una
persona real.
—Soy una persona real.
—No al resto del mundo. Aún no. Ahora mismo eres un espectá-
culo. —No había nada cruel en el tono de Landon—. Imagina que es-
tás de vuelta en casa. Estás en tu zona de confort.
¿Cuál era mi zona de confort? ¿Hablando con Max, que estaba
MIA26 para el futuro inmediato? ¿Arrastrarme a la cama con Libby?
—Piensa en alguien en quien confíes.
Eso dolió de una manera que debería haberme vaciado, pero me
dejó con la sensación de que podría vomitar. Tragué. —Estoy agra-
decida de estar viva y estoy agradecida de estar aquí esta noche.
—Parece forzado, Avery.
Apreté los dientes. —Es forzado.
—¿Tiene que serlo? —Landon me dejó marinar en esa pregunta
por un momento—. ¿No hay parte de ti agradecida por haber tenido
esta oportunidad? ¿Vivir en esta casa? ¿Saber que no importa lo que
pase, tú y las personas que amas siempre serán atendidos?
El dinero era seguridad. Era seguridad. Sabía que se podía meter
la pata sin arruinar tu vida. Si Libby dejó entrar a Drake en la propiedad,
si él fue quien me disparó, ella no podría haber sabido que eso era lo que iba
a pasar.
—¿No estás agradecida de estar viva, después de todo lo que ha
pasado? ¿Querías morir hoy?
No. Quería vivir. Realmente viva.
—Estoy agradecida de estar aquí —dije, sintiendo las palabras un
poco más esta vez—, y estoy agradecida de estar viva.
—Mejor, pero esta vez… deja que duela.
—¿Perdón?
—Muéstrales que eres vulnerable.
Arrugué mi nariz hacia ella.
—Muéstrales que eres una chica común y corriente. Como ellos.
Ese es el truco de mi o cio: Qué tan real, ¿qué tan vulnerable puedes
parecer sin permitirte ser vulnerable en absoluto?
Vulnerable no era la historia que había elegido contar cuando dise-
ñaron mi guardarropa. Se suponía que tenía una ventaja. Pero las
chicas a ladas también tenían sentimientos.
—Estoy agradecida de estar viva —repetí—, y estoy agradecida
de estar aquí esta noche.
—Bien. —Landon asintió levemente—. Ahora vamos a jugar un
pequeño juego. Voy a hacerte preguntas, y vas a hacer la única que
debes dominar antes de que te deje salir de aquí para ir a la gala esta
noche.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—No vas a responder las preguntas. —La expresión de Landon
era intensa—. No con palabras. No con tu cara. En absoluto, a menos
que y hasta que reciba una pregunta que pueda, de alguna manera,
responder con el mensaje clave que ya hemos practicado.
—Gratitud —dije—. Etcétera, etcétera. —Me encogí de hombros
—. No suena difícil.
—Avery, ¿es cierto que tu madre mantuvo una relación sexual con
Tobias Hawthorne?
Casi me atrapa. Casi escupí la palabra no. Pero de alguna manera,
me contuve.
—¿Organizaste el ataque de hoy?
¿Qué?
—Cuida tu cara —me dijo y, luego, sin perder el ritmo, continuó
— ¿Cómo es tu relación con la familia Hawthorne?
Me senté, pasiva, sin permitirme ni pensar en sus nombres.
—¿Qué vas a hacer con el dinero? ¿Cómo respondes a la gente
que te llama estafadora y ladrona? ¿Te lesionaste hoy?
Esa última pregunta me dio una oportunidad. —Estoy bien —dije
—. Estoy agradecida de estar viva y estoy agradecida de estar aquí
esta noche.
Esperaba elogios, pero no obtuve ninguno.
—¿Es cierto que tu hermana tiene una relación con el hombre que
intentó matarte? ¿Está involucrada en el atentado contra tu vida?
No estaba segura de si era la forma en que había metido las pre-
guntas, justo después de mi respuesta anterior, o lo cerca que estaba
de la pregunta, pero espeté.
—No. —La palabra brotó de mi boca—. Mi hermana no tuvo nada
que ver con esto. —Landon me miró—. Desde arriba —dijo con r-
meza—. Intentémoslo de nuevo.

26 Missing In Action (Perdido en Acción); expresión que designa a los combatientes militares
desparecidos durante una operación o misión militar.
Capítulo 71

Después de mi sesión con Landon, me dejó en mi habitación, don-


de esperaba mi equipo de estilo. Podría haberles dicho que no iría a
la gala, pero Landon me había hecho pensar: ¿Qué tipo de mensaje
enviaría?
¿Que tenía miedo? ¿Qué me estaba escondiendo o escondiendo al-
go? ¿Qué Libby era culpable?
Ella no lo es. Eso era lo que me repetía una y otra vez. Estaba a la
mitad del peinado y el maquillaje cuando Libby entró en mi habita-
ción. Los músculos de mi estómago se tensaron, el corazón se me su-
bió a la garganta. Su rostro estaba manchado de maquillaje corrido.
Ella había estado llorando.
Ella no hizo nada malo. Ella no lo hizo. Libby vaciló durante tres o
cuatro segundos, luego se arrojó sobre mí y me alcanzó en el abrazo
más grande y fuerte de mi vida. —Lo siento. Lo siento mucho.
Tuve un momento, exactamente uno, en el que se me heló la sang-
re.
—Debería haberlo bloqueado —continuó Libby—. Pero si te sirve
de algo, simplemente puse mi teléfono en la licuadora. Y luego la en-
cendí.
Ella no se estaba disculpando por ayudar e incitar a Drake. Ella se
estaba disculpando por no bloquear su número. Por pelear conmigo
cuando yo quería que ella lo hiciera.
Incliné mi cabeza, y un par de manos inmediatamente levantaron
mi barbilla mientras los estilistas continuaban su trabajo.
—Di algo —me dijo Libby.
Quería decirle que la creía, pero incluso decir las palabras se sen-
tía desleal, como un reconocimiento de que realmente no había esta-
do segura hasta ahora. —Vas a necesitar un teléfono nuevo —le dije.
Libby soltó una risita estrangulada. —También vamos a necesitar
una nueva licuadora. —Se pasó la palma de la mano derecha por los
ojos.
—¡Sin lágrimas! —ladró el hombre que me estaba maquillando.
Eso estaba dirigido a mí, no a Libby, pero ella también se había en-
derezado—. Quieres lucir como la imagen que nos dieron, ¿correcto?
—me preguntó el hombre, aplicando agresivamente un poco de mo-
usse en mi cabello.
—Claro —respondí—. Lo que sea. —Si Alisa les había dado una
foto, esa era una decisión menos para mí, una cosa menos en la que
pensar.
Como la pregunta actual de los mil millones de dólares: si Drake
me había disparado y Libby no lo había dejado entrar a la propi-
edad, ¿quién lo había hecho?

Una hora más tarde, me quedé frente al espejo. Los estilistas me


habían trenzado el pelo, pero no era solo una trenza. Habían dividi-
do mi cabello por la mitad y luego cada mitad en tercios. Cada tercio
se había dividido en dos y la mitad estaba enrollada alrededor de la
otra, lo que le daba al cabello una apariencia de cuerda en espiral.
Diminutas cintas transparentes para el cabello y una cantidad impía
de laca para el cabello lo habían mantenido en su lugar mientras co-
menzaban a trenzar mi cabello a cada lado. No tenía idea de qué ha-
bía pasado exactamente después, aparte del hecho de que había doli-
do muchísimo y requería las cuatro manos de mis estilistas más una
de Libby, pero la trenza nal se envolvió alrededor de mi cabeza pa-
ra enmarcar un lado de mi cara. Las bobinas eran multicolores, most-
rando mis luces bajas y las mechas rubias naturales en mi cabello
castaño ceniciento. El efecto fue hipnotizador, como nada que haya
visto nunca.
El maquillaje era menos dramático: natural, fresco, discreto en to-
das partes menos en los ojos. No tenía ni idea de qué brujería habían
invocado, pero mis ojos delineados en carbón parecían el doble de su
tamaño normal y eran verdes, un verdadero verde, con motas que pa-
recían más doradas que marrones.
—Y la pièce de résistance27… —Uno de los estilistas deslizó un
collar alrededor de mi cuello. —Oro blanco y tres esmeraldas.
Las joyas eran del tamaño de mi pulgar.
—Te ves hermosa —me dijo Libby.
No me parecía en nada a mí. Me veía como alguien que pertenecía
a un baile y, aun así, casi me eché para atrás de ir a la gala. Lo único
que me impidió tirar la toalla fue Libby.
Si alguna vez tuve un momento para controlar la narrativa, era
ahora.

27 ‘Plato fuerte’ en francés.


Capítulo 72

Oren me recibió en lo alto de las escaleras.


—¿La policía ha sacado algo de Drake? —le pregunté—. ¿Ha ad-
mitido el tiroteo? ¿Con quién está trabajando?
—Respira profundo —me contestó—. Drake se ha implicado más
que a sí mismo, pero está tratando de pintar a Libby como la mente
maestra. Esa historia no cuadra. No hay imágenes de seguridad de él
entrando en la propiedad, y las habría si, como a rma, Libby lo hu-
biera dejado pasar por la puerta. Nuestra mejor suposición en este
momento es que entró por los túneles.
—¿Los túneles? — repetí.
—Son como los pasadizos secretos de la casa, excepto que pasan
por debajo de la propiedad. Sé de dos entradas y ambas son seguras.
Escuché lo que Oren no dijo. Hay dos que usted conoce, pero esta
es Hawthorne House. Podría haber más.

De camino al baile, debería haberme sentido como una princesa


de cuento de hadas, pero mi carruaje tirado por caballos era un todo-
terreno idéntico al que Drake había deslizado esta mañana. Nada di-
ce cuento de hadas como un intento de asesinato.
¿Quién sabe la ubicación de los túneles? Ésa era la cuestión del mo-
mento. Si había túneles que el jefe de seguridad de Hawthorne Ho-
use ni siquiera conocía, dudaba seriamente que Drake los hubiera
encontrado por su cuenta. Libby tampoco se habría enterado de el-
los.
¿Entonces quién? Alguien muy, muy familiarizado con Hawthorne
House. ¿Se acercaron a Drake? ¿Por qué? Esa última pregunta era me-
nos misteriosa. Después de todo, ¿por qué cometer un asesinato tú
mismo cuando había alguien más dispuesto y dispuesto a hacerlo
por ti? Todo lo que alguien habría tenido que saber era que Drake
existía, que ya se había vuelto violento una vez, que tenía todas las
razones para odiarme.
Dentro de las paredes de Hawthorne House, nada de eso era un
secreto.
Tal vez su cómplice había endulzado el pastel diciéndole que, si
algo me pasaba, Libby podía heredar.
Dejaron que un delincuente hiciera el trabajo sucio y se llevara la culpa.
Me senté en mi todoterreno a prueba de balas con un vestido de cin-
co mil dólares y un collar que probablemente podría haber pagado al
menos un año de universidad, preguntándome si la captura de Dra-
ke signi caba que el peligro había terminado o, quienquiera que le
hubiera dado acceso al túnel, había otros planes para mí.
—La fundación compró dos mesas para el evento de esta noche —
me dijo Alisa desde el asiento delantero—. Zara era reacia a separar-
se de los asientos, pero dado que técnicamente es tu fundación, no
tenía muchas opciones.
Alisa estaba actuando como si nada hubiera pasado. Como si tu-
viera todas las razones para con ar en ella, cuando sentía que las ra-
zones para no hacerlo se acumulaban.
—Así que estaré sentada con ellos —dije sin expresión—. Los
Hawthornes.
Uno de los cuales, al menos uno de los cuales, todavía podría qu-
ererme muerta.
—Es una ventaja para ustedes si todo parece amistoso entre uste-
des. —Alisa tuvo que darse cuenta de lo ridículo que sonaba eso, da-
do el contexto—. Si la familia Hawthorne te acepta, eso contribuirá
en gran medida a aplastar algunas de las teorías menos correctas
sobre por qué heredaste.
—¿Y qué hay de las teorías indecorosas de que uno de ellos, al me-
nos uno, me quiere muerta? —pregunté.
Tal vez fue Zara, o su esposo, o Skye, o incluso Nan, quien más o
menos me dijo que había matado a su esposo.
—Todavía estamos en alerta máxima —me aseguró Oren—. Pero
sería bene cioso para nosotros si los Hawthorne no se dieran cuenta
de eso. Si la esperanza del conspirador era culpar a Drake y Libby,
déjalos pensar que lo han logrado.
La última vez, eché a perder el elemento sorpresa. Esta vez, las co-
sas serían diferentes.
Capítulo 73

—¡Avery, mira aquí!


—¿Algún comentario sobre el arresto de Drake Sanders?
—¿Puede comentar sobre el futuro de la Fundación Hawthorne?
—¿Es cierto que su madre fue arrestada una vez por solicitación?
Si no hubiera sido por las siete rondas de preguntas de práctica
que me habían hecho antes, la última me habría atrapado. Yo habría
respondido, y mi respuesta habría contenido improperios, plural. En
cambio, me paré cerca del coche y esperé.
Y luego vino la pregunta que había estado esperando. —Con todo
lo que ha pasado, ¿cómo te sientes?
Miré directamente al reportero que había hecho esa pregunta. —
Estoy agradecida de estar viva —dije—. Y estoy agradecida de estar
aquí esta noche.

El evento se llevó a cabo en un museo de arte. Entramos en el piso


superior y bajamos una enorme escalera de mármol hasta la sala de
exposiciones. En el momento en que estaba a mitad de camino, todos
en la habitación me miraban o no me miraban de una manera que
era peor.
Al pie de las escaleras, vi a Grayson. Llevaba un esmoquin exacta-
mente como usaba un traje. Sostenía un vaso, claro, con un líquido
claro en el interior. En el momento en que me vio, se congeló en su
lugar, tan repentina y completamente como si alguien hubiera dete-
nido el tiempo. Pensé en volver a estar con él al pie de la escalera
oculta, en la forma en que me había mirado, y en cierto nivel, pensé
que esa era la forma en que me estaba mirando ahora.
Pensé que le había dejado sin aliento.
Luego dejó caer el vaso en su mano. Cayó al suelo y se hizo añi-
cos, salpicando fragmentos de cristal por todas partes.
¿Qué pasó? ¿Que hice?
Alisa me dio un codazo para que siguiera moviéndome. Terminé
de bajar las escaleras mientras los camareros se apresuraban a limpi-
ar el vidrio.
Grayson me miró jamente. —¿Qué estás haciendo? —Su voz era
gutural.
—No entiendo —dije.
—Tu cabello —se atragantó Grayson. Levantó su mano libre hacia
mi trenza, sus dedos casi tocándola antes de apretarlos en un puño
—. Ese collar. Ese vestido…
—¿Qué? —dije.
La única palabra que logró en respuesta fue un nombre.

Emily. Siempre fue Emily. De alguna manera, me dirigí al baño sin


parecer demasiado como si estuviera huyendo. Traté de arrancar mi
teléfono del bolso de satén negro que me habían dado, sin estar se-
gura de lo que planeaba hacer con el teléfono una vez que lo sacara.
Alguien se acercó al espejo a mi lado.
—Te ves bien —dijo Thea, lanzándome una mirada de reojo—. De
hecho, te ves perfecta.
La miré y comprendí. —¿Qué hiciste, Thea?
Ella miró su propio teléfono, presionó algunos botones y, un mo-
mento después, recibí un mensaje de texto. Ni siquiera me había da-
do cuenta de que ella tenía mi número.
Abrí el texto y la foto adjunta, y toda la sangre desapareció de mi
rostro. En esta foto, Emily Laughlin no se reía. Sonreía a la cámara,
una sonrisa maliciosa, como si estuviera al borde de un guiño. Su
maquillaje era natural, pero sus ojos se veían anormalmente grandes
y su cabello…
Era exactamente como el mío.
—¿Qué hiciste? —le pregunté a Thea de nuevo, esta vez con más
acusación que pregunta. Se había invitado a sí misma a mi viaje de
compras. Ella fue quien me sugirió que me vistiera de verde, tal y co-
mo Emily usó en esta foto.
Incluso mi collar era inquietantemente parecido al de ella.
Supuse, cuando el estilista me preguntó si quería parecerme a la
imagen, que Alisa era quien se lo había proporcionado. Supuse que
era una foto de una modelo. No una niña muerta.
—¿Por qué harías esto? —le pregunté a Thea, enmendando mi
pregunta.
—Es lo que Emily hubiera querido. —Thea sacó un tubo de lápiz
labial de su bolso—. Si te sirve de consuelo —dijo, una vez que ter-
minó de poner sus labios de un rojo rubí brillante—, yo no te hice es-
to.
Ella se lo había hecho a ellos.
—Los Hawthorne no mataron a Emily —escupí—. Rebecca dijo
que era su corazón.
Técnicamente, había dicho que Grayson era su corazón.
—¿Qué tan segura estás de que la familia Hawthorne no está tra-
tando de matarte? —Thea sonrió. Ella había estado allí esta mañana.
Ella estaba conmocionada. Y ahora estaba actuando como si todo es-
to fuera una broma.
—Hay algo fundamentalmente mal contigo —le dije.
Mi furia no pareció penetrar. —Te dije el día en que nos conoci-
mos que la familia Hawthorne era un desastre retorcido y roto. —Se
quedó mirando el espejo un momento más—. Pero tampoco te dije
que yo también lo era.
Capítulo 74

Me quité el collar y lo sostuve frente al espejo. El cabello era un


problema mayor. Se habían necesitado dos personas para instalarlo.
Sería un acto de Dios para mí lograrlo.
—¿Avery? —Alisa metió la cabeza en el baño.
—Ayúdame —le dije.
—¿Con que?
—Mi pelo.
Extendí la mano hacia atrás y comencé a tirar de él, y Alisa tomó
mis manos entre las suyas. Pasó mis muñecas a su mano derecha y
abrió la cerradura de la puerta del baño con la izquierda. —No debe-
ría haberte presionado —dijo en voz baja—. Esto es demasiado, de-
masiado pronto, ¿no?
—¿Sabes a quién me parezco? —le cuestioné. Empujé el collar en
su cara. Ella lo tomó de mis manos.
Ella frunció. —¿A quién te pareces? —Parecía una pregunta ho-
nesta de una persona a la que no le gustaba hacer preguntas para las
que no sabía las respuestas.
—Emily Laughlin. —No pude evitar echar un vistazo al espejo—.
Thea me vistió como ella.
A Alisa le tomó un momento procesar eso. —No lo sabía. —Hizo
una pausa, considerando—. La prensa tampoco. Emily era una chica
corriente.
Emily Laughlin no tenía nada de ordinario. No sabía cuándo había
llegado a creer eso. ¿En el momento en que vi su foto? ¿Mi conversa-
ción con Rebecca? ¿La primera vez que Jameson dijo su nombre, o la
primera vez que se lo dije a Grayson?
—Si te quedas en este baño mucho más tiempo, la gente tomará
nota —me advirtió Alisa—. Ya lo han hecho. Para bien o para mal,
necesitas salir.
Venía esta noche porque de alguna manera retorcida pensé que
poner una cara feliz protegería a Libby. Difícilmente estaría aquí si
mi propia hermana hubiera intentado matarme, ¿verdad?
—Bien —le dije a Alisa con los dientes apretados—. Pero si hago
esto por ti, quiero tu palabra de que protegerás a mi hermana de cu-
alquier manera que puedas. No me importa cuál sea tu trato con
Nash o cuál sea el de Nash con Libby. Ya no solo trabajas para mí. Tú
también trabajas para ella.
Vi a Alisa tragándose lo que fuera que realmente quería decir. To-
do lo que salió de su boca fue: —Tienes mi palabra.

Solo tenía que pasar la cena. Un baile o dos. La subasta en vivo. Es


más fácil decirlo que hacerlo. Alisa me llevó al par de mesas que ha-
bía comprado la Fundación Hawthorne. En la mesa de la izquierda,
Nan estaba haciendo la corte entre el grupo de cabellos blancos. La
mesa de la derecha estaba medio llena de Hawthornes: Zara y Cons-
tantine, Nash, Grayson y Xander.
Me dirigí directamente a la mesa de Nan, pero Alisa se hizo a un
lado y me condujo suavemente hasta el asiento que estaba justo al la-
do de Grayson. Alisa tomó la siguiente silla, dejando solo tres asien-
tos libres, al menos uno de los cuales asumí que era para Jameson.
A mi lado, Grayson no dijo nada. Perdí la batalla por no mover los
ojos en su dirección y lo encontré mirando al frente, sin mirarme a
mí, ni a nadie más en la mesa.
—No hice esto a propósito —le dije en voz baja, tratando de man-
tener la expresión normal en mi rostro para el bene cio de nuestra
audiencia, asistentes a la esta y fotógrafos por igual.
—Por supuesto que no —respondió Grayson, su tono rígido, las
palabras de memoria.
—Quitaría la trenza si pudiera —murmuré—. Pero no puedo ha-
cerlo yo misma.
Su cabeza se inclinó ligeramente hacia abajo, sus ojos se cerraron,
solo por un momento. —Lo sé.
Entonces me sentí abrumada por la imagen mental de Grayson
ayudando a Emily a quitarle el pelo, sus dedos estirando la trenza,
poco a poco.
Mi brazo chocó con la copa de vino de Alisa. Trató de atraparlo,
pero no se movió lo su cientemente rápido. Cuando el vino tiñó de
rojo el mantel blanco, me di cuenta de lo que debería haber sido ob-
vio desde el principio, desde el momento en que se leyó el testamen-
to.
No pertenecía a este mundo, ni a una esta como esta, ni a estar
sentada al lado de Grayson Hawthorne. Y nunca lo haría.
Capítulo 75

Pasé la cena sin que nadie intentara matarme, y Jameson nunca


apareció. Le dije a Alisa que necesitaba un poco de aire, pero no salí.
No podía volver a enfrentarme a la prensa tan pronto, así que termi-
né en otra ala del museo, con Oren jugando a la sombra detrás de mí.
El ala estaba cerrada. Las luces eran tenues y las salas de exposici-
ón estaban bloqueadas, pero el pasillo estaba abierto. Caminé por el
largo pasillo, los pasos de Oren seguían los míos. Más adelante, ha-
bía una luz brillante, brillante contra todo su entorno. El cordón que
bloquea esta sala de exposiciones había sido movido a un lado. Pasar
junto a él se sintió como salir de un teatro oscuro y salir al sol. La ha-
bitación estaba brillante. Incluso los marcos de las pinturas eran
blancos. Solo había una persona en la habitación, vistiendo un esmo-
quin sin la chaqueta.
—Jameson. —Dije su nombre, pero no se volvió. Estaba de pie
frente a una pequeña pintura, mirándola intensamente desde un
metro o metro de distancia. Me miró mientras caminaba hacia él, lu-
ego se volvió hacia la pintura.
Me viste, pensé. Viste cómo me peinaron. La habitación estaba tan si-
lenciosa que pude escuchar los latidos de mi propio corazón. Di algo.
Señaló la pintura con la cabeza.
—Cuatro hermanos de Cézanne —dijo cuando me acerqué a él—.
Un favorito de la familia Hawthorne, por razones obvias.
Me obligué a mirar el cuadro, no a él. Había cuatro guras en el li-
enzo, sus facciones borrosas. Podía distinguir las líneas de sus mús-
culos. Prácticamente podía verlos en movimiento, pero el artista no
buscaba el realismo. Mis ojos se dirigieron a la etiqueta dorada deba-
jo del cuadro.
Cuatro hermanos. Paul Cezanne. 1898. En préstamo de la colección de
Tobias Hawthorne.
Jameson volvió su rostro hacia el mío.
—Sé que encontraste Davenport. —Arqueó una ceja—. Me ganas-
te.
—También Grayson —dije.
La expresión de Jameson se ensombreció.
—Tenías razón. El árbol del Bosque Negro era solo un árbol. La
pista que estamos buscando es un número. Ocho. Uno. Uno. Sólo hay
uno más.
—No hay nosotros —dije—. ¿Me ves siquiera como una persona,
Jameson? ¿O soy solo una herramienta?
—Podría haberme merecido eso. —Sostuvo mi mirada un mo-
mento más, luego volvió a mirar la pintura—. El anciano solía decir
que tengo enfoque láser. No estoy hecho para preocuparme por más
de una cosa a la vez.
Me pregunté si esa cosa era el juego —o ella.
—Ya terminé, Jameson. —Mis palabras resonaron en la habitación
blanca—. Contigo. Con lo que sea que haya sido esto. —Me volví pa-
ra alejarme.
—No me importa que estés usando la trenza de Emily. —Jameson
sabía exactamente qué decir para detenerme—. No me importa —re-
pitió—, porque no me importa Emily. —Dejó escapar un suspiro entre-
cortado—. Rompí con ella esa noche. Me cansé de sus pequeños ju-
egos. Le dije que estaba harto y, unas horas después, murió.
Me volví y los ojos verdes, un poco inyectados en sangre, se posa-
ron en los míos.
—Lo siento —dije, preguntándome cuántas veces había vuelto a
reproducir su última conversación.
—Ven conmigo al Bosque Negro —suplicó Jameson. Él estaba en
lo correcto. Tenía enfoque láser—. No tienes que besarme. Ni siqui-
era tengo que agradarte, Heredera, pero por favor no me obligues a
hacer esto solo.
Sonaba crudo, real de una manera que nunca lo había hecho. No
tienes que besarme. Lo había dicho como si quisiera hacerlo.
—Espero no interrumpir.
Al unísono, Jameson y yo miramos hacia la puerta. Grayson se
quedó allí y me di cuenta de que, desde su posición ventajosa, todo
lo que habría visto de mí cuando entró en la habitación era la trenza.
Por un momento, Grayson y Jameson se miraron el uno al otro.
—Sabes dónde estaré, Heredera —me dijo Jameson—. Si hay al-
guna parte de ti que quiera encontrarme.
Pasó rozando a Grayson en su camino hacia la puerta. Grayson lo
vio irse durante mucho tiempo antes de volverse hacia mí.
—¿Qué dijo cuando te vio?
Cuando vio mi cabello. Tragué.
—Me dijo que rompió con Emily la noche en que ella murió.
Silencio.
Me volví para mirar a Grayson.
Tenía los ojos cerrados, todos los músculos de su cuerpo tensos.
—¿Jameson te dijo que la maté?
Capítulo 76

Después de que Grayson se fuera, pasé otros quince minutos en la


galería, sola, mirando a los Cuatro Hermanos de Cézanne antes de que
Alisa enviara a alguien a buscarme.
—Estoy de acuerdo —me dijo Xander, aunque no había dicho na-
da con lo que él estuviera de acuerdo—. Esta esta apesta. La pro-
porción de socializar a bollitos es prácticamente imperdonable.
No estaba de humor para chistes de bollos. Jameson dice que rompió
con Emily. Grayson a rma que la mató. Thea me está usando para castigar-
los a ambos.
—Me voy de aquí —le dije a Xander.
—¡No puedes irte todavía!
Le di una mirada.
—¿Por qué no?
—Porque… —Xander movió su única ceja—. Acaban de abrir la
pista de baile. Quieres darle a la prensa algo de qué hablar, ¿no?

Un baile. Eso era todo lo que le iba a dar a Alisa —y a los fotógra-
fos, antes de salir de aquí.
—Imagina que soy la persona más fascinante que hayas conocido
—me aconsejó Xander mientras me acompañaba a la pista de baile
para bailar un vals. Extendió una mano hacia la mía, luego curvó su
otro brazo alrededor de mi espalda—. Mira, te ayudaré: todos los
años en mi cumpleaños, desde que tenía siete años hasta los doce, mi
abuelo me dio dinero para invertir, y lo gasté todo en criptomonedas
porque soy un genio y no en lo absoluto porque pensara que cripto-
moneda sonaba genial. —Me hizo girar una vez—. Vendí mis posesi-
ones antes de que mi abuelo muriera por casi cien millones de dóla-
res.
Lo miré jamente.
—¿Tu qué?
—¿Lo ves? —me dijo—. Fascinante. —Xander siguió bailando, pe-
ro miró hacia abajo—. Ni siquiera mis hermanos lo saben.
—¿En qué invirtieron tus hermanos? —le pregunté. Todo este ti-
empo, había asumido que habían sido dejados sin nada. Nash me ha-
bía hablado de la tradición del cumpleaños de Tobias Hawthorne,
pero no había pensado dos veces en sus “inversiones”.
—Ni idea —dijo Xander alegremente—. No se nos permitió discu-
tirlo.
Seguimos bailando, los fotógrafos tomando sus fotos. Xander
acercó mucho su rostro al mío.
—La prensa va a pensar que estamos saliendo —le dije, mi mente
todavía giraba ante su revelación.
—Da la casualidad —respondió Xander maliciosamente—, que
me destaco en las citas falsas.
—¿Con quién exactamente ngiste salir?
Xander miró más allá de mí hacia Thea.
—Soy una máquina Rube Goldberg humana —dijo—. Hago cosas
simples de formas complicadas. —se pausó—. Fue idea de Emily
que Thea y yo saliéramos. Em fue, digamos, persistente. Ella no sabía
que Thea ya estaba con alguien.
—¿Y accediste a montar un espectáculo? —pregunté con incredu-
lidad.
—Repito: soy una máquina Rube Goldberg humana. —Su voz se
suavizó—. Y no lo hice por Thea.
¿Entonces por quién? Me tomó un momento juntar todo. Xander
había mencionado las citas falsas dos veces antes: una con respecto a
Thea, y una vez cuando le pregunté por Rebecca.
—¿Thea y Rebecca? —dije.
—Profundamente enamoradas —con rmó Xander. Thea la llamó
dolorosamente hermosa—. La mejor amiga y la hermana menor. ¿Qué
se suponía que debía hacer? No pensaron que Emily lo entendería.
Ella era posesiva con las personas que amaba y yo sabía lo difícil que
era para Rebecca ir en su contra. Por una vez, Bex quería algo para
ella.
Me pregunté si Xander sentía algo por ella, si las citas falsas con
Thea habían sido su forma retorcida Rube Goldberg de decir eso.
—¿Tenían razón Thea y Rebecca? —le cuestioné—. ¿Acerca de
que Emily no entendería?
—Y de algo más. —Xander hizo una pausa. —Em se enteró de el-
las esa noche. Ella lo vio como una traición.
Esa noche, la noche en que murió.
La música llegó a su n y Xander dejó caer mi mano, mantenien-
do su otro brazo alrededor de mi cintura.
—Sonríe para la prensa —murmuró—. Dales una historia. Míra-
me profundamente a los ojos. Siente el peso de mi encanto. Piensa en
tus productos horneados favoritos.
Los bordes de mis labios se curvaron y Xander Hawthorne me
acompañó fuera de la pista de baile hasta Alisa.
—Puedes irte ahora —me dijo, complacida—. Si gustas.
Oh sí.
—¿Vienes? —Le pregunté a Xander.
La invitación pareció sorprenderlo.
—No puedo. —se detuvo—. Resolví el Bosque Negro. —Eso lla-
mó toda mi atención—. Podría ganar esto. —Xander miró sus ele-
gantes zapatos—. Pero Jameson y Grayson lo necesitan más. Regresa
a Hawthorne House. Habrá un helicóptero esperándote cuando lle-
gues. Haz que el piloto te lleve sobre el Bosque Negro.
¿Un helicóptero?
—A donde vayas —me dijo Xander—, te seguirán.
Ellos, como sus hermanos.
—Pensé que querías ganar —le dije a Xander.
Él tragó. Duramente.
—Lo quiero.
Capítulo 77

Solo le había creído a medias a Xander cuando me había prometi-


do un helicóptero, pero ahí estaba, en el jardín delantero de Hawt-
horne House. Oren no me dejaría subir a bordo hasta que lo revisara.
Incluso entonces, insistió en ocupar el lugar del piloto. Subí por la
parte de atrás y descubrí que Jameson ya estaba allí.
—¿Pediste un helicóptero? —me preguntó, como si eso fuera algo
perfectamente normal.
Me abroché el cinturón en el asiento junto a él.
—Me sorprende que hayas esperado el despegue.
—Te lo dije, Heredera. —Me dio una sonrisa torcida—. No quiero
hacer esto solo. —Por una fracción de segundo, fue como si los dos
estuviéramos de vuelta en la pista de carreras, disparándonos hacia
la línea de meta, luego fuera del helicóptero, un destello de negro
llamó mi atención.
Un esmoquin. La expresión de Grayson era imposible de leer mi-
entras subía a bordo.
¿Jameson te dijo que la maté? El eco de la pregunta fue ensordecedor
en mi mente. Como si lo hubiera oído, la cabeza de Jameson se vol-
vió hacia Grayson.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Xander había dicho que a donde fuera, los dos me seguirían. Jame-
son no me siguió, me recordé, cada nervio de mi cuerpo vivo. Llegó
aquí primero.
—¿Puedo? —Grayson me preguntó, señalando con la cabeza ha-
cia un asiento vacío. Podía sentir a Jameson mirándome, sentir que él
deseaba que dijera que no.
Asentí.
Grayson se sentó detrás de mí. Oren comprobó que estuviéramos
seguros y luego encendió el rotor. En un minuto, el sonido de las hé-
lices fue ensordecedor. Mi corazón saltó en mi garganta mientras nos
elevábamos.
Disfruté mi primera vez en un avión, pero esto era diferente —era
más. El ruido, la vibración, la mayor sensación de que casi nada me
separaba del aire o del suelo. Mi corazón latía, pero no podía oírlo.
No podía oírme pensar, no sobre la forma en que la voz de Grayson
se había roto cuando me hizo esa pregunta, no sobre la forma en que
Jameson me había dicho que no tenía que besarlo o agradarme.
Todo en lo que podía pensar era en mirar hacia abajo.
Mientras volábamos sobre el borde del Bosque Negro, pude dis-
tinguir la maraña retorcida de árboles por debajo, demasiado densa
para que la luz del sol brillara. Pero cuando mi mirada se desvió ha-
cia el centro del bosque, los árboles se adelgazaron, abriéndose a un
claro en el mismo centro. Jameson y yo nos estábamos acercando al
claro cuando Drake empezó a tomar fotos. Había notado la hierba,
pero no la había visto, no como la veía ahora.
Desde arriba, el claro, el anillo más claro de árboles que lo rode-
aba y el denso bosque exterior formaban lo que parecía una letra O
larga y delgada.
O un cero.

Cuando el helicóptero aterrizó, sentí que me estaba preparando


para salirme de mi piel. Salté antes de que las hélices se hubieran de-
tenido por completo, llena de adrenalina y vértigo.
Ocho. Uno. Uno. Cero.
Jameson saltó hacia mí.
—Lo hicimos, Heredera. —Se detuvo justo frente a mí, levantando
las manos con las palmas hacia arriba. Borracha en lo alto del heli-
cóptero, hice lo mismo y sus dedos se entrelazaron con los míos—.
Cuatro segundos nombres. Cuatro números.
Besarlo había sido un error. Sostener sus manos ahora era un er-
ror, pero no me importaba.
—Ocho, uno, uno, cero, —dije—. Ese es el orden en el que descub-
rimos los números y el orden de las pistas en el testamento. —Westb-
rook, Davenport, Winchester y Blackwood, en ese orden—. ¿Una
combinación, tal vez?
—Hay al menos una docena de cajas fuertes en la casa —re exi-
onó Jameson—. Pero hay otras posibilidades. Una dirección… coor-
denadas… y no hay garantía de que la pista no esté codi cada. Para
resolverlo, es posible que tengamos que reordenar los números.
Una dirección. Coordenadas. Una combinación. Cerré los ojos, solo
por un segundo, el tiempo su ciente para que mi cerebro pusiera ot-
ra posibilidad en palabras.
—¿Una fecha? —Las cuatro pistas eran números; también eran de
un solo dígito. Para un candado de combinación o coordenadas, hab-
ría esperado algunas entradas de dos dígitos. Pero una fecha…
El uno o el cero tendrían que ir al frente. 1-1-0-8 sería el 08/11.
—El ocho de noviembre —dije, y luego repasé el resto de posibili-
dades. 08/11—. Once de agosto. —18/01—. Dieciocho de enero.
Luego di con la última posibilidad: la última fecha.
Dejé de respirar. Esta era una coincidencia demasiado grande pa-
ra ser una coincidencia en absoluto.
Diez dieciocho, dieciocho de octubre. Respiré profundamente. Ca-
da nervio de mi cuerpo se sentía como si estuviera vivo.
—Ese es mi cumpleaños.
Tengo un secreto me había dicho mi madre en mi decimoquinto
cumpleaños, hace dos años, días antes de su muerte, sobre el día en
que naciste…
—No. —Jameson dejó caer mis manos.
—Sí, —respondí—. Nací el dieciocho de octubre. Y mi madre…
—No se trata de tu madre. —Jameson apretó los dedos en puños
y dio un paso atrás.
—¿Jameson? —No tenía idea de lo que estaba pasando aquí. Si
Tobias Hawthorne me había elegido por algo que había sucedido el
día que nací, eso era grande. Enorme—. Esto podría ser todo. ¿Quizás
su camino se cruzó con el de mi madre mientras estaba de parto?
¿Quizás ella hizo algo por él mientras estaba embarazada de mí?
—Detente. —La palabra crujió como un látigo. Jameson me mira-
ba como si yo fuera antinatural, como si estuviera rota, como si ver-
me pudiera revolver estómagos, incluido y especialmente el suyo.
—¿Qué estás…?
—Los números no son una fecha.
Sí, pensé con ereza. Lo son.
—Esta no puede ser la respuesta —dijo.
Di un paso adelante, pero él se echó hacia atrás. Sentí un ligero to-
que en mi brazo. Grayson. Tan suave como fue su toque, tuve la clara
sensación de que me estaba reteniendo.
¿Por qué? ¿Qué había hecho yo?
—Emily murió —me dijo Grayson, con la voz tensa—, el diecioc-
ho de octubre, hace un año.
—Ese hijo de puta enfermo —maldijo Jameson. ¿Todo esto, las pis-
tas, el testamento, ella —todo esto para esto? ¿Encontró una persona
al azar nacida ese día para enviar un mensaje? ¿Este mensaje?
—Jamie…
—No me hables. —Jameson desvió su mirada de Grayson a mí—.
Al diablo con esto. Estoy harto.
Mientras se alejaba en la noche, lo llamé.
—¿A dónde vas?
—Felicidades, Heredera —respondió Jameson, con la voz llena de
todo menos felicitaciones—. Supongo que tuviste la suerte de nacer
en el día correcto. Misterio resuelto.
Capítulo 78

Tenía que haber más en el rompecabezas que esto. Tenía que ha-
ber. No podía ser una persona cualquiera nacida en la fecha correcta.
Eso no puede ser. ¿Y mi madre? ¿Qué hay de su secreto, un secreto
que había mencionado en mi decimoquinto cumpleaños, un año an-
tes de que Emily muriera? ¿Y la carta que me había dejado Tobias
Hawthorne?
Lo siento.
¿Por qué tenía que disculparse Tobias Hawthorne? No seleccionó al
azar a una persona con el cumpleaños adecuado. Tiene que haber algo más
que eso.
Pero aún podía escuchar a Nash diciéndome: Tú eres la bailarina de
cristal —o el cuchillo.
—Lo siento. —Grayson habló de nuevo a mi lado—. No es culpa
de Jameson que sea así. No es culpa de Jameson… —El invencible
Grayson Hawthorne parecía tener problemas para hablar—… que
así es como termine el juego.
Todavía vestía mi ropa de la gala. Todavía tenía el pelo en la tren-
za de Emily.
—Debería haber sabido. —La voz de Grayson estaba hinchada
con emoción—. Yo sabía. El día que se leyó el testamento, supe que
todo esto se debía por mí.
Pensé en la forma en que Grayson se había presentado en mi habi-
tación de hotel esa noche. Había estado enojado, determinado a ave-
riguar lo que yo había hecho.
—¿De qué estás hablando? —Busqué respuestas en su rostro y sus
ojos—. ¿Cómo es esto por tu culpa? Y no me digas que mataste a
Emily.
Nadie, ni siquiera Thea, había cali cado de asesinato la muerte de
Emily.
—Lo hice —insistió Grayson, su voz baja y vibrando con intensi-
dad—. Si no fuera por mí, ella no habría estado allí. Ella no habría
saltado.
Saltó. Mi garganta se secó.
—¿Habría estado dónde? —pregunté en voz baja—. ¿Y qué tiene
que ver todo esto con el testamento de tu abuelo?
Grayson se estremeció.
—Quizás estaba destinado a decírtelo —dijo después de un largo
rato—. Quizás ese siempre fue el punto. Tal vez siempre estuviste
destinada a ser partes iguales del rompecabezas… y la penitencia. —
Inclinó la cabeza.
No soy tu penitencia, Grayson Hawthorne. No tuve la oportunidad
de decir eso en voz alta antes de que él hablara de nuevo, y una vez
que comenzó, habría sido necesario un acto de Dios para detenerlo.
—Siempre la habíamos conocido. El Sr. y la Sra. Laughlin han es-
tado en Hawthorne House durante décadas. Su hija y sus nietas solí-
an vivir en California. Las niñas venían de visita dos veces al año:
una vez con sus padres en Navidad y otra vez en verano, durante
tres semanas, solas. No los veíamos mucho en Navidad, pero en los
veranos jugábamos todos juntos. En realidad, era un poco como un
campamento de verano.
›Tienes amigos de campamento, a quienes ves una vez al año, que
no tienen lugar en tu vida cotidiana. Esa era Emily y Rebecca. Eran
tan diferentes de nosotros cuatro. Skye dijo que era porque eran ni-
ñas, pero siempre pensé que era porque solo había dos de ellas, y
Emily era la mayor. Ella era una fuerza de la naturaleza, y sus pad-
res siempre estaban tan preocupados de que ella se esforzara dema-
siado. Se le permitió jugar a las cartas con nosotros y otros juegos
tranquilos en el interior, pero no se le permitía vagar afuera como lo
hacíamos nosotros, ni tampoco correr.
›Ella conseguía que le trajéramos sus cosas. Se convirtió en una
tradición. Emily nos pondría en una cacería, y quienquiera que en-
contrara lo que ella había pedido, cuanto más inusual y difícil de en-
contrar mejor, ganaba.
—¿Qué ganaban? —pregunté.
Grayson se encogió de hombros.
—Somos hermanos. No teníamos que ganar nada en particular,
solo ganar.
Eso tenía sentido.
—Y luego Emily recibió un trasplante de corazón —dije. Jameson
me había dicho eso. Él había dicho eso después, ella quería vivir.
—Sus padres seguían siendo protectores, pero Emily había vivido
en jaulas de cristal por su ciente tiempo. Ella y Jameson tenían trece
años. Yo tenía catorce. Llegaría como una brisa durante los veranos,
la temeraria consumada. Rebecca siempre estaba tras nosotros para
que fuéramos cuidadosos, pero Emily insistió en que sus médicos
habían dicho que su nivel de actividad solo estaba limitado por su
resistencia física. Si podía hacerlo, no había ninguna razón por la que
no debería hacerlo. La familia se mudó aquí permanentemente cuando
Emily tenía dieciséis años. Ella y Rebecca no vivían en la propiedad,
como lo hacían durante las visitas, pero mi abuelo les pagaba para
que asistieran a una escuela privada.
Vi a dónde iba esto.
—Ya no era solo una amiga del campamento de verano.
—Ella era todo —dijo Grayson, y no lo dijo exactamente como si
fuera un cumplido—. Emily tenía a toda la escuela comiendo de la
palma de su mano. Quizás eso fue culpa nuestra.
Incluso el solo hecho de estar cerca de Hawthorne cambió la forma en que
la gente te miraba. La declaración de Thea regresó a mí.
—O tal vez —continuó Grayson—, era solo porque era Em. Dema-
siado inteligente, demasiado hermosa, demasiado buena para conse-
guir lo que quería. Ella no tenía miedo.
—Ella te quería —le dije—. Y a Jameson, y ella no quería elegir.
—Ella lo convirtió en un juego. —Grayson negó con la cabeza—.
Y que Dios nos ayude, jugamos. Quiero decir que fue porque la ama-
mos, que fue por ella, pero ni siquiera sé cuánto de eso era cierto. No
hay nada más Hawthorne que ganar.
¿Emily lo sabía? ¿Lo usó a su favor? ¿Le había hecho daño alguna
vez?
—La cosa era… —Grayson se atragantó—. Ella no solo nos quería.
Quería lo que podíamos darle.
—¿Dinero?
—Experiencias —respondió Grayson—. Emociones. Carreras de
coches y motos y manejo de serpientes exóticas. Fiestas, clubes y lu-
gares en los que se suponía que no debíamos estar. Era un subidón,
para ella y para nosotros. —Hizo una pausa—. Para mí —corrigió—.
No sé qué fue exactamente para Jamie.
Jameson rompió con ella la noche en que murió.
—Una noche, recibí una llamada de Emily, tarde. Dijo que había
terminado con Jameson, que todo lo que quería era a mí. —Grayson
tragó—. Ella quería celebrar. Hay un lugar llamado La Puerta del Di-
ablo. Es un acantilado con vistas al Golfo, uno de los lugares más fa-
mosos del mundo para clavados en acantilados. —Grayson inclinó la
cabeza hacia abajo—. Sabía que era una mala idea.
Traté de formar palabras, cualquier palabra.
—¿Qué tan mala?
Ahora respiraba con di cultad.
—Cuando llegamos allí, me dirigí a uno de los acantilados más
bajos. Emily se dirigió a la cima. Más allá de las señales de peligro.
Más allá de las advertencias. Era la mitad de la noche. No deberí-
amos haber estado allí en absoluto. No sabía porque ella no podía es-
perar hasta la mañana, no hasta más tarde, cuando me di cuenta de
que había mentido acerca de elegirme.
Jameson había roto con ella. Había llamado a Grayson y no estaba
de humor para esperar.
—¿El clavado al acantilado la mató? —pregunté.
—No —dijo Grayson—. Ella estaba bien. Estábamos bien. Fui a
buscar nuestras toallas, pero cuando volví… Emily ya ni siquiera es-
taba en el agua. Ella simplemente estaba acostada en la costa. Muer-
ta. —Cerró los ojos—. Su corazón.
—No la mataste —le dije.
—La adrenalina lo hizo. O la altitud, el cambio de presión. No lo
sé. Jameson no la aceptaría. Yo tampoco debería haberlo hecho.
Ella tomó decisiones. Ella tenía albedrío. No era tu trabajo decirle que
no. Sabía instintivamente que no podía resultar bueno decir nada de
eso, incluso si era verdad.
—¿Sabes lo que me dijo mi abuelo después del funeral de Emily?
La familia primero. Dijo que lo que le pasó a Emily no habría pasado si
hubiera puesto a mi familia en primer lugar. Si me hubiera negado a
seguirle el juego, si hubiera elegido a mi hermano antes que a ella. —
Las cuerdas vocales de Grayson se tensaron contra su garganta, co-
mo si quisiera decir algo más pero no pudiera. Finalmente, pudo—.
De eso se trata. Uno—cero—uno—ocho. Dieciocho de octubre. El día
que Emily murió. Tu cumpleaños. Es la forma de mi abuelo de con-
rmar lo que ya sabía, en el fondo.
—Todo esto, todo, se debe a mí.
Capítulo 79

Cuando Grayson se fue, Oren me acompañó de regreso a la casa.


—¿Cuánto escuchaste? —le pregunté, mi mente se enredó con
pensamientos y emociones que no estaba segura de estar lista para
manejarlos.
Oren me miró.
—¿Cuánto quieres que haya escuchado?
Mordí el interior de mi labio.
—Conocías a Tobias Hawthorne. ¿Me habría elegido para heredar
solo porque Emily Laughlin murió en mi cumpleaños? ¿Decidió dej-
ar su fortuna a una persona cualquiera nacida el 18 de octubre?
¿Organizó una lotería?
—No lo sé, Avery. —Oren negó con la cabeza—. La única persona
que realmente sabía lo que Tobias Hawthorne estaba pensando era
el propio Sr. Hawthorne.
Regresé por los pasillos de Hawthorne House, de regreso al ala
que compartía con mi hermana. No estaba segura de que Grayson o
Jameson me volvieran a dirigir la palabra. No sabía lo que me depa-
raba el futuro, o por qué la idea de que podría haber sido elegida por
una razón completamente trivial se sentía como un puñetazo en el
estómago.
¿Cuántas personas en este planeta compartían mi cumpleaños?
Me detuve en las escaleras, frente al retrato de Tobias Hawthorne
que Xander me había mostrado hace una vida. Revolví mi mente, co-
mo lo había hecho para entonces, por cualquier recuerdo, cualquier
momento en el que mi camino se hubiera cruzado con el del multi-
millonario. Miré a Tobias Hawthorne a los ojos, los ojos plateados de
Grayson, y le pregunté en silencio por qué.
¿Por qué yo?
¿Por qué te disculpaste?
Me imaginé a mi madre jugando Tengo un secreto. ¿Pasó algo el día
que nací?
Me quedé mirando el retrato, asimilando cada arruga del rostro
del anciano, cada indicio de personalidad en su postura, incluso el
color apagado del fondo. Sin respuestas. Mis ojos se jaron en la rma
del artista.
Tobias Hawthorne X. X. VIII
Volví a mirar los ojos plateados del anciano. La única persona que
realmente sabía lo que Tobias Hawthorne estaba pensando era el propio Sr.
Hawthorne. Este era un autorretrato. ¿Y las letras al lado del nombre?
—Números romanos —susurré.
—¿Avery? —Oren dijo a mi lado—. ¿Todo bien?
En números romanos, X era diez, V era cinco y I era uno.
—Diez. —Puse mi dedo debajo de la primera X, luego lo moví al
resto de las letras, leyéndolas como una sola unidad—. Dieciocho.
Recordando el espejo que había escondido a la armería, busqué
detrás del marco del retrato. No estaba segura de lo que estaba sinti-
endo hasta que lo encontré. Un botón. Un libramiento. Lo empujé y el
retrato se abrió hacia afuera.
Detrás de él, en la pared, había un teclado.
—¿Avery? —Oren dijo de nuevo, pero yo ya estaba acercando mis
dedos al teclado. ¿Qué pasa si los números no son la respuesta nal? La
posibilidad me atrapó en sus mandíbulas y no me soltó. ¿Qué pasa si
están destinados a llevar a la siguiente pista?
Llevé mi dedo índice al teclado y probé la combinación obvia.
—Uno. Cero. Uno. Ocho.
Se escuchó un pitido y luego la parte superior del escalón debajo
de mí comenzó a elevarse, revelando un compartimiento debajo. Me
agaché y metí la mano dentro. Solo había una cosa en la escalera hu-
eca: un trozo de vitral. Era de color púrpura, en forma de octágono,
con un pequeño agujero en la parte superior, a través del cual se ha-
bía enhebrado una cinta brillante y transparente. Casi parecía un
adorno navideño.
Mientras sostenía el vitral por la cuerda, mis ojos se jaron en la
parte inferior del panel. Grabado en la madera estaba el siguiente
verso.
La cima del reloj
Encuéntrame en lo alto
Dile al último día hola
Desea adiós a la mañana
Un giro y un giro
¿Que ves?
Tómalos de dos en dos
Y ven a buscarme
Capítulo 80

No sabía qué se suponía que debía hacer con el adorno de vitral o


qué hacer con las palabras escritas debajo de la escalera, pero cuando
Libby me ayudó a soltarme el pelo esa noche, una cosa estaba perfec-
tamente clara.
El juego no había terminado.

A la mañana siguiente, con Oren detrás de mí, fui en busca de


Jameson y Grayson. Encontré al primero en el solárium, sin camisa y
de pie al sol.
—Vete —dijo cuando abrí la puerta, sin siquiera mirar para ver
quién era.
—Encontré algo —le dije—. No creo que la fecha sea la respuesta,
al menos, no toda.
Él no respondió.
—Jameson, ¿me estás escuchando? Encontré algo. —Durante el po-
co tiempo que lo conocía, había estado impulsado, obsesionado. Lo
que sostenía en mi mano debería haber engendrado al menos un
atisbo de curiosidad, pero cuando se volvió hacia mí, con los ojos
apagados, todo lo que dijo fue:
—Tíralo con el resto.
Miré, y en un bote de basura cercano, vi al menos media docena
de octágonos de vidrieras, idénticos al que sostenía, hasta la cinta.
—Los números diez y dieciocho están por todas partes en esta ca-
sa abandonada. —La voz de Jameson estaba silenciada, su actitud
contenida—. Los encontré en un panel en el piso de mi armario. Ese
pequeño cabrón morado estaba debajo.
No se molestó en señalar el bote de basura ni en especi car a qué
pieza de vitral se refería.
—¿Y los otros? —Yo pregunté.
—Una vez que comencé a buscar los números, no pude detener-
me, y una vez que lo ves —dijo Jameson en voz baja—, no puedes
dejar de verlo. El anciano pensó que era tan inteligente. Debe haber
escondido cientos de esas cosas por toda la casa. Encontré un cande-
labro con dieciocho cristales en el círculo exterior y diez en el medio,
y un compartimento oculto abajo. Hay dieciocho hojas de piedra en
la fuente exterior y diez rosas namente dibujadas en su cuenco. Las
pinturas de la sala de música… —Jameson miró hacia abajo—. Don-
dequiera que mire, donde quiera que vaya, otro recordatorio.
—¿No lo ves? —Le dije con ereza. —Tu abuelo no pudo haber
hecho todo esto después de la muerte de Emily. Te habrías dado cu-
enta…
—¿Obreros en la casa? —dijo Jameson, terminando mi oración—.
El gran Tobias Hawthorne agregaba una habitación o un ala a este
lugar todos los años, y en una casa de este tamaño, siempre hay que
reemplazar o reparar algo. Mi madre siempre estaba comprando cu-
adros nuevos, fuentes nuevas, candelabros nuevos. No hubiéramos
notado nada.
—Diez—dieciocho no es la respuesta —insistí, deseando que sus
ojos me miraran—. Tienes que ver eso. Es una pista, una que no qu-
ería que nos perdiéramos.
Nos. Había dicho nos, y lo decía en serio. Pero eso no importaba.
—Diez—dieciocho es respuesta su ciente —dijo Jameson, dándo-
me la espalda—. Te lo dije, Avery: no voy a jugar más.

Grayson fue más difícil de encontrar. Finalmente, probé la cocina


y encontré a Nash en su lugar.
—¿Has visto a Grayson? —le pregunté.
La expresión de Nash era cautelosa.
—No creo que quiera verte, chica.
La noche anterior, Grayson no me había culpado. Él no me había
atacado. Pero después de hablarme de Emily, se marchó.
Me había dejado sola.
—Necesito verlo —dije.
—Dale un poco de tiempo, —aconsejó Nash—. A veces, tienes que
extirpar una herida antes de que pueda sanar.

Terminé de nuevo en la escalera del ala este, de nuevo frente al


retrato. Oren recibió una llamada, y debió haber decidido que la
amenaza para mí estaba lo su cientemente contenida ahora que no
necesitaba verme deprimida por Hawthorne House todo el día. Se
disculpó y volví a mirar a Tobias Hawthorne.
Parecía el destino cuando encontré la pista en este retrato, pero
después de hablar con Jameson, supe que no era una señal, ni siqui-
era una coincidencia. La pista que encontré había sido una de muc-
has. No querías que se perdieran esto, me dirigí al multimillonario en si-
lencio. Si realmente había hecho todo esto después de la muerte de
Emily, su persistencia parecía cruel. ¿Quería asegurarse de que no olvi-
daran lo que pasó?
¿Es todo este retorcido juego solo un recordatorio, un recordatorio ince-
sante, de poner a la familia primero?
¿Eso es todo lo que soy?
Jameson había dicho, desde el principio, que yo era especial. Has-
ta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que quería creer que
él tenía razón, que yo no era invisible, que no era papel tapiz. Quería
creer que Tobias Hawthorne había visto algo en mí que le había dic-
ho que podía hacer esto, que podía manejar las miradas y el centro
de atención, la responsabilidad, los acertijos, las amenazas, todo eso.
Quería importar.
No quería ser la bailarina de cristal o el cuchillo. Quería demost-
rarme, al menos a mí misma, que yo era algo.
Puede que Jameson hubiera terminado con el juego, pero yo qu-
ería ganar.
Capítulo 81

La cima del reloj


Encuéntrame en lo alto
Dile al último día hola
Desea adiós a la mañana
Un giro y un giro
¿Qué ves?
Tómalos de dos en dos
Y ven a buscarme
Me senté en los escalones, mirando las palabras, luego trabajé a
través de la rima línea por línea, dando la vuelta al trozo de vidriera
en mis manos. Parte superior del reloj. Imaginé la esfera de un reloj en
mi cabeza. ¿Qué hay en la parte superior?
—Doce. —Le di la vuelta a eso en mi mente. El número en la parte
superior de un reloj es doce. Como dominó, eso provocó una reacción
en cadena en mi mente. Encuéntrame en lo alto…
¿Alto de qué?
—Mediodía. —Eso fue una suposición, pero las siguientes dos lí-
neas parecieron con rmarlo. El mediodía ocurría en medio del día,
cuando dices adiós a la mañana y hola a lo que viene después.
Pasé a la segunda mitad del acertijo… y no obtuve nada.
Un giro y un giro
¿Que ves?
Tómalos de dos en dos
Y ven a buscarme
Me concentré en el vitral. ¿Se suponía que debía torcerlo? ¿Volte-
arlo? ¿Necesitábamos ensamblar todas las piezas de alguna manera?
—Parece que te has tragado una ardilla. —Xander se dejó caer en
las escaleras junto a mí.
De nitivamente no parecía que me hubiera tragado una ardilla,
pero suponía que esa era la forma en que Xander me preguntaba si
estaba bien, así que lo dejé pasar.
—Tus hermanos no quieren tener nada que ver conmigo —dije en
voz baja.
—Creo que mi amable gesto de enviarlos a todos juntos al Bosque
Negro explotó. —Xander hizo una mueca—. Para ser justos, la ma-
yoría de mis gestos terminan explotando.
Eso me hizo reír. Incliné el paso en su dirección.
—El juego no ha terminado —le dije. Leyó la inscripción—. Lo en-
contré anoche, después del Bosque Negro. —Levanté el vitral—.
¿Qué piensas de esto?
—Ahora, ¿dónde… —dijo Xander pensativo—, ¿he visto algo que
se parece a eso?
Capítulo 82

No había vuelto al Gran Salón desde la lectura del testamento. Su


vitral era alto, de dos metros y medio de alto a sólo un metro de anc-
ho, y el punto más bajo estaba a la altura de la parte superior de mi
cabeza. El diseño era simple y geométrico. En las esquinas superi-
ores había dos octágonos, del tamaño exacto, la sombra, el color y el
corte como el que tenía en la mano.
Estiré el cuello para ver mejor. Un giro y un giro…
—¿Qué piensas? —Xander me preguntó.
Ladeé la cabeza.
—Creo que vamos a necesitar una escalera.

Encaramado en lo alto de la escalera, con Xander sosteniéndola


abajo, presioné mi mano contra uno de los octágonos de vidrieras. Al
principio, no pasó nada, pero cuando empujé hacia el lado izquier-
do, el octágono giró, setenta grados, y luego algo lo detuvo.
¿Eso cali ca como un giro?
Giré el segundo octágono. Presionar hacia la izquierda y hacia la
derecha no hizo nada, pero presionar hacia abajo sí. El vidrio se vol-
teó ciento ochenta grados y luego algo, antes de bloquearse en su lu-
gar.
Regresé a Xander, que sostenía la escalera, insegura de lo que ha-
bía logrado.
— Un giro y un giro —recité—. ¿Qué ves?
Dimos un paso atrás, contemplando la amplia vista. El sol brillaba
a través de la ventana, haciendo que aparecieran luces de colores di-
fusos en el piso de la gran sala. Los dos paneles que había girado, en
cambio, proyectaban rayos de color púrpura. Finalmente, esos rayos
se cruzaron.
¿Que ves?
Xander se acuclilló en el lugar donde los rayos de luz se encontra-
ban en el suelo.
—Nada. —Probó la tabla del suelo—. Esperaba que saliera o di-
era…
Volví al acertijo. ¿Que ves? Vi la luz. Vi que las vigas se cruza-
ban… Cuando eso no llegó a ninguna parte, retrocedí en el poema,
hasta la cima.
—Mediodía —recordé—. La primera mitad del acertijo se describe
al mediodía. —Los engranajes de mi cerebro se volvieron más rápi-
dos—. El ángulo de los rayos debe depender al menos un poco del
ángulo del sol. ¿Quizás el giro y el giro solo te muestren lo que nece-
sitas ver al mediodía?
Xander mordió eso por un segundo.
—Podríamos esperar —dijo—. O… —Arrastró la palabra—. Pod-
ríamos hacer trampa.
Nos dispersamos, probando las tablas del suelo circundantes. No
pasó tanto tiempo hasta el mediodía. Los ángulos no podían cambiar
tanto. Golpeé la palma de mi mano contra tabla tras tabla. Asegurada.
Asegurada. Asegurada.
—¿Encontraste algo? —Xander me preguntó.
Asegurada. Asegurada. Asegurada. La tabla debajo de mi mano no se
movía, pero tenía más elasticidad que las otras.
—Xander, ¡por aquí!
Se unió a mí, puso las manos sobre el tablero y apretó. El tablero
sobresalió. Xander lo quitó, revelando un pequeño dial debajo. Giré
la perilla, sin saber qué esperar. Lo siguiente que supe fue que Xan-
der y yo nos estábamos hundiendo. El suelo a nuestro alrededor se
estaba hundiendo.
Cuando se detuvo, Xander y yo no estábamos en la Gran Sala. Es-
tábamos debajo, y justo enfrente de nosotros había unas escaleras.
Iba a arriesgarme y adivinar que esta era una de las entradas a los
túneles que Oren no conocía.
—Baja las escaleras de dos en dos —le dije a Xander—. Esa es la
siguiente línea. —Tómalos de dos en dos y ven a buscarme.
Capítulo 83

No tenía idea de lo que hubiera pasado si no hubiéramos bajado


las escaleras de dos en dos, pero me alegré de no haberlo descubier-
to.
—¿Has estado alguna vez en los túneles? —le pregunté a Xander,
una vez que lo bajamos sin incidentes.
Xander guardó silencio el tiempo su ciente para que la pregunta
se sintiera cargada.
—No.
Concentrándome, miré a mi alrededor. Los túneles eran de metal,
como una tubería gigante o algo sacado de un sistema de alcantaril-
lado, pero estaban sorprendentemente bien iluminados. ¿Luces de
gas? Me preguntaba. Había perdido la noción de cuán abajo estába-
mos. Más adelante, los túneles se extendían en tres direcciones.
—¿Cuál camino? —le pregunté a Xander.
Con solemnidad, señaló al frente.
Fruncí el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque —respondió Xander alegremente—, eso es lo que dijo.
—Hizo un gesto cerca de mis pies. Miré hacia abajo y grité.
Me tomó un momento darme cuenta de que había gárgolas al pie
de las escaleras, combinaban con las de la Gran Sala, excepto que la
gárgola de la izquierda tenía una mano y un dedo extendidos, seña-
lando el camino.
Ven a buscarme.
Empecé a caminar. Xander me siguió. Me pregunté si tenía alguna
idea de hacia dónde estábamos caminando.
Ven a buscarme.
Recordé a Xander diciéndome que incluso si hubiera pensado que
había manipulado a Tobias Hawthorne, el anciano habría sido el que
me habría manipulado.
Está muerto, me dije. ¿No es así? Ese pensamiento me golpeó duro.
La prensa ciertamente pensó que Tobias Hawthorne había muerto.
Su familia parecía creerlo. ¿Pero habían visto realmente su cuerpo?
¿Qué más podría signi car? Ven a buscarme.

Cinco minutos después, chocamos con una pared. No había nin-


gún otro lugar adonde ir, nada que ver, ningún giro que pudiéramos
haber tomado desde que comenzamos por este camino.
—Quizás la gárgola mintió. —Xander sonaba como si estuviera
disfrutando demasiado esa declaración.
Empujé contra la pared. Nada. Me di la vuelta.
—¿Nos perdimos algo?
—Tal vez —dijo Xander pensativo—, ¡la gárgola mintió!
Miré hacia atrás por donde habíamos venido. Caminé por el cami-
no de regreso lentamente, observando cada detalle del túnel. Poco.
Poco a poco. Poco a poco.
—¡Mira! —le dije a Xander—. Allí.
Era una rejilla de metal, construida en el suelo del túnel. Me agac-
hé. Había una marca grabada en el metal, pero el tiempo había des-
gastado la mayoría de las letras. Los únicos que quedaron fueron
M…
Y E.
—Ven a buscarme —le susurré. Poniéndome en cuclillas, agarré la
rejilla con los dedos y tiré. Nada. Tiré de nuevo, y esta vez la rejilla
se soltó. Caí de espaldas, pero Xander me agarró.
Los dos miramos hacia el agujero de abajo.
—Es posible —susurró Xander—, que la gárgola dijera la verdad.
—Sin esperarme, se metió en el agujero y se dejó caer—. ¿Vienes?
Si Oren supiera que estaba haciendo esto, me mataría. Me dejé caer y
me encontré en una habitación pequeña. ¿Qué tan bajo tierra estamos
ahora? La habitación tenía cuatro paredes, tres de ellas idénticas. La
cuarta estaba hecha de hormigón. Se habían grabado tres letras en el
cemento.
A. K. G.
B.
Mis iniciales.
Caminé hacia las letras, hipnotizada, y luego vi una luz roja simi-
lar a un láser pasar sobre mi cara. Se escuchó un pitido y luego el
muro de hormigón se partió en dos, como la abertura de un ascen-
sor. Detrás había una puerta.
—Reconocimiento facial —dijo Xander—. No importaba cuál de
nosotros encontrara este lugar. Sin ti, no hubiéramos podido pasar el
muro.
Pobre Jameson. Hizo todo ese esfuerzo para mantenerme cerca,
luego me abandonó antes de que pudiera desempeñar mi papel. La
bailarina de cristal. El cuchillo. La chica con la cara que abre la pared que
deja al descubierto la puerta que…
—¿Eso qué es? —di un paso adelante para examinar la puerta.
Había cuatro paneles táctiles, uno en cada esquina de la puerta. Xan-
der golpeó uno para despertarlo y apareció la imagen de una mano
uorescente.
—Uh—oh —dijo Xander.
—¿Qué uh-oh? —pregunté.
—Este tiene las iniciales de Jameson. —Xander pasó a la siguiente
—. Las de Grayson. Las de Nash. —En el último, hizo una pausa—.
Las mías. —Colocó su mano plana sobre la pantalla. Hizo un pitido
y luego escuché lo que sonó como el chasquido de un cerrojo abrién-
dose.
Probé la manija de la puerta.
—Sigue bloqueado.
—Cuatro cerraduras. —Xander hizo una mueca—. Cuatro herma-
nos.
Mi cara había sido necesaria para llegar tan lejos. Se requerían de
sus manos para ir más lejos.
Capítulo 84

Xander me dejó para vigilar la habitación. Dijo que volvería con


sus hermanos.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Jameson había dejado en claro
sus sentimientos. Grayson se había vuelto muy difícil de encontrar.
Nash nunca se había dejado atrapar por el juego de su abuelo en pri-
mer lugar. ¿Y si no vienen? Fuera lo que fuese lo que había detrás de
esta puerta, era lo que Tobias Hawthorne quería que encontráramos.
El dieciocho de octubre no era la respuesta, no en su totalidad.
De todas las personas del mundo con mi cumpleaños, ¿por qué
yo? ¿De qué se arrepintió el multimillonario? Hay demasiadas piezas,
pensé. No puedo hacerlo encajar, nada de eso. Necesitaba ayuda.
En lo alto, se escucharon pasos. De repente, el sonido se detuvo.
—¿Xander? —Llame. Ninguna respuesta—. Xander, ¿eres tú?
Más pasos, acercándose. ¿Quién más conoce este túnel? Había esta-
do tan concentrada en encontrar respuestas y seguir esto hasta el -
nal que casi lo había olvidado: alguien en Hawthorne House le había
dado a Drake acceso a los túneles.
Estos túneles.
Presioné mi espalda contra la pared. Podía escuchar a alguien mo-
viéndose directamente sobre mi cabeza. Los pasos se detuvieron.
Una gura apareció encima de mí, iluminada a contraluz y se cernió
sobre mi única salida de este espacio. Mujer. Pálida.
—¿Rebecca?
Capítulo 85

—Avery. —Rebecca me miró jamente—. ¿Qué estás haciendo ahí


abajo? —Sonaba perfectamente normal, pero todo lo que podía pen-
sar era que Rebecca Laughlin había estado en la propiedad la noche
que Drake me disparó. No tenía coartada, porque cuando llegamos a
Wayback Co age, ella no estaba allí y ninguno de sus abuelos sabía
dónde estaba. Ella había dicho algo sobre advertirme.
Al día siguiente, Rebecca parecía, según Thea, como si hubiera es-
tado llorando. ¿Por qué?
—¿Dónde estabas? —le pregunté con la boca seca—, la noche del
tiroteo.
Rebecca cerró los ojos.
—No sabes lo que es —dijo en voz baja—, tener toda tu vida gi-
rando en torno a una persona, y luego te despiertas un día y esa per-
sona se ha ido.
Esa no fue una respuesta a mi pregunta. Pensé en Thea diciéndo-
me que solo estaba haciendo lo que Emily hubiera querido.
¿Qué habría querido Emily que Rebecca me hiciera?
Xander necesitaba volver aquí, rápido.
—Fue mi culpa, sabías —dijo Rebecca arriba, con los ojos aún cer-
rados—. Emily estaba asumiendo grandes riesgos. Les dije a nuest-
ros padres. Ellos la castigaron, le prohibieron ver a los Hawthorne.
Pero Em se salió con la suya. Ella convenció a nuestra mamá y papá
de que había terminado de actuar. No levantaron la prohibición de
los chicos, pero empezaron a dejarla salir con Thea de nuevo.
—Thea —repetí—, con quien estabas saliendo en secreto.
Los párpados de Rebecca se abrieron de golpe.
—Emily nos encontró juntas esa tarde. Ella estaba… enojada. Tan
pronto como me tuvo a solas, me dijo que lo que Thea y yo teníamos
no era amor, que, si Thea realmente me amaba, nunca habría ngido
estar con Xander. Emily dijo… —Rebecca estaba ahora atrapada en
sus recuerdos, completamente. Violentamente—. Me dijo que Thea la
amaba más y que lo demostraría. Le pidió a Thea que le cubriera
sobre el salto desde el acantilado. Le rogué a Thea que no lo hiciera,
pero ella dijo que después de todo, se lo debíamos a Em.
Thea había cubierto a Emily la noche en que murió.
—La mayoría de las cosas que Emily convencía a los chicos, las
podía hacer, pero ni siquiera los clavadistas profesionales saltan des-
de lo alto de las Puertas del Diablos. Habría sido peligroso para cual-
quiera, pero ¿tanta adrenalina, tanto cortisol, un cambio de altitud y
presión, con su corazón? —Rebecca estaba hablando tan suavemente
ahora que no estaba segura de que realmente recordara que estaba
escuchando—. Intenté decirles a mis padres lo que estaba haciendo y
no funcionó. Intenté rogarle a Thea y ella eligió a Emily antes que a
mí. Entonces decidí ir a Jameson. Él era quien se suponía que debía
llevarla a las Puertas del Diablo.
La cabeza de Rebecca apareció en mi mente, el pelo rojo oscuro
cayendo sobre su rostro. Thea tenía razón: Rebecca Laughlin era her-
mosa. Pero ahora mismo no se veía bien.
—Tenía una grabación de voz —dijo en voz baja—, de Emily hab-
lando. Solía contarme todo lo que los chicos hacían con ella, por ella
y por ella. A ella le gustaba llevar la cuenta. —Rebecca hizo una pa-
usa, y cuando volvió a hablar, su voz era más aguda—. Reproduje la
grabación para Jameson. Me dije que lo estaba haciendo para prote-
ger a mi hermana, para evitar que la llevara a los acantilados. Pero la
verdad era que me había quitado a Thea.
Así que le quitaste algo, pensé.
—Jameson rompió con ella —dije. Me había dicho todo eso.
—Si no lo hubiera hecho —respondió Rebecca—, tal vez no habría
necesitado presionar tanto las cosas. Tal vez se habría aplacado y
habría saltado desde uno de los acantilados más bajos. Tal vez hubi-
era estado bien. —Su voz se volvió aún más suave—. Si Emily no nos
hubiera pillado a Thea y a mí juntas esa tarde, si no hubiera visto nu-
estra relación como una traición, tal vez no hubiera necesitado saltar
en absoluto.
Rebecca se culpaba a sí misma. Thea culpaba a los chicos. Grayson
cargaba con todo el peso sobre sí mismo. Y Jameson…
—Lo siento. —La disculpa de Rebecca me sacó de mis pensamien-
tos. Su tono me dijo que ya no estaba hablando de Emily. No estaba
hablando de algo que había sucedido hace más de un año.
—¿Perdón por qué? —Yo pregunté. ¿Qué estás haciendo aquí, Rebec-
ca?
—No es que tenga algo en tu contra. Pero es lo que Emily hubiera
querido.
Ella no está bien. Tenía que encontrar una forma de salir de aquí.
Tenía que alejarme de ella.
—Emily te habría odiado por robar su dinero. Ella habría odiado
la forma en que te miran.
—Así que decidiste deshacerte de mí —le dije, ganando tiempo—.
Por Emily.
Rebecca me miró jamente.
—No.
—Sabías sobre los túneles, y, de alguna manera, le dijiste a Dra-
ke…
—No —Rebecca insistió—. Avery, yo no haría eso.
—Lo dijiste tú misma. Emily hubiera querido que me fuera.
—No soy Emily. —Las palabras fueron guturales.
—Entonces, ¿por qué te disculpabas? —pregunté.
Rebecca tragó.
—El señor Hawthorne me habló de los túneles un verano cuando
era pequeña. Me mostró todas las entradas, dijo que me merecía algo
que fuera solo mío. Un secreto. Vengo aquí cuando necesito escapar,
a veces cuando visito a mis abuelos, pero desde que Emily murió, las
cosas están bastante mal en casa, así que a veces entro desde el exte-
rior.
Esperé.
—¿Y?
—La noche del tiroteo, vi a alguien más en los túneles. No dije na-
da, porque Emily no hubiera querido que lo hiciera. Se lo debía,
Avery. Después de lo que hice, se lo debía.
—¿A quién viste? —Yo pregunté. Ella no respondió—. ¿Drake?
Rebecca me miró a los ojos.
—No estaba solo.
—¿Quién más estaba ahí? —Esperé. Nada—. Rebecca, ¿quién más
estaba en el túnel con Drake?
¿A quién habría querido Emily que protegiera?
—¿Uno de los chicos? —pregunté, sintiendo como si el suelo se
estuviera derrumbando debajo de mí.
—No —Rebecca dijo en voz baja. —Su madre.
Capítulo 86

¿Skye? Traté de pensar en eso. Nunca le había parecido una ame-


naza, como lo había hecho Zara. Pasiva—agresiva, segura y mezqu-
ina. ¿Pero violenta?
Todos somos amigos aquí, ¿no? Podía escucharla declarar. Hice una
política el entablar amistad con todos los que roban mi derecho de nacimien-
to.
Podía verla extendiendo una copa de champán y diciéndome que
bebiera.
—Skye estaba aquí con Drake la noche del tiroteo —dije, obligán-
dome a afrontar las implicaciones de frente—. Ella le dio acceso a la
nca, probablemente incluso le indicó del Bosque Negro.
Hacia mí.
—Debería habérselo dicho a alguien —dijo Rebecca en voz baja—.
Después del tiroteo, tan pronto como me di cuenta de lo que había
visto, debería haber hablado.
—Sí. —Esa palabra fue a lada como una navaja, y fue dicha por
alguien que no era yo—. Debiste. —En lo alto, Grayson apareció a la
vista.
Rebecca se volvió hacia él.
—Fue tu madre, Gray. No pude…
—Podrías habérmelo dicho —dijo Grayson en voz baja—. Me
habría encargado de eso, Bex.
Dudaba que el método de Grayson para ocuparse de ello hubiera
implicado entregar a su madre a la policía.
—Drake lo intentó de nuevo —dije, mirando a Rebecca con la mi-
rada—. Lo sabes, ¿cierto? Trató de sacarnos del camino. Podría ha-
berme matado a mí, a Alisa, Oren y Thea.
Rebecca hizo un sonido confuso en el segundo que dije el nombre
de Thea.
—Rebecca —dijo Grayson, en voz baja.
—Lo sé —dijo Rebecca—. Pero Emily no habría querido…
—Emily se ha ido. —El tono de Grayson no fue duro, pero sus pa-
labras dejaron sin aliento a Rebecca.
—Bex—. Hizo que ella lo mirara—. Rebecca. Yo me encargaré de
esto. Te lo prometo: todo va a estar bien.
—Todo no está bien —le dijo a Grayson.
—Vete —le murmuró a Rebecca. Ella se fue y estábamos solos.
Grayson descendió lentamente hacia la habitación oculta.
—Xander dijo que me necesitabas.
Él había venido. Quizás eso hubiera signi cado más si no hubiera
tenido esa conversación con Rebecca.
—Tu madre intentó que me mataran.
—Mi madre —dijo Grayson—, es una mujer complicada. Pero es
familia.
Y él elegiría a la familia antes que a mí, cada vez.
—Si te pidiera que me dejaras manejar esto —continuó—, ¿lo harí-
as? Puedo garantizarte que no sufrirás más daño ni tú ni los tuyos.
No estaba claro cómo exactamente podía garantizar algo, pero no
había duda de que creía que podía. El mundo se somete a la voluntad de
Grayson Hawthorne. Pensé en el día que lo conocí, en lo seguro que
parecía de sí mismo, en lo invencible.
—¿Y si apostamos por ello? —Grayson preguntó cuando no res-
pondí—. Te gustan los desafíos. Yo sé que sí. —Dio un paso hacia mí
—. Por favor, Avery. Dame la oportunidad de hacer esto bien.
No había forma de corregir esto, pero todo lo que pedía era una
oportunidad. No le debo eso. No le debo nada. Pero…
Quizás fue la expresión de su rostro. O el conocimiento de que ya
lo había perdido todo de una vez. Tal vez solo quería que me viera y
pensara en otra cosa que no fuera el dieciocho de octubre.
—Voy a jugar contigo —dije—. ¿Cuál es el juego?
Los ojos plateados de Grayson sostuvieron los míos.
—Piensa en un número —me dijo—. Uno a diez. Si lo adivino, me
dejas manejar la situación con mi madre a mi manera. Si no lo ha-
go…
—La entrego a la policía.
Grayson dio medio paso hacia mí.
—Piensa en un número.
Las probabilidades estaban a mi favor aquí. Solo tenía un 10 por
ciento de posibilidades de adivinar correctamente. Tenía un 90 por
ciento de posibilidades de que se equivocara. Me tomé mi tiempo
para elegir. Había ciertos números por los que la gente se inclinaba.
Siete, por ejemplo. Podría ir por un extremo: uno o diez, pero tambi-
én parecían suposiciones fáciles. El ocho estaba en mi mente, por los
días que pasamos resolviendo la secuencia numérica. Cuatro era el
número de hermanos Hawthorne.
Si quería evitar que él adivinara, tenía que buscar algo inespera-
do. Sin rima, sin razón.
Dos.
—¿Quieres que anote el número? —pregunté.
—¿En qué? —Grayson preguntó suavemente.
Tragué.
—¿Cómo sabes que no mentiré sobre mi número si aciertas?
Grayson guardó silencio unos segundos y luego habló.
—Confío en ti.
Sabía, con cada bra de mi ser, que Grayson Hawthorne no con -
aba fácilmente, o mucho. Tragué.
—Adelante.
Se tomó al menos tanto tiempo para generar su conjetura como yo
para elegir mi número. Me miró y pude sentir que intentaba desent-
rañar mis pensamientos e impulsos, resolverme, como un acertijo
más.
¿Qué ves cuando me miras, Grayson Hawthorne?
Hizo su suposición.
—Dos.
Giré mi cabeza hacia mi hombro, rompiendo el contacto visual.
Podría haber mentido. Podría haberle dicho que estaba equivocado.
Pero no lo hice.
—Buena suposición.
Grayson dejó escapar un suspiro entrecortado y luego lo sentí vol-
viendo suavemente mi rostro hacia el suyo.
—Avery. —Casi nunca usaba mi nombre de pila. Suavemente tra-
zó la línea de mi mandíbula—. No dejaré que nadie te lastime nunca
más. Tienes mi palabra.
Pensó que podía protegerme. Él quería. Me estaba tocando y todo
lo que quería era dejarlo. Dejar que me protegiera. Deja que me to-
que. Déjalo…
Pasos. El estruendo de arriba me empujó a dar un paso atrás de él,
y unos momentos después, Xander y Nash bajaron a la habitación.
Me las arreglé para mirarlos, no a Grayson.
—¿Dónde está Jameson? —pregunté.
Xander se aclaró la garganta.
—Puedo informar que se utilizó un lenguaje muy colorido cuando
solicité su presencia.
Nash resopló.
—Él estará aquí.
Esperamos, cinco minutos, luego diez.
—También podrías abrir el tuyo —les dijo Xander a los demás—.
Tus manos, por favor.
Grayson fue primero, luego Nash. Después de que las almohadil-
las táctiles escanearon sus manos, escuchamos el sonido delator de
cerrojos que se abrían, uno tras otro.
—Tres cerraduras abiertas —murmuró Xander—. Una para termi-
nar.
Otros cinco minutos. Ocho. No vendrá, pensé.
—Jameson no vendrá —dijo Grayson, como si hubiera quitado el
pensamiento de mi mente tan fácilmente como había adivinado mi
número.
—Él estará aquí —repitió Nash.
—¿No hago siempre lo que me dicen?
Miramos hacia arriba y Jameson saltó. Aterrizó entre sus herma-
nos y yo, yendo casi al suelo para absorber el impacto. Se enderezó y
luego nos miró a los ojos, uno a la vez. Nash. Xander. Grayson.
Luego a mí.
—No sabes cuándo parar, ¿verdad, Heredera? —Eso no se sintió
exactamente como una acusación.
—Soy más dura de lo que parezco —le dije. Me miró un momento
más y luego se volvió hacia la puerta. Apoyó la mano en el bloque
que llevaba sus iniciales. Se abrió el último cerrojo y se abrió la puer-
ta. Se abrió con un crujido, una pulgada, tal vez dos. Esperaba que
Jameson alcanzara la puerta, pero en cambio, caminó de regreso a la
abertura y saltó, agarrándola por los lados con las manos.
—¿A dónde vas? —le pregunté. Después de todo lo que había ne-
cesitado para llegar a este punto, no podía simplemente alejarse.
—Al in erno, eventualmente —respondió Jameson—. Probable-
mente a la bodega, por ahora.
No. No podía simplemente irse. Él era el que me había arrastrado
a esto, e iba a llegar hasta el nal. Salté para agarrarme a la abertura
en lo alto, para ir tras él. Sentí que mi agarre se deslizaba. Manos fu-
ertes me agarraron desde abajo… Grayson. Me empujó hacia arriba y
me las arreglé para salir y ponerme de pie.
—No te vayas —le dije a Jameson.
Él ya se estaba alejando. Cuando escuchó mi voz, se detuvo, pero
no se volvió.
—No sé qué hay al otro lado de esa puerta, Heredera, pero sí sé
que el anciano me tendió esta trampa.
—¿Solo para ti? —dije, un borde se abrió camino en mi voz—. ¿Es
por eso por lo que se requirieron las manos y la cara de los cuatro
hermanos para llegar tan lejos? —Claramente, Tobias Hawthorne
había querido que todos estuviéramos aquí.
—Sabía que cualquier juego que dejara, yo jugaría. Nash podría
decir que se joda, Grayson podría empantanarse en legalidades,
Xander podría estar pensando en mil y una cosas más, pero yo juga-
ría. —Pude verlo respirar, verlo herido—. Entonces, sí, quería esto pa-
ra mí. Lo que sea que haya al otro lado de esa puerta… —Jameson
tomó otro aliento entrecortado—. Él sabía. Sabía lo que hice y quería
asegurarse de que nunca lo olvidara.
—¿Qué sabía él? —pregunté.
Grayson apareció a mi lado y repitió mi pregunta.
—¿El viejo sabía qué, Jamie?
Detrás de mí, podía escuchar a Nash y Xander subiendo al túnel,
pero mi mente apenas registró su presencia. Me concentré, total e in-
tensamente, en Jameson y Grayson.
—¿Sabía qué, Jamie?
Jameson se volvió para mirar a su hermano.
—Lo que pasó el diez— dieciocho.
—Fue mi culpa. —Grayson avanzó a grandes zancadas, tomando
los hombros de Jameson en sus manos—. Yo fui el que llevó a Emily
ahí. Sabía que era una mala idea y no me importaba. Solo quería ga-
nar. Quería que ella me amase.
—Los seguí esa noche. —La declaración de Jameson quedó sus-
pendida en el aire durante varios segundos—. Los vi saltar a los dos,
Gray.
De repente, estaba de vuelta con Jameson, en dirección a West
Brook. Me había dicho dos mentiras y una verdad. Vi morir a Emily
Laughlin.
—¿Nos seguiste? —Grayson no podía encontrarle sentido a eso—.
¿Por qué?
—¿Masoquismo? —Jameson se encogió de hombros—. Estaba
enojado. —Él pausó—. Al nal, te fuiste a buscar las toallas y yo…
—Jamie. —Grayson dejó caer las manos a los costados—. ¿Qué hi-
ciste?
Grayson me había dicho que se había ido a buscar las toallas y,
cuando regresó, Emily estaba tendida en la orilla. Muerta.
—¿Qué hiciste?
—Ella me vio. —Jameson se apartó de su hermano para mirarme
—. Ella me vio y sonrió. Ella pensó que había ganado. Ella pensó que
todavía me tenía, pero me di la vuelta y me alejé. Ella gritó mi nomb-
re. No me detuve. La escuché jadear. Ella estaba haciendo un pequ-
eño sonido estrangulado.
Me llevé la mano a la boca con horror.
—Pensé que estaba jugando conmigo. Escuché un chapoteo, pero
no me di la vuelta. Lo hice probablemente a unos cien metros. Ella
ya no me llamaba. Miré hacia atrás. —La voz de Jameson se quebró
—. Emily estaba encorvada, gateando fuera del agua. Pensé que esta-
ba ngiendo.
Había pensado que ella lo estaba manipulando.
—Me quedé allí —dijo Jameson con voz apagada—. No hice nada
para ayudarla.
Vi morir a Emily Laughlin. Pensé que me iba a enfermar. Podía ver-
lo, parado ahí, tratando de mostrarle que ya no era suyo, tratando de
resistir.
—Ella colapsó. Ella se quedó quieta y se mantuvo quieta. Y luego
regresaste, Gray, y yo me fui. —Jameson se estremeció—. Te odié
por llevarla allí, pero me odio más a mí mismo porque la dejé morir.
Me quedé allí y miré.
—Era su corazón —dije—. ¿Qué podrías haber…?
—Podría haber probado la RCP28. Podría haber hecho algo. —
Jameson tragado—. Pero no lo hice. No sé cómo lo supo el anciano,
pero me arrinconó unos días después. Me dijo que sabía que había
estado allí y me preguntó si me sentía culpable. Quería que te lo dij-
era, Gray, y no lo haría. Dije que si estaba tan malditamente decidido
a que supieras que yo había estado allí, podría decírtelo él mismo.
Pero no lo hizo. En cambio… hizo esto.
La carta. La biblioteca. La voluntad. Sus segundos nombres. La fecha de
mi nacimiento y la muerte de Emily. Los números, esparcidos por toda la
nca. La vidriera, el acertijo. El pasaje hacia el túnel. La rejilla con M. E.
marcada. La habitación oculta. La pared móvil. La puerta.
—Quería asegurarse —dijo Jameson—, que nunca lo olvidara.
—No, —espetó Xander. Los demás se volvieron para mirarlo—.
É
Eso no es lo que es, —juró—. Él no estaba probando un punto. Nos
quería, a los cuatro, juntos. Aquí.
Nash puso una mano sobre el hombro de Xander.
—El viejo podría ser un verdadero bastardo, Xan.
— Eso no es lo que es —dijo Xander de nuevo, su voz más intensa
de lo que nunca la había escuchado, como si no estuviera especulan-
do. Como si supiera.
Grayson, que no había dicho una palabra desde la confesión de
Jameson, habló ahora.
—¿Qué estás diciendo exactamente, Alexander?
—Ustedes dos estaban caminando como fantasmas. Eras un robot,
Gray. —Xander estaba hablando rápido ahora, casi demasiado rápi-
do para que el resto de nosotros lo siguiéramos—. Jamie era una
bomba de tiempo. Se odiaban.
—Nos odiamos más a nosotros mismos —dijo Grayson, su voz co-
mo papel de lija.
—El anciano sabía que estaba enfermo —admitió Xander—. Me lo
dijo, justo antes de morir. Me pidió que hiciera algo por él.
Los ojos de Nash se entrecerraron.
—¿Y qué fue eso?
Xander no respondió. Los ojos de Grayson se entrecerraron.
—Tenías que asegurarte de que jugáramos.
—Era mi trabajo asegurarme de que vieran esto hasta el nal. —
Xander miró de Grayson a Jameson—. Ustedes dos. Si alguno de los
dos dejaba de jugar, era mi trabajo hacer que volvieran.
—¿Lo sabías? —dije—. ¿Durante todo este tiempo, supiste a dón-
de llevaban las pistas?
Xander fue quien me ayudó a encontrar el túnel. Él era el que ha-
bía resuelto lo del Bosque Negro. Incluso desde el principio…
Me dijo que su abuelo no tenía segundo nombre.
—Me ayudaste —le dije. Me había manipulado. Me movió, como
un señuelo.
—Te dije que soy una máquina de Rube Goldberg que vive y res-
pira. —Xander miró hacia abajo—. Te lo advertí. Más o menos. —
Pensé en el momento en que me había llevado a ver la máquina que
había construido. Le pregunté qué tenía que ver con Thea, y su res-
puesta fue ¿Quién dijo que esto tenía algo que ver con Thea?
Me quedé mirando a Xander, el Hawthorne más joven, más alto y
posiblemente más brillante. A donde vayas, me dijo en la gala, te segu-
irán. Todo este tiempo, había pensado que Jameson era el que me es-
taba usando. Pensé que me había mantenido cerca por una razón.
Nunca se me había ocurrido que Xander también tuviera sus ra-
zones.
—¿Sabes por qué me eligió tu abuelo? —exigí—. ¿Has sabido la
respuesta todo este tiempo?
Xander levantó las manos frente a su cuerpo, como si pensara que
podría estrangularlo.
—Solo sé lo que él quería que yo supiera. No tengo idea de lo que
hay al otro lado de esa puerta. Se suponía que solo debía traer a
Jamie y Gray aquí. Juntos.
—A los cuatro —corrigió Nash—. Juntos. —Recordé lo que había
dicho en la cocina. A veces tienes que extirpar una herida antes de que pu-
eda sanar.
¿Era eso lo que era? ¿Era ese el gran plan del anciano? ¿Traerme
aquí, motivarlos a la acción, esperar que el juego dejara que la ver-
dad saliera a la luz?
—No solo nosotros cuatro —le dijo Grayson a Nash. Volvió a mi-
rarme—. Claramente, este fue un juego para cinco.

28 Reanimación cardio pulmonar.


Capítulo 87

Regresamos a la habitación, uno a la vez. Jameson apoyó la mano


en la puerta y la empujó hacia adentro. La celda más allá estaba va-
cía, excepto por una pequeña caja de madera. En la caja, había letras,
letras doradas grabadas en mosaicos dorados que parecían salidos
del juego de Scrabble más caro del mundo.
Las letras de la caja deletreaban mi nombre: AVERY KYLIE
GRAMBS.
Había cuatro chas en blanco, una antes de mi nombre, una des-
pués de mi apellido y dos separando los nombres entre sí. Después
de todo lo que acababa de suceder, la confesión de Jameson, luego la
de Xander, parecía incorrecto que esto llegara a mí.
¿Por qué yo? Este juego podría haber sido diseñado para unir a
Jameson y Grayson, para traer secretos a la super cie, para sacar el
veneno antes de que se pudriera, pero de alguna manera, por alguna
razón, terminaba conmigo.
—Parece que es tu rodeo, chica. —Nash me empujó hacia la caja.
Tragando, me arrodillé. Traté de abrir la caja, pero estaba cerrada.
No había lugar para una llave, ni teclado de combinación.
Por encima de mí, Jameson habló.
—Las cartas, Heredera.
Simplemente no pudo evitarlo. Incluso después de todo, no podía
dejar de jugar.
Alcancé tentativamente la A en Avery. Sobresalió de la caja. Una
por una, despegué las otras letras y los mosaicos en blanco, y me di
cuenta de que este era el gatillo del candado. Observé las piezas, di-
ecinueve en total. Mi nombre. Claramente, esa no era la combinación
para desbloquear la caja. ¿Entonces qué es?
Grayson se dejó caer a mi lado. Organizó las letras, las vocales
primero, las consonantes en orden alfabético.
—Es un anagrama, —comentó Nash—. Reorganiza las letras.
Mi respuesta instintiva fue que mi nombre era solo mi nombre, no
un anagrama de nada, pero mi cerebro ya estaba examinando las po-
sibilidades.
Avery fue fácil de convertir en palabras, dos de ellas, simplemente
agregando el espacio que había estado delante del nombre para divi-
dirlo. Volví a colocar los mosaicos en la parte superior de la caja, em-
pujándolos en su lugar con un clic.
Un muy…
Puse otro espacio después de muy. Eso dejó dos baldosas en blan-
co y todas las letras de mi segundo nombre y apellido.
Kylie Grambs, dispuestas según el método de Grayson, léase: A, E,
I, B, G, K, L, M, R, S, Y.
Grande. Bálsamo. Bala. Empecé a pensar en palabras, viendo con
qué me dejaba cada una, y luego lo vi.
De repente, lo vi.
—Tienes que estar bromeando —susurré.
—¿Qué? —Jameson estaba al 100 por ciento en esto ahora, lo qu-
isiera o no. Se arrodilló junto a Grayson y conmigo mientras yo po-
nía las cartas, una por una.
Avery Kylie Grambs, el nombre que me dieron el día que nací, el
nombre que Tobias Hawthorne había programado en la bolera y en
la máquina de pinball y quién sabía cuántos otros lugares de la casa
—se convirtieron, se reordenaron, en una apuesta muy arriesgada. (A
very risky gamble).
—Él siempre decía eso —murmuró Xander—. Que no importa lo
que haya planeado, puede que no funcione. Que era…
— Una apuesta muy arriesgada —terminó Grayson, su mirada haci-
endo su camino a mí.
¿Mi nombre? Traté de procesar eso. Primero mi cumpleaños, ahora mi
nombre. ¿Era eso? ¿Era por eso? ¿Cómo me había encontrado Tobias
Hawthorne?
Encajé la última baldosa en blanco en su lugar y la cerradura de la
caja se abrió. La tapa se abrió de golpe. Dentro, había cinco sobres,
uno con cada uno de nuestros nombres.
Vi como los chicos abrían y leían el suyo. Nash maldijo en voz ba-
ja. Grayson lo miró jamente. Jameson soltó una risita entrecortada.
Xander se metió el suyo en el bolsillo.
Desvié mi atención de los cuatro a mi sobre. La última carta que
me había enviado Tobias Hawthorne no explicaba nada. Al abrir es-
te, esperaba claridad. ¿Cómo me encontraste? ¿Por qué me dices que lo
sientes? ¿De qué te arrepentiste?
No había papel dentro de mi sobre, ni carta. Lo único que conte-
nía era un paquete de azúcar.
Capítulo 88

Coloco dos paquetes de azúcar verticalmente sobre la mesa y junto sus


extremos, formando un triángulo capaz de sostenerse por sí solo.
—Ahí —digo. Hago lo mismo con el siguiente par de paquetes, luego co-
loco un quinto horizontalmente, conectando los dos triángulos que construí.
—¡Avery Kylie Grambs! —Mi mamá aparece al nal de la mesa, sonri-
endo—. ¿Qué te he dicho sobre la construcción de castillos con azúcar?
Le sonrío.
—¡Solo vale la pena si puedes tener cinco pisos de altura!
En mi sueño, ahí era donde terminaba el recuerdo, pero esta vez,
sosteniendo el azúcar en mi mano, mi cerebro me llevó un paso más
allá. Un hombre comiendo en la cabina detrás de mí mira hacia atrás. Me
pregunta cuántos años tengo.
—Seis —digo.
—Tengo algunos nietos en casa que tienen más o menos tu edad —dice
—. Dime, Avery, ¿puedes deletrear tu nombre? ¿Tu nombre completo, co-
mo dijo tu mamá hace un minuto?
Yo puedo y lo hago.
—Lo conocí —dije en voz baja—. Solo una vez, hace años, solo
por un momento, de pasada. —Tobias Hawthorne había oído a mi
madre decir mi nombre completo. Me había pedido que lo deletre-
ara.
—Le encantaban los anagramas más que el whisky —dijo Nash—.
Y era un hombre al que le encantaba un buen whisky.
¿Tobias Hawthorne había reorganizado mentalmente las letras de
mi nombre completo en ese momento? ¿Le había divertido? Pensé en
Grayson, contratando a alguien para que me echara tierra. Sobre mi
madre. ¿Tobias Hawthorne había sentido curiosidad por nosotras?
¿Había hecho él lo mismo?
—Él te habría seguido —dijo Grayson con brusquedad.—. Una ni-
É
ña con un nombre gracioso. —Miró a Jameson—. Él debe haber sabi-
do su fecha de nacimiento.
Y después de que Emily muriera… Jameson me miraba ahora, so-
lo a mí.
—Él pensó en ti.
—¿Y decidió dejarme toda su fortuna por mi nombre? —dije—. Eso
es una locura.
—Tú lo dijiste, Heredera: no nos deshereda por ti. De todos mo-
dos, no íbamos a recibir el dinero.
—Iba a la caridad —argumentó—. ¿Y me estás diciendo que por
un capricho acabó con el testamento que había tenido durante veinte
años? Eso es…
—Necesitaba algo para llamar nuestra atención —dijo Grayson—.
Algo tan inesperado, tan desconcertante, que solo se podía ver…
—… como un rompecabezas — nalizó Jameson—. Algo que no
podíamos ignorar. Algo para despertarnos de nuevo. Algo que nos
trajera aquí, a los cuatro.
—Algo para purgar el veneno. —El tono de Nash era difícil de le-
er.
Habían conocido al anciano. Yo no. Lo que estaban diciendo, tenía
sentido para ellos. A sus ojos, esto no había sido un capricho. Había
sido una apuesta muy arriesgada. Yo había sido una apuesta muy ar-
riesgada. Tobias Hawthorne había apostado a que mi presencia en la
Casa pondría a temblar las cosas, que los viejos secretos quedarían al
descubierto, que, de alguna manera, de alguna manera, un último
acertijo cambiaría todo.
Que, si la muerte de Emily los hubiera destrozado, podría volver
a unirlos.
—Te lo dije, chica —dijo Nash a mi lado—. No eres una jugadora.
Eres la bailarina de cristal, o el cuchillo.
Capítulo 89

Oren me conoció en el momento en que puse un pie en el Gran


Salón. Que hubiera estado esperando me hizo preguntarme por qué
se había apartado de mi lado en primer lugar. ¿Realmente había sido
una llamada telefónica o Tobias Hawthorne le había dejado instruc-
ciones de dejarnos a los cinco terminar el juego solos?
—¿Sabes lo que hay ahí abajo? —Le pregunté a mi jefe de seguri-
dad. Era más leal al anciano que a mí. ¿Qué más te pidió que hicieras?
—¿Además del túnel? —Oren respondió—. No. —Hizo un estu-
dio de mí, de los chicos—. ¿Debería?
Pensé en lo que había sucedido allí mientras Xander no estaba.
Sobre Rebecca y lo que me había dicho abajo. Sobre Skye. Miré a
Grayson. Sus ojos se encontraron con los míos. Había una pregunta
allí, y esperanza, y algo más que no podía nombrar.
Todo lo que le dije a Oren fue:
—No.

Esa noche, me senté en el escritorio de Tobias Hawthorne, el de


mi habitación. En mis manos, sostuve la carta que me había dejado.
Queridísima Avery,
Lo siento.
—T. T. H.
Me había preguntado por qué se arrepentía, pero estaba empe-
zando a pensar que había cambiado las cosas. Quizás no me había
dejado el dinero como disculpa. Quizás se estaba disculpando por
dejarme el dinero. Por usarme.
Me había traído aquí para ellos.
Doblé la carta por la mitad y luego otra vez por la mitad. Esto, to-
do esto, no tenía nada que ver con mi mamá. Cualesquiera que fu-
eran los secretos que había estado guardando, eran anteriores a la
muerte de Emily. En el gran esquema de las cosas, toda esta cadena
de eventos que cambiaba la vida, alucinante y que acapara los titula-
res no tiene nada que ver conmigo. Yo era solo una niña con un
nombre gracioso, nacida en el día correcto.
Tengo algunos nietos en casa, oí que me decía el anciano, que son más
o menos de tu edad.
—Esto siempre se trató de ellos —dije las palabras en voz alta—.
¿Qué se supone que debo hacer ahora? —Se acabó el juego. El rom-
pecabezas estaba resuelto. Había cumplido mi propósito. Y nunca
me había sentido tan insigni cante en mi vida.
Mis ojos fueron atraídos por la brújula incorporada en la super -
cie del escritorio. Como mi primera vez en esta o cina, giré la brúj-
ula y el panel del escritorio apareció, revelando el compartimento
debajo. Pasé mi dedo suavemente sobre la T grabada en la madera.
Y luego miré mi carta, la rma de Tobias Hawthorne. TTH
Mi mirada viajó de regreso al escritorio. Jameson me había dicho
una vez que su abuelo nunca había comprado un escritorio sin com-
partimentos. Habiendo jugado el juego, habiendo vivido en Hawt-
horne House, no podía evitar ver las cosas de manera diferente aho-
ra. Probé el panel de madera en el que se había grabado la T.
Nada.
Luego coloqué mis dedos en la T y empujé. La madera cedió. Clic.
Y luego volvió a colocarse en su lugar.
—T —dije en voz alta. Y luego volví a hacer lo mismo. Otro clic—.
T. —Me quedé mirando el panel durante mucho tiempo antes de que
lo viera: una brecha entre la madera y la parte superior de la mesa,
en la base de la T. Empujé mis dedos debajo y encontré otra ranura,
y encima un pestillo. Desenganché el pestillo y el panel giró en senti-
do antihorario.
Con un giro de noventa grados, ya no estaba mirando una T. Yo
estaba viendo a una H. Pulsé las tres barras de la H al mismo tiempo.
Clic. Se puso en marcha un motor de algún tipo, y el panel desapare-
ció en el escritorio, revelando otro compartimento debajo.
T. T. H. Tobias Hawthorne tenía la intención de que esta fuera mi
ala. Había rmado mi carta con iniciales, no con su nombre. Y esas
iniciales habían abierto este cajón. Dentro había una carpeta, muy
parecida a la que Grayson me había mostrado ese día en la fundaci-
ón. Mi nombre, mi nombre completo, estaba escrito en la parte supe-
rior.
Avery Kylie Grambs.
Ahora que había visto el anagrama, no podía dejar de verlo. Inse-
gura de lo que encontraría, o incluso de lo que esperaba, levanté la
carpeta y la abrí. Lo primero que vi fue una copia de mi certi cado
de nacimiento. Tobias Hawthorne había destacado mi fecha de naci-
miento y la rma de mi padre. La fecha tenía sentido. ¿Pero la rma?
Tengo un secreto, podía oír decir a mi madre. Sobre el día en que na-
ciste.
No tenía idea de qué hacer con eso, nada de eso. Cambié a la pági-
na siguiente y la siguiente y la siguiente. Estaban llenas de fotografí-
as, cuatro o cinco por año, desde que yo tenía seis años.
Te habría seguido, podía oír decir a Grayson. Una niña con un nomb-
re gracioso.
El número de fotografías aumentó signi cativamente después de
mi decimosexto cumpleaños. Después de que Emily muriera. Había
tantas, como si Tobias Hawthorne hubiera enviado a alguien para vi-
gilar cada uno de mis movimientos. No se puede arriesgar todo a una
total extraña, pensé. Técnicamente, eso era exactamente lo que había
hecho, pero al mirar estas fotos, me sentí abrumada por la sensación
de que Tobias Hawthorne había hecho su tarea.
Para él no era solo un nombre y una cita.
Había tomas de mí corriendo juegos de póquer en el estacionami-
ento y tomas de mí llevando demasiadas tazas a la vez en el resta-
urante. Había una foto mía con Libby, donde nos reíamos, y otra en
la que estaba parada con mi cuerpo entre el de ella y el de Drake.
Había una toma de mí jugando al ajedrez en el parque y una de mí y
Harry en la la para el desayuno, donde todo lo que se podía ver era
la parte posterior de nuestras cabezas. Incluso había una de mí en mi
coche, sosteniendo una pila de postales en mis manos.
El fotógrafo me había pillado soñando.
Tobias Hawthorne no me conocía, pero sabía de mí. Podría haber
sido una apuesta muy arriesgada. Podría haber sido parte del rom-
pecabezas y no una jugadora. Pero el multimillonario sabía que po-
día jugar. No había entrado en esto a ciegas y esperaba lo mejor. Él
había planeado y planeado, y yo fui parte de ese cálculo. No solo
Avery Kylie Grambs, nacida el día en que Emily Laughlin murió, si-
no la niña de estas fotos.
Pensé en lo que Jameson había dicho la primera noche en que sa-
lió de la chimenea a mi habitación. Tobias Hawthorne me dejó la for-
tuna, —y todo lo que les había dejado a ellos era a mí.
Capítulo 90

A la mañana siguiente, temprano, Oren me informó que Skye


Hawthorne se marchaba de Hawthorne House. Ella se estaba mu-
dando, y Grayson había dado instrucciones a seguridad de que no se
le permitiera regresar a las instalaciones.
—¿Alguna idea de por qué? —Oren me dio una mirada que sugi-
rió fuertemente que sabía que yo sabía algo
Lo miré y mentí.
—Ni idea.

Encontré a Grayson en la escalera oculta, con el Davenport.


—¿Echaste a tu madre de la casa?
Eso no era lo que esperaba que hiciera cuando ganó nuestra pequ-
eña apuesta. Para bien o para mal, Skye era su madre. La familia pri-
mero.
—Madre se fue por su propia voluntad —dijo Grayson tranquila-
mente—. Se le hizo entender que era la mejor opción.
Mejor que denunciarla a la policía.
—Ganaste la apuesta —le dije a Grayson—. No tenías que…
Se dio la vuelta y dio un paso hacia arriba para estar de pie en la
misma escalera que yo.
—Sí, tenía.
Si estuviera eligiendo entre ti y cualquiera de ellos, me dijo, los elegiría,
siempre y en todo momento.
Pero no lo había hecho.
—Grayson. —Estaba de pie cerca de él, y la última vez que estuvi-
mos juntos en estas escaleras, descubrí mis heridas, literalmente. Es-
ta vez, encontré mis manos subiendo a su pecho. Era arrogante y ter-
rible y había pasado la primera semana de nuestro conocimiento de-
cidido a hacer de mi vida un in erno. Todavía estaba medio enamo-
rado de Emily Laughlin. Pero desde el primer momento en que lo vi,
apartar la mirada había sido casi imposible.
Y al nal del día, me había elegido a mí. Sobre la familia. Sobre su
madre.
Con vacilación, dejé que mi mano encontrara el camino desde su
pecho hasta su mandíbula. Por un solo segundo, me dejó tocarlo y
luego volvió la cabeza.
—Siempre te protegeré —me dijo, con la mandíbula apretada y
los ojos ensombrecidos—. Mereces sentirte segura en tu propia casa.
Y te ayudaré con los cimientos. Te enseñaré lo que necesitas saber
para llevar esta vida como si hubieras nacido para ella. Pero esto…
nosotros… —Tragó saliva—. No puede suceder, Avery. He visto la
forma en que Jameson te mira.
No dijo que no dejaría que otra chica se interpusiera entre ellos.
No tenía por qué hacerlo.
Capítulo 91

Fui a la escuela y, cuando llegué a casa, llamé a Max, sabiendo


que probablemente ni siquiera tenía su teléfono. Mi llamada fue en-
viada al correo de voz.
—Esta es Maxine Liu. Me han secuestrado en el equivalente tecno-
lógico de un convento virtual. Que tengan un día bendito, canallas
podridos.
Probé el teléfono de su hermano y me envió al buzón de voz nu-
evamente.
—Has contactado a Isaac Liu. —Max también se había apoderado
de su buzón de voz—. Es un hermano menor completamente tole-
rable, y si dejas un mensaje, probablemente te llame. Avery, si eres
tú, deja de intentar que te maten. ¡Me debes Australia!
No dejé un mensaje, pero hice planes para ver qué haría falta para
que Alisa enviara a toda la familia Liu boletos de primera clase a
Australia. No podía viajar hasta que mi tiempo en Hawthorne House
terminara, pero tal vez Max podría hacerlo.
Se lo debía.
Sintiéndome a la deriva y dolorida por lo que Grayson había dic-
ho y por el hecho de que Max no estaba allí para procesarlo, fui a
buscar a Libby. Necesitábamos seriamente conseguirle un teléfono
nuevo, porque una persona podría perderse en este lugar.
No quería perder a nadie más.
Puede que nunca la hubiera encontrado, pero cuando me acerqué
a la sala de música, escuché tocar el piano. Seguí la música y encont-
ré a Libby sentada en el banco del piano junto a Nan. Ambas senta-
das con los ojos cerrados, escuchando.
El ojo morado de Libby nalmente se había desvanecido. Verla
con Nan me hizo pensar en el trabajo de Libby en casa. No podía pe-
dirle que se quedara sentada alrededor de Hawthorne House todos
los días, sin hacer nada.
Me pregunté qué sugeriría Nash Hawthorne. Podría pedirle que ela-
bore un plan de negocios. ¿Quizás un camión de comida?
O tal vez ella también quisiera viajar. Hasta que el testamento sa-
liera de la sucesión, estaba limitada en cuanto a lo que podía hacer,
pero la buena gente de McNamara, Ortega y Jones tenía razones pa-
ra querer permanecer en mi lado bueno. Eventualmente, el dinero
sería mío. Eventualmente, saldría del deicomiso.
Eventualmente, sería una de las mujeres más ricas y poderosas
del mundo.
La música de piano terminó, mi hermana y Nan miraron hacia ar-
riba y me vieron. Libby hizo su mejor impresión de madre gallina.
—¿Estás segura de que estás bien? —ella me preguntó—. No te
ves bien.
Pensé en Grayson. Sobre Jameson. Sobre para lo que me habían
traído aquí a hacer.
—Estoy bien —le dije a Libby, con la voz lo su cientemente rme
como para casi creerlo.
Ella no se dejó engañar.
—Te prepararé algo —me dijo—. ¿Alguna vez has comido un qu-
iche? Nunca hice un quiche.
No tenía ningún deseo real de probar uno, pero hornear era la for-
ma en que Libby mostraba su amor. Se dirigió a la cocina. Fui a se-
guirla, pero Nan me detuvo.
—Quédate —ordenó.
No había nada que hacer más que obedecer.
—Escuché que mi nieta se va —dijo Nan lacónicamente después
de dejarme sudar un poco.
Consideré ngir, pero ella prácticamente había probado que no
era del tipo de las sutilezas.
—Ella trató de hacer que me mataran.
Nan resopló.
—A Skye nunca le gustó ensuciarse las manos. Si me lo preguntas,
si vas a matar a alguien, al menos deberías tener la decencia de ha-
cerlo tú mismo y hacerlo bien.
Esta fue probablemente la conversación más extraña que había te-
nido en mi vida, y eso ya era decir algo.
—No es que la gente sea decente hoy en día —continuó Nan—.
Sin respeto. Sin respeto por uno mismo. Sin arena. —Ella suspiró—.
Si mi pobre Alice pudiera ver a sus hijos ahora…
Me pregunté cómo había sido para Skye y Zara crecer en Hawt-
horne House. Cómo había sido para Toby.
¿Qué los metió en esto?
—Su yerno cambió su testamento después de la muerte de Toby.
—Estudié la expresión de Nan, preguntándome si lo habría sabido.
—Toby era un buen chico —dijo Nan con brusquedad—. Hasta
que no lo era.
No estaba segura de qué hacer con eso.
Sus manos fueron a un relicario alrededor de su cuello.
—Era el niño más dulce, listo como un látigo. Al igual que su pa-
pá, solían decir, pero oh, ese chico tenía una dosis de mí.
—¿Qué pasó? —pregunté.
La expresión de Nan se ensombreció.
—Rompió el corazón de mi Alice. Nos rompió a todos, de verdad.
—Sus dedos se apretaron alrededor del relicario y su mano tembló.
Apretó la mandíbula y luego abrió el relicario—. Míralo —me dijo—.
Mira a ese dulce chico. Tiene dieciséis años aquí.
Me incliné para ver mejor, preguntándome si Tobias Hawthorne
II se habría parecido a alguno de sus sobrinos. Lo que vi me dejó sin
aliento.
No.
—¿Ese es Toby? —No podía respirar. No podía pensar.
—Era un buen chico —dijo Nan con brusquedad.
Apenas la escuché. No podía apartar los ojos de la imagen. No po-
día hablar porque conocía a ese hombre. Era más joven en la imagen,
mucho más joven, pero ese rostro era inconfundible.
—¿Heredera? —Una voz habló desde la puerta. Miré para ver a
Jameson parado allí. Se veía diferente a como lo había hecho en los
últimos días. Más ligero, de alguna manera. Un poco menos enojado.
Capaz de ofrecerme una media sonrisa torcida—. ¿Qué tiene tus
pantalones torcidos?
Volví a mirar el relicario y aspiré una bocanada que me quemó los
pulmones.
—Toby —me las arreglé—. Lo conozco.
—¿Tu qué? —Jameson caminó hacia mí. A mi lado, Nan se quedó
muy quieta.
—Solía jugar al ajedrez con él en el parque —dije—. Cada mañana
—. Harry.
—Eso es imposible —dijo Nan, con la voz temblorosa—. Toby ha
estado muerto durante veinte años.
Hace veinte años, Tobias Hawthorne había desheredado a su fa-
milia. ¿Qué es esto? ¿Qué diablos está pasando aquí?
—¿Estás segura, Heredera? —Jameson estaba ahora a mi lado. He
visto cómo te mira Jameson había dicho Grayson—. ¿Estás absoluta-
mente segura?
Miré a Jameson. Esto no se sintió real. Tengo un secreto, pude es-
cuchar a mi madre contándome, sobre el día en que naciste…
Cogí la mano de Jameson y la apreté con fuerza.
—Estoy segura.
Epílogo

Xander Hawthorne se quedó mirando la carta, como lo había hec-


ho todos los días durante una semana. En la super cie, decía muy
poco.
Alexander,
Bien hecho.
Tobias Hawthorne
Bien hecho. Había llevado a sus hermanos al nal del juego. Tambi-
én había llevado a Avery allí. Había hecho exactamente lo que había
prometido, pero el anciano también le había hecho una promesa.
Cuando su juego haya terminado, el tuyo comenzará.
Xander nunca había competido de la forma en que lo hacían sus
hermanos, pero, oh, cómo había querido. No había mentido cuando
le había dicho a Avery que, sólo una vez, quería ganar. Cuando lle-
garon a la última habitación, cuando ella abrió la caja, cuando él
rompió el sobre, había estado esperando… algo.
Un acertijo.
Un rompecabezas.
Una pista.
Y todo lo que había recibido era esto. Bien hecho.
—¿Xander? —Rebecca dijo suavemente a su lado—. ¿Qué estamos
haciendo aquí?
—Suspirando melodramáticamente —espetó Thea—. Obviamen-
te.
Que los hubiera traído a los dos aquí, en la misma habitación, era
una hazaña. Ni siquiera estaba seguro de por qué lo había hecho,
aparte del hecho de que necesitaba un testigo. Testigos. Si Xander es-
taba siendo honesto consigo mismo, había traído a Rebecca porque
la quería allí, y había traído a Thea porque si no lo hubiera hecho…
Habría estado solo con Rebecca.
—Hay muchos tipos de tinta invisible —les dijo Xander. En los úl-
timos días, había colocado un fósforo en el reverso de la página, ca-
lentando su super cie. Compró una luz ultravioleta y se fue a la ci-
udad. Había intentado todas las formas que conocía de desenmasca-
rar un mensaje oculto en una página, excepto una—. Pero sólo hay
un tipo —continuó uniformemente—, que destruye el mensaje des-
pués de que se revela.
Si estaba equivocado en esto, se acabaría. No habría juego, no ga-
naría. Xander no quería hacer esto solo.
—¿Qué crees exactamente que vas a encontrar? —Thea le pregun-
tó.
Xander miró la carta por última vez.
Alejandro,
Bien hecho.
Tobias Hawthorne
Quizás la promesa del anciano había sido una mentira. Quizás,
para Tobias Hawthorne, Xander solo había sido una ocurrencia tar-
día. Pero tenía que intentarlo. Se volvió hacia la bañera a su lado. La
llenó de agua.
—¿Xander? —Rebecca dijo de nuevo, y su voz casi lo deshace.
—Aquí va nada. —Xander dejó su carta con cautela en la super -
cie del agua, luego presionó hacia abajo.
Al principio, pensó que había cometido un error horrible. Pensó
que no pasaba nada. Luego, lentamente, apareció la escritura, a am-
bos lados de la rma de su abuelo. Tobias Hawthorne, lo había rma-
do, sin su segundo nombre, y ahora la razón de esa omisión estaba cla-
ra.
La tinta invisible se oscureció en la página. A la derecha de la r-
ma, solo había dos letras, lo que equivale a un número romano: II. Y
a la izquierda, había una sola palabra: Encuentra.
Encuentra Tobias Hawthorne II.
Créditos
STAFF

Traducción

Hada Carlin Hada Arion

Hada Gwyn Hada Grainé 

Hada Ainé

Corrección

Hada Carlin          Hada Edrielle

Revisión Final

Hada Carlin
Diseño

Hada Edeielle

Diagramación

Hada Zephire

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