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Tema 8.

Ética y persona

a. Sobre la existencia de la ética


La persona es libertad. La ética es manifestación de la libertad. La ética es de la
esencia, no del acto de ser; es predicamental, no trascendental. Sin la libertad la ética es
imposible. La libertad personal abre la actividad práctica humana a la ética. La ética es el
juego de la libertad personal con la naturaleza y esencia humanas y a través de ellas con la
totalidad de lo real y de lo irreal. De ahí que negar la libertad conlleve negar implícitamente
la ética. A su vez, desconocer la libertad personal conlleva no dotar de sentido suficiente a
las acciones humanas. En la apertura que posibilita la libertad personal la naturaleza del
hombre mejora o empeora. Sin ello, no cabría ética. Mejorar o empeorar algo de sí indica que
la persona puede sacar partido de aquello que tiene a su disposición, y que, en consecuencia,
ella es superior a eso, a la par que es irreductible. Al mejorar la naturaleza y esencia humanas,
cada persona imprime en ellas unos matices peculiares que manifiestan en parte el ser
personal e irreductible que ella es. Lo que más desarrolla la persona es la esencia humana, y
es en ésta donde más se trasluce la personalidad de cada quién.
Por ello, con el estudio de la ética podemos notar, aunque parcialmente, la
irreductibilidad de cada persona. Si la persona humana es irreductible, entonces estará
necesariamente por encima de la especie humana, es decir, de lo humano de los hombres. Si
lo está, podrá modificar su humanidad. Esto es, la persona es capaz no sólo de abrir su
humanidad, sino de garantizarla cada vez más abierta. O si se quiere, si cada hombre es
irreductible a la humanidad, es capaz de ser cada vez más hombre, más mujer, más humano.
Sólo desarrolla su naturaleza y esencia (ética) quien la trata como naturaleza y esencia de la
persona y para la persona. La naturaleza y esencia humanas crecen cuando son desarrolladas
por lo superior a ellas, la persona, y de cara a las demás personas. En efecto, crecen cuando
en el trato con las demás personas no perdemos de vista que son personas y que también
nosotros lo somos. ¿Y si no se crece humanamente? Entonces se pierde el tiempo, se pierden
las capacidades de la naturaleza y las virtualidades de la esencia humana, y se pierde uno
mismo.
Con todo, cabe preguntar si es el hombre un ser ético. La cuestión es hoy actual. Sin
embargo, negar la ética implica decir también que el comportamiento humano es meramente
positivo o empírico. Se trata del positivismo ético. Esta opinión desconoce que el hombre es
un sistema abierto, es decir, que ninguna de las alternativas de actuación a las que está abierto
es necesaria, que ninguna de ellas determina al hombre, y que el decidirse por una u otra, de
un modo u otro, es libre, y por tanto, responsable, ético. Además, el positivismo es ciego ante
la virtud, porque no se da cuenta que cualquier acción externa repercute en un mejoramiento
o empobrecimiento interno. El hombre recibe el daño o provecho de sus propias acciones. La
ética no es un asunto de reglas, leyes, preceptos extrínsecos, etc., a seguir mecánicamente, y
que cumplirlos o dejarlos de cumplir dejen a uno indiferente. El positivismo ético parece
estar más pendiente de lo vigente en la sociedad (también del qué dirán o de los llamados
respetos humanos), que de mejorar por dentro.
Con todo, lo que interesa directamente a la antropología no es conocer el modo de
actuar humano, ni siquiera qué sea la ética o cuáles sus bases, sino el estudio del engarce de
la ética con la persona, porque ello nos permite conocer en cierto modo a la persona. De otro
modo: el que se actúe o no éticamente comporta mayor o menor conocimiento,
respectivamente, de la persona humana que actúa. Formulemos la tesis de modo negativo: al
que no actúa éticamente le es muy difícil conocerse como persona. En efecto, no se es ético
cuando se usa de la naturaleza o esencia humanas, o sea, no se usa según su propio modo de
ser, sino de ella como a uno se le antoja. Al actuar de ese modo, uno le pide a su naturaleza
o esencia (o a parte de ellas) que le dé a uno una felicidad personal, es decir, que satisfaga a
la persona. No obstante, es claro que la naturaleza y esencia humanas no pueden otorgar la
felicidad personal, puesto que ellas no son persona. Lo que se busca, pues, en este Capítulo
es, más bien, el engarce entre cualquier comportamiento humano y la persona que actúa, para
notar que a través del sello o impronta peculiar que el artista plasma en sus obras, estamos
en cada caso ante una persona distinta. ¿Por qué comenzar por la ética como manifestación
humana y no por la sociedad, el lenguaje, el trabajo, etc., pues también esas otras realidades
muestran, a través del trato, del habla, de la labor, etc., que cada persona es distinta, peculiar?
Porque la ética es la primera y más alta de todas esas actividades prácticas, y la que mueve,
dirige y ordena las demás. Es decir, entre las actuaciones humanas, la ética es la superior y
condición de posibilidad del resto. También por eso en cada caso la ética manifestará mejor
que esas otras tareas ante qué persona distinta estamos. Volvemos, pues, a la jerarquía, en
este caso de la esencia humana. En efecto, la ética es raíz de la sociedad (Tema 10), porque
la sociedad no es la mera coincidencia, proximidad simultánea o agregación de los hombres,
sino la convivencia mejor o peor entre ellos, y eso es ético. A la par, la sociedad posibilita
del lenguaje (Tema 11); éste es la condición de posibilidad del trabajo (Tema 12). Por eso
seguiremos este orden en los temas que siguen.

b. ¿Qué es la ética?
Ética es la actuación libre de la persona humana en cuanto que conduce su vida. Esa
acción redunda en la esencia humana en un perfeccionamiento, a través de hábitos y virtudes,
o en un empobrecimiento, a través de los vicios. Como es la libertad personal la que irrumpe
en la inteligencia y voluntad humanas, el perfeccionamiento implica apertura cada vez mayor
en ellas. El empeoramiento, lo contrario. La vida humana nos la han dado, pero no hecha. El
hacerla conlleva una tarea. Pues bien, la ética es ese tomar la vida humana como tarea. Tarea
indica esfuerzo. No es ético, pues, el pasivo, el perezoso, el que no saca partido de su vida,
el que, en lenguaje aristotélico, se queda en potencia y no se actualiza, el que es como el
hombre dormido. Tarea implica asimismo meta, fin. No se “trabaja” la vida por trabajarla,
sino por un fin: la felicidad. El motor de la ética es, por tanto, la felicidad. La felicidad es el
fin último de cualquier actuación. Para alcanzar ese fin se requieren unos medios, porque,
obviamente, el fin no está conseguido inicialmente. los medios no pueden ser sino bienes
mediales, que precisamente por ello lo son en orden al fin. Ahora bien, para acceder a esos
medios los tenemos que conocer y, al conocerlos, nuestra inteligencia forma normas de
actuación. Éstas iluminan el camino que acerca progresivamente al fin o nos desvía de él. A
la par, no basta con conocer los medios, sino que hay que adaptarse a ellos, seguirlos, y eso
requiere la adhesión de nuestra voluntad a ellos. Al conformarse con bienes cada vez mayores
la voluntad adquiere virtudes que fortalecen su tendencia en orden al fin, pues sin éstas la
felicidad sería inalcanzable. De ahí el papel central de las bases de la ética que son los bienes,
las normas y las virtudes.
Vista desde la antropología, la ética es el modo de conducirse del hombre; el estudio
del crecimiento del hombre como hombre; el modo según el cual lo personal se manifiesta
en lo natural y esencial dotándoles de perfección o deshumanizándolos. La ética se puede
describir desde este punto de vista como la vida añadida con que cada persona dota a la vida
natural recibida y a su esencia humana. La persona es libertad, decíamos. Cuando se ocupa
de su esencia y naturaleza, la persona las liberaliza. Por eso “la ética es la ciencia que
considera al hombre como sistema libre”. Sólo la persona humana desarrolla su naturaleza y
esencia, su humanidad, siempre abierta a crecimiento irrestricto. Por eso, no cabe ética al
margen de antropología (personal se entiende, no cultural, racional, etc.). A la par, la ética
que se obra depende de la persona que se es.
La ética es ese saber humano, vivido, acerca del hombre que hace referencia a la
acción humana en tanto que en ésta se entretejen los bienes reales, las normas presentadas
por el conocimiento y las virtudes de la voluntad. Como ese saber a ese nivel no es sólo
teórico sino ínsito en la propia vida del hombre, la ética es la personalización de la naturaleza
y esencia humanas. En la apertura del acto de ser personal humano a la propia esencia humana
engarza la ética. Esta apertura se llama tradicionalmente sindéresis. Por ella nos abrimos a
nuestras potencias superiores (inteligencia y voluntad) y a nuestra naturaleza corpórea
humana. Sin esa apertura nativa no cabría, pues, ni la activación de la inteligencia ni la de la
voluntad ni el cuidado de la corporeidad humana. Con las potencias humanas superiores e
inferiores nos abrimos a las demás personas, a la sociedad. Por eso, la ética es previa y
condición de posibilidad de lo social (por ello se debe tratar primero en esta Lección la ética
y en el siguiente de la sociedad)

c. Diversos enfoque parciales de la ética


Al parecer la ética cuenta actualmente con escasos amigos, y por si esta carencia fuera
poco, de entre los que afirman serlo, hay pluralidad de pareceres sobre la fundamentación de
esta disciplina. No vamos a entrar en a debate con ellos. Baste saber que todos los
reduccionismos en ética prescinden en mayor o menor grado del acto de ser personal humano,
su ser íntimo, pero a este olvido añaden otros, pues por aferrarse de ordinario a una de las
tres bases integrantes de la ética –bienes, normas y virtudes–, o a un aspecto de esas partes
(los bienes útiles, las consecuencias de los actos, los motivos, las circunstancias, los valores,
etc.), excluyen las otras.
Las polarizaciones más marcadas (las de libro) giran en torno a una de esas facetas,
pero lo frecuente (lo que es ordinario en la calle, en nuestras vidas), es encontrarnos con que
esos asuntos se presentan nivelados en todas las personas.
Así, por ejemplo, uno que busque sólo bienes placenteros (se autoprohíbe, por tanto,
bienes más altos) tiene la mirada poco clara, es decir, poca lucidez en las normas de su
inteligencia, pues para conseguir esos bienes se emplea poco la razón; y a la par, es débil de
voluntad, es decir, carece de virtudes, pues adherirse a esos bienes es tan sencillo que a ese
tipo de vida se le suele llamar precisamente vida fácil. Y a la inversa, quien tiende a adherirse
a bienes altos debe formar en su razón grandes ideales, normas, alcanzables sólo a largo
plazo; por ello, las virtudes que adquiere en su voluntad son más fuertes y constantes.
Pasemos ahora a revisar esas teorías éticas que se polarizan exclusivamente en una de las
bases de la ética.
d. Reducir la ética a bienes
Sin tener en cuenta las normas de la inteligencia que empujan a actuar de un modo u
otro, y sin tener en cuenta las virtudes de la voluntad que refuerzan nuestra adhesión a los
bienes mejores, la ética que sólo se ciñe a los bienes conlleva usualmente también graves
restricciones: el prescindir de los bienes más altos (por lo menos el fin último) y la carencia
de perfeccionamiento intrínseco del hombre (virtudes), precisamente por adaptarse a los
bienes más bajos. Atenerse a los bienes más fáciles de conseguir está al alcance de cualquier
fortuna. Precisamente por esa facilidad es por lo que no se mejora por dentro, porque nadie
es prudente y virtuoso sin esfuerzo. En efecto, mejoramos internamente a raíz de nuestras
acciones por los hábitos de la razón práctica, en rigor, por la prudencia, y por las virtudes de
la voluntad. Si disponemos de la prudencia, las normas de actuación que ella impera son más
acertadas. Si disponemos de virtudes, los bienes a los que nos adherimos son mejores y
nuestra adhesión a ellos es más fuerte.
En cambio, dejarse llevar por el placer oscurece la mirada de la razón práctica, es
decir, nos vuelve imprudentes. Y nos vuelve también flojos, cobardes. Es la forma de vida
propia del hedonismo. El bien placentero es el más fácil de lograr, pero también el más
pasajero y el que más aparta de la consecución de los bienes más altos, puesto que aquéllos
son los más arduos de alcanzar y no se logran sin constancia. De ordinario se comprueba esto
último en que el que más se deja llevar por el placer sensible es el que menos piensa, sobre
todo en el sentido de su propia vida. Se queja interior y exteriormente ante la ausencia de
cualquier comodidad a la que se cree con derecho. Le resulta incomprensible todo aquello
que contraría su vida placentera: cualquier cambio de planes, el dolor, la enfermedad y, en
especial, la muerte. Si incluso se considera cristiano, busca un cristianismo sin cruz en el día
a día. Si no lo es, tiende más admirar a Venus que a Marte o a cualquier otro ídolo.
Consecuentemente, tiene miedo, auténtico pavor, al dolor y a la agonía final, y la sola
sospecha de que exista vida post mortem le pone malo.
Los más altos saberes no se alcanzan sin ser ético. Ahora bien, la felicidad y la
ignorancia acerca de la persona que se es son inaunables. Por eso, la tristeza actual en tantos
ámbitos de la sociedad es la denuncia práctica de que el modelo de vida que se lleva es
inhumano. A esa situación se suma algo peor todavía: la mirada pesimista ante el futuro de
los que se dejan llevar por ese estilo de vida. Como el hombre es un ser de proyectos, quedarse
sin ellos es tener una vida mortecina. El pesimismo deriva de la falta de esperanza. Falta
esperanza cuando la mirada hacia el futuro es apagada. Y lo es cuando se sospecha que,
puesto que con el placer ahora no se logra ser feliz, si se sigue por esos derroteros, se acabará
"en las mismas" y, en consecuencia, jamás se logrará la dicha. Además, con el paso del
tiempo las fuerzas corporales decaen, se agostan y los achaques menudean. Esas dolencias
atañen, ciertamente, al cuerpo, y, desde luego, más al alma. Obviamente, el no poder dotar
de sentido a esas dolencias mina el sentido de la vida. El placer mira al presente. Quien se
deja llevar por él se hastía del pasado, porque el placer pasa enseguida, cansa, y al devenir
pasado da tristeza. A su vez, quien busca satisfacciones placenteras inmediatas desconfía del
futuro. Pero la felicidad humana, más que en el pasado y en el presente está en el futuro,
porque recuérdese el hombre más que ser, será. Sin embargo, es claro que en el futuro no está
el placer. El placer es el miniser del instante. Si un hombre se mide a sí mismo en función de
su vida placentera malbarata su ser por una miniatura de ser; pone su ideal en una especie de
bonsay humano. Es la quiebra del negocio. Como el placer cuesta poco, poco vale.

e. Reducir la ética a normas


Por norma se entiende el imperio de la razón en su uso práctico que ilumina nuestra
actuación y empuja a ella. Una norma moral es un precepto dictaminado por nuestra
inteligencia sobre el actuar o no actuar, o sobre el hacerlo de una manera u otra. Tal mandato
lo otorga la razón antes de que se desencadene la conducta práctica, y sigue imperando
durante la acción. Las normas morales no son primariamente, pues, códigos de
ordenamientos civiles, procesales, penales, etc., sino mandatos de nuestra razón que arrojan
luz sobre nuestro modo de actuar antes de que éste se produzca, e imperan a que se realice
de un determinado modo. Como se puede apreciar, tal mandato tampoco recae sobre personas
ajenas que estén a nuestro servicio, sino sobre nuestras propias acciones. Gobernar bien
nuestro comportamiento es ser verdaderamente señor de nuestra naturaleza y esencia. Desde
luego que son muy importantes las normas, pues sin ellas, sin la claridad de la inteligencia
en lo práctico (a lo que de ordinario se llama sentido común), la actuación humana es ciega
o insensata. En esas circunstancias es mejor no actuar. Pero quedarse sólo con las normas
como base de la ética, prescindiendo de bienes y virtudes es un reduccionismo ético. De ese
estilo es el racionalismo ético, tesis netamente defendida por Kant. Sin embargo, hacer lo que
se cree que está bien, según le dicta a cada uno su conciencia sin tener en cuenta la realidad
es erróneo por deficitario.
La actitud que se atiene más a los valores que a los bienes, normas o virtudes es
resultado de otra tesis ética, la que ofreció Scheler en el s. XX, un pensador con gran
influencia kantiana en su bagaje filosófico. Con todo, si el valor no coincide con el bien, con
lo real (recuérdese que Scheler pretende una desontologización de los valores), la aceptación
del mismo no redunda en beneficio de la voluntad, es decir, no fraguamos virtudes sino
costumbres, que pueden ser más o menos convencionales o extravagantes, pero respecto de
las que nos muy problemático saber si o no buenas. El atenerse sólo a normas, puede encubrir,
como el anterior reduccionismo, otro, a saber, no tener en cuenta la norma más alta, la que
prescribe esa realidad humana que es la primera que impulsa a la acción, es decir, esa
instancia a la que los medievales llamaban sindéresis. En efecto, si no se la tiene en cuenta,
uno tiende a quedarse sólo en aquello a lo que empuja la conciencia moral. En cambio, la
sindéresis empuja a obrar en orden al fin último, al bien sumo, a la felicidad; en el fondo, de
cara a Dios. La conciencia, por su parte, empuja a actuar teniendo en cuenta los medios, que
no son el fin último, pero que ya se ha indicado son indispensables para la consecución de
éste.

f. Reducir la ética a virtudes


La virtud es la pieza clave de la ética, porque el bien en que ella consiste es superior
al bien externo sensible, y porque ese bien es más estable y menos sometido a olvidos que
las normas de la razón. Sin embargo, basar la ética exclusivamente en virtudes, al margen de
los bienes reales y de las normas de la inteligencia, también es reductivo. En este error cayó
el antiguo estoicismo. Actuando de este modo se intentaba el fortalecimiento de la voluntad.
Ahora bien, un comportamiento que busque sólo el fortalecimiento interno de la voluntad, al
margen del bien real que se alcance, no es un perfeccionamiento interior, porque la voluntad
es intención de otro, y sólo crece en la medida en que se adapta a bienes cada vez mayores.
La tendencia volitiva sólo puede ser reforzada por medio de la virtud cuando es intención de
más otro. Si no lo busca y no se adapta a él, se acartona o esclerotiza; en rigor, pierde
vitalidad.
La voluntad crece según virtud cuando se adapta a bienes mejores (los sociales, por
ejemplo, son mejores que los materiales). Crece mucho más cuando es el instrumento del que
se sirve la persona para dar, aunque el don sea por necesidad escaso. La voluntad crece
todavía más cuando la persona se sirve de ella para aceptar. No se trata únicamente de aceptar
regalos materiales, sino incluso contrariedades (enfermedades, cambios de planes laborales,
etc.) y, sobre todo, asuntos personales (el distinto carácter de los que conviven con nosotros,
el modo de ser tan distinto de las mujeres respecto de los hombres y a la inversa, etc.). Por
otra parte, sin normas, sin el impulso de la primera norma, la sindéresis en primer lugar, es
decir, sin el conocimiento de que uno está llamado a actuar en este mundo en orden al fin,
principio que urge a la voluntad para que se adapte a los bienes mediales en atención a la
consecución del final, la voluntad no puede adherirse a nada y queda famélica. En esa
situación, carece de norte, y su tendencia queda truncada. Deviene pobre por quedar aislada
del fin. A su vez, y en segundo lugar, sin las normas que la razón (conciencia si se quiere)
ofrece a la voluntad, ésta queda sin guía para adaptarse a unos bienes mejores que otros; es
decir, deviene incierta en los medios. Pero si no se distingue y sopesa entre los diversos
bienes mediales (razón práctica), ni se siente urgido por el fin último (sindéresis), ¿para qué
ser fuerte sólo en lo que tiene poca importancia, o frente a lo que la tiene, o en lo que no se
puede conocer con certeza si la tiene?, ¿para qué resistir por resistir las adversidades de la
vida o los ratos de bonanza?
Al estoico le falla el punto de mira, el fin, el bien último, y le falta saber qué bien
medial es mejor que otro. De ahí que su vida pierda sentido y tienda al pesimismo. La
pretensión del estoico es inútil, porque la negación de su afectividad implica la muerte por
inanición de su voluntad. La actitud estoica también está vigente hoy, incluso entre los
jóvenes. Es el llamado pasotismo, una actitud de inactividad y de renuncia a la solución de
los problemas de la vida. Se trata de la carencia de ideales personales, familiares,
profesionales, etc., y la falta de vibración por conseguirlos. En esa tesitura es fácil ceder a la
tristeza de ánimo, señal cierta de que se está mirando más al presente que al futuro. En efecto,
de modo parecido al hedonista, el estoico se preocupa en exceso por el presente estado. En
cuanto al normativista, aunque su mirada se refiere un poco más al futuro, éste suele ser
cercano, pues las llamadas de la conciencia dictan que las acciones a realizar se lleven a cabo
con prontitud, en un futuro inmediato. Las normas que dicta la mente humana son prácticas
y la mayor parte de ellas están referidas al futuro próximo.

g. Integridad
Ser realista en ética es tener en cuenta los tres pilares de la ética y aunarlos. Unirlos
no implica homogeneizarlos, sino compararlos y notar que uno posee primacía sobre otro.
La clave del arco de la ética es la virtud. En efecto, si no se mejora en la esencia humana al
actuar, el actuar para conseguir asuntos externos es muy pobre. En efecto, si se compara con
la mayor ganancia, la interior, que podemos sacar de la actuación, los bienes externos son
"habas contadas" que, además, dejaremos sin remedio al final de la vida. Por otra parte, las
virtudes son superiores a las normas porque son más estables y porque la persona las asume
más. Añádase que la virtud, que es el perfeccionamiento de la voluntad, no se da, sin la
prudencia, que es la luz de la razón que dicta normas. Por eso los medievales llamaban a esta
perfección racional genitrix virtutum, madre de las virtudes. La virtud tampoco se da sin la
realidad extramental, los bienes, que son la causa de que las normas sean certeras y de que
las virtudes sean pujantes.
¿Por qué la ética debe vincularse a los bienes? Porque de lo contrario, no aparece la
felicidad. La felicidad plena sólo puede entrar en escena cuando se goce el mayor bien. Éste
debe ser eterno e incorruptible, infinito, porque es el único que puede saturar a una potencia
espiritual como la voluntad humana; en rigor, sólo Dios. Sin bien real tan alto la felicidad
humana sería puro postulado, y la ética un sin sentido, o un montaje más o menos teatral.
¿Por qué aparecen en ética las normas (leyes o llamadas de atención de la razón) y las
virtudes? Porque el bien más alto, la felicidad, Dios, no lo poseemos en esta vida, y debemos
conducirnos en ella de tal modo que lo alcancemos. Sin conocer el camino que a él conduce,
sin la luz de la sindéresis (primera norma o regla de moralidad), y sin normas morales, es
decir, sin la luz de la conciencia (norma segunda o próxima de moralidad que dictamina entre
los medios) el acceso a él es imposible. A la par, sin virtudes que perfeccionen a la voluntad,
que la refuercen en su tendencia dirigida a la caza de ese fin último, éste sería inalcanzable.
¿Por qué la ética sólo tiene estas tres bases y no más? Porque todo lo que existe es
bien (bien y ser “sunt idem in re” se decía en el medievo), y porque las dos únicas vías
humanas de acceso a todos los bienes al bien sin restricción son la inteligencia (normas) y la
voluntad (virtudes). Existe el bien absoluto real apropiado a la felicidad humana, y nuestro
modo de relacionarnos con los bienes mediales que a él conducen únicamente es posible
mediante el conocimiento y la voluntad. Estas son las dos únicas ventanas de la naturaleza
humana abiertas al bien irrestricto susceptibles de crecimiento. Por la primera, porque por la
razón lo conocemos, y al conocerlo surgen las normas; y a través de la voluntad, porque por
ésta lo queremos, y al hacerlo se fraguan es ésta las virtudes. Dado que no tenemos más
potencias humanas por las que podemos manifestar nuestra apertura irrestricta al bien, no
hay más posibilidades de fundar la ética. En efecto, los sentidos, apetitos, sentimientos
sensibles, etc., sólo tienen que ver con unos bienes muy reducidos, pero no con la totalidad
de ellos, y por supuesto, no con el bien último. El bien atrae, provoca la apertura del ser
personal, y las normas y las virtudes potencian la apertura de nuestra esencia.

h. La acción humana
Actuar es ejercer acciones transitivas, es decir, con tiempo, movimiento, espacio.
Obviamente esas acciones las realizamos con nuestro cuerpo. Esas acciones son dobles, la
lingüística y la productiva. “La consideración de la acción tiene la ventaja de que permite
aunar las tres dimensiones, porque de la acción proceden las virtudes o los vicios; a través de
la acción la norma moral se abre paso. Y, por otra parte, con la acción el hombre trata de
conseguir los bienes”. La acción es la mediación, el hilo que ata, entre lo interno del hombre
y lo externo a él. Entre aquello interno del hombre que se abre a la totalidad de lo real
(inteligencia y voluntad) y la realidad exterior. Si la ética no fuera previa y condición de
posibilidad de la acción humana, cabría una distinción radical entre lo que en la Edad Media
se llamaba agible y factible, es decir, entre la acción ética y la acción de transformación. Pero
esa separación tajante es artificial, pues toda acción transformadora consciente y querida es,
se quiera o no, ética.
La acción humana es nuestra intervención eficaz en el curso de los acontecimientos
reales. No es intemporal e inmanente como un acto de pensar o como un anhelo de la
voluntad, porque trasciende fuera de nosotros modificando la realidad sensible, es decir,
cambia el curso de los acontecimientos. No es tampoco meramente material, porque es libre,
atravesada de sentido humano, y es expresión de nuestro amor, esto es, de nuestra aceptación
o rechazo, de nuestra donación o retraimiento. Es, pues, el enlace, la mediación, entre lo
temporal y lo intemporal. Algo de lo temporal es modificado por ella, precisamente porque
cuenta con el respaldo de algo otro de índole intemporal (el pensar y el querer) que se cierne
sobre el curso histórico transformándolo. Hay que actuar en el teatro de este mundo, pero hay
que actuar bien. Como la vida del hombre en el mundo es síntesis de tiempo y eternidad, el
hombre sin actuación en el tiempo no es viable.
La acción es el hacer capaz de humanizar el mundo (pero también de deshumanizarlo,
incluso de destruirlo). La acción humana añade lo humano al mundo, quedando plasmado lo
humano en el mundo. No es, como se ha dicho, una operación inmanente (como pensar o
querer) sino un ejercicio transformador. Tampoco debe ser entendida la acción como el mero
actuar a la búsqueda de resultados, tesis propia del consecuencialismo. No es así porque no
es la acción para los resultados, sino éstos para la acción, y ésta para quien obra, pues la
acción es de índole superior a los bienes útiles externos (por eso puede conseguirlos), y es un
bien inferior a la persona que actúa. No miden los resultados a la acción sino al revés. Pero
la tesis de que la acción es superior a los resultados sin tener en cuenta la virtud es
ininteligible. A su vez, la tesis de que la virtud es superior a la mera acción, sin la persona
humana es incomprensible. Por eso la ética de resultados o consecuencialista (propia, por
ejemplo, del economicismo, del capitalismo, etc.), es decir, la ética que busca por encima de
todo la producción, la eficacia material, el enriquecimiento, no sólo desconoce la virtud, sino
también el núcleo personal humano. No es que la producción sea mala (como veremos en el
Tema 11), sino que es un bien menor que la propia acción.

i. Fundamento y fin de la ética


La raíz de la ética es antropológica; es la persona misma. El ser que cada uno es se
encarga de vitalizar su naturaleza y esencia humanas. Visto desde la libertad personal:
corresponde a ella que el bien externo perfeccione al agente porque ella dice sí a su atracción,
y eso es moral. Atañe a ella disponer según normas racionales de actuación. Pertenece a ella
también incrementar el querer voluntario con virtudes.
¿Cómo se pasa de la ética a la antropología? Preguntando a la ética cuál es su
condición de posibilidad, es decir, su raíz u origen. Se trata de conectar la acción humana con
la persona. Si la ética es la acción humana en tanto que referida a bienes, iluminada por
normas y generadora de virtudes, tal obrar sigue al ser personal humano, y en cierto modo
manifiesta su modo de ser, porque si bien el ser trasciende al obrar, no está desvinculado de
él. La persona no es ajena a su naturaleza y esencia humanas, sino que las activa, las abre,
les otorga personalidad, las vuelve libres. La persona humana organiza su vida histórica
respecto del ser personal que es y está llamado a ser. El sentido que tiene de su ser no puede
ser completo, porque es proyecto respecto de un fin no alcanzado. Por tanto, su sentido
personal es inherente a lo que espera. De modo que la ética consiste en organizar el mundo
de acuerdo con la esperanza personal. De manera que a alguien se le puede decir con verdad:
¡Dime qué destino esperas y te diré como obras, si es que obras! Y a la inversa: ¡Dime cómo
actúas, si es que actúas, y te diré que fin esperas!
Además, la persona no sólo es la condición de posibilidad de la acción humana, y por
ello de la ética, sino también su fin. En efecto, la acción no sólo manifiesta en cierto modo el
ser personal que cada uno es, sino que la manifestación es para la persona, y no la persona
para la manifestación. ¿Por qué? Porque con la manifestación la persona adquiere más
capacidad de abrir (liberalizar) su naturaleza y esencia y, por tanto, de manifestarse mejor en
ellas tal como ella es. Uno es el beneficiario de su acción, o también la víctima. La acción es
suya. La ética amplía el radio de acción de la libertad personal humana, posibilita su
expansión. Por eso, “la ética es para la libertad”, no la libertad para la ética. Con la mayor
apertura lograda en lo más alto de su naturaleza (hábitos de la inteligencia y virtudes de la
voluntad) la persona no encuentra en su naturaleza atolladeros para manifestarse, y puede
revelar de modo más fácil qué persona es. ¿Por qué esa revelación? Sencillamente porque en
su intimidad es coexistencia. Si no es capaz de mostrar en cierto modo en su naturaleza y
esencia su ser co-existencial, éstas encapotan su ser, o sea, no son coherentes con él.
Todavía una cuestión, tal vez la más álgida para la ética: ¿por qué se insiste tanto
desde la religión revelada –especialmente la cristiana– en la ética? Porque tienen relación.
¿Cuál? Que una es para la otra ¿Acaso la ética natural y la religión revelada no son ámbitos
distintos y con autonomía? Sí, aunque la ética no es completamente autónoma. Entonces ¿es
que no se puede ser plenamente ético sin la ayuda positiva divina? No, porque si la raíz de la
ética es la persona, y ésta es creada por Dios y a él rinde cuentas, la ética debe quedar referida
en última instancia a Dios. Se puede ser ético, pero no plenamente al margen de Su ayuda.
¿Por qué? Dejemos a Lewis rematar la tesis de modo más literario: porque “la mera moralidad
no es el fin de la vida... La gente que sigue preguntándose si no puede llevar una "vida
decente" sin Cristo no sabe de qué va la vida. Si lo supiera, sabría que una "vida decente" es
mera tramoya comparada con aquello para lo que los hombres hemos sido hechos... La idea
de lograr una "vida buena" sin Cristo descansa en un doble error. El primero es que no
podemos. El segundo consiste en que al fijar la vida buena como meta final, perdemos de
vista lo verdaderamente importante de la existencia”.
Si la persona humana es un descubrimiento cristiano (según señalábamos en el Tema
2), y en esta Lección se sienta que la ética depende de su engarce con la persona humana,
debemos concluir, en consecuencia, que sólo el cristianismo revela la índole de la ética en su
integridad. En efecto, si la naturaleza humana está herida, sólo la ayuda divina la deviene
infalible en su actuar. Si eso es así, cabe sentar no sólo que la ética moderna es reductiva,
parcial, carente de bases, sino también que la clásica, la de Aristóteles por ejemplo, a pesar
de su integridad, es incompleta. La plenitud de una vida ética sin la ayuda positiva de Dios
es, por tanto, imposible. Con esto, y añadiendo conocimiento a las descripciones sobre el
hombre de los temas precedentes, hay que decir que el hombre es un "ser ético", y por encima
de ello, "filialmente ético".

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