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Las éticas dialógicas

El hecho de que tanto los valores como la felicidad puedan considerar-


se en realidad como “muy subjetivos” ha llevado a algunas teorías éticas
de nuestros días a recuperar la tradición kantiana, según la cual la ética
ha de ocuparse de la vertiente universalizable de lo moral, es decir, de las
normas éticas. A diferencia de Kant, estas éticas actuales entienden que
no es una sola persona quien ha de comprobar si una norma es universa-
lizable, sino que han de comprobarlo los afectados por ella, aplicando
procedimientos racionales. ¿Cuáles son esos procedimientos? Por el mo-
mento se han ofrecido dos sistemas éticos, nacidos en la década del
1970.
• La ética del discurso de Apel y Habermas propone como procedi-
miento una situación ideal de habla entre todos los afectados por la
norma, y
• Rawls propone una situación ideal de negociación, a la que llama
posición original.

La ética del discurso: Apel y Habermas


La ética del discurso ordena su tarea en dos partes: una dedicada a la
fundamentación de la moral y otra, a su aplicación a la vida cotidiana. La
ética discursiva toma como concepto fundamental el concepto de acción
comunicativa. Una acción comunicativa es aquella en la que el hablante y
el oyente buscan el entendimiento mutuo, como un medio ineludible para
coordinar sus proyectos personales, mientras que es acción estratégica
aquella en la que el hablante y oyente se instrumentalizan mutuamente
para lograr sus metas individuales, tratándose, por tanto, como medios y
no como fines.
La acción comunicativa posee una prioridad axiológica, porque el senti-
do y la meta del lenguaje consiste en lograr un entendimiento; el uso es-
tratégico del lenguaje es –por el contrario– derivado, ya que instrumenta-
liza el mutuo entendimiento. Si no existe una racionalidad comunicativa
además de la estratégica, es imposible tomar en serio la afirmación kan-
tiana de que todo ser racional ha de ser tratado como un fin en sí, ya que
a través del lenguaje no podemos sino instrumentalizarnos recíprocamen-
te.
Para que una acción comunicativa sea racional, es preciso presuponer
que el hablante eleva implícitamente cuatro pretensiones de validez del
habla –inteligibilidad, veracidad, verdad y corrección– y que el oyente
también implícitamente las acepta. Si el oyente pone en cuestión alguna
de ellas, el hablante procederá racionalmente sólo si trata de explicarse
mejor (inteligibilidad), decir lo que piensa (veracidad), o aducir las razo-
nes por las que considera que la proposición que emite es verdadera o
que la norma de acción es correcta. En los dos últimos casos, la verdad y
la corrección no pueden quedar resueltas sino a través de una argumen-
tación, sujeta a reglas lógicas, y también a las reglas que surgen de con-
siderar la argumentación como un proceso de comunicación y como una
búsqueda cooperativa de la verdad y la corrección. Tal argumentación re-
cibe el nombre de discurso.
Descubrir lo verdadero y lo correcto sólo es posible si suponemos la
idea de una comunidad ideal de comunicación o de una situación ideal de
habla en la que los científicos, en el caso de la verdad, y los afectados, en
el caso de las normas, pudieran decidir a través de un diálogo celebrado
en condiciones lo más próximas posible a la simetría, atendiendo única-
mente a la fuerza del mejor argumento.
La ética discursiva tiene por justas sólo las normas de acción a las que
todos los afectados darían su consentimiento tras un diálogo celebrado en
condiciones de simetría, movidos por la fuerza del mejor argumento, por
el argumento de que la norma satisface intereses universales.
Se trata de una “puesta en diálogo” del imperativo categórico kantiano
y de una reinterpretación del concepto de persona, que ahora se entiende
como “interlocutor válido” en la decisión de cuantas normas le afecten.
Que las personas son dignas de respeto significa en esta tradición dialógi-
ca que es preciso tomar sus intereses en cuenta y que son ellas mismas
las facultadas para defenderlos a través de un diálogo.

La fundamentación del principio dialógico


Si para Kant el punto de partida de la ética era el hecho de la concien-
cia del deber, ahora partimos también de un hecho: las personas argu-
mentamos sobre normas y nos interesamos por averiguar cuáles son mo-
ralmente correctas. Entablamos argumentaciones sobre si la insumisión y
la desobediencia civil son moralmente correctas, pero también sobre la
distribución de la riqueza y sobre la violencia. En esas argumentaciones
podemos adoptar dos actitudes distintas:
• discutir por discutir, o intentando llegar a la conclusión que nos fa-
vorece, sin ningún deseo de averiguar si podemos llegar a entender-
nos
• tomar el diálogo en serio, porque nos preocupa el problema y que-
remos saber si podemos entendernos
La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace
que tenga sentido y se convierta en una búsqueda cooperativa de la jus-
ticia y la corrección.
Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la
conciencia del imperativo, la ética discursiva se esfuerza por descubrir los
que hacen racional la argumentación, los que hacen de ella una actividad
con sentido.
La conclusión es que cualquiera que pretenda argumentar en serio so-
bre normas tiene que presuponer:
• todas las personas son interlocutores válidos y que, por tanto,
cuando se dialoga sobre normas que les afectan, sus intereses deben
ser tenidos en cuenta y defendidos a poder ser por ellos mismos. Ex-
cluir a priori del diálogo a cualquier afectado por la norma, lo desvirtúa
y lo convierte en una pantomima.
• que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es co-
rrecta, sino sólo el que se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo
en condiciones de simetría entre los interlocutores. A este diálogo lo
llamamos discurso. Este discurso, según Habermas, debe atenerse a
las siguientes reglas
• cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el
discurso
• cualquiera puede problematizar cualquier afirmación
• cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación
• cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades
• no puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, es-
tablecidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o exter-
na al discurso.
Para comprobar si la norma es correcta, habrá de atenerse también a
dos principios: el principio de universalización, que es una reformulación
dialógica del imperativo kantiano de la universalidad, y el principio de la
ética del discurso, por el cual sólo tienen validez las normas que son
aceptadas por todos los afectados.
Por tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados
por ella están de acuerdo en darle su consentimiento porque satisface, no
los intereses de un grupo o de un individuo, sino intereses universaliza-
bles. Con lo cual el acuerdo o consenso al que lleguemos diferirá total-
mente de los pactos estratégicos, de las negociaciones.
En una negociación, los interlocutores se instrumentalizan recíproca-
mente para alcanzar cada uno sus metas individuales, mientras que en
un diálogo se aprecian recíprocamente como interlocutores igualmente
facultados, y tratan de llegar a un acuerdo que satisfaga intereses uni-
versalizables. La meta de la negociación es el pacto de intereses particu-
lares, la meta del diálogo es la satisfacción de intereses universalizables.
Por eso la racionalidad de los pactos es racionalidad instrumental, mien-
tras que la racionalidad de los diálogos es comunicativa

Ética aplicada
El discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, bastante
distinto de los diálogos reales, que suelen darse en condiciones de asime-
tría y coacción, y en los que los participantes no buscan satisfacer inter-
eses universalizables, sino intereses individuales y grupales. Sin embar-
go, cualquiera que argumenta, preocupado por averiguar en serio si una
norma moral es correcta, presupone que ese discurso ideal es posible y
necesario. Por eso la situación ideal de habla a la que nos hemos referido
es una idea regulativa.
Una idea regulativa es la idea de una situación que no sabemos si se
dará alguna vez, pero que nuestra razón propone como deseable. Por
eso, los que trabajan por realizarla obran racionalmente. Por ejemplo,
que haya paz en el mundo o que la distribución de riqueza sea justa.
La idea sirve como meta para nuestra acción y como criterio para criti-
car nuestras situaciones concretas.
La situación ideal de habla, como idea regulativa, es una meta para
nuestros diálogos reales y un criterio para criticarlos cuando no se ajus-
tan a la idea.
Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la
idea de que todas las personas son interlocutores válidos, que han de ser
tenidas en cuenta en las decisiones que les afectan, de modo que puedan
participar en ellas tras un diálogo celebrado en las condiciones más pró-
ximas a la simetría. Serán decisiones moralmente correctas, no las que
se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afec-
tados estén dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen inter-
eses universalizables.

Rawls
En Teoría de la justicia aborda una de las cuestiones que más preocu-
pan hoy: ¿qué es una sociedad justa? Una sociedad justa –dice– es la
que se somete a unos principios de justicia que sus miembros elegirían
en condiciones de justicia. Pero, ¿cuáles son esas condiciones? Para res-
ponder diseña los trazos de los que llama una posición original.
Supongamos que tenemos que decidir las normas por las que vamos a
guiarnos en una situación concreta, y cada uno propone las que le favo-
recen a él.
¿Podríamos decir que esas normas son justas? Según Rawls, no lo son,
porque en la tradición democrática occidental la justicia se entiende como
equidad: una norma es justa cuando favorece a todos y cada uno, con
independencia de sus características. Lo contrario sería parcialidad y, por
tanto, injusticia.
Por eso Rawls diseña los trazos de una situación imaginaria, a la que
llama posición original. En esa situación los miembros de una sociedad
todavía no saben qué características naturales y sociales van a tener: es-
tán cubiertos de un velo de ignorancia. Y tienen que decidir qué principios
quieren que les gobiernen. Cada uno de ellos piensa que le puede tocar
en el futuro ser el peor situado: pobre, enfermo, miembro de una raza
discriminada. Por eso tratará de maximizar los mínimos: de proponer
unos principios que beneficien al máximo al peor situado, que es a lo que
se llama principio maximin.
La situación que hemos descrito es una situación de equidad y, por
tanto, de justicia, porque proponemos principios poniéndonos en el lugar
del peor situado. Rawls considera que desde esta situación cualquier per-
sona inteligente sugeriría dos principios:
• “Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más exten-
so de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema
semejante de libertades para los demás”
• “Las desigualdades sociales y económicas han de regularse de tal
modo que pueda esperarse razonablemente que sean ventajosas para
todos y que se vinculen a empleos y cargos accesibles a todos
Este segundo principio necesita una cierta explicación: lo ideal sería
que todas las personas fueran iguales, pero, como no es así y como cada
uno ha de dar lo mejor de sí para que se beneficie la colectividad, sólo
estarán justificadas las desigualdades que beneficien a los menos aventa-
jados.
El procedimiento racional de elegir principios justos consistiría, pues,
en situarse imaginariamente en una “posición original”. Elegiríamos en
ella un principio que proteja las libertades de todos y otro que sólo per-
mita desigualdades que favorezcan al menos aventajado.
Y además por este orden, porque en una teoría liberal de la justicia
como la de Rawls, la protección de las libertades es siempre prioritaria.

El prescriptivismo de Hare
Hare encuentra que la lógica del lenguaje moral tiene dos requisitos: la
prescriptividad y la universalidad. El lenguaje propiamente moral consiste
en deberes (prescripciones) universalizables.
Las prescripciones en que consiste el lenguaje moral no provienen de la
razón pura, pero sí de la razón (ha de ser razonables, lógicas) lo que exi-
ge que respeten los requisitos generales de la racionalidad y la lógica del
lenguaje moral. Ello implica que las prescripciones deben tener una doble
base:
1. un conocimiento suficiente de los hechos, pues sólo así queda ga-
rantizada la racionalidad de la prescripción, y
2. un compromiso con la justicia, esto es, la pretensión de lograr el
mayor bien alcanzable, lo cual se consigue tratando de que la prescrip-
ción sea la más universalizable de las posibles.
Ambos requisitos son inalcanzables para el individuo concreto, por lo
que ha de conformarse con aceptar como válidas normas que probable-
mente no sean totalmente correctas desde el punto de vista de la racio-
nalidad. Es decir, asumir una norma no implica que sea correcta. El indi-
viduo se ve en la necesidad de adoptar una norma de acción, pero no
puede contrastar si es la correcta, de modo que su decisión se decantará
como la más razonable. Pero si la corrección de la norma no es segura,
su valor moral no puede residir en su contenido, sino en la mera forma.
La forma se refiere aquí al hecho de adoptar una norma razonable. El cri-
terio moral radica en la decisión individual tomada desde la imparcialidad
y la racionalidad que puede ser universalizada. La acción que siga una
norma así adoptada será moralmente valiosa.

Sartre
Para Sartre Dios no existe, y de esta verdad hay que sacar todas las
consecuencias. Al desaparecer el fundamento último de los valores, ya no
puede hablarse de valores, principios o normas que tengan objetividad y
universalidad. Queda sólo el hombre como fundamento sin fundamento
(sin razón de ser) de los valores.
Dos ingredientes fundamentales se suman en la filosofía de Sartre: su
individualismo radical y su libertarismo.
Según Sartre, el hombre es libertad. Cada uno de nosotros es absolu-
tamente libre, y muestra su libertad siendo lo que ha elegido ser. La li-
bertad es, además, la única fuente de valor. Cada individuo escoge libre-
mente, y al hacerlo crea su valor. Así pues, al no existir valores objetiva-
mente fundados, cada uno debe crear o inventar los valores y normas
que guíen su conducta. Pero si no existen normas generales, ¿qué es lo
que determina el valor de cada acto?
No es su fin real ni su contenido concreto, sino el grado de libertad con
que se efectúa. Cada acto o cada individuo vale moralmente no por su
sumisión a una norma o a un valor establecidos –con lo cual renunciaría a
su propia libertad–, sino por el uso que hace de su propia libertad. Si la
libertad es el valor supremo, lo valioso es elegir y actuar libremente.
Pero existen los otros, y yo sólo puedo tomar mi libertad como fin, si
tomo también como fin la libertad de los demás. Al elegir, no sólo me
comprometo yo, sino que comprometo a toda la humanidad. Así, pues, al
no existir valores morales trascendentes y universales, y admitirse sólo la
libertad del hombre como valor supremo, la vida es un compromiso cons-
tante, un constante escoger por parte del individuo, tanto más valioso
moralmente cuanto más libre es.
Sartre rechaza que se trate de una elección arbitraria, ya que se elige
en una situación dada y dentro de determinada estructura social. Pero,
con todo, su ética no puede su cuño libertario e individualista, ya que el
hombre se define con ella: a) por su absoluta libertad de elección (nadie
es víctima de las circunstancias), y b) por el carácter radicalmente singu-
lar de esta elección (se toma en cuenta a los otros y su correspondiente
libertad, pero yo –justamente porque soy libre– elijo por ellos, y trazo el
camino a seguir por mí mismo –incluso con respecto a un programa o ac-
ción común –, pues de otro modo abdicaría de mi propia libertad).

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