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Heisenberg, Werner, El Concepto de Lo Bello en Las Ciencias de Naturaleza
Heisenberg, Werner, El Concepto de Lo Bello en Las Ciencias de Naturaleza
DE LA NATURALEZA*
que más adelante había de dar tan buenos frutos para la fundamentación de
las ciencias naturales. Pero no podemos detenernos más en este tema.
Pasemos a describir el otro camino, el que condujo a las ideas de Platón y
nos lleva directamente al problema de lo bello.
Este camino comienza en la escuela de Pitágoras. En ésta surgió,
sin duda, la idea de que las matemáticas, el orden matemático, es el
principio fundamental a partir del cual puede explicarse la multiplicidad de
los fenómenos. Poco podemos decir de Pitágoras. El círculo de sus
discípulos parece haber sido una secta religiosa. Lo único que sabemos con
certeza es que la teoría de la migración de las almas y la institución de
determinados preceptos y prohibiciones de tipo costumbrista-religioso se
remontan a Pitágoras. Dentro de este círculo de discípulos—y esto fue
decisivo para la posteridad—tenían gran preponderancia la música y las
matemáticas. Sin duda, se debe a Pitágoras el gran descubrimiento de que
las cuerdas sometidas a la misma tensión producen tonos armónicos
conjuntos cuando la longitud de dichas cuerdas está en una relación
aritmética racional simple. La estructura matemática, es decir, la relación
aritmética racional como fuente de armonía es, sin duda, uno de los
descubrimientos más trascendentales de la historia de la humanidad. Del
tono armónico conjunto producido por dos cuerdas resulta un sonido bello.
El oído humano encuentra desagradable la disonancia resultante de la
oscilación producida por un agente vibrador; en cambio, la quietud de la
armonía, la consonancia, la percibe como algo bello. De este modo, la
relación matemática pasó a ser, al mismo tiempo, fuente de belleza.
La belleza, de acuerdo con una de las dos definiciones de la
antigüedad, consiste en la adecuada concordancia de las partes entre sí y
con el todo. En este caso, cada uno de los tonos son las partes y el todo es el
sonido armónico. La relación matemática puede unir, por tanto, dos partes
independientes entre sí en un todo, produciendo de esa forma lo bello. Fue
este descubrimiento, realizado por los pitagóricos, el que dio lugar a la
irrupción de formas completamente nuevas del pensamiento y el que llevó a
la conclusión de que como fun-
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monía de las partes entre sí y con el todo. Esta exigencia debe cumplirse
también en un buen avión.
Pero estas referencias a la capacidad evolutiva de la belleza
estructural básica, a los valores éticos y a las exigencias que posteriormente
surgen con el correr de la historia, han dejado sin respuesta la cuestión antes
planteada sobre qué es lo que nos ilumina en estas estructuras, cuál es la
clave para el conocimiento de la gran interrelación, aun antes de que la
comprendamos racionalmente en sus particularidades. Hemos de admitir de
antemano que también este conocimiento, puede estar sujeto a engaños.
Pero, sin duda alguna, existe este conocimiento inmediato, ese
estremecimiento ante lo bello, como lo califica Platón en el Fedro,
Es opinión general de cuantos han estudiado la presente cuestión
que este conocimiento inmediato no nace de forma discursiva, esto es, por
medio del pensamiento racional. Voy a citar dos pasajes, uno de Johan
Kepler, del que acabamos de hablar, y otro de Wolfgang Pauli, de Munich,
físico atómico contemporáneo y gran amigo del psicólogo C. G. Jung. El
primero se encuentra en la obra de Kepler La armonía cósmica, y dice así:
«Aquella facultad de captar y reconocer las nobles proporciones de las
cosas sensibles y las que escapan más allá de las cosas sabidas, hay que
atribuirla a los dominios profundos del alma. Se halla muy cerca de la
facultad que suministra a los sentidos esquemas formales, o tal vez esté más
escondida aún, allá, junto a la facultad meramente vital del alma; que no es
discursiva, es decir, que no piensa en silogismos como los filósofos, y no
está sujeta a método premeditado alguno y, por tanto, no sólo es patrimonio
del hombre, sino que también anida en las animales salvajes y en nuestro
valioso ganado... Podríamos preguntarnos de dónde le viene a aquella
facultad del alma esta capacidad que no participa del pensamiento
conceptual y no puede, por tanto, poseer un saber auténtico de la relaciones
armoniosas, ni reconocer lo existente en el mundo exterior. Porque
reconocer significa comparar lo apreciable por los sentidos, lo que está en el
exterior, con las ideas primitivas interiores, juzgándolas en su concordancia.
Proclo lo explica bellamente como el despertar de
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un sueño. Así como las cosas sensibles del mundo exterior nos traen a la
memoria las que anteriormente hemos visto en sueños, del mismo modo, las
relaciones matemáticas innatas en la sensibilidad atraen las imágenes
primitivas inteligibles que con anterioridad se hallan escondidas en lo más
profundo del ser, de modo que ya ahora real y formalmente resplandecen en
el alma, mientras que antes solamente estaban como envueltas en la niebla;
Pero ¿cómo penetraron en el interior? Aquí respondo —sigue diciendo
Kepler—: «Todas las ideas puras o relaciones formales primitivas de lo
armónico, como las citadas anteriormente, viven en el fondo de todos los
que son capaces de reconocerlas. Pero su reconocimiento no es captado
directamente por un proceso racional; más bien surgen de una gran visión,
igualmente pura e instintiva, innata, en estas personas, como innato es en las
plantas el principio formal, por ejemplo, el número de hojas de sus capullos
o el número de semillas en la flor del manzano».
Hasta aquí Kepler. Nos habla de posibilidades innatas en el reino
vegetal y animal, imágenes primitivas que conducen al reconocimiento de
formas. En nuestra época, Portmann ha resaltado especialmente estas
posibilidades. Por ejemplo, describe determinadas muestras de colores,
propias del plumaje de algunas aves y que tan sólo pueden tener un sentido
biológico al servir para llamar la atención a otras aves de la misma especie.
La facultad de percibir estos colores debe ser tan innata como lo es la
nuestra. Lo mismo ocurre con el canto de las aves. En principio, y desde el
punto de vista biológico, se considera que determinada señal acústica tiene
por fin la busca de la pareja, porque ésta la capta y comprende. Pero a me-
dida que la función biológica inmediata se va desdibujando, la señal
acústica se nos aparece como una amena ampliación del tesoro formal,
como un despliegue de la estructura melódica fundamental, capaz de
deleitar a un ser tan ajeno al pájaro como es el hombre. La facultad de
reconocer este juego de las formas que no precisa de razonamiento para ser
entendido, ha de ser forzosamente innata en la especie. En el hombre es
innata la facultad de entender determinadas formas de la mímica para
discernir si su interlocutor alberga intenciones amis-
246 P.II. La física en un contexto más amplio
tosas o aviesas, capacidad de gran importancia para la vida común entre los
hombres,
Unas frases de Pauli expresan pensamientos parecidos a los de
Kepler: «El proceso de comprensión en la naturaleza, al igual que la
felicidad que siente el hombre al entender, es decir, al ser consciente de un
conocimiento nuevo, parece hallarse relacionado con una confrontación
entre las imágenes interiores preexistentes en la psique humana y los
objetos exteriores. Esta concepción del conocimiento de la naturaleza se
remonta a Platón..., y Kepler también la profesa abiertamente. En efecto,
habla de ideas que se hallan en el espíritu de Dios y que son innatas al alma
por ser ésta semejanza de Dios. Estas ideas primitivas, susceptibles de ser
captadas por el alma mediante un instinto innato, son para Kepler
arquetípicas, y es mucha la similitud que tienen con las imágenes primitivas
que introdujo C. G. Jung en la psicología moderna como instintos de la
imaginación o arquetipos. Si bien la psicología moderna del subconsciente
afirma que cada comprensión constituye un lento proceso, que va precedido
de procesos en el subconsciente con anterioridad a la formulación racional
de los contenidos de la conciencia, se nota una tendencia a volver la
atención de nuevo a aquel escalón arcaico donde el conocimiento hallaba
algo ya sabido de antemano. En este escalón, en lugar de conceptos claros
se agitan imágenes de enorme sentido emocional, que no pueden ser
pensadas, sino ser observadas, como se observa una pintura. Siempre que
estas imágenes susciten la impresión de algo presentido, pero no
desconocido, podrán considerarse simbólicas, de acuerdo con la definición
que del símbolo hace C. G. Jung. Los arquetipos funcionan como
operadores y escultores que ordenan este, mundo de las imágenes
simbólicas, son puentes entre las apreciaciones de los sentidos y las ideas;
suponen, además, la premisa necesaria para la aparición de una teoría
científica. Sin embargo, hay que guardarse muy bien de admitir su paso a la
conciencia, a priori del conocimiento, y de relacionarlos con ideas
determinadas, formulables racionalmente».
Más adelante Pauli expone en sus investigaciones que Ke-
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