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Las tres aristocracias

Es cosa convenida que hay tres aristocracias: la de la sangre, la del talento y la del
dinero. Pero antes de entrar en otras consideraciones que me ocurren, veamos qué es
Aristocracia.

Es un motivo casual casi siempre, para que un hombre se considere superior a los
demás. Más claro: es un título para ser vanidoso. Y ahora pregunto yo: ¿Han puesto de
su parte esos caballeros de cuello de latón para nacer de padres distinguidos? ¿No
podrían ser hijos del cochero de la casa, lo mismo que de su papá? Y entonces ¿por qué
miran con menosprecio a los hijos del cochero. Nacer noble, no cuenta ningún trabajo; lo
que cuesta ningún trabajo; lo que cuesta trabajo es ennoblecerse. Usted, sapientísimo
señor, ¿por qué se echa tanto para atrás, y lleva siempre en los labios una sonrisa
despreciativa para todos los que no hacen versos o discursos, aunque muchos pueden
hacerlos superiores a los de usted? ¿Ha hecho usted algún esfuerzo para tener talento?
¿Sabe usted siquiera agradecer a Dios el don que le ha concedido? ¿No sabe usted que
el mérito se rebaja con la soberbia? Y usted, señor millonario, que encontró labrada, por
su padre o por otro, la fortuna que derrocha, ¿De qué se envanece usted? ¿Tiene usted
siquiera la satisfacción de haberla ganado trabajando lentamente? Pues entonces, ¿Por
qué mira usted con tanto desdén a los que no tuvieron padres trabajadores, económicos,
afortunados, o siquiera ladrones, que les dejaron grandes caudales?

Sea como fuere; admitamos que hay tres aristocracias, y veamos cuál de ellas tiene mejor
fundamento.

Estamos de acuerdo en que la sangre humana no es igual, y en que hay gentes, como
hay caballos, de pur sang. Pero es preciso también convenir en que la sangre pura no
sirve para nada si no está acompañada de bellas cualidades que correspondan a la
estirpe. Por más enrazado que sea un caballo, si no sirve para correr en el hipódromo, va
a arrastrar una carreta. Así mismo sucede con la especie humana. Un hombre de sangre
pura, si no tiene cualidades correspondientes a su categoría, vale menos que cualquier
plebeyo. Figuraos un noble estúpido y pobre, (que no sería un caso singular). ¿Puede
haber algo más triste? La nobleza entre esas dos desgracias es un ludibrio.

No hay nadie más vecino a la ignominia que un noble arruinado.

¡No es posible calcular hasta donde es capaz de humillarse, por rescatar sus pergaminos
de la polilla de la miseria! Consecuencia. La aristocracia de la sangre no vale nada, si no
está apoyada por el dinero.

Pasemos ahora a la aristocracia del talento. El talento necesita guantes y cuello limpios
para ser admitido en el estrado social. La sociedad, acaso injustamente, no reconoce
talentos en quien no ha podido proporcionarse con él una situación, aunque sea mediana.
Luego: la aristocracia del talento necesita el barniz del oro para ser reconocida y atacada.
El talento en la miseria, no es blasón sino suplicio.

Sentirse más alto que los demás, y tener que andar a rastras para alcanzar un pedazo de
pan, debe ser el mayor de los tormentos. ¡Homero! ¡Milton! ¡Cajones! Apelo a vuestro
testimonio.

Pongamos ahora en tela de juicio la aristocracia del dinero. La sociedad, tal como está
constituida, ha sintetizado en cuatro palabras el espíritu de la época.

TANTO VALES, CUANTO TIENES

Fórmula espantosa, pero positiva. Los ricos no necesitan ser sabios: ellos tienen con qué
comprar la sabiduría ajena cuando la han menester. El talento se presupone en quien ha
sabido heredar, acumular, conservar o robarse impunemente una fortuna. La sangre pura,
la nobleza, que es supremacía en la sociedad, se concede forzosamente a todo el que
puede brillar en ella y derramar esplendor y champaña en sus salones. De todo lo dicho
resulta: que la verdadera aristocracia del nacimiento necesita estar apoyada en el dinero.
La aristocracia del talento necesita el auxilio del dinero. Mientras que la aristocracia del
dinero no necesita sangre pura, ni talento claro. ¡Y después se admiran algunos del afán
que tienen los hombres por enriquecerse! El trabajo constante y las proezas heroicas, así
como en los crímenes, las injusticias, las deslealtades, las bajezas y todo lo que se hace
por adquirir fortuna, es la consecuencia forzosa del espíritu de la época.

Para mí las aristocracias no son tres, sino cuatro. La más grande es la cuarta, porque
prevalece de las otras. ¡La aristocracia del Poder! Es la que está consagrada desde el
principio del mundo, en todos los pueblos de la tierra, y la que perdurará hasta el fin de los
tiempos. La aristocracia del poder hereditaria en las monarquías, alternativa en las
democracias, no dejará de existir jamás, porque los hombres que gobiernan, sea por
consentimiento forzoso o por voluntad de los pueblos, representan la dignidad nacional y
tienen que ser acatados. Esta aristocracia es más afectiva y menos hiriente que las otras,
porque es impersonal.

Los gobernantes no tienen nombre: se llaman autoridad, y pesan por igual sobre todas las
clases sociales. La autoridad, amada y bendecida, cuando es benéfica, o execrada,
cuando es maléfica, siempre inspira respeto, y se ve más alta que el nivel común. No he
querido hacer otra nobleza de la virtud, porque ella es el timbre de toda aristocracia
legítima. Sin virtud no hay nobleza. Concluiré este sencillo estudio, recordando a los que
han alcanzado el favor de Dios para elevarse sobre los demás en cualquier línea, aquellas
palabras del Evangelio: Los humildes serán ensalzados. Los soberbios serán abatidos.

AUTOR: Francisco de Sales Pérez (Justo)

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