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PROVINCIA ESPAÑOLA – EJERCICIOS ESPIRITUALES

(Salamanca, 4-8 de diciembre de 2021)

TEMA: VIRTUDES ÉTICAS PARA UNA VIDA PLENA

Predicador: Augustin Bado

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Contenido
Introducción ........................................................................................................ 4
1. Virtudes: definición y modo de adquisición..................................................... 5
1.1. La virtud, ¿un problema moral? ............................................................... 5
1.2. La virtud en la época de la Ilustración (XVIII-XIX) ................................... 5
1.3. Etimología del concepto de “virtud” ......................................................... 6
1.4. Las nociones del bien y del mal ............................................................... 7
1.5. Caso paradigmático: la virtud de la veracidad ....................................... 10
1.6. La naturaleza autentica de la virtud ....................................................... 12
1.7. Meditación personal sobre la virtud ....................................................... 13
2. Vida ética y fenómenos básicos de la ética .................................................. 15
2.1. Naturaleza del ser humano .................................................................... 15
2.2. Concepciones ideológicas del ser humano............................................ 17
2.3. Particularidad ética del ser humano ....................................................... 18
2.4. Fenómeno fundamental: la referencia ética ........................................... 19
2.5. Determinantes de la vida ética: bien, ser y valor ................................... 19
2.6. Vida ética y vida virtuosa ....................................................................... 21
2.7. Meditación personal sobre la vida ética ................................................. 23
3. Las virtudes según Aristóteles...................................................................... 25
3.1. Virtudes intelectuales ............................................................................. 25
3.1.1 Virtudes relativas al conocimiento teórico y especulativo .................... 26
3.1.2. Virtudes relativas al conocimiento práctico ......................................... 27
3.1.3. ¿Cómo se produce el desarrollo intelectual y cómo se usa? ............. 27
3.2. Las virtudes éticas ................................................................................. 29
3.2.1. La virtud del valor................................................................................ 29
3.2.2. La virtud de la templanza .................................................................... 30
3.2.3. La virtud de la liberalidad o generosidad ............................................ 30
3.3. ¿Cómo se adquieren las virtudes éticas? .............................................. 31
3.4. Relaciones entre virtudes intelectuales y virtudes éticas ....................... 33
3.5. Modo de adquisición de las virtudes ...................................................... 34
3.6. ¿Qué tenemos que hacer para adquirir las virtudes? ............................ 36
3.7. Meditación personal sobre las virtudes éticas ....................................... 37
4. Las virtudes en la tradición cristiana ............................................................ 40
4.1. Intento de definición ............................................................................... 40

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4.2. Las virtudes en algunos pensadores y teólogos cristianos .................... 41
4.3. Las virtudes cardinales .......................................................................... 42
4.4. Dones y frutos del Espíritu Santo .......................................................... 44
4.5. ¿Cómo actúa la dimensión ética en el ser humano? ............................. 44
4.6. Ejercicio: determinación del justo medio de algunas actitudes y
comportamientos .......................................................................................... 46
4.7. Meditación personal sobre las virtudes naturales .................................. 47
5. Relación entre virtudes, ética y valores ........................................................ 49
5.1. Virtudes y valores éticos ........................................................................ 49
5.2. Virtudes y valores profesionales ............................................................ 53
5.3. Virtudes y valores en nuestra vida cotidiana .......................................... 54
5.4. Meditación personal sobre virtudes y nuestro ser religioso ................... 55
6. Virtud y valor de los otros ............................................................................. 56
6.1. La alteridad ............................................................................................ 57
6.2. La amistad ............................................................................................. 58
6.3. La hospitalidad ....................................................................................... 60
6.4. La confianza .......................................................................................... 63
6.5. El dialogo ............................................................................................... 64
6.6. La fraternidad ......................................................................................... 66
6.7. El perdón ............................................................................................... 68
6.8. La fidelidad ............................................................................................ 70
Conclusión........................................................................................................ 73
Bibliografía ....................................................................................................... 74

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Introducción
Para un retiro espiritual, que generalmente se dedica al recogimiento personal y
la búsqueda de Dios, abordando temas de obediencia religiosa, parece un poco
extraño que nos dediquemos a reflexionar sobre “virtudes éticas”. Pues, a priori
esas virtudes refieren directamente al ser humano y su obrar en el mundo,
implicando la antropología filosófica, la filosofia política, moral y ética.

Quizá, nos podamos preguntar: ¿cómo encontrar a Dios encontrando al hombre?


En otras palabras, ser Hombre, con gran H, es decir un ser pleno, ¿no será
también un modo de perfeccionarse en Dios y encontrarle de verdad? El camino
que conduce a la perfección es lo que llamaremos en esta reflexión-meditación
“Virtud para une vida plena”.

Y cuando se habla de virtud, hay que intentar hacer una diferencia entre virtudes
humanas, naturales, éticas, morales, religiosas o teologales. Existen también
algunas distinciones entre virtudes intelectuales y virtudes éticas, aunque esas
distinciones sean un poco artificiales. Finalmente, consideraremos la virtud de
prudencia como el punto medio entre todas las virtudes que ha de guiarnos en
todo nuestro obrar humano y religioso, manteniendo la justa medida.

Durante estos tres días, tendremos una charla por la mañana y otra por la tarde
con tiempo de meditación y reflexión personal. Serán momentos en que también
podemos participar todos, aportando ideas y experiencias para enriquecernos
mutuamente, porque como ya lo sabemos, la virtud se muestra, no se enseña.

Los autores en que se basaran mis reflexiones son principalmente:

Romano Guardini: sacerdote, filósofo y teólogo alemán

Francesc Torralba: filósofo y teólogo español

Juan Manuel Burgos: Filosofo personalista español

Victoria Camps: Filosofa española

Pierre-Marie MOREL: Filosofo humanista francés

Manuel de Santiago: Médico bioéticista español.

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1. Virtudes: definición y modo de adquisición
Objetivo de este apartado: comprender las nociones de virtud, de bien y de valor,
así como su modo de adquisición.

1.1. La virtud, ¿un problema moral?


¿Qué es la virtud? ¿Qué entender por persona virtuosa? ¿Qué significa ser
virtuoso? La definición de la virtud tiene una dificultad particular. Hablar de virtud
provoca a veces una sensación como de incomodidad, como de ocasión para la
burla; hay algo como de moralizador. Tal vez, sea normal esa sensación, porque
en esta palabra se encierra, según Romano Guardini, la protesta contra el orgullo
moral, es decir contra las personas que se consideran instaladas en el bien, y se
consideran éticamente superiores a los demás, y también la desconfianza de
que el orgullo de estas personas no sea a la vez hipocresía, ya que podemos
faltar a la bondad, y en este caso, las faltas, o no se admiten o se ocultan.

Pero en esta protesta, hay una cosa hermosa, que consiste en el pudor que exige
que el bien no se pregona, no se habla tanto, sino que debe hacerse notar por
dentro de uno mismo. Eso significa que el bien es vulnerable y exige tomarlo en
serio. No hace falta exhibirme como un hombre bueno, sino que tengo que actuar
bien, pero apartándome de las miradas de los demás, de algún modo,
escondiéndome.

Así lo dice en el evangelio: “que no sepa tu mano izquierda lo que hace la


derecha”. No se trata simplemente de no demostrar lo bueno que uno es, sino
que no se debe buscar, de algún modo, la admiración de los demás. Tengo que
hacer el bien, pero, al mismo tiempo, tengo que evitar la mirada de los demás
(no sé si estáis todos de acuerdo con este planteamiento inicial con respecto a
la virtud. Pregunta: Cuando se habla de virtud, ¿qué impresión tenéis vosotros?).

1.2. La virtud en la época de la Ilustración (XVIII-XIX)


En la época de la Ilustración, se habló mucho del bien y se rechazó la metafísica,
la revelación religiosa y, a cambio, se enfatizaron y ensalzaron la razón y la
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conducta ética. Surgió así una actitud sin profundidad metafísica alguna, sin
ningún tipo de sustancia religiosa y dogmática, pero con una muy viva
sensibilidad para la obligación ética y sobre todo para el prójimo y la cosa pública,
poniendo el mejor énfasis en la educación ética. En este contexto se desarrolló
de manera especial el concepto de “virtud”, con el carácter de aquello que es
penoso, pero que no acaba de liberarse completamente de cierta tendencia
moralista.

Para esta época, la palabra “virtud” debería permitir acabar con las palabras que
tenían algunas connotaciones moralizantes y religiosas, para fundar un estado
laico, con valores éticos y civiles, liberado del imperio de la religión y de sus
dogmas.

1.3. Etimología del concepto de “virtud”


Para analizar el concepto de virtud, tenemos que remitirnos a la palabra griega
areté y latina virtus, para ver lo que originariamente se escondía en este término.
En efecto, el término “virtud” tiene un antecedente remoto originado en el griego:
Areté, Aristón, el superlativo de bueno: agathon. Fue utilizado como sinónimo de
“excelencia”, pero aplicable también a animales, cosas y aún divinidades. Por
ejemplo, un caballo, si tenía la perfección que le correspondía para la actividad
a la que estaba destinado, se afirmaba que tenía areté.

Es a partir de Sócrates que el término empezó a referirse más específicamente


a la excelencia moral humana, a un saber acerca del bien que puede ser
comunicado mediante la enseñanza. El hombre virtuoso es el que sabe con toda
su alma y todo su ser en donde radica el verdadero bien.

En latín, el término “virtud” se deriva de virtus-itis, fortaleza de carácter, vigor. Se


trata de actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos. El
concepto y sus interpretaciones se han ido modificando en épocas sucesivas.
De ahí, los filósofos y diversos pensadores empezaron a hablar de teoría de las
virtudes o ética de las virtudes.

Según esas teorías, se trata básicamente de plantearse ciertas preguntas: ¿Qué


tipo de persona debería de ser?, ¿Cómo debería comportarme para actuar bien
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y ser (o hacerme) bueno? En otras palabras, se trata de evaluar la profundidad
moral de la persona, desplazando la atención de la formulación y la aplicación
de principios, normas y reglas hacia el análisis concreto de la experiencia
humana.

Así, estamos más atentos a los matices de la vida moral y a las circunstancias
de la situación contingente y cotidiana en que nos encontramos. De este modo,
la teoría las virtudes aparece más adecuada para ser aplicada a lo cotidiano de
la vida que a los dilemas morales.

La teoría de la virtud requiere de un comportamiento constante y continuo en la


práctica de los hábitos del comportamiento para lograr la adquisición de la
disposición y la capacidad del “bien obrar” y para la formación del buen carácter.
Además, se evita la pasiva obediencia exterior a los principios y refuerza el
compromiso global e interior de la persona.

Con tantas descripciones y apreciaciones, cabe preguntarse finalmente ¿qué es


la virtud? Lo que parece evidente y obvio es que la ética de las virtudes o las
virtudes, en general, se refieren a la teoría del bien y a la concepción de la
naturaleza humana: “No se puede ser virtuoso si no se sabe qué es el bien y qué
se entiende por bien de la persona humana”. El ser virtuoso implica
necesariamente una fundamentación ética y antropológica preliminar. A esto se
obedece la diversidad de definiciones de virtud, debido a que están en función
de las diversas concepciones éticas del bien (Vidal-Gual JM.).

1.4. Las nociones del bien y del mal


Según Romano Guardini, Existen algunas desfiguraciones o patologías del bien.
No se trata precisamente del mal en sí, es decir lo contrario del bien, sino de
maneras equivocadas de hacer el bien que, en ciertas circunstancias, pueden
resultar más negativas que el mal en estado puro: casos de moralismo,
fariseísmo, diplomacia en el bien…

Clásicamente, la voluntad siempre se ha asociado al bien. “Bien es lo que todos


apetecen”, afirma Aristóteles. Sin embargo, en los últimos siglos ha adquirido
relevancia la noción de valor. ¿Y por qué ha ocurrido esto? La razón fundamental
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es que el valor potencia el carácter personal y subjetivo del bien, algo que la
noción tradicional ha dejado un poco en sordina.

Según Juan Manuel Burgos, el bien desde la perspectiva clásica es lo que


conviene a los seres humanos. Cumple así una función esencial en la ética:
mostrar que existe un orden objetivo al que la persona se tiene que adaptar para
poder perfeccionarse y actuar correctamente.

Si la persona sigue ese orden hace el bien y, en caso contrario, obra mal. Esta
perspectiva es correcta, pero en ocasiones, parece exagerar el carácter objetivo
y universal del bien, dando lugar a una serie de problemas en el plano existencial.
Pues, parece dar poco espacio explícito a la libertad, ya que da la impresión de
que ese orden objetivo es el mismo para todos o, en otras palabras, que existe
un bien que perfecciona a la persona independientemente de quien sea esa
persona concreta y de su proyecto vital.

El segundo problema es que no se explica la relación vital de lo conveniente con


la subjetividad de la persona, con el yo. El bien puede parecer como algo que se
impone desde fuera, como un orden que el sujeto tiene que aceptar y asimilar,
le guste o no, pero que no surge de su interior ni le involucra vital y afectivamente.

De este modo, la noción de valor permite resolver estos problemas. Ante todo,
el valor se define como un bien especifico en cuanto asumido por una persona
determinada en su universo vital y afectivo; tienen determinadas características
que permiten su aceptación según las épocas, las culturas y las circunstancias:

-Son bienes específicos que tienen relación con la vida de la persona (familia,
educación, seguridad, amor, belleza, ecología, etc.);

- Están asumidos por la persona que considera que le benefician y constituyen


algo valioso para su existencia;

- Implican a la afectividad; se los sienten como propios y su pérdida o


consecución afectan al universo vital del sujeto;

- Tienen criterios de acción: nos movemos y esforzamos para conseguir los


valores que consideramos relevantes en nuestra vida.

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Ademes, los valores varían de persona a persona; no todos tenemos los mismos
gustos ni deseamos las mismas cosas ni tenemos la misma cultura. Cada
persona se construye el universo de sus valores teniendo en cuenta muchos
parámetros: la educación recibida, lo que está vigente en la sociedad, las
experiencias personales y la huella que han dejado en nosotros, etc.

Los valores, así descritos, responden a los problemas que planteaba una visión
excesivamente objetivista del bien: están abiertos a la libertad e implican
personalmente al sujeto. Pero, este modo de plantear los valores suscita otros
problemas: parecen dar demasiado espacio al subjetivismo y al relativismo, ya
que cada persona se construye su conjunto de valores.

Sin embargo, en la medida en que hemos definido el valor como un bien, esto
no es posible; los valores son realidades (objetos, situaciones, personas, etc.)
éticamente correctas. Lo que sí puede ocurrir es que por deformación o por
interés se generalicen actitudes o costumbres a las que se les llama valores y
que, en realidad, son contravalores. Por ejemplo, absolutizar la libertad puede
volverse contravalor.

Bien y valor son, por tanto, dos nociones complementarias, ya que ponen de
relieve aspectos diversos de los motivos que impulsan al hombre en su búsqueda
de la felicidad. Aquí interviene la dimensión moral del ser humano. Al actuar, se
plantea el dilema de la elección entre el bien el mal, y esa decisión recae sobre
la responsabilidad del sujeto. Al elegir el bien o el mal, no solo actúa bien o mal,
sino que el hombre se hace bueno o malo, modifica su ser moral mediante el
ejercicio de la libertad.

Así, el hombre modifica su ser a través de acciones concretas. Por ejemplo, si


elijo robar sabiendo que no debo hacerlo, actúo contra mi conciencia y, por lo
tanto, hago el mal. Pero, el mal no queda fuera de mí como si fuera meramente
externo, sino que entra a formar parte de mí, haciéndome, de algún modo, malo.

Lógicamente, no me hago malo de modo absoluto; ya que puedo anular esa


decisión, devolver lo robado, pedir perdón y, entonces la libertad actúa en mí de
modo contrario, deshaciendo la deformación que había forjado en mí mismo.

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Pero, ¿qué sucede cuando tomo muchas decisiones en una misma dirección?
Lo que ocurre es que me autodetermino de manera estable para actuar en un
determinado sentido, bueno o malo, es decir, desarrollo lo que se ha llamado
clásicamente “Virtudes” (hábitos operativos buenos) o vicios (hábitos operativos
malos).

Si en vez de robar una vez lo hago de manera habitual, me convierto en ladrón,


y eso significa que mi estructura ética se deforma establemente (vicio) de manera
que tiendo a robar de manera “natural”. La pregunta aquí es, al obrar así, ¿pierde
totalmente el individuo su libertad o no?

En este caso, el individuo no pierde totalmente su libertad ya que el ladrón roba


porque quiere; solamente, tiene una libertad deformada o disminuida que le
impulsa a obrar mal y que le dificulta obrar bien. Hay una pérdida de libertad
ligada a una disminución del dominio de sí, lo que normalmente se conoce como
ser “esclavo de las pasiones”. Una persona que actúa mal de manera habitual
acaba disminuyendo el control de sí misma y siendo “esclavo” de aquello que
desea.

Algo similar sucede cuando una persona desarrolla una virtud. Si ayudo
habitualmente a los demás, me convierto en una persona solidaria y entonces
me resulta más fácil actuar con generosidad porque mi ser se encuentra
orientado ya en esa dirección. He desarrollado y perfeccionado mi libertad que
me lleva a disponerme de tal modo que ayudo a los demás de modo constante
y habitual (Juan Manuel Burgos, Antropología: una guía para la existencia).

1.5. Caso paradigmático: la virtud de la veracidad


Consideramos ahora el caso de la acción en la que se realiza el bien. Esta acción
es un hecho singular, que surge de una situación determinada o puede dar origen
a otras situaciones. Por ejemplo, si yo he dicho la verdad en una situación difícil
y eso ha supuesto para mí algún coste, luego me encuentro bajo la influencia de
un ambiente en el que se miente mucho y renuncio al esfuerzo que me supondría
la verdad. Entonces, la realización ética de aquella acción se queda en un hecho
singular y puntual.

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Pero, también puede suceder que en la próxima ocasión yo vuelva a decir la
verdad, y luego otra vez, y otra, y así sucesivamente. Es decir, que me convenza
de la importancia de decir la verdad; que me fije en ello, me examine
constantemente, tenga presentes mis debilidades y las supere, etc. Surge
entonces todo un entramado, una actitud tendente a decir siempre y sin titubeos
la verdad. De lo que una vez dije, ha nacido la actitud de la veracidad. Esto es lo
que significa la palabra “virtud” (Guardini).

De hecho, es ley de vida que, cuando se utiliza un órgano con frecuencia, se


habitúa a su función; la energía pasa a convertirse en acto más fácilmente, el
acto se hace más seguro, y la realización del acto cada vez necesita menos de
reflexión, de atención y dirección especiales, sino que sale espontáneamente.

De algún modo, la realización del acto adquiere un carácter de naturalidad; es


decir que se asemeja a los actos que se desencadenan sin una voluntad
expresa. Sólo que, en su caso, a un nivel superior. Esta naturalidad no se
encuentra, como en los actos instintivos o en los reflejos, al comienzo, sino al
final; por medio queda todo un camino de reflexión, examen, entrenamiento y
superación.

Esta naturalidad adquirida a fuerza de práctica es una característica esencial de


lo que entendemos por autentica virtud: la correspondiente conducta ética se
hace cosa natural. Se forma una capacidad, una facultad que significa también
libertad, imparcialidad, nobleza, gentileza… que interviene con seguridad en
toda situación de la vida.

Pero, nos damos cuenta también del peligro de que esta “capacidad” se convierta
en rutina: algo cuyo sentido ya no se advierte, sino que se desarrolla
mecánicamente. O en virtuosismo: algo en lo que uno se recrea en exceso, en
lo que se compara con los demás. Y aparecen las perversiones de las que se
hablaron con respecto al bien. La auténtica virtud tiene como una de sus
propiedades, precisamente, la naturalidad, que se convierta en un elemento del
hombre viviente o vivo.

En el caso de la veracidad, esta es una actitud de clara fiabilidad; una de las


actitudes humanas más hermosas que existen. Para eso hay que superar

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dificultades, que se dan en nosotros o en nuestro entorno: por ejemplo, el miedo
a un daño, o a un peligro o a una oposición social. Entonces, la veracidad en
cuanto tal – es decir la rectitud y la claridad de la palabra – se combina con el
elemento de la valentía.

La dificultad, puede que esté también dentro de nosotros mismos, por ejemplo,
en nuestro carácter tímido o huraño. Frecuentemente, no es fácil confesar lo que
se reconoce como verdad; hay que dar un salto por encima de los obstáculos
para llegar a la palabra. El mismo respeto a los demás puede ser un
impedimento, como cuando presentimos que decir la verdad puede poner a
alguien en apuros y dificultades. O también el deseo de coincidir con quien
piensa de otra forma, etc.

Todo ello demuestra que la actitud de la veracidad no es nada sencilla. En la


vida no hay nada sencillo. Siempre hay varias cosas que se condicionan
mutuamente. Todos los actos vivos son como acordes, resultantes de una
multitud de impulsos. Mientras más se desarrolla la actitud de la veracidad, más
plenamente envuelve la vida en su corriente. La naturalidad de la que hemos
hablado consiste precisamente en que los diferentes impulsos y elementos de
actuación y autosuperación confluyen para formar una unidad cada vez más
normal y espontanea.

Hasta aquí, hemos considerado la veracidad como acción; pero tenemos que
fijarnos también en su contenido. El progreso que va desde decir la verdad una
vez, pasando por decirla muchas veces, hasta la actitud de la veracidad, influye
también en el contenido de lo que decimos (Guardini).

1.6. La naturaleza autentica de la virtud


Con estas reflexiones, el concepto de virtud se ha ido enriqueciendo bastante.
Todavía hay otros elementos que forman parte del mismo. Como hemos
expuesto, el fenómeno de la virtud se basa en la auténtica intención y en la
consiguiente acción. A medida que el hombre quiere el bien en serio, se examina,
se esfuerza y va trabajando en sí mismo; el fenómeno se va haciendo más rico
y más seguro desde un punto de vista vital, es decir más natural.

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Pero, todo esto no llegaría a formar una virtud completa; nos hallaríamos todavía
ante algo solamente querido, ansiado, y cabria el peligro de quedarse en lo
hiperpensado e hiperquerido, con la amenaza añadida de representar un papel
ético exagerado, de considerarse por encima de los demás, de enjuiciarlos
constantemente, etc. Hay otro elemento más en lo ético: el regalo, el don, la
gracia, la apertura al otro o a la transcendencia y la conciencia de ello.

Toda virtud cuenta con una actitud. Para que la virtud sea pura, plena y natural,
tiene que existir una propensión a practicarla. La auténtica virtud de la veracidad
solo la logra el que ama la verdad; se realiza no solo por un “tú debes” sino
también porque se disfruta con ella, porque es hermosa, porque solo ella hace
la vida luminosa, ancha y digna de su nombre; porque una vida sin verdad resulta
burda, miserable y, en el fundo, tonta. Estos sentimientos tienen que estar ahí,
si no se quiere que el empeño en la veracidad se convierta en una fatiga, cuyos
resultados, aunque meritorios, no llevan a la plena libertad.

A toda virtud plena le pertenece también un gusto por las relaciones sociales,
implicando un darse uno mismo, un compromiso personal, la toma en cuenta de
la situación social, de las costumbres… Y si falta la seriedad del trabajo ético
previo, la actitud ética se queda en estética y en juego; y si falta la gracia, se
hace penoso y conformista.

Una actitud ética completa implica ser consciente de que, junto al “tengo que
hacer esto porque es mi obligación”, está también el “puedo hacer esto porque
así me ha sido concedido”. El concepto de lo ético no puede ligarse sólo a la
exigencia, a la penosidad del “debes”, al apremio del “no puedes”. En él, está
presente la grandeza del hombre, y todo el mundo lleva en su interior la vocación
hacia algún aspecto de esa grandeza, bajo diversas facetas (Romano Guardini,
Ética, pp. 242-250).

1.7. Meditación personal sobre la virtud


El objetivo de esta meditación es de ayudarnos a integrar las distintas
consideraciones de la virtud: la virtud como acción, praxis, acción repetitiva,
hábito, costumbre, que nos mueve hacia el bien, la perfección, el ser pleno.

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A partir de Sócrates, el término “virtud” empezó a referirse más específicamente
a la excelencia moral humana, a un saber acerca del bien que puede ser
comunicado mediante la enseñanza. El hombre virtuoso es el que sabe con toda
su alma y todo su ser en donde radica el verdadero bien.

La teoría de la virtud requiere de un comportamiento constante y continuo en la


práctica de los hábitos del comportamiento para lograr la adquisición de la
disposición y la capacidad del “bien obrar” y para la formación del buen carácter.

Toda virtud cuenta con una actitud. Para que la virtud sea pura, plena y natural,
tiene que existir una propensión a practicarla. La auténtica virtud de la veracidad
solo la logra el que ama la verdad; se realiza no solo por un “tú debes” sino
también porque se disfruta con ella.

Primer momento

Instalémonos cómodamente, guardemos un momento de silencio, pongamos el


teléfono en modo avión y empecemos a filosofar.

Segundo momento

Rememoremos algunas disposiciones que consideramos como virtudes en


nuestra vida, anotarlas en un papel…

Y hagamos el mismo ejercicio, anotando los vicios que nos afectan….

Tercer momento

Pensemos en algunas personas que consideramos virtuosas y preguntémonos


por lo que admiramos en su vida. Intentemos identificarnos en una persona
concreta como modelo de vida perfecta, un héroe, un santo, etc.

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2. Vida ética y fenómenos básicos de la ética
Las cuestiones que se han de platearse cuando hablamos de vida ética: ¿Qué
ocurre si un ser humano se comporta éticamente? ¿Qué experiencias subyacen
a semejante comportamiento? ¿Qué normas y valores están actuando ahí? ¿De
qué modo se lleva a cabo? ¿Qué significa en el conjunto de su vida? ¿Cómo se
presenta la tarea ética a la conciencia natural del ser humano? ¿Qué puede el
ser humano reconocer como exigencia ética a partir de la experiencia de su
propia realidad y de sus relaciones con los otros seres humanos, así como con
el mundo que le rodea? ¿Cómo se configura el desarrollo de esta exigencia?

Para abordar el fenómeno ético, no deberíamos partir de conceptos abstractos,


sino que tenemos que partir de la realidad. Esta realidad somos nosotros
mismos, así como también los seres humanos que nos rodean, las situaciones,
las instituciones, las formas de pensar que han ido sucediéndose a lo largo de
una historia muy dilatada. Por ello, importa conocer lo que es la naturaleza, sobre
todo la naturaleza humana, porque a veces se habla de ética natural, como
opuesta a la ética religiosa.

El objetivo de este apartado es conocer el fenómeno ético que está en estrecha


relación con la vida virtuosa, así como la naturaleza humana y los determinantes
éticos.

2.1. Naturaleza del ser humano


Para Romano Guardini, quien pregunta por una ética natural presupone con ello
algo, a saber, la “naturaleza” del ser humano. Pero, ¿qué significa un concepto
tan aparentemente claro de naturaleza referido al ser humano? Si se habla de la
naturaleza de un árbol o de un animal, no hay duda alguna de lo que con ello se
está diciendo, a saber, el conjunto de aquellas características que refieren cómo,
por ejemplo, es una rosa o un zorro, a diferencia de otro tipo de planta o animal.

Ahora bien, ¿qué significa naturaleza en el caso de un ser humano? ¿Tiene el


ser humano una naturaleza? La tiene desde luego, por cuanto que no es algo
indeterminado. Cuando decimos ser humano, estamos designando algo distinto

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a cuando decimos zorro, mariposa o rosa. Podemos atribuirle determinadas
características tales como: el ser humano tiene un aspecto corporal, anímico,
espiritual o que puede conocer, valorar, querer, actuar; es una personalidad
internamente estructurada, pero a la vez se relaciona con ciertos contextos
sociales, y así sucesivamente.

Sin embargo, a partir de un determinado punto entramos en dificultades. Si


preguntamos, ¿a qué tiende el comportamiento de un zorro? la respuesta es
clara. Tiene determinado comportamiento que orienta el cazador por
experiencia. Pero, si preguntamos ¿qué quiere el ser humano? entonces puede
que la respuesta sea solo: quiere según qué. Puede querer mucho y muy
variado, puede querer cosas completamente contradictorias, e incluso la propia
destrucción. Lo cual significa que solo hasta un cierto punto podemos hablar de
naturaleza humana; pues más allá de ese punto caemos en lo incierto.

El ser humano no tiene una naturaleza al modo como la tienen el animal y las
plantas. Su naturaleza consiste precisamente en que no tiene naturaleza
estrictamente tal. El ser humano existe en el encuentro con las cosas, con los
otros seres humanos y consigo mismo. Y en ese encuentro se realiza su libertad,
de tal modo que la dirección y el sentido no pueden ser fijados de antemano.
Desde este encuentro define el ser humano su propio comportamiento y, más
allá de su acción, también su propio ser.

De todo esto, se deduce que solo con precaución podemos hablar de una ética
natural. Si analizamos más de cerca los instintos habidos para construir una ética
semejante, observamos también el influjo de una falsa representación de la
naturaleza, a saber, una tendencia al siguiente esquema: el vegetal crece y se
adapta de tal y cual forma, el animal se adapta a su entorno así y así;
correspondientemente, el ser humano se comporta de este modo y de tal otro.
Sin embargo, de esta manera se abandona lo propiamente humano. Se hace del
ser humano un ser que como tal no existe. Pero, estas ideas pueden aparecer
peligrosas para la humanidad.

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2.2. Concepciones ideológicas del ser humano
El marxismo, por ejemplo, entiende al ser humano como un mero producto de
las relaciones de producción. De ahí se sigue que bastaría con diseñar estas
relaciones de otro modo para cambiar al ser humano mismo. Y, además, esta
iniciativa debería partir del lugar donde radica la iniciativa de la existencia, a
saber, el Estado. Ahora bien, contra tal pretensión no podría elevar el ser
humano nunca ninguna objeción fundamental, si fuera verdad que de suyo y
esencialmente no es nada determinado.

El nazismo pensó del mismo modo cuando aplicó al ser humano ideas parecidas:
el Estado podría y debería configurar al hombre que necesitaba mediante las
correspondientes medidas, sobre todo biológicas. Por el contrario, el individuo
tampoco estaría en condiciones de elevar objeción alguna respecto de su
identidad humana. Pues no habría un derecho natural, sino tan solo un derecho
legislado por el Estado, el cual derecho podría hacer lo que al respecto le viniese
en gana, por no encontrarse sometido a ninguna instancia superior. El ser
humano debería entonces hacer lo que ese derecho estatal quisiera, e incluso
conformarse a los dictados de semejante derecho.

El existencialismo francés parte del individuo y afirma que no existe ninguna


norma capaz de definir lo humanamente correcto, lo bueno, ni en el ser humano
mismo, dada su esencia intocable. Para esta corriente, el ser humano se
presenta como resultado de su propia decisión. Su propia libertad crearía no solo
su acción, sino también su ser, de modo que sería lo que deseara ser. Es la
existencia que determina la conciencia humana y no el contario.

De todo ello, se destaca una idea del ser humano más o menos potencia; el ser
humano sería una posibilidad (Heidegger). Esta posibilidad estaría abierta, pero
la forma que ella adoptara dependería de la iniciativa que, en cada caso, se
tomara. Pero, tal situación entrañaría desde luego el caos y el horror.
Conocemos todos, los horrores barbaries del nazismo y las consecuencias
liberticidas de los regímenes comunistas.

17
2.3. Particularidad ética del ser humano
Si bien no se puede hablar de naturaleza en el mismo sentido para el ser humano
que para la planta y el animal, ya que el ser humano no se encuentra
decisivamente determinado por la necesidad, sino que se desarrolla en el ámbito
de la libertad, sin embargo, debe diferenciarse exactamente del moderno
“potencialismo”.

El ser humano contiene también en sí componentes esenciales y se halla bajo el


signo de ordenes de realidad procedentes de esos componentes. Pero, estos
componentes se mueven en el ámbito de la libertad, que puede decirles sí o no,
influir la vida correcta o incorrectamente, construirla o destruirla. Están en el
mismo ámbito de la historia y de los encuentros que, a través de ella se producen
y desde ellos, soporta eventualmente influencias imprevisibles.

De este modo, hay en el humano un alta de potencialidad; hasta un límite muy


elevado terminará convirtiéndose de hecho en lo que haga de sí mismo y en lo
que hagan de él las fuerzas y órdenes emergentes. Tal “hacer” tiene, sin
embargo, un límite, y a su transgresión responde la vida humana con
enfermedad, confusión y muerte, tanto en el sentido físico como en el psíquico y
en el espiritual.

Así pues, dentro de la libertad aparece en escena el momento de la naturaleza


de un modo similar al extrahumano, aunque sólo “similar”, pues precisamente
por esta libertad adquiere de nuevo un carácter propio.

Vemos pues, cuán intrigados son los problemas. Nuestro pensamiento se siente
siempre tentado a simplificarlos: o bien – como lo hacen el positivismo, el
psicologismo, el sociologismo- desplaza el momento de la libertad y de la
potencialidad y hace del ser humano un simple ser natural, o bien – como
también lo hacen las diversas formas del Estado totalitario- desconsidera el
momento natural y ve al humano como un ser que puede ser manejado a
capricho.

De un modo y de otro, se logran así fórmulas manejables, pero de lo que ellas


hablan no es ya del ser humano, sino en todo caso únicamente de un elemento
parcial de él que, a través de la teoría y de la intención práctica, ha sido

18
convertido en un fantasma. Se puede parecer al lo que se refieren el
transhumanismo o posthumanismo de que se habla en la actualidad. En este
sentido, la ética que quiere ser fiel a la realidad se encuentra ante tareas muy
complejas que intentaremos analizar a continuación.

2.4. Fenómeno fundamental: la referencia ética


En los distintos contextos, se habla de lo ético: del deber ético, de la conculcación
de la ética, de la formación ética, pero ¿qué se quiere decir con eso?

La conciencia inmediata lo sabe, pero, en la reflexión, la cosa se complica.


Intentamos pues distinguir elementos fundamentales, no sin antes advertir que
forman una unidad que no procede de la yuxtaposición de partes separadas, sino
que constituyen una originaria totalidad de sentido. Se trata precisamente del ser
humano que se comporta éticamente.

Tales elementos son primero el bien y la conciencia moral, a lo cual se añaden


luego las necesarias representaciones para que sean posibles un bien y una
conciencia moral. Veamos, a continuamos, cuáles son los determinantes que
constituyen el fenómeno ético.

2.5. Determinantes de la vida ética: bien, ser y valor


Para hablar del bien partimos de lo que llamamos “valor”, es decir algo valioso.
El valor recibe su sentido especial cuando prescindimos de lo que conocemos
con el nombre de ser. El ser, o más exactamente “lo existente”, es aquello con
lo que tropezamos, lo que nos obliga a afirmar que existe y a contar con ello.

Valor por el contrario es el carácter que ese ser tiene o puede tener, y que le
confiere una significación particular. Para entenderlo mejor algunos ejemplos
concretos: una silla cómoda, un puente seguro, una piedra valiosa, unos ojos
sanos, un ser humano bello, un conocimiento feliz, una acción noble….

He aquí realidades completamente distintas en las que percibimos, sin embargo,


algo común. Las palabras que lo designan expresan una aprobación, una

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valoración. Aquello que esta aprobación y esta valoración expresan es el valor.
¿Qué significa pues el valor?

En una primera aproximación subjetiva podríamos decir que valor es el hecho de


que una determinada realidad me resulta útil, agradable, me hace feliz, capaz de
elevar mi vida, de facilitarla, de enriquecerla. Todo esto sería correcto, pero
únicamente captaría un aspecto del valor. Y, sin embargo, también tiene otro:
esa posibilidad objetiva del ser gracias a la cual tiene para mí la mencionada
significación.

El subjetivismo afirma que el ser no tiene de suyo nada que ver con el valor, y
que solo las necesidades de nuestra estructura psicofísica le confieren el
carácter de valor. Y todavía va más lejos esta subjetivación cuando habla de una
“transvaloración de los valores”, según la cual el fundamento de la historia sería
un querer, el cual afirmaría sus valores conforme a la eventual fase histórica
recibiéndolos no solo como válidos, sino además convirtiendo en valor aquello
que le pareciera digno de realización.

Pero, de este modo se desconoce el verdadero carácter del valor. Desde luego,
puedo equivocarme en una cosa, y conceder a una cosa que no lo tiene un valor
apariencial, aunque puedo también reconocer el error (humores, idiosincrasias,
modas). Por el contrario, el verdadero sentimiento del valor, el valorar, es
responder a algo valorable que se me pone enfrente. Corresponde a un carácter
que la realidad tiene en sí y gracias al cual se despierta la impresión de valor.

Así pues, existe también la apariencia de valor, por lo que una piedra puede dar
la impresión de valiosa sin serlo realmente, como ocurre con la bisutería vulgar.
Sin embargo, esto solo es posible porque en la realidad existe lo realmente
valioso y es conocido como tal: en el presente caso existe aquella piedra que
posee determinadas cualidades originarias de color, luz y rareza, y se confunde
o intercambia con la otra.

Puede llamarse “cultura personal” precisamente a la capacidad para distinguir


entre los valores verdaderos y los falsos, y el grado de esa cultura dependerá de
la finura, la seguridad y la fuerza con las que el correspondiente ser humano
responda a la escala del valor y a la corrección axiológica.

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El carácter objetivo de valor, o sea, la utilidad, la pureza, por una parte, y el efecto
subjetivo del valor, a saber, la satisfacción, el enriquecimiento, el aumento del
tono vital por otra parte, fundan un todo, una forma básica que indica cómo vive
el ser humano y cómo alcanza su plenitud. El valor ni se crea ni se inventa, sino
que se descubre, se muestra y se conduce hacia él.

2.6. Vida ética y vida virtuosa


Cuando se habla de ética, tenemos en vista la ética de los principios, la ética de
las consecuencias o la ética de las virtudes. En otras palabras, se habla de éticas
deontológicas, teleológicas, la ética del deber o del bien, la ética de convicciones,
etc.

La ética de los principios se fundamenta en la perspectiva kantiana con la fórmula


del imperativo categórico, como criterio último de moralidad. Hay una exigencia
de universalidad y de valor absoluto de la persona como criterios de moralidad
incontestables. Pero, eso parece puro formalismo y abstracto y no permite
solucionar los problemas morales.

De este modo, se admite que existe una complementariedad entre los distintos
tipos de éticas; y para una mediación entre teoría y práctica, hace falta la ética
de las virtudes, que se entiende en el sentido aristotélico como arete, la
excelencia de algo, de la persona.

El discurso ético se centra en las virtudes y busca poner de manifiesto la


importancia que tiene la formación del carácter para que la ética sea una
realidad. Además de principios o criterios para obrar bien, es preciso que la
persona se sienta bien dispuesta hacia ese obrar. Esa “buena disposición” es la
virtud, que es una cuestión de actitud y de sentimientos más que de normas.

En esta perspectiva, la tendencia es de hacer hincapié en las virtudes morales y


éticas en detrimento de las intelectuales; pues la función de la ética es
acostumbrar a la persona a obrar bien, a construirle una manera de ser
apropiada para el buen funcionamiento de la sociedad.

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En este de proceso de construcción de la personalidad y para el buen
funcionamiento de la sociedad, se distingue la libertad negativa, que es la
ausencia de intervención en la vida de las personas y la libertad positiva que
requiere una parte activa del agente en el dominio y control de sí mismo.
Finalmente, la libertad se entiende aquí como no dominación o ausencia de
servidumbre. Se habla de autodominio que corresponde a la libertad positiva.

Se consideran las virtudes como buenas costumbres y hábitos del corazón que
disponen a los seres humanos a compartir juntos y a construir armónicamente la
sociedad. Se requiere por ello, una formación del carácter individual. Este
proceso se puede basar en la metodología de la psicología conductista y las
teorías del refuerzo psicológico.

En términos prácticos, se trata de una metodología que fundamenta en el


reconocimiento de la excelencia en lugar del rechazo o la culpabilización del
mediocre o del abyecto (teoría del refuerzo de lo correcto y la gratificación de lo
bueno).

Para el filósofo MacIntyre Alasdair, por ejemplo, no hay ética sin virtudes. Pues,
Aristóteles y Tomas de Aquino pudieron hablar de virtudes porque conocían cuál
era el fin de la vida humana. Hoy no lo sabemos o no se quiere saber; el valor
máximo que caracteriza a la persona, sobre todo en las sociedades occidentales,
es la libertad o la autonomía.

De ahí, las preguntas: ¿De qué forma se construye la virtud? ¿Cómo convencer
a los individuos, que han visto crecer el ámbito de sus competencias privadas,
que deben tener una cierta consideración hacia el bien común y hacia los
demás?

La respuesta del pensador es que hay que volver a san Benito, a la Edad Media,
construyendo comunidades a pequeñas escalas: “Lo que importa ahora es la
construcción de formas locales de comunidad dentro de las cuales la civilidad, la
vida moral y la vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas edades
oscuras que caen ya sobre nosotros”.

Sin embargo, cabe recordar que, en la reclusión comunitaria, hay a veces más
exclusión e intolerancia, o incluso odio al otro que en las sociedades abiertas

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liberales. En este sentido, la pregunta sigue abierta: ¿qué podemos hacer para
tener una vida éticamente virtuosa? ¿Son los miembros de las comunidades
religiosas más virtuosos que los demás fuera de comunidad especifica? ¿Qué
pensáis?

Para muchos pensadores, lo que importa es fomentar el sentido de los valores


comunes, sin renunciar a las libertades individuales. Para mucha gente hoy en
día, la naturaleza humana ya no tiene telos, es decir, un fin como lo tuvo hasta
la modernidad. Ahora bien, ¿es necesario especificar el fin de la vida humana,
darle un sentido - contestar a la pregunta del catecismo – para qué nos ha creado
Dios - para poder derivar de dicho fin una idea de excelencia, de virtud?

Para construir una vida éticamente virtuosa, hacen falta pues los valores de
autoconciencia, de autodominio, de voluntad de compromiso, de demanda de
razones, de autocrítica, de apertura al cambio, de apoyo a la idea pública de
justicia. Son valores que motivan al individuo a no mostrarse indiferente frente a
los demás ni excesivamente tolerante. Se tiene que promover los valores de
libertad, igualdad y solidaridad para conseguir individuos responsables en todos
los sentidos (Victoria Camps).

2.7. Meditación personal sobre la vida ética


Objetivo: reflexionar sobre la vida ética y relacionarla con el comportamiento
personal.

Primer momento

Instalémonos cómodamente, guardemos un momento de silencio, pongamos el


teléfono en modo avión y empecemos a filosofar.

Segundo momento

Intentemos contestar personalmente a las siguientes preguntas:

¿Qué ocurre si me comporto éticamente?

¿Qué experiencias subyacen a semejante comportamiento?

¿Qué normas y valores están actuando ahí?

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¿De qué modo se lleva a cabo?

¿Qué significa el obrar ético en el conjunto de mi vida?

¿Cómo se presenta la tarea ética a mi conciencia?

¿Qué puedo reconocer como exigencia ética a partir de la experiencia de mi


propia realidad y de mis relaciones con los otros seres humanos, así como con
el mundo que me rodea?

¿Cómo se configura el desarrollo de esta exigencia?

Tercer momento

¿Qué puedo hacer para tener una vida éticamente virtuosa?

Pensar e identificar modelos de personas con una vida éticamente virtuosa

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3. Las virtudes según Aristóteles
El filósofo más destacado que ha estudiado las virtudes es, sin lugar a dudas,
Aristóteles a través de su libro La ética a Nicómaco. Allí se distinguen dos tipos
de virtudes: 1) las virtudes que perfeccionan el intelecto (virtudes intelectuales o
dianoéticas) y 2) las virtudes que perfeccionan la voluntad (virtudes éticas,
humanas, morales o noéticas).

Para determinar las virtudes intelectuales, Aristóteles partirá del análisis de las
funciones de la parte racional o cognitiva del alma, considerando varias
funciones: la función productiva, la función práctica y la función contemplativa o
teórica. A cada una de ellas le corresponderá una virtud propia que vendrá
representada por la realización del saber correspondiente.

Objetivo de este apartado: analizar las distintas virtudes propuestas por


Aristóteles, así como su modo de adquisición para apropiárselas.

3.1. Virtudes intelectuales


Las virtudes intelectuales son las que intervienen en la perfección de la parte
racional e intelectual del ser humano. Cuando el intelecto está bien dispuesto
para aquello a lo que su naturaleza apunta, es decir para el conocimiento o
posesión de la verdad, decimos que dicho intelecto es virtuoso y bueno. Las
virtudes intelectuales perfeccionan al hombre en relación al conocimiento y la
verdad, y se adquieren mediante la instrucción y la educación. Las virtudes
intelectuales se dividen a su vez en dos categorías: a) las que se refieren al
conocimiento teórico y especulativo y b) las que remiten al conocimiento práctico.

25
3.1.1 Virtudes relativas al conocimiento teórico y especulativo
- Virtud de ciencia (Episteme): Se trata de la aptitud para la demostración de las
relaciones necesarias existentes entre las cosas; es decir la capacidad de
búsqueda de evidencias y ordenación de las mismas, de forma deductiva e
inductivamente.

- Virtud de intelecto (Noûs o inteligencia): consiste en la habilidad para captar


intuitivamente la verdad de los primeros principios de las ciencias. El intelecto es
el conocimiento de los axiomas básicos de la inteligencia, tanto en su uso teórico
como práctico. Se distinguen tres principios (o Hábitos) del intelecto: 1) principio
de no-contradicción, 2) principio de identidad y 3) principio de causalidad.

- Virtud de sabiduría (Sophia o sapiencia): Es la capacidad para avanzar hasta


los últimos y supremos fundamentos de la verdad. La sabiduría implica el
conocimiento del sentido de las cosas, es decir entender las cosas en todas sus
dimensiones y la capacidad de hacerse cargo de la realidad. Hay que ser sabio
como un profesor, para poder transmitir esta virtud a los alumnos.

La virtud de sabiduría tiene también funciones contemplativas o teóricas, propias


del conocimiento científico (Matemáticas, Física, Metafísica) y representa el
grado más elevado de virtud, ya que tiene por objeto la determinación de lo
verdadero y lo falso, del bien y del mal.

Dado que la sabiduría es el hábito de captar la verdad a través de la


demostración, ésta representa el nivel más elevado de virtud al que puede
aspirar el hombre, y Aristóteles la identifica con la verdadera felicidad. Es la virtud
por excelencia del filósofo.

En efecto, el saber teórico no "sirve" para nada ulterior, no es un medio para


ningún otro fin, sino que es un fin en sí mismo que tiene su placer propio. Sin
embargo, con respecto a las virtudes éticas, el hombre debe atender a todas las
facetas de su naturaleza, por lo que necesariamente ha de gozar de un
determinado grado de bienestar material si quiere estar en condiciones de poder
acceder a la sabiduría. De ahí la estrecha relación entre la virtud de sabiduría y
las virtudes éticas.

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3.1.2. Virtudes relativas al conocimiento práctico
- Virtud del arte (Tékhne): Es la habilidad para la creación y la modificación de
las cosas. El arte es un hábito que perfecciona las acciones productivas,
dotándolas de eficacia. El conocimiento o dominio de un arte significa la
realización de la función productiva.

- Virtud de prudencia (Phronesis): consiste en saber dirigir correctamente la vida.


Esta virtud nos permite distinguir lo que es bueno de lo que es malo y encontrar
los medios adecuados para nuestros fines verdaderos. La prudencia es la razón
que juzga rectamente sobre lo que se ha de hacer: juzga en el terreno moral
y regula la felicidad de las acciones. Esta virtud es fundamental a la hora de
formar a una persona y sirve para pensar y para vivir. Las personas prudentes
toman decisiones adecuadas a la realidad y responden como deben hacerlo en
el momento oportuno. Esta virtud se sitúa a caballo entre las virtudes
intelectuales y las virtudes éticas.

3.1.3. ¿Cómo se produce el desarrollo intelectual y cómo se


usa?
Como ya hablado, las virtudes son hábitos que se adquieren por la práctica
repetida. En cuanto a los hábitos, digamos que son disposiciones permanentes,
que nos forman y educan como personas, nos facilita el pensar y el sentir de una
manera u otra. En esta perspectiva, los hábitos constituyen lo que somos y nos
ayuda a desarrollar lo que somos en el tiempo de modo continuo. Existen tres
tipos de hábitos:

- los hábitos conscientes: que tienen que ver con lo que uno decide hacer; son
importantes y requieren un trabajo para hacerse propios;

- los hábitos inconscientes: no reflexionamos sobre ellos; se transmiten por el


mundo, por cercanía;

- los hábitos intermedios: hay cierta conciencia de ellos, pero al mismo tiempo
esa conciencia no es clara; son hábitos semiinconscientes.

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Con respecto al modo especifico de desarrollo intelectual, hay que recordar que
la vida intelectual es una manera de absorber las cosas que nos vienen desde
fuera. La inteligencia nos permite resolver problemas de diferentes maneras. En
este sentido, el desarrollo intelectual tiene diferentes usos:

- El uso teórico es, según Aristóteles, el nivel más alto y profundo de la


inteligencia, capaz de ver las ideas abstractas en las cosas. Es propia de
aquellas personas que se paran a pensar de manera activa sobre lo que tenemos
delante para ver lo que hay detrás.

- El uso práctico: busca la actuación sobre la realidad más que la búsqueda de


la verdad. Este uso interviene en la resolución de problemas, de ahí la
importancia de su valoración social.

- El uso técnico: interviene en la resolución física de las cosas, no tanto la


búsqueda del bien sino la eficacia de la acción.

- El uso social: Es la parte de las virtudes intelectuales más valorada. Se trata de


la capacidad de entender a los demás y de convivir armónicamente con ellos.

A la función práctica y social, se asocia la actividad del pensamiento que


reflexiona sobre la vida ética y política del hombre tratando de dirigirla; le
corresponde la virtud de la prudencia o racionalidad práctica.

Mediante la prudencia estamos en condiciones de elegir las reglas correctas de


comportamiento por las que regular nuestra conducta y la vida en sociedad. No
es el resultado, pues, de la adquisición de una ciencia, sino más bien el fruto de
la experiencia.

La prudencia es una virtud fundamental de la vida ética del hombre, sin la cual
difícilmente podremos adquirir las virtudes éticas. Aplicada a las distintas facetas
de la vida, privada y pública, del hombre tenemos distintos tipos de prudencia
(individual, familiar, política).

De modo general, hay que fomentar todos los “tipos” de inteligencia, ya que la
inteligencia de las personas sirve para buscar la Verdad, la Belleza y el Bien.
Una persona con pensamiento crítico es una persona que busca la verdad y que
va creando una estructura para ello. La verdad no es lo que él quiere sino la va

28
descubriendo a través de su relación los demás y con las realidades que lo
rodean.

3.2. Las virtudes éticas


Para determinar las virtudes éticas, Aristóteles parte del análisis de la acción
humana, implicando la perfección de la voluntad. Las virtudes éticas son hábitos
selectivos que consisten en un término medio (entre el exceso y el defecto)
relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría
el hombre prudente. Se adquieren mediante la repetición y la costumbre. En la
reflexión de Aristóteles, se distinguen principalmente tres virtudes éticas: el valor,
la templanza y la liberalidad.

3.2.1. La virtud del valor


El Valor es el término medio entre la temeridad y la cobardía. Estas dos últimas
pasiones implican exceso y defecto: la persona temeraria peca por exceso al no
temer lo que debiera mientras que el cobarde lo hace por defecto ya que teme lo
que no debe.

A la virtud del valor, se le asocian los conceptos de valentía, de coraje, de


fortaleza o de fuerza. Se trata de la capacidad de luchar y esforzarse por
conseguir bienes arduos, cosa fundamental para el desarrollo interno de las
personas.

Esta virtud consiste en la lucha contra el mal o la injusticia y permite al ser


humano oponerse a las tentaciones que le alejan del bien. La función natural del
valor es oponerse a aquello que nos puede desviar del bien.

Es una fuerza interior capaz de resistir y alejar todo aquello que está reconocido
malo para sí o para los demás, de indignarse y luchar contra la injusticia, de
comprometerse para hacer avanzar las ideas, para testimoniar, para soportar,
para endurar, para perseverar, etc. (Jean-Guilhem Xeri, Prenez soin de votre
ame, p. 199).

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3.2.2. La virtud de la templanza
La templanza representa el término medio entre el desenfreno y la insensibilidad.
El desenfrenado es aquel que cae en todos los excesos posibles mientras el
insensible es aquel que es incapaz de cualquier deseo (como una piedra).

La templanza es la virtud que regula internamente las propias tendencias en


función del bien y en las relaciones consigo mismo. Hace que la persona sea
dueña de la propia vida y dueña de sí misma; es la virtud del autocontrol, del
autodominio o del autogobierno.

La templanza refiere también a la moderación, la simplicidad, justa medida o la


sobriedad. En este sentido la templanza no es privación, sino que tiende a
reorientar nuestros deseos, nos invita a liberarnos de nuestros deseos parciales
e insatisfactorios y permite sustraernos de las pulsiones del cuerpo. En la
práctica, la sobriedad es la justa necesidad, el renunciamiento al superfluo. Por
ejemplos, los proyectos incesantes, las ambiciones, la búsqueda de fama, etc.

3.2.3. La virtud de la liberalidad o generosidad


La liberalidad es la virtud que modera el apego al dinero y permite usarlo como
conviene. Esta virtud permite realizar principalmente dos cosas: por una parte,
la adquisición y conservación del dinero por el propio trabajo y, por otra, su
distribución, tanto para con la propia familia o allegados, como para los demás.

El vicio por exceso con respecto a la liberalidad es la prodigalidad y, por defecto,


la avaricia. La prodigalidad es un deseo deficiente de dinero, que se desborda
en la donación de riquezas y es deficiente en su conservación y adquisición.
La avaricia es un amor desproporcionado a los bienes materiales, que falla en
su donación y se excede en su obtención y retención.

La generosidad se desvirtúa por el modo de dar, como quien da con soberbia, y


también por la intención desordenada, como el dar para recibir o para ser visto
por otros. Para regularla hace falta el sentido de la prudencia, encargada de
juzgar donde está el modo equilibrado de activar en cada caso concreto.

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La prudencia juega un papel rector en la vida ética e indica lo adecuado a hacer
en cada momento. Es la madre y la medida de todas las virtudes. Es una regla
de orden, de proporción, de escoger la respuesta adecuada de todas las virtudes.

Se asocia también a la liberalidad la virtud de justicia, que es el permanente


deseo de dar a cada cual lo que le corresponde. Regula la relación de la persona
con la sociedad y con la vida social. Cada uno requiere un nivel
de justicia diferente, trato diferente y una justicia adecuada a su realidad. A cada
uno le corresponde lo que le corresponde. A mayor madurez, mayor sentido de
la justicia.

3.3. ¿Cómo se adquieren las virtudes éticas?


A lo largo de nuestra vida nos vamos forjando una forma de ser, un carácter
(éthos), a través de nuestras acciones, en relación con la parte apetitiva y volitiva
de nuestra naturaleza. Para determinar cuáles son las virtudes propias de ella,
Aristóteles procederá al análisis de la acción humana, determinando que hay tres
aspectos fundamentales que intervienen en ella: la volición, la deliberación y la
decisión. Es decir que, cuando queremos algo, deliberamos sobre la mejor
manera de conseguirlo y tomamos una decisión acerca de la acción que
debemos emprender para alcanzar el fin propuesto.

Dado que la voluntad está naturalmente orientada hacia el bien, la deliberación


no versa sobre lo que queremos, sobre la volición, sino solamente sobre los
medios para conseguirlo. La naturaleza de cada sustancia tiende hacia
determinados fines que le son propios, por lo que también en el hombre los fines
o bienes a los que puede aspirar están ya determinados por la propia naturaleza
humana.

Sobre la primera fase de la acción humana, por lo tanto, sobre la volición, poco
hay que decir. Sin embargo, no es así sobre la segunda, es decir la deliberación
sobre los medios para conseguir lo que por naturaleza deseamos, y sobre la
tercera, la decisión acerca de la conducta que hemos de adoptar para
conseguirlo.

31
Estas dos fases establecen una clara subordinación al pensamiento de la
determinación de nuestra conducta, y exigen el recurso a la experiencia para
poder determinar lo acertado o no de nuestras decisiones.

La deliberación sobre los medios supone una reflexión sobre las distintas
opciones que se me presentan para conseguir un fin. Una vez elegida (decisión)
una de las opciones, y ejecutada, sabré si me ha permitido conseguir el fin
propuesto o me ha alejado de él. Si la decisión ha sido correcta, la repetiré en
futuras ocasiones, llegando a "automatizarse", es decir, a convertirse en una
forma habitual de conducta en similares ocasiones.

Es la repetición de las buenas decisiones, por lo tanto, lo que genera en el


hombre el hábito de comportarse adecuadamente. Y en este hábito consiste la
virtud. (No me porto bien porque soy bueno, sino que soy bueno porque me porto
bien). Por el contrario, si la decisión adoptada no es correcta, y persisto en ella,
generaré un hábito contrario al anterior basado en la repetición de malas
decisiones, es decir, un vicio.

Virtudes y vicios hacen referencia, por lo tanto, a la forma habitual de


comportamiento, por lo que se define la virtud ética como un hábito, el hábito de
decidir bien y conforme a una regla, la de la elección del término medio óptimo
entre dos extremos. La virtud es, por tanto, un hábito selectivo, consistente en
una posición intermedia para nosotros, determinada por la razón y tal como la
determinaría el hombre prudente.

Se trata de la posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro
por defecto. Y así, unos vicios pecan por defecto y otros por exceso de lo debido
en las pasiones y en las acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el
término medio.

Por lo cual, según su sustancia y la definición que expresa su esencia, la virtud


es medio, pero desde el punto de vista de la perfección y del bien, es
extremo (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro 2, 6). Este término medio no
consiste en la media aritmética entre dos cantidades, de modo que si
consideramos poco 2 y mucho 10 el término medio sería 6.

32
Por ejemplo, si para alguien es mucho comer por valor de diez calorías, y poco
por valor de 2, no por esto el maestro de gimnasia prescribirá una comida de seis
calorías a todos, pues también esto podría ser mucho o poco para quien hubiera
de tomarla: poco para un veterano, y mucho para quien empiece los ejercicios
gimnásticos.

Y lo mismo en la carrera y en la lucha. Así, todo conocedor rehúye el exceso y


el defecto, buscando y prefiriendo el término medio, pero el término medio no de
la cosa, sino para nosotros. De ahí, se reconoce que no hay una forma de
comportamiento universal y estándar en la que pueda decirse que consiste la
virtud.

Es a través de la experiencia, de nuestra experiencia, como podemos ir forjando


ese hábito, mediante la persistencia en la adopción de decisiones correctas, en
que consiste la virtud. Nuestras características personales, las condiciones en
las que se desarrolla nuestra existencia, las diferencias individuales, son
elementos a considerar en la toma de una decisión y en la elección de nuestra
conducta.

Lo que para uno puede ser excesivo, para otro puede convertirse en el justo
término medio. La virtud mantendrá su nombre en ambos casos, aunque
actuando de dos formas distintas. No hay una forma universal de
comportamiento y sin embargo tampoco se afirma la relatividad de la virtud.

3.4. Relaciones entre virtudes intelectuales y virtudes éticas


La sabiduría teórica, la capacidad de comprensión y la prudencia son virtudes
intelectuales, mientras la liberalidad y la templanza son virtudes de carácter. Al
hablar de carácter de una persona, no se dice que es sabio o capaz de
comprender, sino que es dulce o moderado. Sin embargo, se elogia también al
sabio por su inclinación, y las inclinaciones que apelan los elogios, las llamamos
virtudes. De este modo, se hace difícil la distinción entre virtudes intelectuales y
virtudes éticas.

Al inicio del libro II de la Ética a Nicómaco, Aristóteles distingue claramente las


virtudes éticas de las virtudes intelectuales, incluso la prudencia (frónesis), a la
33
vez con referencia a las facultades del alma y en función de sus modos de
adquisición respectivos:

Está establecido que la virtud es doble, virtud intelectual y virtud de carácter; es


principalmente a la instrucción que la virtud intelectual debe su génesis y su
desarrollo, y es precisamente porque ella necesita de experiencia y tiempo,
mientras que la virtud de carácter resulta del hábito, de ahí su nombre, que es
una leve inclinación de “habito”.

Sin embargo, el hecho de mencionar la prudencia establece una relación entre


virtudes éticas y virtudes intelectuales sin distinción explicita. Así, algunos
pensadores estiman que se trata de una interpretación sentimentalista al
considerar que las virtudes de carácter serían unas aptitudes habituales a
experimentar, de manera apropiada, sentimientos tales como el placer, el
desconcierto, la colera o la vergüenza y que procederían exclusivamente de la
parte irracional del alma.

Pues, se considera que la virtud ética implicaría directamente la rectitud de la


decisión y sería un estado racional, porque está en parte constituida por el hecho
de bien deliberar. La disposición que permite al individuo virtuoso adoptar fines
buenos y la prudencia se combinen de manera a constituir un estado
disposicional unificado, de modo que la virtud ética está ella misma parcialmente
constituida por la prudencia.

Esas divergencias confirman que estamos, en todo caso, ante dos cuestiones:
a) la virtud de la que es cuestión es más bien una disposición, una capacidad o
un estado, o bien es preciso ver en ella una tendencia, una inclinación a actuar
de tal o tal manera; b) la virtud de carácter está determinada, en algún modo del
exterior, por la racionalidad práctica, o bien es ya racional (Note sur la notion
d’hexis proairetikê).

3.5. Modo de adquisición de las virtudes


Dado que existen una variedad de virtudes, también variado será su modo de
adquisición. De ahí, se destaca el siguiente proceso:

34
1) Sensibilización de las personas hacia los temas éticos: saber descubrir
cuándo una decisión tiene una especial significación moral y entender por qué;

2) Conocer qué hay que hacer en cada caso, aplicando a la situación concreta
los principios morales generales;

3) Desarrollar la capacidad de hacer lo que ha sido deliberado;

4) Desarrollar la voluntad necesaria para llevar a cabo lo decidido, superando las


dificultades, y, sobre todo, la tentación de dejarse llevar por compensaciones a
corto plazo a costa de las posibilidades de las mejores acciones futuras.

Sin embargo, poner efectivamente en práctica esos nobles principios no suele


ser fácil ya que en determinadas ocasiones nos vemos confrontados al principio
de la realidad que nos impide llevar a cabo nuestra buena voluntad virtuosa.
Pues, los valores dominantes en la sociedad actual no respaldan la existencia
de valores morales sólidos:

- Somos individualistas: domina la conciencia de fines personales, no


compartidos;

- Somos utilitaristas: el valor de las cosas, de las personas y de las acciones se


mide por sus resultados, sobre todo materiales.

- Somos emotivistas: reaccionamos más ante lo que nos hace sentir bien que
ante lo que es nuestro deber; hemos perdido buena parte del sentido de
responsabilidad personal y estamos más bien por una concepción relativista de
la ética.

Como ya lo hemos dicho, las virtudes son hábitos operativos y adquiridos, que
se desarrollan mediante la repetición deliberada, esforzada y voluntaria de actos
que tratan de ser cada vez mejores. Este proceso de adquisición y de crecimiento
de las virtudes morales tiene lugar cuando la persona se esfuerza por conseguir
lo que es bueno para ella y para los demás.

Cada vez que la persona es capaz de resistir la tentación de hacer algo que es
más agradable para ella o que le produce beneficios inmediatos, para hacer algo
que piensa que es mejor para ella y para los demás, está desarrollando sus
virtudes.

35
Desarrollar virtudes supone, en primer lugar, una capacidad intelectual: entender
las consecuencias de las decisiones y aprender a buscar y valorar las
alternativas. Y después, hace falta una capacidad de la voluntad, para querer
eficazmente la alternativa mejor, venciendo así la resistencia que crean las
satisfacciones inmediatas, el orgullo, el halago, etc. Es así que podremos adquirir
las virtudes auténticas.

3.6. ¿Qué tenemos que hacer para adquirir las virtudes?


Los hábitos se adquieren mediante la repetición de actos; requieren, por tanto,
el ejercicio de la voluntad, pero no se adquieren mediante “esfuerzo de voluntad”,
sino simplemente llevando a cabo acciones buenas en sus distintas
dimensiones. Al hacerlo, estamos aprendiendo a comportarnos bien.

Una persona no virtuosa puede llevar a cabo una acción buena, sea por sus
buenas disposiciones naturales, sea por casualidad, o sea porque le interesa en
un caso concreto; pero si le falta el entrenamiento de la virtud, es fácil que se
deje llevar por sus emociones y deseos.

Ahora bien, ¿no estamos exigiendo unas capacidades sobrehumanas? En


realidad, la adquisición de virtudes desarrolla la capacidad de identificar los
problemas éticos en las decisiones que se han de tomar, el hábito de entender
la naturaleza social de esos problemas y los criterios que harán posible su
solución, la capacidad de encontrar alternativas factibles y moralmente
correctas, y la fuerza de voluntad para ponerlas en práctica. Esto resuelve las
dificultades con las que nos encontramos cuando tratamos de actuar de manera
éticamente correcta.

Este proceso es dinámico y depende de nuestro aprendizaje: cada vez que


tomamos decisiones, vamos desarrollando, positivo o negativamente, nuestra
capacidad para tomar buenas decisiones en el futuro. De modo que el carácter
ético de una decisión dependerá del desarrollo de la capacidad moral del agente,
es decir de su capacidad para conocer en cada decisión qué es lo bueno y de su
capacidad para hacerlo, venciendo las resistencias (principalmente las internas

36
del propio agente) que le dificultan llevarlo a cabo. Esto es lo que queremos decir
cuando afirmamos que la ética consiste en el desarrollo de las virtudes.

Decidirse a comportarse éticamente significa complicarse la vida. Se trata de


estar obligado a preguntarse por los efectos de las decisiones sobre los demás,
a prestar atención a las necesidades de otros, a preguntarse cuál es la mejor
decisión, en cada caso, y a alejarse de la comodidad y seguridad de lo que todos
hacen, de las recetas precocinadas.

En definitiva, obliga a preguntarse en cada caso qué es lo que se busca de


verdad, cuán recta es la intención. Y esto no es fácil, sobre todo cuando nos
enfrentamos a la necesidad de cambios profundos en nuestra existencia.

Ser ético nos complica la vida, pero es la única manera de llegar a ser buenas
personas, buenos ciudadanos, buenos religiosos, etc. Y la virtud desarrolla la
capacidad de entender por qué hay que ser ético, de identificar las oportunidades
de serlo, de buscar la mejor manera de conseguirlo y de tener la fuerza de
voluntad para hacerlo.

Hay que añadir y recordar que nadie nace siendo virtuoso. Los argumentos
teóricos, los códigos de conductas, los incentivos (premios y castigos) y el apoyo
social pueden motivar a empezar a actuar de manera virtuosa. En la medida en
que perseveramos en ese intento, estaremos desarrollando nuestra capacidad
futura para seguir avanzando. Y ese proceso no tiene fin: siempre podremos ser
más éticos (Las virtudes en los directivos).

3.7. Meditación personal sobre las virtudes éticas


El objetivo es de ayudar a apropiarnos de la noción de virtud ética, tal como lo
expone Aristóteles y rememoremos estas palabras: “Los hábitos se adquieren
mediante la repetición de actos; requieren, por tanto, el ejercicio de la voluntad,
pero no se adquieren mediante “esfuerzo de voluntad”, sino simplemente
llevando a cabo acciones buenas en sus distintas dimensiones. Al hacerlo,
estamos aprendiendo a comportarnos bien”.

37
Las virtudes éticas son hábitos selectivos que consisten en un término medio
(entre el exceso y el defecto) relativo a nosotros, determinado por la razón y por
aquella por la cual decidiría el hombre prudente. Se distinguen principalmente
tres virtudes éticas: el valor, la templanza y la liberalidad.

Reflexionar sobre las siguientes etapas de la adquisición de la virtud:

1) Sensibilización de las personas hacia los temas éticos: saber descubrir


cuándo una decisión tiene una especial significación moral y entender por qué;

2) Conocer qué hay que hacer en cada caso, aplicando a la situación concreta
los principios morales generales;

3) Desarrollar la capacidad de hacer lo que ha sido deliberado;

4) Desarrollar la voluntad necesaria para llevar a cabo lo decidido, superando las


dificultades, y, sobre todo, la tentación de dejarse llevar por compensaciones a
corto plazo a costa de las posibilidades de las mejores acciones futuras.

¿En qué las siguientes descripciones reflejan mi vida personal?

Los valores dominantes en la sociedad actual no respaldan la existencia de


valores morales sólidos:

- Somos individualistas: domina la conciencia de fines personales, no


compartidos;

- Somos utilitaristas: el valor de las cosas, de las personas y de las acciones se


mide por sus resultados, sobre todo materiales.

- Somos emotivistas: reaccionamos más ante lo que nos hace sentir bien que
ante lo que es nuestro deber; hemos perdido buena parte del sentido de
responsabilidad personal y estamos más bien por una concepción relativista de
la ética.

Reflexionar sobre las dificultades en el momento de adoptar decisiones éticas y


virtuosas.

38
La virtud ética obliga a preguntarse en cada caso qué es lo que se busca de
verdad, cuán recta es la intención. Y esto no es fácil, sobre todo cuando nos
enfrentamos a la necesidad de cambios profundos en nuestra existencia.

39
4. Las virtudes en la tradición cristiana
El objetivo de este apartado es conocer las virtudes que han tenido más
repercusión en la tradición cristiana y que deberían guiar la vida de todo cristiano.

4.1. Intento de definición


En las Sagradas Escrituras y la tradición cristiana, existe un interés particular
para las virtudes, ya que son constitutivas de la doctrina teológica y moral de la
Iglesia. Se reconoce con San Pablo que: “Todo cuanto hay de verdadero, de
noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa
digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4,8).

El sentido primitivo de la palabra “virtud” (del latín virtus, que deriva de vir,
hombre) es el de fuerza o de vigor. En el Antiguo Testamento, virtud se aplica
sobre todo a la potencia de Dios (Ps 65,7; 111,6). En el Nuevo Testamento, se
trata de una fuerza eficaz: así acerca de Jesús que cura, se dice: “una virtud
salía de él” (Mc 5,30).

Esta aptitud puede proceder de la naturaleza misma del ser humano y se llama
virtud natural o hábito. Las virtudes naturales se adquieren mediante ejercicio
prolongado (virtudes adquiridas); perfeccionan la naturaleza y la defienden
contra las tentaciones: así la humildad, la paciencia, la castidad… Pueden ser
virtudes morales, sociales; pero las principales virtudes naturales que sostienen
las demás son llamadas cardinales.

Siguiendo la subdivisión de Aristóteles, la doctrina eclesial contempla dos


categorías de virtudes: las virtudes teologales y las virtudes cardinales. Se
considera que la disposición a hacer el bien puede también ser dada por Dios.
Se habla pues de virtudes sobrenaturales, infusas o innatas. Por estos dones, el
ser humano se vuelve capaz de obrar de una manera digna de Dios.

La Sagrada Escritura (1Co 13,13) y la Tradición destacan bajo el nombre de


virtudes teologales tres de esas virtudes sobrenaturales: la fe, la esperanza y la
caridad, porque son específicamente dones de Dios y participación en la vida de
Dios (TEO, p. 825). Se puede establecer cierto paralelismo o relación entre estas

40
virtudes y las virtudes intelectuales de Aristóteles sobre que hemos reflexionado
(ciencia, inteligencia, sabiduría, arte, la prudencia).

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la virtud es una disposición habitual y


firme a hacer el bien. Permite a la persona no solo realizar actos buenos, sino
dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la
persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones
concretas.

Se habla de virtudes humanas, éticas o morales, que son actitudes firmes,


disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la
voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra
conducta según la razón. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una
vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.

Las virtudes cardinales, son consideradas como frutos y gérmenes de los actos
moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para
armonizarse con el amor divino. Se las llaman también virtudes humanas,
morales o éticas y se adquieren mediante las fuerzas humanas.

En otras palabras, las virtudes humanas son adquiridas mediante la educación,


los actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo,
y son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el
carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al
practicarlas.

4.2. Las virtudes en algunos pensadores y teólogos cristianos


Para San Agustin, por ejemplo, vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con
todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Para él, Obedecer solo a
Dios corresponde a la justicia; Velar para discernir todas las cosas por miedo a
dejarse sorprender por la astucia y la mentira es prudencia; Entregar a Dios un
amor entero es observar la templanza; Tener un amor que ninguna desgracia
puede derribar es fortaleza.

41
La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del
bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre
desinteresada y generosa; es amistad y comunión: “La culminación de todas
nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él
corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustin).

San Gregorio de Nisa reconoce que “El objetivo de una vida virtuosa consiste en
llegar a ser semejante a Dios (S. Gregorio de Nisa, beat.1).

S. Basilio: O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la
disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos
parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor
del que manda… y entonces estamos en la disposición de hijos.

Isaac el Siro: “la virtud es naturalmente la salud del alma”. La virtud aquí es el
respeto de del uso natural de nuestras facultades interiores, es decir la
disposición a actuar de acuerdo con nuestra naturaleza.

Máximo el Confesor establece un paralelo: “lo que la salud está al cuerpo


viviente, la virtud lo está con respecto al alma”.

En definitiva, para los Padres del desierto, el ser humano respeta su naturaleza
cuando utiliza en buen sentido según sus dimensiones lógica, epistémica y
témica y sus facultades de memoria e imaginación en la finalidad por la que
existen.

4.3. Las virtudes cardinales


La doctrina de la Iglesia retiene principalmente cuatro virtudes morales que
desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama “cardinales”; todas las
demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza
y la templanza. Aquí reencontramos de algún modo las virtudes éticas según
Aristóteles (valentía, templanza, liberalidad, incluso la justicia, la prudencia).
Aparece una correspondencia perfecta entre las virtudes filosóficas o éticas y las
virtudes cardinales en la doctrina cristiana.

42
“¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña
la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8,7).

La prudencia: es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda


circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo.
“El hombre cauto medita sus pasos” (Pr. 14,15). La prudencia es la “regla recta
de la acción” (S. Tomas, s.th. 2-2,47,2), siguiendo a Aristóteles. No se confunde
con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es el motor de las
demás virtudes, indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía
directamente el juicio de conciencia.

El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a


esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y
superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos
evitar.

La justicia: es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar


a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la
virtud de religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los
derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que
promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo,
evocado constantemente en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud
habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo.

La fortaleza: es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la


constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las
tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza
hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las
pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio
de la propia vida por defender una causa justa.

La templanza: es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y


procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la
voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad.
La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una
sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (Si

43
5,2); no vayas detrás de tus pasiones, tus deseos, refrena” (Si 18,30). Es llamada
también moderación o sobriedad.

4.4. Dones y frutos del Espíritu Santo


Además, en la tradición cristiana, se considera que la vida moral de los cristianos
está sostenida por los dones del Espíritu Santo, disposiciones permanentes que
hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo. Se destacan
siete dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor
de Dios. Aquí hay un poco de mescla entre virtudes intelectuales (sabiduría,
inteligencia, ciencia) y virtudes éticas (fortaleza).

En cuanto a los frutos, en número de doce, son perfecciones que forma en


nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna: caridad, gozo, paz,
paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, felicidad,
modestia, continencia, castidad.

Esos frutos aparecen como consecuencias positivas o efectos benéficos que se


producen en nosotros cuando practicamos determinadas virtudes. Se trata de
valores o cualidades que aqueramos al practicar las virtudes.

4.5. ¿Cómo actúa la dimensión ética en el ser humano?


El ser humano es un ser relacional que vive su ser en relación principalmente en
tres ámbitos o ambientes:

- Relación consigo mismo: que demarca el espacio ético. Es la capacidad de


tener una vida equilibrada y desarrollarse personalmente, y de tener una relación
psicológicamente sana con uno mismo; es importante tener una autoestima
adecuada. Este espacio en uno mismo es un ámbito de absoluta intimidad, su
interioridad.

- Relación con los familiares: que articula el espacio de la vida familiar. Es lo que
uno espera, siente y piensa acerca de su propia familia. La posibilidad de
desarrollarse dentro del ámbito familiar y la familia como centro de la sociedad.

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Somos en gran parte lo que hemos recibido en nuestra familia. Es un ámbito de
intimidad, aunque menos que el anterior.

- Relaciones con los demás, con sus conciudadanos, con la sociedad: este
ámbito es el de menos intimidad y constituye la vida política y pública. Cuando
existe armonía y coherencia entre la forma de ser en el ámbito privado y la de
ser en el ámbito social, es que la persona ha sabido desarrollar armónicamente
su dimensión moral y social.

- Se puede también complementar el modo relacional del ser humano, añadiendo


su relación con la transcendencia o Dios, es decir el ámbito a la vez privado,
personal y abierto a lo desconocido, a lo más alto, a lo sublimo. El ser humano
desea algo más de lo que tiene o de lo que es. Es un ser transcendental abierto
a lo infinito.

Aristóteles, una de las mentes más brillantes en la historia de la humanidad,


escribió hace miles de años acerca de las virtudes que tenemos que tener para
vivir una vida buena, feliz y, sobre todo, con significado. No es necesariamente
la felicidad hedonista, sino la que está en armonía con el entorno, con los otros
hombres, con el universo e incluso con lo divino. Cada una de estas virtudes es
un justo medio, es decir, enseña la moderación.

La ética no es solo un estudio teórico. Contrariamente a toda capacidad


intelectual, las virtudes de carácter son disposiciones a obrar de cierta manera
en respuesta a situaciones similares, los hábitos de comportarse de cierta
manera. Así, la buena conducta procede de hábitos que, por su parte, no pueden
ser adquiridos que, por acciones y correcciones repetidas, haciendo de la ética
una disciplina intensamente práctica.

Cada una de las virtudes es un estado que busca naturalmente su media relativa
a nosotros. Según Aristóteles, el hábito virtuoso de la acción es siempre un
estado intermedio entre los vicios opuestos del exceso y de la carencia:
demasiado y demasiado poco son siempre falsos; el buen tipo de acción reside
siempre en el medio.

Por ejemplo, la templanza es el medio entre el exceso (o la sobre indulgencia) y


la deficiencia (o la insensibilidad). Así, una persona no beberá en exceso, pero

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podrá disfrutar de un vaso de vino cuando la ocasión lo amerita. Al enseñar un
camino medio, las virtudes representan parámetros de perfección del ser
humano, para nosotros cristianos o religiosos, camino de santidad o de vida
plena.

4.6. Ejercicio: determinación del justo medio de algunas


actitudes y comportamientos
1. Valentía: El punto medio entre la cobardía y la imprudencia. Para actuar ante
el peligro: el coraje o la valentía es un medio entre el exceso de precipitación en
la acción y falta de cobardía.

2. Templanza: El punto medio entre la sobre indulgencia y la insensibilidad. La


templanza es un medio entre exceso de la inmoderación y la insuficiencia de
insensibilidad en el gozo de placeres.

3. Liberalidad o caridad: El justo medio entre la tacañería y la dadivosidad


irresponsable. Ante el dinero, la generosidad es un medio entre el exceso de
despilfarro y la falta de avaricia.

4. Magnificencia: Esta es la virtud de vivir con abundancia. Yace en el medio


entre el recato y la vulgaridad. El filósofo está en contra de la mortificación
ascética, pero no gusta de lo ostentoso.

5. Magnanimidad: Esta es la virtud que regula el orgullo y está en el medio entre


la falsa modestia y el delirio de grandeza. Tiene la función de desarrollar también
la autoconfianza y el amor propio. En relación con la autoestima, es un medio
entre el exceso de vanidad y la falta de pusilanimidad.

6. Paciencia: Esta es la virtud que controla el temperamento y permite que una


persona no sea víctima de excesos emocionales. Sin embargo, debe tenerse
cuidado de no caer en la pasividad. Hay momentos que merecen el enojo.

7. Honestidad: Aquí, el justo medio yace entre el vicio de la mentira y el vicio de


no tener tacto para saber cuándo es mejor no hablar.

8. Ingenio: El punto medio entre la bufonería y el aburrimiento.

46
9. Amigabilidad: Para Aristóteles, la amistad es parte central del sentido de la
vida. No obstante, se debe evitar ser demasiado amistoso, de tal forma que no
nos dediquemos a otras cosas importantes. En las relaciones con los extranjeros,
ser amigable es un medio entre el exceso de ser gratificante y la insuficiencia de
agresividad.

10. Vergüenza: Aunque hoy la vergüenza está devaluada, de hecho, puede ser
una importante virtud moral, no en el sentido de que nos avergüence ser quienes
somos o hacer lo que queremos hacer, sino en el sentido de que sintamos
verdadera pena y arrepentimiento por nuestros errores. El punto medio entre ser
miedosos y demasiado osados.

11. Justicia: La virtud de ser equitativos yace en el medio entre el egoísmo y la


falta de amor propio.

Remarquemos que la aplicación de esta teoría de la virtud exige mucha


flexibilidad: la amabilidad está más cerca de su exceso que de su carencia.
Mientas que poca gente está naturalmente inclinada a subestimar el placer, no
es por tanto inhabitual de descuidar o ignorar uno de los extremos en cada uno
de esos casos y de considerar simplemente la virtud como el contrario del otro
vicio.

Aunque el análisis pueda ser complicado o deficiente en ciertas situaciones, el


plano general de la doctrina ética de Aristóteles está claro: evitar los extremos y
buscar la moderación en todas cosas.

4.7. Meditación personal sobre las virtudes naturales


Objetivo: examinarse a la luz de las distintas virtudes y destacar las que
configuran más el comportamiento propio.

Primer momento: rememorar las distintas virtudes:

1. Valentía: El punto medio entre la cobardía y la imprudencia. Para actuar ante


el peligro: el coraje o la valentía es un medio entre el exceso de precipitación en
la acción y falta de cobardía.

47
2. Templanza: El punto medio entre la sobre indulgencia y la insensibilidad. La
templanza es un medio entre exceso de la inmoderación y la insuficiencia de
insensibilidad en el gozo de placeres.

3. Liberalidad o caridad: El justo medio entre la tacañería y la dadivosidad


irresponsable. Ante el dinero, la generosidad es un medio entre el exceso de
despilfarro y la falta de avaricia.

4. Magnificencia: Esta es la virtud de vivir con abundancia. Yace en el medio


entre el recato y la vulgaridad. El filósofo está en contra de la mortificación
ascética, pero no gusta de lo ostentoso.

5. Magnanimidad: Esta es la virtud que regula el orgullo y está en el medio entre


la falsa modestia y el delirio de grandeza. Tiene la función de desarrollar también
la autoconfianza y el amor propio. En relación con la autoestima, es un medio
entre el exceso de vanidad y la falta de pusilanimidad.

6. Paciencia: Esta es la virtud que controla el temperamento y permite que una


persona no sea víctima de excesos emocionales. Sin embargo, debe tenerse
cuidado de no caer en la pasividad. Hay momentos que merecen el enojo.

7. Honestidad: Aquí, el justo medio yace entre el vicio de la mentira y el vicio de


no tener tacto para saber cuándo es mejor no hablar.

8. Ingenio: El punto medio entre la bufonería y el aburrimiento.

9. Amigabilidad: Para Aristóteles, la amistad es parte central del sentido de la


vida. No obstante, se debe evitar ser demasiado amistoso, de tal forma que no
nos dediquemos a otras cosas importantes. En las relaciones con los extranjeros,
ser amigable es un medio entre el exceso de ser gratificante y la insuficiencia de
agresividad.

10. Vergüenza: Aunque hoy la vergüenza está devaluada, de hecho, puede ser
una importante virtud moral, no en el sentido de que nos avergüence ser quienes
somos o hacer lo que queremos hacer, sino en el sentido de que sintamos
verdadera pena y arrepentimiento por nuestros errores. El punto medio entre ser
miedosos y demasiado osados.

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11. Justicia: La virtud de ser equitativos yace en el medio entre el egoísmo y la
falta de amor propio.

Segundo momento: pensar en ciertas actitudes de exceso o carencia en nuestra


vida

Remarquemos que la aplicación de la teoría de la virtud exige mucha flexibilidad:


la amabilidad está más cerca de su exceso que de su carencia. Mientas que
poca gente está naturalmente inclinada a subestimar el placer, no es por tanto
inhabitual de descuidar o ignorar uno de los extremos en cada uno de esos casos
y de considerar simplemente la virtud como el contrario del otro vicio.

Tercer momento

Intentar identificarnos a algunos rasgos de carácter de personas virtuosas

5. Relación entre virtudes, ética y valores


Objetivo: intentar aplicar la práctica de las virtudes en el ámbito personal, social,
profesional y religioso.

5.1. Virtudes y valores éticos


Victoria Camps considera que no debiera ser lícito hablar de excelencia sin
dotarla de un significado moral, ya que el término “excelencia” remite a la palabra
griega arete, que se traduce como la “virtud” o “excelencia de una cosa”. Por ello,
si queremos recuperar la idea de la excelencia profesional o religiosa, tenemos
que analizar qué virtudes o qué cualidades determinan dicha excelencia.

La prudencia aparece en primera posición, ya que es la virtud gracias a la cual


la persona que la ha adquirido es capaz de actuar bien porque sabe escoger el
término medio entre el exceso y el defecto; es la regla que define en general a

49
todas las virtudes. El hombre prudente es aquel que ha adquirido el “saber
práctico” que dicta cómo se debe actuar en cada momento.

Un saber – esto es básico- que no puede ser reducido a fórmulas, códigos o


recetas de ningún tipo, dado que cada situación es singular et requerirá una
decisión única. Sócrates, por ejemplo, cuando es acusado de pervertir a la
juventud y condenado a muerte, acepta la condena porque considera que su
obligación como ciudadano es cumplir la ley.

Por el contrario, Aristóteles, acusado y perseguido por razones similares, huye


de la ciudad con la excusa de que no quiere ofrecer a sus oponentes la
oportunidad de perpetrar otro crimen contra la filosofia.

¿Quién actuó mejor, Sócrates o Aristóteles? ¿Cuál de las dos conductas se


ajusta más a la frónesis? La respuesta es que las dos; pues todo depende de las
razones de una y otra para justificarlas.

La prudencia, en el sentido aristotélico, como síntesis del concepto de virtud, es


la actitud ética imprescindible para las llamadas “éticas aplicadas” que se usan
en el contexto hospitalario. Y eso nos interpela sobre todo a nosotros, Religiosos
Camilos.

Aquí, nos podemos preguntar ¿cuáles son las virtudes que convienen más para
desarrollar, sea como religiosos consagrados con votos, o sea como
profesionales comprometidos en el mundo de la salud como requiere nuestro
carisma? Y otra pregunta de orden más bien intelectual es si hay que llamarlas
virtudes o valores.

Antes de contestar a la primera pregunta que me parece más gruesa y densa,


aportamos algunas aclaraciones en cuanto a la relación entre virtud y valor.

Según algunas distinciones, el valor nombra un principio abstracto que da cuenta


de algo que nos es real. Por ejemplo, el deseo: desearíamos que el mundo fuera
más justo, que las libertades fueran más sólidas, que hubiera más respeto,
solidaridad y tolerancia.

Esos deseos son grandes valores que deberían guiar la conducta humana; son
valores que hemos ido acordando como básicos a lo largo de la historia y que

50
están recogidos en las declaraciones de derechos universales, en las
constituciones políticas y en el desarrollo legislativo de los países democráticos,
pero también en los códigos morales y religiosos.

Se puede coger el caso de los votos religiosos, que son también valores o
consejos evangelios (castidad, pobreza y obediencia, más el servicio a los
enfermos para nosotros Camilos). Son grandes valores que tenemos que vivir y
cumplir según nuestra constitución. Aquí no son meros deseos, sino compromiso
firme de cada uno de nosotros. Sin embargo, ¿qué pasa cuando uno no cumple
esos valores?

Los valores o grandes principios éticos deberían orientar en último término la


conducta humana, pero no siempre lo hacen. Y no lo hacen porque los
comportamientos humanos no son virtuosos. El concepto de virtud alude a algo
que no está incluido en la noción de valor y que es fundamental para explicar
qué debe hacer la persona para adecuar su conducta a los principios o valores
que dice reconocer como básicos.

A la virtud, se refiere Aristóteles como una disposición adquirida voluntariamente,


esto es una cualidad, una tendencia a actuar, una actitud, que el individuo debe
adquirir porque la virtud es innata. Convenís conmigo, que, en el caso de los
votos, no tienen que ver con las virtudes, porque son valores externos,
ordenamientos religiosos y jurídicos (canónicos), cuya observancia es obligatoria
para todos sin distinción.

La virtud, hay que adquirirla para que acabe formando parte de la personalidad
de cada uno, de su manera de ser, de su carácter o ethos. Las virtudes se
adquieren por la práctica, a partir de hábitos. Y porque hay que adquirirlas y
cultivarlas explícitamente, están muy vinculadas a la educación, pero no a la
educación teórica, sino a la práctica. El ejemplo es la imitación de los modelos
éticos, que son instrumentos más idóneos para adquirir virtudes.

La ética de las virtudes es el complemento adecuado para que la ética de


principios o grandes valores funcionen adecuadamente. Al vincular la ética no
tanto a normas, valores o principios abstractos, sino a la formación de la persona,
la ética de las virtudes aparece como aquello que hace falta para dos propósitos:

51
1) ampliar el contenido y extender el ámbito de los principios y valores
fundamentales y 2) aplicar esos valores y principios adecuadamente.

Volvamos ahora a la primera pregunta, la de saber, ¿cuáles pueden ser las


virtudes más relevantes que tenemos que practicar?

Como ya lo hemos hablado, la educación ética y la virtud consisten no en


conocer de memoria conceptos y normativas, sino en saber y querer llevarlos a
la práctica con prudencia. Saber escoger y tomar la decisión más correcta en
cada situación es algo que no viene determinado por los códigos ya establecidos.

De ahí podemos decir que aquello que importa no es tanto determinar cuáles
son las virtudes para nosotros, sino entender que la ética consiste en lo que
podríamos denominar “una disponibilidad virtuosa”, una manera de ser y de
actuar que debe conformar la personalidad de cada cual.

No es fácil orientarse éticamente en un mundo que prioriza el valor de la libertad


individual y la autonomía sin barrera. Tampoco es fácil enseñar ética en un
contexto que convierte en modélicos los comportamientos que conducen al éxito
material y a la acumulación de riqueza, y no a los que destacan por la
ejemplaridad moral.

Dado que la ética no se enseña solo con conocimientos teóricos, sino sobre todo
con la práctica, hay que reconocer la dificultad de hacerlo cuando el entorno en
el que vivimos no destaca especialmente la importancia de las virtudes éticas.

Según la filósofa alemana, Hanna Arendt, la integridad moral radica en el


pensamiento y el juicio; esto es en la capacidad de pensar antes de actuar con
el fin de emitir un juicio correcto sobre lo que se debe hacer. Pensar implica
distanciarse de uno mismo, de los propios intereses y deseos, tener en cuenta
al otro, un movimiento imprescindible para que la decisión tomada pueda ser
calificada de correcta.

Ser integro o ser prudente significa adquirir el nivel “posconvencional” de la


moralidad, el de aquellos deberes que no están escritos como tales en ninguna
parte, pero que guían al pensamiento crítico y exigente con los ideales que
compartimos.

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De este modo, la sabiduría práctica con la que se nombra a la ética se va
edificando a partir de la reflexión y el dialogo cuando nos encontramos ante
situaciones que nos inquietan e invitan a reflexionar sobre qué debemos hacer.
Y como dice Kant, qué debo hacer es la pregunta fundamental de la ética. El
peligro de nuestro tiempo no es tanto dar respuestas erróneas a esa pregunta,
sino dejar planteársela (Victoria Camps).

5.2. Virtudes y valores profesionales


Si aceptamos que las virtudes son un componente esencial de la vida y la vida
religiosa en particular, cabe de inmediato hacerse la pregunta ¿Cómo lograr que
las nuevas generaciones las adquieran? Aquí hay dos posiciones:

1) Según una primera tendencia, las virtudes no pueden enseñarse; sólo pueden
“mostrarse” mediante una conducta virtuosa, de manera indirecta y casi
enigmática en la cual el aprendiz detecta en el maestro y que va asimilando en
su interior;

2) La segunda tendencia considera que la virtud puede enseñarse directamente,


aunque toda la evidencia parece ir en su contra.

De ahí, se propone una vía intermedia, que consiste en una enseñanza


analógica, aproximativa que señala algunos principios y reglas básicas a seguir
(no sólo mostrar) la icónica. Se trata de considerar el seguimiento del maestro
como un paradigma para el alumno.

De modo general, las virtudes están relacionadas con la educación axiológica de


los valores y, por tanto, con el paradigma moral existente en toda tradición. Las
virtudes son así la realización concreta y personal de los valores existentes en
una sociedad dada.

Su adquisición se realiza en etapas sucesivas: la introyección, la asimilación y


la incorporación activa y dinámica de valores en el educado. Se retoma aquí la
ética aristotélica en que la virtud es un medio, la moral su fin. Hay que añadir que
las habilidades no clarifican cuáles son los “fines” adecuados; tampoco el medio
puede estar desligado de los fines. Se distinguen así dos fines: 1) el objetivo,

53
que es la perfección del ser humano, y 2) el subjetivo, que es la felicidad para el
individuo (Vidal-Gual JM).

En definitiva, digamos que el fin de la acción virtuosa o de la vida virtuosa es la


perfección del ser humano y su felicidad. Las virtudes son meras medios para
conseguir esos fines que permiten al ser humano tener una vida plena.

5.3. Virtudes y valores en nuestra vida cotidiana


Algunos grandes principios o valores que podemos asimilar e integrar mediante
la práctica de ciertas virtudes pueden referirse a nuestras relaciones
interpersonales, enfatizando sobre todo el valor del otro, es decir el otro diferente
de mí.

En efecto, la primera evidencia que tenemos cuando observamos el mundo que


nos rodea es que los otros existen. Mucho antes de tomar conciencia de mi
propio ser, tomo conciencia de la existencia de los otros. Me los encuentro por
la calle, los veo desde mi ventana, los oigo desde mi cuarto de trabajo, etc.
Aunque intente evitar su presencia, los otros están presentes y configuran el
entorno de mi existencia personal.

Los otros forman parte de mi mundo y, aunque no quiera reconocerlo, mi


existencia se debe a estos. El recién nacido no podría subsistir si alguien no
estuviese por él y lo cuidase. Para poder crecer y llegar a la madurez personal,
el hombre necesita la intervención y la generosidad de otros seres humanos que
estén dispuestos a cuidarlo, a responder a sus solicitudes. El anciano enfermo
tampoco podría vivir los últimos momentos de su existencia con dignidad si otro
no cuidase de él, hasta el último respiro.

Desde el nacimiento hasta la muerte, el ser humano está en continua relación


con los demás y establece con ellos diferentes formas de relación. Podemos tejer
diferentes vínculos con los otros, no tan solo en un momento dado, aquí y ahora,
sino también a lo largo de nuestra vida.

Se puede vivir amando a los demás, pero también odiándolos. Se puede vivir de
espaldas a los demás o bien prescindir de ellos directamente, aunque en un

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sentido puro este intento es completamente imposible. No todas las relaciones
que establecemos con los demás son igualmente legitimas, ya que existen
algunas que pueden erosionar gravemente su existencia.

La ética, precisamente, se refiere al análisis de las relaciones que establece el


ser humano con los demás. Constatamos que existe una pluralidad de formas
relacionales, pero nos damos cuenta de que no todas han de ser valoradas de
la misma manera. La ética trata de discernir la calidad de nuestras relaciones
con los demás.

En la manera de establecer vínculos con los otros se reflejan nuestros valores


personales. Los valores se manifiestan en la relación interpersonal, y es a partir
del análisis de esta relación que podemos decir cuáles son los valores de una
determinada persona.

En definitiva, se trata de desarrollar una serie de valores que facilitan, catalizan


y potencian la convivencia con los demás, unos valores que facilitan la fluidez
comunicativa entre la persona y su entorno. Sabemos que existen contravalores
que dificultan la relación armónica con los otros y no los olvidamos. La xenofobia,
la discriminación racial, económica o política; la intolerancia y otras prácticas de
la vida cotidiana son del todo negativas para abrirse a los otros y establecer con
ellos una relación fluida.

No obstante, existe una serie de valores que son altamente positivos para
aprender a convivir equilibradamente con los que nos rodean. De estos valores,
se destacan la alteridad, la amistad, la hospitalidad, la confianza, el dialogo, la
fraternidad, el perdón, la fidelidad, etc.

5.4. Meditación personal sobre virtudes y nuestro ser religioso


Objetivo: Reflexionar et identificar virtudes y valores propios a nuestro carisma

Primer momento

Sócrates, cuando es acusado de pervertir a la juventud y condenado a muerte,


acepta la condena porque considera que su obligación como ciudadano es
cumplir la ley.

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En cambio, Aristóteles, acusado y perseguido por razones similares, huye de la
ciudad con la excusa de que no quiere ofrecer a sus oponentes la oportunidad
de perpetrar otro crimen contra la filosofia.

¿Quién actuó mejor, Sócrates o Aristóteles? ¿Cuál de las dos conductas se


ajusta más a la prudencia? Justificar su respuesta.

Segundo momento

Si aceptamos que las virtudes son componentes esenciales de la vida y de la


vida religiosa en particular, cabe de inmediato hacerse la pregunta ¿cómo lograr
que las nuevas generaciones las adquieran? Aquí hay dos posiciones:

1) Según una primera tendencia, las virtudes no pueden enseñarse; sólo pueden
“mostrarse” mediante una conducta virtuosa, de manera indirecta y casi
enigmática en la cual el aprendiz detecta en el maestro y que va asimilando en
su interior;

2) La segunda tendencia considera que la virtud puede enseñarse directamente,


aunque toda la evidencia parece ir en su contra.

¿Qué opináis?

Tercer momento

Identificar virtudes y valores que consideramos más preciados y afines a nuestro


carisma.

6. Virtud y valor de los otros


Objetivo: analizar algunos grandes valores a adquirir mediante la práctica de
determinadas virtudes. Se trata principalmente de los valores de la alteridad, la
amistad, la hospitalidad, la confianza, el dialogo, la fraternidad, el perdón, la
fidelidad, etc. (Francesc Torralba).

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6.1. La alteridad
Nos referimos al valor de la alteridad (que proviene de alter, que quiere decir otro
en latín) porque creemos que el hecho de que haya otras personas a parte de
uno mismo es ya, en sí mismo, un gran valor que hace falta reconocer y apreciar.

Los otros no son necesariamente obstáculos que se ha de superar o bien evitar.


La imagen que socialmente nos configuramos de los demás en las grandes
ciudades, es en términos generales, negativa. En ciertas circunstancias, los otros
pueden dificultar nuestro desarrollo personal, sea en el plan laboral o en la
vivencia comunitaria. Y caemos en un círculo de competencia agresiva y
celosa.

Pero imaginemos, en un instante, un mundo sin otros. Alguien podría pensar que
un mundo así sería un auténtico paraíso, porque su libertad no se vería limitada
por nadie y podría disfrutar de todo el espacio, sin tener que pedir permiso a
ningún otro ser humano. El hecho es que un mundo sin los otros sería un
tremendamente oscuro y empobrecido.

Los otros son un valor en sí mismo y son absolutamente necesarios para el


crecimiento armónico de la persona individual. Los otros influyen decisivamente
en el desarrollo de la propia vida ya que no vivimos aislados los unos de los
otros, sino en continua interacción. Esta influencia, lejos de ser negativa, nos
enriquece exponencialmente y nos mejora desde todos los puntos de vista.

A veces nos ponemos a criticar a los demás con descripciones injustas y simples,
proyectando lo que nosotros, propiamente, somos o hacemos. Sin embargo, no
somos tan diferentes los unos de los otros. Tenemos muchos puntos en común.

Los otros son posibilidades para el encuentro, para la conversación, para el


trabajo, para el vinculo de amistad, de amor, de fraternidad. Nos damos cuenta
que el otro es un valor cuando establecemos una buena relación con él.

En cambio, el otro se convierte en un obstáculo e, incluso, en un inconveniente


en la propia vida cuando el vinculo que establecemos con él es negativo y
pernicioso para los dos. Sin embargo, cuando el otro me escucha, me educa,
cuando el otro hace que mi vida tenga sentido, me doy cuenta de su valor.

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Muchas veces sólo me doy cuenta de este hecho cuando el otro ya no está. La
ausencia del otro nos hace tomar conciencia del valor que tenía.

Decir que los otros son un valor significa que son importantes en la propia vida,
significa reconocer que nuestra vida sería diferente sin ellos. La felicita que es la
meta de toda vida humana no se consigue sin los demás, aunque a veces éstos
pueden convertirse en auténticos obstáculos de la felicidad personal.

Decía Aristóteles que “El hombre que vive solo no puede ser feliz”, aunque hay
que reconocer que el hombre necesita también una dosis de soledad para una
vida equilibrada. Sin embargo, como ya lo sabemos, la felicidad es un estado
de ánimo que requiere la apertura hacia los demás y el reconocimiento por parte
de los demás.

El ser humano no es Dios, sino una realidad finita e inestable que necesita
constantemente de los demás para su desarrollo (del nacimiento a la muerte). El
ser humano necesita de la compañía humana para compartir sus estados
anímicos, sus inquietudes y angustias, necesita calidez y ternuras humanas.

Necesitamos de los demás para establecer una forma de relación entre todos
que permita este vínculo armónico, que es la felicidad. Por ello, importa cultivar
la virtud de la buena de relación con los demás.

6.2. La amistad
El vínculo de la amistad es una de las formas más bellas que puede adoptar la
relación con los demás. Tal como han dicho los clásicos del pensamiento de
todos los tiempos, la amistad es un tesoro que no tiene precio y es uno de los
valores que llena más felizmente la existencia del hombre.

La amistad es uno de los valores más transcendentales en la historia de la


humanidad, hasta tal extremo que, es inconciliable la vida feliz sin el cultivo de
la amistad. El hombre feliz tiene amigos, mientras que el hombre infeliz no tiene
amigos. En el epicureísmo, por ejemplo, se afirma que de todas las cosas que la

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sabiduría adquiere para procurar la felicidad en esta vida, la más importante, y,
con diferencia, es la posesión de la amistad (ver cuántos amigos tenemos).

Así pues, la amistad parece un ingrediente esencial en la felicidad personal, de


ahí que sea tan relevante cuidarla y potenciarla a lo largo de la propia biografía.
Es necesario cuidar las amistades y cultivarlas, porque sin amigos el mundo se
convierte en una masa opaca y amorfa, en un universo hostil en donde la única
ley que rige es la supervivencia.

La amistad es un valor que expresa una manera de relacionarse con los demás.
Somos conscientes de que podemos establecer diferentes vínculos con los
demás, pero no todo vínculo puede ser calificado de amistad. De hecho, de
amigos, tenemos muy pocos; mientras que, de conocidos, tenemos muchos más.
La amistad siempre es selectiva y pide tiempo.

¿Pero qué tipo de relación es la relación que calificamos de amistad? Es una


relación que se basa en la mutua benevolencia según Aristóteles y Tomas de
Aquino. En efecto, al diferenciar las metas o los objetivos de cada uno,
Aristóteles distingue tres tipos de amistades que formamos comúnmente:

1) Una amistad por el placer nace cuando dos personas descubren que tienen
un interés común en una actividad que pueden practicar juntas. Su participación
reciproca en esta actividad se traduce por un placer mayor para cada uno, lo que
no podrían conseguir si hubieran actuado individualmente. Así, por ejemplo, dos
personas a quienes les gusta jugar al tenis podrían tomar placer a jugar una con
la otra. Tal relación no dura que el tiempo que el placer sigue.

2) Una amistad fundada en la utilidad, en cambio, nace cuando dos personas


pueden beneficiar de modo otro de una actividad coordinada. En este caso, el
acento está puesto en el uso que ambas puedan sacar una de la otra, más que
en el placer que pueden tener. Así, por ejemplo, una persona puede aprender a
otra a jugar al tenis a cuenta de remuneración: una beneficia aprendiendo y la
otra beneficiando financieramente; su relación está basada únicamente en la
utilidad mutua. Tal relación no dura que el tiempo que sea útil para las dos.

3) Una amistad para el bien, sin embargo, nace cuando dos personas se
comprometen en unas actividades comunes con el único objetivo de desarrollar

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la bondad general de la actividad. Aquí, ni el placer ni la utilidad son pertinentes,
sino el bien. Así, por ejemplo, dos personas enfermas de una patología cardiaca
podrían jugar al tenis la una con la otra por el bien del ejercicio que contribuye a
la salud general de las dos. Ya que el bien nunca se realiza enteramente, una
amistad de tal tipo debiera, en principio, durar para siempre (la amistad en la
vida religiosa).

Más allá de estos matices en la relación de amistad, digamos que los amigos
desean el bien los unos a los otros, velan recíprocamente, por el bien del otro.
La relación de amistad requiere las virtudes de generosidad, disponibilidad,
entrega, simpatía, fidelidad, respeto, cordialidad, paciencia, comprensión,
tiempo, etc. Como dice Gabriel Marcel, “Amar a una persona es decirle: tú no
morirás nunca. Amar al otro es desear que sea siempre el que es, que no
cambie”.

La amistad es un verdadero encuentro que transfigura la vida humana y la eleva


a un plano de creatividad y de valor. Como dice Saint Exupéry al final de El
principito, cuando la amistad ha alcanzado su meta, el desierto se convierte en
el paisaje más bello de la tierra, la muerte deja de ser un fin para convertirse en
un tránsito hacia casa y los espacios siderales pierden su frialdad inhóspita al
saber que en un lejano asteroide habita una persona amiga. La amistad es el
mejor antídoto contra la soledad y el aislamiento. En toda situación, la amistad
llena nuestra vida.

En la amistad no hay lugar para los celos, aunque sí hay lugar para la admiración.
Es propio de la amistad el deseo de encontrarse, de verse, de conversar, de
seguir el hilo de la vida juntos. Y Nietzsche dirá que la amistad es una fiesta de
la tierra y el pensamiento del superhombre.

Y por qué no fomentar el sentido de la amistad en la vida religiosa…

6.3. La hospitalidad
En la vida cotidiana constatamos que hay otros seres humanos que padecen
situaciones vulnerables, que atraviesan circunstancias de sufrimiento y de dolor.

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El otro vulnerable solicita mi ayuda con su mirada y me reclama hospitalidad. Me
puedo negar, pero el deber de humanidad me obliga a recibirlo en mi casa y a
paliar, en la medida que pueda, su indigencia.

La hospitalidad es, precisamente, la que nos faculta para atender al otro-


extranjero vulnerable, la que nos prepara anímicamente para acogerlo y para
hacerle un sitio en nuestro propio hogar.

Ser hospitalario quiere decir estar preparado para acoger al extranjero, es decir
a aquella persona que no forma parte de mi modo de vida, de mi universo cultural
y que, por diversas razones, se encuentra en mi ámbito más próximo. Ser
hospitalario con los míos no es propiamente ser hospitalario, porque la
hospitalidad se relaciona con alguien extraño, ese alguien diferente que no forma
parte de mi universo personal.

Ser hospitalario es estar dispuesto a recibir al otro y querer que se sienta en


nuestra casa como en la suya. La casa es un lugar donde el ser humano se
protege de la intemperie del mundo y puede expresarse tal y como es, en la
intimidad de los suyos. La casa es un espacio necesario para practicar la
sinceridad y la honestidad personal.

Ser hospitalario con otro ser humano no significa, solamente, darle un techo y
ponerle pan a la mesa, sino que es hacerle sentir como en casa, es decir
ayudarle a vivir con transparencia su existencia. La hospitalidad es, por encima
de todo, atención humana. No se trata solo de un deber, sino de un valor.

La hospitalidad no depende de las dimensiones de la casa, sino de las


dimensiones del corazón. Es un valor del corazón. Uno puede ser muy
hospitalario en una pequeña casita y ser tremendamente hostil con los demás
desde un gran castillo.

Ser hospitalario es también dar tiempo al otro; no tan solo espacio, sino también
tiempo, tiempo para que se exprese, para que se manifieste tal como es, para
que pueda vivir su diferencia sin temor ni complejos. Acoger al otro, pero
obligarle a abandonar sus raíces, su personalidad y sus costumbres sería una
mala manera de ser hospitalario.

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Ser hospitalario requiere el sentido de la escucha, saber escuchar lo que quiere
el otro, discernir sus necesidades, descifrar sus intenciones secretas, etc. La
hospitalidad se relaciona también con la fraternidad, superando la dualidad entre
el yo y los otros y la fusión de ambas polaridades en una unidad superior.

La hospitalidad es enriquecedora para quien la práctica. La presencia del otro-


extranjero en la propia casa es fecunda y es portadora de nuevos conocimientos,
porque el otro proviene de otro mundo; se expresa con otro lenguaje; el dialogo
que se establece es edificante, y enriquece ambas partes.

Lo que enriquece al mundo no es la disolución de las identidades en una


identidad superior, sino más bien todo el contrario, la interrelación armónica y
creativa entre identidades culturales, religiosas y lingüísticas diferentes. Por eso,
es necesario pasar de la xenofobia a la filogenia, es decir del odio al extranjero
a la estimación del otro-extranjero.

Deberíamos, entonces, evitar la tendencia de siempre considerar que lo propio


es lo mejor y lo más acertado, lo que se califica también de chovinismo
(preferencia excesiva por todo lo nacional con desprecio de lo extranjero).

El dialogo es un valor esencial en la relación con los demás; es una manera de


establecer lazos con el otro, de hacerle sentir como en casa, de hacerle superar
la violencia del silencio y la indiferencia, para crear la igualdad y la equidad en
las relaciones. Pues, cuando existe una disimetría entre el que acoge y el que
es acogido, la persona acogida no se siente como en casa, sino que se siente
incómodo ante el otro, le teme, le respeta, porque no existe un marco de
igualdad.

Se puede asociar al valor de la hospitalidad el de la civilidad. Vivir con los otros


no es fácil, especialmente cuando los otros son otros de verdad. Cuando los
otros se parecen a mí mismo y tienen unos hábitos y unas costumbres muy
homogéneos a los propios, la dificultad se evapora.

La civilidad es un valor que nos faculta para aceptar a los demás tal como son,
con sus virtudes y sus defectos. Gracias a la civilidad somos capaces de
construir ciudades, comunidades, espacios de convivencia y de entendimiento
entre los humanos.

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6.4. La confianza
Nos referimos al valor de la confianza, porque los humanos necesitamos, como
el aire que respiramos, de este valor para poder vivir en sociedad y establecer
vínculos afectivos los unos con los otros. La pérdida de la confianza es uno de
los síntomas más graves de nuestro mundo y es necesario potenciar nuevas
relaciones de confianza, para que todo el mundo pueda expresarse tal como es
en su singularidad.

La confianza se puede definir como la fe que alguien deposita en otra persona.


Tener confianza en una persona es tener fe en ella, en lo que dirá, en lo que
hará, en lo que pensará. La confianza consiste en creer que aquello que el otro
dirá o hará será verdadero, es decir será fiel a la realidad.

La fractura de la confianza que se detecta en el mundo político, en el mundo


educativo y en el mundo sanitario, sobre todo con la pandemia del corona virus
y las vacunas actualmente, es ciertamente preocupante, porque es imposible
una vida auténticamente humana sin el valor de la confianza.

La falta de transparencia obstaculiza el valor de la confianza. Para poder confiar


en alguien tengo que verlo como un ser transparente y claro. Donde hay
subterfugio, doble rostro, cálculo de probabilidades, la confianza desaparece. El
marco idóneo para el ejercicio de la confianza es la amistad. Tenemos secretos
que necesitamos revelar, pero revelar de una manera confidencial y confiamos
que nuestros destinatarios conservarán esa información y no la utilizarán mal.

La confianza nos permite introducir en ámbitos de la realidad del otro que tan
sólo le pertenecen a él. Aquí es esencial no perder de vista la prudencia porque,
por un exceso de confianza, podemos adentrarnos excesivamente en el mundo
del otro.

Según N. Luhmann (sociólogo alemán), la confianza reduce la complejidad de


la vida contemporánea, en la medida que libera a la persona que confía de
decisiones prácticas concretas. Si confiamos los unos en los otros, nos liberamos
del desasosiego de lo que los demás tienen que hacer, aunque esto no debe

63
interpretarse como una descarga de responsabilidades (principio de
subsidiariedad).

Dar confianza a una persona es, en cierta manera, adoptar un riesgo. La


confianza se relaciona con la fe y la fe con la incertidumbre y lo que no es
evidente. Confiar en alguien no es un acto evidente, sino que está dotado de una
incertidumbre intrínseca; precisamente por ello, tiene sentido y valor confiar en
ese alguien, porque puede fallar. Sin embargo, en algunas ocasiones, la
posibilidad de fallar es tan evidente que, entonces ya no se puede llamar
confianza, sino imprudencia.

La confianza autentica no necesita papeles, ni contratos, ni reglas formales o


firmas. De hecho, el famoso consentimiento informado que se ha instaurado en
el seno de la vida sanitaria es, en cierta manera, la expresión de la crisis de
confianza entre médico y paciente, ya que si, de hecho, hubiese confianza entre
los dos, ya no sería necesario firmar un papel donde se pone de manifiesto la
responsabilidad civil de cada uno en aquella intervención concreta.

La confianza, en este sentido, es más bien una forma de vida, o bien es una
expresión de la vida ética. En definitiva, es la creencia convencida en la habilidad
y el carácter de otra persona (pensar en la cuestión de los testamentos
vitales).

6.5. El dialogo
Aunque la palabra dialogo es un término desgraciadamente muy desgastado y
que ha perdido gran parte de su valor semántico, ciertamente creemos que el
dialogo es uno de los instrumentos más valiosos de los que dispone el ser
humano para llegar al entendimiento con los demás. En situación de conflicto o
de incomprensión, el dialogo nos faculta para buscar una solución a través del
ejercicio de la palabra.

No es nada fácil dialogar y no se ha de confundir el ejercicio del dialogo con la


conversación banal o la mera yuxtaposición de frases. El dialogo tiene un
horizonte de referencia que es la verdad y exige, por parte de sus actores, una
gran predisposición intelectual y anímica.
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El dialogo no es una forma literal entre otras, sino que responde a una manera
de pensar que es esencialmente no dogmática, que no se cierra en una verdad
determinada, sino que la busca. No obstante, cabe distinguir entre el dialogo
auténtico y el dialogo inauténtico.

En el primer caso, se establece una relación viva entre personas, mientras que,
en el segundo caso, los interlocutores creen que se comunican los unos con los
otros, pero en realidad no hacen más que alejarse los unos de los otros. Una
forma de dialogo no autentica, pero admisible, es el dialogo técnico que
solamente se refiere al conocimiento objetivo, al objeto de comunicación.

El dialogo es el camino hacia la verdad y, por ello, quien está de acuerdo con
dialogar está perdido si es enemigo de la verdad. La posición fundamentalmente
hostil a la verdad y anti comunicativa hace del dialogo un contrasentido. De ahí
que los dogmáticos y los nihilistas rechacen el dialogo en tanto que conversación
auténtica.

El dialogo requiere el valor de la escucha que es su condición de posibilidad.


Quien quiere hablar ha de estar abierto al razonamiento del otro, ha de estar
dispuesto a dejarse convencer por el otro y a no creerse amo y señor de la
verdad. Existe una gran diferencia entre el hecho de polemizar para imponerse
en la discusión y el hecho de hablar atento a la verdad y con vistas a la
comunicación.

En la polémica, el hecho de hablar queda degradado al recurso de la lucha; el


lenguaje, que ha de servir para el entendimiento entre las personas, degenera
en un instrumento para engañarse recíprocamente. También es básica para el
buen ejercicio del dialogo la buena educación. Se requiere una disposición
benévola y franca hacia el interlocutor.

En la práctica del dialogo, es importante tener en cuenta los de la civilidad, la


generosidad, la seriedad, etc. No hay que ser pedante, ni moralista. Pues, son
malas maneras de dialogar el hecho de hablar con términos imperativos,
apartarse del tema, obstinarse en un argumento ya rebatido, pretender tener
razón a cualquier precio, cortar el dialogo, etc. Forma parte del auténtico valor

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del dialogo el deseo de que el interlocutor aparezca a la luz de la manera más
favorable posible.

6.6. La fraternidad
Ser fraterno quiere decir tratar al otro-extraño como si fuera un hermano. De
entre los otros que se mueven a mi alrededor, constato que hay algunos pocos
que son hermanos míos porque somos hijos del mismo padre y de la misma
madre. Pero el resto, la inmensa mayoría, no forma parte de mi universo familiar
y afectivo.

Ser fraterno en el mundo significa intentar tratar al otro, a cualquier otro, sea o
no de los míos, como si se tratase de un hermano, es decir como si fuese de los
míos. En el fundo, la fraternidad consiste en superar la distancia entre los míos
y los otros. La fraternidad es un valor de máximos que exige un gran trabajo
interior y una fuerte capacidad para superar los prejuicios que enturbian nuestra
relación con los demás.

En la revolución francesa de 1789, el lema principal era “libertad, igualdad y


fraternidad”. En la tradición cristiana, el termino más popular es la fraternidad.
Sin embargo, nos damos cuenta desgraciadamente que, en la práctica
cuotidiana, lo que se valoriza más son la libertad y la igualdad en términos de
reivindicaciones políticas y no la fraternidad.

Ser fraterno con los otros quiere decir ver en el otro a un hermano, un ser ligado
a la propia existencia. De hecho, la fraternidad es la condición de posibilidad de
la libertad y de la igualdad. Tratar al otro como hermano quiere decir respectar
su libertad, su proyecto existencial, su autonomía. También quiere decir tratarlo
equitativamente, no hacer discriminaciones de ningún tipo.

El filósofo británico James Fitzjames afirma que la libertad y la igualdad son


principios, mientras que la fraternidad no es otra cosa que un sentimiento. Es
cierto que existe en la fraternidad una buena dosis de afectividad, pero también
existe cierto ejercicio racional.

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Tratar al otro extraño como a un hermano implica un esfuerzo, porque, a priori,
el otro aparece como alguien diferente que no me implica ni me compromete con
nada. El paso de la extrañeza a la fraternidad implica algo más que afectividad.
Tiene añadido un sentido del deber.

Aquí consideramos la fraternidad como un valor esencial en la relación con los


demás y como una de las formas de participación que garantiza unos mínimos
de felicidad. Se trata de un concepto caliente, que evoca la cohesión social y la
unión de las personas ante las necesidades comunes. En la comunidad ideal, se
puede existir igualdad de trato y libertad, pero ello no garantiza la cohesión y la
buena armonía. Para alcanzar este plus, hace falta el valor de la fraternidad.

Además, hace falta analizar el concepto de fraternidad como una metáfora viva,
como diría Paul Ricoeur. Es evidente que sólo somos hermanos, estrictamente
hablando, de los que tenemos un vínculo de sangre, pero el valor de la
fraternidad nos exhorta a tratar a cualquier ser humano, sea o no sea hermano
de sangre, como si fuera un hermano, es decir como miembro de una misma
familia. Para dar este paso, es necesario ser muy tolerante con el otro,
transcender el nivel biológico y entrar definitivamente en el marco ético.

La fraternidad es un valor que consiste en sentirse ligado al otro, pero no como


un esclavo o un sirviente lo están de un amo, sino como un hermano se siente
ligado a otro. La fraternidad es un valor esencial en una sociedad que padece un
fuerte atomismo y un exceso de individualismo. Es necesario integrar el
problema del otro y darse cuenta de que el problema del otro también es mi
problema. Esa operación ya revela un buen nivel de fraternidad.

El paradigma universal de la fraternidad es san Francisco de Asís. En la visión


franciscana de la fraternidad, el vínculo con los demás también se abre a la
dimensión de la naturaleza y no queda estrictamente cerrado en el ámbito de las
personas. Ser fraternal quiere decir tratar como a un hermano a cualquier criatura
del mundo, independientemente de sus características o intelectivas.

¿Cuál es el fundamento de la fraternidad? ¿Qué es lo que nos hace hermanos


más allá de nuestras diferencias? Desde un punto de vista ontológico, lo que nos
hace hermanos es precisamente la condición vulnerable. Desde una perspectiva

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exterior, todos somos muy diferentes y cada uno es una singularidad autónoma
en el mundo, pero más allá de estas diferencias, existe un punto común de
encuentro que es la fragilidad.

Todos estamos igualmente expuestos al sufrimiento, al fracaso, al desencanto y


a la muerte. Somos hermanos en la existencia, porque todos somos igualmente
vulnerables y esto nos une y nos hace muy próximos.

6.7. El perdón
En nel seno del tejido humano se producen fracturas, tirantez, e, incluso,
rupturas. El valor del perdón nos permite empezar de nuevo, establecer otra vez
los vínculos rotos y reiniciar nuestra relación con los demás. Para curar las
heridas del pasado, hace falta el perdón.

Existe una íntima relación entre la facultad de la memoria y el valor del perdón.
El perdón se despliega sobre una memoria herida que necesita ser redimida con
el reencuentro con el otro. Perdonar quiere decir tener la voluntad de reconstruir
el vínculo que nos une con el otro, tener el deseo de sobreponerse al agravio
recibido.

Para perdonar, es necesario recordar, pero hay que tener voluntad de ir más allá
del recuerdo y sobreponerse al dolor del agravio recibido. Es un acto de
reconciliación con el pasado y con el otro que prueba nuestra grandeza moral.

Perdonar es difícil, sobre todo si se trata de perdonar de corazón. Uno puede


perdonar aparentemente, es decir de palabra, pero seguir enemistado con el otro
por aquello que ha hecho o dicho. Este perdón es estéril e inauténtico, porque
no redime a la persona de su sufrimiento, sino todo el contrario. El perdón que
redime es aquel que se siente en el corazón y nos mueve a ofrecer la mano al
otro y a aceptar su arrepentimiento.

No obstante, no existe perdón sin el arrepentimiento del otro. Si el otro no


reconoce el mal que ha hecho y no se arrepiente de su obra, difícilmente se le
puede perdonar. Entonces el perdón se convierte en una caricatura, en un acto
estéril. Parar perdonar se ha de ser tolerante y también humilde, se ha de admitir

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que, de la misma manera que el otro se puede equivocar, también nos podemos
equivocar nosotros al actuar.

En este sentido, es difícil pedir perdón, porque se ha de superar el escollo de la


vanidad; pero también es difícil de ofrecer el perdón, porque es necesario
superar el intenso dolor que ha generado el agravio que uno padece.

Perdonar es comenzar de nuevo, es creer que vale la pena vivir y volver a iniciar
un vínculo roto. Es un pequeño comienzo, una transfiguración. Difícilmente existe
la felicidad sin perdón. El resentimiento estropea profundamente el corazón y la
vida de las personas. Aunque sólo sea para economizar el tiempo, es necesario
perdonar y empezar de nuevo respecto al pasado. El que es incapaz de perdón
sufre profundamente, porque vive maldiciendo al otro y el resentimiento le
carcome por dentro. El perdón es saludable, mientras que el resentimiento es
patológico.

Recordar es un deber, pero ¿es posible que la victima recuerde sin


resentimiento? ¿Existe, tal vez, una memoria neutral, desvinculada de
sentimientos y de emociones? Sinceramente, creemos que no. Nos inclinamos
más a pensar que la memoria humana siempre trabaja en un marco emotivo y
que difícilmente se puede desprender de él.

Pero si es de esta manera, entonces, ¿es bueno recordar o es mejor trabajar el


olvido y la desmemoria? ¿Cómo podrá, entonces, rehacer la vida la victima?
Quizá sea adecuado, como dice Paul Ricoeur, aprender a recordar, pero también
aprender a olvidar. Es necesario saber administrar los recuerdos, pero los
recuerdos no pueden obstaculizar la construcción del mañana.

Existen maneras de recordar que resultan enfermizas y paralizan completamente


a personas y a pueblos enteros. Se puede morir de nostalgia, pero también de
resentimiento. Así pues, es necesario recordar para poder perdonar, pero
también es necesario aprender a olvidar para poder perdonar con más
autenticidad, sin ningún tipo de rencor o de deseo resentido.

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6.8. La fidelidad
La relación con los otros solo llega a ser realmente fructífera y fecunda si se
prolonga a lo largo del tiempo. Entonces, el otro se convierte en alguien
transcendental para la propia vida. Para conseguir este reto, es necesario cultivar
el valor de la fidelidad.

El simple encuentro circunstancial con el otro no es educativo ni formador,


porque se trata de un encuentro accidental, que no acaba de cuajar en la propia
personalidad. Solo una relación mantenida a lo largo de una sucesión de
momentos se convierte en una relación fiel y, cuando esto pasa, el otro deja de
pertenecer a la categoría del anonimato para convertirse en alguien con un
rostro, una cara y unos ojos, que forman parte indisociable de mi universo más
íntimo.

Por eso, es importante contar con el otro en nuestra vida, lo que requiere el valor
de la fidelidad. Ser fiel es ser constante y mantener responsablemente los
vínculos que hemos tejido con el mundo y con los otros. Fidelidad es un término
que viene de la voz latina fides (fiar), de donde deriva confiar, confianza,
confidente, confidencia. Se es fiel a alguien cuando se ha prometido algo en
virtud de la fe que se tiene en él. La fidelidad no se dirige a realidades infra
personales, sino siempre y en cualquier lugar a personas.

La fidelidad es la respuesta adecuada a una promesa. Solo puede ser fiel la


persona, porque sólo la persona puede prometer. Prometer es una actividad
propia del hombre, porque sólo él es capaz de proyectar futuro, es decir, de tomar
conciencia de su futuro y tratar de gobernarlo. El acto de prometer implica
soberanía de espíritu, o sea, capacidad para sobrevalorar el tiempo y el espacio
y actuar con independencia ante los cambios que uno puede experimentar.

Ser fiel es, como dice Gabriel Marcel, realizar una tarea creadora, lo cual implica
que no se reduce simplemente a soportar. El ser humano no está hecho para
soportar, sino para prometer y cumplir con fidelidad creadora, en cada momento,
lo que prometió en un momento dado de su historia.

La fidelidad es una actitud creativa, que contribuye eficazmente a confeccionar


la personalidad humana con un carácter de autenticidad. La fidelidad no consiste

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en resistir el pasado del tiempo como el empedrado resiste la lluvia cuando
llueve. No es cuestión de tiempo, sino de calidad de la unión.

La fidelidad no es la reiteración monótona de lo mismo, sino la recreación


(reinvención) cotidiana del compromiso libremente asumido en el tiempo. Ser fiel
no quiere decir reiterarse en el tiempo, sino rehacer con el tiempo el propio
compromiso, es decir, rehacerlo en función de las circunstancias y de los
cambios temporales.

En este sentido, la fidelidad significa el mantenimiento del compromiso, pero no


la forma de articularlo. La partícula “re” es fundamental en el desarrollo de la
fidelidad, porque significa la voluntad de recuperar el compromiso inicial, pero
con una tonalidad nueva, con un impulso diferente, a la altura del instante en que
se está viviendo.

La fidelidad es la firmeza resultante de una responsabilidad tomada en el tiempo;


supera los cambios, los peligros y las amenazas de la vida, partiendo de la fuerza
de la conciencia. Tampoco se debe confundir la fidelidad con la intransigencia o
el afán de dominio. La firmeza y la constancia en el mantenimiento de los propios
vínculos, las obligaciones, suscita confianza, insta a crear nuevos encuentros y
a solidificar los ya iniciados, instaura un clima cálido, familiar, propio de las
tramas de relaciones personales.

Mantenerse fiel a este ámbito de adhesión es lo que propiamente llamamos


lealtad. El término “lea” provine de la voz latina legales, que quiere decir
conforme a la ley. El hombre lea es un hombre de ley, un hombre que asume el
deber de cumplir lo que ha prometido y de mantener los ámbitos de juego que
ha creado libremente. Este deber asumido y convertido en voz interior es fuente
de libertad. Al obedecerlo y actuar conforme a él, el hombre no obedece a una
instancia exterior y extraña a sí mismo, sino que obedece a sus propios ideales.

Vivimos en un universo en continua mutación. Nosotros mismos cambiamos con


mucha facilidad de criterios y de maneras de hacer y de pensar. ¿Qué es
propiamente lo que nos hace ser lo que somos? ¿Qué une los diversos
fragmentos de nuestra existencia? Ser fiel a uno mismo no quiere decir
obstinarse en ser lo que soy, sino mantener algunos ejes clave en la propia vida.

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En este sentido, la fidelidad no es un valor más, una virtud accidental en la vida
humana, sino la condición de posibilidad de todo valor y de toda virtud. Al fin y a
cabo, ¿qué sería de la justicia sin fidelidad de los hombres y mujeres justos?
¿Qué sería de la paz sin la fidelidad de los pacíficos? ¿O de la libertad sin la
fidelidad de los espíritus libres?

La fidelidad se ha de evaluar no tan sólo por lo que es, sino por el objeto al que
se refiere. No es lo mismo ser fiel a un dictador que ser fiel a un valor
democrático. La fidelidad al mal es una fidelidad malvada. Como dice
Jankélévitch, la fidelidad a la estupidez es una estupidez aún más grande.

Es un valor que se relaciona con la memoria, con el acto de recordar, pero ser
fiel no quiere decir simplemente obstinarse en recordar y obsesionarse en el
recuerdo. Digámoslo de una manera clara: para ser fiel, es necesario tener
memoria, pero no es suficiente recordar lo que ha pasado para ser fiel.

La fidelidad como valor es una fidelidad voluntaria. Cuando se trata de una


fidelidad obligada o forzada, no se puede considerar propiamente un valor
porque los valores que son impuestos y no son vividos libremente por las
personas, difícilmente pueden calificarse de valores.

No es suficiente recordar para ser fiel. Uno puede recordar y ser completamente
infiel a la historia pasada. Se puede olvidar sin ser infiel y se puede ser infiel sin
olvidar. Como dice Jankélévitch, la fidelidad es el valor de lo mismo, pero en este
mundo en donde todo cambia, sólo existe lo mismo gracias a la memoria y a la
voluntad. Nadie se baña dos veces en el mismo río, porque cuando se mete por
segunda vez, el río ya es diferente a la primera. La fidelidad es el valor de lo
mismo, la causa que hace que lo mismo exista o siga siendo.

Según Michel de Montaigne, la fidelidad es el verdadero fundamento de la


identidad personal. No existiría como sujeto si no fuera fiel a mí mismo, y, por
ello, la fidelidad es una obligación porque, si no fuera de esta manera, no habría
deberes. La fidelidad sólo se ha de orientar hacia aquello que realmente tiene
valor y ha de ser proporcional a su valor.

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Conclusión
En definitiva, la persona es un ser constitutivamente abierto a los demás; como
los clásicos decían, un animal político, pero para conseguir una óptima relación
con los otros es necesario cultivar determinados valores y virtudes. Partamos de
la idea de que los otros no son el infierno, ni son un mal necesario de nuestra
existencia, ni una condena que hemos de pagar por el simple hecho de estar
vivos, aunque en algunos momentos podamos estar tentados a pensarlo así,
sino que creemos que los otros son, antes que nada, una posibilidad, un don y
una interpelación.

Son una posibilidad para el desarrollo personal, pero solo lo son si establecemos
una relación de calidad con ellos, ya que de esta manera esta posibilidad se
convierte en fáctica. Son un don porque me los he encontrado sin haberlos
buscado, porque no he hecho nada meritorio para que éstos existan; y, en último
lugar, son una constante interpelación, porque los otros me desafían y me
obligan a pensarme a mí mismo y a pensar el valor que tiene la existencia y los
lazos humanos.

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Bibliografía
Catecismo de la Iglesia Católica.

Francesc Torralba, Cien valores para una vida plena. La persona y su acción en
el mundo, Editorial milenio, Lleida, 2003.

Romano Guardini, Ética. Lecciones en la Universidad de Múnich, Biblioteca de


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Victoria Camps, “Principios, consecuencias y virtudes”, in Revista de Filosofia,


Nº 27, 2002, pp. 63-72.

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Med. 2015;16(1):3-8

Pierre-Marie MOREL, « Vertu éthique et rationalité pratique chez Aristote. Note


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Manuel de Santiago, “Las virtudes cristianas en la práctica médica Cuadernos


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José Manuel Vidal Gual, “Las virtudes en la medicina clínica”, Volumen 8 (1)
enero-abril 2006.

Antonio Argandoña, “Las virtudes en el directivo”, IESE, Business School,


Universidad de Navarra, diciembre 2014.

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