COM.ELCEMENTERIO DEL DIABLO.indd 4 13/12/10 15:58 El Cementerio del Diablo novela (probablemente)
Anónimo
Traducción de Cristina Martín
Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid • México D.F. • Montevideo • Quito • Santiago de Chile
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COM.ELCEMENTERIO DEL DIABLO.indd 6 13/12/10 15:58 Querido lector:
Siempre es peligroso hacer suposiciones.
En particular, es peligroso hacer suposiciones sobre
cosas que puedan dar o no la impresión de no entrañar ningún peligro.
Casi con seguridad, lo entrañan.
ANÓNIMO
Del mismo autor:
Este particular «Anónimo» es el autor de El libro
sin nombre y de El Ojo de la Luna, en los cuales el lec tor conocerá las otras aventuras de Kid Bourbon (incluidos unos cuantos giros en el hilo temporal).
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COM.ELCEMENTERIO DEL DIABLO.indd 8 13/12/10 15:58 Uno «¡Mierrr... da! Al final era verdad que no hay nada que sustituya a la cilindrada. El pedazo motor de este trasto es capaz de...» Por fin Johnny Parks estaba haciendo realidad algo con lo que llevaba soñando toda la vida. Conducir un coche por una carretera del desierto a primera hora de la mañana, a más de ciento sesenta kilómetros por hora, resultaba muy emocio nante. Y el hecho de que fuera a bordo de un coche patrulla de la policía, persiguiendo a un infame asesino en serie que huía en un Pontiac Firebird de color negro, no servía sino para que dicha sensación fuera todavía más intensa. La radio del coche cobró vida con un fuerte crepitar y dejó oír la voz clara y fuerte del jefe, por tercera vez en los dos últimos minutos. —Repito, a todas las unidades: den media vuelta. ¡No per sigan al fugitivo hasta el Cementerio del Diablo! Confirmen... ¡es una maldita orden! El compañero de Johnny que viajaba en el asiento del co piloto, Neil Silverman, alargó la mano y giró el mando del volumen de la radio hasta que, una por una, fueron apagán dose las voces de los demás agentes que iban confirmando el mensaje recibido. Los dos policías intercambiaron una sonrisa y un gesto de asentimiento con la cabeza, al tiempo que pasa ban a toda velocidad junto a un letrero gigantesco que decía lo siguiente:
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bienvenido al cementerio del diablo
Johnny vio en el espejo retrovisor que los otros siete
coches patrulla que llevaba en fila detrás de él se detenían, daban media vuelta y se marchaban. «Cabrones, no tenéis huevos.» Éste era su momento... bueno, el suyo y el de Neil, supuso. Normalmente, ninguno de los dos se habría visto metido en una persecución tan importante, pero es que aque lla mañana habían muerto tantos agentes que terminaron lla mándolos a ellos para que entraran en acción. Los dos tenían veintipocos años y se habían graduado en la academia hacía apenas seis meses. Neil había sido el mejor en las pruebas de tiro, y no había duda de que ascendería dentro del cuerpo. En cuanto a Johnny, estaba simplemente eufórico por hacer de conductor al tirador número uno de la clase. Ésta era la gran oportunidad que tenía de labrarse un nombre. Si existía al- guien capaz de abatir al tipo que conducía el Firebird, era su colega Neil. Por eso estaba tan ansioso de prolongar un poco más la persecución, aunque ello supusiera desafiar la orden que había dado el jefe. Con la vista cegada por el intenso resplandor del sol del desierto, Johnny se esforzaba por no perder el control del auto móvil conforme iba acercándose poco a poco al Firebird. Na vegar por aquella carretera salpicada de parches de arena y gravilla, al tiempo que intentaba interceptar a un loco que aque lla mañana había sacado de la carretera por lo menos a otros tres vehículos, le exigía hacer uso de todas sus habilidades. Si bien Neil era el mejor tirador joven del cuerpo de poli cía, Johnny se consideraba el que mejor conducía. De adoles cente había sido un fanático de las carreras de choque, se pasaba horas entrenando en una pista de grava que había construido a tal efecto en la granja de su padre y ganó muchas de las carreras que se organizaban en la localidad. Su habilidad para conducir fue lo que le permitió conocer a su prometida, Carrie-Anne, la jefa de las animadoras de su instituto. Cualquier día de éstos iba a nacer el primer hijo de los dos. De modo que si Johnny lograba conseguir la fama y la fortuna que traería consigo el éxito de capturar a Kid Bourbon, el hijo
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que estaba a punto de nacer tendría un padre del que sentirse
orgulloso. —¡Acelera, Johnny! ¡Desde aquí no tengo una línea clara de disparo! —chilló Neil apuntando con el revólver por fuera de la ventanilla—. ¡Acércate más! Johnny pisó el acelerador a fondo e intentó situar el morro del coche patrulla a la altura de la trasera del Firebird. —¿Piensas apuntar a las ruedas? —gritó por encima del estruendo del motor y del viento que penetraba por la venta nilla abierta. —No. Al conductor. —¿No se supone que deberías apuntar a los neumáticos? Neil apartó la vista del coche negro que tenía delante y miró a su compañero. —Verás. Si le pego un tiro a ese tipo, los dos nos converti remos en leyendas. Piénsalo. ¡Podrás contarle a tu hijo que capturaste al asesino en serie más grande de la historia! Con un ojo puesto en la carretera, Johnny respondió a su compañero sonriendo. —Sí. Eso sería genial. —Ya me lo estoy imaginando. Inauguraremos supermer cados, haremos anuncios de espumas de afeitar... de todo. —No me vendría mal una espuma de afeitar nueva. —Bueno, pues procura mantener firme el coche, porque estoy a punto de hacerlo realidad. —Pero ¿no podrías herirlo solamente? ¿No serviría con eso? ¿Eh? Neil negó con un gesto de impaciencia. —¿Qué coño quieres que haga? ¿Que le arranque la nariz de un disparo? Soy bueno, pero no tanto. Nadie tiene ese nivel. —Sacó el cuerpo un poco más por la ventanilla y agregó—: No se te olvide que esta mañana ese cabrón ha matado por lo menos a diez de los nuestros. A diez tíos estu pendos, que tenían familia. ¡Feliz Halloween, ha vuelto el hombre del saco! A Johnny no se le había pasado por alto que estaban en Halloween. Los habitantes de la localidad —es decir, los pocos que había— jamás de los jamases ponían el pie en el
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Cementerio del Diablo, y mucho menos en Halloween. Por
todos los bares y las cafeterías corría siempre el rumor de lo que sucedía allí cada 31 de octubre. Se decía que todos los años desaparecía un montón de tontos inocentes a los que ya no se volvía a ver más. La mayoría de los vecinos lo creía a pies juntillas. Constituía el oscuro secretillo de la localidad. Johnny ya había dejado atrás el cartel que indicaba que se encontraban en territorio mortal. Ya era una necedad impor tante estar embarcado en una persecución en coche a toda velocidad con el asesino en serie conocido como Kid Bour bon, pero que además dicha persecución estuviera teniendo lugar en el Cementerio del Diablo y en Halloween... En fin, era una temeridad casi comparable a tirarse desde un puente sin llevar atada una cuerda. —De acuerdo, Neil. Lo pillo. Pero date prisa en disparar a ese hijo de puta, ¡porque luego nos vamos a largar de aquí cagando leches! —Descuida, colega. La carretera se extendía de manera interminable hacia el horizonte, resplandeciente como un espejismo en medio del calor de primeras horas de la mañana. Que ellos pudieran dis tinguir, no había edificios ni más coches circulando. Neil vol vió a sacar el cuerpo por la ventanilla y apuntó con el arma a la luna tintada del lado del conductor del Firebird. El viento le levantaba con violencia el cabello rubio, que normalmente llevaba perfectamente peinado. —Ven con papá, hijo de puta —susurró. Pero un milisegundo antes de que Neil disparase, el con ductor del Firebird pisó el freno y ambos coches quedaron el uno junto al otro. Neil ya había apretado el gatillo. La bala erró el objetivo y pasó volando por delante del morro del otro coche. Johnny también estaba frenando con fuerza, pero antes de que pudiera asimilar lo que estaba sucediendo, des cendió el cristal de la ventanilla del conductor del Firebird y aparecieron los cañones gemelos de una escopeta recortada que les apuntaba a los dos. Johnny abrió la boca para gritarle a Neil que se agachara, pero...
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¡BUM!
Ocurrió tan deprisa que Johnny apenas tuvo tiempo de
parpadear, y mucho menos de pronunciar las palabras con que pretendía advertir a su compañero. La descomunal des carga de plomo casi arrancó a Neil la cabeza de cuajo y espar ció los restos sobre Johnny, por todo un lado de la cara. Por la boca abierta se le metieron sangre, cabellos y fragmentos de cerebro al tiempo que dejaba escapar un graznido de desespe ración: —¡Joder! La conmoción le hizo perder el control del coche. El Fi rebird dio un volantazo para arrimarse a él y lo embistió a toda velocidad con la aleta delantera. Johnny volvió a pisar los frenos, pero fue demasiado tarde, ya había perdido el con trol del volante, que giró desbocado en sus manos. Por el rabillo del ojo vio que el Firebird coleaba tres o cuatro veces y que el conductor intentaba impedir que derrapase, hasta que finalmente se enderezó y se perdió carretera adelante. El coche patrulla, con un chirrido de neumáticos, se salió de la carretera y comenzó a rodar por el terreno yermo del desierto, sembrado de piedras. Al chocar contra una de ellas volcó, dio una voltereta en el aire y arrojó de su asiento el cuerpo sin vida de Neil. Johnny se encontró colgando boca abajo en el aire. De forma instintiva, se encogió hacia un lado y se agarró a la base del asiento para apretarse contra él. Era lo primero que le habían enseñado a hacer en caso de que su coche volcase durante una carrera. Si el techo del vehículo estaba a punto de aplastarse contra el suelo, él tenía que salvarse del impacto asiéndose al asiento con todas sus fuerzas. Oyó el techo arru garse cuando se hizo pedazos contra el suelo del desierto. El borde cortante del metal le pasó a escasos centímetros de la cabeza. El coche dio otras tres vueltas de campana, y con cada una de ellas Johnny se sintió más desorientado que antes. Por fin aterrizó de costado dejando a Johnny aprisionado contra la ventanilla, contemplando la arena del suelo. Se tambaleó unas cuantas veces más y por último quedó inmóvil.
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Lo que quedaba de Neil le cayó encima. El único ojo de su
amigo muerto lo miró con expresión vacía, mientras su sangre le goteaba sobre la cara como si fuera hubiera comenzado a chispear. Oyó el crujido del metal al enfriarse y percibió un penetrante olor a combustible derramado. Un segundo antes de perder el conocimiento, Johnny tomó la seria decisión de abandonar el cuerpo de policía.
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