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Psicopatología de la
AFECTIVIDAD
R. Segarra Echebarría, I. Eguíluz Uruchurtu,
M. L. Guadilla Fernández y J. M. Erroteta Palacio
INTRODUCCIÓN
En su particular recorrido por el mundo de los afectos o «laberinto sentimental», J. A.
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Marina (1) comienza del siguiente modo: «A la gente le gusta sentir. Sea lo que sea». Sin
embargo, «¿cómo vamos a desear sentir en abstracto, acríticamente, al por mayor, cuando
sabemos que algunos sentimientos son terribles, crueles, perversos o insoportables? Nos
morimos de amor, nos morimos de pena, nos morimos de ganas, nos morimos de miedo,
nos morimos de aburrimiento y, a pesar de la eficacia letal de los afectos, la anestesia afec-
tiva nos da pavor [...] La realidad bruta nos es inhabitable. Sólo podemos vivir en una realidad
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al complejo engranaje del mundo de los afectos. El hecho es que nuestro contacto básico con
la realidad es a la vez sentimental y pragmático. Pocos autores dudan hoy día de que el pri-
mer contacto con la realidad durante el primer año del desarrollo de un niño es esencialmente
sentimental, quedando para siempre los sentimientos vinculados al desarrollo de la futura per-
sonalidad del individuo: «Nuestra primera relación con el mundo es afectiva. Somos seres
necesitados, a medio hacer. Tiempo habrá de buscar la objetividad, de enfriar el conoci-
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SEMBLANZA HISTÓRICA
Al asomarnos al análisis histórico del origen y evolución de la psicopatología de la afecti-
vidad nos encontramos en cierta medida con la «Cenicienta» de la ciencia psicopatológica y
fenomenológica. Como señala Berrios (3) en su estudio del tema, si bien en otras áreas como
la memoria, los delirios o las alucinaciones la psicopatología ha encontrado el respaldo de la
atención y la dedicación de los profesionales (sobre todo de los del siglo XIX y la primera mitad
del siglo XX), la afectividad no parece haberse cobrado el mismo beneficio.
No se trata de un fenómeno circunscrito a la psicopatología y/o a la psiquiatría. Así, Gole-
man (4) resalta lo siguiente: «Durante muchos años, la investigación ha soslayado el papel
desempeñado por los sentimientos en la vida mental, dejando que las emociones fueran con-
virtiéndose en el gran continente inexplorado de la psicología científica».
Entre las causas que pueden haber contribuido a este lamentable olvido se encuentran las
siguientes (5):
Hasta el siglo XIX los síntomas afectivos rara vez aparecen en las descripciones clínicas
de los trastornos mentales, permaneciendo este hecho prácticamente inalterado incluso ante
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Como dice Marina (1), «parece que las teorías psicológicas construyen una casa dema-
siado pequeña, y algún miembro de la familia tiene que dormir siempre al sereno». Menos
pesimista a este respecto se muestra Aulestia (6), para quien estas tendencias psicológi-
cas «observan el mismo río desde orillas opuestas», resultando en cualquier caso comple-
mentarias.
Más recientemente, las investigaciones se han centrado en cuatro terrenos principales: el
evolutivo, el psicofísico, el psicodinámico y el constructivista. Los problemas que se han de
resolver son los siguientes:
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No cabe duda de que nuestros conocimientos sobre la afectividad humana han gozado de
un importante empuje en el terreno de la práctica clínica y en campos como la etiología, la
patogenia y la terapéutica (psicoterapia/s y terapias biológicas) debido al uso de métodos
introspectivos y de observación conductual y relacional, así como al registro de las diferen-
tes variables fisiopatológicas y somáticas objetivables. Gracias a ello, tales conocimientos
son hoy día superiores a los de hace unas décadas.
Frente a todo ello, la psicopatología y fenomenología afectivas han seguido avanzando
con una lentitud desconcertante, lo cual se puede comprobar revisando las escasas aporta-
ciones al respecto efectuadas por parte de autores de la talla de Jaspers, Bleuler o Schneider.
A la espera de que investigaciones futuras arrojen nueva luz en esta materia, se abordarán
ahora otros aspectos relevantes del complejo universo emocional.
Basándose en esta exigua muestra, parece evidente que si bien la afectividad es un área
fundamental del desarrollo del ser humano como tal, y que en el vocabulario cotidiano se uti-
liza una buena parte de los términos arriba expuestos (y otros muchos relacionados con
ellos), existe cierta ambigüedad generadora de no poca confusión cuando se trata de definir
y de manejar conceptos que todos creemos dominar y usar con propiedad.
La psicopatología no ha permanecido impermeable a este respecto, observándose con
demasiada frecuencia una falta de precisión y de criterio para delimitar los pilares básicos
de la fenomenología afectiva. Los términos utilizados para definir estos conceptos no están
perfilados con claridad, e incluso muchas de las veces no son mutuamente excluyentes.
Y el asunto no termina en el terreno puramente lingüístico, pese a la evidencia de que el
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léxico sentimental es muy confuso en todas las lenguas conocidas. Si atendemos a los dife-
rentes idiomas, veremos que existe una amplia variedad de descripciones del humor, hecho
que lleva a pensar que no sólo es la terminología lo que difiere en culturas diferentes, sino que
se trata incluso de la propia forma de experimentar las emociones, distinta en función del
medio cultural en el que nos movamos. Sims (8) pone el ejemplo de los términos «angst», que
no puede ser traducido del alemán al inglés o al español con una sola palabra equivalente, o
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«depression», que tampoco puede ser traducido literalmente desde el inglés al alemán. En
euskera tenemos el término estar «larri», de difícil traducción al castellano en términos de
equivalencia. Bleuler (9) recoge lo equívoco de la utilización del verbo «sentir», que lo mismo
se utiliza relacionado con los procesos afectivos como se emplea en relación con sensacio-
nes (p. ej., de calor, de frío, táctiles, etc.) y con percepciones vagas (p. ej., «siento que alguien
se aproxima»).
Es posible hablar de una cierta universalidad sentimental, de unos sentimientos básicos
fundados en nuestras necesidades y en los problemas que surgen de nuestra interacción
con la realidad. Sin embargo, tales sentimientos, inevitablemente, sufren variaciones cualita-
tivas culturales y personales, de modo que no se puede tomar ningún léxico determinado
como patrón de un «sentimiento universal» concreto generalizable a todos los individuos.
En palabras de Castilla del Pino (10):
Otro aspecto que se debe considerar es el que recoge Marina (1) cuando escribe:
Se puede empezar señalando, como apunta Bleuler (9), que la división de la vida psí-
quica en procesos afectivos y procesos intelectuales es artificiosa. De hecho, todo proceso
intelectual evoca sentimientos y, por el contrario, los sentimientos despiertan recuerdos y
rigen desde este punto de vista nuestro modo de pensar. Sin embargo, tal división de la vida
psíquica resulta imprescindible para la observación y descripción de la personalidad, ya que
nuestros habituales conceptos psicológicos y psicopatológicos se basan en la creencia ficti-
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cia de que intelecto y afectividad se pueden separar entre sí. Como consecuencia, si bien la
afectividad es vivida de forma subjetiva, se manifiesta al mismo tiempo en nuestro obrar,
nuestro pensamiento y a través de nuestros procesos vitales corporales. Afirma Störring
(11) que «los afectos influyen más sobre la conducta y las decisiones volitivas de un sujeto
que su misma inteligencia. La inteligencia acaba disculpando, paliando, facilitando y racionali-
zando aquello hacia lo que tienden invenciblemente los sentimientos e impulsos instintivos».
Y Ciompi (12), usando un tono irónico, apunta que «las funciones afectivas y cognitivas van
unidas en el “caso normal”, y su separación es signo de psicología».
Al estudiar la vida afectiva puede advertirse claramente cómo la psique opera siempre
como un todo, y cómo aquello que en ella destacamos en forma de ideas, conceptos o afec-
tos constituye algo tan sólo artificialmente separado. Si se considera esta cuestión atenta-
mente, podemos generalizar diciendo que, en realidad, nunca reaccionamos con un determi-
nado afecto a una vivencia aislada, a una sola representación, sino que el afecto
corresponderá siempre al psiquismo «actual» (particular de cada momento) en su totalidad.
Afectividad
Desde el punto de vista psicopatológico, se entiende por afectividad o vida afectiva el
conjunto de experiencias evaluativas que definen y delimitan la vida emocional del individuo.
La afectividad se trata de una «tendencia sentida a la acción y basada en la apreciación»
(Arnold, 1970) (13), y se apoya en una serie de pilares básicos que la conforman, como son
los sentimientos, los deseos, las emociones, las pasiones y los diferentes estados sentimen-
tales que se analizarán más adelante. Para Ey (14):
Sentimientos
No resulta fácil encontrar en la literatura una definición clara de sentimiento. Autores de la
talla de Jaspers pasan de puntillas por el tema, dejando para la posteridad una definición de
tipo elusiva y nihilista. Dice Jaspers (15):
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Con respecto a la palabra y al concepto sentimiento impera una falta de claridad sobre
el sentido de la palabra en los casos especiales. Ordinariamente, se llama sentimiento a
todo lo psíquico que no se puede poner en el mismo plano con los fenómenos de la con-
ciencia del objeto ni con los movimientos instintivos y los actos de la voluntad. Todas las
formaciones psíquicas no desarrolladas, obscuras, todo lo impalpable, lo que escapa al
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análisis, se llama sentimiento; en una palabra, sentimiento es todo lo que no se sabe lla-
mar de otro modo.
Schneider (16) profundiza más en el tema y delimita de una forma esquemática los ras-
gos esenciales del sentimiento, entendiendo como tal «las cualidades o situaciones del yo
vivenciadas de un modo directo, es decir, pasivo, y caracterizadas por tener una tonalidad
agradable o desagradable». Quedan fuera de esta definición los fenómenos de la conciencia
de los objetos, como las percepciones sensoriales, las representaciones y los conceptos; los
estados activos del yo, como los impulsos, las tendencias y las voliciones; y aquellos estados
pasivos del yo en los que no se aplica una connotación agradable o desagradable (sensacio-
nes musculares y viscerales).
Fish (17) nos habla del sentimiento como de una reacción positiva o negativa ante alguna
vivencia, o bien como la experiencia subjetiva de una emoción.
Sims (8) entiende por sentimiento una reacción positiva o negativa intensa y transitoria
ante una determinada experiencia.
Un enfoque diferente es el aportado por Castilla del Pino (18), quien, desde un posiciona-
miento más psicodinámico, prefiere hablar de «actitudes» en lugar de sentimientos, argu-
mentando que, si bien ambos fenómenos (actitud y sentimiento) obedecen a pulsiones del ello
que emergen a la conciencia mediatizadas por otras instancias (yo y superyó), al hablar de
sentimientos sólo hacemos referencia al sujeto aislado, a estados del sujeto sin objeto,
mientras que al referirnos a actitudes tenemos también en cuenta el modo de relación del
sujeto con un objeto determinado, ya que el término actitud implica también conducta. Así, el
objeto puede ser el propio sujeto, en cuyo caso actitud equivaldría a sentimiento, o bien
objetos externos.
En esta línea coincide en parte con algunos de los aspectos adelantados por Jaspers
(15), quien, en su categorización de los sentimientos, señalaba que uno de los aspectos
que se deben considerar es el objeto hacia el que se dirige el sentimiento, pudiendo ser un
objeto determinado e incluso una «falta de objeto». Y también con Freud (19), quien llegó a
afirmar que «un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía, siendo esto a su vez la
expresión de una necesidad imperiosa (pulsión)». Para Marina (1), y dentro de esta misma
línea, los sentimientos consisten en «bloques de información integrada que incluyen valora-
ciones en las que el sujeto está implicado, y al que proporcionan un balance de la situación
y una predisposición para actuar». De esta forma, modifican el pensamiento, la acción y el
entorno, los cuales a su vez también terminan por condicionar los propios sentimientos en
justa reciprocidad.
Castilla del Pino (18) considera que las actitudes (sentimientos) presentan tres aspectos
fundamentales:
• Contactan con los procesos cognitivos. Así, dependen de las percepciones e influyen
sobre ellas llegando en ocasiones a distorsionarlas (ilusiones, alucinaciones), al tiempo
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que también dependen e influyen sobre el juicio de realidad connotativo, pudiendo lle-
var a la génesis de ideas sobrevaloradas, e incluso de delirios.
• En segundo lugar, las actitudes son casi siempre bipolares (amor/odio, alegría/tris-
teza).
• Y por último, desde el punto de vista de la lógica categorial, las actitudes (sentimien-
tos) representan valoraciones personales que hacemos de los diferentes objetos (entre
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otros, de nosotros mismos, de nuestra conducta), por lo que desde ese momento
constituyen un criterio de clase superior al de los propios objetos evaluados, miem-
bros de un vasto conjunto. Frente a un número relativamente infinito de posibles actos
de conducta (en virtud de un número infinito de objetos potenciales), el número de
clases (esto es de actitudes, de valoraciones personales que de tales objetos efec-
tuamos aplicando el criterio de clase ya mencionado) es relativamente pequeño. En
esta línea, las actitudes estarían a un nivel lógico superior respecto a los actos de con-
ducta a través de los cuales se expresan.
Según este autor (18), los psicopatólogos clásicos, en la medida en que hacen referencia
a los sentimientos como estados del sujeto, pueden hablar de sentimientos provocados
(cuando dependen de un objeto-vivencia) y de sentimientos espontáneos. Hablar de actitudes
como conducta significa, por el contrario, negar que el sentimiento pueda surgir sin referen-
cia a un objeto, negar que sea una conducta sin objeto con el cual relacionarse, negar la
«espontaneidad» en el sentido de la no motivación. «No podemos sostener ya la existencia de
tristezas inmotivadas sobre la base de alusiones totalmente irreales a la capa vital (López Ibor)
o al fondo endotímico (Lersch).» Más aún, la afirmación de que la actitud (sentimiento) es una
conducta, y de que ésta implica una relación de objeto, obliga de forma ineludible al psicopa-
tólogo al esclarecimiento de cuál es el objeto que suscita tal o cual actitud. A un individuo se
le describe por su comportamiento con los distintos objetos de la realidad, y por tanto, las
actitudes que cada uno de dichos objetos provoca son precisamente lo que delimita el con-
torno de la persona en orden a sus motivaciones.
Además de poder existir estados disociativos unidos o no a desplazamientos de las acti-
tudes (sentimientos) con respecto a los objetos que las provocan, como forma de autoocul-
tación, la conducta actitudinal tiende a la escotomización del objeto, es decir, a la existencia
de puntos ciegos sobre el mismo. Otra característica de dicha conducta es la ambivalencia,
entendida como la coexistencia de sentimientos opuestos respecto al objeto por parte del
mismo sujeto, siendo su forma más frecuente de expresión la sucesión alternativa, la cual se
ve facilitada por el carácter bipolar de las actitudes (así, en ocasiones una actitud volcada
sobre un determinado polo afectivo revela una férrea defensa ante la posibilidad de vol-
carse sobre el polo contrario). Finalmente, se encuentra la proyección, ya que la actitud
resulta ser a veces una transacción entre la pulsión del ello y el yo o el superyó, que impiden
que la pulsión se proyecte sobre el objeto a costa de un montante de frustración, que también
se proyecta sobre el objeto, en virtud de la tendencia del sujeto a responsabilizar a dicho
objeto de la relación finalmente establecida (18).
Pese a todo, y en el prólogo de su más que recomendable obra Teoría de los sentimien-
tos, Castilla del Pino (10) afirma:
No me arredra decir que no he encontrado una teoría de los sentimientos que me satis-
faga. He hallado descripciones perfectas de determinados sentimientos, pero no una teo-
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ría que incluya de manera coherente las cuestiones enumeradas. Si la gente siente sin
necesidad de un saber explícito acerca de lo que significa sentir y tener sentimientos,
los psicólogos y psiquiatras necesitamos un corpus teórico que sirva en nuestra investi-
gación y en nuestra práctica profesional, como nos sirve un mapa en un territorio poco
o nada conocido.
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Marina (1), de quien ya hemos hablado anteriormente, considera los sentimientos como
el producto final de una evaluación cognitiva automática de la realidad circundante. Por un
lado, se evalúa la situación real ante la que nos encontramos, si es beneficiosa o perjudicial,
agradable o desagradable. Por otra parte, el individuo, según su sistema interpretativo indivi-
dual, decide si es o no capaz de enfrentarse a dicha situación planteada y cuál es la mejor
forma de hacerlo.
Según este autor, el balance sentimental viene constituido por cuatro ingredientes funda-
mentales (1):
Para Marina, la memoria, «lejos de ser un desván platónico en el que se acumulan cono-
cimientos, es un aparato orgánico con determinadas propensiones». Es una especie de bio-
grafía privada, una «versión manejable de nuestra existencia» (20). La memoria afectiva es la
verdadera impulsora de las creencias y de las opiniones individuales, según la óptica cogniti-
vista, y en ella se unen factores tanto culturales como individuales, incluidos los derivados
del propio funcionamiento fisiológico. En este sentido, y como cuña al margen, llama podero-
samente la atención lo poco que sabemos hoy día acerca de la posible diferenciación sexual
cuando se trata de experimentar los sentimientos1.
Por otra parte, históricamente han existido diferentes intentos para clasificar y categori-
zar los sentimientos atendiendo a diversos aspectos de los mismos, la mayoría de las veces
desde un posicionamiento personalista y marcadamente academicista que, lejos de conseguir
una aplicabilidad práctica, han venido a generar una mayor confusión al respecto. Son ejem-
plos significativos y más o menos exitosos los que se exponen a continuación.
Schneider (16) divide los sentimientos en corporales y psíquicos. Estos últimos incluyen
los afectos y el humor o estado anímico, y se dividen, a su vez, en sentimientos psíquicos de
estado, autovalorativos y alovalorativos.
Scheler (21), dentro de su esfuerzo por fundamentar la ética sobre una fenomenología de
los sentimientos, divide éstos en:
angustia existencial, espiritual o religiosa, que puede considerarse como normal y uni-
versalmente extendida.
1
Para los interesados en esta materia, puede resultar de interés la lectura de la obra publicada recientemente por
Ramón N. Nogués titulada Sexo, cerebro y género. Diferencias y horizonte de igualdad (Barcelona: Paidós, Fundació Vidal
i Barraquer, 2003).
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• Categorización fenomenológica:
• Según los objetos a los que se dirigen, los sentimientos pueden ser ilimitados, tantos
como objetos (p. ej., sentimientos fantásticos, patrióticos, religiosos, de familia, etc.)
y de tipo positivo o negativo.
• Según el origen en la sucesión de los estratos de la vida psíquica, pueden dividirse
en: sensoriales, vitales, psíquicos y espirituales.
• Según la importancia del sentimiento para la vida y según los objetivos de la vida
(sentimientos de placer, de disgusto).
• Según sean sentimientos particulares o totales (estados sentimentales).
• Según la intensidad y duración, diferenciamos: sentimientos, afectos y estados de
ánimo o temple.
• Por último, los sentimientos deben distinguirse de las sensaciones. Los sentimientos
son estados del yo (como el estar triste o alegre), mientras que las sensaciones son
elementos de la percepción del ambiente y del propio cuerpo, si bien existe un tipo de
sensaciones especiales, que son las sensaciones del sentimiento, que, al mismo
tiempo, aun siendo objetivas, captan estados vitales y forman parte de los instintos.
Así, son sensación, sentimiento, afecto e instinto dentro de un todo.
Marina (1) entiende que los sentimientos pueden clasificarse por su intensidad, duración
y profundidad, si bien estas distinciones están hechas dentro de un continuo que dificulta la
tarea de establecer unos límites definidos al respecto. Para este autor, los fenómenos afecti-
vos tienen una peculiar relación con su duración en el tiempo, y propone una división entre
estados sentimentales, emociones y pasiones:
Emociones
Al tratar las emociones hablamos de sentimientos intensos, de duración breve y de apa-
rición normalmente abrupta. Las emociones se diferencian de los sentimientos porque van
acompañadas de un cortejo psicosomático agudo concomitante, con una amplia participación
vegetativa y neuroendocrinológica. Su principal objetivo es el mantenimiento del individuo
alerta, con vistas a reaccionar de un modo lo más eficaz posible frente al estímulo causante
de la emoción en cuestión.
Para Fish (17) la emoción constituye la vertiente somática de manifestación de la expe-
riencia psíquica subjetiva que denominamos sentimiento, resultando la separación entre
ambos un artificio teórico.
Conviene en este punto resaltar el uso que en la literatura científica anglosajona se hace
del término emoción, equiparándolo habitualmente al de sentimiento aun, cuando ambos
representan dos facetas de la afectividad diferentes y complementarias. Esta acepción unita-
ria es habitual en los tratados de psicología, en las obras de tipo neurofisiopatológico y en los
textos de psiquiatría. Creemos obligado aclarar este punto y establecer las bases para des-
hacer el equívoco al que nos puede llevar el confundir dos vertientes distintas y a la vez pró-
ximas del proceso afectivo cuya separación, aunque pertinente, quizá obedezca a motivos
más académicos y didácticos que reales.
Deseos
Los deseos representan la conciencia de una necesidad, de una carencia o de una atrac-
ción. Habitualmente van acompañados de sentimientos que los amplían y les dan urgencia.
Para Marina, los deseos resultan una parte fundamental del balance sentimental (1).
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Desde un punto de vista psicoanalítico (13) se puede afirmar que de la integración del
recuerdo afectivo primitivo en estadios precoces del desarrollo, aquél que vincula estados
afectivos intensos «totalmente buenos» o «totalmente malos», proviene el desarrollo de fan-
tasías específicas impregnadas de apetencias concretas que vinculan el sí mismo y el objeto,
y que son características de la denominada fantasía inconsciente. Estos estados afectivos
intensos se producen en conexión con experiencias altamente deseables o indeseables que
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motivan un deseo intenso de, respectivamente, recobrar o evitar experiencias afectivas aná-
logas. Los deseos, expresados como apetencias inconscientes concretas, constituyen el
repertorio motivacional del ello.
El deseo expresa un impulso motivacional más general que la apetencia. Podría decirse
que el deseo o fantasía inconsciente se expresa de forma consciente en forma de apeten-
cias, que expresan en términos concretos dicho deseo y, en última instancia, las pulsiones
subyacentes.
Para Chasseguet-Smirgel (22) existe una alianza indisoluble entre los deseos, la satisfac-
ción pulsional y el desarrollo del ideal del yo. La añoranza de un ideal de felicidad inalcanza-
ble («enfermedad de la idealidad») es, para esta autora, la base de los logros más excelsos
del hombre, así como de las formas más degradadas de la locura (p. ej., las perversiones en
sus diferentes manifestaciones). El niño llega al mundo «demasiado pronto», con ambiciones
que sus capacidades físicas no sustentan. «La prematurez del ser humano, que se sitúa en
el origen de la formación de un ideal del yo, probablemente imprima ciertas características
específicas a nuestra vida pulsional». Gobierna la transición de las necesidades corporales al
registro del deseo. Convierte el placer en algo más que una simple descarga de tensión pul-
sional. De hecho, la satisfacción pulsional tiende al mismo tiempo a reducir la distancia entre
el yo y el ideal del yo, pero su unión perfecta es inalcanzable, y por eso el deseo queda siem-
pre insatisfecho.
Esta forma de pensar no desentona sustancialmente del posicionamiento de Sartre,
para quien «el proyecto fundamental del insaciable ser humano es ser Dios». Dios, según
Sartre, es la formulación positiva de la infinitud del deseo, de un deseo de omnipotencia y de
autosuficiencia equiparable al narcisismo primario y a su heredero natural, que es el ideal del
yo (22).
Pasiones
Cuando un sentimiento monopoliza la vida afectiva de una persona y la impulsa con gran
determinación a actuar de una forma concreta pasamos a hablar de una pasión. Las pasiones
son movimientos afectivos de duración más prolongada en el tiempo que los sentimientos y
las emociones, y desde la holotimia o afectividad de base alcanzan proporciones catatímicas,
impregnando buena parte de la actividad psicopatológica global del individuo. Luis Vives deno-
mina a las pasiones «alborotos anímicos» (1), y como tales hemos de entenderlas.
Como ejemplo práctico de esta repercusión catatímica pueden incluirse las ideas sobre-
valoradas y las formaciones deliroides, que surgen de movimientos pasionales anímicos. Así,
la sobredimensión de ciertas ideas y juicios de acuerdo con el sentido afectivo de una deter-
minada pasión, eliminando de la conciencia los elementos afectivos contrapuestos, llega en
ocasiones a provocar en el individuo la estructuración de ideas sobrevaloradas, y más aún, de
ideas deliroides (no delirantes, ya que no son primarias sino secundarias al derivar de la vida
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afectiva) una vez quedan éstas aisladas de la posibilidad de ser refutadas por la lógica y/o por
la experiencia (23).
El mundo de las pasiones ha dominado el pensamiento acerca de la vida afectiva hasta
el siglo XVIII en que aparece el concepto «más refinado» de sentimiento. El mundo griego expe-
rimentó las pasiones como misterios aterradores, una especie de enfermedad demoníaca que
se imponía a la voluntad y que contaba siempre con una explicación mitológica. Aristóteles
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escribió en su Retórica el primer tratado sistemático sobre las pasiones. Posteriormente, «los
neoplatónicos, estoicos, cínicos y epicúreos anduvieron preocupados sin saber qué hacer con
las pasiones, si erradicarlas, olvidarlas, atemperarlas o arrojarse en sus brazos» (1).
Durante la Edad Media, las pasiones pierden su carácter mitológico y demoníaco, pero
quedan englobadas dentro de la personalidad del individuo como un «quiste» enigmático y
sobrecogedor. Curiosamente, los autores medievales tenían por costumbre, al referirse a las
pasiones o a los sentimientos, elaborar su «árbol genealógico», pensando, como San Grego-
rio, que las pasiones «están unidas con tan estrecho parentesco que una sale de otra» (1).
En el siglo XVIII las pasiones alcanzan una nueva dimensión al dejar de ser experiencias
que se sienten y se imponen a un yo indefenso, para pasar a ser autoanalizadas, integradas
en la conciencia del yo individual y recogidas en un mundo propio del individuo que consti-
tuye su verdadera intimidad. Hablamos ya de los sentimientos, quedando sentadas las bases
de un nuevo fenómeno cultural y artístico que se desarrollará en los primeros años del
siglo XIX, el Romanticismo. Como se puede apreciar, arte y afectividad discurren una vez más
cogidos de la mano.
una obra teatral, la afectividad (vida afectiva) vendría a representar el escenario sobre el cual
se desenvuelven con mayor o menor protagonismo ciertos actores (sentimientos, afectos,
deseos, emociones y pasiones), siguiendo fielmente las indicaciones de un guión flexible al
que podemos denominar humor o estado de ánimo, escrito en forma de coproducción entre
dos autores principales: la personalidad individual (hábitos sentimentales) y el medio ambiente
o realidad exterior.
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ción de diferentes estados afectivos con respecto al mismo objeto se produce bajo la influen-
cia de una variedad de tareas evolutivas (relacionales) y de pautas conductuales, instintivas
biológicamente, activadas durante las diferentes etapas del desarrollo. Es decir, una vez más,
ambiente y biología reunidos.
Este autor considera que los afectos son el sistema motivacional primario, al vincular las
series de representaciones precoces e indiferenciadas del objeto y del sí mismo (self). Gra-
dualmente, se construye un mundo complejo de relaciones objetales internalizadas, algunas
coloreadas por el placer y otras por el displacer, que se articulan en dos series paralelas de
experiencias, bien sean gratificantes o frustrantes. De forma simultánea, se va produciendo
una progresiva transformación de las relaciones objetales «buenas» y «malas» internalizadas.
El afecto predominante de amor u odio de cada una de las dos series opuestas se enriquece
y se atempera, se vuelve cada vez más complejo, convirtiéndose en estructuras intrapsíqui-
cas estables, con coherencia interior, dinámicamente determinadas, que organizan tanto la
experiencia psíquica como el control conductual del individuo, de acuerdo con la disposición
genética y a través de las diversas etapas del desarrollo. De esta forma, la libido y la agresión
se transforman en sistemas motivacionales jerárquicamente superiores, las pulsiones, expre-
sadas en multitud de disposiciones afectivas diferenciadas en distintas circunstancias. Los
afectos se convierten en las señales o representaciones de las pulsiones, así como en sus
bloques constructivos. Por otra parte, las pulsiones se ponen de manifiesto no sólo por los
afectos sino por la activación de las relaciones objetales específicas, que incluyen un afecto,
y en las cuales la pulsión es representada por un deseo o apetencia específicos. En este
caso, la apetencia, que al ser consciente es más precisa que el estado afectivo, deriva direc-
tamente de la pulsión.
Una vez que la organización de las pulsiones se ha consolidado como sistema motiva-
cional jerárquico superior, cualquier activación particular de las mismas en el contexto del
conflicto intrapsíquico es representada por la activación de un estado afectivo correspon-
diente. Este estado afectivo incluye una relación objetal internalizada o, lo que es lo mismo,
la interacción entre una representación particular del sí mismo (self) que se vincula a una
representación particular del objeto bajo la influencia de un afecto particular. La relación recí-
proca de roles del sí mismo y el objeto, enmarcada por el afecto específico, se expresa por
lo general como una fantasía o apetencia concreta orientada a la acción, más precisa que el
propio afecto, y bajo el control directo de la pulsión.
Desde el punto de vista estructural del aparato psíquico, las relaciones objetales interna-
lizadas en cada momento del desarrollo y su correspondiente investidura afectiva constitu-
yen el núcleo duro de las subestructuras del yo, el ello y el superyó.
Las características estructurales del ello se basan en una combinación de varios factores
derivados de su desarrollo precoz. Por un lado, la naturaleza primitiva difusa y abrumadora del
recuerdo afectivo temprano derivado de los «afectos cumbre» (estados afectivos intensos en
las primeras fases del desarrollo), junto a las relaciones objetales internalizadas correspon-
dientes, que reflejan la acción de un sí mismo y de unos objetos internos inmaduros aún. Por
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ción afectiva extrema adquieren una intensidad que facilita el establecimiento de estructuras
mnésicas afectivamente impregnadas, que son las estructuras intrapsíquicas más tempra-
nas y que surgen en la etapa simbiótica (precoz) del desarrollo. Ellas implican el inicio de las
relaciones objetales internalizadas, y también la organización de las pulsiones libidinal y agre-
siva.
Por su parte, estados afectivos menos intensos contribuyen directamente al desarrollo
del yo. La interacción madre-infante, en paralelo con el aprendizaje en condiciones de estados
afectivos leves o moderados, puede establecer estructuras mnésicas que reflejarán relacio-
nes más discriminativas y eficaces con el ambiente psicosocial inmediato. El aprendizaje se
produce en condiciones en las que el individuo se centra en la situación y en las tareas inme-
diatas, con poca distorsión derivada de la excitación afectiva y sin que lo interfiera ningún
mecanismo defensivo.
Según S. Tomkins, la personalidad afectivamente equilibrada aparece cuando el aprendi-
zaje de los sentimientos se hace mediante recompensas y no mediante castigos. La teoría de
la «urdimbre o apego afectivo» proporciona una explicación sobre cómo las relaciones entre
los padres y los niños afectan a los diversos patrones emocionales. El niño poseedor de una
urdimbre segura a la edad de un año resultará con posterioridad más sociable y comunicativo
con los adultos, sin menosprecio de la influencia de las variables innatas, como el tempera-
mento. Al fin y al cabo, parece lo más probable que el estilo de urdimbre dependa del juego
entre la conducta de los padres y el temperamento del niño, es decir, entre la biología y el
ambiente (1).
La experiencia subjetiva en los estados afectivos cumbre puede iniciar la construcción de
un mundo interno que, gradualmente, se separa en una capa profunda de imaginería fantás-
tica, vinculada a las relaciones objetales precoces e inmaduras adquiridas durante dichos
estados cumbre, y una capa más superficial que «infiltra» las percepciones cognitivamente
más objetivas de la realidad externa constituida durante estados afectivos de bajo nivel emo-
cional, en los que el infante explora atentamente sus alrededores, y que constituye el pensa-
miento consciente o pensamiento secundario. El inconsciente dinámico incluye originaria-
mente estados inaceptables de autopercatación bajo la influencia de relaciones investidas
agresiva y placenteramente durante los llamados estados afectivos cumbre, que involucran
a los objetos parentales. Las defensas inconscientes vinculadas a las fantasías primitivas y las
defensas ulteriores que refuerzan secundariamente la represión «encapsulan» finalmente la
capa más profunda e inconsciente de las relaciones objetales investidas agresiva y libidinal-
mente. El resultado final es la estructura psíquica conocida como el ello. Éste constituye una
estructura intrapsíquica, un marco estable, dinámicamente determinado, internamente cohe-
rente, para la organización de la experiencia psíquica y del control conductual del individuo.
Tal como recrea Kureishi (26) de forma novelada «no es sorprendente que uno acabe
acostumbrándose a hacer lo que le dicen que haga, mientras se construye un escondrijo
seguro en su interior y lleva una vida secreta. Tal vez por eso las historias de espías y de
dobles vidas nos resultan tan fascinantes».
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En el conflicto neurótico asistimos a la pugna entre uno o más impulsos que tienden a su
descarga, por una parte, y las fuerzas psíquicas que se oponen a ella. Como dice Fenichel
(27), «el conflicto neurótico tiene lugar entre el yo y el ello». La neurosis es una reacción par-
ticular del yo frente a ciertas exigencias pulsionales. Bajo la influencia del superyó, el yo
intenta defenderse contra los impulsos prohibidos por aquél, de una manera característica
para cada tipo de neurosis.
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Para concluir, y a modo de recapitulación, puede decirse que Kernberg (13) define los
afectos como estructuras instintivas, pautas conductuales psicofisiológicas que incluyen una
apreciación cognitiva específica, una pauta facial comunicativa propia de cada afecto,
una experiencia subjetiva de naturaleza placiente y recompensadora o dolorosa y aversiva, y
un patrón determinado de descarga muscular y neurovegetativa. Considera, como ya se ha
dicho, que los afectos son un puente entre los instintos (biológicos) y las pulsiones (psíquicas)
que los integran como forma jerárquica superior. Por último, divide los afectos en dos tipos:
• Afectos primitivos. Son de aparición en los primeros años de vida, intensos y con un
elemento cognitivo difuso, no bien diferenciado.
• Afectos derivados. Son más complejos, fruto de la combinación de los anteriores, con
un mayor grado de elaboración cognitiva que condiciona que el componente psíquico
domine gradualmente los aspectos psicofisiológicos y de comunicación facial. Para
estos afectos complejos reserva los términos «sentimiento» y «emoción».
Pese a ello, no cabe duda de que muchas de las aportaciones que generan las escuelas
mencionadas son de un gran valor y merecen ser destacadas.
La respuesta emocional
Desde un punto de vista fisiopatológico, la respuesta emocional está constituida por tres
tipos de componentes:
La ansiedad y el estrés
Se entiende por estrés el conjunto de reacciones fisiológicas que se producen ante la per-
cepción de situaciones adversas o amenazantes. Originariamente, estas reacciones son úti-
les y adaptativas, pero están diseñadas para afrontar sucesos a corto plazo. Como ejemplos
pueden citarse las respuestas de lucha o de huida.
En ciertas ocasiones, las situaciones amenazantes son más continuas que episódicas, y
se produce una respuesta de estrés sostenida, que puede llegar a ser muy perjudicial para la
salud del individuo, a través de los componentes endocrinológico y autosómico de la res-
puesta emocional. Su mayor o menor impacto nocivo para el organismo dependerá de la
percepción subjetiva de la situación por parte de cada persona, así como de su reactividad
emocional, supeditadas ambas a variables como la personalidad, el temperamento o la
experiencia individual previa.
De esta forma, y ante un «estresor» determinado, se produce una respuesta activa del
organismo de tipo catabólico a expensas del sistema nervioso simpático y de las glándulas
suprarrenales, con liberación masiva de adrenalina, noradrenalina, cortisol y factor liberador
de corticotropina a nivel del sistema nervioso central y periférico.
El estrés también tiene su repercusión en el sistema inmunológico. Es bien conocido
cómo el estado anímico individual determina una mayor o menor liberación de inmunoglobu-
lina A en las mucosas, siendo ésta la primera barrera defensiva contra las infecciones. Ade-
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miento, lucha, huida) en las personas que las experimentan. El cerebro recibe una retroali-
mentación sensorial de los músculos y de los órganos generadores de tales respuestas, y
esta retroalimentación indirecta, filtrada a través del tálamo y de la corteza sensorial, es la
que constituye las denominadas sensaciones emocionales o sentimientos que, en opinión
de estos autores, serían secundarios a los diferentes patrones de respuesta y de expre-
sión emocional.
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Hoy en día existe un acuerdo general en cuanto a que los afectos, desde su mismo ori-
gen, tienen un aspecto cognitivo, contienen por lo menos una apreciación de la bondad
o maldad de la constelación perceptiva inmediata, y esta apreciación determina una moti-
vación sentida para la acción, de aproximación o alejamiento a cierto estímulo o situa-
ción. En contraste con la antigua teoría de James-Lange, según la cual los aspectos sub-
jetivos y cognitivos del afecto siguen a la percepción de los fenómenos de descarga
musculares y neurovegetativos o derivan de ella, y en contraste con la posición derivada
de Tomkins de que los aspectos cognitivos y sentidos de los afectos siguen a la percep-
ción de su expresión facial o derivan de ella, yo pienso que la calidad subjetiva de la
apreciación sentida es el núcleo característico de cada afecto.
La conducta agresiva
Los patrones de conducta agresiva son característicos de cada especie animal. La con-
ducta agresiva tiene tres presentaciones básicas: la conducta ofensiva, la defensiva (amena-
zante o sumisa) y la predatoria.
El control neural de la conducta agresiva es de tipo jerárquico. Si bien la actividad más
elemental se efectúa a nivel reflejo y principalmente del tronco del encéfalo, dicha actividad
viene controlada por el área tegmental ventral del mesencéfalo, el hipotálamo y el sistema lím-
bico (especialmente la amígdala), todo ello sin olvidarnos del sistema sensoperceptivo que
detecta la situación ambiental y propioceptiva de cada momento.
El hipotálamo anterior, el septo lateral y la amígdala medial tienen efectos excitato-
rios en el ataque ofensivo. El ataque ofensivo es facilitado por la liberación de vasopre-
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cia, interpretación y predicción. Muchos, como para pensar que las conclusiones que se
extraigan de él vayan a ser sólidas e inequívocas.
La exploración clínica de la afectividad nos obliga, como en cualquier otra parcela de la psi-
quiatría, a realizar una valoración semiológica global de las diferentes áreas de funcionamiento
psíquico del individuo, centrándonos no sólo en los afectos (afectividad de base u holotímica)
sino también en sus repercusiones e implicaciones en otras esferas psicopatológicas (reper-
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cusión catatímica). Para ello, habrán de evaluarse aspectos tan diversos como la apariencia
física y la conducta del paciente durante la entrevista, el tipo de relación médico-paciente esta-
blecida, la expresividad facial y corporal, la psicomotricidad, el curso y el contenido del pensa-
miento, el lenguaje, la actividad sensoperceptiva, el estado cognitivo, etc.
Por otro lado, teniendo en cuenta la afirmación de Doone (8) de que «ningún hombre es
una isla encerrado en sí mismo» se ha de considerar la importancia de la comunicación tanto
verbal como no verbal en el terreno de la afectividad. Mientras que la comunicación verbal
será examinada más adelante, podemos avanzar que las emociones son expresadas de
forma no verbal a través de diferentes partes del cuerpo, como la mímica facial, los gestos y
posturas adoptadas, el aspecto físico o el tono de voz. Además, nuestros estados emocio-
nales no sólo son observados y comprendidos por aquellos que nos rodean, sino que tam-
bién, y en buena medida, son modificados por ellos (34). El transmisor evalúa la respuesta
afectiva del receptor (la cual depende a su vez del mensaje que él ha transmitido) y en parte
la reproduce él mismo, cerrando el círculo del proceso comunicativo.
Estos aspectos son de vital importancia para realizar la evaluación clínica a través del
método empático. Entendemos por empatía, tal como la definió Kohut (35), «la capacidad de
penetrar con el pensamiento y el sentimiento en la vida interior de otra persona. Es nuestra
capacidad de vivenciar en todo momento de la vida lo que otra persona vivencia, aunque por
lo común (y afortunadamente) en un grado atenuado». La relación empática se establece
con frecuencia entre el médico y el paciente de forma espontánea, y sin el prerrequisito de
una amplia formación clínica.
Dando un enfoque esquemático a este apartado, pueden destacarse algunos puntos de
particular interés y utilidad clínica durante la exploración afectiva. Seguiremos el esquema
de entrevista propuesto por Stack Sullivan (36) y por Quemada (37).
En primer lugar, se ha de recoger la presencia o ausencia demostrable de un estímulo
causal (uno o varios) psicológico u orgánico del estado afectivo en cuestión, que si bien no
siempre es detectable, en muchas ocasiones puede ser referido por el propio paciente, por
sus familiares más próximos, o bien deducido sin más de la entrevista. Sin embargo, no se ha
de olvidar que los datos recibidos pueden estar cargados de subjetividad, por lo que se han
de barajar todas las pruebas disponibles, las atribuciones y su origen, de la forma más obje-
tiva posible, y elaborar de forma independiente la interpretación más adecuada en cada caso.
Resulta de suma importancia detallar el mayor número posible de características de los
afectos que se van a tratar, incluyendo aspectos como la forma y el orden de aparición de
los mismos, si son reactivos a un estímulo concreto, su patrón circadiano y estacional, el con-
texto situacional en el que se producen, su duración total, su intensidad y si varían en cuanto
a su forma de presentarse o si se mantienen estables en el tiempo. Otro aspecto que se debe
considerar es su grado de adecuación a las supuestas circunstancias desencadenantes y su
proporcionalidad respecto a éstas.
La entrevista clínica es el marco ideal para delimitar aspectos como la reactividad emo-
cional del sujeto examinado o «sintonía afectiva», es decir, su capacidad de responder afecti-
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vamente ante diferentes vivencias internas o externas, así como su «irradiación afectiva»,
entendiendo por tal la capacidad del sujeto de transmitir al examinador y a su entorno más
próximo su estado afectivo del momento en cuestión.
Otro de los datos de vital importancia en la semiología de la afectividad, y que además en
ocasiones añade una nota más de objetividad a la misma, es la determinación de la sintoma-
tología somática que pueda acompañar al estado afectivo. No deben descuidarse aspectos
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como el sueño (calidad, cantidad, ritmo), el apetito, la sed, las variaciones ponderales, la
libido o las diversas quejas somáticas que el paciente pueda referir. Interesa detallar sus
características de manifestación externa, recogiéndolas en la entrevista, y someter al
paciente a un examen físico y de pruebas complementarias pertinentes. También conviene
determinar su relación temporal con el estado afectivo, señalando si le preceden, acompañan
o incluso sobrepasan en el tiempo.
Por último, hay que recoger en la historia clínica los cambios comportamentales que deri-
van de un determinado estado afectivo, antes, durante y después del mismo, así como su
correlación o no con las diferentes manifestaciones somáticas que puedan concurrir, y
su grado de interferencia con la actividad cotidiana del individuo.
Una vez recopilados estos apuntes semiológicos, se debe proceder al procesamiento
de los síntomas recogidos y a su agrupación adecuada dentro de cada uno de los principa-
les síndromes afectivos que se detallan en el siguiente apartado.
SINTOMATOLOGÍA AFECTIVA
Dentro de este apartado se hará referencia tanto a determinados síndromes clínicos
como a los síntomas afectivos aislados. El objetivo es acercarnos lo más posible a las dife-
rentes formas de presentación clínica de los procesos afectivos.
Se parte de las manifestaciones psíquicas morbosas que tienen un origen puramente
afectivo, es decir, las que surgen de la holotimia o actividad afectiva de base. Cuando sea
necesario, este punto de vista se extenderá al resto de las esferas psicopatológicas que
pueden verse coloreadas por dicha holotimia. Este fenómeno se conoce como «repercusión
catatímica» o catatimia, y es definido por Henry Ey (14) como «toda actividad psíquica cuyo
contenido se vea transformado por un sentimiento».
Humor maníaco-depresivo
Desde que Kraepelin (3) sentó las bases del actual concepto de psicosis maníaco-depre-
siva, los estados anímicos de depresión y de manía, aparentemente contrapuestos, han sido
agrupados dentro de la misma categoría diagnóstica conocida como «trastorno bipolar» o,
más propiamente, «espectro de trastornos bipolares». No obstante, cabe señalar que ambos
cuadros afectivos, si bien suelen presentarse de forma aislada, pueden aparecer conjunta-
mente al menos de forma parcial en los llamados «estados mixtos» (38).
Conviene destacar que la manía y la depresión no son estados anímicos opuestos en sen-
tido estricto. Ambos deben considerarse sencillamente como patológicos, en contraposición
a la situación de normalidad afectiva o eutimia por la cual nos vemos libres de las manifesta-
ciones morbosas de ambos (8).
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Humor maníaco
Consideramos la alegría normal como un fenómeno que surge de la interfase indivi-
duo-medio externo, y es mediada tanto por aspectos psicológicos individuales como por fac-
tores biológicos relacionados con los ritmos circadianos.
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Para poder evaluar la «patología de la alegría» hay que considerar aspectos ya mencio-
nados en el apartado de la exploración clínica de la afectividad. Así, es importante delimitar
las circunstancias relacionales en las que surge este estado afectivo, sus posibles causas
endógenas en contraposición a un origen exógeno, sus variables psicológicas y biológicas y
su vinculación en mayor o menor medida con la personalidad del individuo.
El humor maníaco o hipertímico consiste en una variante patológica del humor caracteri-
zada clínicamente por una elevación del estado de ánimo o euforia, aceleración del curso del
pensamiento (taquipsiquia) e hiperactividad psicomotora. La manía caracteriza el denominado
trastorno bipolar tipo I (manía con o sin depresión mayor) (39).
En un grado menor, se entiende por hipomanía, al margen de los criterios diagnósticos
habituales recogidos en los manuales al uso, la cuarta edición revisada del Manual diagnóstico
y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV-TR) (40) y la Clasificación Internacional de
Enfermedades (CIE-10) (41), aquellos episodios de características maniformes que no alcan-
zan la suficiente gravedad clínica (p. ej., ausencia de síntomas psicóticos) como para causar
un deterioro social o laboral importante, o como para motivar la hospitalización del individuo.
Los episodios hipomaníacos son característicos del trastorno bipolar tipo II (hipomanía con o
sin depresión mayor) y de la ciclotimia (39).
Para Sims (8), el término hipomanía, es desafortunado, puesto que tiende a trivializar la
magnitud y relevancia de los hechos clínicos acontecidos y a equivocar el diagnóstico, con las
consiguientes implicaciones terapéuticas que ello conlleva. Según este autor, lo mismo que
no utilizamos términos como «hipodepresión», deberíamos abandonar esta terminología gene-
radora de confusión.
Subjetivamente, el individuo maníaco se encuentra cargado de optimismo, energía vital y
elevada autoestima. Pese a ello, y si bien se siente diferente, mejor, más alerta, más sano
y pletórico que nunca, su capacidad introspectiva está disminuida y no le permite ver la natu-
raleza morbosa de su estado. En consecuencia, suele reaccionar con irritabilidad maníaca
cada vez que se trata de poner límites externos a su actividad sin freno, pasando rápidamente
de la hilaridad al enfado y a la agresividad (labilidad afectiva). Si esto ocurre, no son infre-
cuentes las ideas de tipo paranoide cuando el paciente se siente coartado en su libertad, ya
que lo interpreta como envidia u obstruccionismo.
A nivel externo, la tendencia es a la expansividad, con un curso del pensamiento acele-
rado (taquipsiquia), marcada rapidez asociativa conocida como pensamiento tangencial o
incluso ideofugitivo, incesante verborrea junto a la necesidad de expresar sus ideas (presión
del lenguaje), tendencia a la distraibilidad reflejada en una alteración en la memoria de fija-
ción y cambios comportamentales que le llevan a mantener una actividad sin descanso, aso-
ciada a proyectos grandiosos e infundados, gastos excesivos, escasa necesidad de sueño y
una desinhibición alejada de su carácter normal (p. ej., una marcada hipersexualidad).
Es característico que esta hiperactividad y derroche de energía envuelvan a otras perso-
nas, que se pueden ver, a su vez, inmersas en sus proyectos megalomaníacos, por lo menos
en las primeras fases del cuadro, antes de sucumbir al desengaño y al cansancio ante las
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En la euforia los dos aspectos fundamentales son la hiperconciencia del self (valoriza-
ción de la persona) y la desinhibición mediante la disminución de las actitudes super-
yoicas. Como en la alegría, el sujeto, poseído ahora del objeto, que es el sí mismo hiper-
valorado, está en plena fase de gratificación narcisista, mayor de la que fuera en los
mejores momentos de sus fantasías. Ahora tales gratificaciones aparecen con catego-
ría de reales, merced a la carencia del juicio correcto de realidad acerca de la activi-
dad fantástica que verifica. La omnipotencia fantástica se vive como real, y la actividad
del sujeto entre los objetos es constante [...]. Mediante la actividad extrema todos los
objetos son introyectados, nuevas relaciones se establecen para premiar a los otros
de este gran triunfo del yo que es la lograda, por fin, conciencia de la enorme potencia
de su self (18).
Para este autor, y del mismo modo que sucede con la depresión, existen personas que
ostentan la actitud eufórica más allá de las fases maníacas del trastorno afectivo bipolar, esto
es, como forma de presentación estabilizada del propio yo (self).
Para el psicoanálisis (como para el resto de las escuelas psicológicas), la manía ha sido
objeto de una menor atención que la depresión. Ello se debe principalmente a que, desde el
punto de vista de esta teoría, la manía constituye una reacción secundaria de defensa frente
a la melancolía, y es a esta última a la que se han dedicado la mayor parte de los esfuerzos
teóricos e interpretativos.
Sin embargo, a lo largo de la historia del psicoanálisis, determinados autores han consi-
derado la manía como la más primitiva organización psíquica que conocemos: la posición del
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psiquismo fetal, anterior por tanto a cualquier esfuerzo que deba realizar el yo del individuo
para adaptarse a la realidad después del nacimiento.
La equiparación de los mecanismos que rigen el psiquismo fetal con los de la condición
maníaca (omnipotencia, idealización, renegación de la realidad) permiten concluir que la manía
consiste en una regresión a patrones arcaicos, ante la imposibilidad de elaboración de los
impactos de la realidad.
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rodean a la más absoluta desvalorización) (38), potenciada por el consumo adicional y fre-
cuente de sustancias tóxicas.
Akiskal (43) señala que los cuadros de tipo afectivo responden a cierta predisposición
caracterial o más bien temperamental (de base genética), y apunta una clasificación de los
diferentes temperamentos en la que se incluyen el temperamento hipertímico, el distímico, el
irritable y el ciclotímico, cada uno de los cuales predispone, a su vez, al desarrollo de un
determinado trastorno afectivo de tipo bipolar. Este autor va más lejos aún al dudar de la exis-
tencia de los denominados pacientes con trastorno límite de la personalidad (borderline),
enmarcándolos dentro de los trastornos del temperamento antes señalados y, por tanto, den-
tro del espectro de la bipolaridad, con las consiguientes implicaciones pronósticas y tera-
péuticas.
Mención aparte merece un tipo específico de trastorno de la personalidad como es el
paciente psicopático o sociópata. Este tipo de caracteriopatía, de inicio en la adolescencia o
a principios de la edad adulta, se caracteriza por alteraciones tanto en el funcionamiento emo-
cional como en las relaciones interpersonales (mezclando una locuacidad y encanto superfi-
ciales con un marcado egocentrismo, emocionalidad vacua con una importante pobreza en
cuanto a la calidad y entendimiento de las emociones experimentadas, como si no supieran
en realidad el significado último de aquéllas, falta de empatía, falta de remordimientos o de
sentimientos de culpa y una tendencia a la mentira constante y en ocasiones descarada así
como a la manipulación de quienes les rodean), con un patrón conductual en el que predomi-
nan la impulsividad, un deficiente control de los impulsos, con accesos frecuentes de hetero-
agresividad física y verbal, necesidad constante de experimentar sensaciones novedosas y
excitantes (lo cual se puede complicar con el consumo de politóxicos), actitudes irresponsa-
bles y centradas en la consecución de placeres inmediatos sin pensar en las consecuencias
negativas posteriores, y frecuentes actividades delictivas y al margen de la ley. Son estas con-
ductas impulsivas y en ocasiones llevadas «al límite» las que suelen plantear problemas de
diagnóstico diferencial con los episodios maníacos del trastorno afectivo bipolar (44).
Para concluir este apartado de diagnóstico diferencial, se incluye el denominado «tras-
torno esquizoafectivo», que será tratado en mayor profundidad más adelante y en el que
también se pueden encontrar síntomas de tipo maniforme.
Humor depresivo
Antes de iniciar el abordaje clínico de los diferentes subtipos de los trastornos depresivos
es conveniente efectuar un breve apunte del estado nosológico actual del espectro de dichos
cuadros.
Así, queda por delimitar la frontera real entre depresión y normalidad, más aún atendiendo
a las diferencias transculturales del fenómeno depresivo. Planean dudas respecto de la posi-
bilidad de encontrarnos ante un modelo dimensional o de continuum de enfermedad frente a
un modelo categorial de la misma. Nos enfrentamos a la dicotomía bipolaridad frente a uni-
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como eje de los trastornos depresivos frente a otras categorías que incluyen, entre otras, la
distimia y el trastorno depresivo mayor no melancólico (depresión reactiva, neurótica o carac-
teriopática).
Falta por resolver la vinculación intrínseca entre temperamento-personalidad-trastornos
afectivos, así como el concepto heterogéneo y ambiguo de depresión crónica. Por último,
cabe la posibilidad de que existan subtipos clínicos y subclínicos de enfermedades no inclui-
dos en las clasificaciones actuales pero relevantes desde un punto de vista epidemiológico,
de los que destacan, entre otros, la melancolía involutiva, la depresión atípica, la distimia
subclínica y los subtipos del trastorno afectivo bipolar más allá del tipo II establecido por el
DSM-IV-TR.
Dejando a un lado la nosología y volviendo al tema que se está tratando, la psicopatolo-
gía, el humor de tipo depresivo puede ser considerado como el reverso del humor maníaco.
Como él, empapa todas las esferas del funcionamiento tanto somático como psicológico, aun-
que en este caso los síntomas predominantes son los sentimientos de tristeza, desesperanza
e infelicidad, junto a una disminución de la energía vital y un desentendimiento en mayor o
menor medida del entorno.
Entre sus principales manifestaciones psicopatológicas nos encontramos con la astenia
o fatiga vital, con mejoría vespertina en los cuadros endógenos, fruto de una variabilidad cir-
cadiana no apreciable en los cuadros reactivos. La astenia se presenta como una laxitud
generalizada en el plano físico y como una disminución de la productividad y del interés vital
hacia el entorno en el plano psicológico (indiferencia afectiva). A este nivel es sinónimo de la
apatía o desinterés generalizado. Apatía deriva del griego apatheia, y junto con la ataraxia
(desinterés) ayudaba a los sabios griegos a ponerse a salvo de la «tiranía de las cosas». Así,
«si el deseo te esclaviza, es mejor no desear. Es mejor no verse perturbado ni por la posesión
ni por la carencia» (1). Lejos de planteamientos estoicos, la apatía es uno de los síntomas
habituales de los procesos depresivos (46).
La anhedonía (Ribot, 1897) (11) puede aparecer tanto en los trastornos depresivos
como en las formas negativas de la esquizofrenia, aunque con ciertas diferencias cualitati-
vas. Se manifiesta en forma de incapacidad de experimentar placer en circunstancias
que, con anterioridad, sí que lo procuraban, y desde una óptica cognitivista refleja un blo-
queo de la capacidad de recompensa ante estímulos habitualmente positivos y reforzantes,
de modo que la incapacidad de conseguir placer priva del deseo de realizar las actividades
que son recompensadas socialmente, llevando al sujeto al aislamiento o a la improductivi-
dad. A nivel social, el individuo se presenta aislado, menos comunicativo y generalmente
más irritable. Sus propias vivencias le llevan a autoaislarse de forma progresiva de los
que le rodean (47).
El paciente depresivo, más allá de su ánimo triste y de su astenia, apatía y anhedonía,
suele presentar una destacada tendencia al llanto, tanto espontáneo como inducido, al tiempo
que la reactividad emocional se encuentra habitualmente disminuida, llegando en casos extre-
mos a la inhibición emocional completa o «anestesia afectiva».
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nuclear o humor desvitalizado propio de la melancolía no se debe a la tristeza sino a una alte-
ración en la vivencia del tiempo, a una desincronización con el tiempo exterior». De este
modo, existiría una relación entre la inhibición del pensamiento, la inhibición motora y la
vivencia retardada del tiempo.
La hipocondría es el temor con insuficiente fundamento objetivo, la sospecha, la suposi-
ción de estar o de ir a estar enfermo (nosofobia). La hipocondría expresada en forma de
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tipo psicomotor) para describir uno de los criterios de gravedad del trastorno depresivo
mayor, postergando cada vez más la melancolía como entidad clínica independiente. En este
sentido, la American Psychiatric Association viene a hacer equivalencia de los términos
«melancolía» y «endogeneidad», en contraposición a la depresión reactiva o «neurótica».
Por su parte, la CIE-10 (41) hace su propia equivalencia al identificar la melancolía (depresión
endógena) con el síndrome somático que puede acompañar a los episodios depresivos, y
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de duelo para explicar la sintomatología depresiva. En el duelo no complicado y tras dicha pér-
dida aparece un estado de shock y de confusión, de sensación de vacío cercana al senti-
miento de despersonalización. Posteriormente, hay una tendencia a la negación de lo ocu-
rrido, para continuar con un sentimiento de rabia y de búsqueda ansiosa del objeto perdido o
de un sustituto del mismo. Cuando, finalmente, se acepta la pérdida como una realidad irre-
parable, aparece la depresión como el afecto final vinculado a la misma. El paciente depresivo
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hace propios los sucesos de la pérdida ocurridos en el exterior, y los interioriza con un
importante dolor psíquico y con un sentimiento de infelicidad. La disforia, o malestar psí-
quico asociado a la experiencia de pérdida, se ve exacerbada si hay algún sentimiento de
culpa o de autorreproche vinculado a las circunstancias de tal acontecimiento.
Para Freud, «el melancólico muestra una extraordinaria disminución de su amor propio,
o sea, un considerable empobrecimiento de su yo. En el duelo, el mundo aparece desierto y
empobrecido ante los ojos del sujeto. En la melancolía es el yo el que ofrece estos rasgos a
la consideración del paciente. Éste nos describe su yo como indigno de toda estimación,
incapaz de rendimiento valioso alguno y moralmente condenable. Se dirige amargos repro-
ches, se insulta y espera la repulsa y el castigo [...]. El cuadro de este delirio de empequeñe-
cimiento (principalmente moral) se completa con insomnio, rechazo a alimentarse y un sojuz-
gamiento del instinto que fuerza a todo lo animado a mantenerse en vida» (52).
Desde el punto de vista descriptivo, Freud sólo encontró diferencias entre la pena y la
melancolía en la depreciación del yo del sujeto melancólico. Para los psiquiatras y psicopató-
logos clásicos, la tristeza del melancólico arranca de un plano aparentemente más profundo
que la del afligido por la pérdida de un ser amado (duelo) y la inhibición característica de los
denominados sentimientos vitales. Sin embargo, para Castilla del Pino «todo esto procede del
hecho de que el propio paciente no encuentra motivo alguno para su melancolía, y cuando lo
refiere es de tal modo impropio que no parece procedente concederle veracidad en este
extremo. Se trata de distorsiones, cuando menos en la apariencia, de la realidad tanto externa
como de sí mismo» (18).
Freud llegó a la conclusión de que en el melancólico, al igual que en el duelo, también
existe una pérdida del objeto amado, pero en lugar de retraerse de momento la fijación afec-
tivo-libidinal y proyectarse luego sobre otro objeto, como en la pena, en la melancolía el sujeto
se identifica con el objeto perdido y entonces resulta que la pérdida del objeto deviene en
una pérdida del propio yo. Sin embargo, «en Freud no existe una distinción entre el yo y el sí
mismo. La consecuencia de ello es que unas veces el yo representa una parte del aparato psí-
quico, la que contacta con la realidad, y otras la totalidad del mismo, concebida como sujeto
funcionante, es decir, lo que denominamos self» (18).
Siguiendo esta línea de argumentación de Castilla del Pino nos encontramos con la
siguiente aseveración: «desde mi punto de vista, el melancólico ha tenido intensas fijaciones
afectivas. La intensidad de las mismas deriva de que son fijaciones preedípicas y edípicas, y
ellas son las que determinan el tipo de relaciones pulsionales (relaciones objetales). Ahora
bien, la conciencia de sí mismo, el grado de valoración del self de cada cual está en función
de estas relaciones objetales iniciales: a mayor gratificación de las mismas, obviamente el self
infantil se exalta y se autoaprecia, puesto que posee un objeto asimismo valioso (hipervalo-
rado, además). Cuando a través del decurso de la existencia el sujeto adquiere la conciencia
de su incapacidad para reiterar nuevas relaciones de objeto de idéntico tipo, o para conti-
nuar con las mismas, sobreviene una crisis del self, a través de la cual el sujeto es profunda-
mente herido en su narcisismo, se rechaza, se inacepta, se desprecia, y automáticamente
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considera que los demás deben de hacer lo propio con él. El objeto perdido es, pues, él
mismo, y de este modo las posibilidades de autoaniquilación son inmediatas».
En todo melancólico hay un comportamiento agresivo que se pone de manifiesto no sólo
en la consideración de las instancias suicidas sino también en su relación con los demás.
Muchos melancólicos agreden a quienes les rodean mediante su misma actitud, encontrando
en ellos una respuesta en forma de irritación y de repulsa. Esto, a su vez, confirma en el
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• La aceptación resignada del nuevo estatus del yo mediante la coartación del hori-
zonte de expectativas, dejando de aspirar a mucho de cuanto se anhelaba, contentán-
dose con los logros obtenidos y recortando las aspiraciones narcisistas iniciales (evi-
tando con ello el riesgo de nuevas frustraciones).
• O bien negando la falta de aceptación del yo que se le procura. El sujeto niega la reali-
dad de la depreciación del yo y la sustituye por la imagen inversa: el yo es hipervalo-
rado y el sujeto se encuentra «supersatisfecho» de sí mismo, fantásticamente omni-
potente y, por tanto, eufórico. Entramos en el territorio de la manía.
dro, y son poco frecuentes (al menos de inicio) los síntomas melancólicos. Conviene tener
presente que, en el fondo, la histeria es una forma más o menos adaptativa de relación, y
que esto mismo es aplicable para el resto de los trastornos de la personalidad, de modo
que cuanto mayor sea el choque entre las expectativas del paciente (derivadas de su propia
estructura caracterial y de personalidad) y la realidad circundante, mayor será la posibilidad
de encontrarnos con complicaciones psicopatológicas del tipo ansiedad y/o depresión.
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Cabe señalar en este apartado el mal uso que, a nuestro entender, hacen las clasifica-
ciones diagnósticas actuales del término «distimia» (véase más adelante), al referirse a formas
depresivas cronificadas, de larga evolución, y que inciden sobre bases de personalidad neu-
rotiformes, como acabamos de explicar. Por otro lado, y dando la vuelta a la tortilla, con-
viene no descuidarse, ya que comportamientos marcadamente histriónicos o desadaptativos
pueden enmascarar en determinadas circunstancias síntomas verdaderamente depresivos,
dificultando y retrasando su adecuado diagnóstico y tratamiento.
Estados mixtos
Aunque los trastornos bipolares y los trastornos depresivos unipolares se categorizan y
estudian de forma separada atendiendo a criterios clínicos, biológicos, epidemiológicos
y terapéuticos, es importante reparar en que síntomas de todos ellos pueden aparecer con-
juntamente en los llamados «estados mixtos» del trastorno afectivo bipolar, «manía mixta» o
«manía disfórica», en donde se cumplen de forma concurrente criterios diagnósticos tanto
para un episodio maníaco como para un episodio depresivo mayor.
En estos estados mixtos, que suponen alrededor del 10 % del total de los episodios
maníacos diagnosticados como tales, el paciente aparece afectado por un cuadro de inquie-
tud psicomotora, tendencia a la hiperactividad, verborrea, taquipsiquia y taquifasia, insomnio
de todas las fases, disforia (etimológicamente, hace referencia a un malestar que suele incluir
un componente psicológico y otro somático en forma de angustia e inquietud psicomotora),
ansiedad, que en ocasiones llega a ataques de pánico, suspicacia, irritabilidad, cierto aire de
frustración y de reproche (manía iracunda), labilidad afectiva, rumiaciones obsesivoides
de culpa y de ruina, así como ideas de muerte y de suicidio, en ocasiones bien estructuradas
y añadidas a un incremento en la impulsividad (38).
Todos estos síntomas pueden presentarse combinados de formas diversas y con mayor
o menor preponderancia, y conviene señalar que muchos de ellos también aparecen en el
desarrollo de un episodio maníaco puro, como se ha detallado con anterioridad (al fin y al
cabo, hablar de manía no es necesariamente un sinónimo de euforia), y lo mismo sucede
con la denominada «depresión ansiosa» o «depresión agitada», motivo por el cual en ocasio-
nes el diagnóstico diferencial entre estos cuadros resulta difícil.
Al margen de su interés psicopatológico ya analizado, estos cuadros mixtos, al igual que
las denominadas psicosis esquizoafectivas (que se desarrollarán en el apartado siguiente)
generan un amplio y acalorado debate en la literatura psiquiátrica actual, al tiempo que supo-
nen un reto de futuro tanto desde el punto de vista nosológico como terapéutico y pronóstico,
quedando en evidencia la necesidad de nuevos trabajos de investigación venideros que ayu-
den a desentrañar estas y otras cuestiones al respecto.
Desde la introducción del término «psicosis esquizoafectiva» (Kasanin, 1933) (54) para
englobar aquellos trastornos clínicos ubicados a medio camino entre lo que hoy denomina-
mos esquizofrenia y los trastornos bipolares, mucho se ha debatido en torno a la existencia
o no de una tercera psicosis funcional o tercera vía. La literatura psiquiátrica al respecto es
amplia y variada, y pueden encontrarse opiniones a favor y en contra de dicha categoría noso-
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lógica, así como diferencias según los distintos momentos históricos y las corrientes psi-
quiátricas dominantes en cada época.
Se ha especulado con la posibilidad de una mayor frecuencia de aparición de síntomas
psicóticos no congruentes con el estado anímico en el trastorno esquizoafectivo. En la actua-
lidad, se acepta que dichos síntomas, junto con un inicio precoz, insidioso y sin desencade-
nante aparente del cuadro, una historia de desajuste social premórbido, la aparición de sínto-
mas psicóticos negativos y antecedentes familiares de esquizofrenia son datos de peor
pronóstico clínico, sin que se pueda afirmar que ninguno de ellos sea específico del proceso
(54). Para otros autores (8), la existencia de un diagnóstico clínico cuidadoso contrastado con
una perspectiva tanto transversal como longitudinal del paciente decantaría el diagnóstico
hacia uno de los dos cuadros principales mencionados.
Sin embargo, pese a todo, se encuentran a veces casos de difícil categorización, que
incluirían alguna de las siguientes posibilidades:
Con los datos recogidos hasta la fecha, lo que sí parece claro es que los trastornos esqui-
zoafectivos, bien sean de tipo bipolar o de tipo depresivo (según la última clasificación del
DSM-IV-TR), no son fruto de la concurrencia en un mismo paciente de una esquizofrenia y de
un cuadro bipolar (54). El diagnóstico debe establecerse basándose en un exhaustivo análi-
sis fenomenológico de los síntomas presentes durante las crisis (perspectiva transversal), y
en un seguimiento longitudinal y biográfico del paciente, al tiempo que esperamos a que futu-
ras áreas de investigación, al igual que en el apartado anterior (genética, epidemiología, bio-
logía, terapéutica), arrojen nueva luz sobre este controvertido asunto.
Humor ansioso
Ya se ha comentado con anterioridad que, si bien los términos ansiedad y angustia tien-
den a utilizarse de forma indistinta, ambos representan diferentes aspectos de la experien-
cia emocional. Así, mientras que la ansiedad alude al componente más psicológico de una
emoción, la angustia hace referencia al componente somático de la misma, a su compo-
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nente visceral.
La ansiedad puede ser considerada en una doble vertiente, bien como «estado» o bien
como «rasgo». La ansiedad-estado (síntomas ansiosos presentes) es la cualidad de encon-
trarse ansioso en un momento concreto, definido, en respuesta a circunstancias estimulantes
y determinantes que, en principio, justifican dicho estado (aunque este último aspecto no es
obligatorio).
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Por otro lado, al hablar de la ansiedad-rasgo (personalidad ansiosa) nos referimos a una ten-
dencia a lo largo del tiempo, quizá durante toda la vida, de enfrentarnos a las vicisitudes exis-
tenciales con un excesivo grado de ansiedad, lo cual tiene que ver con ciertas variables predis-
ponentes vinculadas al carácter y a la personalidad. En estos pacientes la ansiedad no suele
relacionarse con desencadenantes específicos, siendo en la mayoría de las ocasiones «anobje-
tal» desde el punto de vista consciente y recibiendo el apelativo de ansiedad libre o flotante.
En apartados anteriores se han analizado las diferentes áreas cerebrales involucradas
en la vida sentimental de los individuos. Estas áreas incluyen el sistema límbico, la formación
reticular activadora ascendente, ciertas regiones de los lóbulos frontal y temporal, y estruc-
turas subcorticales como los ganglios de la base. Además, y específicamente para la ansie-
dad, han sido involucrados algunos neurotransmisores como la noradrenalina, la serotonina,
la dopamina y el ácido gammaaminobutírico (GABA), que apuntalan la hipótesis de un hiper-
funcionamiento del sistema nervioso vegetativo en estos pacientes. También han sido rela-
cionados con este fenómeno ciertos neuropéptidos del tipo del CRF y la colecistocinina
(ambos ansiógenos), el neuropéptido Y (ansiolítico) y el calcio intraneuronal (55).
Desde el punto de vista psicoanalítico, la ansiedad ha sido objeto de un minucioso estu-
dio, comenzando por el propio Sigmund Freud, quien la vinculó al principio con la represión
libidinal, luego con el trauma del nacimiento y finalmente con la respuesta del yo ante los incre-
mentos de la «tensión instintiva». Esta última propuesta reconoce la existencia de dos tipos de
ansiedad:
• Una «ansiedad señal» que representa la movilización defensiva del yo ante las pulsio-
nes inconscientes y su presión por aflorar a la conciencia (peligro simbólico). Esta
ansiedad es la que pone en marcha los mecanismos de defensa del yo.
• Una ansiedad conocida como «primaria», de tipo automático, que aparece frente a una
situación de amenaza o de peligro exterior (peligro real).
La teoría conductista nos habla de conductas inapropiadas aprendidas que motivan res-
puestas del tipo ensayo-error, y de cómo modificar dichos comportamientos para disminuir de
este modo la propia ansiedad generada. El interés de esta teoría es más terapéutico que psi-
cogenético, con especial aplicabilidad en el terreno de las fobias o conductas de evitación, y
más aún si se añaden elementos de la teoría cognitivista que incluyen la utilización de dife-
rentes técnicas (previa identificación del patrón cognitivo del paciente ansioso), como los
autorregistros y la desensibilización sistemática.
El paciente ansioso se presenta en la clínica como un individuo tenso, expectante, inse-
guro, un individuo con la sensación de que algo malo le va a ocurrir, con temor a morir, a enlo-
quecer o, en la mayoría de los casos, invadido por un temor sin contenido, un temor «ante la
nada». Fruto de ello la capacidad de atención, de concentración y la memoria de fijación se
encuentran disminuidas, al igual que la actividad sensoperceptiva (estrechamiento sensorial).
La atención aparece centrada en esta «tensa espera ansiosa» y el paciente es incapaz de
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• Agorafobia. Fue descrita originalmente por Westphal en 1872 (11) como el «temor a
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los espacios abiertos». La agorafobia no es, en sentido estricto, una fobia sino un com-
plejo polisintomático que afecta a diferentes parcelas psicopatológicas. El término
engloba un conjunto de diferentes fobias relacionadas entre sí, si bien lo que subyace
es el miedo a la indefensión en determinadas circunstancias más que el temor a la
situación fobógena en sí misma. Es frecuente que en estadios avanzados estos
pacientes presenten asociados síntomas depresivos, preocupaciones hipocondríacas,
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conductas histeroides e incluso un abuso del alcohol y de otras sustancias tóxicas, así
como el denominado síndrome de despersonalización ansioso-fóbico, descrito por
Roth en 1959, que incluye una disfunción del lóbulo temporal y de ciertas regiones lím-
bicas (5).
• Fobia social. En la cual se manifiesta temor a la exposición ante la gente y ante las
diversas situaciones sociales.
• Fobias simples. Son fobias específicas de las cuales existe una amplia variedad, ya
que existen tantas como objetos o situaciones podamos imaginar (mejor dicho, evitar).
Como ejemplo de estas últimas está la claustrofobia (miedo a los espacios cerrados),
la aracnofobia (temor a las arañas), la eritrofobia (temor a la sangre) y, en casos
extremos, la pantofobia o temor fóbico indiscriminado.
Cuando una persona sufre una fobia, puede llegar un momento en que ésta se imponga
sobre la mayoría de sus actividades, llegando a dominar su vida de forma asfixiante. Al igual
que las obsesiones, con las que a menudo se relacionan, las fobias son repetitivas, y es extre-
madamente difícil resistirse a ellas con éxito; si bien son percibidas como un miedo irracional,
surgen del interior de la propia persona y se imponen a su voluntad. Algunos autores las deno-
minan «temores obsesivos», y con cierta frecuencia podemos encontrar conductas compul-
sivas de tipo evitativo asociadas a ellas. Debido al mecanismo defensivo involucrado desde el
punto de vista psicoanalítico en el origen de las fobias, el desplazamiento, es típico de las mis-
mas extenderse con el tiempo a otros objetos o circunstancias similares a los originales, con
la consiguiente variabilidad de presentación clínica aún en un mismo paciente.
Siguiendo con el diagnóstico diferencial del humor ansioso cabe mencionar la esquizo-
frenia. La ansiedad del paciente esquizofrénico suele ligarse a las vivencias propias de las
fases productivas del tipo alucinaciones o delirios (síntomas positivos). De hecho, al comienzo
del cuadro esquizofrénico existe un humor característico conocido como temple delirante,
humor delirante o trema (60). En palabras de Conrad, «se produce un aumento de la tensión
psíquica y, finalmente, la vivencia de la inminencia de algo». Este autor toma el nombre
«trema» del teatro, ya que los actores llaman así al estado de tensión por el que pasan inme-
diatamente antes de entrar en escena. El trema representa el estado previo a la eclosión del
delirio o fase apofánica.
También hay que considerar los cuadros depresivos y los estados mixtos ansiosodepre-
sivos, quedando estos últimos englobados en el DSM-IV-TR dentro del campo de las distimias
(término utilizado en este sentido de forma inapropiada), en los que se incluyen ciertos facto-
res neurotiformes caracteriales y de personalidad predisponentes.
Por último, y como siempre, hay que descartar procesos de origen orgánico de tipo hor-
monal y metabólico (hipertiroidismo, feocromocitoma, hipoglucemias, porfirias, síndrome car-
cinoide), fármacos (anfetaminas, glucocorticoides, acatisia por neurolépticos, levodopa,
insulina, hipoglucemiantes orales, hormona tiroidea, etc.), tóxicos (cafeína, cocaína) y cuadros
de abstinencia a distintas sustancias (heroína, alcohol, benzodiazepinas, etc.).
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Humor irritable
Si bien la «irritabilidad» aparece asociada a la mayor parte de los trastornos afectivos
(manía, depresión, ansiedad, estados mixtos) como síntoma acompañante de los mismos,
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algunos autores piensan que el humor irritable debe considerarse como un trastorno anímico
con entidad propia, y como tal, al margen de los citados cuadros.
Snaith y Taylor (8) definen la irritabilidad como un «estado afectivo primario caracterizado
por una disminución del control volitivo sobre el propio temperamento, que deriva en una
conducta verbal irascible o en estallidos de agresividad física durante los cuales el humor o
estado de ánimo no tienen por qué presentar alteraciones significativas». De hecho, es fre-
cuente que en estos pacientes no encontremos otra sintomatología psiquiátrica acompa-
ñante, lo cual dificulta su diagnóstico y su ubicación nosológica.
Conviene diferenciar el sentimiento subjetivo de irritabilidad del comportamiento violento
que suele ir asociado al mismo, y que suele generar serias dificultades de convivencia y de
adaptación social al individuo que lo experimenta. Tal y como afirma Snaith (8) «el estado
de irritabilidad es primariamente un estado anímico que, posteriormente, puede ser traducido
en una conducta más o menos violenta derivada del mismo».
Para Kernberg la irritación es un afecto agresivo leve, que indica el potencial para las
reacciones de cólera e ira, y en su forma crónica se presenta como irritabilidad. La ira es un
afecto más intenso que la irritación, más diferenciado en su contenido cognitivo y en la natu-
raleza de la relación objetal activada. Una reacción intensa de ira, su naturaleza abrumadora,
su carácter difuso, su «desdibujamiento» respecto de los contenidos cognitivos específicos
y de las correspondientes relaciones objetales, puede transmitir la idea de que se trata de un
afecto primitivo «puro». Sin embargo, tras ella se revela una fantasía subyacente consciente o
inconsciente que incluye una relación específica entre un aspecto del sí mismo y un aspecto
de un otro significativo (13).
La ira como afecto y en estadios primitivos del desarrollo tiene como función eliminar una
fuente de dolor o de irritación insoportable para quien la sufre. En épocas posteriores, evolu-
ciona con el fin último de barrer los obstáculos que dificultan la gratificación pulsional. En la
clínica la intensidad de los afectos agresivos (irritación, cólera, ira) se correlaciona con su fun-
ción psicológica de afirmar la autonomía del individuo, de deshacer cualquier barrera que se
oponga al grado deseado de satisfacción, y de eliminar o destruir una fuente de dolor o de
frustración profundos. No obstante, estos tres afectos detallados se caracterizan por su
carácter agudo y por la relativa facilidad de variación de sus componentes cognitivos.
No sucede lo mismo con otro afecto de composición más compleja y de mayor fijeza en
cuanto a su componente cognitivo: el odio. Como se analizará más en detalle en el apartado
de las parafilias y en el del trastorno del control de los impulsos, la psicopatología de la agre-
sividad no se limita a la intensidad y frecuencia de los ataques de ira, sino a uno de los afec-
tos más complejos y dominantes en la constitución de la agresión como pulsión, esto es, el
odio. Es frecuente que durante el tratamiento de pacientes con trastorno límite de la perso-
nalidad, en particular aquellos que padecen una patología narcisista grave y rasgos antiso-
ciales importantes, el terapeuta se enfrente tanto a sus accesos transferenciales de ira
como a su odio, acompañado de ciertas formas clásicas de manifestación caracterial secun-
darias a este afecto, así como a sus defensas inconscientes acompañantes.
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Pero, paradójicamente, y al igual que en el tema de Lou Reed (61), el objeto es necesi-
tado y deseado, aunque también lo es su destrucción violenta.
Volviendo de nuevo a la experiencia irritable, ésta es vivida por el paciente de forma desa-
gradable, disfórica, y carece del efecto catártico que se evidencia en las descargas agresivas
producidas en los accesos de rabia o de ira reactivos a un objeto o situación desencadenante.
La irritabilidad puede aparecer de forma episódica en forma de accesos (irritabilidad-estado) de
breve duración, no necesariamente relacionados con desencadenantes externos, o de un modo
más prolongado (irritabilidad-rasgo) y más próximo en la práctica clínica a lo descrito para
ciertos trastornos de la personalidad en los cuales aparecería de forma primaria (personalidad
antisocial o psicopática). También es característica esta «irritabilidad rasgo» de algunos tras-
tornos de base orgánica cerebral, como el trastorno orgánico de la personalidad y la epilepsia.
Distimias
Se entiende por distimia toda desviación del estado anímico considerado normal (euti-
mia). Más concretamente, desde un punto de vista psicopatológico, las distimias son acen-
tuaciones del ánimo en una dirección determinada, generalmente transitorias, que destacan
por su intensidad anormal y que engloban a la personalidad de forma catatímica. Se trata, por
tanto, de un concepto muy vago e impreciso.
El término «distimia» ha perdido en los últimos años su origen psicopatológico para apli-
carse, en términos de la CIE-10 o del DSM-IV-TR, a un cuadro clínico de tipo depresivo crónico,
que engloba a las antiguas depresiones neuróticas, contrapuestas al trastorno depresivo
mayor, basándose en una serie de características clínicas presentes en un grupo heterogéneo
de pacientes, entre las que destacan: un menor grado de incapacitación a nivel psicosocial,
con ausencia de síntomas psicóticos y de otros datos de endogenicidad (síntomas neurove-
getativos que incluyen el patrón estacional, alteraciones cognitivas y psicomotoras importan-
tes), una presencia habitual de rasgos caracteriales y de personalidad de tipo desadaptativo,
la ausencia de una ruptura biográfica nítida (a diferencia de lo que sucede con el trastorno
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los datos de que se dispone en la actualidad, se puede cifrar el número de pacientes depresi-
vos crónicos en torno al 15-20 % del total de pacientes deprimidos, y según nuestra opinión el
concepto de cronicidad aplicado a la patología depresiva es complejo, atiende a criterios
diversos que van más allá de la mera temporalidad y en ningún caso implica necesariamente
una atenuación en la gravedad de la sintomatología depresiva presente. La cronicidad (duración
superior a 2 años) no alude de forma exclusiva a ningún subtipo depresivo sino que, muy al con-
trario, puede acabar englobando aspectos particulares de todos ellos, incluyendo aquellos cua-
dros de base biológica o endógena así como posibles patologías comórbidas sobreañadidas
(trastornos de ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo, trastornos psicóticos) (62).
Sin alcanzar la asertividad y displicencia con la que Castilla del Pino despacha estas cla-
sificaciones diagnósticas al afirmar que «son vulgares, poco rigurosas y, pese a su intento
de simplificación que las haga accesibles a personas de ínfimo nivel intelectual, son inútiles»
(63), esta utilización terminológica del concepto de distimia parece cuando menos inapro-
piada, generadora de confusión y debería ser revisada en las futuras clasificaciones.
Indiferencia afectiva
El individuo afectado por una indiferencia afectiva relata cómo subjetivamente se muestra
incapaz de experimentar sentimientos (sentimiento de falta de sentimientos), mientras que a
nivel manifiesto presenta un cuadro de arreactividad emocional que le incapacita para expre-
sar sus emociones hacia los que le rodean.
Para Jaspers (15) «no se trata de apatía, sino de un torturante sentir un no sentir. Los
enfermos sufren enormemente bajo ese vacío de sentimiento subjetivamente sentido. Pero
la misma angustia, que dicen no sentir, es reconocible como existente realmente en síntomas
físicos». Según este autor, «se trata de un fenómeno notable que aparece en los psicópatas
periódicos, en los depresivos, pero también en el comienzo de todos los procesos».
Esta manifestación psicopatológica es característica de la esquizofrenia, y más en con-
creto de los síntomas negativos de la misma. Llega a su extremo en el autismo, en el cual
existe una pérdida absoluta del contacto afectivo del paciente con el medio externo.
Sin embargo, algunos autores como Colodrón (64) defienden que esta terminología sólo
se debe usar para referirse a la esquizofrenia residual o defecto esquizofrénico. Este autor
también señala el carácter primordial de dicho síntoma como eje nuclear de la esquizofrenia:
Kraepelin hizo del embotamiento afectivo y de la indiferencia el eje del trastorno de la per-
sonalidad esquizofrénica, un deterioro emocional que mantiene con Bleuler su lugar de pri-
vilegio. No obstante, Bleuler advirtió que al comienzo del cuadro se observa a menudo una
hipersensibilidad, de modo que los pacientes se aíslan consciente y deliberadamente para
evitar todo lo que pueda suscitarles emociones, pese a que pueden tener todavía algún inte-
rés por la vida. Además hay muchos esquizofrénicos que, al menos en ciertos aspectos,
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exhiben vivas emociones en opinión de este autor. De hecho, sólo en los estados de
defecto muy pronunciados puede hablarse de embotamiento emocional. Fuera de ellos, la
afectividad de los esquizofrénicos es, como la esquizofrenia misma, ininteligible.
Este trastorno puede aparecer en cuadros clínicos diferentes, como la esquizofrenia, los
trastornos obsesivos y los episodios depresivos.
Alexitimia
Originariamente, es un término psicodinámico introducido por Sifneos (5) que describe
una incapacidad por parte del individuo para encontrar palabras o representaciones cognitivas
que definan los propios sentimientos. Este concepto, muy utilizado en los diferentes estudios
sobre la personalidad y la patología psicosomática, guarda cierta similitud con el concepto de
pensamiento operativo descrito por Marty (66).
McDougall (67) denomina a estos pacientes como «sordomudos del afecto», en los cua-
les una situación de estrés psíquico, lejos de experimentarse a nivel sentimental, se manifiesta
de forma somática, permaneciendo el individuo indiferente (afectivamente hablando) a los
efectos de la misma. Para McDougall, «la crisis psicosomática es una consecuencia de un
desbordamiento del funcionamiento alexitímico, cuya función defensiva consiste en exorcizar
angustias arcaicas de tipo psicótico». Esta autora continúa diciendo que «en las afecciones
psicosomáticas, el daño físico es real, y su descripción durante un análisis no revela a primera
vista un conflicto neurótico o psicótico. El “sentido” es de orden presimbólico e interfiere en la
representación de la palabra».
Avanzando un poco más en su línea argumental, McDougall (67) compara la forma en la
que los pacientes alexitímicos y los pacientes psicóticos tratan el lenguaje: «El pensamiento
del psicótico puede concebirse como una “inflación delirante” del uso de la palabra, cuya
meta es llenar espacios de un vacío aterrador, mientras que los procesos de pensamiento
de las somatizaciones intentan vaciar la palabra de su significado afectivo. En los estados psi-
cosomáticos es el cuerpo quien se comporta de forma “delirante”, ya sea “superfuncio-
nando”, ya sea inhibiendo funciones somáticas normales, y esto de un modo insensato en el
plano fisiológico».
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Neotimias
Este término puede utilizarse para hacer referencia a sentimientos «de nueva aparición»,
entre los cuales podría incluirse según Fish (17) la experiencia extática o éxtasis, que consiste
en un estado de exaltación, de bienestar extremo, asociado a un sentimiento de gozo y de
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