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La moral se aplica al ámbito de las acciones concretas del humano, a lo que hacemos teniendo

consideración del otro o no, cumpliendo una norma o siguiendo cierto valor que se respeta en nuestra
sociedad. La ética, por otro lado, está encargada de hacer teorías sobre esas acciones , analizar por qué
las denominamos “buenas” o “malas”, pensar qué es un valor o un principio moral, reflexionar sobre
cuándo respetamos una norma o explicar por qué a veces no cumplimos con lo qué sabemos. La ética
nace de cuestionar, de preguntarnos por ejemplo por qué está bien ayudar al prójimo, o si siempre está
mal mentir, porque ponen en duda los principios y se trata de definir el “bien” y, en consecuencia, el
“mal” y la virtud, entre otras cosas. Según Kant, el cuestionamiento que define a la ética es “¿qué debo
hacer?”. Por lo tanto, el punto de partida de cualquier cuestión ética es la persona humana, dado que
esta es el origen y el sujeto de la actividad moral. Es imposible concebir la ética sin un fundamento
antropológico acorde con la verdad sobre el humano.

Sin embargo, la ética no inventa la vida moral, es decir, que no se debe pensar que intenta formular
un catálogo con las soluciones a todas las posibles situaciones morales que puedan planteársenos, sino
que nos ayuda a formar un criterio como para tomar esas decisiones de manera acertada,
comprometida y libre. Se limita a reflexionar sobre la moral y ese dato antropológico integral innegable
que nos presenta al humano en cualquier tiempo y espacio como un proceso, un ‘hacerse, como una
tarea para sí mismo.

Entre los seres vivos, solo el humano es persona. Los animales vienen dotados por la naturaleza de
pautas de comportamiento propias de su especie. Se puede decir que el sentido de su vida se les
impone, no tienen más remedio que actuar como actúan, condicionados por el instinto natural o por un
aprendizaje forzado. La persona, en cambio, pone en acto su inteligencia y su voluntad. El humano debe
aprender casi todo lo que hace, y no le basta con nacer, crecer, reproducirse y morir, sino que tienen la
capacidad de darse a si mismo metas y elegir los medios para llevarlas a cabo. Esta capacidad es lo que
hace al humano libre, ya que es dueño de sus fines y tiene la capacidad de perfeccionarse a si mismo
alcanzándolos. Por eso llamamos persona al que es dueño de sí. Pero no todo individuo es persona, sino
aquellos que dispongan de naturaleza racional, es decir, la capacidad de un pensamiento
autoconsciente, reflexivo y abstractivo, gozando a la vez de la posesión de una determinada esencia,
una manera particular propia de su especie, siendo capaz de razonar, de realizar inferencias para que,
comprendiendo de lo conocido se llegue a intuir lo desconocido. La racionalidad determina
específicamente el ser de la persona.

La palabra propiamente dicha ‘persona’, viene del latín personare, que significa sonar con fuerza, o
resonar. En el teatro romano se daba este nombre a las máscaras utilizadas por los actores para reforzar
el sonido. La voz del artista resonaba a través de la máscara, personabat. De ahí el nombre de persona,
ya que el actor enmascarado se manifestaba a través de ese instrumento.

Ahora bien, el ser humano está formado por dos coprincipios: El cuerpo y el alma. Esta última es el
principio determinante del humano como tal, ya que convierte al cuerpo en cuerpo humano vivo,
dotado de movimiento y capacidad de sentir y entender. El cuerpo y el alma no son dos entidades
distintas en el humano, sino que se efectúan simultáneamente, es decir que el humano es un cuerpo
material cuya forma o principio determinante es el alma en perfecta unidad. Gracias al alma, el hombre
es esencial y cualitativamente distinto, además de superior a todos los animales, ya que tiene plena
responsabilidad ética sobre el destino de su vida. Por otro lado, el ser humano es una realidad
verdaderamente personal que no se agota en el cuerpo, aunque este sea su aspecto visible, de cuya
dignidad participa. La persona es una síntesis perfecta de dos realidades que se funden en una única
naturaleza y que juntas realizan todos los actos humanos, ya sea sentir, conocer, amar, decidir, etc. Por
esa unidad sustancial no son los sentidos los que sienten, ni el entendimiento el que piensa, ni la
voluntad la que decide, sino la persona entera. Cuando nos referimos a nuestro cuerpo no hablamos de
nosotros como si fuéramos un objeto exterior, sino como nosotros mismos en el aspecto corporal. La
experiencia vivida de la interioridad de la persona revela que es a través del cuerpo como el sujeto
humano se abre al mundo de las cosas y objetos. El cuerpo es el medio a través del cual el alma toma
contacto con el mundo sensible y puede así conocerlo y pensarlo. Por lo tanto, en el ser humano se
integran en perfecta unidad de la materialidad del cuerpo y de la espiritualidad del alma.

El ser humano lleva a cabo millones de actividades, pero su acción específica es la de entender y
elegir libremente porque en ella intervienen la inteligencia y la voluntad, facultades superiores del alma
humana. Por eso, la persona va alcanzando esa perfección en la medida en que alcance libremente la
verdad y el bien, es decir, los objetos de sus facultades superiores. La ética está vinculada a la perfección
que el ser humano ha de lograr, pues no le es enteramente dada de antemano, y la persona a
alcanzando esa perfección a través de sus acciones a tal punto que se puede decir que es capaz de un
crecimiento irrestricto, un ser que no acaba de crecer. La persona dispone de su ser a través de su
acción; es ella misma la que se revela en cada acto.

Cuando hablamos de la acción voluntaria como una acción intencional, nos referimos a que la
voluntad es la facultad con la que, guiada por la inteligencia, la persona decide lo que quiere, tiene la
intención de conseguir un fin. La intencionalidad es una característica de los actos de la inteligencia y de
la voluntad que consiste en su esencial apertura hacia un objeto. Según Rodríguez Luño, existen cuatro
características propias de la intencionalidad de la voluntad. En primer lugar, es consciente, ya que es el
propio sujeto el que, antes de actuar, planea y se representa la acción. Es activa, dado que la persona y
el fin entran en relación por iniciativa del propio sujeto, además de ser guiada y ordenada por la razón. Y
por último, es autorreferencial, porque tiene a la misma persona como objeto al revertirse sobre ella
misma. La acción humana repercute en su autor, porque todo lo que hace un humano da lugar a una
modificación en él. Esto se debe a que el hecho de querer, implica una valoración personal de lo querido
que no se da en el conocer como tal. El sujeto queda comprometido como persona en todo acto de
voluntad, porque cuando decide, no solo esta eligiendo un objeto externo a él, sino que su decisión lleva
consigo inseparablemente la autodeterminación, es decir que la persona se determina también a sí
misma.

Cuando hablamos de la voluntad de una persona, por la cual al elegir llega a un fin, ya que se inclina
al bien conocido intelectivamente, es necesario analizar cuál es el objeto de esa voluntad, es decir, qué
es lo que la mueve a actuar, teniendo en cuenta que el ser humano es el objeto de la ética, justamente
porque como persona las decisiones que comprometen su vida moral emanan de su libre elección.
Pero la voluntad no está predeterminada hacia un bien u otro, sino que está abierta al bien en
general, ya que es la inclinación racional al bien y este es aquello que conviene a la persona. Esta
definición pone de manifiesto cuál es su objeto: el bien. Se la llama objeto de una facultad al principio de
actualización propio en vista de lo cual la facultad pasa a la acción. Así, por ejemplo, el sonido actualiza
al oído, el olor al olfato, etc. El objeto de la voluntad es el bien en cuanto tal, la razón de bien en toda su
amplitud universal, que solo pueden captar los seres inteligentes. Toda acción o cosa concreta en la que
el hombre ve brillar de algún modo la razón de bien puede ser objeto del querer. Las acciones son
objeto de la voluntad en la medida que son vistas como convenientes o apetecibles, por tanto, el objeto
directo de la voluntad es el bien en cuanto bien, aquello que la inteligencia aprehende como un bien
para la persona.

El ser humano es dueño de sus actos mediante su inteligencia y su voluntad. Al actuar se entrecruzan
el conocimiento intelectual y el consentimiento de la voluntad. Esto se debe a la unidad de la persona y
de la dualidad de las potencias: “La voluntad mueve de algún modo a la razón imperando su acto y la
razón a la voluntad proponiéndole su objeto, que es el fin, de modo que una potencia actúa informada e
influida por otra.”

La voluntad supone e acto del intelecto que le presenta el objeto, por lo que el entendimiento mueve
a la voluntad y a su vez esta, como tiene por objeto el bien, que es el primer principio de todo actuar,
mueve al entendimiento. La persona puede dirigir sus actos porque primero discierne acerca del fin que
pretende alcanzar. El ser humano, gracias a su inteligencia, no solo capta los bienes, sino que también
pondera si son convenientes para el y ordena su comportamiento en vistas a alcanzarlos. Su conducta
no es fruto de una respuesta instintiva ante la presencia del bien, sino que con la luz de su razón
delibera antes de elegir. La intervención de estas dos facultades se debe a que el alma humana está
abierta a la totalidad del ser y del bien, de modo tal que el hombre puede conocer su fin y dirigir él sus
actos. Cuando se trata de elegir, el acto interior de la voluntad requiere todo un proceso de orden
intelectual para determinar la decisión voluntaria de la persona.

ACTOS DE LA INTELIGENCIA ACTOS DE LA VOLUNTAD


Primera aprehensión de un fin Simple volición
Juicio acerca del fin Intención
Deliberación de los medios Consentimiento
Juicio de elección Elección
Imperio Uso activo de la voluntad y uso pasivo de otras
facultades
Gozo o fruición

Mediante la primera aprehensión del fin, la inteligencia conoce y propone el bien a la voluntad. A
este primer paso del entendimiento, le sigue una complacencia de la facultad volitiva que se llama
simple volición o amor, que es un primer querer del fin sin considerar los medios para lograrlo. La
siguiente etapa consiste en valorad la posibilidad y el modo de obtener ese fin. Es una primera
indagación acerca de los medios adecuados para conseguirlo. Si estos no son factibles, se detiene el acto
de la voluntad ya que aquellos que quiere no es posible poseerlo. Como consecuencia a esa valoración,
la inteligencia formula un juicio que evalúa si se puede alcanzar el fin y la voluntad se adhiere a él por la
intención. Movida por la voluntad, la inteligencia delibera acerca de los medios idóneos (acciones
finalizadas) para conseguir el fin, a los que la voluntad puede prestar o no su consentimiento. Cuando
existen varias alternativas para obtener ese fin deseado, es preciso indagar intelectualmente los medios
más convenientes. Esto precede a la elección y comienza a hacerla posible. Ya determinada la acción
apropiada para efectuarse inmediatamente (juicio de elección), se toma la decisión interior de hacerlo
dando lugar así a la elección, que es el acto propio y especifico de la voluntad. Cuando se ha decidido lo
que se hará, el siguiente paso es organizar la actividad de las diversas facultades operativas (imperio
racional) y la voluntad mueve a las otras potencias cumpliéndolas a la ejecución de la acción. A la
consecución del fin sigue el gozo en el bien poseído.

La voluntad mueve al entendimiento aplicándolo a la acción y de ese modo, a través de diversos


actos, se va plasmando la conducta humana. Estos actos, desde el punto de vista de su moralidad,
pueden ser internos o externos

según se manifiesten o no al exterior. Los primeros, se desarrollan en el interior de la persona,


mientras que los segundos se realizan con la intervención de órganos externos. Así, por ejemplo, la
compasión que nace ante las necesidades de una persona puede llevar a poner los medios para paliar
esa situación con una ayuda concreta. Tanto los actos internos como los externos presuponen siempre
una decisión previa del ser humano y por eso tienen una connotación moral. La persona da a la acción
su significado ético pero también la acción externa y sus consecuencias son valoradas y elegidas por el
sujeto y, por ello, lo califican o pueden calificarlo moralmente.

Es importante aclarar que el concepto de acción voluntaria no solo se aplica al querer o al hacer
voluntario, sino también al no querer y al querer no hacer, es decir, a lo que comúnmente se llama
omisión. El omitir es una decisión tan voluntaria como el hacer, y por tanto, es éticamente relevante. En
ciertas situaciones, ya sea porque así lo requiere la leu, el cargo, o la obligación social, se exige un
determinado comportamiento. Si la persona decide no actuar, esa decisión es tan voluntaria como si
obrara de acuerdo con lo que se espera de ella.

ACA FALTA LA 13

La autodeterminación al bien en la persona es una pieza clave de la ética. La experiencia demuestra


muchas veces que, a la hora de tomar una decisión, suele aparecer la inseguridad o la duda ante esa
elección. Esto se debe a que las acciones no están determinadas de antemano, sino que el sujeto es el
encargado de elegir como actuar. Además es fácilmente comprobable que las personas, al elegir, no
experimentan la elección como algo que les pasa u ocurre, sino como aquello que ellos hacen. Esto pone
de manifiesto que el hombre se hace mediante sus elecciones.

Es necesario hablar de la libertad y la responsabilidad cuando se trata de ética. La conjunción entre


las acciones libres y libertad se puede considerar a partir de la experiencia ética de la responsabilidad.
Como la persona es dueña de sus actos y, a través de ellos, dueña de sí misma, es responsable de su
conducta y de su vida. Solo quien es libre puede asumir responsabilidades y solo quien actúa
responsablemente conserva la posibilidad de ser libre. Quien no es consciente de que en sus acciones se
juega la calidad de su ser y de su vivir, es difícil que advierta la responsabilidad ante sí mismo y ante los
demás que lleva consigo cada acto. Todo acto libre es imputable al sujeto que lo realiza, quien, por
tanto, responde de él.

Libertad y responsabilidad van juntas e inseparablemente unidas en toda acción: son como anverso y
reverso de una misma realidad. La libertad humana es libertad responsable. La responsabilidad no es un
“sobreañadido” a la libertad, sino que es otro aspecto de la libertad. De hecho, la prueba decisiva de que
el ser humano es libre es que él se hace responsable de sus actos y a la vez la conciencia de la propia
responsabilidad es señal inequívoca de la libertad. La libertad lleva a la persona a descubrir que es capaz
de dominar las cosas y a sentirse dueña de ellas. Al mismo tiempo, el ser humano se siente responsable
de sus actos, dado que son suyos porque están demandados por ese yo que constituye su propio ser.

Las condiciones o circunstancias que inciden directa o indirectamente sobre la acción, modificando su
imputabilidad moral, pueden tener diverso origen, pero siempre afectan, al menos, uno de los
elementos esenciales del acto libre, el conocimiento formal del fin y la voluntariedad, disminuyendo o
incluso anulando la libertad, y por ende, la responsabilidad.

La advertencia es el juicio del entendimiento práctico necesario para la acción libre. Es el acto mental
por el que la persona se da cuenta de lo que va a hacer o de lo que está haciendo y de la moralidad de
su acción. Existe la advertencia plena, en la que la persona se da cuenta perfectamente de lo que hace y
su valor moral, la semiplena en la que advierte lo que está haciendo de modo imperfecto, y la ausencia
de ella, en la que la persona no se da cuenta de lo que está haciendo y por lo tanto no es responsable de
su acción.

En el caso de la ignorancia, el problema se da cuando el conocimiento de la moralidad de la acción


que se posee es erróneo, es decir, se considera buena una acción que en realidad es mala, o viceversa.
Es una carencia de ciencia en quien debiera tenerla, y destruye la libertad, o bien la debilita, al impedir
el conocimiento necesario para la voluntariedad del acto. Nace de circunstancias de ambiente y de
educación, independientes de la voluntad del sujeto, o bien del escaso interés por conocer la verdad
hasta llegas a sentir indiferencia o aversión ante ella. Podemos hablar de la ignorancia invencible, que es
la que domina la conciencia tan plenamente que no se puede superar con medios razonables, la
vencible, que, teniendo en cuenta las circunstancias del sujeto, se puede advertir y superar pero
permanece porque no ha habido interés o porque no se ha empleado la debida diligencia, y la afectaa,
que se da cuando la persona no tiene interés en enterarse de sus obligaciones o procura olvidarse de
ellas con la intención de eludirlas: es el no querer conocer lo que se debe saber.

En el comportamiento humano, la persona no actúa solo con su inteligencia y voluntad, sino que
interviene su afectividad sensible: deseos, sentimientos, emociones. La percepción sensible de los
objetos despierta una tendencia o reacción afectiva hacia ellos, que predispone a la voluntad a querer o
a rechazar esos bienes. La antropología denomina a esos movimientos de la afectividad como pasiones.
Estas pasiones son la respuesta o resonancia afectiva al bien particular y sensible conocido o el rechazo
a aquello que se presenta como malo o desagradable. Responden siempre a un modo de juzgar y valorar
la realidad, y habla siempre del estado del sujeto en relación con el medio exterior.

Las pasiones o sentimientos han de subordinarse a la inteligencia y a la voluntad. A esta última le


corresponde dirigirlos a querer lo que es realmente bueno y conveniente para la persona y a rechazar lo
que es malo e inconveniente. Debido a esto, la influencia de las pasiones en los actos libres depende del
consentimiento de la voluntad.

Dentro de las pasiones se encuentran las antecedentes, que disminuyen la libertad del acto, y por
ende, su imputabilidad moral. En este caso, la inteligencia se nubla. Luego están las provocadas
voluntariamente que aumentan la imputabilidad porque las personas consienten el influjo de esas
pasiones. Y por último, las pasiones concomitantes que no aumentan la responsabilidad sino que
manifiesta la intensidad del querer.

También podemos hablar de los hábitos morales. Sabemos que la persona, al actuar, decide
mediante la voluntad, y a esta la acompañan todas sus inclinaciones (las pasiones) y sus disposiciones
(los hábitos). Las acciones, por su autorreferencialidad, van dejando huella en el sujeto, van
constituyendo los hábitos que inclinan a la persona a obrar bien o mal. El habito moral no atenúa la
imputabilidad moral dela acción a la que la repetición de actos inclina. Las condiciones sociales influyen
en la persona, facilitándole o dificultándole la adquisición de virtudes, pero esto no significa que su
influjo anule la libertad de las personas.

Luego está la violencia, a la que se la suele definir como aquello que procede de un principio
extrínseco resistido por quien lo padece. La violencia afecta a los actos imperados de la voluntad y no a
los elícitos porque estos, procedentes de un principio intrínseco, no pueden ser directamente
producidos por una cauda violenta exterior. Esto nos demuestra que la libertad es una propiedad
inalienable: no se la puede violentar. El acto interno de la voluntad nunca puede ser forzado porque
mediante él la persona se mueve intrínsecamente a sí misma hacia el fin que quiere. Por tanto, para que
haya coacción se requiere que sea ejercida por otra persona, ya que nadie puede causarse violencia a sí
mismo. Aunque esto cambia en el caso de los actos imperados: al intervenir otras potencias,
susceptibles de coacción externa o violencia física, pueden ser provocadas en contra de la voluntad de la
persona. Estas acciones no pueden ser moralmente imputables al sujeto porque se oponen a su querer:
la violencia anula la libertad y torna el acto involuntario, libre de responsabilidad moral. La violencia, por
su naturaleza física, ejerce su influencia sobre el acto externo, para conseguir la rendición de la
voluntad. Es, pues, un atentado a la libertad de los actos externos, ya que no tiene poder sobre el acto
de la voluntad y, por ende, no entraña responsabilidad moral.

El miedo es un importante factor del que se debe hablar. Este, es un estado de ánimo o perturbación
emocional producida por la amenaza de un peligro inminente y difícil de evitar. Ese temor influya en la
libertad y se da cuando la persona actúa porque quiere evitar un mal que se teme, si no, no obraría. En
casos extremos, una persona puede perder el carácter de alto humano, no puede responder por sí
mismo, a causa de tanto miedo. Sin embargo, sin llegar a estas situaciones, el temor intenso puede
obnubilar la inteligencia pero no suprime la voluntariedad, solo la disminuye y, por tanto, no anula la
responsabilidad del acto ni quita el mérito.

Por último, veamos las enfermedades mentales. Determinadas disfunciones somáticas o psíquicas
pueden impedir total o parcialmente el uso de la razón o debilitar el autodominio de la voluntad. En la
misma medida en que la enfermedad mental priva del uso de la razón o debilita la voluntad, exime la
responsabilidad moral y en cada caso habrá que tener en cuenta las circunstancias para evaluar en qué
medida se dan esos atenuantes.

Ahora bien, el desarrollo como persona depende estrictamente el uso de la libertad. Por eso, el
proyecto existencial puede ser más o menos rico, más o menos profundo, más o menos verdadero, pero
en todo caso, presenta dimensiones. Una de ellas es la dimensión cultural, que incluye la realización de
un determinado quehacer (trabajo) y una forma de convivencia humana estable (familia). Otra es la
dimensión ética, es decir, el tipo de persona que cada uno pretende ser y considera que ha de esperar y
promover a los demás. Y por último, la dimensión religiosa, más o menos perfecta, más o menos
explícita: la propia vida vista como una respuesta a Dios, al bien y a la verdad absoluta que trasciende a
la persona y la mide.

Habiendo analizado lo anteriormente es necesario estudiar la dignidad personal y el sentido de la


vida. La dignidad propia del ser humano es un valor singular que fácilmente puede reconocerse. Lo
podemos descubrir en nosotros o podemos verlo en los demás. Pero ni podemos otorgarlo ni está en
nuestra mano retirárselo a alguien. Es algo que nos viene dado. Es anterior a nuestra voluntad y reclama
de nosotros una actitud proporcionada, adecuada: reconocerlo y aceptarlo como un valor supremo
(actitud de respeto) o bien ignorarlo o rechazarlo. La persona se configura como una realidad única e
irrepetible y, por tanto, insustituible. En ella se unen los dos aspectos fundamentales de la dignidad
humana. Por un lado, la dignidad ontológica (constitutiva) que pertenece a todo ser humano por el
hecho de serlo y se halla ligada indisolublemente a su naturaleza racional y libre. Y por otro, la dignidad
moral (complementaria) que deriva del propio carácter libre del hombre que lo lleva a comportarse de
modo tal que alcance la perfección.

En síntesis, a la vez que forma parte del mundo, el ser humano lo trasciende y muestra una singular
capacidad, por su inteligencia y por su libertad, de dominarlo. Y se siente impulsado a la acción con esta
finalidad. Podemos aceptar por tanto que el valor del ser humano es de un orden superior con respecto
al de los demás seres del universo. Y a ese valor lo denominamos dignidad humana.

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