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INTERVENCIÓN PSICOSOCIAL
Y EVALUACIÓN DE PROGRAMAS
EN EL ÁMBITO DE LA SALUD
[2ª Edición]
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Intervención psicosocial y evaluación de programas en el ámbito de la salud
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A Javier
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Intervención psicosocial y evaluación de programas en el ámbito de la salud
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Enrique Alonso Morillejo
Universidad de Almería
Área de Psicología Social.
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La intervención psicosocial: una utopía situada
ÍNDICE
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PRÓLOGO
LA INTERVENCIÓN PSICOSOCIAL:
UNA UTOPÍA SITUADA
Hay razones más que suficientes para afirmar que si algo tiene de distin-
tivo la Psicología como ciencia y como profesión es su capacidad para poder
intervenir en el contexto de lo personal, de lo grupal, de lo organizacional y de
lo comunitario. Más aún, su sólido potencial para cambiar el rumbo de deter-
minados acontecimientos, tanto de aquellos que atañen a lo personal como de
aquellos otros que tienen como marco lo supra-individual se erige es uno de los
signos más distintivos de nuestra disciplina. La Psicología ha intervenido con
el máximo rigor y con resultados fastuosos en asuntos que atañen y preocupan
al individuo y a veces lo desasosiegan por razones no siempre evidentes; lo ha
llevado a cabo, con resultados igualmente satisfactorios, en el campo de lo gru-
pal-comunitario y de lo organizacional, pero en su ya dilatada peripecia como
ciencia y como profesión no ha dado pasos significativos hacia la construcción
de teorías ni hacia el desarrollo de metodologías dirigidas hacia lo macro-social.
No dispone de herramientas conceptuales para su estudio, ni de métodos expre-
samente diseñados para su análisis, ni de estrategias capaces de dar respuesta de
sus manifestaciones más sobresalientes. La rama que más se ha acercado a este
nivel de análisis, por recuperar la ya clásica propuesta de Doise, la Psicología
social, ha seguido recluyéndose, en la mayoría de los casos, en el estudio de las
reacciones de los individuos a los estímulos sociales, por utilizar la expresión de
Floyd Allport. Incluso la Psicología de los grupos, hasta la entrada en escena de
Henri Tajfel, se limitó, de manera preferente y con excepciones notorias como
las de Muzafer Sherif o Kurt Lewin, al estudio del comportamiento individual
dentro del contexto grupal. No resulta fácil encontrar una propuesta teórica en
el campo de la Psicología social que tenga como meta y objetivo el estudio de
los parámetros macro-estructurales del orden social. Ello no quiere decir que los
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haya orillado, ni mucho menos que los considere carentes de interés. Desde el
pionero texto de Edgard A. Ross, publicado hace cien años, hasta de Morales,
et., al., sin olvidar los cuatro primeros capítulos de Resolving Social Conflicts de
Lewin y la práctica totalidad de la propuesta psicosocial de Martín-Baró y, en una
nada despreciable medida, la de Tajfel, por mencionar tan solo algunos ejemplos,
fenómenos como el de la opinión publica, la propaganda, los movimientos socia-
les, la memoria social, la clase social, el poder, etc., han formado parte del bagaje
de conocimientos de la Psicología preferentemente como variables mediadoras
del comportamiento, como panorama y paisaje general en el que se enmarcan las
cogniciones, los sentimientos y las acciones de las personas a título individual o
colectivo.
Las propuestas sobre los niveles de análisis en la Psicología social (Doise;
Tesser; Stangor y Jost) resultan igualmente pertinentes para reforzar el argumento
de la notoria ausencia de herramientas teóricas emanadas de la Psicología para
abordar el estudio de las estructuras macrosociales. Willem Doise señala cuatro
niveles de análisis (intraindividual, interindividual-situacional, posicional e
ideológico), todos ellos, por cierto, de naturaleza preferente o estrictamente cog-
nitiva: formación de impresiones (nivel intraindividual), atribución (nivel interin-
dividual-situacional), categorización social (nivel posicional) y creencias (nivel
ideológico). Tesser, por su parte, en un ejercicio carente de la más elemental
imaginación psicosocial, limita su propuesta a tres niveles: a) existen procesos de
naturaleza individual como la estereotipia individual y la auto-estima personal; b)
hay procesos grupales, como los estereotipos y la auto-estima grupal, y c) estereo-
tipos que sirven para justificar un determinado orden social. En algún momento
hemos defendido que lo psicosocial es una perspectiva relacional en el sentido
lewiniano del término que intenta desentrañar los enigmas del comportamiento
a partir de la confluencia e intersección de diversos niveles y de la interacción
de diversas variables (Blanco). Esta es la filosofía que subyace a la propuesta de
Stangor y Jost, mucho más elaborada y original que la de Tesser: entre los proce-
sos y niveles que definen la compleja realidad del comportamiento humano existe
un tupido entramado de relaciones que tienen como punto de partida a la persona,
al grupo y al sistema social (lo macro-social) para desde ahí distribuirse y des-
plegarse en procesos psicológico-individuales, grupales y macro-sociales dando
lugar a una red de nueve interconexiones. Las tres primeras tienen su origen en
el sujeto psicológico-individual y se despliegan hacia el mismo sujeto (interco-
nexión de la persona individual a procesos individuales: la relación entre la nece-
sidad da auto-ensalzamiento y procesos atributivos, por ejemplo), hacia el grupo
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(Vygotski) hacia dentro y hacia fuera. Utopía, sí, pero utopía razonada cuya línea
argumental Pierre Bourdieu toma del utopismo reflexivo de Ernst Bloch que actúa
siguiendo las directrices del conocimiento y de la posibilidad objetiva de cambio,
que está contra las meras ilusiones, que huye del mero activismo, y que se opone
al derrotismo anticipado. En una palabra:
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tomar parte en un asunto. Lo que no es necesario que diga, porque se da por hecho
y la Real Academia no se puede entretener en esos menesteres, es que uno toma
parte en un asunto cuando se siente concernido por él o por el rumbo que están
tomando los acontecimientos que se dan en su seno. Sostener que la intervención
muestra inquietud y se siente afectada por el devenir de determinados hechos, es
una manera de dar forma al convencimiento de que la intervención no puede inhi-
birse frente a la existencia de determinados hechos. El compromiso se erige, pues,
en uno de los cimientos de la intervención; este nos remite a la imposible libertad
de valores en el desarrollo del quehacer científico, no importa ahora el adjetivo
del que vaya acompañado. Robert Proctor, autor de una de las más estremecedo-
ras investigaciones sobre la higiene racial en los tiempos del régimen nazi, nos
ofrece una visión exhaustiva de la peripecia que ha seguido esta polémica bajo el
prisma de la responsabilidad moral de los científicos. Comte, Marx, Durkheim y
Weber habían respondido a esta inquietud con un órdago a la grande: no se trata
solo de responsabilidad, sino de aspiraciones morales de la propia ciencia social.
Estas quedan cumplidamente recogidas en el principio emancipación, erigido así
en hecho fundante de la Ciencia social que Robert Nisbet formula en términos
tan pertinentes como precisos: Las grandes ideas de las ciencias sociales tienen
invariablemente sus raíces en aspiraciones morales; de hecho, las ideas centrales
de cada uno de estos autores no surgieron del razonamiento simple y carente de
compromisos morales de la ciencia pura, sino en forma de una aspiración moral.
No podemos quedar varados en el fatalismo de los banqueros que preten-
den hacernos creer que el mundo no puede ser diferente a como es actualmente
sin preguntarnos si podrían haber sido de otra manera. El compromiso moral
responde a esta última inquietud: hay cosas que deben ser de otra manera. Mar-
tín-Baró lo expresó de manera muy gráfica: además de los hechos, están los por
hacer: estos se erigen en la razón de ser de la intervención. Los casos prácticos
de intervención psicosocial que nos ofrecen Maya, García y Santolaya son un
acabado ejemplo de compromiso moral y de utopías situadas al pie de las páginas
de la historia que pueden convertirse en la fuente de salud, bienestar y felicidad
para muchas personas.
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co-teórico que busca la mejora de las personas a través del cambio ‘desde abajo’
– gestionado por los propios sujetos – y basado en la comunidad territorial y
psicosocial en que el psicólogo desempeña un papel indirecto de dinamizador o
catalizador de esfuerzos.
Para todo ello es necesario introducir cambios en alguno de los cuatro nive-
les de intervención a los que hemos aludido en páginas anteriores. La propuesta
por el cambio se erige en el objetivo inmediato de toda intervención, se dice en el
capítulo 2 del libro que tenemos entre manos. Intervenir significa llevar las cosas
en una determinada dirección, buscar el impacto de una determinada acción, alte-
rar un determinado orden de acontecimientos a fin de que ocurra aquello que pre-
tendemos (el bienestar), modificar el decurso de un hecho o coyuntura. Tras un
exhaustivo análisis de una muestra representativa de las revisiones periódicas del
Annual Review y de los manuales más representativos del campo, Maya, García
y Santolaya concluyen que la intervención social se entiende como la introduc-
ción de un elemento externo en un sistema social para producir un cambio en
una dirección dada. Y matizan: se trata de un cambio de segundo orden que
afecta a las relaciones entre individuos o entre grupos que, eventualmente, puede
afectar al cambio social propiamente dicho, entendido como un cambio en los
parámetros macro-sociales de la estructura. Se trata del cambio desde abajo al
que alude Alipio Sánchez y que abre de par en par las puertas para otro de los
rasgos característicos de la intervención: la participación de los protagonistas que
se embarcan activamente en su propio proceso de cambio. En definitiva, la inter-
vención dispone de una finalidad explícita de cambio, tiene como meta introducir
cambios en los equilibrios inestables o en los desequilibrios explícitos. En defini-
tiva, la intervención social viene a ser una externa e intencionada para cambiar
una situación social que según criterios razonablemente objetivos se considera
intolerable o suficientemente alejada del funcionamiento humano o social ideal
como para necesitar una corrección. Demasiado énfasis en el cambio social en
las propuestas que estamos manejando, incluida la del libro de Carmen Pozo,
Enrique Alonso Morillejo y Mª José Martos, cuando, en sentido estricto, la inter-
vención psicosocial apenas ha sido capaz de llegar a ese objetivo, al menos si
tomamos como referente lo que tradicionalmente se entiende por cambio social
(lo que entiende la Sociología, por ejemplo). No deja de ser esta una crítica super-
flua porque disponemos del nada despreciable apoyo de Kurt Lewin para hablar
de cambio social por partida doble: a través de la investigación-acción, y a través
de la norma grupal. Ello no obstante, es necesario recuperar para la intervención
psicosocial un nivel de cambio situado en el nivel personal e interpersonal como
estrategia y objetivo legítimo de intervención.
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Muchas son las cosas que han quedado en el tintero, pero es suficiente por
ahora. Gracias a los autores, a algunos de los cuales me une una incombustible
amistad, por la invitación a seguir pensando, más allá de consensos o disensos,
sobre temas de interés común y de incuestionable relevancia social.
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Referencias bibliográficas
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I.
LA APLICACIÓN EN PSICOLOGÍA SOCIAL
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a resultados que puedan ser utilizados para la acción social (Lewin). La teoría
es más que un medio para avanzar en el conocimiento, pues proporciona orien-
taciones para solucionar los problemas sociales. Apoyándose en el método de
investigación-acción, Lewin no se limita al planteamiento teórico y su corres-
pondiente aplicación práctica, sino que, partiendo de la realidad social, desarrolla
sus investigaciones para volver a ella con propuestas útiles para la mejora, el
cambio y la solución de los problemas sociales. Su Psicología social combina
teoría y praxis, concibe los problemas dentro de la realidad social contextual en
que surgen y contribuye, a través de una teoría de la acción social, a dar respuesta
a esos problemas sociales. Lewin desarrolló la Action-Research como alternativa
a la investigación tradicional, que mantenía una separación radical entre teoría (o
ciencia) y aplicación.
Los principios que caracterizan la investigación-acción son, básicamente,
el carácter participativo, el impulso democrático y la contribución simultánea al
cambio social y a la ciencia social. El proceso de investigación-acción consta
de cuatro etapas a modo de espiral de ciclos: (a) análisis, recogida de datos y
conceptualización acerca de los problemas, clarificando y diagnosticando una
situación problemática para la práctica, lo que constituye la explicitación de la
teoría en la acción; (b) planificación o formulación de estrategias de intervención
o programas a modo de hipótesis de acción; (c) ejecución de la acción planificada
para resolver el problema identificado; y (d) recogida de datos para evaluar las es-
trategias de acción y contrastar así las hipótesis formuladas. Esta última fase, a la
que Lewin llama de reconocimiento, pretende determinar el impacto que el plan
de ejecución ha tenido sobre la situación inicial, y tendría, según Lewin, cuatro
funciones: (a) evaluación de la acción, (b) mostrar si lo obtenido está por encima
o por debajo de lo esperado, (c) proporcionar a los planificadores la oportunidad
de aprender acerca de las fortalezas y debilidades de ciertas técnicas de acción,
y (d) proporcionar la base para planificar correctamente el nuevo paso de la ac-
ción (Morales). Los resultados de la evaluación conducen de nuevo a analizar la
situación para conocer si se han resuelto los problemas iniciales, así se entraría
una vez más en un nuevo ciclo de investigación-acción (Elliot; Pérez Serrano).
La contribución de Lewin a la Psicología social es una de las muestras
más claras del compromiso de la ciencia social con la solución de los problemas
sociales. Sus trabajos son una excelente muestra de combinación entre teoría y
práctica; concibe los problemas dentro de la realidad social contextual en que
surgen y contribuye, a través de su teoría de la acción social, a dar respuesta a
esos problemas sociales. La separación, manejada por algunos, entre lo básico y
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lo aplicado no tienen ningún sentido para Lewin. Ambos extremos son parte de
un mismo proceso. En este sentido, el investigador social adquiere un papel fun-
damental en la solución de los problemas reales; aunque no es él quien determina
la política social, ayuda a la toma de decisiones respecto a la misma.
Por otro lado, la creación del Centro de Investigación de Dinámica de Gru-
pos supuso un claro modelo en el que se combinan teoría y práctica, la realidad
social con los principios epistemológicos, y la metodología de corte positivista
y experimental con otra más cualitativa. Así, el progreso de la ciencia social se
llevará a cabo a partir de una sensata combinación de teoría y método, de defini-
ciones operacionales y conceptuales (Blanco).
Su implicación fue constante en distintos estudios que hacían referencia
a problemas sociales reales del momento. Prueba de ello son sus trabajos con
Margaret Mead y el National Research Council, dirigidos a investigar el mejor
método para cambiar los hábitos alimenticios durante el periodo de la II Guerra
Mundial; o el estudio sobre los efectos de la participación en grupo sobre la toma
de decisiones en la productividad de la Harwood Manufacturing Corporation; o,
también, la evaluación de las actividades bélicas de la Office of Strategic Servi-
ces, en Washington. Tampoco podemos olvidar, por ejemplo, los estudios desa-
rrollados en la Commission for Community Interrelations, acerca de fenómenos
como las actitudes interraciales, las tensiones intergrupales, la integración de las
minorías y el vandalismo; o, por citar alguno más, los del Research Center for
Group Dynamics, sobre relaciones intergrupales, comunicaciones y percepción
social y ecología grupal.
Los oscuros años cincuenta en los Estados Unidos se caracterizaron por un
clima de pesimismo y duda respecto a la capacidad de las ciencias sociales para
analizar los problemas sociales y promover la aplicación de los conocimientos
científicos a los temas sociales reales (McGrath). El evidente predominio de un
enfoque eminentemente cognitivo y la vuelta al estudio de laboratorio apartaría,
en gran medida, a la disciplina de los asuntos de verdadero interés social. Brews-
ter Smith, se refiere a esta época de la siguiente manera:
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Esta última definición parte de la idea de que aunque la mayoría de los pro-
blemas sociales poseen elementos objetivos, su existencia se ve modelada por la
manera de experimentarlos y percibirlos por un determinado grupo de población,
adquiriendo pues un tinte claramente subjetivo. Desde este punto de vista, en ge-
neral, los problemas sociales se conceptualizan como productos de una definición
colectiva más que de las condiciones realmente objetivas.
Otros autores, sin embargo, intentan una integración de ambos componen-
tes de los problemas sociales, los objetivos y los subjetivos. La clásica definición
propuesta por Henslin es un buen ejemplo de esa integración:
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¿quién/es tienen autoridad para ello?, ¿a quién/es representan las élites que deci-
den?, ¿qué ocurre con las minorías y la justicia social?, etc. (Sullivan, Thompson,
Wright et al.). Pues bien, parece ser que la definición de los problemas viene
marcada por la autoridad o poder que tenga un grupo de interés concreto, quienes
además de convencer a los demás sobre la existencia del problema, ejercen toda
su influencia para luchar contra el cambio social si este implica un cambio en su
statu quo.
Sin embargo, para Casas, una característica fundamental de la política so-
cial de los estados democráticos es que se muestra sensible a las presiones de la
sociedad, de forma que el concepto de problema social no se refiere a la percep-
ción de este por parte de la autoridad, sino que es la percepción de los ciudadanos
la que da cuenta, en mayor medida, del mismo. Así, la idea de satisfacción de las
necesidades manifestadas por los individuos de la comunidad gracias a las actua-
ciones públicas pasa a tener una vital importancia.
Llegados a este punto, debiéramos preguntarnos ¿qué papel juega el inves-
tigador social en la determinación del problema social, en su análisis y estrategias
de solución?; ¿quién decide qué problema social se analiza y cuál es la meta de
la intervención?, o lo que es lo mismo, ¿hacia dónde debe dirigirse el cambio?,
y ¿qué papel juega el psicólogo social aplicado? (Expósito). Evidentemente, los
científicos sociales no están ajenos a la realidad que les circunda, son un grupo
más de implicados y, por tanto, no tiene sentido hablar de asepsia científica en
nuestros días. El investigador social trabaja sobre la base de ciertos valores, que
están presentes en la selección de los problemas que estudiamos, en los concep-
tos clave que utilizamos al definir esos problemas y en el curso seguido para su
solución. Los psicólogos sociales ocupan una posición privilegiada para dar res-
puesta a los problemas que nos rodean, apostando por una investigación relevante
y comprometida.
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manera por todos los profesionales; mientras que algunos autores propugnan su
separación formal (Bickman; Varela), para otros es inaceptable (Eiser; Gergen y
Basseches; Mayo y La France; Proshansk), y otros piensan que la diferencia es
prácticamente inexistente, relativamente artificial y se difumina en la práctica
(Hollander; Kidd y Saks; Saxe y Fine).
En nuestro país, este debate ha suscitado también posiciones encontradas
y ha derivado en múltiples publicaciones desde el trabajo original de Morales en
los años ochenta hasta nuestros días, conjugándose perspectivas tan encontradas
como las de Blanco (Blanco y De la Corte) (Blanco, Rojas y De la Corte) e Ibáñez
(Ibáñez e Íñiguez), con alguna otra intermedia como la propuesta de tendencia
lewiniana de Torregrosa.
La polémica relación entre lo básico y lo aplicado es importante para llegar
a una definición de la Psicología social aplicada, por lo que intentaremos sinte-
tizar en las siguientes páginas las distintas aportaciones que los autores han pro-
puesto en este sentido. Lo que nadie pone en duda es la idea de que la Psicología
social aplicada debiera ser capaz de utilizar los conocimientos producidos por la
Psicología social para poder intervenir en la realidad social. De la misma manera,
la Psicología social básica se beneficiaría e incrementaría el conocimiento teórico
a partir de la intervención social o aplicada.
La propuesta de Varela es un ejemplo de la distinción clara y tajante entre
lo básico y lo aplicado; para este autor, la investigación básica descubre princi-
pios básicos mientras que la tecnología los sintetiza y utiliza pragmáticamente
para resolver problemas concretos. Uno y otro son mundos diferentes, con sus
propias leyes de funcionamiento, y es el tecnólogo social el encargado de poner-
las en conexión.
Pero es L. Bickman, quien en su artículo de 1981, ha establecido las más
rotundas diferencias entre el enfoque básico y el aplicado. Para Blanco y De la
Corte la distinción establecida por Bickman es totalmente improcedente y ha su-
puesto uno más en la lista de desafortunados dualismos que han transitado con
inusitada fortuna a lo largo de la peripecia histórica de nuestra disciplina... (p.
33).
El dualismo básico-aplicado establecido por Bickman surgió, en palabras
del propio Bickman, de su experiencia profesional, lo que le permitió agrupar las
diferencias entre ambos polos en función de cuatro categorías: los fines persegui-
dos, el método seguido, el contexto de trabajo y el rol o estilo interventivo. El
cuadro 1.1. recoge dicha síntesis (extraído de Blanco y De la Corte).
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puedan determinar el tipo de trabajo que los hace sentirse más con-
fortables y más productivos (Bickman).
Con una orientación bien distinta, en nuestro país, Ibáñez e Íñiguez, desde
una perspectiva posmoderna rechazan lo que ellos denominan las tres falacias
pertinaces de la epistemología positivista: (a) representacionalismo, esto es, que
la teoría refleja la realidad, aunque para Ibáñez (Ibáñez e Íñiguez) lejos de li-
mitarse a reflejarla, la teoría genera realidad a partir de la percepción y las re-
presentaciones sociales de esa realidad; (b) externalismo, o lo que es lo mismo
el distanciamiento existente entre el observador y el practicante social; este no
puede situarse, según estos autores en una posición de exterioridad, sino que debe
mantener una interioridad propia de una posición endógena a la práctica social;
(c) aplicacionismo o lo que es lo mismo, que la práctica se deriva de la teoría y
se subordina a esta. Frente a esta falacia, Ibáñez e Íñiguez optan por una visión
alternativa que enfatiza el carácter autónomo de la práctica con respecto a la
teoría.
Para otros autores, entre los que cabe mencionar a Eiser (1980), existen
varias razones que fundamentan la unión ineludible de teorías e investigación
básica con investigación aplicada. En primer lugar, la teoría es fundamental para
cualquier tipo de investigación; en segundo lugar, muchos experimentos básicos
sobre temas, por ejemplo, de influencia social, actitudes, comunicación, relacio-
nes intergrupales, persuasión, etc., se identifican claramente con el contexto de
vida cotidiana; y, en último lugar, no hay que olvidar la investigación de campo
que permite esa identificación de forma directa. Por tanto, posiblemente sea más
importante dirigir nuestro interés a problemas tales como conseguir el rigor me-
todológico de la investigación psicosocial en las aplicaciones que se realicen, o
como adaptar el desarrollo teórico de la disciplina a cualquier problema social.
En definitiva, la Psicología social como ciencia aplicada debería lograr una com-
binación adecuada entre rigor metodológico y atención a los problemas sociales.
Así pues, las propuestas de sistematización de la Psicología social aplicada
deberían combinar, desde diferentes modelos, las teorías psicosociales, los méto-
dos de investigación y las habilidades prácticas. Hoy día resulta estéril plantearse
en Psicología social, la dicotomía ciencia básica vs. ciencia aplicada (Morales;
Expósito); por un lado, como se ha comentado, muchos de los procesos básicos
estudiados por los psicólogos sociales están presentes en la vida cotidiana, ofre-
ciendo conocimientos y técnicas de actuación en los distintos contextos en que se
aplican; por otro lado, las aplicaciones pueden utilizarse para contrastar la teoría,
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II.
EL CICLO DE INTERVENCIÓN SOCIAL
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o también:
Concklin, por su parte, recoge las siguientes teorías sobre el cambio social:
1. Teoría evolutiva del cambio. El cambio social es considerado como un pro-
ceso gradual y ordenado que da lugar a una mayor complejidad y mejora
progresiva de los individuos, grupos, comunidad o sociedad en general.
2. Teorías cíclicas; a partir de las cuales el cambio surge y desaparece, se
desarrolla y declina, y así sucesivamente en un proceso cíclico.
3. Teorías del equilibrio, en las que el cambio es el resultado de la búsqueda
del equilibrio o proceso de homeostasis; así, el cambio significa pasar de
un estado de equilibrio a otro de desequilibrio.
4. Teorías del conflicto, donde es la sociedad la promotora o generadora del
cambio contínuo como resultado de conflictos.
Las distintas teorías señaladas anteriormente sobre el cambio social quizá
sean demasiado parciales, sin embargo, tal y como apunta Parsons, aunque no se
disponga de una teoría general de los procesos de cambio, es posible hacer algo
dentro del campo de la intervención concreta en un contexto sociomaterial real
y específico de cara a la solución de problemas que afectan a un grupo de indivi-
duos, comunidad o población.
Han sido muy diversas las propuestas relativas a los tipos de cambio social;
la más cercana a nuestro propósito, pues permite la evaluación y llevar a cabo
cambios planificados a través de la intervención social, es la que proviene de los
ámbitos comunitario y organizacional, y que clasifica los tipos de cambios en
función de los objetivos que se persiguen; así, encontramos:
1. Cambios para el desarrollo de personas y colectivos sociales
2. Cambios dirigidos a la resolución de conflicto y desviación social
3. Cambios basados en el propósito de la justicia distributiva
4. Cambios dirigidos a aliviar el sufrimiento y dolor de las personas.
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La aplicación en psicología social
Por último, Sánchez Vidal, contempla cinco tipos o funciones del cambio
en la acción social:
1. Prestación de servicios personales, sociales o comunitarios.
2. Desarrollo de recursos humanos.
3. Prevención (primaria, secundaria y/o terciaria) de problemas psicológicos
o sociales
4. Reconstrucción social a través de la potenciación de determinados contex-
tos o instituciones.
5. Cambio social de una sociedad o comunidad, incluyendo la redistribución
del poder.
Cuando se habla de cambio como resultado de la intervención social, se
trata de un cambio intencional, provocado, dirigido y planificado (racionalmente
organizado). Se persiguen una serie de efectos, y los resultados de la intervención
social planificada son, en cierta medida, previsibles. El cambio planificado puede
ser conceptualizado como el que se origina en una decisión de esforzarse deli-
beradamente para mejorar el sistema (a nivel individual, grupal, organizacional,
comunitario,...) con la ayuda de un agente externo. Collerette y Delisle lo definen
como:
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La aplicación en psicología social
De manera más específica, desde la Psicología social, son muchos los au-
tores que asumen que toda intervención es, por naturaleza, intervención social,
lo que queda patente en sus definiciones. Es el caso de la propuesta de Seidman,
quien concibe la intervención como:
Para este autor, esos cambios ocurren como resultado de varios procesos;
a saber: (a) distribución de derechos, recursos y servicios; (b) el desarrollo de
bienes, recursos y servicios (materiales y/o simbólicos) que mantienen e intensi-
fican la vida; y (c) la asignación de estatus dentro de la totalidad de las tareas y
funciones sociales que involucran roles y prerrogativas.
Anterior a Seidman, encontramos otra serie de definiciones, la mayoría de
las cuales ponen énfasis en el carácter intencional de la intervención social. Así,
Kelly y cols definen esta como... influencias, planificadas o no en la vida de un
grupo pequeño, organización o comunidad ...(para) prevenir o reducir la desor-
ganización social y personal y promover el bienestar de la comunidad.
Algo más tarde, Caplan habla de acción social como equivalente a inter-
vención social, y se refiere a ella como los esfuerzos realizados para modificar
los sistemas operativos sociales y políticos y la actividad legislativa reglamenta-
dora relativa a la salud, la educación y el bienestar, y a los campos religioso y co-
rreccional, con el fin de mejorar a escala comunitaria la provisión de suministros
físicos, psicosociales y socioculturales básicos y la organización de los servicios
para ayudar a los individuos a confrontar sus crisis... (p. 72).
Bloom, algo más concreto, entiende que la intervención social se refiere a
cualquier intervención (preventiva o restauradora) que intente tener un impacto
en el bienestar psicológico de un grupo de población definido (p. 113).
Por último, para Iscoe y Harris, la intervención psicosocial se caracteriza
por perseguir la mejora de la condición humana a través de esfuerzos dirigidos
principalmente hacia la asistencia de los pobres, menos privilegiados y depen-
dientes para enfrentarse con los problemas y mejorar o mantener una calidad de
vida (p. 334).
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En definitiva, hay que hacer destacar que los programas llevan consigo una
actividad organizada y claramente científica (con una entidad teórica y un cuer-
po metodológico propio) encaminada principalmente a cambiar el estado social,
psicológico, económico o educacional de un individuo o grupo de individuos
(Craig y Metzel), orientándose siempre hacia la mejora, y permitiendo mostrar
una visión de la Psicología como ciencia al servicio del bienestar.
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nes en el contexto en el que se suceden; y (d) reflexión sobre los efectos como
base de una futura planificación y acción subsiguiente, y así sucesivamente a
través de una cadena de ciclos recurrentes.
Perlman y Gurin, entienden que el proceso de intervención social (centrado
en la organización comunitaria) consta de las siguientes fases: (a) definición del
problema, (b) construcción de la estructura organizativa, (c) formulación de la
política interventiva, (d) implantación de los planes, y (e) seguimiento.
Roth, por su parte, establece seis etapas en tal proceso: (a) identificación
y jerarquización de necesidades, (b) establecimiento de metas, (c) selección de
intervenciones, (d) implantación del programa, (e) evaluación, y (f) modificación
y reciclaje.
Brinkerhoff y cols identifican cuatro momentos claves en el ciclo de plani-
ficación e intervención social: (a) identificación de metas, (b) diseño de estrate-
gias de intervención, (c) implantación del tratamiento, y (d) toma de decisiones
fundamentadas.
Otra clásica distinción es la establecida por Palumbo, para quien el policy
cicle, tal y como él lo denomina, consiste en un conjunto de tareas programadas o
inventario que el político social ha de llevar a término y que, básicamente, atrave-
saría por las siguientes etapas: (a) definición del problema, (b) diseño de la polí-
tica, (c) implantación del programa, (d) impacto del programa, y (e) finalización.
Como hemos podido ver la mayoría coinciden en las fases generales aun-
que cada propuesta presenta elementos específicos dentro de cada una de ellas. Es
el caso de la presentada por Sánchez Vidal, algo más explícita y detallada que las
anteriores. Para este autor el proceso de intervención social seguiría el siguiente
esquema (Sánchez Vidal):
1. Identificación y definición del problema. En esta primera etapa se define
el tema positivo que se pretende potenciar con la intervención, así como
el problema o problemas que deben ser resueltos. La elección del tema se
hará en base a su relevancia social para el colectivo implicado, y no tanto
para el investigador, con el fin de asegurar la implicación y participación
de dicho colectivo en la intervención.
2. Evaluación inicial. Se realizan básicamente dos tipos de análisis: la evalua-
ción de necesidades y el análisis de los recursos existentes en el contexto
social en el que se detectan dichas necesidades. Los recursos hacen refe-
rencia tanto a los recursos humanos como a los materiales con los que se
cuenta en la intervención.
3. Diseño y planificación del programa interventivo. En este momento se
pasa a la creación y desarrollo sistemático de un conjunto de acciones in-
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nos se requieren, y de qué manera será todo ello articulado para conseguir los
propósitos perseguidos. En este momento ya se estaría en disposición de perfilar
el programa como un conjunto organizado de acciones específicas que condu-
cen a la consecución de unos determinados objetivos que pretenden atender las
necesidades existentes de un grupo de población. También en este momento, el
planificador puede plantearse el diseño del programa de modo que permita la
evaluación de las acciones implantadas incrementando con ello la evaluabilidad
del mismo.
La implantación del programa supone poner en marcha las acciones, tal y
como fueron previstas, con los medios materiales y recursos humanos especifi-
cados, con la temporalización establecida y en las unidades o contextos delimi-
tados. La implementación, para Shadish y Reichardt, se refiere a los modos en
que el programa se está desarrollando en la práctica, de forma que su evaluación
requerirá determinar el grado en que se desarrolla según lo planificado así como
el nivel de alcance en la población destinataria (cobertura del programa). En este
momento, entre otros, es posible emitir juicios sobre la suficiencia del programa,
su adecuación, cobertura, etc., todo ello como resultado de la evaluación. Igual-
mente, es en este momento en el que se desarrolla la denominada evaluación
formativa, cuyo propósito es el perfeccionamiento y mejora del programa que
está en marcha.
Tras su implantación en un determinado contexto, se procederá a la eva-
luación sumativa del programa. En este caso, la evaluación ocupa un lugar en el
tiempo posterior a la implantación del programa y su propósito es dar cuenta de
los resultados provocados por el programa. El análisis de los resultados permitirá
nuevamente tomar decisiones para apoyar la continuidad o no del programa, su
modificación o eliminación. Los juicios sobre la eficacia, efectividad, eficiencia e
impacto del programa se tomarán en base a esos resultados, y se convierten en un
paso más dentro de un amplio conjunto de toma de decisiones políticas.
Aunque pareciera que el ciclo de intervención social es un proceso asép-
tico, que se aplica en todos los casos por igual, sistemáticamente siguiendo los
pasos mencionados, al margen del problema que se trate, esto no es así, ya que
toda la selección de los problemas, el análisis que se haga de estos, el estableci-
miento de objetivos y prioridades, están mucho más ligados a valores e ideolo-
gías dominantes que a la configuración propia del programa, su implantación y
evaluación. Dado que el proceso de planificación-intervención social se produce
en un contexto histórico, político, ideológico y científico específico, todos y cada
uno de los momentos de este ciclo de toma de decisiones, se verán impregnados
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III.
LA PSICOLOGÍA SOCIAL
AL SERVICIO DEL BIENESTAR
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tura de unos mínimos razonables (bienestar social) sino también la atención a las
necesidades por aspiración.
Cabe pues distinguir entre bienestar social y bienestar psicológico o subje-
tivo. El primero de los conceptos puede ser considerado más sociológico y debe
plasmarse en el bienestar del conjunto de personas que constituyen la sociedad,
es decir, en bienestar subjetivo. El segundo de los conceptos, el bienestar subje-
tivo, es una conceptualización nueva que incorpora términos tan clásicos como
los de felicidad o satisfacción con la vida. Sin embargo, esa felicidad a su vez
está mediada por condiciones puramente objetivas, al menos, como señalábamos
anteriormente, por unas condiciones de vida mínimamente aceptables.
El constructo de bienestar psicológico resulta, en términos de Blanco, Ro-
jas y de la Corte, especialmente escurridizo, ya que su definición está asociada en
cada individuo a motivos diferentes en los distintos momentos de su vida (lo que
en un determinado momento de nuestras vidas puede proporcionarnos bienestar,
por ejemplo una intensa actividad laboral, puede ser fuente de insatisfacción en
otro momento de nuestro ciclo vital, o puede serlo en cualquier periodo para otra
persona).
Sin embargo, la subjetividad que envuelve al término y la dificultad para
acotar su significado no implica que renunciemos a su análisis ni que lo apar-
temos del objeto de interés de la investigación aplicada. Así lo han entendido
muchos estudiosos del tema quienes han puesto su empeño en llegar a una clari-
ficación del concepto.
El estudio del bienestar subjetivo se ha relacionado con otros conceptos,
en algunos casos utilizados como indicadores del mismo, y en otras ocasiones de
forma análoga a este. Entre esos términos destacan el de satisfacción con la vida
y el de felicidad, que han conformado dos aproximaciones básicas (y, en cierta
medida, enfrentadas) en el estudio del bienestar subjetivo: la aproximación feli-
cidad y la aproximación satisfacción. Cada vez más se va asumiendo la idea de
que el bienestar subjetivo es un concepto multidimensional y debe ser estudiado
como tal. Ambas posturas estuvieron enfrentadas hasta que Campbell en 1976
alertado sobre la mínima varianza que estos dos factores explicaban, promovió la
superación de la controversia, sugiriendo la multidimensionalidad del concepto,
y la necesaria imbricación de ambas perspectivas: mientras que la aproximación
felicidad había sido capaz de detectar mejor los aspectos afectivos del bienestar,
es decir, tanto afectos positivos como negativos, la perspectiva de la satisfacción
había sido capaz de determinar y medir mejor los aspectos cognitivos, uno de los
estudiosos del tema que más ha contribuido a aclarar los aspectos teóricos del
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La psicología social al servicio del bienestar
concepto de bienestar, en una amplia revisión sobre el tema, apunta una serie de
variables que confluyen e inciden, de una u otra forma, en el bienestar subjetivo:
(a) variables psicosociales, como la satisfacción con la vida, el contacto social,
los acontecimientos vitales, la posibilidad para su control o la actividad social (en
cantidad y calidad), entre otras; (b) variables sociodemográficas clásicamente
consideradas, como la edad, el sexo, la raza o la religión y aspectos laborales; (c)
variables de personalidad, como la autoestima, la internalidad, la extroversión o
la sociabilidad; y (d) variables de salud, como la salud subjetiva o percibida, el
padecimiento de enfermedades crónicas, etc.
Sin embargo, la multiplicidad de factores que influyen en el bienestar sub-
jetivo, hacen que, y así lo señala el autor, el porcentaje de varianza explicado por
cada uno de ellos de forma aislada sea muy pequeño, lo que hace poco probable
explicar el bienestar sin considerar todas ellas conjuntamente.
Para Diener, el área del bienestar subjetivo tiene tres características dis-
tintivas que han orientado su estudio y que enmarcan las distintas definiciones
existentes. En primer lugar, es notable la ausencia de definiciones que consideren
los aspectos objetivos que pueden proporcionar bienestar; el bienestar reside en
la experiencia de cada individuo, por eso que se le denomine subjetivo. En segun-
do lugar, el bienestar no solo asume la ausencia de condiciones negativas, sino
también la existencia de aspectos positivos. En la actualidad ambos aspectos, los
positivos y los negativos, están contemplados, de una u otra forma, en la mayoría
de los modelos teóricos más recientes sobre el bienestar. Por último, una carac-
terística distintiva más hace referencia a las medidas existentes para examinar el
bienestar, que habitualmente incluyen una evaluación integral de la persona, en
todas las áreas de su vida.
Las definiciones existentes sobre bienestar subjetivo que se han enfocado
desde la satisfacción con la vida, establecen los criterios que definen una buena
vida a partir de la información proporcionada por los individuos, de forma que el
bienestar puede ser definido como el grado en que una persona evalúa la calidad
global de su vida en conjunto de forma positiva.
Una segunda orientación provee definiciones del bienestar que consideran
la preponderancia de afectos positivos sobre negativos; esta ventaja de afectos
positivos se explica porque las personas tienen, en un periodo determinado de su
vida, más emociones positivas que negativas (bienestar-estado), o bien porque la
persona está más predispuesta a dichas emociones (bienestar-rasgo).
Diener ha realizado una síntesis de las perspectivas teóricas más relevan-
tes en el estudio del bienestar, agrupándolas en las siguientes:
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... saber para intervenir, saber para prevenir, saber para cam-
biar aquellas condiciones de las que cabe la sospecha de que es-
tán entorpeciendo el camino para el logro de un elemental nivel de
bienestar físico, social y psicológico (Blanco, Rojas y De la Corte).
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Sin embargo, también han surgido voces críticas como las de Cohen y
Franco quienes consideran que las políticas sociales tradicionales adolecen de un
acceso segmentado, restringiéndose a segmentos concretos de la población que
suele coincidir con aquellos grupos con mayor capacidad reivindicativa. Además
el universalismo es aparente, pues el derecho a recibir prestaciones sociales es
también para aquéllos que no tienen necesidad de ello, con lo cual el principal
fundamento de la política social, su carácter redistributivo, se difumina. Otro de
los defectos de las políticas sociales tradicionales es la denominada regresividad,
o lo que es lo mismo, la tendencia en muchas ocasiones a favorecer, no preci-
samente a los más desfavorecidos, sino más bien, a los grupos de clase media.
Unido a ello, la inercia que adquieren las políticas sociales hace que muchas
de ellas se sigan manteniendo aún cuando los objetivos pretendidos no se estén
cumpliendo. Y por último, se apunta un defecto habitual en las políticas sociales
referido a que estas suelen estar definidas en muchos casos por la moda o corrien-
tes de opinión pasajeras.
La solución a los problemas planteados en las políticas sociales pasaría por
asumir los siguientes principios:
1. Practicar una política compensatoria, que focalice las prestaciones, evite
las filtraciones de recursos, maneje una concepción sintética de lo social,
establezca prioridades y recupere las grandes prioridades sociales: alimen-
tación, educación y salud.
2. Aumentar la eficiencia del gasto social y la eficacia en el logro de los ob-
jetivos de los programas financiados, para lo cual es imprescindible ayu-
darse de la evaluación, que posibilitará la elección de la alternativa más
adecuada.
3. Lograr que los servicios sean usados, a través de una redefinición de la
oferta (superando los obstáculos culturales, facilitando el acceso a las
prestaciones sociales, etc.) y una promoción de la demanda (suministran-
do información de los servicios existentes, reduciendo los costes para los
usuarios, etc.).
4. Avanzar en el conocimiento técnico, a través del diagnóstico adecuado de
la situación, de las necesidades existentes y de los recursos con los que el
país cuenta para dar respuesta a dichas necesidades, a través de la mejora
de los sistemas de información y a partir de la evaluación de los programas
sociales.
5. Construir una nueva institucionalidad, coordinando a las distintas institu-
ciones, estableciendo una autoridad o poder ejecutivo social, creando una
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IV.
HISTORIA DE LA EVALUACIÓN DE PROGRAMAS
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Historia de la evaluación de programas
el boom de los tests estandarizados para la medida del rendimiento escolar. Por
su parte, Abraham Flexner, ya en el siglo XX, llevó a cabo la primera evaluación
de la acreditación (valoración por parte de expertos externos) que se conoce en
la historia; se trató de la evaluación de algunas escuelas de medicina, así como
la evaluación del programa Gary School, encontrando en ambos casos resultados
altamente desalentadores.
Desde estos momentos el diseño y uso de los tests estandarizados y los
avances estadísticos, caracterizaron la investigación educativa durante décadas.
La proliferación de tests escolares hizo que los evaluadores asumieran el papel de
meros tecnócratas, cuya valía dependía del número de tests que conocieran y que
fueran capaces de aplicar a cada situación en concreto. Es este el motivo por el
que este periodo ha sido denominado por algunos como la generación de la me-
dida (o, en términos de Guba y Lincoln-, la evaluación de primera generación).
Es también en estos momentos cuando en Francia, el Ministerio Nacional
de Educación, encargó a Alfred Binet la creación de un test para detectar a los
alumnos con dificultades de aprendizaje, dando como resultado la creación del
test de inteligencia. A partir de dicho instrumento, Binet introdujo el concepto de
edad mental y el cociente de inteligencia. En 1916, este sistema de evaluación fue
adaptado por Terman a la población de niños norteamericanos, recibiendo en este
caso el nombre de Test de Stanford-Binet. La fiebre por los tests se había desatado
ya en USA, se establecieron numerosas oficinas de investigación, encargadas de
dirigir encuestas anuales y de supervisar la aplicación de los tests.
Pero además, los tests mentales sufrieron un nuevo empuje con la llegada
de la Primera Guerra Mundial; el alto mando militar pidió apoyo a la Asociación
Americana de Psicología (APA) para el diseño de un instrumento de selección
del personal que entraría a formar parte del ejército norteamericano. Así nació el
Army Alpha, aplicado a más de dos millones de personas, test desarrollado para
aquéllos que sabían leer, y el Army Beta, para los analfabetos.
Es este el contexto en el que se enmarca el trabajo desarrollado por Tyler,
considerado por algunos como el padre de la evaluación educativa (ver por ejem-
plo, Guba y Lincoln). A Tyler se le encomendó la evaluación del programa educa-
tivo, llamado Eight-Year Study, con el fin de observar y analizar la eficacia de los
currícula y las estrategias didácticas alternativas. Este proyecto permitió a Tyler
orientar la evaluación hacia el estudio de la consecución de los objetivos plani-
ficados, comparándolos con los resultados. El punto central de la metodología
utilizada no solo es la clarificación del rendimiento alcanzado, sino también, una
mejor definición de los objetivos de la institución y del contexto de manera nítida
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Junto a este deseo e interés por evaluar los programas educativos en ese
momento en vigor, se empiezan a alzar otras voces exigiendo la necesidad de po-
ner en marcha otras evaluaciones de programas dirigidos a intentar paliar o redu-
cir la delincuencia juvenil, a la vez que se introduce este proceso en los diversos
programas de carácter federal que giran en torno al empleo.
Todos los intentos llevados a cabo para poner freno y trabas al fraude en
la gestión financiera de los programas, no hicieron más que aumentar la atención
hacia la utilidad de las acciones realizadas en el proceso de intervención social.
Por tanto, la figura del evaluador cobra más peso y relevancia pasando a tener un
papel no solo de científico o experto en los programas a desarrollar, sino también
como profesional en la gestión y control del gasto público aportado para la puesta
en escena de los programas de acción social.
Como se puede observar, la evolución y posterior desarrollo de la evalua-
ción de programas va irreversiblemente unido a los acontecimientos políticos y
sociales de la época, junto con la necesidad de tomar decisiones que afectan de
forma directa a dichos acontecimientos. Es por esto, por lo que la legitimidad y
reconocimiento social del profesional de la evaluación no depende totalmente del
propio trabajo teórico o metodológico, sino igualmente del papel social que le ha
tocado desempeñar.
Un hecho que hay que destacar y que no se puede pasar por alto es la fal-
ta de una formación académica claramente formal, ya sea en el sector público
como en el privado, produciéndose una falta de profesionales verdaderamente
competentes a tenor de las necesidades evaluativas demandadas por las agen-
cias estatales. Dependiendo de la disciplina científica de la que proceden los pro-
fesionales implicados en el proceso, algunas cuestiones planteadas podían ser
resueltas, pero la necesidad de dar respuesta a las evaluaciones de una forma
global e integral hacía insuficientes tales aportaciones. Como consecuencia de
esta situación, se produce una mayor demanda en la formación evaluativa con el
consiguiente crecimiento de graduados y especialistas procedentes de las insti-
tuciones educativas en materia social. De esta manera, la evaluación se empezó
a reconocer como una profesión dependiente de los eventos sociales, dirigida a
solucionar la problemática resultante y dar respuesta a los gestores públicos a la
hora de tomar decisiones. Este resurgimiento y revitalización discurre al unísono
con avances teóricos y metodológicos en la disciplina. Empiezan a surgir impor-
tantes modelos en evaluación, con la intención de dar respuesta y satisfacer las
demandas anteriormente citadas. Entre los modelos formulados destacan, además
del planteamiento tyleriano (Metfessel y Michael; Provus), el modelo de Scriven,
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dos satisfactorios. Más bien todo lo contrario. Prueba de este tipo de resultados
negativos expuestos por los propios evaluadores fueron la evaluación del Título
I de Glass y cols., las evaluaciones del Sésame Street de Ball y Bogartz, o la
evaluación realizada por Guba sobre el Título III del Elementary and Secondary
Educational Act. Además, al igual que sucedió en el desarrollo de la Psicología
social, la crisis vino motivada por la falta de relevancia y utilidad de la investi-
gación evaluativa. No solo los programas provocan pocos o ningún efecto, sino
que la evaluación se centró en atender cuestiones tan banales como qué programa
provocaba mejores resultados, criticando programas con un empeño excesivo en
el perfeccionamiento, pero sin atender realmente lo fundamental; a saber, si los
programas daban respuesta a las necesidades planteadas por la sociedad y si la
evaluación era capaz de ayudar al avance del conocimiento científico y la solu-
ción de los problemas sociales.
Los evaluadores creyeron ingenuamente que los resultados de sus evalua-
ciones serían utilizados por los responsables de la política social en la toma de
decisiones conducentes a la solución de los problemas sociales. Lo cierto es que
la realidad fue muy distinta, de forma que siguieron manteniéndose programas
que habían demostrado claramente su incapacidad para provocar resultados ópti-
mos, o se extinguieron otros que habían conseguido altos niveles de eficacia en la
consecución de sus fines. Estaba claro que la relevancia social de los problemas
a tratar no era el elemento clave para el diseño e implantación de un determinado
programa, y la utilidad de los resultados tampoco era el factor justificador de la
permanencia o no de una intervención. A este respecto, no hace mucho tiempo,
Cook comentaba:
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V.
CONCEPTO Y PRÁCTICA DE LA EVALUACIÓN
DE PROGRAMAS
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Concepto y práctica de la evaluación de programas
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Una tercera categoría engloba definiciones que abogan por una evaluación
cuyo fin último es el aportar información al mundo político (o a los gestores de
los programas) para la toma de decisiones pertinentes, independientemente de los
métodos usados para acumular tal información. Una definición clásica dentro de
esta categoría sería la aportada por Alkin:
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Concepto y práctica de la evaluación de programas
diversidad no puede hacernos perder el rumbo, sino más bien conducirnos a asen-
tarnos en una posición clara con respecto a lo que entendemos por evaluación. No
podemos olvidar que la evaluación de programas forma parte del ciclo de toma
de decisiones que toda planificación social trae consigo. A través de este ciclo,
se pretende la resolución de problemas que acontecen en una realidad social y
política concreta, y que inciden sobre el bienestar de los habitantes de un deter-
minado contexto. La evaluación permitirá juzgar si son esas actividades sociales
que configuran la intervención son útiles o no, deben ser o no modificadas, y, en
último término, si consiguen y de qué manera la meta final: la promoción del
bienestar y el aumento de la calidad de vida en aquella población destinataria de
los programas de intervención social.
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una vez concluido este; de entre los resultados hallados es posible analizar
el grado en que se alcanzan los objetivos previstos (eficacia del programa),
la relación entre los beneficios obtenidos por el programa y los costes que
ello ha supuesto (eficiencia de la intervención), y otros efectos provoca-
dos por el programa, tanto deseados como no deseados, sin que fueran
planificados previamente (efectividad del programa). Se trata, por tanto,
del análisis de todo tipo de resultados. La evaluación sumativa valora los
resultados o la efectividad del programa, comprendiendo actividades de
análisis de datos fundamentalmente. Con base en la información prove-
niente de la evaluación de resultados, los responsables pueden tomar deci-
siones adecuadas sobre la continuación, generalización a otros contextos,
inclusión de cambios o eliminación del programa. Una vez que los resul-
tados han sido analizados, en una fase posterior será preciso determinar si
los efectos producidos por el programa y la evaluación del mismo tienen
consecuencias a más largo plazo, y no solo sobre la población destinataria
de la intervención, sino también sobre la población general y el contexto
donde se desarrolló el programa; a esta actividad evaluativa se la denomina
evaluación del impacto del programa.
Las actividades evaluativas expuestas no son más que una muestra de la
amplia variedad de tareas que implica todo proceso de evaluación; evidentemen-
te, con ellas no se agotan todas las posibilidades existentes, ya que la variedad
terminológica es abrumadora. Para completar este listado, puede consultarse la
propuesta de Patton.
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implica una evaluación, los usos que podrán hacer de los resultados, e incluso
para eliminar prejuicios muy arraigados sobre los propósitos de la evaluación.
Para desarrollar estos roles, el evaluador debe estar altamente cualificado
y poseer una serie de competencias o habilidades técnicas, estrategias de comu-
nicación y de relaciones interpersonales que le ayudarán a conducir la evaluación
de forma adecuada. En cualquier caso, sean cuales sean los roles asumidos (sin
incluir, claro está el de pseudoevaluador), lo importante es que la evaluación
cumpla con los criterios de calidad de cualquier investigación social aplicada.
Para ello se han desarrollado una serie de estándares o normas de calidad de las
evaluaciones, de las cuales las más representativas han sido las propuestas por el
Joint Committee on Standars (JCS) y que se concretan en cuatro áreas: normas
de utilidad, de viabilidad, de precisión y de honradez. Por su parte, más recien-
temente, la Asociación Americana de Evaluación (AEA) ha ratificado en el año
2004 una serie de principios, ya formulados diez años antes, que deben guiar la
práctica evaluativa; estos son: (1) la evaluación debe implicar un proceso de eva-
luación sistemática; (2) los evaluadores deben tener competencias, habilidades y
destrezas para llevar a cabo la evaluación; (3) los evaluadores deben garantizar
que el proceso de evaluación se lleve a cabo con integridad y honestamente; (4)
los evaluadores deben respetar a todas las personas participantes de una u otra
forma en el programa y/o en su evaluación; y (5) los evaluadores deben perseguir
el bienestar de todos los implicados en el programa.
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VI.
GUÍA PRÁCTICA PARA LA EVALUACIÓN
DE PROGRAMAS DE SALUD
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Guía práctica para la evaluación de programas de salud
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Guía práctica para la evaluación de programas de salud
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Por este motivo, el intento de solución pasa por un análisis exhaustivo y minucio-
so del problema que se desea resolver y de los posibles programas alternativos.
Una vez establecidas cuáles son las mejores acciones a implantar, el pla-
nificador procede al diseño del programa, especificando pormenorizadamente
qué acciones se dispensarán, qué medios materiales, infraestructura y medios
humanos se requieren, y de qué manera será articulado todo para conseguir los
propósitos perseguidos. En este momento ya se estaría en disposición de perfilar
el programa como un conjunto organizado de acciones específicas que condu-
cen a la consecución de unos determinados objetivos que pretenden atender las
necesidades existentes de un grupo de población. También en este momento, el
planificador puede plantearse el diseño del programa de modo que permita la
evaluación de las acciones implantadas incrementando con ello la evaluabilidad
del programa.
La implantación del programa supone poner en marcha las acciones, tal y
como fueron previstas, con los medios materiales y recursos humanos especifica-
dos, con la temporalización establecida y en unas unidades y contextos determi-
nados. La implementación del programa se refiere a la forma en que el programa
se está desarrollando en la realidad, de forma que su evaluación puede permitir-
nos efectuar una serie de juicios acerca de su cobertura o alcance en la población
destinataria, adecuación a lo planificado, suficiencia de recursos, eficiencia par-
cial (o intermedia, ya que una vez finalizado el programa podrán emitirse nue-
vamente juicios de eficiencia en base a los resultados finales) y eficacia parcial
(cumplimiento de objetivos intermedios). Este es el momento de llevar a cabo la
evaluación formativa o de proceso, es decir, aquélla llevada a cabo durante la im-
plantación del programa con el propósito de ir mejorándolo y perfeccionándolo
sobre la marcha.
Tras su implantación en un determinado contexto, se procederá a la eva-
luación sumativa del programa, es decir, un tipo de evaluación que se lleva a
cabo una vez concluida la intervención y cuyo propósito último es enjuiciar el
programa cumpliendo con la responsabilidad de dar cuenta de los resultados ha-
llados. El análisis de los resultados permitirá nuevamente tomar decisiones para
apoyar la continuidad o no del programa, su modificación o eliminación. Es en
este momento en el que es posible, a la vista de los resultados finales, emitir
juicios acerca de la eficacia (grado de cumplimiento de los objetivos del progra-
ma, tal y cómo fueron planificados), efectividad (otros efectos provocados por el
programa, tanto positivos como negativos, no incluidos en los objetivos iniciales
de la intervención) e impacto (efectos del programa sobre el contexto y sobre
población no destinataria de la intervención) del programa.
124
Guía práctica para la evaluación de programas de salud
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Intervención psicosocial y evaluación de programas en el ámbito de la salud
Esta primera reunión con los implicados es clave para establecer un clima
de confianza que facilite la posterior recogida de información; igualmente, con-
vendría que los evaluadores hicieran ver a todos los implicados las ventajas de la
evaluación para su propio trabajo, eliminando ideas irracionales preconcebidas
que ligan la evaluación con cierta forma de control.
EVALUACIÓN DE LA Necesidades
PLANIFICACIÓN • Problema al que se dirige el programa: teoría causal
(antecedentes y consecuentes)
• Alcance, magnitud y volumen del problema
• Análisis de las necesidades de la población afectada por
el problema.
• Priorización de las necesidades
• Análisis de recursos existentes para dar cobertura a las
necesidades detectadas
• Juicio de pertinencia del programa
Objetivos
• Identificación de las metas del programa
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Guía práctica para la evaluación de programas de salud
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Guía práctica para la evaluación de programas de salud
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Guía práctica para la evaluación de programas de salud
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• Jerarquizados.
• Realistas (alcanzables).
• No incompatibles entre sí.
• Temporalizados.
• Precisos.
Así, tomando de ejemplo nuestro programa de adherencia, la primera labor
del evaluador iría encaminada a identificar claramente la meta del programa (ej.:
incrementar la adherencia al tratamiento en pacientes crónicos), sus objetivos
generales (ej.: erradicar creencias erróneas sobre la enfermedad y sobre el trata-
miento o proveer al paciente de determinadas estrategias encaminadas a favore-
cer la relación con el profesional de la salud –ver todos ellos en el apartado 6.1
de este mismo capítulo-) y los objetivos específicos perseguidos con las distintas
acciones y módulos de intervención.
Por ejemplo, si nos centramos en el último de los módulos en que se divide
el programa, el referido a la comunicación entre el profesional de la salud y el pa-
ciente, podemos apreciar que se dirige a facilitar una mejor relación entre ambos
implicados. Para cumplir con este propósito, se persiguen una serie de objetivos
específicos recogidos en el programa y que podemos detallar en:
1. Incrementar la asertividad de los pacientes participantes en el programa
(expresión directa de los propios sentimientos, necesidades, derechos legí-
timos u opiniones sin violar los derechos de los demás).
2. Mejorar las habilidades de comunicación verbal de los pacientes (formu-
lar preguntas, reclamar más información, hacer peticiones, etc.).
3. Mejorar las habilidades de comunicación no verbal (tono, volumen de
voz, postura, contacto ocular, etc.).
4. Incrementar y mejorar las habilidades sociales de los enfermos crónicos
participantes en el programa: fomentar su papel activo en el proceso de sa-
lud, rol de paciente como colaborador en la elección del tratamiento, etc.
Una vez examinados cada uno de los objetivos y comprobado que cumplen
los requisitos exigibles antes señalados, la siguiente tarea del evaluador consistirá
en analizar si estos se corresponden con las necesidades previamente detectadas.
De no ser así, nuevamente el evaluador deberá redefinir los objetivos para que
su futura consecución nos garantice que las necesidades identificadas en la fase
anterior han sido cubiertas.
Siguiendo con nuestro ejemplo, la investigación previa sobre adherencia
ha venido demostrando que una adecuada relación entre el profesional de la salud
y el paciente facilita significativamente el cumplimiento de las recomendaciones
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médicas por parte de este último; dos aspectos fundamentales que intervienen en
dicha relación son el estilo de interacción que adopten los pacientes ante el pro-
fesional, y la comunicación que se establece entre ellos; las relaciones más efica-
ces están caracterizadas por un clima en el que los tratamientos son negociados
entre ambas partes, se exploran conjuntamente las distintas alternativas terapéu-
ticas, se planifica el seguimiento terapéutico, y se discuten las ventajas e inconve-
nientes de la adherencia.
Cuadro 6.2. Relación entre las necesidades y los objetivos del programa
NECESIDADES OBJETIVOS
Los resultados de las investigaciones previas (junto con otros métodos an-
tes señalados) nos ayudan a definir el problema, las variables asociadas, y la
magnitud y alcance del mismo.
Como ya se ha señalado, al margen de los estudios precedentes, la identi-
ficación de las necesidades se llevó a cabo también mediante una entrevista rea-
lizada por los planificadores del programa en el colectivo de pacientes crónicos.
Esto ayudó a formular los objetivos del programa de acuerdo a dichas necesida-
des, tal y como se refleja en el cuadro 6.2.
C) Pre-evaluación
La fase de pre-evaluación es fundamental en el proceso de planificación,
ya que es el momento en el que se decide qué acciones y, en general, qué inter-
venciones o programas son los más idóneos para resolver los problemas previa-
mente identificados. Para ello, aparte de una definición explícita del problema y
de la mejor manera de solventarlo, es preciso recurrir a la revisión de programas
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lizada en las estrategias de intervención. Todo ello nos permitirá emitir un juicio,
al menos teóricamente, acerca de la suficiencia y adecuación del programa para
alcanzar los fines previstos.
El cuadro 6.3 muestra a modo de ejemplo un cuadro resumen en el que se
recogen la estrategia de intervención y las variables que conforman uno de los
módulos del programa de adherencia al que nos venimos refiriendo (por moti-
vos de espacio no se incluyen todos los módulos que integran el programa; para
una revisión completa recomendamos al lector acudir a la fuente original: Pozo,
Alonso Morillejo y Hernández).
Siguiendo con el ejemplo, por último, en el cuadro 6.4 se recogen las acti-
vidades propias del último de los módulos de intervención al que nos referimos
también en apartados anteriores; en el mismo cuadro se detallan, además de las
acciones, las sesiones en las que se distribuyen y los factores o variables que se
pretenden modificar con el programa.
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programa de los usuarios y allegados, aumento del nivel de confianza hacia los
profesionales sanitarios, mejora general de la calidad de vida de estos pacientes,
la generalización de técnicas aprendidas y su aplicación a otros problemas distin-
tos del que interviene el programa, etc.
Por último, la eficiencia vendría dada por el análisis exhaustivo de los be-
neficios provocados por el programa y su relación con los costes que su desarrollo
ha supuesto. Un programa de estas características trae consigo una serie de costes
muy importantes sobre todo en lo relativo al tiempo y recursos invertidos. Por
ese motivo, en el diseño del programa se planteó que el número de sesiones no
debiera ser excesivo para que no supusiese una barrera para los usuarios y no se
produjese el abandono de las sesiones de intervención. Evidentemente, los bene-
ficios de un programa de estas características pueden ser tan importantes, no solo
para los propios afectados sino también para sus familias y el sistema sanitario en
general, que los costes a los que nos referíamos no son excesivos si se alcanzan
los objetivos propuestos.
Para llegar a emitir juicios de valor sobre la eficacia, efectividad, eficiencia
e impacto del programa, y concluir sobre los resultados finales de la evaluación es
fundamental tener un especial cuidado en cómo registrar y editar los datos, cómo
los codificaremos, cómo los tabularemos y cómo los analizaremos. Deberemos
tener en cuenta que los datos habrán de ser convertidos en resultados y los resul-
tados habrán de ser debidamente explicitados en el informe final, dando respuesta
a las cuestiones formuladas por quienes han solicitado la evaluación.
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ciso conocer claramente qué es lo que estas necesitan, qué utilidad le van a dar
a los resultados que les proporcionemos y cuáles son los conocimientos básicos
sobre evaluación de los que disponen para adaptar la información a un lenguaje
comprensible. Por otro lado, el informe escrito debe ser claro y breve, recogiendo
únicamente lo sustancial, y resaltando la información más relevante.
Los apartados del informe deben corresponderse con las distintas fases del
proceso de evaluación que se han descrito en páginas anteriores. Tomando de
base la propuesta de Fernández-Ballesteros la estructura del informe final debe
recoger, al menos, los siguientes apartados:
A) PORTADA
-- Nombre del programa.
-- Nombre de los integrantes del equipo de evaluación.
-- Responsables a los que se dirige.
-- Fecha de la evaluación.
B) RESUMEN
-- Propósitos de la evaluación.
-- Resumen del programa de intervención evaluado.
-- Hallazgos más significativos.
-- Recomendaciones para los responsables.
C) SÍNTESIS DE LA EVALUACIÓN
1. Fase de planificación
-- Descripción del problema que dio origen al programa. Población afec-
tada. Descripción de las necesidades de la población.
-- Definición de los objetivos del programa.
-- Evaluabilidad: Barreras encontradas en la evaluación del programa.
2. Fase de diseño del programa y su implantación:
-- Descripción del programa de manera pormenorizada: acciones, tiem-
pos, recursos humanos y materiales.
-- Teoría causal del programa: variables independientes e intervinientes.
-- Usuarios del programa: características básicas.
-- Contexto de implantación del programa.
-- Indicadores de medida de ejecución del programa y otros sistemas de
recogida de información existentes.
-- Nivel de implantación del programa y nivel de cobertura del mismo.
-- Resultados más significativos de la evaluación de proceso o formativa.
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