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Capítulo III

La crítica estructuralista a Europa y a la modernidad


Susana Murillo

La ambivalencia del sentido de hombre, humanismo e historia tras la Segunda


Guerra Mundial

Luego de la Segunda Guerra Mundial los conceptos de hombre y humanismo se


tornaron profundamente ambivalentes. Ello ocurrió en relación con diversos procesos
históricos. Veamos entonces algunos de los diferentes sentidos que cobran estos
conceptos.

El humanismo liberal de la persona

El período de tres décadas que va desde 1945 hasta mediados de los setenta constituye a
nivel mundial una etapa particular para la economía capitalista. La complementación
entre taylorismo y fordismo, en tanto formas predominantes de organización del trabajo,
con la teoría económica keynesiana y las políticas welfaristas constituyeron un nuevo
modo de “dar respuesta” a la cuestión social, conformaron en ese sentido una nueva
estrategia de gobierno de la fuerza de trabajo y de administración de la contraposición
entre trabajo y capital. Estas tecnologías de gobierno de los sujetos y las poblaciones
supusieron la construcción de fuertes anclajes identitarios en la familia y en el empleo
asalariado, así como la posibilidad de construcción de cuerpos y proyectos colectivos.
En la posguerra se produce un marcado crecimiento demográfico impulsado por el
mejoramiento de las condiciones de vida y el desarrollo de avances médicos. Entre 1950
y 1975, la población mundial creció de 2.500 millones a 4.000 millones, a la vez que se
produce un aumento considerable de la expectativa de vida y un descenso de la
mortalidad. Aumenta además la población urbana, tanto por el proceso de tecnificación
del campo como por las mayores posibilidades educativas, sanitarias y laborales
presentes en las ciudades. Mientras que la población total de América Latina aumentó
de 200 millones de habitantes en 1950 a 350 millones en 1975, la media de la población
urbana lo hizo de 41% a 65% en el mismo período.
Este crecimiento poblacional generó interrogantes a los grupos dominantes en el
mundo, particularmente en lo referente a la distribución de recursos y al gobierno de los
sujetos y las poblaciones. Se expande, en esa clave, la educación media y superior y la
participación femenina en áreas educativas y en el mercado de trabajo. Crece la
proporción de trabajadores asalariados en el conjunto de la población económicamente
activa y, por ende, el consumo. Los medios de comunicación de masas, que habían
comenzado a imponerse ya en la década del treinta, se consolidan como tecnologías de
gobierno de las poblaciones a través de la construcción de ideales subjetivos basados en
el modelo de vida impulsado desde el cine o la televisión.
Tales transformaciones sociales estuvieron vinculadas con lo que se llamó el Estado de
Bienestar, concepto que hace referencia a la estructura estatal que se presenta como
garante de un conjunto de servicios sociales para toda la población, independientemente
de la órbita del mercado. Esta posibilidad de regular, a través de diversas tecnologías de
gobierno, la vida de las poblaciones estaba facilitada y financiada en un contexto de
pleno empleo y políticas identificadas como keynesianas. Este proceso ubicó al Estado

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como un mediador entre los sindicatos por oficios y las empresas. Requirió elevar el
nivel educativo de toda la población, del mismo modo que sus niveles sanitarios.
Permitió también el auge del consumo, de modo que la técnica profundizó su
introducción en la vida cotidiana constituyéndose en un modo de sostener el circuito del
capital, pero también conformándose en un complejo dispositivo de gobierno de sujetos
y poblaciones.
En este marco, el Estado se constituyó en agente y productor de la cohesión social,
ampliando la esfera de la ciudadanía con un modelo basado en políticas de carácter
universalistas, en las que se promueve la alianza entre sectores de la burguesía industrial
y sindicatos de trabajadores. Esta coalición de clases y fracciones de clases favoreció el
proteccionismo que apuntalaba las medidas antes indicadas y logró contener la
“cuestión social” a través de la integración.
El llamado Estado de Bienestar construyó una igualdad que aparece en el imaginario
como contenedora de las diferencias. El trabajo asalariado se volvió central en la
construcción de los sujetos individuales y sus agrupaciones colectivas, en tanto la
inserción en el ámbito laboral supone la obtención de los derechos sociales, de la
estabilidad y de la posibilidad de ascenso social. La identidad individual estuvo signada
por la dignidad construida en torno de la inserción en el continuo familia-trabajo-
propiedad-educación-recreación. La vida transcurría entonces como una “carrera”,
cuyos momentos tenían diversos grados de previsibilidad, incluso la muerte. La
dignidad, sostenida en la ciudadanía social, se otorgaba a todos aquellos que aceptaran
la disciplina del trabajo y la moral como aglutinantes del cuerpo social. La integración
por el trabajo se consolida en la educación y en la recreación que facilitan espacios de
encuentro y ampliación de lazos en los diversos espacios de aprendizaje y ocio. En este
punto, la acción de los sindicatos, legitimada por el Estado, fue central. La idea de
“pueblo” (concepto que supone conciliación de clases) cobra relevancia en ese contexto.
Ciertamente, la figura de Estado de Bienestar es una categoría discutida en el ámbito de
las ciencias sociales. Las críticas a su utilización sugieren que este concepto no capta las
peculiaridades de Nuestra América, comparando sistemas de seguridad social muy
dispares e igualándolos a sus pares europeos. Pero más allá de las divergencias, la
centralidad del Estado en su papel de cohesionador social y la inclusión creciente de la
población en el universo de la ciudadanía supuso una profundización de las tecnologías
tanto disciplinarias como biopolíticas. En ese sentido, el hombre adquirió un lugar
central, pero también ambivalente. Por una parte, el concepto de humanismo y el de
hombre supone ser sujeto de derechos y deberes universales y por ende de
disciplinamiento y punición en caso de desvío de la ley. Por otro, supone líneas de
normalidad y anormalidad que establecen modos de inserción social o de la necesidad
de resocialización. En estas claves, el humanismo era heredero de la tradición liberal, tal
como fue descripta en el capítulo anterior. Lo llamo “humanismo liberal de la persona”,
porque como había señalado Hegel en su Filosofía del Derecho, el núcleo del Derecho
burgués es: “sé persona y respeta a los demás como persona”, pero ser persona, según el
filósofo alemán, supone en este Derecho, tener propiedad.
No obstante, el acceso masivo a la educación y al trabajo que gestionaba la vida generó
cuerpos colectivos resistentes que cuestionaron de diversos modos, en las décadas del
cincuenta y sesenta, el orden establecido. El concepto de ley y moral universal,
subyacentes al concepto de “hombre” inscripto en las diversas modalidades de la
ciudadanía social instaurada tras la Segunda Guerra, habían tenido efectos que iban más
allá de lo esperado. Los dispositivos disciplinarios no fueron sólo el lugar de
reproducción de relaciones de dominación, sino un efectivo campo de luchas y de
construcción de nuevas prácticas sociales. Los cuerpos colectivos formados en ellos

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construyeron obediencia pero también rebeldía. La ficción simbólica de una ley
trascendente e igual para todos, que nunca eclipsó completamente el espectro de la
dominación, posibilitó que sujetos individuales y colectivos, formados en esa matriz,
impugnaran lo real del antagonismo que nunca cesó de insistir en el orden social
capitalista. Las disciplinas no mostraron ser completamente funcionales a la
dominación. Ello ocurría en medio de un complejo entramado de fuerzas que incluían el
conflicto entre la URSS y el mundo capitalista, así como las controversias entre los países
centrales y los pertenecientes al Tercer Mundo.
De ese modo, entre los años cincuenta y sesenta, la cuestión social adquirió una nueva
dimensión: los remedios pensados para suturarla habían creado resistencias también
nuevas, en las cuales era clara la conciencia del abismo entre los derechos proclamados
y la realidad efectiva. El acceso a los derechos sociales no clausuraba el problema, sino
que lo agudizaba. La retirada de Vietnam y la rendición de los estadounidenses fue un
hito que tuvo impactos sistémicos: era la primera vez que una potencia garante del
capitalismo a nivel mundial sufría una derrota que impactaba el orden desde su interior
Ese contexto histórico vio también emerger diversos movimientos de liberación de
países del llamado “Tercer Mundo”, entre ellos la Revolución Cubana jugó un papel
central. Al mismo tiempo, la alianza de los países llamados “subdesarrollados”, pero
poseedores de recursos estratégicos, como energía y materias primas, fue vista con
preocupación por los líderes de los llamados “países industrializados”.
En ese contexto, el concepto de “hombre” fue cuestionado por quienes se rebelaban
contra el orden, pues él expresaba los conceptos en cuyo nombre se oprimía. Pero
paulatinamente también comenzaría a ser cuestionado por los Estados poderosos de la
tierra que vieron en el universalismo de los derechos la raíz del resurgimiento de la
cuestión social.

El humanismo cristiano de la persona

Pero no sólo el humanismo liberal era discutido en las décadas de 1950 y 1960. La
interpretación del cristianismo en clave humanista se desarrolla entre la segunda mitad
del siglo XIX y la primera del XX. El proceso tendió a la revisión de las doctrinas
cristianas a fin de adaptarlas al mundo moderno; un mundo con respecto al cual la
Iglesia católica había adoptado, durante siglos, a partir de la Contrarreforma, una
posición de neto rechazo. A partir del Renacimiento, la autoridad espiritual de la Iglesia,
fue declinando cada vez más: la cultura del humanismo había invertido la imagen que el
cristianismo medieval había construido del hombre, la naturaleza y la historia; ello fue
reforzado por la Reforma protestante, las filosofías racionalistas, y desde el siglo XIX
por las ideologías liberales y socialistas. En el siglo XX la Iglesia se vio obligada a
abandonar progresivamente la visión del mundo que había heredado del Medioevo. En
el intento de acercamiento de la Iglesia al mundo moderno y en particular a los
trabajadores, la encíclica Rerum Novarum de León XIII de 1891 construyó una doctrina
social que se contraponía a ciertos modos del liberalismo y al socialismo en cualquiera
de sus facetas. En polémica con este último, se reafirmaba el derecho a la propiedad
privada, pero atenuándolo con un llamado a la solidaridad entre clases en pos del bien
común y a la responsabilidad recíproca entre individuo y comunidad. Contra el
liberalismo, invitaba al Estado y a las clases más fuertes a ayudar a los grupos sociales
más débiles. Después de la Primera Guerra Mundial, en el clima de desilusión general
frente a las ideas de progreso, la Iglesia profundizó su incidencia en los procesos

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sociales. Y lo hizo tanto en el plano político –autorizando la formación de partidos de
masas de inspiración cristiana– como en el doctrinario –proponiéndose como portadora
de una visión, una fe y una moral capaces de dar respuesta a las necesidades más
profundas del hombre de esta época–. Es, en este marco, que se encuadra el humanismo
cristiano, del que puede considerarse al francés Jacques Maritain como iniciador. Este
sostuvo que el humanismo renacentista era la raíz de los problemas que atravesaba la
sociedad, dificultades de las que el nazismo y el estalinismo eran la expresión más
degradada. Con Maritain, la invención de la modernidad como modo de ocultar las
desigualdades adquiere un nuevo rostro: ella, y no la explotación de los trabajadores,
sería la responsable del desgarramiento humano. En su libro Humanismo integral,
examinó los desarrollos del pensamiento llamado “moderno” desde la crisis del
cristianismo medieval hasta llegar al individualismo liberal del siglo XIX y a los
denominados totalitarismos del siglo XX. Todo lo cual conformaría una línea secuencial
de pensamiento y prácticas. Estos puntos de llegada fueron presentados como un efecto
del humanismo antropocéntrico, desarrollado a partir del Renacimiento. El hombre
moderno que surge en el Renacimiento llevaría sobre sí el pecado de soberbia, pues
prescindió de Dios, colocó en su lugar a la razón y construyó un saber científico de la
naturaleza que terminó destrozando al hombre mismo. En efecto, Darwin y Freud,
según Maritain, asestaron los golpes mortales a la visión optimista y progresista del
humanismo antropocéntrico. “Acheronta movebo”, moveré el infierno, había dicho
Freud, no obstante, afirma Maritain, con él la soberbia de la razón se hunde en la
ciénaga de los instintos. El proceso habría sido complementario de Hegel y Marx en
cuyos escritos radicaría el núcleo de los totalitarismos del siglo XX. Contra ese
humanismo antropocéntrico, Maritain sostiene el humanismo cristiano, integral y
teocéntrico que encuentra en Dios el núcleo de lo humano y asume a este como pecador
redimido por el concepto cristiano de gracia y libertad. El hombre no es pura naturaleza
ni pura razón: su esencia se define como persona en la relación con Dios y con su
gracia. La persona encuentra en sí y en su amor a Dios a su prójimo, respecto de quien
tiene la obligación de la caridad, y caridad es amor. Maritain distingue en la persona
humana dos tipos de aspiraciones, las connaturales y las transnaturales. Las primeras
deben ser colmadas, pero la realización de las mismas no lo deja completamente
satisfecho porque existen en él también las aspiraciones transnaturales que lo impulsan
al mundo de lo trascendente y que sólo pueden ser satisfechas por la gracia divina. Este
humanismo teocéntrico tiene la tarea de reconstruir una “nueva cristiandad” que sepa
reconducir la sociedad. Pero esta renovada civilización cristiana deberá evitar repetir los
errores del Medioevo, y deberá preocuparse por integrar las actividades profanas con el
aspecto espiritual de la existencia. La interpretación cristiana que Maritain dio del
humanismo fue acogida en forma entusiasta en algunos sectores de la Iglesia y entre
varios grupos laicos. Su propuesta tuvo influencia sobre jóvenes intelectuales de la
Acción francesa y en algunos grupos norteamericanos, dado que el autor se refugió en
Estados Unidos donde estaba enseñando en el momento en que se desató la Segunda
Guerra. Entre 1945 y 1948 fue embajador de Francia en el Vaticano. En 1947 presidió
la delegación francesa en la Segunda Asamblea General de la UNESCO (México). Inspiró
numerosos movimientos católicos comprometidos con la acción social y la vida política,
por lo que resultó ser un arma ideológica eficaz sobre todo contra el marxismo. Así, el
período de posguerra contempló, en muchos casos, las luchas entre cristianos y
marxistas; y, en otros, las alianzas, en un complejo proceso aún no dilucidado.

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El humanismo socialista de la persona

Pero el humanismo no era reclamado sólo por el cristianismo y las potencias


capitalistas. La Guerra Fría proponía a la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas
(URSS) como una amenaza, y el liberalismo y el catolicismo la atacaban en nombre del
humanismo. No obstante, en el mundo soviético se iniciaba una nueva fase histórica en
la que se efectuaba una crítica radical del personalismo y de la figura de Stalin a partir
del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en 1956. La URSS
insistía en valorizar los derechos individuales. El XXII Congreso del PCUS declaró que,
con la desaparición de la lucha de clases, la dictadura del proletariado había sido
superada en la URSS, afirmó que el Estado soviético no era ya un Estado de clases, sino
del “pueblo entero” y que la URSS estaba comprometida con la construcción del
comunismo bajo la consigna humanista “Todo para el hombre”. El proceso supuso
crecientes contradicciones entre los partidos comunistas más poderosos del campo
socialista: el soviético y el chino, que culminarán con la ruptura del llamado “campo
socialista” en 1967. Por su parte, los partidos comunistas occidentales pusieron el
acento en consignas basadas en la “vía pacífica hacia el socialismo”. El proceso
concluyó con la Perestroika en la década del ochenta, en el marco de la cual el Informe
del Secretario General del Comité Central del PCUS al Pleno del Comité Central reunido
el 27 de enero de 1987 en Moscú sostenía que era necesario desarrollar y enriquecer los
valores de la democracia socialista, de la justicia social y del humanismo. En esta
perspectiva, los hombres son considerados “personas” (concepto que tiene similitudes
con el humanismo liberal, pero sobre todo con el cristiano), sin distinción de clases.
Este humanismo, nos indica Althusser (2004a), se basó en las obras del “joven Marx”,
en las que hay una filosofía del hombre entendido como ser social, comunitario, cuya
esencia no se realiza en el Estado ni en la sociedad civil tal como el liberalismo lo
plantea; sino que, por el contrario, tanto el Estado como la sociedad civil expresan la
enajenación de la esencia humana. La acción política debe ser una reapropiación
práctica de la esencia humana enajenada. No obstante, el humanismo socialista de la
persona, sostenía Louis Althusser, tenía un costado economicista y disciplinario. El
economicismo marxista afirma que la historia humana es la historia de cómo el hombre
progresa en el dominio de la naturaleza mediante el desarrollo indefinido de las fuerzas
productivas. Para el humanismo socialista de la persona, existiría una contradicción
entre el desarrollo indefinido de las fuerzas productivas y las relaciones de producción
capitalistas, de modo que cuando la capacidad productiva humana pasase un
determinado punto, se instauraría el socialismo, para “adaptarse” a dicho desarrollo.
Esta tesis, en el fondo, como señalaría Althusser, terminaba justificando la explotación
bajo el lenguaje del humanismo. Tal tesis dejaba de lado, según el pensador francés, la
ruptura efectuada por Marx a partir de 1845 en La ideología alemana, donde la idea de
naturaleza o esencia humana fue reemplazada por un riguroso análisis de los
mecanismos constituidos y constituyentes de las sociedades humanas a través de la
historia. El materialismo histórico de Marx abandona toda idea de esencia humana, así
como la idea de que lo social es un conjunto de individuos racionales y libres, y analiza
la estructura social concreta con sus diferencias y desigualdades objetivas. La URSS a
fines de los cincuenta había olvidado este planteo marxista.

El humanismo marxista

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Pero el humanismo socialista tuvo aristas diversas. Durante los primeros cuarenta años
de la URSS, el humanismo socialista había planteado la lucha de clases como modo de
acabar con la estructura desigual de la sociedad. Este concepto, como vimos, es
abandonado en la década del cincuenta. Sin embargo, en 1959 se produce la Revolución
Cubana que invalida la idea de que Nuestra América no puede accionar contra los amos
tradicionales y que su sumisión a Estados Unidos es inevitable. Esa revolución rompe
también con el concepto de que todo proceso revolucionario en la región está
necesariamente ligado a las burguesías nacionales y muestra la importancia de la
integración de las masas a los movimientos de transformación. En este sentido, esa
revolución puso en primer plano a la organización de las masas campesinas y a la
participación popular. También colocó en el centro de las miras la idea de enfrentarse al
imperialismo y gestó en muchos jóvenes la idea de que el humanismo socialista de la
URSS expresaba intereses expansionistas. La Revolución Cubana reclamó un nuevo
concepto de humanismo que tenía antecedentes desde los años veinte. Esto estaba
centrado en la idea de hombre nuevo planteada por Ernesto Guevara. Idea que fue
retomada por Salvador Allende, aunque este priorizó la vía pacífica al socialismo. Así
decía Allende en 1971:

Pisamos un camino nuevo; marchamos sin guía por un terreno desconocido;


apenas teniendo como brújula nuestra fidelidad al humanismo de todas las
épocas –particularmente al humanismo marxista–1.

El humanismo marxista tiene rostros diversos, pero basó buena parte de su


argumentación en la relectura de los textos del joven Marx. Sus representantes
sostuvieron que la problemática central del marxismo es la liberación del hombre de
toda forma de opresión y de alienación y que, consecuentemente, es por esencia un
humanismo. Un grupo bastante heterogéneo de filósofos pertenecieron a esta línea de
pensamiento. Los más representativos fueron: Ernst Bloch en Alemania, Adam Shaff en
Polonia, Roger Garaudy en Francia, Rodolfo Mondolfo en Italia, Erich Fromm y
Herbert Marcuse en los Estados Unidos. No obstante, este modo de pensar del
marxismo tuvo antecedentes desde principios de los años veinte en algunos teóricos
eminentes. Georg Lukács, Karl Korsch y Antonio Gramsci, cada uno a su modo sostuvo
que el marxismo es fundamentalmente una crítica a la sociedad burguesa y una doctrina
de la revolución social que se orienta a la liberación de los seres humanos de todas las
alienaciones a las que el sistema capitalista los ha condenado. Según estos autores, la
teoría de la alienación y del fetichismo de la mercancía habrían sido en buena medida
olvidadas por los comentaristas tras la muerte de Marx. Lukács colocó en primer plano
este rostro del trabajo de Marx. En esta línea interpretativa, el verdadero núcleo del
pensamiento de Marx, el centro teórico es el que contiene la carga revolucionaria, el que
postula la negación del mundo históricamente dado: un mundo dividido, alienado, que
debe ser superado dialécticamente y reconstituido en su unidad a través de la actividad
revolucionaria. En este sentido, la dialéctica es incompatible con la lógica de las
ciencias empíricas. Para Lukàcs esta lógica que despedaza el mundo en datos separados
y desconectados es la misma lógica de la producción industrial del capitalismo, donde la
división del trabajo se hace exasperada y donde el trabajador es transformado en objeto,
en cosa, en “hecho natural”. Pretender utilizar los métodos de investigación de las
ciencias empíricas o una interpretación “científica” de la dialéctica para comprender la
historia y la sociedad humanas es tergiversar el pensamiento de Marx. Por otra parte,
Gramsci ataca duramente las interpretaciones marxistas que proyectan en el mundo de
1
Ver <http://yopisarelascalles.blogspot.com>.

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los hombres un determinismo que no existe. Los hombres están condicionados por un
cierto modo de producción y por ciertas superestructuras pero, precisamente por ser
hombres y no simples objetos naturales, pueden transformar su situación histórica a
través de la toma de conciencia y de la práctica revolucionaria. Gramsci ataca la idea
misma de “realidad” objetiva, que es el fundamento de las ciencias empíricas. Creer en
la “realidad”, en la objetividad del mundo, constituye sólo el primer estadio
cognoscitivo, estadio que corresponde a una conciencia ingenuamente “natural”.
“Objetivo” para Gramsci significa siempre “históricamente subjetivo”. Esencialmente,
Gramsci ve en el marxismo un humanismo.

El humanismo existencialista

Pero uno de los apoyos fundamentales al humanismo marxista de Cuba y de los grupos
de liberación en el mundo fue dado por Jean Paul Sartre y el existencialismo, quien,
luego de la Segunda Guerra Mundial, dominaba el panorama cultural francés. El
proceso intelectual de Sartre es muy complejo y comienza antes de la Segunda Guerra.
No obstante, más allá de sus transformaciones, estuvo signado por un profundo
compromiso político con los países del Tercer Mundo y su rechazo a las diversas
formas de opresión. En El huracán sobre el azúcar hacía una descripción de la
Revolución Cubana que la mostraba en su rostro humano. Sartre sostuvo que el primer
principio del existencialismo consistía en que el hombre no es sino lo que él hace de sí
mismo. En ese sentido, el hombre no es “cosa” sino un “existente”: un ser abierto
hacia, en quien nada está determinado de antemano. La dignidad del hombre consiste,
en primer lugar, en que existe, en que se lanza hacia un porvenir y en que tiene
conciencia de ese proyectarse. El existente es, ante todo, quien habrá proyectado ser.
Por lo tanto, el hombre no tiene una esencia determinada; su esencia se construye en la
existencia, primero como proyecto y después a través de sus acciones. El hombre es
libre de ser lo que quiera, pero en este proceso de autoformación no tiene a disposición
reglas morales que lo guíen, no hay determinismo: el hombre es libertad. De este modo,
no encontramos valores u órdenes que puedan legitimar nuestra conducta. “El hombre
está condenado a ser libre”. Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y no
obstante libre porque, una vez lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace. La
libertad supone angustia, porque en el momento en que el hombre elige, experimenta la
“aplastante responsabilidad” que acompaña a una elección que se reconoce no sólo
como individual, sino que involucra a otros seres humanos, o aun a la humanidad toda
cuando se trata de decisiones muy importantes y radicales. La libertad coloca en primer
plano a la ética, la cual, a juicio de Sartre, no se funda en qué elegimos, sino en la
autenticidad de la elección. La autenticidad radica en decidir sin ningún pretexto,
excusa, justificación, ni esperanza de recompensa. Lo contrario es la mala fe. Es posible
dar un juicio moral aunque no exista una moral definitiva y aunque cada uno sea libre
de construir la propia moral en la situación en la cual vive, eligiendo entre las distintas
posibilidades que se le ofrecen con autenticidad. Este juicio moral se basa en el
reconocimiento de la libertad (propia y de los otros) y de la mala fe. El existencialismo
es un humanismo; pues el hombre está constantemente proyectándose y sólo se
constituye como hombre persiguiendo fines trascendentes que involucran a la
humanidad. No hay otro universo que no sea un universo humano, el universo de la
subjetividad humana. El existencialismo es un Humanismo porque el hombre es el
único legislador que sólo se realiza como humano trascendiendo hacia los demás. El

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pensamiento de Sartre sufrió, en los años sucesivos, continuos reajustes y, a veces,
mutaciones profundas en un difícil itinerario que lo condujo a ser miembro del Partido
Comunista francés y luego a asumir una posición de abierta ruptura con este, después de
la invasión a Hungría en 1956. Asimismo, varias de las ideas expuestas en El
existencialismo es un humanismo fueron reelaboradas más tarde. Después del encuentro
con el marxismo, que lo estimuló a hacer un análisis más profundo de la realidad social,
Sartre pasó a sostener la idea de una libertad ya no absoluta, sino condicionada por
factores sociales y culturales. Pero aun aceptando esos condicionamientos, Sartre
sostuvo siempre el núcleo de su pensamiento: la libertad es constitutiva de la conciencia
humana.
El humanismo tenía entonces en los años sesenta múltiples facetas que se articulaban
con las luchas entre el viejo orden social que se negó a declinar, los enfrentamientos y
alianzas entre la URSS, los países capitalistas y la Iglesia y las luchas que en América
Latina, Europa, Asia y África se levantaban contra diversas formas de explotación.
Sería vano, erróneo y peligroso definir el concepto de humanismo de una única manera
y ligarlo a una sola dirección. Lo mismo ocurre con las formas de pensamiento que se
opusieron a la idea de hombre y humanismo. Una vez más el obstáculo epistemológico
de la unidad debe ser evitado.

El sentido estructuralista de la crítica al hombre universal y al humanismo

En los años sesenta surgen formas de pensar que se oponen a la idea de hombre y al
humanismo. Se trata, entre otras, de una corriente de pensamiento –el estructuralismo–
que adopta una posición antihumanista. No es posible pensar al estructuralismo como
una Escuela. Es un estilo de investigación en el que se suele incluir a pensadores de
diversos campos de las ciencias sociales y las humanidades. Tales como la antropología
(Claude Lévi-Strauss), la crítica literaria (Roland Barthes), el psicoanálisis (Jacques
Lacan), la filosofía, entendida como “política de la verdad” (Michel Foucault), o el
marxismo (Louis Althusser). La mayoría de ellos negó reiteradamente ser
“estructuralista”.
Este heterogéneo grupo de investigadores comparte, sin embargo, una actitud general de
rechazo a las ideas del humanismo, que son el núcleo central de las interpretaciones del
existencialismo, el humanismo marxista, el cristianismo, el liberalismo o el socialismo
soviético de la persona. El estructuralismo utilizó métodos que tendieron a dejar de lado
la conciencia o intención individual. Trató de elaborar estrategias investigativas capaces
de dilucidar las relaciones sistemáticas y constantes que se constituyen en condición de
posibilidad del comportamiento humano, individual y colectivo, y a las que se da a
veces el nombre de estructuras. Aunque sus distintos representantes lo hicieron con
miras diversas, el antihumanismo ganó terreno hasta el presente y con características y
efectos políticos también diferentes.
El concepto de estructura y el método inherente a él llegan al estructuralismo a través de
la lingüística. Un punto de referencia común ha sido siempre la obra de Ferdinand de
Saussure, Curso de lingüística general (1915), que introduce el uso del “método
estructural” en el campo de los fenómenos lingüísticos. Las raíces del estructuralismo se
encuentran en esa rica tendencia que aparece en Rusia en la época de la Revolución y
que recibe el nombre de “Formalismo”. En esta perspectiva, el arte y la literatura son
instrumentos cuyo objetivo es desestructurar los clisés del pensamiento, a través del uso
de objetos extraños e inmotivados, privilegiando el aspecto formal en desmedro del
contenido. El lingüista ruso Roman Jacobson vinculó los diversos componentes

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históricos del estructuralismo y trasladó el método estructural de la lingüística a las
demás ciencias humanas.
Los aspectos esenciales de la teoría de Saussure permiten comprender por qué tuvo
tanta importancia para el desarrollo del estructuralismo. Dichos aspectos remiten a un
conjunto de conceptos: lengua y habla, significante (imagen acústica) y significado
(concepto) de un signo lingüístico, diacronía y sincronía. Pero el concepto clave que
puede inferirse del análisis de Saussure es que el nexo que une a los dos componentes
del signo (el significante y el significado) es arbitrario. Un idioma no sólo produce un
conjunto particular de significantes, dividiendo y organizando el espectro sonoro de una
manera que es al mismo tiempo arbitraria y específica, sino que también lo hace
respecto de la gama de posibilidades conceptuales: en ese sentido, un idioma posee un
modo, también arbitrario y específico, de dividir y organizar el mundo en conceptos y
categorías, es decir, posee su propia forma de crear significados. De aquí se infiere que
los significados no existen por sí mismos, no constituyen entidades fijas, válidas para
todos los idiomas. Los significantes y los significados, por el hecho de ser divisiones
arbitrarias de un continuo –conceptual en un caso, sonoro en el otro–, pueden ser
definidos solamente a partir de sus relaciones, es decir, en función del sistema de
diferencias recíprocas, siendo cada uno de ellos lo que los demás no son. El nudo
central de la teoría lingüística es la concepción diferencial de los significados y los
significantes. Los conceptos son puramente diferenciales, definidos no positivamente
por su contenido, sino negativamente por sus relaciones con los demás términos del
sistema. Su más exacta característica es la de ser lo que los otros no son en un continuo
interdependiente.
En este sentido, la lengua conforma un sistema, o como dirá el Círculo Lingüístico de
Praga, constituye una “estructura”. De modo que el lenguaje, por una parte, está
compuesto de signos totalmente arbitrarios; y, por la otra, presenta una estructura
impersonal, externa que precede al individuo, quien no puede crearla ni transformarla.
Esta estructura funciona como una suerte de a priori social: aunque no se perciba
conscientemente, ella ejerce una influencia fundamental sobre los que la aprenden y la
usan, en cuanto determina en gran medida la calidad y la amplitud de su horizonte
cognitivo. Los miembros de una cultura asimilan el lenguaje mucho antes de poder
pensar de un modo autónomo (si es que esto es efectivamente posible), más aún, el
aprendizaje del lenguaje constituye la base para que un individuo adquiera
conocimientos y pueda pensar por sí mismo. En ese sentido, el estructuralismo sostiene
que se piensa siempre desde un lenguaje o que “somos hablados por el lenguaje”.
Entonces, el lenguaje no es un mero instrumento de interpretación de una realidad
exterior sino constitutivo de la realidad humana.
Todo esto permite comprender el concepto de antihumanismo presente en los
estructuralistas. El hombre, como sujeto individual, libre y racional, es sólo una ilusión.
Él es miembro de una cultura que lo trasciende, es un producto histórico, más aún, la
idea de individuo racional y libre no es sino una invención de la modernidad liberal
ligada a la idea de contrato social o del socialcristianismo, y de los intereses de URSS
inclusive. Todos los cuales, aun cuando colisionaran en algunos puntos, requerían de
esta invención para ejercer la dominación. Pero no hay una esencia de hombre que se
desarrolle en la historia o la preceda. Más aún, como hemos visto en capítulos
anteriores, la idea de hombre sólo habría universalizado algunas características del
hombre europeo, como un instrumento más para lograr la dominación sobre diversas
regiones del mundo.
Lévi-Strauss (1993), que puede ser considerado el “padre” del estructuralismo, era un
antropólogo, quien tras conocer a Roman Jacobson asumió que el enfoque adoptado por

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el estructuralismo lingüístico era el mejor instrumento para indagar en lo profundo de
los fenómenos socioculturales con el fin de encontrar algunas constantes universales de
las sociedades humanas. Así, adoptando el método del estructuralismo lingüístico, Lévi-
Strauss propone estudiar las culturas humanas como estructuras de lenguajes verbales y
no verbales. En esta clave, una serie de sistemas tales como el parentesco, los ritos
matrimoniales, las comidas y los mitos conforma un conjunto de procesos que permiten
un tipo específico de comunicación y, por lo tanto, son tratados como lenguajes que
operan en distintos niveles de la vida social, cada uno con su propio sistema de signos.
El conjunto estructurado de todos estos lenguajes constituye la totalidad de la cultura.
La diferencia entre las culturas modernas y las llamadas “primitivas” sólo radica en una
construcción diferente de la realidad. De modo entonces que lo que surge en cada
cultura es lo que se denomina una función simbólica estructurante de las prácticas
sociales, función presente en todas las sociedades, aunque con contenidos y códigos
diversos.
Esta posición rompe con el eurocentrismo en el que se había basado, tal como vimos en
el capítulo anterior, la historia del siglo XIX y deshace la idea de hombre
autodesarrollándose en ella. Lévi-Strauss es un crítico severo del concepto de hombre y
de la sociedad moderna, a la que define como “un cataclismo monstruoso” que amenaza
con destruir el planeta, y en este sentido anticipa muchos de los temas de los
movimientos ecológicos que surgirían mas tarde. Para él, el así llamado “progreso” ha
sido posible sólo a costa de la violencia, el colonialismo, la destrucción de la naturaleza;
es sólo una ilusión etnocéntrica de la civilización europea y, como tal, tiene el mismo
valor de arbitrariedad y la misma función de “verdad social” que los mitos del llamado
“mundo primitivo”. El progreso no existe porque tampoco existe la historia como
sucesión objetiva de eventos. Para Lévi-Strauss no existe una substancia individual (esta
es sólo una ilusión) ni tampoco un sujeto colectivo, una humanidad que crea la historia
y que da una continuidad consciente a los acontecimientos. En ese sentido sostendrá
Lévi-Strauss que el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino
disolverlo.

El antihumanismo de Althusser

En paralelo con esta línea de análisis, Althusser (2004a) considera al humanismo como
una forma de ideología. La ideología forma parte de toda totalidad social y se conforma
en un conjunto de prácticas que construyen creencias, modos de ver el mundo, de
relacionarse consigo mismo y con los demás. La ideología es inconsciente y es un
emergente de relaciones sociales que se constituyen a espaldas del conocimiento y la
voluntad individual. Ella es el suelo sobre el que se asienta la constitución de los sujetos
y lo que se denomina la conciencia de los mismos. Hay en la ideología un carácter
imaginario (en el sentido psicoanalítico) a través del cual los sujetos se vinculan con sus
condiciones de existencia de modo que para toda conciencia está irremediablemente
vedado el conocimiento entendido a la manera de adecuación entre sujeto y objeto. No
hay sujetos sino en la ideología y por la ideología. Porque todo sujeto se constituye
como tal en una familia y, a través de ella, en unos ideales que de modo inconsciente lo
conforman a partir de la identificación imaginaria con sus miembros. Ideales que las
figuras parentales toman de la propia cultura, también de modo inconsciente. Pero a
partir de esa identificación, en la ideología los hombres viven la relación imaginaria con
su mundo de modo “natural”, “evidente”. Es en la ideología que los sujetos toman
conciencia de su mundo y es también en ella donde rompen y forman nuevas formas de

10
conciencia. De ahí que la ciencia es para Althusser un proceso sin sujeto, una actividad
colectiva en la que lo fundamental es la articulación de los conocimientos con la praxis
revolucionaria. Dicho de otro modo: las prácticas ideológicas constituyen a los sujetos y
tienden a profundizar las relaciones de dominación de modo inconsciente, aun cuando
ellas son también espacios de lucha; lo que Althusser llama “ciencia” es un conjunto de
conocimientos teóricamente organizados producto de luchas colectivas y a la vez
instrumentos o cajas de herramientas de esas luchas que no tienen un sujeto y que deben
modificarse constantemente en relación con las prácticas revolucionarias. En ese
contexto, el concepto de “humanismo” es por ende para Althusser una ideología, pues
en esa coyuntura histórica, en sus usos y efectos tiende a prolongar de nuevas maneras
la dominación y la explotación. El humanismo liberal fue una ideología tendiente a
hacer soportable de modo ilusorio, imaginario, el desgarramiento producto de la
sociedad basada en el egoísmo del liberalismo burgués. En las condiciones de fines de
los años cincuenta y sesenta, Althusser consideraba que el humanismo como ideología
cumplía una activa función en los movimientos de rebeldía: impulsa al abandono del
análisis teórico de las condiciones de dominación y su reemplazo por un peligroso
concepto de espontaneísmo de las masas que podía conducir a consecuencias fatales.

Michel Foucault y el inicio del antihumanismo posestructuralista

Foucault presenta puntos en común con este planteo, sin embargo, comienza a romper
con el estructuralismo. Uno de los puntos de inflexión estará en la centralidad dada a la
historia. Luego de los estudios de Lévi-Strauss sobre las sociedades, de Althusser sobre
la ideología y de Lacan sobre el inconsciente, se aboca a la tarea de reconstruir las
verdades-evidencia en las que estamos construidos y rechaza toda idea de una esencia
del hombre que se realiza en la historia. Para ello intentará, en un análisis que denomina
“arqueológico”, indagar en las capas de las memorias colectivas que nos constituyen
más allá de nuestra conciencia y voluntad. Él eludirá la palabra “estructura” por el
carácter cerrado o fijo que este término evoca. También rechazará el concepto de
ideología, al cual analizó y presentó como una “falsa conciencia”, ignorando los aportes
de Althusser y sus vinculaciones con el psicoanálisis. En su lugar hablará de “saber”
entendido como “a priori histórico”, como una especie de película de pensamiento
invisible, unos códigos del ver y del hablar presentes en una cultura. Códigos que no
están dichos de modo explícito, pero que atraviesan las acciones y pensamientos de los
miembros de esa cultura. No son relaciones evidentes sino que se trata de modos de
hablar y de ver que, en gran parte, no se perciben conscientemente pero que condicionan
las prácticas sociales. Independientemente del objeto de estudio, la investigación
estructuralista había tendido a hacer resaltar lo inconsciente y los condicionamientos en
vez de la conciencia o la libertad humana. A diferencia del humanismo, rechaza la idea
de que la conciencia sea transparente para sí misma o que pueda conocer el mundo
como en una especie de “reflejo”. El saber, comprendido como “a priori histórico”, no
implica que sus transformaciones signifiquen un “progreso en el conocimiento” (saber
no es conocimiento sino el fondo de códigos culturales sobre el que se asientan todos los
conocimientos efectivos, desde los filosóficos hasta los culinarios); antes bien, los
cambios en los códigos culturales significan un reagrupamiento, una resignificación en
los modos de ver y hablar.

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La historia al fin cuestionada

Todo lo dicho tiene efectos sobre la concepción de la historia. En este sentido, no hay en
la historia ni homogeneidad en un momento determinado (esto significa que no hay un
sentido único que lo atraviesa todo) ni hay transformaciones acumulativas de un
momento a otro de la historia. Así, Foucault –de modo análogo a Althusser, a Bachelard
o a Levi- Strauss; y tras reconocer los aportes de Marx, Nietzsche y Freud– pone el
acento en los cortes, en las rupturas, antes que en las continuidades de la historia. En un
período (por ejemplo, en el Renacimiento) la compleja red de códigos de la mirada y la
palabra respecto de la locura, el amor, el delirio o la muerte no tiene un sentido
homogéneo y único; no obstante, durante ese proceso podemos encontrar relaciones
entre los diversos modos de pensar o percibir a la muerte o a la locura. El saber de un
período y un lugar reconoce relaciones y dispersiones: por ejemplo, el saber del
Renacimiento sobre la locura supone diversas formas de ver y hablar de la locura,
formas diversas que tienen vinculaciones entre sí. Hoy podríamos pensar que en ciertas
zonas de Nuestra América el saber sobre el delito, o sobre la inseguridad supone ciertos
códigos que no son idénticos pero que se reconocen mutuamente.
Ahora bien, en toda cultura hay, en la larga duración, transformaciones radicales de esos
códigos del saber, transformaciones que hacen que podamos pensar que estamos ya en
otra cultura, en otro suelo, en un modo diverso de ver y hablar acerca de la economía, la
política, la pobreza, el amor o la muerte. Así, entre 1970 y el presente en Nuestra
América, de modo paulatino, pero sin pausa, han cambiado los modos de ver y pensar al
Estado, la política, el trabajo, las relaciones de género y otros diversos núcleos de las
relaciones sociales. A estas transformaciones de los códigos de una cultura, Foucault las
llamó “mutaciones”, para indicar que la transformación histórica no es acumulativa y
que la historia no es lineal. Y al período que transcurre entre dos mutaciones del saber,
lo denominó episteme. Así, habló de una episteme renacentista, una clásica (siglo XVII
hasta la Revolución Francesa) y una moderna (desde entonces hasta la década del
setenta). La formación de una episteme no supone la acumulación de los sentidos
presentes en la anterior, con lo cual se borra toda idea lineal de la historia, sí se
mantienen elementos de la anterior (así la escuela y la familia moderna subsisten hoy
día) pero el sentido que estos elementos cobran en la nueva episteme, en la nueva
formación cultural, es diverso (la escuela y la familia toman en la sociedad actual,
posmoderna, significados, características y roles distintos a los que tenían en la sociedad
salarial).
La episteme es el suelo inconsciente sobre el que transcurre nuestra vida cotidiana, ella
conforma la zona más profunda de nuestras relaciones sociales; ella se infiere a partir de
un segundo nivel de análisis en el que son visibles los dichos, los gestos, las
discusiones, los amores, en fin, las prácticas de todo tipo de las que sí tenemos
conciencia, y sobre ellas se constituye un tercer nivel, de carácter reflexivo que son los
conocimientos científicos y filosóficos que analizan ese suelo profundo (la episteme) y
esas prácticas habituales atravesadas por los códigos epistémicos. Este conocimiento
reflexivo será el que establezca qué de esos códigos en los que los hombres viven su
cotidianeidad es aceptable y qué es rechazable, qué es verdadero o falso, qué es justo o
injusto. Pero entonces la verdad, la belleza o la justicia están en última instancia
condicionadas por los códigos de cada cultura, no son principios universales. Su intento
de universalización es una tentativa de dominación (aunque estimo, a partir de los
hechos históricos de los últimos años, que la inversa también es posible). Las ciencias y
la filosofía se conforman paulatinamente como tecnologías de poder que coadyuvan a
sancionar qué es lo aceptable y lo rechazable en una cultura. Qué es lo Mismo (aquello

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en lo que podemos reconocernos, con lo que podemos identificarnos: la moral, la
decencia, las buenas costumbres) y lo Otro (aquello que siendo interior a una cultura,
sin embargo ella rechaza, al tiempo que lo necesita para ser desde la alteridad; por
ejemplo: los pobres peligrosos, los locos, los criminales, las brujas) (Foucault, 1999).
En fin… cada cultura tiene espejos en los que mirarse e identificarse y objetos que la
conforman a partir de su rechazo. Entonces, para Foucault, como para los
estructuralistas en general, no hay un substrato último, no hay un en sobre el que
transcurra la historia. Esto lo presenta Foucault en la metáfora de la mesa de disección:
no hay una especie de mesa, soporte o substrato inmutable sobre el cual se realice el
descubrimiento de lo que las cosas son a lo largo de la historia o en el que el hombre,
entendido como una esencia se realice paulatinamente. Por el contrario, las palabras y
las cosas tienen un entrecruzamiento tal que no es posible separar lo que es, del pensar y
nombrar el ser. Cuando las sociedades piensan, nombran, clasifican, manipulan a “las
cosas”, les dan sentidos y estos sentidos conforman la realidad. La realidad, entonces, es
esta articulación indiscernible del cuerpo de las cosas, de la carne de los
acontecimientos y del modo en que cada cultura los significa. En Foucault, los códigos
de una cultura que instalan clasificaciones, taxonomías, jerarquías, conforman un orden
que surge del atravesamiento de las cosas en su ciega oquedad por las rejillas de la
mirada y la palabra que las sociedades construyen sobre ellas sin saberlo. Es como si
tuviésemos un caos sobre el que se arrojase una red, veríamos ese caos no como caos
sino a través de las grillas que la red instala en él. Pero nuestra mirada nunca podría
distinguir con claridad qué pertenece al orden íntimo de las cosas, de los cuerpos, y al
de los trazos que pinta la red. No obstante, el conocimiento científico y filosófico sirve
también para reconocer ese suelo profundo, esas grillas, esa red en la que se hunden
nuestras evidencias cotidianas. Estos conocimientos permiten comprender por qué
somos como somos, en qué códigos estamos construidos sin saberlo. Para ello la
arqueología, como método, trata de aislar los diferentes estratos horizontales dentro de
los cuales cada episteme está constituida (Foucault, 1991).

El sentido político del antihumanismo

Con el concepto de arqueología, Foucault demuestra seguir, por lo que respecta a la


historia, la lección de Lévi-Strauss y, sobre todo, la de Nietzsche y Marx: a él no le
interesan las verdades del pasado, sino el pasado de las verdades del presente. La
historia es un archivo y la arqueología –mediante el análisis sincrónico de los restos–
muestra su discontinuidad, los distintos estratos de depósito; pero no analiza individuos,
“sujetos empíricos”, sino sujetos históricos. Pero Foucault (1991), a diferencia de Lévi-
Strauss o Lacan, no busca estructuras invariables, sino que –como Nietzsche o Marx–
muestra la esencial fluidez de todos los significados sociales y su incesante
reinterpretación.
Para Foucault, siguiendo los pasos de Althusser (2004a), uno de los obstáculos más
graves con los que se enfrenta el pensamiento de la época es el “humanismo”. Por ello,
aunque de modo distinto a como lo hace Althusser, el objetivo fundamental de muchos
de sus textos parece radicar en mostrar cómo se ha formado la idea de hombre y de qué
modo este concepto es presentado como una invención que se inscribe en una táctica de
saber-poder que nos constituye en la verdad-ficción de ser sujetos racionales y libres, y
por ende punibles. Foucault sostiene que puede decirse que el hombre nació
definitivamente en el siglo XIX, cuando las ciencias del hombre se desbloquearon y
conformaron a los individuos y a las poblaciones en objeto de conocimiento y por ende
de acciones de poder. El hombre resulta entonces una creación de la cultura europea,

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invención que permitió imponer códigos a diversas culturas e intentar homogeneizarlas
en tiempos en que el capitalismo industrial crecía y las colonias cumplían funciones
vitales para la reproducción de ese orden social.
El concepto de humanismo, también sirve en las décadas del cincuenta y sesenta, a
juicio de Althusser (2004a) para que la socialdemocracia, el comunismo soviético, los
partidos demócratacristianos y los liberales del mundo capitalista conformen variadas
alianzas tendientes a contener la cuestión social expresada en las rebeliones
estudiantiles, la Revolución Cubana, los conflictos obreros, los movimientos de
liberación en África y América Latina, así como las tremendas luchas del pueblo
vietnamita. Complejísimo proceso que requerirá la invención de nuevas formas de
contención, pues en lo esencial, en la década del sesenta comienza a descender la tasa
de ganancia del capital y a fracasar las técnicas disciplinarias y biopolíticas tradicionales
de gobierno de sujetos y poblaciones.
No obstante, más allá del juicio de Althusser y Foucault –ambos profundamente
respetables– vistos hoy en perspectiva los hechos, es necesario no olvidar que los
rebeldes de los sesenta luchaban también en nombre del hombre. De un hombre nuevo,
pero hombre al fin. Así entonces quedaban abiertas las condiciones de posibilidad para
que el antihumanismo jugara papeles diversos en los años que venían.
Este papel ambiguo era adelantado de algún modo en el críptico lenguaje que adquiriría
paulatinamente el antihumanismo posestructuralista, el cual se concentraría cada vez
más en el análisis de conceptos e ideas, al tiempo que la historia efectiva perdía algo de
la centralidad que le había otorgado Foucault. Asimismo, se refugiaría en la filosofía,
particularmente en la de Husserl y Heidegger. De algún modo, en ese punto volvía a
algunos de los cánones del modernismo mencionados en el primer capítulo.

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