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El mismo Darwin, joven biólogo a bordo del Beagle, era tan ortodoxo que
los oficiales de la nave se reían de su propensión a citar las escrituras. Luego la
incredulidad reptó hasta mí con muy lento paso –recordaría–, mas finalmente se
completó. Todo fue tan lento que no me sentí perturbado. La frase “por el creador”,
de la ultima oración del texto que hemos elegido, no aparecería en la primera
edición del origen de las especies fue arreglada en la segunda para conciliar a
clérigos iracundos. Después escribió: ”me he arrepentido durante mucho tiempo
de haber concedido a la opinión publica y usando el término del Pentateuco
creación, cuando en realidad quería decir aparición por un proceso completamente
desconocido.”
CHARLES DARWIN
Difícilmente podría suponerse que una teoría falsa explicara, en forma tan
satisfactoria como la teoría de la selección natural, los múltiples tipos de hechos
mencionados. Recientemente se ha objetado que esta forma de argumentar es
insegura: pero es método que usamos al juzgar los sucesos de la vida diaria, y lo
han usado muchas veces los más grandes filósofos naturales: así se ha llegado la
teoría ondulatoria de la luz; y en poca o ninguna evidencia directa, hasta hace poco,
se basaba la teoría de que la tierra gira sobre su propio eje. No es objeción válida que
la ciencia no haya aún dado alguna luz al mucho más grave problema de la esencia o
el origen de la vida. ¿Quién puede explicar la esencia de la atracción de la
gravedad? hoy nadie se opone a llevar hasta el fin los resultados consecuentes de
este desconocido elemento de atracción, sin que importe que Leibniz acusó a
Newton de introducir "milagros y ocultas cualidades en la filosofía".
No veo razón por la que los puntos de vista de este volumen deban sacudir
los sentimientos religiosos de nadie. Buena muestra de lo transitorias que son
tales impresiones es recordar que el descubrimiento más grande del hombre, la
ley de la gravedad, también fue atacado por Leibniz, quien dijo que era
"subversiva a la religión natural". Un célebre y religioso autor me ha escrito que ha
aprendido rendido "a ver qué es tan noble pensar que Dios creó unas cuantas
formas originales capaces de desarrollarse hasta ser otras formas necesarias,
como pensar que Él tuvo que crear de nuevo para llenar los huecos que causó la
acción de sus leyes".
¿Por qué se puede preguntar, hasta hace muy poco todos los biólogos y geólogos
vivos descreían de la mutabilidad de las especies? Es imposible decir que los
seres orgánicos no cambien por naturaleza; no puede probarse que la cantidad de
cambios a través de los evos sea limitada; no se ha podido, ni se puede, trazar una
división e n t r e las especies y sus bien marcadas variedades. Imposible sostener
que las especies, cuando se entrecruzan, sean invariablemente estériles, ni que
las variedades sean siempre fértiles, o que la esterilidad sea un don especial o un
signo de creación. La creencia de que las especies eran productos inmutables fue
prácticamente inevitable mientras se creyó que era corta la historia del mundo;
hoy que tenemos cierta idea del verdadero lapso, muy bien podemos asumir, sin
pruebas, que el historial geológico es tan perfecto que nos habría brindado clara
evidencia de la mutación de las especies de haber sufrido mutaciones.
Por analogía podría dar un paso más y creer que plantas y animales
descienden de un solo prototipo. Mas la analogía puede se guía engañosa. Y sin
embargo todas las cosas vivas tienen mucho en común, en su composición química,
su estructura celular, sus leyes de crecimiento y su respuesta a influencias
nocivas. Podemos ver esto incluso en un hecho tan nimio como que un veneno
afecta muchas veces en forma similar a plantas y animales o que el veneno que gall-
fly secreta produce abscesos monstruosos lo mismo en la rosa silvestre que en el
roble. En todos los seres orgánicos, excepto acaso en algunos de los más
primitivos, la reproducción sexual parece ser esencialmente la misma. En todos, por
lo menos hasta donde sabemos, la vesícula germinal es idéntica, por lo cual todos
los organismos tienen origen común. Si observamos las dos divisiones principales
—a saber: el reino animal y el vegetal—, ciertas formas primitivas son tan
intermedias en sus características que los biólogos han debatido respecto de a
qué reino pertenecen. Como ha señalado la profesora Asa Gray, "las esporas
y otros cuerpos reproductivos de muchas algas primitivas pueden reclamar
primero una existencia típicamente animal, luego una inequívocamente vegetal".
Por tanto, sobre el principio de la selección natural con divergencia de
características, no es increíble que, de esa forma primitiva e intermedia se hayan
desarrollado igualmente plantas y animales; y, si admitiéramos esto, habríamos
de admitir asimismo que todo ser orgánico que ha habitado la tierra puede
haber descendido de una sola forma primordial. Pero esta inferencia está
basada principalmente en la analogía, y es insubstancial si la aceptamos o no.
No cabe duda de que es posible, como ha alegado G.H. Lewes, que en el
comienzo primero de la vida se hayan desarrollado varias formas diferentes;
pero, de ser así, podemos concluir que sólo muy pocas dejaron descendencia
modificada. Pues, como acabamos de señalar respecto de los miembros de
cada gran reino, como los vertebrados, los articulados, etcétera, tenemos
evidencia, en sus estructuras embriológicas, homólogas y rudimentarias, de
que todos los individuos dentro de cada reino descienden de un solo
progenitor.
Hay autores de la más elevada eminencia que están satisfechos con la idea
de que cada especie ha sido creada independientemente. A mi parecer, que la
producción y extinción de los habitantes presentes y pasados del mundo se
debieran a causas secundarias —como las que determinan el nacimiento y la
muerte de los individuos— concuerda más con lo que sabemos de las leyes
dictadas por el Creador. Si miro a todos los seres no como creaciones especiales,
sino como los descendientes de unos cuantos que vivieron mucho antes de que
el primer lecho del sistema cámbrico se depositara, los miro ennoblecidos,
juzgando por el pasado, podemos inferir que no hay una especie viva que
permanezca intacta en el futuro lejano.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 19 – 28.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 2 ) JOHN DEWEY
M
uchas personas, cuando observan un espectro. Ven una serie de colores
uno a lado de otro. Cuando John Dewey observaba un espectro veía un
continuum; el lento paso de un color a otro, sin fronteras que indican
precisamente dónde un color termina y empieza otro. La mente se disuelve en la
materia, el sujeto en el objeto, los medios en los fines. El individuo se fusiona con
lo social, la educación liberal se mezcla con la vocacional; la ciencia es en sí parte
del espectro de cosas a las que la gente se dedica como arar la tierra y navegar
barcos. No hay esencias eternas con delineamientos fijos. Las especies se
mueven. La “Verdad” es simplemente ese cuerpo de conocimientos plástico y
creciente que sirve como una herramienta en la lucha del hombre para perpetuar
su especie.
Por una feliz coincidencia, John Dewey (1859-1952) nació el mismo año en
que apareció El origen de las especies. Para Dewey, la evolución fue el más
grande disolvente de los viejos absolutismos, y en el texto que hemos
seleccionado despliega sus razones. Originalmente fue una conferencia dictada en
1909, y se convirtió en uno de sus ensayos más conocidos e influyentes, que
tocaba la raíz misma de su filosofía pragmática. En escritos posteriores y más
técnicos, su estilo se consideró alrevesado y aburrido, lo que llevó a Max Eastman
a observar que si Dewey había escrito una oración digna de citarse estaba perdida
para siempre en la pila de 36 libros y 815 artículos en revistas. Tal vez podamos
recuperar esa oración en este ensayo. “No lo resolvemos”, concluye Dewey,
refiriéndose a esos grandes y candentes problemas de la historia que parecen
demandar soluciones de o es esto o es esto, “los superamos”.
( 2 ) La influencia del darwinismo
En la filosofía
JOHN DEWEY
II
III
Los exactos alcances del nuevo panorama lógico en la filosofía son hasta ahora,
por supuesto, inciertos e incipientes. Vivimos en los albores de una transición
intelectual. Debemos sumar la temeridad del profeta y la terquedad del que ha
tomado partido para aventurar una exposición sistemática de la influencia en la
filosofía del método darwiniano. Lo mejor que podemos hacer es buscar sus
alcances en general el efecto sobre el temperamento y complexión mentales,
sobre el grupo de aversiones y preferencias semiconscientes, semiinstintivas, que
determinan, después de todo, nuestras empresas intelectuales más deliberadas.
En este vago cuestionamiento parece existir un problema de larga carrera histórica
que ha sido ampliamente discutido en la literatura darwiniana. Me refiero a los
viejos problemas de diseño versus cambio, mente versus materia, como
explicación casual, primaria o final, de las cosas.
Como hemos comprobado, la noción clásica de las especies llevaba
consigo la idea de un propósito. En toda forma viviente, un tipo específico dirige
las primeras etapas de crecimiento para alcanzar su propia perfección. Como este
principio regulativo no es aparente a los sentidos, comprendemos que debe ser un
ideal o fuerza racional. Y como la forma perfecta se logra gradualmente a través
de cambios sensibles, comprendemos que dentro y a través de un mundo sensible
una fuerza racional ideal prepara su propia manifestación final.
IV
Hasta aquí algunos de los hechos más obvios de la discusión diseño versus
casualidad como principios causales de la naturaleza y la vida. Planteamos esta
discusión, se recordará, como una instancia crucial. ¿Qué indica nuestra piedra de
toque de la intervención de las ideas darwinianas sobre la filosofía? En primer
lugar, la nueva lógica prohíbe, flanquea, desecha – usted decida – un tipo de
problemas y sustitutos para otro tipo. La filosofía abjura de la búsqueda de
orígenes absolutos y finalidades absolutas con el fin de explorar valores
específicos y las condiciones que los generan.
Las viejas ideas se desdibujan lentamente; pues son más que formas y
categorías lógicas. Son hábitos, predisposiciones, actitudes profundamente
arraigadas de aversión y preferencia. Más aún persiste la convicción – a pesar de
que la historia pruebe que es una alucinación – de que todas las preguntas de la
mente humana pueden ser contestadas en términos de las alternativas que las
propias preguntas presentan. Pero, de hecho, el progreso intelectual suele ocurrir
a través del puro abandono de las preguntas junto con las alternativas que
suponen; abandono que resulta del decrecimiento de su vitalidad y del cambio de
interés. No las resolvemos: las superamos. Las viejas preguntas se resuelven al
desaparecer, evaporarse, mientras nuevas cuestiones, correspondientes a la
nueva actitud en empeño y preferencia, toman su lugar. Sin duda, el más grande
disolvente en el pensamiento contemporáneo de los viejos cuestionamientos, el
más grande participante de nuevos métodos, nuevas intenciones, nuevos
problemas, es el efectuado por la revolución científica que encontró su clímax en
El origen de las especies.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 29 – 40.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
La mosca, que había provocado tal preocupación entre los teólogos, era
una criatura compuesta representante de los hábitos de una tribu enorme. La
ichneumonoidea es un grupo de avispas, no moscas, que incluyen mas especies
que los vertebrados combinados (avispas, hormigas y abejas constituyen el orden
Hymenoptera; las moscas, con su dos alas –las avispas tienen cuatro– conforman
el orden Díptera). Además, muchas de las avispas relacionadas por hábitos
similares se citaron en segundo lugar por los mismos espantosos detalles. Así, la
famosa historia no implicaba meramente una especie aberrante (tal vez una gotera
perversa del reino de Satán) sino acaso cientos de miles; una gran porción de lo
que sólo podría ser la creación de Dios.
Cuando repasé la literatura sobre el tema escrita en los siglos XIX y XX,
nada me divirtió más que la tensión entre el conocimiento intelectual, que reza que
las avispas no deben ser descritas en términos humanos, y la inhabilidad literaria o
emocional para evitar las categorías familiares de lo épico y narrativo, dolor y
destrucción, víctima y vencedor. Parece que estamos atados en las estructuras
míticas de nuestras propias sagas culturales; imposibilitados, hasta en nuestras
descripciones básicas, para usar cualquier otro lenguaje que no sean las
metáforas de batalla y conquista. No podemos mostrar este rincón de la historia
natural sino como un cuento que combina los temas del horror y la fascinación y
que suele terminar no tanto con compasión por la oruga como con admiración a la
eficiencia del ichneumon.
Detecto dos temas básicos en la mayoría de las descripciones épicas; las
luchas de las presas y la eficiencia implacable de los parásitos. A pesar de que
reconocemos que hemos atestiguado más que un instinto automático o una
reacción fisiológica, continuamos describiendo la defensa del portador como si
representara una lucha consciente. Así, los áfidos patean y las orugas pueden
zangolotearse violentamente mientras las avispas intentan insertarles sus
ovopositores. La crisálida de la mariposa concha de tortuga (usualmente
considerada una criatura inerte que espera en silencio su transformación de pato a
cisne) puede contraer su región abdominal tan agudamente que las avispas
atacantes salen por los aires. Las orugas Hapalia, cuando son atacadas por la
avispa Apanteles machaeralis, se dejan caer de repente de sus hojas y se
suspenden en el aire mediante un cordón de seda. Pero, de todas formas, la
avispa puede correr sobre el hilo e insertar sus huevos. Algunos portadores
pueden encapsular el huevo inyectado con células sanguíneas que se agregan y
endurecen, sofocando así al parásito.
Una gran proporción de ellas están destinadas a morir antes de que sus
jóvenes existan. Pero en ellas la pasión no se extingue. Cuando uno atestigua la
solicitud con la que proveen la seguridad y sustento de sus pequeños, no puede
negarles el amor a la progenie que nunca van a poder ver.
Kirby habla bien también de la larva merodeadora, la alaba por lo poco con
que se alimenta para mantener vivas a sus orugas. ¡Que todos nosotros
manejáramos nuestros recursos con tal cuidado!
El propio Darwin tuvo que descarrilar esta vieja tradición –con esa manera
gentil tan característica de su radical acercamiento intelectual a casi todo. El
icheneumon perturbó grandemente a Darwin y le escribió sobre ellos a Asa Gray
en 1860:
Acepto que no puedo ver tan claramente como otros, y como quisiera hacerlo, la
evidencia del diseño y su beneficio en rodas partes. Me parece que hay
demasiada miseria en el mundo. No me puedo convencer de que un Dios benéfico
y omnipresente haya podido crear bajo diseño al ichneumon, con la intención
expresa de que se alimentase de los cuerpos vivientes de las orugas, o que un
gato deba jugar con los ratones.
Como los ichneumones son un detalle y como la selección natural es una ley que
rige sobre los detalles, la respuesta al viejo dilema de por qué existe tanta
crueldad (en nuestros términos) en la naturaleza sólo puede ser que no hay
respuesta: y que formular esa pregunta en nuestros términos es totalmente
inapropiado en un mundo natural que no está ni hecho para nosotros ni regido por
nosotros. Simplemente sucede. Es una estrategia que funciona para los
ichneumones y que la selección natural ha programado en el repertorio de su
comportamiento. Las orugas no sufren para demostramos algo; otros han hecho
mejores jugadas, por ahora, en el juego de la evolución. Tal vez las orugas
desarrollen un conjunto adecuado de defensas; así sellarían el destino de los
ichneumones. Tal vez, probablemente, no lo logren.
Otro Huxley, el nieto de Thomas, Julián, habló a favor de esta posición; usó
como ejemplo –sí, adivinaron– al omnipresente ichneumon:
La selección natural, de hecho, tiene pocos atributos que una religión civilizada
llamaría divinos... Sus productos son capaces de ser estética, moral o
intelectualmente repulsivos para nosotros, que atractivos. Sólo necesitamos
pensar en la fealdad de la sacculina o del cisticerco, en la estupidez de un
rinoceronte o de un estegosaurio, en la horrorosa mantis hembra devorando a su
compañero o en los parásitos de las moscas ichneumon comiéndose lentamente a
una oruga.
Es divertido en este contexto, o más bien irónico –es demasiado serio para
divertir–, que los creacionistas modernos acusen a los evolucioncitas de enseñar
una doctrina ética especifica llamada humanismo secular; y que demanden igual
tiempo para sus visiones nada científicas y desacreditadas. Si la naturaleza no es
moral, entonces la evolución no nos puede enseñar ninguna teoría ética. La
suposición de que sí puede ha engendrado males sociales que los ideólogos
falsamente leen en la naturaleza, inducidos por sus creencias: la eugenesia y el
(mal llamado) darwinismo social, sobre todo. Darwin no sólo pudo evitar cualquier
intento de descubrir una ética antirreligiosa en la naturaleza: expresó repetidas
veces su confusión personal respecto de asuntos tan profundos como el problema
del mal. Apenas unas cuantas oraciones después de invocar a los ichneumones, y
en palabras que expresan la modestia de este hombre espléndido y la
compatibilidad, a través de la falta de contacto, entre la ciencia y la verdadera
irreligión, Darwin le escribió a Asa Gray,
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 41 – 54.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 4 ) WILLIAM JAMES
A esa extraña, inquietante pregunta: “¿Por qué existen las cosas?”, la ciencia no
podrá jamás dar respuesta. La razón es sencilla. La ciencia sólo puede responder
un ¿por qué? Si enmarca un evento dentro de una ley descriptiva más general.
¿Por qué cae la manzana? Por la ley de la gravedad. ¿Por qué la ley de la
En los últimos años los existencialistas han estado muy preocupados por
las consecuencias emocionales de meditar sobre el absurdo del ser. La gran
novela de Jean-Paul Sartre La Náusea es el largo monólogo de un hombre
obsesionado con ese absurdo. Mira su mano, mira su reflejo, mira las torcidas
raíces de un nogal, hasta que lo vence la náusea; señal enfermiza de la suave,
pegajosa, hinchada, obscena jalea de la existencia que todo lo cubre. Él es el
opuesto exacto del personaje central de otra novela existencialista, menos
conocida: Manlive de G.K. Chesterton. El protagonista está también pasmado ante
el extraño descubrimiento de que está vivo, pero el hecho le parece tan digno de
gozo que constantemente inventa métodos par estar maravillado y lleno de
gratitud.
WILLIAM JAMES
Aquí se está ante la nada previa, y no se comprende cómo llegó a ser. Este dilema:
tener que escoger entre un regreso, que aunque llamado infinito ha llegado a su
fin, y un principio absoluto ha tenido un gran papel en la historia de la filosofía.
Para otros intelectos no lo mínimo sino lo máximo del ser ha sido el primer
principio más fácil de aceptar. "La perfección de una cosa no le impide existir",
escribió Spinoza, "por el contrario, funda su existencia."Asumir que es más difícil ser
para lo grande que para lo pequeño y que ser nada es lo más fácil, es mero
prejuicio. Lo que dificulta a las cosas son las obstrucciones ajenas; y entre más
pequeña y más débil sea la cosa más poder tendrán sobre ella los obstáculos. Hay
cosas que son tan grandes e inclusivas que ser está implícito en su naturaleza. La
prueba anselmiana u ontológica de la existencia de Dios, a veces llamada también
cartesiana, que criticó Santo Tomás, que rechazó Kant, que volvió a defender
Hegel, sigue la línea de este pensamiento. Entre las carencias de aquello que es
concebido imperfecto podrá estar la de ser; pero si Dios, definido expresamente
como Ens perfectissimum, careciera de cualquier cosa, contradiría su definición
misma. Luego, no puede carecer de ser: es Ens necessarium, Ens realissimum, tanto
como Ens perfectissimum.
0/0 = 1-1/1-1 = 1.
Físicamente, si todo ser tiene (cual parece) una construcción "polar", de modo
que cada parte positiva tiene su negativa, obtenemos la sencilla ecuación: +1-1=0;
más y menos son los signos físicos de la polaridad.
1
En lenguaje más técnico, se podría decir que, en lo que concierne a nuestro intelecto, ser es
1
El hombre blanco dibujó mi pequeño círculo en la arena y le dijo a hombre rojo: "Esto es lo que
el Indio sabe", y tras dibujar un círculo grande alrededor del pequeño: "Esto es lo que el blanco
sabe." El indio tomó la vara y trazó un anillo inmenso alrededor de los dos círculos: "Aquí es
donde el hombre blanco y el rojo nada saben."
CARL SANDBURG
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 55 – 61.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
Puede ser un poco sorprendente para muchos lectores encontrar aquí una
selección de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). El rotundo escritor británico
no fue notable por sus conocimientos sobre los asuntos de la ciencia. Nunca
pudo, por ejemplo, aceptar muy bien que el hombre descendie ra de animales
más bajos. Sin embargo, hay ocasiones, como en el texto que sigue, en que
sorprende con una inesperada visión científica.
G.K. CHESTERTON
En el país de las hadas evitamos la palabra "ley"; pero los habitantes del país de
la ciencia son singularmente afectos a ella. De tal forma que llaman Ley de Grimm
a alguna conjetura interesante sobre cómo pueblos olvidados pronunciaban el
alfabeto. Pero la ley de Grimm es mucho menos intelectual que los cuentos de
hadas de Grimm. Los cuentos, por lo menos, son verdaderamente cuentos,
mientras que la ley no es una ley. Una ley implica que conozcamos la naturaleza de
su generalización y de su establecimiento; no meramente que hayamos percibido
algunos de sus efectos. Si existe una ley por la que los carteristas deban ir a la
cárcel, implica que hay una conexión mental imaginable entre la idea de prisión y
la idea de robar carteras. Y sabemos cuál es la idea. Podemos explicar por qué
privamos de libertad a un hombre que se toma libertades. Pero no podemos decir
por qué un huevo pudo convertirse en pollo, de idéntica forma en que no
podemos decir por qué un oso pudo convertirse en príncipe. Como ideas, el huevo y
el pollo están más lejanos entre sí que el oso y el príncipe; porque en sí no hay huevos
que sugieran al pollo, pero sí hay príncipes que parecen osos. Una vez concedido
que sí existen ciertas transformaciones, es esencial que las consideremos desde el
punto de vista filosófico de los cuentos de hadas y no desde el antifilosófico de la
ciencia y de las "Leyes de la Naturaleza". Cuando nos pregunten por qué los
huevos se convierten en aves y por qué los frutos caen en otoño, debemos
contestar exactamente como contestaría el hada madrina a Cenicienta, si ésta le
preguntara por qué los ratones se convertían en caballos y sus vestidos
desaparecían a media noche. Debemos contestar que es magia. No es una "ley",
pues no comprendemos su fórmula general. No es una necesidad, porque aunque
podemos prácticamente contar con que esas cosas sucedan, no tenemos
derecho a decir que siempre han de suceder. Que contemos con el curso
ordinario de los acontecimientos no es (como imaginó Huxley) argumento
suficiente para la inmutabilidad de una ley. Y no contamos con ese curso,
apostamos por él. Nos arriesgamos a la remota posibilidad de un milagro como el
de un pastel envenenado o un cometa que destruya al mundo. Lo damos por
descontado, no porque sea un milagro y por tanto una imposibilidad, sino
porque es un milagro y por tanto una excepción. Todos los términos empleados
en los libros de ciencia, ley, necesidad, orden, tendencia y otros por el estilo, son en
realidad intelectuales porque asumen una síntesis intrínseca que no poseemos. Las
únicas palabras que siempre me satisficieron para describir la Naturaleza son las de
los cuentos de hadas: "embrujo", "hechizo", "encantamiento". Expresan la
arbitrariedad del hecho y su misterio. Un árbol da frutas porque es un árbol mágico.
El agua cae de la montaña porque está embrujada. El sol brilla porque está
encantado.
Niego absolutamente que esto sea fantástico o aun místico. Más tarde
podremos tener algún misticismo; pero para hablar de las cosas, este lenguaje
de cuentos de hadas es simplemente racional y agnóstico. Es mi único camino
para expresar con palabras mi clara y definida percepción de que una cosa es
muy distinta a otra; que no existe conexión lógica entre volar y poner huevos.
Místico es el hombre que habla "una ley" sin haberla visto. De mismo modo que el
simple hombre de ciencia es estrictamente sentimental. Es un sentimental en este
sentido esencial: se deja empapar y arrastrar por meras asociaciones. Ha visto
pájaros volar y poner huevos con tanta frecuencia, que siente que entre las dos
ideas debe existir alguna conexión tierna y de ensueño, cuando en realidad
no hay ninguna. El amante abandonado puede ser incapaz de desasociar a la
luna de su amor perdido; así como el materialista es incapaz de desasociar a la
luna de las mareas. Entre ambas cosas no existía más conexión que la de haber
sido vistas simultáneamente. Un sentimental puede llorar por el perfume de una
flor de manzano, porque una oscura asociación personal le recuerda su infancia.
Así el profesor materialista (aunque esconda sus lágrimas) es un sentimental,
porque por una oscura asociación personal la flor del manzano le recuerda las
manzanas. Pero el frío racionalista del país de las hadas no ve por qué, en
abstracto, el manzano no habría de dar tulipanes rojos; a veces lo hace en ese
país.
Sin embargo, este asombro elemental no es una mera fantasía derivada de los
cuentos de hadas; al contrario, todo el fuego de los cuentos de hadas deriva de él.
Así como a todos nos gustan los cuentos de amor, por que hay en ellos un instinto
de sexo, a todos nos gustan las fábulas asombrosas porque tocan la fibra del
antiguo instinto de asombro. De estos es prueba el hecho de que cuando somos
muy niños no necesitamos cuentos de hadas, sólo necesitamos cuentos. La vida
misma es bien interesante. Un niño de siete años se entusiasmará si le dicen
que Pepito abrió una puerta y vio un dragón. A los niños le gustan los cuentos
románticos; a los bebés les gustan los cuentos realistas, porque les parecen
románticos. En realidad creo que un bebé es de las poquísimas personas que
pueden leer una novela realista moderna sin aburrirse. Esto prueba que aun las
fábulas infantiles sólo son eco de un sobresalto, casi prenatal, de interés y de
asombro. Estas fábulas dicen que las manzanas son doradas sólo para
recordarnos el momento olvidado en que descubrimos que eran verdes. Dicen
que corren ríos de vino para recordarnos, por un instante loco, que corren ríos de
agua. Dije que esto es completamente razonable y aun agnóstico. Y ciertamente en
este punto estoy con el más elevado agnosticismo, cuyo nombre mejor es
Ignorancia. Todos hemos leído en libros científicos, y también en novelas, la historia
del hombre que olvido su nombre. Ese hombre pasea por las calles y puede verlo y
apreciarlo todo, mas no puede recordar quién es. Bien, cada hombre es el
hombre de la historia. Cada hombre ha olvidado quién es. Se puede comprender
el cosmos, pero nunca el ego; el yo está más lejos que cualquier estrella. Amarás
al Señor tu Dios, pero nunca te conocerás. Todos nos dolemos de la misma
calamidad mental; todos hemos olvidado nuestros nombres. Todos hemos olvidado
lo que somos. Lo que llamamos sentido común, y racionalidad y practicidad y
positivismo, significa que por ciertos muertos niveles de nuestra vida olvidamos
que hemos olvidado. Todo eso que llamamos espíritu, y arte y éxtasis, sólo
significa que por un instante maravilloso recordamos que olvidamos.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 63 – 70.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 6 ) CARL SAGAN
En los senderos abiertos por los astrónomos ingleses Sir Robert Ball, Sir
Arthur Stanley Eddington y Sir James Jeans -científicos de renombre con la rara
habilidad de escribir con elocuencia-, Carl Sagan se ha convertido en uno de los
grandes popularizadores de la ciencia. ¿Quién podría decir cuántos millones han
tenido su primer asomo a la aventura de la ciencia en la lectura de algunos de sus
liricos volúmenes, o al escucharlo en el show de Johnny Carson, o al mirar alguna
de sus impresionantes producciones televisivas?
CARL SAGAN
Sólo la riqueza de natura es abundante:
nos muestra superficies, pero tiene millones
de brazas de profundidad.
EMERSON
2
La clorina es un gas venenoso que se empleó en los campos de batalla europeos de la Primera Guerra Mundial. El sodio es un metal
corrosivo que arde al contacto con el agua. Juntos hacen un material inofensivo y agradable, la sal de mesa. Por qué estas sustancias
tienen propiedades que tienen las propiedades que tienen es una materia que se llama química; entenderla requiere más de 10
partículas de información.
cotidiana es un revoltijo de eventos impredecibles, irregulares, están en grave
peligro. El universo es de aquellos que, cuando menos en cierta forma lo han
descifrado.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 71 – 78.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
Con esto debemos estar de acuerdo. Pero también debemos recordar que
el crepúsculo no le quita sentido a la frase “tan distinto como la noche y el día”.
Las nuevas cualidades tienen un hábito extraño de emerger de continuums, de
otra forma no podríamos hablar en absoluto. No hay manera de escribir una cosa
de otra en una noche en que todos los términos son grises. Entonces, la
naturaleza sí está bifurcada y para Krutch lo no-vivo parece más asombroso y
absurdo que lo vivo. Posee una especie de horror congelado y final en sus
patrones sin sentido. Para el científico que llevan los científicos dentro estás son
reflexiones sin sentido. Pero para el poeta dentro del científico –uno estaría
tentado a decirlo: el ser humano dentro del científico– debe tocar las cuerdas
profundas del sentimiento.
Aun así, el señor Krutch siguió escribiendo; pero después de publicar varios
excelentes libros de crítica y biografías, se mudó a Manhattan al campo; y
Otras 48 horas trajeron una de esas noches ideales para helar los vidrios.
Cuando baje a desayunar, dos de las ventanas estaban casi opacas y las otras
talladas de graciosos ramilletes de hielo en forma de helechos, que se parecían
más a las impresiones que dejó en las rocas alguna planta antediluviana y eran
casi como cualquier forma que pudiera lograr algo vivo. Ninguna otra cosa que
haya estado viva parece tan realmente informada de vida.
Pero pronto me percaté de que en ese momento las ventanas heladas eran
lo que más me interesaba, especialmente el hecho de no hay ningún otro
fenómeno natural en que la falta de vida se burle tan cerca de lo vivo. Uno casi
podría pensar que la flor de escarcha les robó la idea a la hoja y a la rama, pero
sabemos lo inconcebiblemente más vieja que es aquélla. No sorprende que los
biólogos entusiastas del siglo XIX, ansiosos de concluir que no existía diferencia
cualitativa entre la vida y los procesos químicos, intentaran creer que el cristal le
entraba al quite, que su crecimiento era realmente el mismo que el de un
organismo vivo. Aunque aquella imaginación fuera excusable nadie, supongo, cree
nada de esto hoy en día. El protoplasma es un colide y todos los coloides son
fundamentalmente diferentes de las sustancias cristalinas. En lugar de cristalizar,
el colide se cuaja y la vida, en su más simple forma, es una masa amorfa de
rebelde gelatina, no un cristal eternamente obediente de la más vieja de las leyes.
“La vida es extraña” le gusta decir al aficionado al lugar común. Pero desde
nuestro punto de vista no es realmente tan extraña como estas cosas que no
tienen vida y que, sin embargo, se mueven en sus órbitas predestinadas y
“actúan” aunque no se “comportan”. Por lo menos, uno debería decir que si la vida
es extraña no hay nada más extraño que el hecho de que exista un universo tan
impresionantemente compartido, por un lado, por “cosas” y, por otro, por
“criaturas” que el hombre mismo es una “cosa” que obedece las leyes de la
química y una “criatura” que de alguna manera las enfrenta. Ningún otro contraste,
ciertamente no el contraste entre el ser humano y el animal, o entre el animal y la
planta, o aun entre el espíritu y el cuerpo, es tan tremendo como el contraste entre
lo que vive y lo que no.
En este día de invierno nada parece tan exitoso como la flor de escarcha.
Prospera en esa cosa que se ha metido en nuestro hogar o en el subsuelo y que
ha sido fatal para muchos. Ahora goza su hora de triunfo, como antes nosotros.
Como la flor de cactus, soy una planta de invernadero. Hasta mis gatos miran
soñadores, por la ventana, un universo que ya no les pertenece.
Necesito fe, eso me dicen, algo fuera de mí a lo que pueda ser leal. Y estoy
de acuerdo con eso, a mi modo. Estoy de nuestra parte, y sé, aunque vagamente,
qué puede ser eso. El Dios de Worthsworth vivía en la luz de los soles del
atardecer. Pero el Dios que habita ahí me parece más bien el Dios del átomo, la
estrella y el cristal. El mío, si tengo alguno, se revela en otra clase de fenómenos.
Él hace verde el pasto y roja la sangre.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 79 – 88.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
Esta civilización del siglo XlX, decía yo, puede resumirse en dos grandes
dimensiones: democracia liberal y técnica. Tomemos ahora sólo la última. La
técnica contemporánea nace de la copulación entre el capitalismo y la ciencia
experimental. No toda técnica es científica. El que fabricó las hachas de sílex, en
el periodo chelense, carecía de ciencia y, sin embargo, creó una técnica. La China
llegó a un alto grado de tecnicismo sin sospechar lo más mínimo de la existencia
de la física. Sólo la técnica moderna de Europa tiene una raíz científica, y de esa
raíz le viene su carácter específico, la posibilidad de un ilimitado progreso. Las
demás técnicas - mesopotámicas, nilota, griega, romana, oriental - se estiran
hasta un punto de desarrollo que no pueden sobrepasar, y apenas lo tocan
comienzan a retroceder en lamentable involución.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 89 – 96.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
HACE SEIS AÑOS, como recordarán algunos de mis oyentes, tuve el privilegio de
dirigirme a una concurrida asamblea de habitantes de esta ciudad, que se unieron
para honrar la memoria de su famoso coetáneo Joseph Priestley; y si hay alguna
satisfacción en la gloria póstuma, podemos esperar que la melena del consumido
filósofo haya quedado finalmente apaciguada.
Ningún hombre, sin embargo, al que se le haya otorgado una buena porción
de sentido común y otra no mucho más que buena de vanidad, identificaría la
fama, contemporánea o póstuma, con el bien más alto, y la vida de Priestley no
nos deja duda de que él, en todo caso, dio mucho más valor al avance del
conocimiento, y a la promoción de esa libertad de pensamiento que es al mismo
tiempo causa y consecuencia del progreso intelectual.
Hasta aquí todos debemos tener una sola opinión. Pero es necesario que
compartamos el agudo interés de Priestley por la física; y comprendamos, como
él, el valor de la educación científica en campos de investigación aparentemente
remotos de la ciencia física; para poder valorar, como hubiera hecho él, la
importancia del noble don de Sir Josiah Mason ha legado a los habitantes de
Midland.
Para nosotros, niños del siglo XlX, el establecimiento de un colegio bajo las
condiciones del fondo Sir Josiah Mason tiene una significancia distinta de la que
pudo tener hace cien años. Parece indicación de que estamos llegando a las crisis
de la batalla, o más bien a una larga serie de batallas, que se han luchado por la
educación en una campaña que comenzó mucho antes de los tiempos de Priestley
y acaso no esté aún por terminar.
Los hombres prácticos creyeron que el ídolo que adoran ha sido la fuente
de la prosperidad pasada, y sería suficiente para el bienestar futuro de las artes y
las manufacturas. Eran de la opinión que la ciencia es pura basura especulativa;
que la teoría y la práctica no tienen nada que ver una con otra; que el hábito
científico de la mente es un impedimento, más que una ayuda, en la conducción
de los asuntos cotidianos.
Había una vez un niño que, sin nada de que valerse fuera de su naturaleza
vigorosa, fue echado a la lucha por la existencia en medio de una gran población
industrial. Parece que no le había ido muy bien en la feria, pues, a sus treinta
años, su total de fondos disponibles era de 20 libras. Aún así, la madurez lo
encontró demostrando, con comprensión de los problemas prácticos que
duramente le había sido dado a resolver.
Tras mucho reflexionar, este hombre práctico y exitoso no pudo idear nada
mejor que darles un medio de obtener “conocimiento científico práctico, bueno y
extenso”. Y dedicó una gran parte de su fortuna y cinco años de trabajo incesante
a este fin.
Podemos pues dar por sentado que, en la opinión de quienes están mejor
calificados para juzgar, la difusión de la educación científica extensa es una
condición absolutamente esencial del progreso industrial; y que el Colegio que hoy
abre sus puertas, harán un favor inestimable a quienes deben ganarse la vida con
la práctica de las artes y manufacturas del distrito.
La única cuestión que vale la pena discutir es si las condiciones bajo las
cuales se llevara a cabo el trabajo del Colegio que le dan la mejor oportunidad
posible de alcanzar el éxito permanente.
Sir Josiah Mason, sin duda sabiamente, ha dado gran libertad de acción a
sus fideicomisarios, a quienes propone finalmente entregarse a la administración
del Colegio, para que puedan ajustar sus arreglos de acuerdo con las condiciones
cambiantes del futuro. Pero, respecto de tres puntos, ha sentado lo más explícitos
mandatos tanto administradores como a maestros.
¿Cuántas veces nos han dicho que el estudio de la ciencia física no puede
conferir cultura; que no toca ninguno de los problemas mas elevados de la vida; y,
lo que es peor, que la continua devoción a los estudios científicos tiende a generar
una creencia estrecha y reaccionaria en la aplicabilidad de los métodos científicos
a la búsqueda de todo tipo de verdades? Con que frecuencia uno tiene
oportunidad de observar que ninguna respuesta a un argumento problemático es
tan efectiva como llamar a su autor “mero especialista científico”. Y, como temo
que no es permisible hablar en pretérito de esta forma de oposición a la educación
científica, ¿acaso no podemos esperar que se nos diga que esta no sólo omisión
sino prohibición de “instrucción y educación meramente literarias” es un ejemplo
patente de la estrechez menta científica?
No sé qué razones tuvo Sir Josiah Mason para la decisión que ha tomado;
pero si, como entiendo el caso, se refiere por el nombre de “instrucción y
educación meramente literarias” el curso clásico ordinario de nuestras escuelas y
universidades, me arriesgo a ofrecer mis varias razones para apoyar tal acción.
Tenemos que tratar con dos proposiciones distintas. La primera, que una
crítica de la vida es la esencia de la cultura; la segunda, que la literatura contiene
los materiales suficientes para la construcción de esa crítica.
Pero podemos estar de acuerdo con esto también en fuerte desacuerdo con
la suposición de que la sola literatura es capaz de ofrecer conocimiento bastante
amplio y profundo para esta critica de la vida que constituye cultura.
Y esto es más cierto para cualquiera que este familiarizado con el alcance
de la ciencia física. Considerando el progreso sólo dentro de la “esfera intelectual
y espiritual”, me encuentro totalmente incapaz de admitir que las naciones o
individuos avanzarían realmente si su meta común no derivara nada de la ciencia
física. Diría y que un ejército sin armas de precisión o sin una base de operaciones
podría entrar con más esperanzas a una campaña en el Rhin que un hombre,
desprovisto del conocimiento de lo que ha hecho la física durante el último siglo, a
la crítica de la vida.
Y era cierto. Pues, fuera del solitario Dante, no había figura alguna en la
literatura del Renacimiento que se pudiera comparar con los hombres de la
antigüedad; no existía arte que compitiese con su escultura; no había ciencia física
sino lo que Grecia había creado. Sobre todo, no existía un mayor ejemplo de
perfecta libertad intelectual, que la aceptación de la razón como una guía única a
la verdad y árbitro supremo de la conducta.
El nuevo aprendizaje pronto ejerció una profunda influencia en la
educación. El lenguaje de los monjes y hombres de escuela era poco más que
balbuceos para los filólogos, recién leídos Virgilio y Cicerón, y el estudio del latín
se puso sobre un nuevo cimiento. Más aún, el latín cesó de ser la única llave del
conocimiento. El estudiante que buscaba el más elevado de los pensamientos de
la antigüedad hallaba en la literatura romana solo una reflexión de segunda mano,
y volvió su rostro hacia la luz total de los griegos. Y después de la batalla, no
totalmente distinta de la que se pelea en la actualidad por la enseñanza de la
ciencia física, el estudio del griego se reconoció como elemento esencial de toda
alta educación.
Así los humanistas, como eran llamados, salvaron el día; y la gran reforma
que efectuaron resultó un invaluable servicio para la humanidad. Pero la némesis
de todos los reformadores es la finalidad; y los reformadores de la educación,
como los de la religión, cayeron en el profundo aunque común error de confundir
el principio con el fin de una obra de reforma.
Las nociones del principio y fin del mundo que nos sostuvieron nuestros
ancestros ya no son creíbles. Es muy cierto que la tierra no es el principal cuerpo
del mundo material, y que el mundo no está subordinado al uso del hombre. Es
aún más cierto que la naturaleza es la expresión de un orden definido como el que
nada interfiere, y que el oficio principal de la humanidad es conocer ese orden y
gobernarse en consecuencia. Más aún, esta “crítica científica de la vida” se
presenta ante nosotros con credenciales diferentes de cualquier otra.
Y, en cuanto a lo deseable que puede ser una cultura más amplia que la
entrega la ciencia, se debe entender que la mejora de los procesos de
manufactura es sólo una de las condiciones que contribuyen a la prosperidad de la
industria. La industria es un medio. No un fin; y la humanidad trabaja sólo para
conseguir algo que lo que desea. Lo que ese algo es depende por una parte de
sus deseos innatos y, por otra parte de sus deseos adquiridos.
Si la riqueza resultante de la próspera industria se gastara en la
gratificación de deseos sin valor, si la la creciente perfección del proceso de
manufactura fuera acompañado de la degradación de quienes la llevan a cabo, no
veo el bien de la industria ni la prosperidad.
Ahora resulta perfectamente verdadero que las opiniónes del hombre sobre
lo que es deseable dependen de su carácter; y que las proclividades innatas a las
que les damos ese nombre no están tocadas por instrucción alguna. Pero esto no
quiere decir que la educación meramente intelectual no pueda, hasta un punto
indefinido, modificar la manifestación práctica de los caracteres de los hombres en
sus acciones, si los provee de motivos desconocidos para los ignorantes. Un
carácter amante del placer lo tendrá de algún tipo; pero si le damos a escoger
puede preferir placeres que no lo degraden a aquellos que sí lo hagan. Y esta
lección se les ofrece a todos los hombres que poseen una cultura literaria o
artística una fuente infalible de placeres, que no merma la edad ni hecha a perder
la costumbre, ni se amargan en el recuerdo por las punzadas del reproche de sí
mismo.
Bertand Russell
Misticismo y lógica
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 97 – 114.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
P
rincipia Mathematica, uno de los primeros clásicos de la lógica simbólica,
fue el resultado diez años de colaboración cercana. Los autores: Alfred
North Whitehead (1861-1974), catedrático de matemáticas en Cambridge,
y su antiguo alumno Bertrand Russell. En los decenios siguientes, estos
dos hombres continuaron siendo grandísimos amigos, pero sus opiniones
filosóficas variaron enormemente. Russell fue alérgico a la metafísica, Whitehead,
tras de convertirse en profesor de filosofía en Harvard, pasó a construir un vasto
edificio del pensamiento que incluía conceptos tradicionales como el de Dios, el
libre albedrío e incluso una especie de inmortalidad.
Daré otro ejemplo, tomado del estado de la ciencia física moderna. Desde
los tiempos de Newton y Huyghens, en el siglo XVII, ha habido dos teorías
respecto de al naturaleza física de la luz. La de Newton sostenía que la luz
consiste en un flujo de partículas diminutas, o corpúsculos, y que nuestra
sensación de la luz se da cuando esas partículas golpean nuestras retinas. La
teoría de Huyghens era que la luz consiste en ondas diminutas que recorren un
éter que está en todas partes, y que estas ondas viajan a lo largo de un rayo de
luz. Las dos teorías se contradicen. El siglo XVII creyó en la de Newton; en el
siglo XIX en la de Huyghens. Hoy existe un grupo numeroso de fenómenos que
sólo pueden explicarse con la teoría de las ondas, y otro que sólo puede
explicarse con la teoría de los crepúsculos. Los científicos tienen que conformarse,
y esperar que en el futuro se obtenga una visión más amplia que las reconcilie.
Habremos de aplicar estos mismos principios a cuestiones en que hay
variedad entre ciencia y religión. No creeremos en nada no certificado por razones
sólidas basadas en la investigación crítica, ya sea nuestra o de autoridades
competentes. Mas, asumido que hemos tomado esta precaución, la colisión entre
ambas, en algún punto no habrá de llevarnos a abandonar doctrinas de las que
tenemos evidencia sólida. Puede ser que estemos más interesados en un grupo
de doctrinas que en otro, pero si tenemos algo de sentido de la perspectiva y de la
historia del pensamiento, esperaremos y nos abstendremos del mutuo anatema.
Las controversias religiosas de los siglos XVI y XVII dejaron a los teólogos
en un estado menos afortunado. Todo el tiempo estaban atacando y defendiendo.
Se imaginaban a sí mismos como los guardias de su fuerte rodeado por fuerzas
hostiles. Esas imágenes expresan medias verdades. Por eso son tan populares.
Pero son también peligrosas. Estas imágenes en general crearon un espíritu
belicoso que en realidad sugiere una falta de fe. No se atrevían a hacer
modificaciones, porque rehuían la tarea de liberar su mensaje espiritual de las
asociaciones de esa imaginería.
Arribo ahora a mi segunda causa. Ésta implica que debemos saber qué
queremos decir con religión. Las Iglesias, en sus respuestas a esta pregunta, han
dejado ver aspectos de la religión expresados en términos a la medida de las
reacciones emocionales de tiempos idos o dirigidos a excitar intereses
emocionales modernos de carácter no religioso. Lo que quiero decir con lo primero
es que el llamamiento religioso está dirigido en parte a excitar el miedo instintivo a
la ira de un tirano que llevaban dentro de sí las infelices poblaciones de los
arbitrarios eventos del mundo antiguo, y en particular a ese tirano todopoderoso y
arbitrario que estaba tras las fuerzas de la naturaleza. Este llamamiento ha ido
perdiendo fuerza, porque la ciencia moderna y las modernas condiciones de vida
nos han enseñado a enfrentar momentos de aprehensión con el análisis crítico de
sus causas y condiciones. La religión es la reacción de la naturaleza humana a su
búsqueda de Dios. Presentar a Dios bajo la forma del poder despierta cada
instinto moderno de crítica. Esto es fatal; pues la religión se colapsa a menos que
sus posiciones principales obtengan asentimiento inmediato. A este respecto, la
fraseología antigua varía de la psicología moderna. Este cambio en la psicología
se debe principalmente a la ciencia, y es una de las formas principales en que el
avance científico ha debilitado la convicción de las formas religiosas de expresión.
La visión nada pide sino culto; y el culto es una rendición a esa exigencia,
urgida por la fuerza del amor mutuo. La visión nunca regula de más. Siempre está
allí, y tiene el poder del amor cuyo único propósito es la armonía eterna. El orden
que encontramos en ala naturaleza nunca es una fuerza: se presenta como el solo
ajuste armonioso complejamente detallado. El mal es la brutal fuerza de propósito
fragmentario, que ignora la visión eterna. El mal impone demasiadas reglas, es
doloroso y retarda. El poder de Dios es el culto que Él inspira. La religión que es
fuerte encamina su ritual y su pensamiento a aprehender la visión dominante. El
culto de Dios no es una regla de seguridad: es una aventura del espíritu, un vuelo
tras lo inobtenible. La muerte de la religión viene con la represión de la gran
esperanza de aventura.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 115 – 128.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 11 ) JHON BURROUGHS
Del clásico ensayo “Literatura y ciencia” de Mathew Arnold a los iracundos libros
de Robert Hutchins ha habido muchas réplicas altisonantes al punto de vista de
Huxley en el ensayo previo. Por lo regular, estas contestaciones provienen de
hombres con antecedentes exclusivamente literarios. El lector percibe una secreta
molestia hacia la ciencia o un interés metafísico que vuelve difícil su empatía. El
ensayo que sigue está felizmente libre de estos defectos. Le pueden faltar las citas
en griego de un Arnold y el humor impúdico de Hutchins, pero logra su cometido
con el estilo relajado y gentil tan característico de su autor.
JHON BURROUGHS
Conforme si se regocija
En Las cosas que otros entienden.
La ciencia se dice democrática, sus metas y métodos van al parejo del gran
movimiento moderno; mientras la literatura se supone aristocrática en espíritu y
tendencias. La literatura es para pocos, la ciencia para muchos. De ahí su
oposición.
La ciencia funda escuelas y colegios de los cuales se excluye el estudio de
la literatura; y protesta por las posiciones ocupadas por los clásicos dentro del
curriculum de más viejas instituciones. Como una reacción en contra de la extrema
parcialidad de los estudios clásicos, el estudio de nombres en lugar de cosas,
como ha sido demostrado por largo tiempo en nuestro sistema educacional, este
nuevo grito es total y es bueno; pero hasta el punto en que implica que la ciencia
es capaz de ocupar el lugar de las grandes literaturas como un instrumento de alta
cultura, es una malicia y una mentira.
¿Puede haber alguna duda de que el contacto con un gran personaje, una
gran alma, a través de la literatura, supera el valor educacional, en tanto estímulo
moral y espiritual, que reporta el contacto con cualquier forma o ley de la
naturaleza física a través de las ciencias? ¿No existe acaso en el estudio de las
grandes literaturas del mundo algo que abre la mente, inspira nobles sentimientos
e ideales, cultiva y desarrolla las intuiciones; toca y marca el carácter, a un grado
muy por encima del alcance de la ciencia? Da a la mente algo que es como abono
para la tierra, como la contribución de las vidas animales y vegetales y de la lluvia
y del rocío. Hasta que se mezcla con la emoción y se acerca al corazón y la
imaginación, la ciencia es una materia inorgánica, muerta; y cuando se ve tan
mezclada y transformada se le llama literatura.
El colegio del futuro, sin duda alguna, dará mucho menos importancia al
estudio de las lenguas muertas; pero el tiempo así alcanzado no será devoto del
estudio de las minucias de la ciencia física, como lo contemplaba el Sr. Herbert
Spencer, sino del estudio del hombre mismo, sus obras y pensamientos, como lo
ilustra la historia y lo contienen las grandes literaturas.
“Los microscopios y telescopios propiamente considerados”, dice Goethe,
“sacan a nuestros ojos de su punto de vista natural, sano y beneficioso.” Pero
acaso quiso decir que el conocimiento artificial, conseguido con la ayuda de
instrumentos, y por ende con un tipo de violencia e inquisición, mediante un
proceso que disecta y disloca, es menos dulce y total, menos inocente, que el
conocimiento natural, los trucos de nuestras facultades y percepciones naturales.
Y la razón es que la ciencia física, perseguida por sí misma, resulta más y más un
análisis vacío, va más y más lejos de las fuerzas y corrientes vivas y humanas; de
hecho, es más mecánico y dependiente de una visión mecánica del universo. Y el
universo, considerado como una máquina, por más científica que sea, no tiene ni
valor alguno para el espíritu ni encanto para la imaginación.
El sentimiento con que los antiguos filósofos miraban los cielos estrellados
es menos antagónico a la ciencia que bienvenido y sugerente al corazón humano.
Plutarco dice, en Sentimientos de Natura en que se encantan los filósofos: “Al
hombre, los cuerpos celestes, tan visibles, le entregaron el conocimiento de la
Deidad, cuando contempló que eran causas de tal armonía, que regulaban noche
y día, invierno y verano, en su salir y ocultarse; y de la misma manera
consideraron su influencia en la tierra, mediante la cual recibe y da frutos. Se le
manifestó al hombre que el cielo era el padre de estas cosas y la tierra la madre:
que el cielo, que era el padre, es transparente, pues de los cielos caen las aguas,
que tienen facultades espermáticas; la tierra sería la madre, pues las recibe y
fructifica. Y los hombres, que consideran que las estrellas se mueven en un
movimiento perpetuo, y que el sol y la luna nos dan el poder de ver y contemplar,
los llaman a todos Dioses.”
Los viejos libros están repletos de este conocimiento con olor a rocío: el
conocimiento recolectado en el alba del mundo. Para nuestro conocimiento más
exactamente científico, esta cualidad prístina generalmente no existe; por lo que
los resultados de la ciencia son mucho menos accesibles para la literatura que los
de la experiencia.
Porque esto es así, porque los logros modernos de las letras no están a la
par de los triunfos materiales o científicos, hay quienes predicen un deterioro
permanente en la literatura, y piensan que el terreno que ahora ocupa debe ser
usurpado por completo por la ciencia. Pero esto no puede suceder. La literatura
tendrá su periodo de decadencia y eclipse parcial; pero el interés primordial de la
humanidad en la naturaleza o en el universo no puede ser un mero interés
científico, no podemos pensar que nuestro interés en una flor, en un pájaro, el
paisaje, los cielos estrellados, depende del estímulo heredado de los libros de
texto, o de nuestro conocimiento de la estructura, los hábitos, las funciones, las
relaciones de tales objetos.
Este interés, más grande, en los objetos naturales es viejo como la raza
misma, y todos los hombres, cultos e incultos por igual, lo sienten en algún grado:
un interés nacido de nuestras relaciones con las cosas, de nuestras asociaciones
con ellas. Despiertan en nosotros los sentimientos humanos; invocan la emoción
del amor o lo admirable del miedo o del terror; y éste es el interés de la literatura,
distinto del de la ciencia. La admiración que uno siente por la flor, por una
persona, por un paisaje bello, por un noble hecho, el placer que uno recibe en una
mañana de primavera, en un paseo por la playa, es la admiración y el placer que
siente la literatura y que siente el arte; sólo en ellos el sentimiento está libre, y
expandido aquello que en casi todas las mentes es vago y germinal. La ciencia
tiene también placer en estas cosas; pero no es, por regla, que la masa de la
humanidad pueda compartir, porque no está relacionado directamente con los
afectos y las emociones humanas. Ciertamente, el tratamiento científico de la
naturaleza no puede desbancar al de la literatura – que la mira a través de
nuestras emociones y simpatías, y está tocado por lo ideal, como lo saben los
poetas, como el compuesto del laboratorio no puede desbancar los compuestos
de nuestra comida, nuestra bebida y aire.
Si Audubon no hubiera tenido otro interés que el científico por las aves – un
interés humano, un interés que nace del sentimientos – , ¿habría escrito sus
biografías como lo hizo?
Es verdad que los ornitólogos de nuestros días ven en las aves un juego
legítimo para la experta disección y clasificación, y por ello no han agregado
nuevos lineamientos a los retratos de Audubon o Wilson. Un hombre como Darwin
estuvo lleno de lo que podemos llamar el sentimiento científico; estuvo todo el
tiempo tras una idea, un principio activo y con vida. Está lleno de la interpretación
ideal de los hechos, de ciencia que se lanza con fe y con entusiasmo, de
fascinación ante el poder y el misterio de la naturaleza. Toda su obra tiene un lado
humano y casi poético. Es el mejor ejemplo de literatura que hemos tenido hasta
hoy en el campo de la ciencia. Su libro sobre la lombriz de tierra, o sobre la
formación del mantillo vegetal, se lee como una fábula con que se vistió una
filosofía elevada y hermosa. ¡Qué vivas están las plantas y los árboles! Darwin nos
muestra todos sus movimientos, su despertar y su quedarse dormidos, y casi sus
mismísimos sueños; ciertamente revela y establece una suerte de alma o
inteligencia rudimentaria en la punta de la radícula de las plantas. No existe un
poeta que haya hecho tan humanos los árboles. Nótese, por ejemplo, su
descubrimiento del valor de la fecundación cruzada en el reino vegetal, y los
medios que utiliza la naturaleza para que suceda. La fertilización cruzada es tan
importante en el reino intelectual como vegetal. Los pensamientos del recluso al
final conviértense en pálidos y débiles. Sin el polen de otras mentes ¿cómo
pueden tenerse una camada de semilleros vigorosos? De esta forma todos los
libros de Darwin tienen para mí un estrato literario o poético. Ilustra de nuevo en El
origen de las especies y en la Descendencia del hombre, la vieja fábula de la
metamorfosis y la transformación. El interés de Darwin en la naturaleza es
hondamente científico, mas nuestro interés en él es muy literario; él busca un
principio, el principio de la vida orgánica, y lo sigue por todas las sinuosidades y
dobleces y vueltas sobre sí mismo, en el aire, en la tierra, en el agua, en lo
vegetal, y en todas las ramas del mundo animal; en las huellas de la energía
creadora; no un porqué sino un cómo. Y nosotros lo seguimos a él como
seguiríamos a un gran explorador, o a un general, o a un viajero como Colón,
fascinados por su candor, dilatados por su maestría. Se dice que Darwin perdió el
gusto por la poesía, y que poco le importó lo que llamamos religión. Sus simpatías
fueron tan grandes y abarcaban tanto; la propia ciencia en él está siempre tan
arqueada que no es ciencia sino fe, perspicacia, imaginación, profecía, inspiración;
“sustancia de cosas añoradas, la evidencia de cosas que no se han visto”. Su
amor por la verdad es tan profundo y tan paciente; tan despierta su determinación
de ver cosas, hechos en sus relaciones, como son en principio, que sus
emociones poéticas y religiosas, y también sus proclividades científicas, hallaron
carta blanca, y la demostración de esto es casi una canción.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 129 – 145.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 12 ) ISAAC ASIMOV
Entre su gran producción Isaac Asimov escribió más de doscientos libros de no-
ficción3. Casi todos, sobre ciencia. Dejamos a un lado sus ediciones anotadas de
Shakespeare, de la Biblia, de Los Viajes de Gulliver y del Don Juan de Byron, sus
colecciones de chistes, su autobiografía en dos tomos y otros.
¿Y por qué habría yo de decir algo más de una figura pública tan conocida y
universalmente admirada? El texto que he elegido proviene del libro de ensayos
de Asimov de 1983, The roving mind. Es la mejor respuesta que le conozco al
viejo infundio – soltado ocasionalmente por poetas que poco saben de la ciencia –
de que de alguna manera el conocimiento científico destruye la belleza al decirnos
cosas que realmente no necesitamos saber.
3
La producción total del científico norteamericano rebasa los 500 títulos.
( 12 ) Ciencia y belleza
ISAAC ASIMOV
Me imagino que muchas personas que leen esas líneas se dicen a sí mismas,
exultantemente, “¡Ciertísimo! La ciencia sólo les chupa toda la belleza a las cosas,
las reduce a números, tablas y medidas. ¿Para qué molestarse en aprender toda
esa basura cuando puedo simplemente salir a ver las estrellas?”
Ese punto de vista es muy conveniente, pues no sólo hace innecesario, sino
de plano estéticamente erróneo, intentar seguir las cosas más difíciles de la
ciencia. En cambio, basta con echar un vistazo al cielo nocturno, darse un rápido
baño de bellezas e irse a una discoteca.
Esos puntos brillantes en el cielo que llamamos planetas son mundos. Ahí
hay mundos con densas atmósferas de bióxido de carbono y ácido sulfúrico;
mundos de líquido rojo caliente con huracanes que pueden tragarse la tierra;
mundos muertos con silenciosas marcas de varicela como cráteres; mundos con
volcanes que tosen plumas de polvo a la nada; mundos con desiertos rosas
desolados; cada uno de una extraña belleza no terrestre que se reduce a una
chispa de luz si admiramos el cielo nocturno.
Esos otros puntos brillantes, que son estrellas más que planetas, son
realmente soles, Algunos de ellos son de grandeza incomparable, cada uno brilla
con luz de mil soles como el nuestros; algunos son meros carbones al rojo vivo
que destellan su energía tacañamente. Algunos de ellos son cuerpos compactos
tan masivos como nuestro sol, pero con toda su masa aplastada en una bola
menor que la tierra. Algunos son aún más compactos, con la masa del sol
aplastada al volumen de un asteroide. Y algunos son aún más compactos con su
masa encogiéndose al volumen de cero, cuya localización está marcada por un
intenso campo gravitacional que se traga todo y no regresa nada; arrastra la
matera a un hoyo sin fondo en medio de un loco y fatal alarido de rayos X.
Hay estrellas que pulsan sin cesar en un gran respiro cósmico; y otras que,
consumida su energía se expanden y enrojecen hasta que se tragan sus planetas
si es que tienen alguno (y algún día dentro de miles de millones de años, nuestro
sol se expandirá y la tierra se chamuscará y marchitará y evaporará como gas de
hiero y roca, sin señal de la vida que alojó
alguna vez). Y ciertas estrellas explotan en un vasto cataclismo cuyo estallido
feroz de rayos cósmicos alcanzará a tocar la tierra tras miles de años luz y le dará
algo del impulso de la evolución.
Más allá de la Vía Láctea hay otras unas veintena o más de ellas unidas a
la nuestra en un enjambre de galaxias, en su mayoría pequeñas, sin más que
unos cuantos miles de millones de estrellas cada uno; pero una, por lo menos, la
Galaxia Andrómeda, duplica el tamaño de la nuestra.
Más allá de nuestro enjambre hay otros enjambres y otras galaxias; algunos
enjambres están formados por miles de galaxias. Se extienden hacia afuera tan
lejos como pueden ver nuestros mejores telescopios, sin seña visible de un final;
tal vez sean cien mil millones.
Algunos centros galácticos son tan brillantes que pueden ser vistos a
distancias de miles de millones de años luz, distancias desde las cuales las
galaxias no se pueden ver y sólo aparecen los brillantes centros de
desencadenada energía. Algunos de éstos se han detectado a más de diez mil
millones de años luz.
ERNEST NAGEL
Sin embargo, el gastado grito del predicador de que nada hay nuevo bajo el
sol es cuando mucho un fragmento de la verdad. La noción general del control
automático puede ser antigua, pero la formulación de sus principios es un logro
muy reciente. Y la explotación sistemática de estos principios –su elaboración
teórica sutil y aplicación práctica de largo alcance– debe de ser acreditada al siglo
XX. Cuando la inteligencia humana se disciplina por medio de los métodos
analíticos de la ciencia moderna y se fortifica con recursos materiales de la ciencia
moderna, puede transformar los aspectos más familiares del escenario físico y
social casi hasta lo irreconocible.
Una vez que hayan sido aprendidos los placeres de crear y contemplar la
unidad cuasi orgánica de los sistemas de autorregulación, habrá sólo un corto
paso a la extensión de tales controles a áreas que no son obligatorias. Las
consideraciones económicas, sin duda, llevan un papel en esta extensión, pero
algunos ingenieros están en lo correcto, cuando menos en parte, en su reclamo de
que el desarrollo moderno en la ingeniería automática es la consecuencia de un
punto de vista que encuentra satisfacción en los esquemas unificados por sí
mismos.
Aun así los comentaristas del control automático lo ven también como una
potencial fuente de mal social y expresan temores –no del todo ilegítimos–
respecto de su efecto último. Primero está el temor de que la continuada
expansión en esta dirección sea acompañada de un desempleo tecnológico a gran
escala, y en consecuencia de una aguda miseria económica y agitación social.
La posibilidad del desempleo tecnológico desastroso no puede excluirse solo
con bases teóricas; las especiales circunstancias determinarán si ocurre o no.
Pero la corta historia del control automático en Estados Unidos sugiere que el
desempleo grave no es su concomitante inevitable, por lo menos en este país. Los
Estados Unidos parecen ser capaces de ajustarse a una gran reorganización
industrial y abandonar sus patrones básicos de vida. El desempleo tecnológico a
gran escala puede ser un peligro más agudo en otros países, pero el problema es
superable, y las medidas para evitarlo o mitigarlo pueden ser tomadas.
No sueñes con otros mundos, que criaturas los habitan, en qué estado, condición,
o grado…
Pero los hijos de Adán han seguido sin atender el consejo de Rafael. Kant creyó
que los planetas del sistema solar estaban poblados, en las más admirables
criaturas en los más distantes planetas; ¨visión que debemos admirar por su
molestia terrestre—comenta Bertrand Russell—pero no apoyar con ninguna razón
científica¨. Carlyle, contemplando los cielos estrellados, hubo de exclamar: ¨ ¡Que
triste espectáculo! Si están habitados, que vista de dolor y desatino; si no lo están,
que perdida de espacio.¨
Hoy la mayoría de los científicos y todos los escritores de ficción científica creen
que las criaturas extraterrestres son probables, pero no se han puesto de acuerdo
respecto de que tan ¨humanoides¨ pueden ser. Jonathan Norton Leonard (n.
1903) –editor de ciencia durante muchos años en la revista Time- discute en el
siguiente ensayo esta intrigante cuestión. Forma un capítulo de su Vuelo al
espacio, que en mi opinión es el mejor de los muchos libros de viajes espaciales
que se publicaron a principios de los cincuenta.
Hay un curioso vacio en la literatura científica espacial. Hasta donde sabe este
observador, no hay un estudio completo, responsable e informado de los tipos de
vida que se pueden desarrollar en circunstancias distintas de las de la tierra.
Muchos aficionados han especulado sobre ellos en forma por demás
extravagante. Imaginan planetas con atmosferas de fluorina corrosiva: hasta
describen con cierto detalle a los habitantes del sol, que es demasiado caliente
para cualquier compuesto químico y que consiste enteramente de gases agitados
por una turbulencia feroz. Pero ningún científico competente ha atacado
seriamente este interesante tema.
Una razón puede ser que los científicos tienen un respeto desmesurado a las
fronteras jurisdiccionales de su especialidad. Un biólogo se siente como
merodeador nocturno cuando se aventura a la psicología. Los astrónomos se
clavan a su refugio anticiclónico cuando la conversación gira aunque sea un
poquito hacia la biología. Algunas ciencias se han subdividido tan finamente que
los especialistas de campos íntimamente relacionados casi ni se hablan. Un
químico proteico poco tiene que decirle a un químico de esteroides. Ambos
pueden estar tratando de encontrar una cura para el cáncer, pero ninguno soñaría
siquiera comentar los problemas del otro.
Escribir un libro exitoso sobre las posibilidades de la vida extraterrestre requeriría
el buen conocimiento de varios campos ampliamente separados. El autor debería
de ser un gran biólogo, familiarizado con todas las formas que se han explorado
de vida en la tierra. Tendría que saber química orgánica, a la que conciernen los
compuestos de carbón, y también química inorgánica. Debería conocer todas las
diferentes formas de la física que tratan las condiciones de las atmosferas, los
océanos y las superficies de otros planetas. Debería conocer suficiente
astronomía para leer la extremadamente difícil literatura que los astrónomos
profesionales hacen circular en su pequeña y encantad cofradía. Ese hombre no
existe, y si sí, ha mantenido sus talentos escondidos al público en general. El tema
de la vida extraterrestre ha sido abandonado a los escritores de la ficción espacial,
que suelen imaginar guapas muchachas de ojo amarillos, antenas que les salen
de la frente y pulmones llenos de fluorina. Eso es de veras una vergüenza. La vida
es la cosa más interesante de todo el universo; se merece mejor trato.
El estudio de la vida en general empieza con un extraño vacio. Nadie ha podido
definir que es la vida. J.B.S. Haldane la ha llamado ¨cualquier patrón de auto
perpetuación de reacciones químicas¨, pero resulto demasiado inclusivo para
gustarles a sus colegas. Una llama, es química y auto perpetuante. Quema
combustible y oxigeno. ¨Vive¨ mientras puede hallar oxigeno y combustible. Muere
cuando uno de ellos se extingue, como mueren los animales por hambre y asfixia.
Pero la llama no está viva en el sentido biológico. No es un organismo viviente.
Cuando los biólogos tratan de apuntar a los organismos más simples posibles, se
ven en dificultades también. Cierto virus, como los que causan la enfermedad del
mosaico del tabaco, se comportan, desde el punto de vista del que cultiva tabaco,
como cualquier otro organismo patógeno. Infectan las plantas de tabaco, crecen
dentro de ellas y contagian a otras plantas en todo el campo. Pero cuando el virus
aparentemente vivo se aísla, resulta no ser nada más que una molécula grande.
Forma cristales regulares muy parecidos a los de la sal común y en muchas otras
maneras se comporta como un compuesto químico sin vida.
Decidir si el mosaico del tabaco es realmente un organismo vivo es un problema
semántico. Considerarlo sin vida es peligroso. Es muy cierto que se multiplica y
reabastece la tierra dentro de su pequeño terreno, como la gente fructífera del
Antiguo Testamento. Considerarlo vivo es peligroso también. Cuando se le
empaca en un cristal, sus moléculas no dan señales de vida. Es un mero
compuesto químico, y aunque es muy complicado, acaso le puede sintetizar en la
cristalería del científico. Entonces los científicos habrían creado vida. ¿O no?
Al menos por el momento, los científicos han pasado el problema de la definición
de semánticos y filósofos, tribus que les inspiran poco respeto. Un organismo
viviente, dicen, es cualquier cosa que crece, se reproduce y se perpetúa a sí
mismo o a su especie. Necesita alguna fuente de energía para esta operación, y
debe tener la habilidad de absorber substancias con las cuales construir su
mecanismo corporal. La energía puede venir de cualquier fuente accesible e
igualmente la materia prima para la construcción.
Cuando los científicos intentan descifrar como empezó la vida en la tierra, se ven
forzados a muchas suposiciones que no pueden comprobar. Los organismos más
simples que pueden hallarse en la tierra el día de hoy—los virus—son parásitos. El
virus del tabaco, por ejemplo, puede vivir y crecer solo en las células de la plata de
tabaco, y otros virus están idénticamente restringidos. Por supuesto, no pueden
ser las formas originales de vida, que tienen que haber vivido independientemente
antes de que se desarrollaran organismos más elevados. Muchas bacterias, un
escalón mas arriba, son parasitarias también. Viven gracias a la digestión de
materiales orgánicos elaborados por criaturas mayores. Ni las muy pocas que
viven independientemente pueden ser las formas originales de vida sobre la tierra:
su desarrollo es muy elevado.
Una bacteria se ve sencilla en el campo de un microscopio, per o es en extremo
complicada, químicamente y en su estructura interior. No pudo haber brotado
enteramente desarrollada, como Atenea de la frente de Zeus, de los químicos
inorgánicos de la primitiva tierra sin vida. Debió haber organismos más primitivos,
hoy extintos, de los que se elevaran formas más elevadas. Cuando los científicos
asumen que tales organismos si existieron, su tarea se hace más simple. Les
pueden dar cualquier propiedad que parezca coherente.
En la actualidad la fuente energética de toda o casi toda la vida en la tierra es la
luz del sol. La absorbe la clorofila y compuestos similares de las células vegetales
y se usa para combinar agua y bióxido de carbono y formar azucares y otros
compuestos orgánicos que la planta necesita para su crecimiento. Esta operación
es extremadamente complicada, y la mayoría de los expertos de este tema cree
que el primero de los organismos debe habérsela llevado sin ella.
Imaginan a la tierra en sus inicios muy distinta de lo que es hoy. Su atmosfera
contenía muchos compuestos de carbono, como el metano que aun puede
detectarse en las atmosferas de los otros planetas. El carbono tiene la propiedad
de combinarse consigo mismo y formar moléculas grandes, complicadas y
“orgánicas”. Bajo la influencia de la luz del sol y acaso de rayos cósmicos, mucho
del metano de la atmosfera de los primeros tiempos se combino y formo estas
grandes moléculas y se roció al mar. Ahí las moléculas crecieron al combinarse
entre sí y con otras sustancias como el nitrógeno, azufre, fosforo, hierro,
magnesio, oxigeno e hidrogeno.
Este proceso continuo lentamente por cientos de millones de años hasta que el
mar estuvo lleno de una especie de sopa orgánica. Probablemente contenía
ejemplos de todos los compuestos que el carbono forma con otros elementos.
Esto ya no existe; no podría existir porque los organismos vivos la atacarían y
destruirían inmediatamente, pero en el mar primitivo no hay vida. Así que las
moléculas orgánicas pudieron crecer indefinidamente.
Al final, el ciego proceso de la combinación química, repetido cientos de trillones
de veces en cada microsegundo, produjo una molécula con una propiedad
extraordinaria. Podía crecer si unía otras moléculas a su estructura, y se podía
reproducir, acaso con la simple maniobra de partirse en dos. Esta molécula estaba
“viva” y una nueva y poderosa fuerza había aparecido en la tierra. Alimentándose
de cosas sin vida disueltas en el agua, los descendientes de la molécula de Adán
y Eva poblaron rápidamente los océanos primitivos. Algunos cambiaron un poco
para poder utilizar más alimento. Algunos de ellos se hicieron feroces
depredadores moleculares y se alimentaron de compañeros más débiles. Los
científicos no intentar conjetuar en cada cuanto tiempo tuvo esta primitiva forma de
vida toda la tierra para ella sola. Pudieron haber sido varios cientos de millones de
años; pues la tierra tiene, cuando menos, cuatro mil millones de años y la
temperatura de su superficie ha sido tolerable casi todo ese tiempo.
Aparecida la vida, su propia naturaleza la forzó a hacerse más complicada. Las
moléculas vivas más simples no podían explotar todos los modos de vida posibles
en la época, de tal modo que cuando se crearon formas más complicadas, por
accidentes químicos o físicos, tuvieron una ventaja sobre sus parientes más
primitivos. Crecieron y se multiplicaron con mayor velocidad, solo para, en su
momento, ser remplazadas por formas aun más complicadas. Finalmente
aparecieron organismos que no dependían de los compuestos de carbono
disueltos en el mar; esos organismos hacían propios compuestos de bióxido de
carbono y luz mediante fotosíntesis. Este fue el segundo gran momento decisivo.
Ahora la vida estaba ligada al infalible poder del brillante sol. Los organismos
fotosintéticos primitivos pudieron haber sido rojos o morados o de cualquier color,
pero ya eran plantas: Tuvieron tanto éxito que muy pronto limpiaron la atmosfera
de bióxido de carbono, y lo remplazaron con el oxigeno que hoy químicamente la
domina. Poco después se desarrollaron parásitos (animales) que devorarían a las
plantas. Estos parásitos inhalaban oxigeno y exhalaban bióxido de carbono, que
regresaba a las plantas.
Así se estableció el celebrado ciclo del carbono. En sentido químico, hoy las
plantas dominan la tierra, pues mantienen el bióxido de carbono como un mero
indicio. Los animales y la bacteria parasitaria y los hongos tratan de mantenerse al
ritmo de las plantas, y devuelven el carbono a la atmosfera donde puede ser
usado otra vez para construir más plantas. Una vez que la vida se hubo
establecido sobre esta firme base, el resto de la evolución fue solo cuestión de
tiempo. Probablemente le llevo menos de mil millones de años la evolución
producir un animal inteligente, el hombre, que ahora domina el planeta.
Los científicos señalan que no hay nada milagroso o irrepetible en la aparición de
la vida sobre la tierra. Creen que podría volver a suceder si se le da el tiempo
exacto y el mismo conjunto de circunstancias. Volvería suceder aun en
circunstancias muy diferentes. No hay otra razón para creer que las condiciones
de la atmosfera y los océanos de la tierra primitiva fueron modificados por algún
poder externo para hacerlos favorables al desarrollo de la vida. Así eran y es
probable que hubiera aparecido la vida aunque las condiciones hubiesen sido
considerablemente diferentes.
No es demasiado el razonamiento hábil que se ha aplicado al problema de qué
condiciones son absolutamente necesarias para la aparición de la vida. Los
teóricos conservadores sostienen que la vida debe estar basada en compuestos
de carbono como los que forman el cuerpo humano y otros cuerpos vivientes.
Declara que solo el carbono puede unir las largas cadenas, los complicados
anillos y otros patrones moleculares necesarios para que funcione el proceso de la
vida.
Si esto es verdad, el clima debe de ser exacto. A temperaturas muy bajas, los
compuestos de carbono no reaccionan inmediatamente uno con el otro, y a la
temperatura de ebullición del agua muchos de ellos se desintegran. Otra limitación
en que insisten los teóricos conservadores es que la vida debe tener grandes
cantidades de agua. Compuestos complicados de carbón si se disuelven en otros
líquidos distintos al agua, pero no tan bien ni de la misma manera. Además del
agua líquida, debe de haber una provisión de compuestos simples de carbono en
los primeras etapas, y esto deja fuera los ambientes ricos en sustancias químicas
(como el oxigeno libre) que los destruirían. Otra necesidad de la luz, que es el
agente que induce a las pequeñas moléculas a combinarse en mayores.
Los teóricos menos conservadores sostienen que las condiciones demandadas
por los conservadores deben de ser necesarias para la producción de la vida,
como se le conoce en la tierra. Pero otros tipos de vida, dicen, son posibles, y
deben de exigir o tolerar condiciones muy diferentes. La química del carbono ha
sido estudiada más intensamente que la de cualquier otro elemento, mas no se ha
llegado a los límites de sus posibilidades. Puede haber compuestos de carbono
que reaccionen vigorosamente aun cuando se les disuelva en un medio nuevo,
como el amoniaco líquido. Puede haber otros que toleren temperaturas
extremadamente altas.
Los organismos vivos de la tierra aun no han sintetizado esos compuestos de
carbono, o los químicos humanos no han intentado de veras hacerlo. Cuando si lo
intenta, llegan a tener éxitos algo sorprendentes. El hule sintético, que se hace a
partir de compuestos de carbono orgánico, ahora se forma deliberadamente a
temperaturas muy bajas, y resulta ser mejor que el hule elaborado a altas
temperaturas.
En el otro extremo de la escala de temperatura, los silicones (compuestos que
contienen carbono y silicón) han demostrado su estabilidad más allá del punto de
ebullición del agua. Parece haber un número ilimitado de silicones posibles, por lo
que un planeta de muy densa atmosfera y un océano a temperatura por arriba del
punto de ebullición del agua en la tierra puede desarrollar organismos vivientes
con cuerpos hechos de silicones. Algunos químicos piensan que es imposible,
pero en el estado actual de sus conocimientos no pueden comprobarlo.
Tampoco pueden probar que la vida es imposible en un medio diferente del agua.
Saben poco de la química de sustancias complicadas disueltas, digamos, en
hidrocarburos líquidos a temperaturas muy bajas. Sus reacciones pueden ser
lentas pero el universo tiene muchísimo tiempo a su disposición. Nadie puede
probar, por ejemplo, que Júpiter no tiene un frio océano de hidrocarburos, o que
no contiene una lenta forma de vida.
Hasta es posible, teóricamente, que la vida se desarrolle en un medio gaseoso en
lugar de uno líquido. Una teoría seriamente propuesta por el doctor Heinz Haber,
de la Universidad de California en Los Ángeles, sugiere que las misteriosas nubes
de la atmosfera de Venus pueden ser un “aerosol biológico”, una neblina de
pequeños organismos vivientes apoyados en la más favorable de las altitudes con
respecto de la luz del sol y la temperatura. Serian como el plancton que forma las
masas de vida en los océanos de la tierra, y pueden haberse desarrollado
organismos voladores mayores para alimentarse de ellos, como los peces de la
tierra. Tal vez los cuerpos de todas estas criaturas lluevan a la superficie de
Venus, que acaso es obscura y algo caliente. Si no es demasiado caliente puede
estar poblada por grandes animales recogedores que vivan de la lluvia nutriente,
como los cangrejos y moluscos en las profundidades de los mares terrestres.
Una vez iniciada, la vida parece tener una habilidad ilimitada para adaptarse a las
condiciones cambiantes. La vida en la tierra ha aprendido a prosperar en lugares
poco probables, como las fuentes volcánicas en ebullición y las rocas frías y
azotadas por el clima que se erigen sobre la superficie de la capa de hielo
antártico. La atmosfera de la tierra y sus condiciones deben haber cambiado
grandemente en su larga historia: pero la vida siguió.
No solo las formas menores de vida pueden hacer esas adaptaciones; también
pueden las formas mayores. La forma animal más alta, el mamífero, prospera en
condiciones de calor o de frio que acabarían con rivales menos organizados. El
mamífero más alto, el hombre, protegido por su ropa, fuego y sus artefactos
mecánicos, puede sobrevivir donde ningún otro animal puede. Esta adaptabilidad
de los organismos vivientes hace concebible que mayores formas de vida
prosperen en planetas en cuyas condiciones actuales impedirían la aparición de
vida primitiva.
Le toca a cada quien suponer como serian y como actuarían esas criaturas. Una
cadena de razonamiento sugiere que deben parecerse sorprendentemente a las
formas comunes de la tierra. El esqueleto interno de material fuerte y duro, por
ejemplo, es un buen dispositivo, y acaso hayan dado con el otras secuencias de la
evolución. Un cerebro (esto es, un sistema de comunicación con un “intercambio
telefónico” central) es una necesidad también, y el mejor lugar para colocarlo es
un miembro con movilidad y bien protegido que también contenga los sentidos
más importantes: los ojos, oídos y órganos olfativos. O sea que los habitantes de
planetas desconocidos pueden tener cabeza y cráneos de alguna forma. Pueden
tener piernas también, pues los soportes mòbiles para maniobrar el cuerpo del
animal son instrumentos convenientes en cualquier lugar donde la gravedad no
sea demasiado potente.
Si hay luz, los ojos se desarrollaran para usarse como fuente de información, y ya
que acaso las leyes de la óptica son uniformes a lo largo del universo, los ojos de
las razas extraterrestres no serán muy diferentes de los humanos. Ciertamente
tendrán lentes y algo que se asemeje a los parpados para mantener limpias las
superficies. Otros teóricos consideran esto mero antropomorfismo. La forma del
hombre y de otros animales del lado terrestre, dicen, es el producto de una larga
serie de acciones que empezaron antes de los peces de los mares primitivos. El
hombre tiene cuatro extremidades por que los peces primitivos tenían cuatro
aletas y una vez que este patrón se estableció no pudo haberse cambiado.
Al hombre le pudo haber ido mejor con más de cuatro extremidades. Los elefantes
son una forma que ha sobrevivido, y mantienen su 4 patas mientras hacen de su
nariz otra “mano”. Los insectos hacen buen uso de sus seis patas y de otros
apéndices especializados. Si los insectos se las han arreglado para mantenerse
con todo y sus limitaciones—su esqueleto externo y su ineficaz sistema
respiratorio--, los animales más elevados del mundo también pudieron haber
tenido seis patas, antenas y tentáculos. Pudieron haber tenido cerebros en sus
espaldas; pudieron haber ovado y alimentado a sus pequeños durante la
problemática adolescencia de la metamorfosis. Seria esperar demasiado, nos
dicen estos evolucionistas de estilo libre, que los habitantes inteligentes de otros
planetas se parezcan al mono terrestre que apenas ha descendido del árbol.
Hasta en tierra, pequeños cambios del ambiente en los últimos dos mil millones de
años hubieran modificado la larga cadena de accidentes de la evolución y dado un
producto final de muy diversa apariencia.
Imaginar qué tipo de “gente” podría existir en otros planetas del sistema solar es
muy diferente que determinar qué tipos si existen, si es que existen. Como
residencia para la vida inteligente, Mercurio parece imposible salvo para el
optimista más persistente. Bajo sus densas nubes, Venus sigue siendo un
misterio. Si su atmosfera contiene un aerosol biológico con grandes recogedores
rondando la obscura superficie, no hay razón para que algunos de ellos no sean
altamente inteligentes. Pero no hay evidencia de esto, solo la posibilidad.
Casi todos los astrónomos admiten que Marte tiene alguna forma de vegetación, y
donde hay platas debe haber algún equivalente de la vida animal. Los animales
(organismos que comen plantas) son parte necesaria para el ciclo del carbono. Sin
ellos las plantas rápidamente extraerían todo el bióxido de carbono de la
atmosfera. Entonces habrían de morir.
Las plantas de Marte no están muertas. Pueden ser formas tan bajas como el
musgo que crece en las rocas terrestres (la luz solar reflejada en ellas se parece a
la luz reflejada en los musgos), pero crecen cada estación según su propia
manera, y tal vez crecen más rápido.
Si a Marte lo afligen grandes tormentas de polvo, como creen algunos
observadores, estas plantas deben crecer rápidamente para mantenerse por
encima del polvo que se deposita sobre ellas. Si aun están creciendo deben haber
animales marcianos que atacan sus cuerpos y regresan el bióxido de carbono a la
atmosfera. Tal vez estos animales no son más grandes que la bacteria o el hogo
terrestres, que también tienen esta función. Pero pueden ser mayores, tan
grandes incluso como para soportar cerebros bien desarrollados. No hay evidencia
conclusiva sobre este punto.
Los planetas lejanos no perecen ser favorables a la vida, pero los astrónomos casi
nada saben de las condiciones bajo las cimas de sus atmosferas. La vida puede
haberse desarrollado en ellos también, de una forma inimaginable. Tienen muchos
fluidos, gaseoso o líquidos o de los dos, y les llega suficiente luz solar para
mantenerse en vida, en movimiento. Es débil, sin duda, comparada con la luz solar
de la tierra, pero hay plantas terrestres que pueden crecer en una densa sombra
donde la energía que llega del sol es una pequeña fracción de lo que es la
intemperie. Los exploradores espaciales tienen derecho a esperar que algún tipo
de vida exista en los planetas lejanos.
También cabe la posibilidad de que la vida en otros planetas este en alguna etapa
de la organización social. La evolución sobre la tierra ha adoptado el patrón social
en muchas ocasiones y muchas eras geológicas, y no es irracional pensar que en
otros planetas tenga también sus avances. El proceso de la socialización es tan
importante para la evolución como el desarrollo de los cuerpos de los organismos
individuales.
Cada uno de los organismos unicelulares, ya sea vegetal o animal, tiene en su
núcleo un grupo de genes que controla el crecimiento y la reproducción del resto
de la célula. Estos genes parecen ser reliquias de la primera etapa de vida,
cuando la tierra estaba poblada solo por moléculas vivientes y reproductoras. En
el transcurso del tiempo se juntaron en grupos de cooperación y los rodearon
moléculas subordinadas que no poseían la habilidad de reproducirse. Organismos
unicelulares como los protozoarios son, de hecho, colonias de genes que han
adquirido una ventaja competitiva por trabajar mano a mano. Estas células ahora
son la forma dominante de la vida a pequeña escala. Las moléculas vivientes
(virus) se han visto reducidas a la estructura de parásitos dependientes.
El siguiente paso en la socialización fue que las células formaran colonias propias.
Se unieron para formar plantas y animales multicelulares, constituidos de células
que han perdido su individualidad al servicio de la unidad mayor a la que
pertenecen. Los cuerpos humanos son sociedades también: colonias de trillones
de células, cada una de las cuales se parecen mucho a los organismos
unicelulares que eran sus ancestros. Dentro de cada célula están los genes, que
son mucho más pequeños: las moléculas vivientes que se juntaron apenas
después del inicio de la vida.
Hubo una excelente razón para que se juntaran. Las moléculas vivientes solo
podían crecer hasta un punto. Cuando cooperaron para crear el núcleo de la
célula, pudieron crecer y hacer muchas otras cosas. Pero las moléculas
alcanzaron también un límite y hubieron de cooperar también. Algunos de los
patrones que adoptaron fueron capaces de adquirir un muy grande tamaño, pero
otros alcanzaron su límite rápidamente y no tuvieron de otra que una tercera etapa
de unión.
Hace como cien millones de años, los insectos alcanzaron su máximo tamaño e
hicieron lo que las células habían hecho mil millones de años antes. Formaron
grandes grupos sociales, en que los insectos individuales estaban subordinados al
bienestar de la colonia. Estos insectos sociales (hormigas, avispas, abejas,
termitas, etcétera) fueron tan exitosos que han sobrevivido casi inalterables hasta
el momento. Es difícil que en un metro cuadrado de terreno donde haya vida no
haya hormigas o termitas. Habitan los trópicos y las regiones templadas, las tierras
húmedas y secas. Un observador extraterrestre sin prejuicios podría decir que los
insectos sociales son la forma de vida más exitosa sobre la tierra.
La socialización de los vertebrados se retraso mucho tiempo. Su patrón corporal
les permitió ser mucho más grandes que los insectos, y así no se vieron forzados
a usar la herramienta de la cooperación. Su evolución probó varios grandes
modelos experimentales (como los dinosaurios) antes de que decidiera que el
simple gigantismo no era la senda del progreso. La evolución de los mamíferos, la
forma más elevada de los vertebrados, abandono el gigantismo y se concentro
finalmente en la socialización. El resultado fue que el hombre, el mamífero social,
ahora comparte el control del planeta con los insectos sociales.
El estado de las cosas en el planeta tierra debe ser un rompecabezas para un
observador extraterrestre. Si aterrizara en los Estados Unidos, los animales más
conspicuos serian los automóviles, y si examinara esas vigorosas criaturas de
duro caparazón, hallaría que cada uno contiene uno o más organismos débiles
que se ven notablemente indefensos cuando se les saca de sus conchas.
Decidiría, tras hablar con estas criaturas indefensas, que no tienen vida
independiente. Pocos de ellos tienen algo que ver con la producción o la
transportación de comida. Necesitan vestimenta y techo, pero no se los proveen
por sí mismos. Dependen de sus compañeros en miles de complejas formas. Casi
siempre mueren cuando quedan aislados, como las hormigas obreras, que vagan
desesperadas e indefensas si se las separa de su colonia.
Si el observador fuera inteligente (y siempre suponemos que los observadores
extraterrestres son inteligentes) concluiría que la tierra está habitada por unos
cuantos grandes organismos cuyas partes individuales se subordinan a una fuerza
central rectora. Acaso sería incapaz de encontrar un cerebro central o cualquier
otra unidad de control, pero a los biólogos humanos les pasa lo mismo cuando
intentan analizar un hormiguero. Las hormigas individuales son objetos
impresionantes—de echo, son algo estúpidos, hasta para ser insectos—, pero la
colonia se comporta con una inteligencia asombrosa.
Cuando los observadores humanos aterricen en otro planeta, puede encontrar a
sus habitantes en un nivel de cooperación social aun más avanzado. Tal vez sus
partes mòbiles y visibles sean enteramente secundarias, como las maquinas del
hombre. Tal vez las partes realmente vivas estarían aun más indefensas: puros
coágulos de tejido nervioso, sedentarios e inmóviles en el subsuelo. Tal vez esa
cosa orgánica, que sirvió a su propósito creativo, se habría echado a perder, y las
maquinas que creo habrían quedado en posesión del planeta.
Este estado de cosas no puede ser más extraordinario que el que ha producido la
evolución en la tierra. En cierto sentido, las células del cuerpo humano fueron
alguna vez independientes. Unas cuantas, los glóbulos blancos de la sangre
guardan algunos rasgos de independencia, vagan inquietas, muy parecidas a las
libérrimas amibas. Pero la mayoría de las células del cuerpo ha perdido toda su
separación. Un organismo mayor a tomado el control y no hay donde hallar el
asiento de su individualidad.
Cuando los hombres con imaginación miran el espacio y se preguntan si existe
vida en alguna parte de el, podrían darse alegría si recuerdan que la vida no tiene
que parecerse a la vida de la tierra. Marte parece ser el único planeta en que vida
como la nuestra podría existir, y hasta esto es muy dudoso. Pero puede haber
otras formas de vida, basadas en otras formas de la química, y acaso están
prosperando en Venus o Júpiter. Cuando menos nos es imposible probar que no
es cierto.
Mucho más interesante es la oportunidad de que la vida en otros planetas pueda
estar en una etapa más avanzada de la evolución. El hombre de hoy acaso esta
en un etapa efímera. Sus unidades individuales tienen todavía un fuerte sentido de
la personalidad. Son muy capaces, de hecho, bajo circunstancias favorables, de
llevar vidas individuales. Pero las sociedades del hombre (análogas a las colonias
de hormigas) ya están tan desarrolladas que tienen poder y efectividad
enormemente mayores que los de los individuos.
No es probable que esta situación transicional continúe por mucho tiempo—tiempo
medio en la escala de la evolución. Hace cincuenta mil años el hombre era un
animal salvaje, que vivía, como los lobos o los castores, en pequeños grupos de
familia. Dentro de cincuenta mil años las sociedades pueden estar tan
íntimamente entretejidas que los individuos no tengan ya algún sentido de
personalidad. Entonces quedara muy poca distinción entre las partes inorgánicas
del organismo múltiple y las partes orgánicas (maquinas) que fueron construidas
por él. Dentro de un millón de años—y un millón de años son un tic del reloj de la
evolución— el hombre y sus maquinas pueden haberse fundido hasta los
músculos del cuerpo humano y las células nerviosas que lo hacen funcionar.
Los exploradores del espacio habrán de estar preparados para una situación como
está. Si llegan a otro planeta cuando sus organismos vivientes estén aun estado
primitivo de la evolución, pueden encontrar el equivalente de los dinosaurios o
moluscos o hasta lo protozoos unicelulares. Si el planeta ha alcanzado un estado
mas evolucionado (cosa que no es imposible), puede estar habitado por un solo
gran organismo compuesto de varias unidades que cooperan cercanamente.
Las unidades pueden ser “secundarias”: maquinas creadas hace millones de años
por una forma previa de vida y a las que se dio la voluntad y habilidad de
sobrevivir y reproducirse. Pueden estar construidas enteramente por metales,
cerámicas y otros materiales durables, como los misiles de los hombres. En este
caso podría ser mucho más tolerante a su ambiente, y sobrevivir bajo condiciones
que destruirían inmediatamente a cualquier organismo hecho de compuestos de
carbono y dependiente de nuestro familiar ciclo del carbono.
Podrían vivir en planetas muy calientes o muy fríos. Podrían respirar en cualquier
atmosfera o en ninguna. Podrían construir sus cuerpos a cualquier tamaño
deseado a partir de materiales abundantes en la corteza de sus planetas. Podrían
obtener su energía de la luz solar o de reacciones nucleares. Tales criaturas
podrían ser los restos de una era ida muchos millones de años atrás, cuando su
planeta era favorable al origen de la vida, o pudieran ser inmigrantes de otro
planeta.
No es muy probable que los exploradores espaciales humanos encuentren
situación similar en ninguno de los planetas a los que puedan llegar: pero tampoco
es probable que encuentren el equivalente del hombre de hoy, cuya etapa de
desarrollo semisocializada, aunque interesante, solo puede ocupar una mínima
tajada del tiempo de la evolución
En su gran trilogía U.S.A. el novelista John Dos Passos (1896-1970) presentó tres
mecanismos literarios extremadamente novedosos. Salpicó su narrativa de
noticiarios (compuestos de encabezados, reportajes, anuncios y trozos de
canciones), ojos de cámara (recuerdos personales impresionistas) y pequeñas
biográficas de estadounidenses famosos. Es difícil saber qué tanto daban estos
mecanismos el sentimiento de la época al lector, pero la mayoría de los críticos
concuerda en que las biografías son muchas veces pequeñas obras maestras de
prosa irónica y poética. El siguiente esbozo de Charles Proteus Steinmentz–
tomado del El paralelo 42– fue escrito mucho antes de que Dos Passos ablandara
su rabia hacia el capitalismo y la dirigiera a las opiniones pro comunistas que él
mismo había mantenido. Ésta sigue siendo, sin importar cómo reaccione uno ante
sus excesos políticos, una de sus piezas más dramáticas y conmovedoras
( 15 ) Proteus
Con un amigo danés vino a América en la tercera clase del viejo barco
francés La Champagne, vivió en Brooklin primero y viajó a Yonkers donde tenía un
trabajo de doce dólares por semana con Rudolph Eichemeyer, que era exiliado
alemán del cuarenta y ocho e inventor y dueño de una fábrica donde construía
maquinaria para hacer sombreros y generadores eléctricos.
( 16 ) JULIAN HUXLEY
Hace mucho que los biólogos reconocieron que el trino de la aves tiene un importante
papel en sus rituales de apareamiento y que sirve también para identificar el
territorio de alimento donde cada ave ha marcado su señal. ¿Quiere esto decir que el
ave no "disfruta" con su canto? Eso sería como decir que al trompetista no le importa el
sonido de su instrumento sólo porque con él se gana la vida o porque excita a una
mujer. Es reconfortante, por ello, que en el siguiente ensayo un zoólogo eminente nos
diga que el gozo que las aves parecen experimentar no es sólo una ilusión de los
más sentimentales observadores de aves.
Las semejanzas de Julián Sorell Huxley (1877-1975) con su abuelo Thomas Henry
Huxley han sido señaladas muchas veces: gran interés en la zoología apoyado por
muy amplios antecedentes en todas las ciencias, agnosticismo filosófico acompañado
de humanitaria fe en el progreso, vigorosa participación en asuntos políticos (fue
director general de la UNESCO), soberbia habilidad como maestro y catedrático y, sobre
todo, la habilidad de escribir libros populares que son modelos de precisión científica y
excelencia estilística.
JULIAN HUXLEY
Oh ruiseñor,
eres sin duda criatura de fiero corazón
W.WORDSWORTH
Los animales inferiores, cuando las condiciones de vida le son favorables, son sujetos
de accesos periódicos de felicidad, que los afectan poderosamente y destacan en
vívido contraste de su temperamento ordinario... Los pájaros están mucho más
sujetos a estos gozosos instintos universales que los mamíferos y... como son mucho
más libres que los mamíferos, más alegres y graciosos en su acción, más locuaces y
tienen voces mucho más finas, su alegría se nota en una mayor variedad de formas,
con movimientos mucho más regulares y más hermosos, y con melodía.
W.H.HUDSON
¿Qué sabes sino que cada ave que el aire corta a su paso
Es un mundo inmenso de delicias, cerrado por nuestros cinco sentidos?
W. BlAKE
Hay una escuela muy difundida hoy día que sostiene que los animales son
"meras máquinas". Puede ser que sean máquinas; lo que no encuadra bien es el
calificativo. Supongo que cuando se dice meras máquinas se quiere indicar que tienen
la inanimada y rígida cualidad de una máquina que anda cuando se la pone en
movimiento, se para cuando se toca otra palanca y actúa, en fin, solamente
obedeciendo a estímulos externos, siendo en realidad inemocional: un conjunto de
operaciones sin ninguna cualidad que merezca el nombre de ser.
Las aves son, en general, muy estúpidas, en el sentido de que son muy
poco capaces de enfrentar emergencias, pero su vida es a menudo emocional y
sus emociones se expresan con riqueza y finura. Durante años me ha interesado
observar el apareamiento y las relaciones entre los sexos en las aves, y recuerdo
un gran número de momentos notables y dramáticos. Ésos me parecen ilustrar
tan bien la abundancia emocional de las aves y ofrecer tal número de ventanas
abiertas a esa cosa extraña que llamamos mente de un pájaro, que quiero exponer
algunos de ellos tal como me vienen a la memoria.
Nunca pude, ay, ver esto con los pequeños airones blancos que son menos
comunes; sólo con la garza de Lousiana (que, hablando con precisión, podría
llamarse también airón); sin embrago, como todas las otras actividades de las dos
especies son exactamente iguales, salvo en sus pequeños detalles, creo que el
airón blanco, al igual que el gris y el vinoso, se comporta de la misma manera.
Nadie que haya visto un par de airones cambiar así sus lugares en el nido, los
cuerpos inclinados hacia adelante, las plumas como un primoroso abanico de
encaje, la absoluta blancura del plumaje que realza el oro de los ojos y el negro
del pico, y toda la escena animada por un grito repetido y excitado, nadie puede
olvidarlo. Pero estas inolvidables escenas no se hallan limitadas a esas regiones.
Aquí en Inglaterra pueden verse otras; las he contemplado en las reservas de
Tring, a la vista del camino cerca del lago Frensham: los cortejos y galanteos del
airón crestado.
Felizmente, el airón crestado es cada vez más familiar a los amantes de pájaros
de Inglaterra. Su vientre blanco brillante y su protectora espalda gris avellana, su
zambullida sin esfuerzo y silenciosa, su largo cuello, su espléndida golilla y sus
patillas en negro, avellana y blanco, conspiran para hacer de él un ave notable.
En invierno, la cresta es pequeña e, incluso cuando ha crecido completamente
durante la primavera, se mantiene apretada contra la cabeza de modo que casi
no se le nota. Cuando el animal la extiende es, casi sin excepción, al servicio
del galanteo o del amor. Hace diez años me entretuve durante mis vacaciones
de primavera observando estas aves en las reservas de Tring. Pronto descubrí
que su galanteo, al igual que el de la garza, era mutuo, no sólo masculino como
en el pavo real o el gallo. Consistía, ordinariamente, en una pequeña ceremonia
de balanceo de la cabeza. La pareja de animales se acerca uno a otro, se ponen
frente a frente, levantan su cuello y extienden, no excesivamente, su collar de
plumas. Luego con un pequeño grito sacuden sus cabezas rápidamente, para
continuar con una oscilación de las cabezas de un lado a otro. Este sacudido y
meneo alternado se repite acaso de doce a veinte veces y luego las aves vuelven
lentamente a su estado normal y se ocupan de pescar, descansar o limpiar y
arreglar sus plumas. Ésta es la muestra más común de galantería pero, de
cuando en cuando, la excitación, evidente aun en estas ceremonias de algún
modo casuales, se eleva a mayor altura y parece intensificarse. Los saluditos de
cabeza se repiten sin interrupción y he visto, en una ocasión, que continuaban
saludándose hasta ochenta veces seguidas; y al final de estas sesiones las aves
no recaen en su vida ordinaria sino que, por el contrario, extienden mucho más
las plumas de su collar, dándole forma casi isabelina. Entonces una de las aves
se zambulle y luego la otra; pasan algunos segundos. Al fin, quizá después de
medio o tres cuartos de minuto (¡y medio minuto es muchísimo cuando se espera
la reaparición de un ave!), emerge uno después del otro; ambos llevan hierba
verdosa arrancada del fondo del lago en sus picos y tienden su cabeza hacia atrás
colocándola entre sus hombros de modo que ninguno de ellos puede ver casi nada del
otro, salvo los colores concéntricos de su collar levantado. En esta posición nadan
juntos. Es interesante observar la mirada ansiosa del que emerge primero y su
inmediata salida hacia el segundo en cuanto reaparece. Se acercan rápidamente
hasta que el observador se pregunta cómo evitarán la colisión. La respuesta es muy
simple: ¡la colisión no se evita! Pero esta colisión se lleva a cabo de forma notable: las
dos aves, cuando están una muy cerca de la otra, saltan del agua y se encuentran
pecho contra pecho casi verticalmente, enseñando de súbito la brillante superficie
blanca de su abdomen. Se mantienen en esta posición con violentos esfuerzos de
sus patas, balanceándose de un lado a otro como si estuvieran bailando, y,
gradualmente, se hunden de nuevo (siempre con sus pechos en contacto) hasta la
horizontal.
En tanto, intercambian algo de la hierba que llevan en el pico o por lo menos hacen
frecuentes y rápidos movimientos de la cabeza como si quisieran hacerlo, y así
vuelven a posarse sobre el agua; sacuden sus cabezas en saludo unas cuantas veces
más y se separan, y pasan de ser actores de un rito asombrosamente antiguo —
antiguo pero siempre nuevo— a las máquinas de comer y dormir de todos los días,
pero dejando tras de sí la visión de una intensa emoción canalizada en las particulares
formas de estas zambullidas y danzas. El conjunto de esta ceremonia impresiona al
observador no sólo por su intensidad sino porque, aparentemente, tiene muy pocas
ventajas biológicas directas (aunque posiblemente muchas indirectas), pues el acto
agota a los animales, no los estimula a las relaciones sexuales y se lleva a cabo,
parecería, por el puro gusto.
Cuando llegué a conocer mejor al airón, mi interés se hizo aún más profundo y se
aclaró el matiz emocional que hay en el fondo de todas las relaciones de los sexos. Esta
ave tiene también su "ceremonia de bienvenida", pero como se esfuerza muchísimo en
esconder su nido, al revés de las garzas y airones coloniales, esta ceremonia no
puede efectuarse en su momento más natural, el del relevo en el nido, sino que sucede
generalmente fuera de él, en la superficie del agua, donde no hay secretos que revelar.
Si el ave que está incubando quiere dejar el nido y la otra no vuelve, se va volando a
buscar a su compañera, tras de cubrir los huevos con hierba: es muy común en la
época de la cría ver a una de estas aves en la "actitud de busca", con el cuello estirado y
un poco hacia adelante y las patillas erectas, emitiendo una llamada especial y de
mucho alcance. Cuando esta llamada especial es reconocida y contestada, las dos
aves no simplemente vuelan o nadan una en busca de la otra; tiene lugar una
ceremonia en la que claramente se muestra su poder de excitación. El ave que ha
sido buscada y encontrada se pone en una actitud muy hermosa, con las alas medio
extendidas en ángulo recto con el cuerpo, el collar en erección circular y la cabeza
echada sobre su espalda, de modo que sólo queda visible la brillante roseta del collar
extendido en el centro de la pantalla que forman las alas, cada una de las cuales
muestra una ancha barra blanco brillante sobre su superficie gris oscuro. En esta
posición se balancea sin descanso para adelante y para atrás en pequeños arcos,
siempre de cara a su compañero. El descubridor, mientras tanto, se ha zambullido; pero,
como nada inmediatamente bajo la superficie del agua, puede verse su progreso
por la ondulación que levanta. De cuando en cuando levanta su cabeza por encima
de la superficie como un periscopio, para cerciorarse de su dirección, y retoma su
curso subacuático. Y no se levanta exactamente enfrente de la otra ave sino que
nada debajo de ella y un poco más allá; y mientras su compañero da vuelta hacia la
nueva orientación, emerge del agua en una actitud realmente extraordinaria. En el
último momento debe haberse zambullido un poco más profundo porque ahora se
levanta perpendicular con un movimiento lento, un poco espiral, y con el pico y la
cabeza apretados contra el cuello. En mis notas de hace diez años lo comparé con el
"fantasma de un pingüino", y esta comparación es aún la mejor que puedo encontrar
para dar una pequeña idea de la extraña sensación de irrealidad de su aparición.
Entonces se posa sobre el agua y empieza la pareja uno de sus inevitables ataques
de sacudimiento de cabeza.
Vemos pues que una pareja de aves se junta después de unas pocas horas de
separación; la cosa es muy simple en sí misma pero ¡cuánta elaboración en detalle!,
¡qué cúmulo de pequeñas excitaciones!, ¡cuánta emoción!
Una vez vi (desde las ventanas de la casa del director en Radley, extrañamente)
los poderes aéreos del cernícalo convertidos a los usos del galanteo. La hembra
estaba posada sobre un gran matorral del otro lado del césped. Había un viento
muy fuerte y el macho se lanzaba una y otra vez contra el matorral, para dar
vuelta justo al momento de llegar a la casa, y abatirse de nuevo, a velocidad extrema,
contra el matorral. Cuanto parecía inevitable que tiraría a su compañera de la rama,
cambiaba de súbito el ángulo de sus alas para subir verticalmente frente al matorral;
luego volvía y repetía el juego. Algunas veces se le acercaba tanto que ella se asustaba
y batía sus alas como si realmente temiera el choque. El viento estaba muy fuerte —y
soplaba en mi contra—, de modo que no pude oír qué gritos acompañaban el juego.
Un amigo mío que conoce las montañas de galesas y le gusta mucho observar las
aves me dice que ha visto hacer lo mismo al halcón peregrino; la misma cosa,
excepto que la velocidad era quizás doblemente grande, y el fondo, un salvaje
precipicio de rocas en lugar de un jardín de Berkshire.
No sólo las actividades de la vida diaria, sino las de la construcción del nido, son
empleadas a menudo como ceremonias de galanteo; pero, mientras que en el primer
caso los actos son simplemente aquellos más naturales y que mejor efectúa el ave,
en este último existe, sin duda, una asociación real entre los centros cerebrales que se
ocupan en la construcción del nido y la emoción sexual en general. Así podemos ver,
casi invariablemente, que la búsqueda de material para construir el nido es parte del
galanteo y a menudo se extiende hasta llegar a ser una presentación del material,
con el pico, a la compañera. Esto lo hemos visto también en el airón, que usa las
hierbas de las cuales su nido está formado; el somorgujo usa musgo para la
construcción del suyo y la pareja acude a los bancos de musgo en los cuales
nerviosamente lo recoge sólo para dejarlo caer de nuevo o tirarlo por encima de su
espalda. En estos pájaros cantores, los machos recogen con el pico una hoja o una
ramita y van a ofrecerla así a las hembras, y el frailecillo recoge frenéticamente la hierba y
la paja. El pingüino adelia, muy bien descrito por el doctor Levick, construye su nido
con piedras y lo usa también como galanteo.
Algunas veces también estos actos se ejercen por el puro gusto, como podríamos
decir: porque el hecho de representarlos, cuando el ave está llena de energía y las
condiciones exteriores son favorables, les causa placer. El ejemplo mejor conocido de
esto es el canto de los pájaros cantores. Éste, como ha demostrado abundantemente
Eliot Howard, es en su origen y función esencial símbolo de posesión de un territorio
para anidar ocupado por un macho; para los otros machos, un aviso de "cuidado
con el perro"; para las hembras, una invitación a hacer el nido y aparearse. Pero en
todos los pájaros cantores, prácticamente sin excepción, el canto no se limita al corto
período en que el animal cumple estas funciones sino que continúa hasta que los
pichones ya han sido criados, o después de la muda o incluso, como en el tordo
cantor, en cualquier día del año mientras haya buen sol y temperatura agradable.
Finalmente, esto nos conduce a lo que es, quizá, la categoría más interesante de
los actos de las aves: aquellos actos que no son simplemente llevados a cabo
algunas veces por el gusto de practicarlos, aunque posean funciones utilitarias, sino
los que no tienen realmente otro origen o razón de ser que ellos mismos.
Representan, en efecto, verdaderos juegos o deportes; y parecen mejor
desarrollados entre las aves que entre los mamíferos inferiores al mono. Es
verdad que el gato juega con el ratón y que muchos pequeños mamíferos, como los
perritos, cabritos, niños, son extraordinariamente juguetones, pero el juego del
gato con el ratón se puede comparar, más bien, al canto de los pájaros fuera de
la estación del amor; la transferencia de una actividad normal al plano del juego y
el juego, en los pequeños animales, como ha podido demostrar Groos, es de una
utilidad indudable. Seguramente el impulso al juego del animal joven debe ser
sentido como una exuberancia de la emoción y la energía que exige expresión, pero
un impulso similar debe sentirse en todos los actos instintivos. Psicológica e
individualmente, si así lo quieren, la acción se practica por el simple gusto de
hacerla; pero desde el punto de vista de la evolución y de la raza, ha sido originada
o por lo menos perfeccionada como un campo de práctica para los miembros aún
inmaduros del animal y como un entrenamiento para mantener preparadas y
listas las facultades que en el futuro cumplirán una importante necesidad.
Con algunos ejemplos veremos mejor la diferencia que existe entre los
mamíferos y las aves en el aspecto de la conducta. Pude contemplar uno de estos
ejemplos, extrañísimo, en un pantano cerca de la cría de los airones en la Lousiana.
Allí, entre otros interesantes representantes de la fauna alada, había pavos de
agua, curiosos primos de los corvejones, de cuello largo, delgado y flexible, cabeza
pequeña y agudo pico que, a menudo, nadan más que su largo cuello, cual
serpiente, sacaban del agua. Una de estas aves estaba posada sobre una rama de
cedro solitario y aparentemente tranquila; pero esa tranquilidad no era más que
la máscara del aburrimiento, porque de pronto el ave, dando una mirada
intranquila en torno suyo (era la hembra), empezó a tomar con el pico las
pequeñas ramillas verdes que estaban cerca de ella. Arrancó una de ellas con el
pico; luego, sacudiendo su cabeza hacia arriba, la echó al aire y, con diestro
movimiento, la tomó de nuevo en el pico cuando descendía; después de cinco o
seis veces de hacer esta maniobra con éxito, erró una vez. Entonces miró de reojo,
cómicamente, a la ramilla que caía con una inmovilidad meditativa y luego rompió otra
y empezó el mismo juego. Era muy rápida y hábil y el único pájaro que he visto
alguna vez tomar una cosa al vuelo tan bien como ella fue un tucán del zoológico,
que era capaz de coger las uvas a cualquier, velocidad que se las lanzaran. Hay
que tener en cuenta, sin embargo, que el tucán se había entrenado y que tenía
la ventaja de la enorme capacidad de su pico.
Supóngase que fuera totalmente cierto que la vida y fortuna de cada uno de nosotros
dependiera, en algún momento, de ganar o perder un juego de ajedrez. ¿No creen que
habríamos de considerar nuestro máximo deber sabemos cuando menos los nombres y
los movimientos de las piezas; tener nociones del gambito, y buen ojo para todas las
formas de poner o salirse de jaque?
Y es una verdad muy llana y elemental que la vida y la fortuna y la felicidad de
cada uno de nosotros y, más o menos, de quienes están relacionados con nosotros,
dependen de que conozcamos algo de las reglas de un juego infinitamente más
complicado que el ajedrez. Es un juego que se ha, jugado por eras innombrables, cada
hombre y cada mujer ha sido uno de los dos jugadores de su juego. El tablero es el
mundo, las piezas son los fenómenos de la naturaleza, las reglas del juego son lo que
llamamos leyes de la naturaleza. El otro jugador está oculto de nosotros. Sabemos que
su juego siempre es justo y paciente. Pero sabemos también, a nuestra, costa., que
nunca desatiende un error o se permite la mínima ignorancia. Al hombre que juega bien
se le pagan las más grandes apuestas, con esa suerte de generosidad desbordada, con
que el fuerte se solaza en su fuerza. El que juega, mal queda en jaque mate. Sin prisas
pero sin demoras.
THOMAS HENRY HUXLEY
A liberal education
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 185 – 203.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez
( 18 ) ALDOUS HUXLEY
A
ldous Leonard Huxley (1894-1963), a diferencia de su abuelo T.H. Huxley y
su hermano mayor Julián, pero como su tío abuelo materno Matthew
Arnold, miró siempre el progreso de la ciencia con ojo desconfiado. En su
novela más grande, Punto contrapunto, un personaje moldeado en D.H. Lawrence
expone sus dibujos de dos contrastantes Perfiles de la Historia. Uno, a la manera
de H.G. Wells, inicia a la izquierda con un pequeño mono. Sigue con el hombre
prehistórico, luego, a través de la historia, las figuras se hacen más y más grandes
hasta que culminan en gigantescas semejanzas de Wells, que salen en
espiral del papel hacia la Utopía. El otro Perfil es como lo ve Lawrence. La figura
más grande es un griego antiguo, y luego los hombres se hacen cada vez más
pequeños. Los victorianos son casi enanos, los hombres del siglo XX son todavía
más chicos. “Entre las nieblas del futuro se puede ver una compañía
empequeñeciente de fetos y gargolitas…”
Mustafá Mond les tendio la mano a los tres; pero se dirigió al Salvaje.
–Entonces no le gusta mucho la civilización, señor Salvaje –dijo–.
–¿Usted también lo ha leído? –preguntó–. Creía que nadie sabía nada de ese
libro aquí en Inglaterra.
–Casi nadie. Soy de los pocos. Está prohibido, ¿ve? Pero como yo hago aquí las
leyes, igual puedo quebrantarlas. Impunemente, señor Marx –agregó, volviéndose
hacia Bernard–, cosa que me temo usted no puede hacer.
–Porque es viejo más que nada. Y aquí no nos sirven las cosas viejas.
–Pero es que las nuevas son estúpidas y horribles. ¡Esas farsas en que sólo hay
helicópteros volando por todas partes y uno siente a las personas besándose! –
hizo una mueca.–¡Cabrones y micos! –sólo en las palabras de Otelo podía hallar
un adecuado vehículo para su odio y desprecio.
Sí, era verdad. Recordó cómo se había reído Helmholtz de Romeo y Julieta.
–Bueno –dijo tras una pausa–, pues entonces algo nuevo que se parezca a Otelo
y que puedan entender.
–¿Por qué?
–No es usted muy amable con su amigo, el señor Watson, uno de nuestros más
distinguidos Ingenieros de emociones…
–Pues sí. La felicidad real siempre parece muy menguada en comparación de las
compensaciones que brinda la miseria. Y, naturalmente, la estabilidad no es para
nada tan espectacular como la inestabilidad. Y el estar satisfecho no tiene el
encanto de la lucha contra la desgracia, ni el pintoresquismo de la pugna contra la
tentación, o de una fatal derrota a manos de la pasión o de la duda. La felicidad
nunca es grandiosa.
–Tal vez –dijo el Salvaje, tras un silencio–. Pero ¿debe de ser tan fea como esos
gemelos? y se pasó la mano por los ojos, como si quisiera borrar la recordada
imagen de las filas de enanos idénticos en las mesas de montaje, de aquellos
rebaños de enanos haciendo cola a la entrada de la estación del monorriel en
Brentford, de aquellos gusanillos humanos pululando alrededor del lecho de
muerte de Linda, del rostro interminablemente repetido de sus asaltantes. Miró su
mano izquierda vendada y se estremeció--: ¡Qué horrible!
–¡Pero qué útil! Veo que no le gustan nuestros Grupos Bokanowsky; pero son el
cimiento donde todo lo demás se construye, se lo aseguro. Son el giróscopo que
estabiliza el cohete del Estado en su marcha indetenible.
–Tenía la curiosidad –dijo el Salvaje–, ¿para qué los tienen si pueden sacar lo
que quieran de los envases? ¿Por qué no hacen a todo el mundo un Alfa Plus
Doble, ya que están en eso?
–¿Cuál?
–La población óptima –dijo Mustafá Mond– ha sido modelada como un iceberg:
ocho novenos bajo el agua y uno encima.
–Pues más felices que encima. Más felices que su amigo, por ejemplo –y lo
señaló–.
¿La ciencia? El Salvaje frunció el ceño. Conocía la palabra. Pero no podía decir
qué significaba exactamente. Shakespeare y los ancianos del pueblo nunca
habían mencionado la ciencia, y de Linda solamente había recogido vagas
indicaciones: la ciencia era algo con que se hacen helicópteros, algo que te hace
reír de las Danzas del Maíz, algo que te impide estar enfermo y que se te caigan
los dientes. Hizo un desesperado esfuerzo para comprender lo que el Inspector
quería decir.
–Tres veces por semana, de las trece a las diecisiete –apoyó Bernard–.
El Inspector suspiró.
El cuarto secretario salió y volvió con tres lacayos gemelos, uniformados de verde.
Se llevaron a Bernard aún entre sollozos y chillidos.
Helmholtz se río.
Suspiró, guardo otra vez silencio y luego continuó en un tono más animado:
–Pero usted no terminó en una isla –dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.
El Inspector sonrió.
–Prefiero el mal clima –respondió–. Yo creo que podría escribir mejor si el clima
fuera malo. Si hubiera vientos y tempestades, por ejemplo…
–Me gusta su espíritu, señor Watson. De veras me gusta mucho. Tanto como lo
desapruebo oficialmente –sonrió–. ¿Estarán bien las islas Falkland?
( 19 ) RACHEL CARSON
En 1951 los lectores de The New Yorker se llevaron una pequeña sacudida. En
varios números, la sección de reseñas biográficas de la revista, dedicada
normalmente la gente pública, publico una “reseña biográfica” del mar. La serie de
artículos se tomó de El mar que nos rodea, de Rachel Carson. Cuando apareció el
libro, ese mismo año, un poco después, se convirtió en éxito instantáneo y fue
ganador de muchos premios importantes.
RACHEL CARSON
MATHEW ARNOLD
ENTRE LA SOLEADA SUPERFICIE del mar abierto y las ocultas colinas y valles
del suelo oceánico está la región menos conocida del mar. Estas aguas profundas
y oscuras, con todos sus misterios y sus problemas no resueltos, cubren una parte
muy considerable de la tierra. Las aguas se extienden sobre más de tres cuartos
de la superficie del globo. Si restamos las áreas superficiales de los arrecifes
continentales, y los bancos y bajíos, donde el pálido fantasma de la luz del sol
alcanza a rozar el fondo, aún la mitad del mundo está cubierta de agua sin luz, de
kilómetros de profundidad, oscura desde el principio del mundo.
Aunque sólo unos cuantos afortunados podrán visitar el mar más profundo,
los instrumentos precisos del oceanógrafo, que registran la penetración de la luz,
la presión, la salinidad y la temperatura, nos han dado la materia prima para
reconstruir en la imaginación estas regiones extrañas y prohibidas. A diferencia de
las aguas superficiales, que son sensibles a cualquier ráfaga del viento, que
conocen la noche y el día, responden a la atracción del sol y de la luna, y cambian
cuando cambian las estaciones, a las aguas profundas los cambios llegan
lentamente, si llegan. Abajo, más allá del alcance de los rayos del sol, no hay
alteración de luz u obscuridad. Hay más bien una noche infinita, antigua como el
mismo mar. Para la mayoría de sus criaturas, que andan por siempre a tientas por
sus negras aguas, éste debe de ser lugar de hambre, donde el alimento es escaso
y difícil de encontrar, lugar sin refugio donde no hay santuario libre de enemigos,
donde sólo se puede andar y andar, del nacimiento a la muerte, a través de la
oscuridad, confinados como en una prisión a su capa particular del mar.
Antes se decía que nada podía vivir en el mar profundo. Era una creencia
fácil de aceptar, pues sin nada que pruebe lo contrario, ¿cómo sería posible
concebir la vida en semejante lugar?
Cuando se desarrolló el sondeo por eco, en el primer cuarto del siglo XX,
para permitir a los barcos registrar las profundidades del mar, acaso nadie
sospechó que también proveería del medio de aprender algo de la vida en esas
profundidades. Pero los operadores de los nuevos instrumentos pronto
descubrieron que las olas de sonido, dirigidas hacia abajo como un rayo de luz,
eran reflejadas por cualquier objeto sólido que encontrasen. Regresaban ecos
desde las profundidades intermedias, probablemente de bancos de peces, de
ballenas o submarinos; y luego se recibía el eco del fondo.
Estos hechos estaban tan bien establecidos a fines de los treinta que los
pescadores ya hablaban de usar sus brazómetros para buscar bancos de
arenque. Entonces la guerra impuso estrictas regulaciones al asunto, y poco se
oyó del asunto. Sin embargo, en 1946 la marina de los Estados Unidos expidió un
importante boletín. Se reportó que varios científicos, que trabajan con equipos
sónicos en las aguas profundas cercanas a la costa de California, habían
descubierto una extensa "capa" de algo, que devolvió un eco a las ondas de
sonido. Esta capa reflectante, aparentemente suspendida entre la superficie y el
piso del Pacífico, se encontró sobre un área de 750 kilómetros de ancho. Estaba
entre 1,000 Y 1,500 pies bajo la superficie. El descubrimiento fue hecho por tres
científicos, C. Eryring, R. J. Christensen y R. W. Raitt, abordo del U.S.S. Jasper,
en 1942. Por algún tiempo este misterioso fenómeno, de naturaleza totalmente
desconocida, dio en llamarse capa ECR. Luego, en 1945, Martín W. Johnson,
biólogo marino del Instituto de Oceanografía Scripps, hizo un descubrimiento que
dio la primera pista de la naturaleza de la capa. En el buque E. W. Seripps,
Johnson descubrió que lo que enviaba los ecos se movía de arriba para abajo
rítmicamente: se le hallaba cerca de la superficie por la noche y en las
profundidades del mar durante el día. Este descubrimiento permitió dejar de lado
especulaciones de que los reflejos provenían de algo inanimado, tal vez de una
simple discontinuidad física del agua, y demostró que la capa estaba informada de
criaturas vivientes capaces de movimiento controlado.
Quienes dicen que los peces son los reflectantes de las ondas de sonido,
dan cuenta de las migraciones verticales de las capas, con la sugerencia de que
los peces se alimentan de los camarones planctónicos y están siguiendo su
comida. Creen que la forma de la vejiga de aire de un pez es, de todas las
estructuras implicadas, la más capaz, por su construcción, de regresar un fuerte
eco. Hay una importante dificultad para aceptar esta teoría: no hay ninguna
evidencia de que haya concentraciones de peces en todos los océanos. De hecho,
casi todo lo que sabemos sugiere que las poblaciones realmente densas de peces
viven en los bancos continentales o en ciertas zonas muy definidas del océano
abierto donde la comida es particularmente abundante. Si se llegara a comprobar
que la capa reflectante está compuesta de peces, las opiniones prevalecientes
tendrán que ser revisadas radicalmente.
Es cierto que hombres que han trabajado cerca a la superficie marina por la
noche han tenido vívidas impresiones de la abundancia y actividad de los
calamares en la oscuridad de las aguas superficiales. Hace tiempo Johan Hjort
escribió:
Parece una paradoja que criaturas de tan grande fragilidad como la esponja
y la medusa puedan vivir bajo las condiciones de inmensa presión que prevalecen
en las aguas profundas. Para las criaturas cuya casa es el mar profundo, la
salvedad es que la presión dentro de sus tejidos es la misma que afuera, y en
tanto se preserve este equilibrio, no les es más inconveniente la presión de una
tonelada que a nosotros la presión atmosférica. Y muchas de las criaturas
abisales, debemos recordar, pasan toda su vida en una zona relativamente
restringida, y nunca requieren ajustarse a cambios extremos de presión.
Sin embargo, el peso del agua de mar -la presión hacia abajo kilómetros de
agua- sí tiene cierto efecto sobre la misma agua. Si su compresión se relajara de
súbito por alguna milagrosa suspende las leyes naturales, el nivel del mar se
subiría más de 28 metros en todo el mundo. Esto movería la costa del Atlántico de
los Estados unidos más de 150 kilómetros hacia el oeste y alteraría otros perfiles
geográficos en todo el mundo.
La inmensa presión es, por tanto, una de las condiciones que gobiernan la
vida del mar profundo; la obscuridad es otra. Esa obscuridad absoluta de las
aguas profundas ha producido extrañas e increíbles modificaciones en la fauna
abisal. Es una negrura tan divorciada del mundo de la luz solar que acaso sólo
esos pocos hombres que la han visto con sus propios ojos la pueden imaginar.
Sabemos que la luz desaparece rápidamente con el descenso bajo la superficie.
Los rayos rojos desaparecen al final de los primeros 60 ó 70 metros, y con ellos
toda calidez naranja y amarilla del sol. Luego desaparecen los verdes y a 300
metros de profundidad sólo resta un azul profundo, oscuro y brillante. En las aguas
muy claras acaso los rayos violetas del espectro penetran otros trescientos
metros. Más allá de esto está la sola negrura del mar profundo.
El mar profundo tiene sus estrellas, y acaso, aquí o allá, algún misterioso y
pasajero equivalente de la luz de luna, pues tal vez la mitad de todos los peces
que viven en las aguas obscurecidas despliegan el extraño fenómeno de la
luminescencia, y también muchas de las formas menores. Muchos peces tienen
antorchas luminosas que pueden apagarse o prenderse a voluntad, y que
suponemos les ayudan a encontrar o a perseguir a su víctima. Otros tienen hileras
de luces en su cuerpo, en patrones que varían de especie en especie y que acaso
son una cierta marca de identificación por la que se puede reconocer al portador
como amigo o enemigo. El calamar de mar profundo lanza un chisguete de fluido
que se convierte en una nube luminosa, la contraparte de la tinta de su primo de
agua poco profunda.
Más allá del alcance del más poderoso y largo de los rayos solares, los ojos
de los pescados se agrandan, como para usar al máximo, cualquier oportunidad
de iluminación de cualquier tipo, o se pueden convertir en grandes y salientes
lentes telescópicos. En los peces del mar profundo, que cazan en aguas obscuras,
los ojos tienden a perder sus "conos", o células perceptoras de color de la retina,
para incrementar las "barras", que perciben la luz tenue. La misma, modificación
es vista en la tierra entre los cazadores estrictamente nocturnos, que, como los
peces abisales, nunca ven la luz del día. En su mundo de oscuridad, parecería
probable que alguno de esos animales se quedara ciego, como le sucede a la
fauna de las cuevas. Así, ciertamente, les ha sucedido a muchos de ellos, y -en
compensación por su falta de visión- poseen antenas maravillosamente
desarrolladas, aletas finas y largas, y procesos con los que tantean su camino;
cual ciegos con bastones, todo su conocimiento de amigos, enemigos y
alimentación les llega por el sentido del tacto.
La presión y la obscuridad -y, hasta hace apenas unos años, el silencio- son
las condiciones de vida del mar profundo. Pero hoy sabemos que la concepción
del mar como un lugar silente es totalmente falsa. La ya amplia experiencia con
hidrófonos y otros instrumentos para la detección de submarinos ha probado que,
alrededor de las costas de gran parte del mundo, hay un extraordinario alboroto
que producen peces, camarones, marsopas y otras formas que probablemente no
hemos identificado. Poco se ha investigado el sonido en las profundidades, pero
cuando la tripulación del Atlantis bajó un hidrófono a las aguas de las Bermudas,
grabaron maullidos extraños, aullidos y quejidos fantasmagóricos, cuyas fuentes
aún no han sido rastreadas. Pero han sido capturados y confinados a acuarios
peces de zonas menos profundas; sus voces han sido grabadas para comparadas
con sonidos escuchados en el mar, y en muchos casos se han identificado
satisfactoriamente.
Pero han ocurrido, en los últimos años, sucesos que mantienen viva la
esperanza de que el mar profundo, después de todo, sí guarde extraños vínculos
con el pasado. En diciembre de 1938, en las costas de la punta sudoriental del
África, se atrapó vivo a un pez sorprendente: ¡un pez que se suponía muerto hace
60 millones de años! Es decir, los últimos restos fósiles de su tipo datan del
cretáceo, y, hasta este afortunado espécimen, ninguno había sido reconocido vivo.
Acaso haya otros anacronismos como éste en estas regiones de las que tan
poco sabemos, pero sin duda son pocos y están desperdigados. Las condiciones
de existencia en estas aguas profundas son demasiado intransigentes con la vida,
a menos que esa vida sea plástica, se adapte constantemente a las duras
exigencias, y se aferre a toda ventaja que permita la subsistencia del protoplasma
vivo en un mundo apenas menos hostil que las negras lejanías del espacio
interplanetario.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 239 – 257.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
HAVELOCK ELLIS
oy, cuando los estudios sexuales empíricos se venden como pan caliente y pocos
disputan el derecho de los científicos de investigar asuntos sexuales, es fácil
olvidar que ese derecho se ganó recientemente. Cuando el primer volumen
de los Estudios de la psicología del sexo, de Henry Havelock Ellis (1859-1939),
apareció en Inglaterra las cortes prohibieron el libro bajo los cargos de “malévolo,
obsceno y escandaloso”. Afortunadamente Ellis halló un valiente editor
norteamericano, y en ese país lograron salir los siete volúmenes de los
Estudios. Fueron el primer intento notable de examinar el campo entero de la
sexualidad, la normal y la anormal, desde un punto de vista científico.
HAVELOCK ELLIS
Hasta cierto punto — y, como veremos, sólo hasta cierto punto — los
caracteres sexuales primarios son objeto de admiración entre los pueblos
primitivos. En las danzas de muchos de estos pueblos, con frecuencia de
significado sexual, es prominente la exposición de los órganos sexuales de
hombres y mujeres. Incluso en el medioevo europeo los atuendos masculinos
permitían en ocasiones la visibilidad de los órganos sexuales. En ciertas partes del
mundo, también, se practica el agrandamiento artificial de los órganos sexuales
femeninos, y ya agrandados se les considera importante y atractivo rasgo de
belleza.
Hay otra razón para que los órganos sexuales sean descartados como
objetos de atracción sexual, y esa razón es decisiva al tiempo que los pueblos
avanzan en su cultura. Estéticamente no son hermosos. Es fundamental que
el órgano introductorio masculino y el canal receptivo femenino mantengan sus
4
Historia del matrimonio humano, capítulo IX, p. 201. Tenemos un ejemplo sorprendente, y moderno en comparación,
de un artículo del atuendo diseñado par atraer hacia la región sexual: la braguette, que nos es familiar por pinturas de
los siglos XVI y XVII y por numerosas alusiones en Rabelais y el la literatura isabelina. Originalmente se trataba de una
cajita de metal para protección de los órganos sexuales en tiempos de guerra, mas subsecuentemente cedió su lugar a
un estuche de piel –usado sólo por las clases bajas–, que se convirtió al final en un elegante artículo de moda, con
frecuencia de seda y adornado con listones, y aun con oro y joyería.
características primitivas; no pueden, por lo tanto, modificarse grandemente
por selección natural o sexual, y el carácter muy primitivo que se ven forzados
a conservar —no importa qué tan deseables o atractivos sexualmente sean para
el sexo opuesto bajo la influencia de la emoción— difícilmente puede ser
considerado hermoso desde el punto de vista de la contemplación estética. Por
el arte se ha tendido a disminuir el tamaño de los órganos sexuales, y en ningún
país civilizado ha habido un artista que represente el ideal de la belleza
masculina con el pene erecto. La forma femenina es un objeto estéticamente
más hermoso que la masculina, porque el carácter antiestético de la región
sexual de la mujer es casi imperceptible en una posición ordinaria y normal.
Fuera de esta característica, probablemente, desde un punto de vista
rigurosamente estético, debemos ver la forma masculina como más hermosa.
La forma femenina, además, suele dejar muy rápido el clímax de su belleza,
manteniéndolo incluso, con frecuencia, apenas unas semanas.
Así, encontramos, entre casi todos los pueblos de Europa, Asia y África,
principales continentes del mundo, que las caderas y el trasero femeninos
grandes son considerados rasgos importantes de la belleza. Este carácter
sexual secundario es la desviación estructural más definitiva entre el tipo
femenino y el masculino, desviación que demanda la función reproductiva de la
mujer y que, en la admiración que produce la selección sexual, va paralela
con la selección natural. Sólo en grado muy moderado puede decirse que se le
haya considerado así desde el punto de vista puramente estético. El artista
europeo busca con frecuencia atenuar más que acentuar las líneas
protuberantes de las caderas femeninas, y hay que notar que el japonés
también considera hermosas las caderas pequeñas. Casi en todo el resto del
mundo la gran cadera y el trasero grande son considerados señales de
belleza, y el hombre promedio es de esta opinión, aun en los países más
estéticos. El contraste de esta forma con la masculina, la fuerza de la asociación
y el hecho incuestionable de que el desarrollo de esas partes es condición
necesaria para una sana maternidad han servido como base de un ideal de
atractivo sexual para casi toda la gente (un ideal más estrecho, que
inevitablemente sería un tanto hermafrodita...)
sexual. Se dice que los papúes admiran este movimiento del trasero de sus
mujeres. Las madres hacen practicar a sus hijas muchas horas apenas han
alcanzado los siete u ocho años de edad, y la doncella papú camina de esta
forma siempre que está en presencia de hombres, y anda con mayor simpleza
si no hay hombres por ahí. En algunas partes del África tropical las mujeres
caminan con este estilo, que también conocen los egipcios, y que los árabes
llaman ghung. Como ha señalado Mantegnazza, el carácter esencialmente
femenino de este andar lo hace método de excitación sexual. Debe observarse
que depende de características anatómicas femeninas, y que el caminar de una
mujer desarrollada como tal es inevitablemente distinto del masculino.
Con el Renacimiento se fue del arte este ideal de belleza. Mas en la vida real
aún podemos rastrear su supervivencia en el estilo de esos atuendos que
implicaban una inmensa expansión bajo la cintura, y que aseguraban semejante
expansión por medio de miriñaques de huesos de ballena y artefactos similares.
El verdugado isabelino es un atuendo así. Éste fue de origen español (cuyo
nombre proviene de verdugo, renuevo vástago con que en un principio se
ahuecaron estas armazones), y llegó a Inglaterra por Francia. Hallamos esta
moda en su punto más extremo en el elegante vestido español del siglo
diecisiete, como Velázquez lo ha inmortalizado. En Inglaterra el miriñaque
desapareció en el reinado de Jorge III, pero resucitó durante algún tiempo,
medio siglo después, bajo la forma de la crinolina victoriana.
elevados. Por otro lado, hay pueblos salvajes que parecen considerar feo el
desarrollo de los senos y adoptan artefactos para aplanarlos. El sentimiento
que precede a esta práctica no es desconocido en la Europa moderna, pues se
dice que a los búlgaros también les parecen feos los senos desarrollados;
ciertamente, en el medioevo europeo el ideal general de la delgadez
femenina se oponía a los senos crecidos, y los atuendos tendían a apretarlos.
Mas en grados muy altos de la civilización este sentir no es compartido como
tampoco lo es, por cierto, en la mayoría de los pueblos bárbaros, y la belleza
de los senos de la mujer, y de cualquier objeto natural o artificial que sugiera
sus graciosas curvas, es fuente universal de placer.
Ya hemos visto que existe razón suficiente para señalar una cierta tendencia
fundamental por la que los más variados pueblos del mundo, y por cierto en la
persona de sus miembros más inteligentes, reconocen y aceptan un ideal
común de belleza femenina, de modo que podemos decir que hasta cierto
punto la belleza tiene una base estética objetiva. Hemos encontrado también
que este ideal estético se ve modificado, y en ciertos lugares muy modificado
o aun en el mismo lugar en diferentes períodos, por una tendencia, derivada
de un impulso sexual no necesariamente armonioso con los cánones
estéticos, a enfatizar, o reprimir uno u otro de los caracteres sexuales
secundarios del cuerpo. Llegamos ahora a una tendencia que es aun más apta
para limitar el cultivo del ideal de belleza puramente estético: las influencias
nacionales o raciales.
Una cuestión interesante, que halla en parte su explicación aquí y que tiene
considerable significado desde el punto de vista de la selección sexual,
concierne a la relativa admiración que se rinde a las rubias y las trigueñas. La
cuestión no está, ciertamente, basada sólo en características raciales. Hay
cosas que decir sobre el asunto si se le considera estéticamente. Stratz, en un
capítulo sobre la belleza del color de las mujeres, señala que el cabello rubio es
más hermoso porque armoniza mejor con las suaves líneas de la mujer, y, uno
podría agregar, es más brillantemente conspicuo; un objeto dorado se ve más
grande que uno negro. El vello de la axila también debe ser claro, según
considera Stratz. Por otro lado, el vello púbico habría de ser obscuro para
enfatizar la amplitud de la pelvis y el obtuso ángulo que está entre el monte de
Venus y los muslos. Cejas y pestañas deben ser obscuras para aumentar el
tamaño aparente de las órbitas. Stratz agrega que entre muchos miles de
mujeres él ha visto una que poseía estas excelencias, además de formas
perfectas, en la máxima medida. De complexión regular, tenía cabello rubio,
muy largo y suave, vello axilar rubio también, enchinado y ralo; pero, aunque
sus ojos eran azules, sus cejas y pestañas eran negras, como lo era asimismo
el desarrollado vello púbico...
Como quiera que sea, la admiración europea a los rubios tiene sus inicios
en los tiempos clásicos. Homero describió así a hombres y dioses. Venus casi
siempre es rubia, como lo es la Eva de Milton. Luciano refiere ciertas mujeres
que tiñen sus cabellos. Los escultores griegos doraban el pelo de sus estatuas,
y los figurines en muchos casos muestran cabello muy rubio. La costumbre
romana del teñido rubio del cabello no se debía, como muestra Renier, al deseo
de ser como los claros germanos, y tras la caída de Roma parece que persistió la
costumbre, y no desapareció nunca; la menciona Anselmo, que murió a
principios del siglo XII.
del marfil, o incluso un poco café. Menciona que Avicena alabó los ojos
mezclados o grises.
En Francia y otros países del norte la admiración por el cabello muy rubio
es tan marcada como en Italia, y data de las primeras eras de que tenemos
registro. “Aun antes del siglo XIII —señala Houdoy en su muy interesante
estudio sobre la belleza femenina en el norte de la Francia medieval—, para
hombres tanto como para mujeres, el cabello rubio fue condición esencial de
belleza; el oro es el punto de comparación usado casi exclusivamente.”
Menciona que en el Acta Sanctorum está declarado que Santa Godeliva de
Brujas, aunque era hermosa, tenía cabello y cejas negros, de tal forma que la
llamaban cuervo. En la Chanson de Roland y todos los poemas medioevales los
ojos son invariablemente vairs. El epíteto es un tanto vago. Proviene de varius, y
significa mezclado; para Houdoy es que tienen varias irradiaciones, cualidad
que después daría el término iris para describir la membrana pupilar. Vair no
describiría, de tal forma, tanto el color de los ojos como su cualidad brillante y
chispeante. Aunque Houdoy puede haber estado en lo correcto, también
parece probable que al ojo al que se describía como vair se le tuviera como
variado también en color, del tipo que solemos llamar gris, que suele aplicarse a
esos ojos azules que están circundados por un pigmento ligeramente café. Tales
ojos son muy comunes en el norte de Francia y también frecuentemente
hermosos. Que éste sea el caso parece indicarlo el hecho de que, como
señala el mismo Houdoy, algunos siglos después, al ojo vair se le considerara
vert, y los ojos verdes fueran los más celebrados. La etimología era falsa, pero
una etimología falsa no alcanza para cambiar un ideal. Jehan Lemaire, en el
Renacimiento, cuando describe a Venus como el ideal de belleza, habla de sus
ojos grises, y Ronsard, un poco después, cantó:
della morte en relación con una mujer que él amaba, que “se sentía unido a
ella por las cualidades de su cuerpo, y no sólo por las que eran más
hermosas, sino especialmente por las menos hermosas” (las cursivas son del
novelista), de forma que su atención se centraba en sus defectos, y los
enfatizaba, llenándose así de un deseo impetuoso. Sin invocar los defectos,
hay infinitas variaciones personales que pueden caer dentro de los límites de
la belleza o el encanto. Stratz escribe que “no hay dos mujeres que de forma
exactamente igual se echen para atrás un rebelde cairel, ni dos que den la
mano de manera idéntica, ni que se sostengan las faldas al caminar con
igual movimiento”. Entre la multitud de pequeñísimas diferencias —que sin
embargo pueden ser vistas y sentidas— quien mira se sentirá variadamente
atraído o repelido según su individual idiosincrasia, y las operaciones de la
selección sexual tienen sus efectos en consecuencia.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 259 – 276.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 21 ) LAURA FERMI
LAURA FERMI
A los físicos les hubiera encantado tener más espacio, pero los lugares
mejor adaptados para el reactor, a los que el profesor Compton había querido
acceder, habían sido requeridos por las cada vez mayores fuerzas armadas con
base en Chicago. A los físicos se les concentraría en la cancha de squash, donde
Herbert Anderson había comenzado a construir los reactores. Todavía eran
“pequeños”, porque el material fluía a las tribunas occidentales con paso muy
lento, cuando constante. Conforme llegaba cada nuevo envío de embalaje, el
humor de Herbert se avivaba. Le encantaba trabajar y era de temperamento
impaciente. Su cuerpo delgado, casi delicado era de una elasticidad y un aguante
inesperado. Podía trabajar a cualquier hora y jalar con él a sus socios con idéntico
entusiasmo e intensidad.
“Me gusta nadar en el lago…” A Enrico no le importó lo que dije. Sabía que le
gustaba nadar, y me lo podía imaginar a la perfección, retando a personas más
jóvenes, y nadando más lejos y más tiempo que cualquiera de ellos, y luego salir a
la orilla con triunfante sonrisa.
“Sí sabían de los reactores. Lo que no sabían era que por fin teníamos la
certeza de que un reactor iba a funcionar. El hecho de que la reacción en cadena
era factible permaneció como material clasificado un tiempo. Con Stearnes sí
podía hablar libremente porque era uno de los líderes.”
“Si estabas seguro de que un reactor más grande iba a funcionar, ¿por qué
no comenzaste a trabajarlo luego luego?”
Los físicos hubieran querido empujar para arriba del techo de la cancha de
squash, pero no se podía. Ellos habían calculado que su reactor final debía de
lograr la reacción en cadena antes de toparse con el techo. Pero no quedaba
mucho margen y nunca hay que confiar enteramente en los cálculos. Algunas
impurezas se podían pasar de largo, algún factor imprevisto podía dar al traste con
la teoría. El tamaño crítico del reactor podía no alcanzarse antes del techo. Como
los físicos tenían que quedarse dentro de esos límites concretos, pensaron
mejorar el desempeño del reactor por otros medios que no fueran el tamaño.
“¡Más a la derecha!”
“¡Amárrenla a la izquierda!”
Todo se volvió negro cuando los físicos comenzaron a manejar los ladrillos
del grafito. Para empezar, las paredes de la cancha de squash ya eran negras.
Ahora un enorme muro de grafito se estaba levantando. El polvo de grafito cubría
el piso y lo ennegrecía y lo hacía resbaloso como pista de baile. Negras figuras se
deslizaban sobre de él, figuras con overoles y gogles bajo una capa de polvo de
grafito. Había una mujer entre ellos, Leona Woods; no se distinguía entre los
hombres, y se llevó sus buenas leperadas.
El reactor nunca llegó al techo. Se planeó como una esfera de ocho metros
de diámetro, pero las últimas capas nunca se colocaron en su lugar. La punta de
la esfera seguía siendo plana. Hacer un vacío resultó innecesario, y el globo fue
sellado. El tamaño crítico del reactor se alcanzó antes de lo que se anticipaba.
Sólo habían pasado seis semanas desde que se colocó el primer ladrillo de
grafito; era la mañana del 2 de diciembre.
“O sea que todo el show era de Enrico, y se había ido a dormir temprano”,
me dijo Herbert años después, y algo de arrepentimiento sonaba aún en su voz.
Walter Zinn también pudo haber hecho una reacción en cadena esa noche.
Él se había quedado despierto y trabajando. Pero no le importaba si él operaba o
no el reactor; no le importaba para nada. No era su trabajo.
Con la insistente voz del ejército en sus oídos, Compton, que había estado
en la conferencia, decidió romper las reglas y llevar a Greenewalt a ver la primera
operación de un reactor.
Hubo un profundo silencio entre el público, y sólo Fermi habló. Sus ojos
grises delataban su intenso pensamiento y sus manos lo acompañaban.
“Esta barra, que sacamos junto con las otras, se controla automáticamente.
Si la intensidad de la reacción sobrepasara el límite prefijado, esta barra se
regresaría sola al reactor.
“Weil primero colocará la barra a cuatro metros. Esto significa que los otros
cuatro metros de la barra seguirán dentro del reactor. Los contadores se moverán
más rápido y la pluma llegará hasta este punto, y entonces su trazo se
estabilizará. ¡Órale pues, George!”
Dio más órdenes. Cada vez que Weil sacaba la barra un poco más, los
conteos se incrementaban la pluma se elevaba al punto que había predicho Fermi,
y luego se nivelaba.
Es imposible decir qué tan grande era el peligro que significaba este
fenómeno imprevisto o las consecuencias que podría haber implicado. Según la
teoría, una explosión era imposible. Liberar cantidades letales de radiación a
través de una reacción fuera de control era improbable. Pero los hombres de la
cancha de squash trabajaban con lo desconocido. No podían afirmar que conocían
las respuestas de todas las preguntas que estaban en su mente. El cuidado era
bienvenido. El cuidado era esencial. Hubiera sido demasiado arrojado prescindir
de las precauciones.
Bajo el techo del globo el escuadrón suicida estaba alerta, listo con su
líquido de cadmio: éste era el momento. Pero no pasó mucho. El grupo observó
los instrumentos de registró durante 28 minutos. El reactor se comportó como
debía, como todos esperaban que lo hiciera, como temían que no lo hiciera.
“Muy amigables.”
Aquí termina la historia oficial, pero tiene una secuela, que empezó esa
misma tarde, cuando el físico Al Wattemberg levantó la botella de Chianti de la
que todos habían bebido. Era buen souvenir. En los años subsecuentes Al
Wattemberg hizo algunos viajes, como cualquier otro físico, y la botella fue con él.
Cuando se planearon las grandes celebraciones del décimo aniversario del reactor
en la universidad de Chicago, la botella y Al Wattemberg estaban en Cambridge,
Massachusetts. Ambos, según prometió Al, estarían en Chicago el 2 de diciembre.
“Pero -me puede decir- nada de esto afecta mi creencia en que 2 más 2 son 4.”
Está usted en lo correcto, excepto en los casos marginales y sólo en los casos
marginales duda uno de si cierto animal es un perro o si cierta longitud es menos
de un metro. Dos deben de ser dos de algo, y la proposición “2 y 2 son 4” no tiene
sentido a menos de que se pueda aplicar. Ciertamente dos perros más dos perros
son cuatro perros, pero hay casos en los que se duda si son perros. “Bueno, de
cualquier manera son cuatro animales”, me puede decir. Pero hay
microorganismos respecto de los cuales es dudoso si son plantas o animales.
“Bueno, entonces organismos vivientes”, me dirá usted. Pero hay cosas de las
que podemos dudar acerca si son organismos vivientes o no. Usted puede llegar a
decir: “Dos entidades más dos entidades son cuatro entidades.” Cuando me
explique qué es lo que quiere decir con “entidad” retomaremos la discusión.
Bertrand Russell
How to become a mathematician
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 277 – 289.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 22 ) SAMUEL GOUDSMIT
ALSOS es un libro divertidísimo, no sólo por el sentido del humor del autor,
que brilla casi en todas sus páginas, sino por una central comedia inherente a las
circunstancias. La misión se metió en una enorme y costosa labor a capa y
espada sólo para descubrir, con gran asombro, que los alemanes casi no habían
llegado a ninguna parte. Ni siquiera habían producido un reactor atómico
explotable, y su solo concepto de la bomba nuclear era ¡lanzar el reactor entero!
Nunca se le ocurrió que el reactor se podría usar para producir el plutonio que en
un momento se podría usar en una bomba. El Dr. Goudsmit atribuye su magnífica
confusión a varias causas: el exilio de importantes físicos judíos; la desconfianza
en la “no aria” teoría de la relatividad; el tener por héroe a su máximo esfuerzo
atómico, Werner Heisenberg; los esfuerzos gastados en las teorías alucinadas
(e.g. la teoría de los rayos infrarrojos que se intersectaran en el ángulo correcto
podía hacer explotar la carga de bombas de un avión enemigo); y, sobre todo, la
elevación de nazis tarados a autoridades científicas.
Un reporte posterior, con fecha de agosto de 1944y escrito por uno de los
canchanchanes de Osenberg, analiza críticamente los proyectos auspiciados por
el Consejo de investigación de Mentzel y señala que prácticamente ninguno de
ellos se relacionaba con el esfuerzo bélico. De los 800 proyectos estudiados, los
asuntos del bosque y campo acaparaban el 70%; la física sólo el 3%. Los únicos
problemas esenciales estaban en los misiles guiados. El investigador también se
quejaba amargamente de la administración y la rutina burocrática de las oficinas
centrales del Consejo de Investigación del Reich. Los archivos están
desordenados, faltan llaves, los reportes se ven sucios, y los índices están llenos
de errores fatales.
Como era común con los nazis, Osenberg se rodeó de todos sus papeles y
su personal intacto y nos ofreció sus servicios. Los pocos científicos alemanes
normales que encontramos siempre se rehusaron a revelar su trabajo bélico y
escondían o destruían sus planes secretos. No así los nazis. Una razón para que
se rindieran fácilmente era, por supuesto, salvar el pellejo, pero éste no era el
principal motivo en un caso como el de Osenberg. La verdad era que estaba tan
convencido de su propia grandeza, su indispensabilidad para la ciencia alemana,
que estaba seguro de que los aliados no podrían gobernar la Alemania ocupada
sin ponerlo a la cabeza de la ciencia. Estaba bien impresionado con la atención
que le dábamos y más aún cuando se le llevó a París.
Un día, cuando Osenberg estaba molestándome otra vez con sus disculpas y
jurando su lealtad a los aliados, me impacienté. “No me Importan sus opiniones
políticas –le dije–, sólo la información técnica que usted tiene. Además no se
puede confiar en usted. Usted estaba cargo de la sección científica de la Gestapo,
y nunca nos lo contó y quemó todos los papeles.” Este estallido inesperado lo
tomó por sorpresa y se defendió balbuceando: “No, no queme lo papeles, los
enterré, y encima yo no era el jefe de la sección científica de la Gestado, era no
más el segundo de abordo.” Después de eso fue bien fácil sacarle dónde estaban
esos papeles y donde habían guardado los papeles faltantes de Berlín.
Heil Hitler!
“SierverS”
Hay una vieja anécdota que regresa cada cinco años, más o menos,
con ciertas enmiendas. Cuenta de un grupo de cinco hombres eruditos de
distintas nacionalidades que se conocen el zoológico y quedan muy
impresionados con el camello. Deciden que cada uno deberá escribir un
libro sobre el camello. El inglés es el primero; su libro se titula La casa del
camello de las Colonias. El francés escribe el Camello y sus amores; el
estadounidense Más y mejores Camellos. El alemán, después de dos años,
anuncia su Manual del camello: volumen 1:”El camello en la edad media “,
volumen II: “el camello en la civilización alemana moderna “.
MAURICE MAETERLINCK
CONSIDERAREMOS LA MANERA en que sucede la fecundación de la abeja
reina. Aquí de nuevo la naturaleza ha tomado medidas extraordinarias para
favorecer la unión de los machos y las hembras de grupos diferentes; una extraña
ley, a la que nada parece obligarla un capricho o una inadvertencia inicial, acaso,
cuya reparación llama a las fuerzas más maravillosas que su activa conoce.
Entre tanto, agotan las provisiones de la ciudad, cada uno de los parásitos
requiere la incesante labor de 5 ó 6 trabajadores para mantenerse en su ocio
abundante y voraz pues su actividad se confina tan sólo a sus mandíbulas. Pero la
naturaleza es siempre magnífica cuando trata los privilegios y las prerrogativas del
amor. Es tacaña sólo cuando reparte los órganos e instrumentos del trabajo. Es
especialmente severa en lo que el hombre ha llamado virtud, mientras cubre los
senderos de los amantes menos interesantes de innumerables joyas y favores.
“Uníos y multiplicaos; no hay otra ley o meta, que el amor”, parecería su grito a
todos los flancos, mientras se balbucea, tal vez: “y existid después si podéis; ése
no es mi problema. ”Hacer o desear lo que podamos: encontramos en cualquier
punto del camino esta moralidad que tanto difiere de la nuestra. Y nótese,
también, en estas mismas pequeñas criaturas, su injusta avaricia e insensato
desprecio. De su nacimiento a su muerte, la austera forrajeadora debe viajar en
busca de las miríadas de las flores que esconden en las profundidades de los
arbustillos. Deben descubrir la miel y el polen que se esconde en los laberintos de
los nectarios y en los más secretos huecos de las anteras. Sus ojos y órganos
olfativos son como los ojos y órganos del enfermo, comparados con los de los
machos. Que fuera el zángano casi ciego, que tuviera el más de rudimentario de
los sentidos olfativos: poco sufriría. No tienen nada que hacer, presa que cazar; su
comida se le lleva preparada, y pasa su existencia en la obscuridad del panal,
lamiendo miel. Pero son los agentes del amor; y los más enormes, con más
inútiles dones se lanzan con ambas manos al abismo del futuro. De mil de ellos,
sólo uno, una vez en su vida, tendrá que buscar en las profundidades del azul la
presencia de la virgen real. De estos mil solo uno tendrá, por un instante, que
seguir a la virgen, que no desea escapar. Con eso basta. El poder parcial abre su
tesoro, loca, delirantemente. A cada uno de estos improbables amantes, de los
cuales morirán 999 unos días después de las fatales nupcias del milésimo, ella ha
dado trece mil ojos a cada lado de la cabeza, mientras el obrero tiene sólo seis
mil. De acuerdo con los cálculos de Cheshire, ella ha proveído sus antenas con 37
mil ochocientas cavidades olfativas, mientras los obreros tienen apenas cinco mil
en ambas. Ahí tenemos una instancia de la casi universal desproporción que
existe entre los dones que la reina derrama sobre el amor y su racionamiento
avaro hacia el trabajo; entre los favores que otorga lo que será, en un éxtasis, la
creación de nueva vida, y la indiferencia con que mira aquello que pacientemente
habrá de mantenerse con sus afanes. Quien buscara trazar fielmente el carácter
de la naturaleza, de acuerdo con los rasgos que aquí hemos descubierto, habría
de diseñar una extraordinaria figura, extrañísima a nuestro ideal, pero que sólo
puede emanar de ella. Demasiadas cosas son desconocidas al hombre para que
ensaye ese retrato, donde todo sería profunda sombra salvo uno o dos puntos de
luz tintineante.
No importa qué tan grande sea su impaciencia, ella elegirá el día y la hora,
y se demorará en la sombra del portal hasta que una maravillosa mañana se
abran por completo los espacios nupciales de las profundidades de la gran bóveda
azul. Ella ama ese momento en que las gotas de rocío aún humedece hojas y
flores, cuando la última fragancia del alba agonizante aun lucha con el candente
día, como una doncella atrapada en los brazos de un fuerte guerrero; cuando a
través del silencio del mediodía que se acerca se oye, una y otra vez, un grito
transparente que sustituido al alba.
Muchas criaturas tienen una vaga creencia de que un peligro muy precario,
una especie de membrana transparente, divide la muerte del amor; y que la
profunda idea de la naturaleza demanda que el dador de la vida deba morir en la
entrega. Aquí la idea, cuya memoria se aparta sobre los besos de los hombres se
realiza con una simpleza primordial: apenas la unión se ha logrado, el abdomen
del macho se abre, el órgano cae, jalando consigo la masa de entrañas; las alas
se relajan y como si lo hubiera alcanzado un rayo, el cuerpo vacío gira y gira sobre
sí mismo y se hunde en el abismo,
Esta poesía no contiene verdad profunda; pero sí contiene otra, que nos
cuesta más trabajo asir, pero que, acaso, terminemos por comprender y por amar.
La naturaleza no se ha desviado de su camino para proveer a estos dos “átomos
abreviados”, como Pascal los hubiera llamado, de un resplandeciente matrimonio,
o de un momento de amor ideal. Su preocupación única, como hemos dicho, era
mejorar la raza por medio de la fertilización cruzada. Para asegurar esto ha urdido
el órgano masculino de forma tal que sólo pueda usarlo en ese espacio. Un vuelo
prolongado debe expandir primero sus cavidades tráqueas; atiborrados de aire,
estos enormes receptáculos echarán para atrás la parte baja del abdomen y
permitirán la extirpación del órgano. He ahí el secreto filosófico entero –que
parecerá ordinario o muchos; vulgar a algunos otros– de esta persecución
deslumbrante y de estas nupcias magníficas.
Nada sabemos del fin de la naturaleza, que para nosotros es la verdad que
domina a todas las demás. Más por el amor de esta verdad, y para preservar en
nuestras almas el ardor que necesitamos para buscarla, nos toca a nosotros
juzgar la grande. Y si halláramos algún día que hemos llevado el camino
equivocado, y que esta meta es incoherente y mínima. Su nimiedad nos la habrá
descubierto del ardor que su grandeza supuesta encendió en nosotros; y nos
enseñará lo que tenemos que hacer. Mientras tanto, no puede ser imprudente
dedicar a su búsqueda los esfuerzos más arduos y más queridos de nuestro
intelecto y de nuestro corazón. Y si fuera desdichada la palabra última de todo
esto, no será poco haber despojado de inanidad y pequeñez al fin de la
naturaleza.
No sé.
Mark Twain
Answer to correspondents
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 309 – 322.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 24 ) H.G.WELLS
Cuando la primera bomba cayó en Japón, en agosto de 1945, un anciano
agonizante en Londres debe haber leído los encabezados con extraña emoción.
Anciano era H.G. Wells. Ya había terminado su libro, en que hablaba de una
El segundo texto está tomado del poco leído examen de Wells de las
ciencias sociales: El trabajo, la salud y la felicidad de la humanidad. Habría de
recordarnos, en tiempos en que no se tiene por mucho a Wells, que además de
sus buenos conocimientos científicos y la riqueza de sus ideas, fue también un
escritor de poder y habilidad extraordinarias.
( 24 ) La nueva fuente de energía
H.G. WELLS
Nos da, con frases cortadas y a veces palabras sueltas, es cierto pero no
por ello menos vívidas, una relación de las veinticuatro horas posteriores a la
demostración de la certeza de sus computaciones y suposiciones. “Creía que no
iba a dormir”, escribe; las palabras que omitió en están entre paréntesis, “(por
culpa del) dolor en la mano y en el pecho y (la impresión de) lo que había hecho…
dormí como un bebé.”
El rostro del joven Holsten estaba blanco. Caminaba con esa incómoda
afectación de comodidad que señala los sistemas nerviosos sometidos a mucha
tensión y los cuerpos sometidos a poco ejercicio. En el estanque Piedra Blanca
dudó si ir a la derecha o a la izquierda, y dudó otra vez en la bifurcación de los
caminos. Todo el tiempo pasaba su bastón de una a otra mano, y a ratos se le
entrometía a la gente o recibía codazos por la incertidumbre de sus movimientos,
se sentía, lo confiesa, “inadecuado a la existencia ordinaria”. Le parecía que era
inhumano y hasta malévolo. Toda la gente que lo rodeaba se veía bastante
próspera, bastante feliz, bastante bien adaptada a la vida que le había tocado vivir
–una semana de trabajo y un domingo de los mejores atuendos y paseos
medianos– y él había lanzado apenas algo que iba a desorganizar la fábrica
entera de sus ambiciones y satisfacciones. Anota que se “se sentía como el
imbécil que ofrece una caja de revólveres cargados a una guardería”.
Lawson volvió a sentarse. “Hay que cuidar a los perros –le dijo un poco
como disculpa–Perdón, ¿qué me decías?”
Por la noche Holsten salió otra vez. Caminó a la Catedral de San Pablo y se
quedó cerca de la puerta escuchando misa. Las velas del altar le recordaron de
cierto modo las luciérnagas de Fiesole. Luego regresó caminando hacía las luces
de Westminster. Se sentía oprimido, temeroso ciertamente, por las inmensas
consecuencias de su descubrimiento. Esa noche tuvo la vaga idea de que no
debía publicar sus resultados. Que eran prematuros, que una asociación secreta
de hombres sabios habría de cuidar su obra y pasarla de generación a generación
hasta que el mundo estuviera listo para su aplicación práctica. Sentía que ninguna
de las personas que pasaron junto a él había despertado realmente al cambio;
confiaban de que el mundo era lo que era, y que no iba a alterarse muy rápido y
que iba a respetar su confianza, su seguridad, sus hábitos, sus tráficos
acostumbrados y sus puestos ganados duramente.
Fue a aquellos jardincitos bajo las alumbradas masas del Hotel Savoy y el
Cecil. Se sentó en una silla y empezó a escuchar la conversación de dos personas
que estaban a su lado. Era evidentemente una pareja a punto de casarse. El
hombre se estaba aplaudiendo por haber conseguido por fin un trabajo estable.
“Les caigo bien”, decía, “y a mí me gusta el trabajo. Si chambeo duro, en doce
años más o menos voy a estar sacando un buen dinero. De veras, Hetty. No hay
razón para que no nos vaya bastante bien...De veras.”
Con esa frase quiso expresar una especie de visión de este mundo
populoso como un todo, de todas sus ciudades y sus pueblos, sus carreteras y las
posadas que están a su lado, sus jardines y sus granjas y sus pastizales, sus
pescadores y sus marinos, sus barcos que pasan por los grandes círculos de los
océanos, sus horarios y sus citas y sus pagos y sus deudas, como si todo fuera un
espectáculo unificado e improgresivo. A veces le llegaban esas visiones, su mente
acostumbrada a las grandes generalizaciones pero también sensibilísima al
detalle, veía las cosas con más amplitud que la mayoría de sus contemporáneos.
Generalmente la hormigueante esfera avanzaba a sus fines determinados y
circulaba rápido por su senda alrededor del sol. Generalmente era un progreso
vivo el que se alteraba bajo su mirada. Pero ahora todo eso parecía un eterno dar
vueltas. Él también incurrió en la común persuasión de las grandes recurrencias
de la rutina humana. El pasado remoto del salvajismo errante, estaban velados los
inevitables cambios de la mañana y sólo veía el día y la noche, el tiempo de
sembrar y el tiempo de cosechar, el amor y la procreación, nacimiento y muertes,
paseos bajo la luz del verano y cuentos juntos a la fogatas del invierno, la antigua
secuencia de la esperanza, los actos y la edad renovada perennemente,
arremolinando por siempre, excepto que ahora la mano impía de la investigación
se elevaba para derrocar el trompo soleado, soñoliento, habitual y murmurante de
la existencia humana.
“Si hubiera habido hogar, rutina y campo –pensó Holsten– también habrían
estado la curiosidad y el mar.”
Se paró y caminó fuera del jardín, examinó un tranvía que pasaba, cargado
de tibias luces contra los profundos azules de la noche, goteando y arrastrando
grandes faldas de reflejos brillantes; cruzó el malecón y se quedó un rato viendo el
obscuro río y también volteando a los edificios y a los puentes azulados. Su mente
comenzó a imaginar concebibles reemplazos para todos esos arreglos
arracimados…
HERBERT SPENCER,
Education: Intelectual, Moral and Physical.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 323 – 331.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 25 ) La ciencia y la verdad máxima
H.G.WELLS
Pocas personas se dan cuenta de cuán reciente es esa invasión, de qué tan
nuevo es el diagrama actual del universo, y cómo las ideas de la ciencia moderna
han llegado a la gente común. Quien esto escribe tiene sesenta y cinco años.
Cuando era pequeño su madre le enseñó de un libro al que ella apreciaba mucho,
las cuestiones de Magnell. Ese mismo fue el libro que llevó a la escuela. Ya era
anticuado, pero se usaba todavía y estaba a la venta. Era un libro del plan del
siglo dieciocho de las preguntas y respuestas, y enseñaba que hay cuatro
elementos.
Estos cuatro elementos son por lo menos tan viejos como Aristóteles. No se
me ocurrió en mis días de calcetines blancos y faldas a cuadros, preguntar en qué
proporciones están esos ingredientes fundamentales mezclados en mí o en el
mantel o en mi pan y mi leche. Me los tragué como me tragué mi pan y mi leche.
De Aristóteles di una zancada al siglo dieciocho. No había oído de los dos
elementos de los alquimistas árabes, ni de Paracelso y su universo de sal, sulfuro,
mercurio agua y elixir vital. Ninguno de ésos, pasó por mí. Fui a una escuela para
niños y ahí aprendí que yo estaba hecho de duras moléculas de átomos
indestructibles de carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, calcio, clorina y
unos cuantos más. Éstos eran los elementos reales. Se mostraban claramente en
mi libro como chícharos o pelotas que pueden agruparse. También eso lo acepté,
durante un tiempo, sin hacer mayor alharaca. No recuerdo cuándo me separé de
los Cuatro Elementos: se perdieron y yo me seguí con los nuevos.
En otra escuela y luego en el Colegio Real de Ciencia, aprendí de una
simple eternidad de átomos y de fuerza. Mas los átomos comenzaron a ser menos
simples y sólidos. Mucho hablábamos en el colegio del éter y la protila, pero
todavía no nos llegaban los protones y los electrones; y los átomos, aunque de
formas y movimientos extraños, seguían intactos. Los átomos no podían ni
transformarse ni destruirse, pero las fuerzas aunque no podían destruirse, si
podían transformarse. Esta indestructibilidad del camaleón de la fuerza, era la
celebrada Ley de la Conservación de la Energía, que había perdido bastante su
prestigio, aunque todavía funciona bien para el ingeniero de todos los días.
La vida diaria es una mixtura estimulante del orden y la ca sualidad. El sol se eleva
y se oculta conforme lo programado, mas el viento sopla por donde quiere. La
ciencia es una búsqueda perpetua del orden subyacente, y ha tenido tanto éxito
que muchos científicos suponen que la naturaleza toda se une en una armónica
melodía, pura como lo son las notas de la lira de Apolo. Por otro lado, entre más
orden desvela la ciencia, más desorden insospechado saca a la luz. Los
oponentes de Galileo estaban tan seguros de que la luna era una esfera perfecta
que les parecía imposible creer que su corteza estaba accidentada de montañas.
¿Hay en la naturaleza un ineludible elemento de desaliño, un desvío caprichoso
de la curva perfectamente trazada, como el dulce desorden vestido de una mujer
que al poeta Robert Herrick le parecía más encantador que la precisión?
¡Que esto fuera todo! Mas a veces el aire cambia: y en el ruido del viento
nocturno, que persigue navíos, derroca los altos barcos y el arraigado cedro en
las colinas; en el relámpago fortuito y mortal y en la furia del torrente
impetuoso reconocemos el temido fundamento de la tierra y la furia del corazón
de Pan. La tierra declara abierta guerra a los niños, y en su roce más suave se
esconden garras traicioneras. Las frías aguas nos invitan a ahogarnos, el fuego
doméstico arde durante nuestro sueño y lleva todo a su fin. Todo es bueno o
malo, mortal o servicial, no en sí mismo, sino por sus circunstancias. Durante
unos cuantos días brillantes de Inglaterra el huracán estalla y el mar del norte
pagará su cuota de naves populosas. Y cuando la música universal haya
llevado a los amante al coqueteo, confiados en la simpatía de natura,
súbitamente los aires se hacen menores, y la muerte da un apretón desde su
emboscada bajo el lecho matrimonial. Pues la muerte se da en un beso: las
amabilidades más queridas son fatales; y a esta vida, en que cada cosa es
presa de otra, el niño llega muchas veces en el cadáver de su madre. No
sorprende, en tan traicionero esquema, que los sabios que crearon para
nosotros la idea de Pan creyeran que de todos los miedos el de él es el más terrible,
pues todo lo comprende. Y preservamos la palabra pánico. Sumar peligros muy
curiosamente, es cuchar muy atentamente la amenaza que recorre toda música
triunfa del mundo, alejar la mano de la rosa por la espina, y de la vida por la
muerte: esto es temer a Pan. Hay ciudadanos muy respetados; que huyen de
los placeres y las responsabilidades de la vida y evitan con recto sombrero, la
mano derecha y la mano izquierda, los éxtasis y las agonías; cuánto les
sorprendería poder escuchar la expresión mitológica de su actitud, y supieran
que son ellos los miedosos que huyen de la Naturaleza porque temen a su Dios.
Las flautas de Pan suenan estridentes, ¡y mirad al banquero encerrado en su
banco! Pues desconfiar de nuestros impulsos es temer a Pan.
SIGMUN FREUD
Muy distintos son los sueños de la otra clase: aquellos en que el soñador
imagina la muerte de un pariente querido y al mismo tiempo siente dolorosos
efectos. Su sentido, cual se manifiesta en su contenido, es el deseo de que muera
la persona en cuestión. Ya que debo esperar que los sentimientos de todos los
lectores que hayan tenido alguno de estos sueños se rebelen contra esta
afirmación mía, procuraré desarrollar su demostración con toda amplitud.
Uno de los análisis expuestos en páginas anteriores nos mostró que los
deseos que el sueño nos muestra realizados no son siempre deseos actuales.
Pueden ser también deseos del pasado, que han sido abandonados, olvidados y
reprimidos, a los que sólo por su resurgimiento en el sueño podríamos atribuir una
especie de supervivencia. Tales deseos no han muerto según nuestro concepto de
la muerte, sólo como aquellas sombras de la Odisea que en cuanto bebían sangre
despertaban a una cierta vida. En el sueño de la niña muerta y metida en una
maleta se trataba de un deseo que había sido actual quince años antes y cuya
existencia era francamente admitida. No será quizá superfluo para la mejor
inteligencia de nuestra teoría de los sueños, el hacer constar aquí,
incidentalmente, que incluso este mismo deseo se basa en un recuerdo de la más
temprana infancia. La persona oyó, siendo niña, aunque no le es posible precisar
el año, que hallándose su madre embarazada de ella, deseó, a causa de serios
disgustos, que el ser que llevaba en su seno, muriera antes de nacer. Llegada a la
edad adulta, y embarazada a su vez, siguió ésta el ejemplo de su madre.
Si alguien sueña, con todas las señales del dolor, la muerte de su padre, su
madre o de alguno de sus hermanos, yo no habría de utilizar este sueño como
demostración de que el sujeto desea en el momento presente que muera esa
persona. La teoría del sueño no exige tanto. Se contenta con deducir que lo ha
deseado alguna vez en su infancia. Temo, sin embargo, que esta limitación no
logre devolver la tranquilidad a quienes han soñado estas cosas, y que negarán la
posibilidad de haber abrigado alguna vez tales deseos, con la misma energía que
ponen en afirmar que no los abrigan tampoco actualmente. En consecuencia,
habré de reconstruir aquí, conforme a los testimonios que el presente ofrece a
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nuestra observación, una parte de la perdida vida anímica infantil.
Observemos en primer lugar la relación de los niños con sus hermanos. No
sé por qué suponemos que ha de ser muy cariñosa, pues los muchos ejemplos
con que tropezamos de enemistad entre hermanos adultos nos forzarían a lo
contrario, y esa enemistad, generalmente, averiguamos que comenzó en épocas
infantiles. Pero también muchos adultos que en la actualidad muestran gran cariño
hacia sus hermanos y les auxilian y protegen con todo desinterés, vivieron con
ellos durante su infancia, en ininterrumpida hostilidad. El hermano mayor
maltrataba al menor, le acusaba ante sus padres y le quitaba sus juguetes; el
menor, por su parte, se consumía de impotente furor contra el mayor, le envidiaba
o temía y sus primeros sentimientos de libertad y conciencia de sus derechos
fueron para rebelarse contra el opresor. Los padres dicen que los niños no
congenian, pero no saben hallar razón alguna que lo justifique. No es difícil
comprobar que el carácter del niño –aún del más bueno– es muy distinto del que
nos parece deseable en el adulto. El niño es absolutamente egoísta, siente con
máxima intensidad sus necesidades y tiende a satisfacerlas sin consideración a
nadie y menos a los demás niños, sus competidores, entre los cuales se hallan en
primera línea sus hermanos. Mas no por ello calificamos al niño de “criminal”, sino
simplemente de “malo”, pues nos damos cuenta de que es tan irresponsable ante
nuestro propio juicio como lo sería ante los tribunales de justicia. Al pensar así,
nos atenemos a un principio de completa equidad, pues debemos esperar que en
épocas que incluimos aún en la infancia, despertaran en el pequeño egoísta la
moral y los sentimientos del altruismo, o sea –en palabras de Meynert (e.g. 1892,
169 ff.) – un Yo secundario que viene a superponerse al primario, coartándolo.
Claro es que la moralidad no surge simultáneamente en toda la línea y que la
duración del período amoral infantil es individualmente distinta. Las
investigaciones psicoanalíticas me han demostrado que una aparición demasiado
temprana (antes del tercer año) de la formación de reacciones morales, debe ser
contada entre los factores constitutivos de la predisposición a una ulterior
neurosis. Allí donde tropezamos con una ausencia de dicho desarrollo moral,
solemos hablar de “degeneración” y nos hallamos, indudablemente, ante una
detención o retraso del proceso evolutivo. Pero también en aquellos casos en que
el carácter primario queda dominado por la evolución posterior, puede dicho
Los sentimientos de hostilidad contra los hermanos tienen que ser, durante
la infancia, mucho más frecuentes de lo que el ojo poco avisor de los adultos llega
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a comprobar.
En este punto alguien podría interrumpir: si aceptamos que los niños tienen
impulsos hostiles hacia sus hermanos y hermanas, ¿cómo es posible que
alcancen ese nivel de depravación que desea incluso la muerte de sus rivales o de
compañeros de juego más fuertes que ellos, como si la pena de muerte fuera el
único castigo para todos los crímenes? Quien diga esto ha olvidado que la idea del
niño de estar “muerto” tiene muy poco en común con la nuestra, excepto la
palabra. Los niños nada saben de la putrefacción, del congelamiento en la helada
tumba, de los terrores de la nada eterna; ideas que los adultos hallan
absolutamente intolerables como lo prueban los mitos de la vida futura. El miedo a
la muerte no significa nada para el niño; por ello es que puede jugar con la horrible
palabra y usarla contra cualquier compañerito: ¡ojalá te mueras! Y mientras, a la
madre le da un escalofrío y recuerda, acaso, que la mitad de la raza humana no
logra sobrevivir a la infancia. Incluso fue posible que un niño, de ocho años en
aquel momento, de regreso de museo de Historia Natural, le dijera a su madre: te
quiero tantísimo mamá, que cuando te mueras te voy a disecar y te voy a tener
aquí en mi recámara para verte todo el tiempo. Así de poco se parece nuestra idea
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de estar muertos a la de los niños.
Para los niños que incluso se les ha permitido ver las escenas de
sufrimiento que preceden a la muerte, estar “muerto” significa más o menos lo
mismo que haberse “ido”: dejar en paz a los que sobreviven. Un niño no sabe
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cómo se da esta ausencia: si por un viaje, por un despido o por la muerte. Si,
durante la época prehistórica de un niño, su nana fue despedida y si un poco
después muere la madre, los dos eventos se superponen y, según revelan los
análisis, forman una sola serie en su memoria. Cuando alguien está ausente, los
niños no lo extrañan con demasiada intensidad: muchas madres han aprendido
esto, para su tristeza, cuando tras pasar algunas semanas de vacaciones, las
reciben con la noticia de que los niños no han preguntado ni una sola vez por su
mami. Si la madre emprende, en efecto, el viaje a esa “tierra indescubierta del que
ningún viajero regresa”, los niños parecen al principio haberla olvidado y sólo
después empiezan a traer a su madre a la memoria.
contienen deseos de muerte, prueba que, a pesar del diverso contenido de estos
deseos en el caso de los niños, son, sin embargo, de un modo u otro, los mismos
deseos que expresan los adultos en idénticos términos.
Si, entonces, los deseos de muerte de un niño contra sus hermanos y sus
hermanas se explican con este egoísmo infantil que lo hace considerarlos sus
rivales, ¿cómo habremos de explicar que desee la muerte de sus padres, que son
amorosos con él y que satisfacen sus necesidades y cuya preservación ese
mismo egoísmo habría de llevarlo a desear?
Antes de que se rechace esta idea por monstruosa, vale la pena también
considerar las relaciones reales: en este caso entre padres e hijos. Debemos
distinguir entre lo que exigen de esta relación los estándares culturales del amor
filial, y lo que es según la observación cotidiana. Más de una ocasión de hostilidad
se esconde en la relación de padres e hijos; relación que permite las más amplias
oportunidades de que surjan deseos que no pueden pasar la censura.
Todo esto es patente a los ojos de cualquiera. Pero como no bastan para
explicarnos que estos sueños sean también soñados por personas sobre cuyo
amor filial, en la actualidad, no cabe discusión, habremos de suponer que el deseo
de la muerte de los padres se deriva también de la más temprana infancia.
Esta hipótesis queda confirmada más allá de toda duda en el análisis de los
psiconeuróticos. Al someter a estos enfermos a la labor analítica, descubrimos que
los deseos sexuales infantiles –hasta el punto que como gérmenes merecen este
nombre– despiertan muy tempranamente y que la primera inclinación de la niña
tiene como objeto al padre, y la del niño, a la madre. De tal forma que el inmediato
ascendiente de sexo igual al del hijo, se convierte, para éste, en importuno rival; y
ya hemos visto, al examinar las relaciones paternas, cuán poco se necesita para
que este sentimiento conduzca al deseo de muerte. La atracción sexual actúa
también generalmente sobre los mismos padres, haciendo que por un rasgo
natural, prefiera y proteja la madre a los varones, mientras que el padre dedica
mayor ternura a las hijas; pero ambos se conducen con igual severidad en la
educación de sus descendientes, cuando el mágico poder del sexo no perturba su
juicio. Los niños se dan perfecta cuenta de tales preferencias y se rebelan contra
aquel de sus inmediatos ascendientes que les trata con mayor rigor. Para ellos, el
amor de los adultos no es sólo la satisfacción de esta especial necesidad, sino
también una garantía de que su voluntad será respetada en otros órdenes
diferentes. De este modo, siguen su propio instinto sexual y renuevan con ello el
estímulo que emana de los padres cuando su elección coincide con la de ellos.
Una paciente estaba toda conturbada y llorosa. “No quiero volver con mi
familia –me dijo–. Han de pensar que soy horrible.” Casi sin transición, me relata
un sueño cuyo significado, por supuesto, ignora totalmente. Lo soñó a los cuatro
años: Ve andar a un lince o una zorra por encima de un tejado. Después cae algo
o se cae ella del tejado. Luego sacan de casa a su madre muerta; y ella se pone a
llorar amargamente. Le expliqué que su sueño significaba el deseo infantil de ver
morir a su madre y que el recuerdo del mismo es lo que inspira ahora la idea de
que tiene que causar horror a su familia. A penas hecho esto, ella me suministró
Una vez estudié, con todo detalle, a una joven que pasó por diversos
estados psíquicos. En la demencia frenética con que comenzó su enfermedad,
mostró una especial repulsión hacia su madre, insultándola y golpeándola en
cuanto intentaba acercarse a su lecho. En cambio, se mostraba muy cariñosa y
dócil para con su hermana, bastante mayor que ella. A este período de excitación
siguió otro más despejado, aunque algo apático y con grandes perturbaciones del
reposo, fase en que comencé a someterla a tratamiento y a analizar sueños. Gran
cantidad de los mismos trataba, más o menos, encubiertamente, de la muerte de
la madre. Así, asistía la sujeto al entierro de una anciana o se reía sentada a la
mesa con su hermana ambas vestida de luto. El sentido de estos sueños no
ofrecía la menor duda. Conseguida, luego, una más firme mejoría, aparecieron
diversas fobias entre las cuales la que más le atormentaba, era la de que su
madre le había sucedido algo, viéndose impulsada a retornar a su casa,
cualesquiera que fuese el lugar en que estuviese, para convencerse de que se
hallaba en vida. Este caso, confrontado con mi experiencia anterior en la materia,
me fue altamente instructivo, mostrándome, como una traducción de un tema a
varios idiomas, diversa reacciones del aparato psíquico a la misma representación
estimulante. En la demencia inicial, dependiente, a mi juicio, del vencimiento de la
segunda instancia psíquica, por la primera, hasta entonces reprimida, adquirió
poder motor la hostilidad inconsciente contra la madre. Luego, al comienzo de la
fase pacífica; reprimida la rebelión y restablecida la censura no quedó accesible a
dicha hostilidad, para la realización del deseo de muerte en que se concretaba,
dominio distinto del de los sueños, y por último, robustecida la normalidad, creó
como reacción contraria histérica y fenómeno de defensa, la excesiva
preocupación respecto de la madre. Relacionándolo con este proceso, no nos
resulta ya inexplicable el hecho de que las muchachas histéricas manifiesten, con
tanta frecuencia, un tan exagerado cariño a sus madres.
Sabemos que Edipo rey es una tragedia del destino. Se dice que su efecto
trágico reposa en la posición entre la poderosa voluntad de los dioses y la vana
resistencia del hombre amenazado por la desgracia. Las enseñanzas que el
espectador, hondamente conmovido, ha de extraer de la obra, son la resignación
ante los dictados de la divinidad y el reconocimiento de la propia impotencia.
Muchos autores modernos han intentado lograr un análogo efecto dramático,
entretejiendo igual posición en una fábula distinta. Pero los espectadores han
presenciado indiferentes cómo ha pesar de todos los esfuerzos de un inocente se
cumplían en él una maldición o un oráculo: las posteriores tragedias del destino
han carecido de efecto.
Si Edipo rey conmueve al hombre moderno tan intensamente como a los
griegos contemporáneos de Sófocles, la única explicación de esto es que el efecto
trágico de la obra griega no reside en la oposición misma entre el destino y la
voluntad humana, sino en el peculiar carácter de la fábula en que tal posición es
ejemplificada. Hay algo que hace a una voz interior reconocer la fuerza coactiva
del destino, en Edipo, mientras que nos parecen arbitrarias tales disposiciones en
Die Ahnfrau (de Grillparzer) o en otras modernas tragedias del destino. Y hay un
factor de este tipo envuelto en la historia del rey Edipo. Su destino nos conmueve
porque bien podría haber sido el nuestro y porque el oráculo ha suspendido igual
maldición sobre nuestras cabezas antes de que naciéramos. Quizás nos estaba a
todos dirigir hacia nuestra madre nuestro primer impulso sexual y hacia nuestro
padre el primer sentimiento de odio y el primer deseo destructor. Nuestros sueños
convences de que así es. El rey Edipo, que ha dado muerte a su padre y tomado
su madre en matrimonio, no es sino la realización de nuestros deseos. Pero más
dichosos que él, nos ha sido posible, en épocas posteriores a la infancia, y en
tanto en cuanto no hemos contraído una psiconeurosis, desviar de nuestra madre
nuestros impulsos sexuales y olvidar los celos que el padre nos inspiró. Ante
aquellas personas que han llegado a una realización de estos deseos infantiles,
retrocedemos horrorizados con toda la energía del elevado montaje de represión
que sobre los mismos se ha acumulado, en nosotros, desde nuestra infancia.
Mientras que el poeta extrae a la luz, en el proceso de investigación que
constituye el desarrollo de su obra, la culpa de Edipo, nos obliga a una
introspección en la que descubrimos que aquellos impulsos infantiles existen
todavía en nosotros, aunque reprimidos. Y las palabras con que el coro pone fin a
la obra:
Mirad a Edipo
que resolvió el oscuro enigma, él noble y sapiente.
Cual estrella se elevó lejos su fortuna envidiada:
Hoy se hunde enmares de angustia, abolido por olas furiosas
aparecen como alarma a nosotros y a nuestro orgullo, que nos hace creernos lejos
ya de nuestra niñez y muy sabios poderosos. Como Edipo, vivimos en la
ignorancia de aquellos deseos inmorales: que la naturaleza nos ha impuesto, y al
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descubrirlos quisiéramos apartar la vista de las escenas de nuestra infancia.
En el texto mismo de la tragedia de Sófocles hay una inequívoca indicación
de que la leyenda de Edipo procede de un antiquísimo tema onírico en cuyo
contenido se refleja esta dolorosa perturbación de las relaciones filiales por los
impulsos de la sexualidad. Para consolar a Edipo, ignorante aún de la verdad,
pero preocupado por el recuerdo de la predicción del oráculo, la observa Yocasta
que el sueño de incesto es soñado por muchos hombres y carece, a su juicio, de
toda significación.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 345 – 365.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 28 ) BERTRAND RUSSELL
L
ord Bertrand Arthur William Russell (1872-1970), que recibió el Premio Nobel
y la Orden del Mérito, fue en su tiempo el filósofo más destacado del idioma
inglés y acaso del mundo entero. Sus contribuciones técnicas a la lógica
simbólica y la filosofía de la ciencia fueron del más elevado rango. Además
escribió un sorprendente número de libros populares, cuyas materias variaban de
la relatividad y la teoría de los cuanta al matrimonio, la felicidad, la educación y la
política.
La larga vida de Russell está llena de color y tiene un algo de Lord Byron.
Su introducción a la filosofía matemática fue escrita durante los seis meses que
pasó en la cárcel por sus opiniones pacifistas en tiempos de la Primera Guerra
Mundial. En los decenios del veinte y del treinta su “anticomunismo prematuro” le
procuró ser despreciado por sus amigos de izquierda hasta que descubrieron, en
su hora, que el bolchevismo eran tan malo como Russell había dicho.
BERTRAND RUSSELL
La primera cuestión es: ¿el avance científico será cada vez más rápido, o
alcanzará una velocidad máxima y comenzará entonces a ir más lento?
Hay otra razón para esperar la continuidad del avance científico, y es que la
ciencia atrae cada vez más a los cerebros mejores. Leonardo da Vinci fue tan
preeminente en las artes como en las ciencias, pero del arte obtuvo su mayor
fama. Un hombre de hoy con dones semejantes casi tendría un puesto que
requeriría todo su tiempo; si fuera ortodoxo en política, probablemente inventaría
la bomba de hidrógeno, que nuestra época consideraría más útil que sus pinturas.
El artista, tristemente, no tiene le estatus que tuvo alguna vez. Los príncipes del
Renacimiento competían por Miguel Ángel, los estados modernos compiten por
físicos nucleares.
La instancia ilustra dos puntos: primero, que la visión del científico tiende a
que alguna parte de los códigos morales tradicionales parezcan supersticiosos e
irracionales: que crear un entorno nuevo implica nuevos deberes, que acaso
coinciden con los que se han descartado. Un mundo que contiene bombas de
hidrógeno no difiere de aquel que contiene ríos de nitroglicerina; acciones que en
otros lados son inofensivas pueden volverse profundamente peligrosas.
Necesitamos, por tanto, un código moral distinto del que hemos heredado del
pasado. Mas dar a un nuevo código moral fuerza suficiente para restringir
acciones que antes fueron inofensivas no es fácil, y ciertamente no puede hacerse
en un día.
Pero todos los que no son lunáticos concuerdan en cierta cosas: que es
mejor estar vivo que muerto, mejor estar adecuadamente alimentado que muerto
de hambre, mejor estar libre que esclavizado. Mucha gente desea esas cosas sólo
para sí y para sus amigos, y está bastante contenta con el sufrimiento de sus
enemigos. A esta gente la ciencia sí puede refutarla: la humanidad se ha vuelto de
tal forma una sola familia que no podemos asegurar nuestra prosperidad más que
si aseguramos la de todos los demás. Si usted desea ser feliz habrá de resignarse
a ver que los otros son felices también.
Que la ciencia pueda continuar, y que pueda, mientras continúa, hacer más
bien que daño depende de la capacidad que el hombre tenga de aprender esta
sencilla lección. Acaso todos debamos aprenderla, pero tienen que hacerlo
quienes tienen gran poder, y de ellos a muchos les queda un muy largo camino
por recorrer.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 367 – 376.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 29 ) La grandeza de Albert Einstein
BERTRAND RUSSELL
Tras de que los comités del Congreso de los Estados Unidos comenzaran sus
investigaciones inquisitorias de supuestas actividades subversivas. Einstein
escribió una carta bien publicitada que urgía a los hombres con puestos
académicos a que rehusaran testificar ante estos comités o ante rectorías
igualmente tiránicas puestas por algunas universidades. Su argumento era que,
por la Quinta Enmienda, ningún hombre estaba obligado a responder
preguntas si esa respuesta podría incriminarlo, pero que el propósito de esta
enmienda había sido vencido por los inquisidores, pues para ellos negarse a
contestar podía ser evidencia de culpa. De haber seguido l a política de Einstein,
hasta en los casos en que la presunción de culpa fuera absurda, la libertad
académica habría ganado mucho. Pero, en medio del sálvese quien pueda,
ninguno de los "inocentes" lo escuchó. En estas actividades públicas él procuró
borrarse por completo, y su única ansia era salvar a la raza humana de los
infortunios que le traen sus propios desatinos. Pero mientras el mundo lo
aplaudía como hombre de ciencia, en asuntos prácticos su sabiduría era t a n
simple y tan profunda que incluso parecería a los sofisticados mera tontería.
Este punto de vista desagradaba a Einstein, que luchó por quedarse más cerca
de la física clásica. A pesar de esto, él fue el primero en abrir las perspectivas que
han revolucionado a la ciencia en este siglo. Terminaré como comencé: Einstein fue
un gran hombre, acaso el más grande de nuestro tiempo.
J. Robert Oppenheimer
The open mind
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 377 – 381.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 30 ) ALBERT EINSTEIN
Es apropiado que esta antología, que abrí con una selección de Darwin,
llegue casi al final con una pieza de Albert Einstein (1879-1955), pues las teorías
de la evolución y la relatividad son los más grandes hitos de la ciencia moderna. El
breve artículo elegido aquí fue escrito en 1946 para una revista popular de ciencia.
Explica clara y sencillamente, sin una palabra desperdiciada, su famosa fórmula
de equivalencia de masa y energía liberada por la pérdida de de masa en una
bomba atómica o de hidrógeno. Einstein llegó a esta fórmula mucho antes del
descubrimiento alemán de la fisión del uranio, que provocó su famosa carta al
presidente Roosevelt en que urgía el freno de la investigación federal de armas
nucleares.
Albert Einstein
Esto significa que algo es constante a todo lo largo del proceso, y que ese
algo es la energía. En A y en B es una energía de posición: en C es energía de
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movimiento, o “cinética”. Si este concepto es correcto, la suma mg h+mv debe
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tener el mismo valor en cualquier posición del péndulo, si h se entiende que
representa la altura sobre C, y V la velocidad en ese punto de la trayectoria del
péndulo. Y se ha hallado que tal es el caso. La generalización de este principio
nos da la ley de de la conversión de la energía mecánica. ¿Pero qué pasa cuando
la fricción detiene el péndulo?
Los físicos aceptaron este principio hasta hace algunas décadas. Pero
demostró ser inadecuado ante la teoría de la relatividad. Por ello fue unido al
principio de energía; como sesenta años antes el principio de la energía mecánica
había sido combinado con el de la conservación de calor. Podríamos decir que el
principio de la conservación de la energía. Habiéndose ya tragado el de la
conservación del calor. Pasó ahora a tragarse el de la conservación de la masa, y
tiene el campo para él solo.
Por si cada gramo de materia contiene esta energía enorme qué no se notó
desde hace mucho tiempo. La respuesta es bastante sencilla: la energía no puede
observarse mientras nada de ella se dé al exterior. Es como si el hombre
fabulosamente rico nunca gastara o regalara un centavo; nadie podría saber cuán
rico es.
LEWIS THOMAS
HACE ALGÚN TIEMPO recibí una carta de un editor que me invitaba a cenar con
seis personas para hacer una lista de las Siete Maravillas del mundo moderno,
para remplazar las antiguas siete. Contesté que no podía, pero la idea sigue por
ahí en el lobby de mi mente. Tuve que buscar las viejas maravillas
biodegradables, los jardines colgantes de Babilonia y todo el demás, y luego tuve
que buscar la palabra maravilla para asegurarme de que entendía su significado.
Se me ocurrió que si la revista lograba que siete personas se pusieran de acuerdo
sobre el contenido de una lista de siete cosas cuales quiera, las Siete Maravillas
estarían entonces ante esa mesa.
Decidí intentar hacer la lista, no para la cena de la revista, sino para esta
ocasión: siete cosas que me maravillan muchísimo.
Mi maravilla numero dos es una especie bacteria nunca vista sobre la faz
de la tierra hasta 1982, unas criaturas que nunca nadie soñó, violación viva de lo
que solíamos considerar las leyes de la naturaleza, unas cosas salidas
directamente del infierno, o por lo menos lo que pensábamos del infierno, el
inhabitable y ardiente interior de la tierra. Esas regiones han llegado recientemente
a la vista de la ciencia gracias a los submarinos de investigación diseñados para
descender dos mil quinientos metros o más hasta el borde de agujeros profundos
en el fondo del mar, donde ventilas abiertas lanzan agua de mar súper calentada
en forma de plumas desde chimeneas de la corteza terrestre, conocidas por los
científicos como los “fumadores negros”. Esto no es nada más que agua caliente,
o vapor, o un vapor bajo presión como el que existen las autoclaves de los
laboratorios (que por decenios nos ha parecido la forma más segura de destruir
toda vida macrobia). Esta agua está extremadamente caliente bajo una presión
extremadamente alta, cuya temperatura es mayor a trescientos grados
centígrados. En semejante calor la existencia de la vida como lo conocemos sería
simplemente inconcebible. Las proteínas y el DNA se harían pedazos, se
fundieran enzimas, cualquier cosa viva moriría instantáneamente. Hace mucho
que descartamos la probabilidad de vida de Venus porque la temperatura de ese
planeta es comparable a ésta; por lo mismo, también hemos descartado la
posibilidad de la vida en los primeros tiempos de este planeta, más o menos hace
cuatro mil millones de años.
Hay otra criatura que está relacionada pero que es diferente, no tan
maravillosa como un niño, no tan llena de esperanza, pero si es algo por lo cual
preocuparnos todo el día y la noche. Es nosotros, unidos como masa colectiva,
critica. Siempre hemos aprendido a ser útiles para nosotros mismos solo cuando
nos reunimos en grupos pequeños: familias, amigos, a veces (aunque son raras)
comisiones. El anhelo de ser útiles lo traemos en lo genes. Mas cuando nos
reunimos en grupos muy grandes, como la moderna nación-estado, somos
capaces de niveles de locura y autodestrucción que no pueden hallarse en otro
lugar de la naturaleza.
No somos como los insectos sociales. Ellos solo tienen una forma de hacer
las cosas y las van a hacer así para siempre, pues tienen esos códigos. Nosotros
tenemos códigos distintos, nuestras elecciones no son sólo binarias: se puede, no
se puede. Podemos tomar cuatro caminos al mismo tiempo, depende de cómo se
sientan los aires: se puede, no se puede, pero también tal vez, en incluso a ver
qué pasa, vamos a intentarlo. Si nos mantenemos vivos recibiremos sorpresas.
Podemos construir estructuras para la sociedad humana que nunca se han visto,
pensamientos nunca pensados, música jamás oída.