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( 1 ) CHARLES DARWIN

Darwin le escribió a un amigo en 1844:”por fin hay un rayo de luz, y estoy


casi convencido (muy al contrario de la opinión con que inicié todo esto) de que las
especies no son (es casi como confesar un asesinato) inmutables”

Charles Darwin (1809-1882) fue un hombre de extraordinaria paciencia y


humildad. Casi convencido escribió, ¡después de diez años de afanosos trabajos
de reunión de datos, y catorce antes de sentirse obligado a publicar sus opiniones!
La teoría de la evolución ya había sido propuesta, pero no fue hasta que Darwin
publico el origen de las especies, en 1859, que tan gigantesca cantidad de
evidencia fue reunida en un argumento ordenado e irrefutable. Ciertamente sí se
había cometido un asesinato. El libro dio un golpe mortal a las interpretaciones,
que prevalecían, de los primeros capítulos del Génesis, y la ortodoxia cristiana no
volvió a ser la misma.

El mismo Darwin, joven biólogo a bordo del Beagle, era tan ortodoxo que
los oficiales de la nave se reían de su propensión a citar las escrituras. Luego la
incredulidad reptó hasta mí con muy lento paso –recordaría–, mas finalmente se
completó. Todo fue tan lento que no me sentí perturbado. La frase “por el creador”,
de la ultima oración del texto que hemos elegido, no aparecería en la primera
edición del origen de las especies fue arreglada en la segunda para conciliar a
clérigos iracundos. Después escribió: ”me he arrepentido durante mucho tiempo
de haber concedido a la opinión publica y usando el término del Pentateuco
creación, cuando en realidad quería decir aparición por un proceso completamente
desconocido.”

Nada supo Darwin, por supuesto, de la moderna teoría de la mutación. Él


creyó que el medio ambiente podía modificar a un organismo individual. Y que
estas modificaciones podían transmitirse en el torrente sanguíneo al plasma del
germen y pasar así a la siguiente generación. Este aspecto lamarckiano de su
punto de vista hace mucho ha sido descartado, pero la selección natural por la
supervivencia del más apto sigue siendo un hito indispensable del proceso de
evolución. Escribe Darwin: ”Hay grandeza en esta visión de la vida.” Y la hay
también en las afirmaciones nada pretenciosas de este hombre grande y modesto.
( 1 ) Recapitulación y conclusión

CHARLES DARWIN

HE RECAPITULADO LOS HECHOS y las consideraciones que me convencieron


por completo de que las especies han cambiado, en su larga descendencia. Esto
se ha efectuado sobre todo a través de la selección natural de numerosas,
sucesivas y ligeras variaciones favorables, auxiliadas en forma importante por los
efectos heredados del uso y desuso de partes y, en forma menos importante, en
relación con las estructuras adaptables pasadas o presentes, por la acción directa
de las condiciones externas y por condiciones externas y por variaciones que, en
nuestra ignorancia, se dirían espontáneas. Se ha dicho que no llegue a considerar
que estos últimos modos de variación llevan a modificaciones permanentes
indispensablemente de la selección natural. Pero como mis conclusiones han sido
tan tergiversadas, y como se ha declarado que atribuyo a la modificación de las
especies exclusivamente a la selección natural, se me permitirá señalar que en la
primera edición de esta obra, y subsecuentemente, he colocado en mi conspicua
posición –al final de la introducción– las siguientes palabras. “estoy convencido de
que la selección natural ha sido el medio principal, que no el único, de las
modificaciones.” De nada ha servido. Grande es el poder del falseamiento
constante, mas, venturosamente, la historia de la ciencia muestra que este poder
no perdura.

Difícilmente podría suponerse que una teoría falsa explicara, en forma tan
satisfactoria como la teoría de la selección natural, los múltiples tipos de hechos
mencionados. Recientemente se ha objetado que esta forma de argumentar es
insegura: pero es método que usamos al juzgar los sucesos de la vida diaria, y lo
han usado muchas veces los más grandes filósofos naturales: así se ha llegado la
teoría ondulatoria de la luz; y en poca o ninguna evidencia directa, hasta hace poco,
se basaba la teoría de que la tierra gira sobre su propio eje. No es objeción válida que
la ciencia no haya aún dado alguna luz al mucho más grave problema de la esencia o
el origen de la vida. ¿Quién puede explicar la esencia de la atracción de la
gravedad? hoy nadie se opone a llevar hasta el fin los resultados consecuentes de
este desconocido elemento de atracción, sin que importe que Leibniz acusó a
Newton de introducir "milagros y ocultas cualidades en la filosofía".

No veo razón por la que los puntos de vista de este volumen deban sacudir
los sentimientos religiosos de nadie. Buena muestra de lo transitorias que son
tales impresiones es recordar que el descubrimiento más grande del hombre, la
ley de la gravedad, también fue atacado por Leibniz, quien dijo que era
"subversiva a la religión natural". Un célebre y religioso autor me ha escrito que ha
aprendido rendido "a ver qué es tan noble pensar que Dios creó unas cuantas
formas originales capaces de desarrollarse hasta ser otras formas necesarias,
como pensar que Él tuvo que crear de nuevo para llenar los huecos que causó la
acción de sus leyes".

¿Por qué se puede preguntar, hasta hace muy poco todos los biólogos y geólogos
vivos descreían de la mutabilidad de las especies? Es imposible decir que los
seres orgánicos no cambien por naturaleza; no puede probarse que la cantidad de
cambios a través de los evos sea limitada; no se ha podido, ni se puede, trazar una
división e n t r e las especies y sus bien marcadas variedades. Imposible sostener
que las especies, cuando se entrecruzan, sean invariablemente estériles, ni que
las variedades sean siempre fértiles, o que la esterilidad sea un don especial o un
signo de creación. La creencia de que las especies eran productos inmutables fue
prácticamente inevitable mientras se creyó que era corta la historia del mundo;
hoy que tenemos cierta idea del verdadero lapso, muy bien podemos asumir, sin
pruebas, que el historial geológico es tan perfecto que nos habría brindado clara
evidencia de la mutación de las especies de haber sufrido mutaciones.

Mas la causa principal de nuestra natural indisposición a aceptar que una


especie haya dado origen a otra muy distinta es que solemos rehusarnos a admitir
grandes cambios si no vemos sus diferentes pasos. La dificultad es idéntica a la que
tuvieron muchos geólogos cuando Lydell insistió en que las serranías y los riscos y
los grandes valles de la tierra fueron formados por agentes que aún vemos trabajar.
La mente no puede asir ni siquiera el significado del término un millón de años: no
puede sumar ni percibir todos los efectos de muchas pequeñas mudanzas,
acumuladas en un número casi infinito de generaciones.

Aunque estoy plenamente convencido de la veracidad de las ideas dadas en


este libro como resumen, de ningún modo espero convencer a los biólogos
experimentados, cuyas mentes están llenas de opiniones que, a través de
muchos años, han sido directamente opuestas a las mías. Es muy fácil
esconder nuestra ignorancia tras expresiones como ''el plan de la creación'', la
"unidad del destino", etcétera, y también lo es creer que estamos ofreciendo
explicaciones cuando meramente renunciamos una realidad. Rechazará mi teoría
quien dé más peso a dificultades no explicadas que a la explicación de una cierta
cantidad de hechos. Algunos biólogos, que poseen el don de la flexibilidad
mental y que ya han comenzado a dudar de la inmutabilidad de las especies,
acaso se verían influidos por este volumen; mas tengo confianza en el futuro, en
los jóvenes biólogos que podrán ver con imparcialidad ambos lados del problema.
Aquel que llegue a creer que las especies cambian hará un bien si expresa
conscientemente su convicción; tal es el único modo en que desaparecerán los
prejuicios que hoy abruman la materia.

Recientemente, muchos eminentes biólogos han publicado su creencia de


que numerosas especies en cada género no son especies reales, pero que otras
especies son reales, es decir, han sido creadas independientemente. Extraña
conclusión me parece ésta. Admiten que una multitud de formas, que hasta hace
poco ellos mismos creían creaciones especiales (y que hoy la mayoría de los
biólogos coincide en que eso son), y cuyas características externas son, en
consecuencia, las de una especie verdadera, admiten, repito, que han sido
producidas por variaciones, mas se niegan a extender esa opinión a otras formas
ligeramente distintas. Sin embargo, no pueden definir ni aun conjeturar cuáles
formas de vida son creadas y cuáles producidas por leyes secundarias. Admiten la
mutación como vera causa en un caso, arbitrariamente la rechazan en otro, y eso
sin asignar distinción a ninguno de los dos. Llegará el día en que esto sea visto
como curioso ejemplo de la ceguera de una opinión preconcebida. Estos autores
parecen igualmente asombrados ante un acto de creación milagroso que ante un
común nacimiento. ¿pero creen realmente que en los innumerables periodos de la
historia de la tierra se le ha ordenado a ciertos átomos elementales que se
conviertan de repente en te ji d o vivo? ¿Creen que en cada supuesto acto de creación
uno o varios individuos fueron producidos? ¿La infinita variedad de animales y
plantas fue creada en forma de huevo o semilla o como seres desarrollados? Y en
el caso de los mamíferos, ¿fueron creados con las falsas señales de la alimentación
en el vientre materno? No cabe duda de que estas preguntas no pueden ser
respondidas por quienes creen en la aparición o creación de sólo unas
cuantas formas de vida o de una sola. Muchos autores han sostenido que
igualmente fácil es creer en la creación de un millón de seres que de uno solo,
pero el axioma filosófico de Maupercio de la "mínima acción" lleva a la mente a
aceptar con mayor facilidad el número más pequeño. Y ciertamente no
debemos creer que innumerables seres dentro de cada gran clase han sido
creados con claras, pero engañosas marcas de que descienden de un solo
padre.

Como registro de un anterior estado de cosas he repetido en los últimos


párrafos, y en otros lugares, varias afirmaciones que implican que los biólogos creen
en la creación particular de cada especie: y mucho se me ha censurado el
expresarme de esta forma. Sin duda ésta era la creencia generalizada cuando
apareció por primera vez este volumen; muchas veces hablé con biólogos
respecto de la evolución, y nunca encontré eco a mis propuestas. No es imposible
que alguno, entonces, haya creído en ellas, pero guardaron silencio o se
expresaron de forma tan ambigua que no fue fácil comprender qué querían
decirme. Hoy las cosas han cambiado, y casi todos los biólogos admiten el gran
principio de la evolución. Existen, sin embargo, quienes piensan todavía que las
especies dieron a luz súbitamente, por medios bastante inexplicados, a formas
nuevas y totalmente diferentes; pero como he tratado de demostrar, puede
oponerse evidencia de mucho peso a las grandes y abruptas modificaciones. Desde
un punto de vista científico, no poco se avanza si se cree que nuevas formas se
desarrollan repentinamente a partir de formas anteriores; y muy diferentes, y no
que las especies se crearon del polvo.

Se me podría preguntar qué tanto extiendo la doctrina de modificación de las


especies. Es difícil responder esa pregunta, por que entre más distintas son las
formas que consideremos, menos serán los argumentos (y menor fuerza tendrán)
en favor de la comunidad de la descendencia. Todos los miembros de clases
enteras están conectados por una cadena de afinidades, y todos pueden ser
clasificados con el mismo principio, en grupos subordinados a otros grupos. Los
fósiles, en ocasiones, tienden a llenar intervalos muy amplios entre órdenes
existentes.

Órganos en condiciones rudimentarias muestran claramente que un progenitor


tuvo ese órgano en condiciones de pleno desarrollo: y esto en algunos casos implica
una modificación enorme en los descendientes. A lo largo de toda una clase se
forman varias estructuras; de un mismo patrón, y en una etapa muy temprana los
embriones se parecen mucho entre sí. Por lo tanto, no me permito dudar de que
la teoría de las modificaciones en la descendencia abarca a todos lo miembros de
una gran clase o reino. Creo que los animales descienden de un máximo de cinco
progenitores, y las plantas de un número igual o menor.

Por analogía podría dar un paso más y creer que plantas y animales
descienden de un solo prototipo. Mas la analogía puede se guía engañosa. Y sin
embargo todas las cosas vivas tienen mucho en común, en su composición química,
su estructura celular, sus leyes de crecimiento y su respuesta a influencias
nocivas. Podemos ver esto incluso en un hecho tan nimio como que un veneno
afecta muchas veces en forma similar a plantas y animales o que el veneno que gall-
fly secreta produce abscesos monstruosos lo mismo en la rosa silvestre que en el
roble. En todos los seres orgánicos, excepto acaso en algunos de los más
primitivos, la reproducción sexual parece ser esencialmente la misma. En todos, por
lo menos hasta donde sabemos, la vesícula germinal es idéntica, por lo cual todos
los organismos tienen origen común. Si observamos las dos divisiones principales
—a saber: el reino animal y el vegetal—, ciertas formas primitivas son tan
intermedias en sus características que los biólogos han debatido respecto de a
qué reino pertenecen. Como ha señalado la profesora Asa Gray, "las esporas
y otros cuerpos reproductivos de muchas algas primitivas pueden reclamar
primero una existencia típicamente animal, luego una inequívocamente vegetal".
Por tanto, sobre el principio de la selección natural con divergencia de
características, no es increíble que, de esa forma primitiva e intermedia se hayan
desarrollado igualmente plantas y animales; y, si admitiéramos esto, habríamos
de admitir asimismo que todo ser orgánico que ha habitado la tierra puede
haber descendido de una sola forma primordial. Pero esta inferencia está
basada principalmente en la analogía, y es insubstancial si la aceptamos o no.
No cabe duda de que es posible, como ha alegado G.H. Lewes, que en el
comienzo primero de la vida se hayan desarrollado varias formas diferentes;
pero, de ser así, podemos concluir que sólo muy pocas dejaron descendencia
modificada. Pues, como acabamos de señalar respecto de los miembros de
cada gran reino, como los vertebrados, los articulados, etcétera, tenemos
evidencia, en sus estructuras embriológicas, homólogas y rudimentarias, de
que todos los individuos dentro de cada reino descienden de un solo
progenitor.

Cuando las opiniones que adelantamos el señor Wallace y yo en este


volumen, o cuando opiniones análogas del origen de las especies sean
admitidas generalmente, habrá una considerable revoluc ión en la historia
natural. Los sistematistas podrán seguir su labor como ahora, pero no estarán
acosados por la sombra de la duda de si esta forma o aquélla es o no una
especie verdadera. Este alivio no será poco, estoy seguro y hablo por
experiencia. Cesará la discusión sinfín de si son buenas más o menos cincuenta
especies de zarzas británicas. Lo único que tendrán que hacer los sistematistas
será decidir (y no es que esto sea fácil) si una forma es suficientemente
constante y diferente de otras formas para recibir definición; y si lo es, si esas
diferencias son tan importantes como para merecer un nombre específico. Este
punto será una consideración mucho más esencial de lo que ahora es, pues las
diferencias entre dos formas, por más tenues que sean y si no están unidas por
grados intermedios, son suficientes para que los biólogos eleven esas formas a
la categoría de especies.

A partir de aquí estaremos obligados a reconocer que la única diferencia


entre las especies y las variaciones bien marcadas es que se sabe o se cree
que las últimas están conectadas hoy día por gradaciones intermedias, en tanto
que las especies lo estuvieron antes; Así, sin rechazar la consideración de la
existencia actual degradaciones intermedias entre dos formas cualesquiera,
habremos de sopesar con más cuidado y dar más valor a la cantidad de
diferencia entre ellas. Es muy probable que formas hoy generalmente
aceptadas como meras variedades sean desde ahora consideradas dignas, de
nombres específicos, y en ese caso el lenguaje científico y el común entrarán en
concordancia. En breve, tendremos que tratar las especies como ciertos
biólogos a los géneros, que creen son meras combinaciones artificiales hechas a
conveniencia. Esta perspectiva acaso no es muy halagüeña, pero cuando menos
estaremos liberados de la vana búsqueda de la indescubierta e indescubrible
esencia del término especie.

Los otros y más generales departamentos de la historia natural se elevarán


mucho en interés. Los términos que usan los biólogos, afinidad, relación,
comunidad de tipo, paternidad, morfología caracteres adaptativos, órganos
rudimentarios y abortados, dejaran de ser metafóricos, y tendrán un llano
significado. Cuando dejamos de ver a los organismos como algo fuera del
alcance de nuestra comprensión, como ven los salvajes un barco; cuando
consideramos que cada producción de la naturaleza ha tenido una larga historia;
cuando contemplamos cada compleja estructura e instinto como la suma de
muchos ingenios, cada uno útil para quien lo posee, de la misma forma en
que toda gran invención mecánica es la suma de los trabajos, la experiencia, la
razón y aun las pifias de numerosos obreros; cuando contemplamos así a cada
ser orgánico, ¡qué interesante —y lo digo por experiencia— se vuelve el estudio
de la historia natural!

Se abrirá un campo de investigación grande y casi intacto, sobre las causas


y leyes de la variación, la correlación, los efectos del uso y el desuso, la acción
directa de condiciones externas... Crecerá inmensamente el valor del estudio
de producciones domésticas. Una nueva variedad criada por el hombre será
objeto de estudio más importante e interesante que una nueva especie que
se suma a la infinitud de las especies ya registradas. Nuestras clasificaciones
serán genealogías hasta donde eso sea posible: y nos darán entonces lo que
puede en verdad llamarse el plan de la creación. Cuando tengamos un objeto
definitivo a la vista, las reglas de la clasificación serán, sin duda, más simples. No
poseemos pedigríes ni blasones de armas; tenemos que descubrir y rastrear las
divergentes líneas de la descendencia de nuestras genealogías naturales en
caracteres de cualquier tipo heredados ha mucho tiempo. Los órganos
rudimentarios hablarán infaliblemente de la naturaleza de estructuras perdidas.
Especies y grupos de especies que son llamados aberrantes, y que
imaginativamente pueden ser llamados fósiles con vida, nos ayudarán a dar color a
la imagen de las antiguas formas de vida. La embriología nos revelará la estructura,
obscurecida en cierto grado, de los prototipos de cada gran clase.

Cuando podamos estar seguros de que todos los individuos de la misma


especie y todas las especies cercanamente emparentadas del mismo género han
descendido en un tiempo no remoto del mismo padre y emigrado de un punto
único de nacimiento, entonces, a la luz que la geología hoy arroja y seguirá
arrojando sobre cambios pasados en el clima y el nivel de la tierra, seremos
capaces de rastrear admirablemente las migraciones de los habitantes de todo el
mundo. Incluso hoy, si comparamos las diferencias entre los habitantes del mar
de dos lados opuestos de un continente, y la naturaleza de los varios
habitantes de ese continente en relación con sus medios aparentes de
migración, cierta luz podemos arrojar sobre la geografía antigua.

La noble ciencia de la geología pierde gloria por la extrema imperfección de los


registros. La corteza terrestre no ha de ser vista como un museo riquísimo, sino
como una pobre colección azarosa. Se sabrá que la acumulación de cada gran
formación fosilífera dependió de una feliz e inusual concurrencia de
circunstancias, y que los vacíos intervalos entre las sucesivas etapas fueron de
vasta duración. Mas seremos capaces de calibrar esas duraciones si
comparamos las formas orgánicas que las precedieron y siguieron. Deberemos
ser cautelosos cuando tratemos de correlacionar, por medio de la sucesión
general de las formas de vida, dos formaciones que no incluyan muchas especies
idénticas como estrictamente contemporáneas. Ya que las especies son
producidas y exterminadas por causas que actúan lentamente y que están aún en
activo, y no por actos milagrosos de la creación; y ya que la causa más
importante del cambio orgánico es casi independiente de condiciones físicas
alteradas y acaso condiciones alteradas de súbito, a saber, la relación de un
organismo con otro —el mejoramiento de un organismo que sigue al mejoramiento
o exterminio de otros—, comprendemos que la cantidad de cambio orgánico en
las formaciones de fósiles sirve probablemente como medida aproximada del
lapso. Algunas especies, sin embargo, pueden permanecer sin cambios durante
un periodo muy largo, en tanto que otras, si migran a otros sitios y entran en
competencia con seres extraños, pueden cambiar; de tal forma que no
habremos de sobrestimar la exactitud del cambio orgánico como medida de
tiempo.
Veo en el futuro campos abiertos a investigaciones mucho más importantes.
Sin duda, la psicología basará sus fundamentos en lo que ya ha preparado
Herbert Spencer, de la necesaria adquisición gradual de la capacidad y los
poderes mentales. Mucha luz se arrojará sobre los orígenes del hombre y su
historia.

Hay autores de la más elevada eminencia que están satisfechos con la idea
de que cada especie ha sido creada independientemente. A mi parecer, que la
producción y extinción de los habitantes presentes y pasados del mundo se
debieran a causas secundarias —como las que determinan el nacimiento y la
muerte de los individuos— concuerda más con lo que sabemos de las leyes
dictadas por el Creador. Si miro a todos los seres no como creaciones especiales,
sino como los descendientes de unos cuantos que vivieron mucho antes de que
el primer lecho del sistema cámbrico se depositara, los miro ennoblecidos,
juzgando por el pasado, podemos inferir que no hay una especie viva que
permanezca intacta en el futuro lejano.

Y de las especies que hoy viven muy pocas transmitirán progenie de


cualquier tipo al futuro lejano; pues la manera en que todos los seres orgánicos
están agrupados muestra que un grandísimo número de especies en cada
género están completamente extintas, podemos pues dar un vistazo profético
hacia el futuro, y prever que serán las especies comunes y más extendidas, que
pertenecen agrupados más grandes y dominantes, las que prevalezcan y procreen
nuevas especies dominantes. Como todas las formas de vida son descendientes de
las que vivieron mucho antes de la edad cámbrica, podemos tener la certeza de
que la ordinaria sucesión de las generaciones nunca ha sido interrumpida, y
que no ha habido un cataclismo que desuele al mundo. Por tanto, podemos
tener cierta confianza en que un futuro de gran duración espera. Y, como la
selección natural opera únicamente por el bien de los seres, todo don mental
y corporal tiende a progresar hacia la perfección.

Es muy interesante contemplar un banco enmarañado de mu chas plantas


de muchos tipos, aves que trinan sobre los arbustos, insectos revoloteando
por ahí, gusanos arrastrándose en la húmeda tierra, y concluir que todas estas
formas tan elaboradas y tan disímiles unas de otras, y dependientes entre sí de
manera tan compleja, han sido creadas por leyes que actúan a nuestro
alrededor. Estas leyes son, en el sentido más amplio, el crecimiento y la
reproducción; la herencia, a la que casi implica la reproducción; variabilidad
por la acción indirecta o directa de las condiciones de vida, y por el uso y el
desuso; una razón de crecimiento tan alta que lleva a la lucha por la vida, y que
es consecuencia de la selección natural, y que trae consigo la divergencia de
carácter y la extinción de formas no mejoradas. y así de la guerra de natura,
del hambre y de la muerte, nace el objeto más exaltado que podamos concebir, es
decir, la producción de animales mejores. Hay grandeza en esta visión de la
vida, que dice que sus muchos poderes fueron exhalados por el Creador en
unas cuantas formas o en una; y que, mientras este planeta ha girado y girado
según la ley de la gravedad, de tan simple principio se han creado y siguen
creándose bellas y maravillosas formas infinitas.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 19 – 28.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 2 ) JOHN DEWEY
M
uchas personas, cuando observan un espectro. Ven una serie de colores
uno a lado de otro. Cuando John Dewey observaba un espectro veía un
continuum; el lento paso de un color a otro, sin fronteras que indican
precisamente dónde un color termina y empieza otro. La mente se disuelve en la
materia, el sujeto en el objeto, los medios en los fines. El individuo se fusiona con
lo social, la educación liberal se mezcla con la vocacional; la ciencia es en sí parte
del espectro de cosas a las que la gente se dedica como arar la tierra y navegar
barcos. No hay esencias eternas con delineamientos fijos. Las especies se
mueven. La “Verdad” es simplemente ese cuerpo de conocimientos plástico y
creciente que sirve como una herramienta en la lucha del hombre para perpetuar
su especie.

Ningún filósofo ha perdido menos tiempo dando vueltas a las torres de la


metafísica que este mal vestido pedagogo de mente ausente, lentes sin armazón y
cansino acento de Vermont. Perteneció a cientos de organizaciones y causas
liberales. Su influencia dentro del pensamiento político, en que definió el
significado de términos como “libertad” y “democracia”, ha sido inmensa. Nunca
tuvo miedo de tomar partido, aun cuando estuviera pasado de moda, por ejemplo:
su condena vigorosa a los juicios de purga de Stalin, en un momento en que la
mayoría de los liberales se hacía de la vista gorda. Tal vez su mayor influencia se
dio en el terreno de la educación primaria. El antiguo escritorio encerrado
simbolizaba, para él, las viejas restricciones. Quiso quitarles los cerrojos. Quiso
quitarle cerrojos a la mente. Creyó que esto era posible sólo si extendíamos la
actitud científica a cada fase de la actividad humana.

Por una feliz coincidencia, John Dewey (1859-1952) nació el mismo año en
que apareció El origen de las especies. Para Dewey, la evolución fue el más
grande disolvente de los viejos absolutismos, y en el texto que hemos
seleccionado despliega sus razones. Originalmente fue una conferencia dictada en
1909, y se convirtió en uno de sus ensayos más conocidos e influyentes, que
tocaba la raíz misma de su filosofía pragmática. En escritos posteriores y más
técnicos, su estilo se consideró alrevesado y aburrido, lo que llevó a Max Eastman
a observar que si Dewey había escrito una oración digna de citarse estaba perdida
para siempre en la pila de 36 libros y 815 artículos en revistas. Tal vez podamos
recuperar esa oración en este ensayo. “No lo resolvemos”, concluye Dewey,
refiriéndose a esos grandes y candentes problemas de la historia que parecen
demandar soluciones de o es esto o es esto, “los superamos”.
( 2 ) La influencia del darwinismo
En la filosofía

JOHN DEWEY

QUE LA PUBLICACIÓN de El origen de las especies haya marcado una época


dentro del desarrollo de las ciencias naturales es bien sabido aún por el profano.
Que la combinación de las mismísimas palabras origen y especie diera cuerpo a
una revuelta intelectual e introdujera un temperamento intelectual aun al experto le
pasa inadvertido. Las concepciones que han regido la filosofía de la naturaleza y
el conocimiento por dos mil años, las concepciones que se han vuelto el familiar
inmobiliario de la mente, descansaban en el supuesto de la superioridad de lo fijo
y lo final; se apoyaban en el cambio y el origen como simples signos de defectos e
irrealidad. A meterle mano al arca secreta de la permanencia absoluta, al atribuirle
origen y desvanecimiento las formas que habían sido consideradas tipos de la
fijeza y la perfección, El origen de las especies introdujo un modo de pensar que
finalmente transformaría la lógica del conocimiento y, por ende, el tratamiento de
la moral, la política y la religión.

No sorprende, entonces, que la publicación del libro de Darwin, hace medio


siglo, haya precipitado una crisis. Y sin embargo, la verdadera naturaleza de la
controversia se esconde fácilmente de nosotros por el clamor teológico que la
rodeó. Los rasgos ávidos y populares de la tendencia antidarwinista tendían a
crear la impresión de que la controversia se localizaba entre la ciencia, por un
lado, y la teología, por el otro. Tal no era el caso: la controversia estaba
principalmente en la ciencia misma, como pronto lo reconoció el mismo Darwin.
Supo desde el principio que habría una fuerte protesta teológica. Pero dos
décadas antes de la publicación final contempló la posibilidad de que sus colegas
científicos lo consideraban un tonto o un loco: y fijó, como medida de su éxito, el
grado en que afectara a tres hombres de ciencia: Lyell en geología, Hooker en
botánica y Huxley en zoología.

Las consideraciones religiosas incrementaron el fervor a la controversia


pero no la provocaron. Intelectualmente las emociones religiosas no son creativas
sino conservadoras. Se suman rápidamente a la actual visión del mundo y la
consagran. Pintan y entintan las telas intelectuales en la hormigueante tina de las
emociones; no son su trama ni su urdimbre. Creo que no hay una instancia en
ninguna gran idea en el mundo que haya sido generada independientemente por
la religión. Aunque las ideas que se levantaron cual ejércitos contra el darwinismo
debían su intensidad a asociaciones religiosas, su origen y significado se deben
buscar en la ciencia y en la filosofía no en la religión.

II

Pocas palabras dentro de nuestro lenguaje abrevian la historia intelectual tanto


como el término especie. A los griegos, que iniciaron la vida intelectual de Europa,
los impresionaron los rasgos característicos de la vida de las plantas y animales;
los impresionaron a tal grado que convirtieron estos rasgos en la clave de la
definición de la naturaleza y de la explicación de la mente y la sociedad. Y
verdaderamente, la vida es tan maravillosa que una lectura aparentemente
lograda de su misterio ha podido llevar a los hombres a creer que la clave de sus
secretos está en sus manos. La forma griega de este misterio, la formulación
griega de la meta del conocimiento, con el paso del tiempo se guardó en la
palabra especie, y tuvo bajo su control a la filosofía durante dos mil años. Para
comprender entonces lo que se quiere decir con “origen de las especies” debemos
aprehender la idea contra la protesta.
Ciertamente, sólo hay dos posibles cursos. O debemos encontrar los
objetos y órganos apropiados del conocimiento en las mutuas interacciones de las
cosas cambiantes; o para huir de la infección del tiempo, debemos buscarlos en
una región trascendente y celestial. La mente humana se diría deliberadamente,
agotó la lógica de lo inmutable, lo final y lo trascendente, antes de aventurarse por
los yermos sin sendas de la generación y la transformación. Disponemos con
demasiada facilidad de los esfuerzos de los estudiosos por interpretar natura y
mente en términos de verdaderas esencias, formas y facultades ocultas, y
olvidamos la seriedad y dignidad de las ideas que las anteceden. Las usamos
cuando nos reímos de caballeros famosos que dedujeron que si el opio hacía
dormir a la gente, tendría una facultar dormitiva. Pero la doctrina, de nuestros días,
de que el conocimiento de la planta que produce la amapola consiste en la
referencia de las peculiaridades de un tipo individual a una forma universal –
doctrina tan firmemente establecida que cualquier otro método de conocimiento
habría de concebirse como antifilosófico y anticientífico – es precisamente en la
escolástica y la teoría antidarwinista puede sugerir una mayor empatía por lo que
se ha vuelto poco familiar, y humildad más grande ante las extrañezas que la
historia nos depara.

Darwin no fue por supuesto el primero en cuestionar la filosofía clásica de la


naturaleza y del conocimiento. Los principios de la revolución se encuentran en la
ciencia física de los siglos XVI y XVII. Cuando Galileo dijo: “En mi opinión, la tierra
es noble y muy admirable a razón de las tantas y tan diferentes alteraciones y
generaciones que incesantemente le surgen”, expresó el nuevo temperamento
que surgiría en el mundo, el cambio de interés de lo permanente a lo cambiante.
Cuando Descartes dijo: “La naturaleza de las cosas físicas es mucho más
fácilmente concebida cuando se piensa que llegaron gradualmente a la existencia,
que si considera que fueron creadas de súbito como entes finitos y perfectos”, el
mundo moderno se hizo consciente de la lógica que lo habría de controlar, lógica
de la cual El origen de las especies es el más reciente logro. Sin los métodos de
Copérnico, Kepler, Galileo y sus sucesores en astronomía, física y química,
Darwin hubiera estado indefenso dentro de las ciencias orgánicas. Pero antes de
Darwin, el impacto del nuevo método científico en la vida, la mente y la política,
estuvo detenido, porque entre estos intereses ideales y morales y el mundo
inorgánico estaba en el reino de las plantas animales. Las puertas del jardín de la
vida estaban cerradas a las nuevas ideas; y sólo a través de este jardín habrá
acceso a la mente y la política. La influencia de Darwin sobre la filosofía reside en
su conquista del fenómeno de la vida por el principio de la transición: liberó así la
nueva lógica para la aplicación a mente, moral y vida. Cuando dijo de las especies
lo que Galileo de la tierra, e pur si muove, emancipó de una vez por todas las
ideas genéticas y experimentales como método para formular preguntas y buscar
explicaciones.

III

Los exactos alcances del nuevo panorama lógico en la filosofía son hasta ahora,
por supuesto, inciertos e incipientes. Vivimos en los albores de una transición
intelectual. Debemos sumar la temeridad del profeta y la terquedad del que ha
tomado partido para aventurar una exposición sistemática de la influencia en la
filosofía del método darwiniano. Lo mejor que podemos hacer es buscar sus
alcances en general el efecto sobre el temperamento y complexión mentales,
sobre el grupo de aversiones y preferencias semiconscientes, semiinstintivas, que
determinan, después de todo, nuestras empresas intelectuales más deliberadas.
En este vago cuestionamiento parece existir un problema de larga carrera histórica
que ha sido ampliamente discutido en la literatura darwiniana. Me refiero a los
viejos problemas de diseño versus cambio, mente versus materia, como
explicación casual, primaria o final, de las cosas.
Como hemos comprobado, la noción clásica de las especies llevaba
consigo la idea de un propósito. En toda forma viviente, un tipo específico dirige
las primeras etapas de crecimiento para alcanzar su propia perfección. Como este
principio regulativo no es aparente a los sentidos, comprendemos que debe ser un
ideal o fuerza racional. Y como la forma perfecta se logra gradualmente a través
de cambios sensibles, comprendemos que dentro y a través de un mundo sensible
una fuerza racional ideal prepara su propia manifestación final.

Estas inferencias se extendieron a la naturaleza: a) La naturaleza no hace nada en


vano, sino con ulteriores propósitos. b) En los eventos sensibles naturales hay
siempre una fuerza espiritual causal, que escapa la percepción por ser espíritu,
pero se aprehende mediante la razón ilustrada. c) La manifestación de este
principio nos habla de subordinación de materia y sentido a su propia realización,
y esta realización final es la meta del hombre y la naturaleza. El argumento del
diseño lleva dos direcciones. El propósito justificaba lo inteligible en la naturaleza y
la posibilidad de la ciencia mientras el carácter absoluto o cósmico de este
propósito consagraba y daba valor a los empeños morales y religiosos del hombre.
Un solo principio sostenía a la ciencia y autorizaba la moral, y su acuerdo mutuo
quedaba garantizado para siempre.

La filosofía siguió siendo, a pesar de desplantes escépticos y polémicos, la


política oficial y reinante de Europa durante 2000 años. La expulsión de las causa
fija y finales de la astronomía, física y química, había ciertamente sacudido a la
doctrina. Pero por otro lado, el aumento de cotidianidad con detalles de la vida
animal y vegetal daba equilibrio y tal vez hasta fortalecía el argumento a partir del
diseño. Las maravillosas adaptaciones de los organismos al ambiente, de los
órganos al organismo de partes distintas de un órgano complejo – como el ojo – al
órgano en sí; el eclipse de formas menores por formas más elevadas; la
preparación de órganos en las primeras etapas de crecimiento para que más tarde
obtuvieran su funcionamiento; todas estas cosas fueron reconociéndose con el
progreso de la botánica, la zoología, la paleontología y la embriología. Juntas
daban tal prestigio al argumento del diseño que, hacia el final del siglo XVIII; tal
fue el punto central de la filosofía teísta e idealista, como lo habían aprobado las
ciencias de la vida orgánica.

El principio darwiniano de la selección natural embonada perfectamente con


esta filosofía. Si todas las adaptaciones orgánicas se deben a la simple variación
constante y a la eliminación de las variaciones que son peligrosas dentro de la
lucha por la existencia, provocada por la excesiva reproducción, no hay lugar para
una fuerza inteligente y causal auténtica que las planee y ordene. Críticos hostiles
acusaron a Darwin de materialismo y de hacer de la casualidad la causa del
Universo.

Algunos biólogos, como Asa Gray, favorecieron el principio darwiniano e


intentaron reconciliarlo con el diseño. Gray se apegó a los que podíamos llamar
diseño del plan de instalación. Si concebimos la marea de variaciones que se
intentaban. Podemos suponer que cada variación sucesiva se diseñaba a partir de
la primera. En tal caso la variación, lucha y selección definen simplemente el
mecanismo de “causas secundarias” a través de las cuales actúa la “causa
primera”; y la doctrina del diseño no es la peor librada pues conocemos más su
modus operandi.

Darwin no podrá aceptar esta propuesta de mediación. Admite o más bien


asegura que “es imposible concebir este universo inmenso y maravilloso que
incluye al hombre con su capacidad de mirar atrás y al futuro, como el resultado
de una necesidad o causa ciega”. Pero, aun así, sostiene que como las
variaciones tienen direcciones sin y con sentido, y que como las últimas denotan
meramente la tensión de las condiciones de la lucha por la existencia, el
argumento del diseño aplicado a los seres humanos es injustificable y ese nulo
apoyo lo priva de valor científico aplicado a la naturaleza en general. Si las
variaciones de la paloma, que en la selección artificial dan la paloma buchona, no
están preordenadas para el beneficio del gestor, ¿por qué lógica argumentamos
que las variaciones que dan especies naturales están prediseñadas?

IV

Hasta aquí algunos de los hechos más obvios de la discusión diseño versus
casualidad como principios causales de la naturaleza y la vida. Planteamos esta
discusión, se recordará, como una instancia crucial. ¿Qué indica nuestra piedra de
toque de la intervención de las ideas darwinianas sobre la filosofía? En primer
lugar, la nueva lógica prohíbe, flanquea, desecha – usted decida – un tipo de
problemas y sustitutos para otro tipo. La filosofía abjura de la búsqueda de
orígenes absolutos y finalidades absolutas con el fin de explorar valores
específicos y las condiciones que los generan.

Darwin concluyó que la imposibilidad de ceder el mundo a la casualidad


como un todo y cederlo en partes al diseño indicaba la insolubilidad de la cuestión.
Sin embargo, se pueden presentar dos razones radicalmente diferentes de por
qué un problema es insoluble; una razón es que el problema es demasiado
elevado para la inteligencia, la otra es que la propia formulación del problema
asume puntos que le quitan el sentido. Inevitablemente se señala esta alternativa
en el famoso caso del diseño versus la casualidad. Una vez admitido que el
objetivo verificable o fructífero del conocimiento es el particular conjunto de
cambios que genera el objeto de estudio junto con las consecuencias que de él se
derivan, ninguna pregunta inteligible podrá ser formulada respecto de lo que,
asumimos, está afuera. Aseverar – como se hace en ocasiones – que valores
específicos de verdad particular, lazos sociales y formas de belleza, si se puede
mostrar que son generados por condiciones concretamente cognoscibles, son
vanos y sin sentido; asegurar que sólo son justificables cuando sus particulares
causas y efectos han sido todos reunidos en una causa primordial y en un
exhaustivo fin último, eso es un atavismo intelectual. Semejante argumento es una
reversión a la lógica que explica por la esencia formal de la acuosidad que el agua
extinga al fuego, y por la causa final de la acuosidad que el agua sacie la sed.
Esta lógica, ya en el caso de eventos específicos, ya en el de la vida como un
todo, sólo abstrae un aspecto del curso del evento existente para convertirlo en
un petrificado principio eternal, para explicar esos cambios de los cuales es
formalización.

Henry Sidwigck mencionó, de paso, en una carta que, conforme envejecía,


más que quién o qué había creado el mundo le interesaba saber qué tipo de
mundo era éste. Ésa es una experiencia común de nuestros días que ilustra la
naturaleza de la transformación intelectual efectuada por la lógica darwiniana. El
interés se mueve de una esencia general que está detrás de los cambios
especiales a la pregunta de cómo los cambios especiales sirven y anulan
propósitos concretos; de una inteligencia que dio forma a las cosas de una vez por
todas a inteligencias particulares en las que las cosas aún no han acabado de
formarse; de una finalidad del bien a incrementos directos de justicia y felicidad
que la administración inteligente de las condiciones existentes puede engendrar y
que el actual descuido o estupidez pueden destruir o desperdiciar.

En segundo lugar, la lógica clásica ejerció la filosofía inevitablemente para


probar que la vida debe tener ciertas cualidades y valores – sin importar cómo la
presente la experiencia – debido a una causa remota y una meta eventual. El
deber de la justificación completa acompaña todo pensamiento que indique que el
significado de ocurrencias especiales que dependen de algo está detrás de ellas.
El hábito de derogar significados y usos presentes evita nuestro enfrentamiento
con los hechos, la experiencia; el reconocimiento serio de las maldades que se
presentan y con la seria inquietud de las bondades que prometen pero hasta el
momento no se cumplen; nos hace pensar en encontrar un remedio enteramente
trascendental para lo uno y una garantía para lo otro. Uno recuerda el modo en
que muchos moralistas y teólogos saludaron el reconocimiento de Herbert
Spencer de una energía incognoscible de la cual emanaban procesos físicos
fenomenológicos y las operaciones de la conciencia. Por el mero hecho de que
Spencer llamara a esta energía “Dios”, esta lánguida pieza de bondades
metafísicas se consideró una concesión importante y agradecida de la realidad del
reino espiritual. Si no fuera por el profundo arraigamiento del hábito de buscar
valores en lo remoto y trascendente, seguramente esta referencia que hacían a un
absoluto incognoscible sería despreciada en comparación con las demostraciones
de la experiencia de que las energías cognoscibles generan diariamente entre
nosotros valores preciosos.

El desplazamiento de este tipo masivo de filosofía no se conseguiría, qué


duda cabe, por pura desaprobación lógica, sino más bien por el creciente
reconocimiento de su futilidad. Aunque fuera mil veces cierto que el opio produce
sueño por su energía dormitiva, la inducción al sueño en quien está cansado y el
despertar del intoxicado no se moverían ni un paso. Aunque fuera mil veces
demostrado dialécticamente que un principio trascendental regula la vida como un
todo hacia una meta final inclusiva, la verdad y el error, la salud y la enfermedad,
el bien y el mal, la esperanza y el miedo a lo concreto, seguirían como y donde
están ahora. Para mejorar nuestra educación, para mejorar nuestros modales,
avanzar en la política, debemos tener la capacidad de recurrir a condiciones
específicas de generación.

La nueva lógica da responsabilidad a la vida intelectual. Idealizar y


racionalizar el universo finalmente es una confesión de la inhabilidad para manejar
el curso de las cosas que sí nos conciernen. Durante el tiempo en que ha sufrido
esta impotencia, la humanidad naturalmente ha pasado el peso de la
responsabilidad que no puede cargar a los hombros, más competentes, de la
causa trascendental. Pero si la visión interior de las condiciones específicas de
valor y de las ideas es posible, la filosofía se debe convertir en un método de
localización e interpretación de los más serios conflictos que ocurren en la vida, un
método de proyección de la forma de manejarlos: un método de diagnosis y
prognosis moral y política.

El intento de formular a priori la constitución legislativa del universo puede


llevarnos a desarrollos dialécticos elaborados. Pero también puede llevar estas
mismas conclusiones de la sujeción a las pruebas experimentales, pues, por
definición, estos resultados no cambian el curso detallado de eventos. Pero una
filosofía cuyas pretensiones son humildes ante el trabajo de proyectar hipótesis
para la educación y conducción de la mente, individual y social, está sujeta a
probar el modo en que las ideas que propone funcionan en la práctica. Si se le
fuerza a ser modesta, la filosofía también asume responsabilidades.

Parece que he violado la promesa implícita de las primeras anotaciones y


que me he vuelto profeta y partidario. Pero si anticipo la dirección de las
transformaciones filosóficas que labrara la lógica experimental y genética
darwiniana, no intento hablar por ninguno, salvo por aquellos que se atienen
consciente o inconscientemente a esta lógica. Nadie puede negar que
actualmente existen dos efectos del modo darwiniano de pensamiento. Por un
lado, se están haciendo esfuerzos sinceros y vitales por revisar nuestras
concepciones filosóficas tradicionales de acuerdo con sus demandas. Por otro, se
recrudecen definitivamente las filosofías absolutistas; se reafirma un tipo de
conocimiento filosófico distinto al científico, un conocimiento que nos abre una
realidad distinta de la que las que ciencias nos permiten acceso; una atracción de
algo, a través de la experiencia, que esencialmente excede a la experiencia. Esta
reacción afecta las creencias populares y los movimientos religiosos tanto como
las filosofías técnicas. La conquista de las ciencias biológicas mediante las
nuevas ideas ha llevado a muchos a proclamar una separación rígida y explícita
de la ciencia.

Las viejas ideas se desdibujan lentamente; pues son más que formas y
categorías lógicas. Son hábitos, predisposiciones, actitudes profundamente
arraigadas de aversión y preferencia. Más aún persiste la convicción – a pesar de
que la historia pruebe que es una alucinación – de que todas las preguntas de la
mente humana pueden ser contestadas en términos de las alternativas que las
propias preguntas presentan. Pero, de hecho, el progreso intelectual suele ocurrir
a través del puro abandono de las preguntas junto con las alternativas que
suponen; abandono que resulta del decrecimiento de su vitalidad y del cambio de
interés. No las resolvemos: las superamos. Las viejas preguntas se resuelven al
desaparecer, evaporarse, mientras nuevas cuestiones, correspondientes a la
nueva actitud en empeño y preferencia, toman su lugar. Sin duda, el más grande
disolvente en el pensamiento contemporáneo de los viejos cuestionamientos, el
más grande participante de nuevos métodos, nuevas intenciones, nuevos
problemas, es el efectuado por la revolución científica que encontró su clímax en
El origen de las especies.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 29 – 40.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 3 ) STEPHEN JAY GOULD

oy no hay científico que escriba para revistas técnicas y de interés


general, que merezca portar la capa de Thomas Huxley tanto como el
paleontólogo de Harvard, Stephen Jay Gould. Permítanme citar algunas de sus
similitudes.

Como Huxley, Gould nunca ha dudado de entrar en vigorosas batallas con


creacionistas ignorantes, repentinamente tan ruidosos y combativos en los
Estados Unidos como lo fueron en Inglaterra cuando Huxley debatía con el obispo
Wilberforce (Sam el Jabonoso) y chocaba con el biblicismo crudo del primer
ministro William Gladstone como Huxley Gould no sólo está completamente
familiarizado con la geología y la biología de su tiempo ha hecho contribuciones
significativas a estos dos campos y a la teoría de la evolución. Gould es uno de los
principales adeptos del "equilibrio interrumpido", una teoría sostenida también por
Huxley- "La naturaleza brinca de vez en cuando", escribía Huxley, "y el
reconocimiento de esto es de gran importancia para desechar objeciones menores
a la doctrina de la transmutación (de especies)."

Como Huxley, la escritura de Gould es clara, fuerte, brillante y revela un


conocimiento de la filosofía, la literatura y las artes que excede el conocimiento de
la ciencia que posee la mayoría de los profesores de humanidades. Como Huxley,
es agnóstico metafísico, un término acuñado por el propio Huxley como él, Gould
tiene poca paciencia con el no-conocimiento científico. No tiene vergüenza de
decirle loco a un loco, o involucrarse en lo que le da por llamar el
"desenmascaramiento" de la falsa ciencia; aun así, como lo confesó en alguna
ocasión, tal actividad “no tiene contenido intelectual alguno. Uno no aprende
nada."
Mi selección proviene de Diente de Gallina, pies de caballo, una antología
de ensayos que en su mayoría, aparecieron en la columna semanal de la Revista
de Historia Natural. Además de informarnos de la increíble capacidad de
adaptación del mundo de los insectos, el ensayo se sumerge en una de las más
inquietantes dificultades que confrontan a aquellos que creen en una deidad
benevolente. ¿Por qué hay tanta maldad en el mundo? ¿Cómo puede un Dios
amoroso reconciliar su existencia con criaturas aparentemente tan viles como las
avispas parasitarias?

La tesis de de Gould es simple e irrefutable. La Madre Naturaleza no tiene


moral: nada dice del problema de la maldad, no provee siquiera de una pista para
solucionarlo. “El proceso cósmico no tiene relación alguna con los fines morales”
fue la manera en que Huxley lo expresó. “El progreso ético de la sociedad
depende, no de imitar el proceso cósmico, menos de huirle, sino de combatirlo.”
( 3 ) NATURALEZA INMORAL

STEPHEN JAY GOULD

Cuando el honorable y reverendo Francis Henry, duque de Bridgewater, murió en


febrero de 1829, dejó 8,000 libras para pagar una serie de libros sobre "el poder,
la sabiduría, y la bondad de Dios, como se manifiesta en la creación'' William
Buckland, el primer geólogo académico de Inglaterra y más tarde decano de
Westminster, fue invitado a componer uno de los nueve Tratados de Bridgewater.
Ahí discutió uno de los problemas más oprimentes de la teología natural; Si Dios
es benevolente y la Creación despliega su "poder, sabiduría y bondad", ¿entonces
por qué nos rodea el dolor, el sufrimiento y la aparente crueldad sin sentido del
mundo animal?

Buckland consideraba que la "depredación de las razas carnívoras" es el


primer reto de un mundo idealizado en el que el león puede convivir con la oveja.
Resolvió la controversia a su satisfacción con el argumento de que los carnívoros
incrementan "el agregado del goce animal" y "disminuyen el del dolor". La muerte
de sus víctimas, después de todo, es ágil y relativamente indolora; se les evita la
ruina de la decrepitud y la senilidad, y las poblaciones no exceden su provisión de
comida. Dios sabía lo que hacía cuando hizo a los leones. Buckland concluyó en
un rapto apenas disimulado:

La cita con la muerte mediante la agencia de un carnívoro, como


terminación ordinaria de la existencia animal, parece, en sus resultados
principales, una dispensa de benevolencia; deduce mucha de la cantidad de dolor
agregada a la muerte universal; abrevia y casi aniquila; en toda la creación, la
miseria de la enfermedad, las lesiones accidentales y la lenta decadencia e
impone tal restricción saludable al incremento excesivo en los números que la
oferta de alimentación se mantiene perpetuamente en razón de la demanda. El
resultado es que la superficie de la tierra y las profundidades de las aguas están
plenas de miles de seres animados, para placer de aquellos cuya vida es
coextensiva con su duración y que en el breve día de la existencia que se les ha
dado cumplan gozosos las funciones para las cuales fueron creados.

Hoy podemos encontrar cierto divertido encanto en la visión de Buckland,


pero tales argumentos sí comenzaron a tratar el “problema de la maldad” para
varios de los contemporáneos de Buckland: ¿Cómo puede un Dios benevolente
crear tal mundo de carnicería y derrame de sangre? Sin embargo, estos reclamos
no pueden abolir el problema de la maldad por completo, pues la naturaleza
incluye muchos fenómenos más horribles que la simple depredación. Sospecho
que nada evoca mayor disgusto en nosotros que la lenta destrucción de quien
porta un parasito interno: la lenta ingestión, poco a poco, desde adentro. De
ninguna otra manera podría explicar por qué Alien, una película de horror de
tercera, sin inspiración y de fórmula ha logrado tal éxito. La sola escena en que el
Sr. Alien sale disparado como bebé parásito del cuerpo portador humano fue tan
enfermiza como impactante. Nuestros antecesores del siglo XIX mantuvieron
sentimientos similares. Su más grande reto en tanto al concepto de una deidad
benevolente no era la simple depredación –pues uno puede admirar las
carnicerías rápidas y eficientes, especialmente porque luchamos por construirlas
nosotros– sino la lenta muerte por invasión parasitaria. El caso clásico, tratado en
algún momento por todos los grandes naturalistas, incluye a la llamada mosca
ichneumon. Buckland había evadido la mayor controversia.

La mosca, que había provocado tal preocupación entre los teólogos, era
una criatura compuesta representante de los hábitos de una tribu enorme. La
ichneumonoidea es un grupo de avispas, no moscas, que incluyen mas especies
que los vertebrados combinados (avispas, hormigas y abejas constituyen el orden
Hymenoptera; las moscas, con su dos alas –las avispas tienen cuatro– conforman
el orden Díptera). Además, muchas de las avispas relacionadas por hábitos
similares se citaron en segundo lugar por los mismos espantosos detalles. Así, la
famosa historia no implicaba meramente una especie aberrante (tal vez una gotera
perversa del reino de Satán) sino acaso cientos de miles; una gran porción de lo
que sólo podría ser la creación de Dios.

Los ichneumones, como la mayoría de las avispas, generalmente viven


libres como adultos pero pasan su vida larvaria como parásitos, alimentándose del
cuerpo de otros animales, casi invariablemente miembros de su propio philum ,
artrópodos. Las víctimas más comunes son las orugas (mariposa y larvas de
palomilla), pero algunos ichneumones prefieren los áfidos y otros atacan a las
arañas. La mayoría de los portadores es parasitada en su etapa larvaria, pero
algunos adultos son atacados y algunos de los pequeñísimos ichneumones
inyectan su parásito directamente al huevo de su portador.

Las hembras de libre vuelo localizan un portador apropiado y lo convierten


en una fábrica de comida para sus pequeños. Los parasitólogos hablan de
ectoparasitarios cuando el invitado incómodo habita en la superficie del portador, y
denominan endoparásitos a los huéspedes que viven en el interior. Entre los
ichneumones, endoparasitarios, las hembras adultas penetran al portador con su
ovopositor y le depositan los huevos dentro. (El ovopositor, un delgado tubo que
se extiende desde la cola de la avispa, puede ser muchas veces más largo que el
cuerpo mismo de la avispa.) Usualmente el portador no tiene inconvenientes por el
momento, cuando menos hasta que los huevos se abren y las larvas íchneunon
comienzan su feroz trabajo de excavación interior. Entre los ectoparasitarios,
muchas hembras ponen sus huevos directamente en el cuerpo del portador. Como
un portador activo fácilmente desecharía el huevo, la madre ichneumon
simultáneamente inyecta una toxina que paraliza a la oruga u otra víctima. La
parálisis puede ser permanente, y la oruga yace, viva pero inmóvil, con el agente
de su destrucción futura en su pancita. El huevo abre, la pobre oruga se menea, la
larva de la avispa penetra y comienza su horrible festín.

Como una oruga muerta y en descomposición no le sirve de nada a la


avispa, se la come siguiendo un patrón que no puede sino recordarnos, dentro de
nuestra interpretación antropocéntrica e inapropiada, la antigua pena inglesa
para !a traición: destripar y descuartizar, con el objeto explícito de extraer tanto
tormento como sea posible al mantener a la víctima viva y sensible. Como el
ejecutor del rey sacaba y chamuscaba los interiores de su cliente, así opera la
larva de ichneumon, come primero los cuerpos grasos y los órganos digestivos,
dejando vivir a la oruga, pues mantiene intactos su esencial corazón y su sistema
nervioso central. Finalmente; la larva completa su trabajo y mata a su víctima, y
abandona la cáscara vacía de la oruga. ¿Es extraño acaso que los ichneumones,
no serpientes ni leones, hayan sido un reto inconmensurable a la benevolencia de
Dios en la flor de la edad de la teología natural?

Cuando repasé la literatura sobre el tema escrita en los siglos XIX y XX,
nada me divirtió más que la tensión entre el conocimiento intelectual, que reza que
las avispas no deben ser descritas en términos humanos, y la inhabilidad literaria o
emocional para evitar las categorías familiares de lo épico y narrativo, dolor y
destrucción, víctima y vencedor. Parece que estamos atados en las estructuras
míticas de nuestras propias sagas culturales; imposibilitados, hasta en nuestras
descripciones básicas, para usar cualquier otro lenguaje que no sean las
metáforas de batalla y conquista. No podemos mostrar este rincón de la historia
natural sino como un cuento que combina los temas del horror y la fascinación y
que suele terminar no tanto con compasión por la oruga como con admiración a la
eficiencia del ichneumon.
Detecto dos temas básicos en la mayoría de las descripciones épicas; las
luchas de las presas y la eficiencia implacable de los parásitos. A pesar de que
reconocemos que hemos atestiguado más que un instinto automático o una
reacción fisiológica, continuamos describiendo la defensa del portador como si
representara una lucha consciente. Así, los áfidos patean y las orugas pueden
zangolotearse violentamente mientras las avispas intentan insertarles sus
ovopositores. La crisálida de la mariposa concha de tortuga (usualmente
considerada una criatura inerte que espera en silencio su transformación de pato a
cisne) puede contraer su región abdominal tan agudamente que las avispas
atacantes salen por los aires. Las orugas Hapalia, cuando son atacadas por la
avispa Apanteles machaeralis, se dejan caer de repente de sus hojas y se
suspenden en el aire mediante un cordón de seda. Pero, de todas formas, la
avispa puede correr sobre el hilo e insertar sus huevos. Algunos portadores
pueden encapsular el huevo inyectado con células sanguíneas que se agregan y
endurecen, sofocando así al parásito.

J.H-Fabre, el gran entomólogo francés del siglo XlX, que es todavía un


historiador natural de insectos preeminentemente literario, hizo un estudio especial
de las avispas parasitarias y escribió, con un desatado antropocentrismo, sobre
las luchas de las víctimas paralizadas (ver sus libros Vida de insectos y Las
maravillas del instinto). Describe algunas orugas imperfectamente paralizadas que
luchan tan violentamente cada vez que un parásito se acerca, que la larva de la
avispa se alimenta con cuidado inusual. Se pegan a un hilo sedoso del techo de
su escondrijo y descienden sobre la parte salva y expuesta de la oruga:

La larva va a cenar: de cabeza, se encaja en la panza de una de las


orugas... Al menor signo de peligro en el montón de orugas, la larva se va... y se
sube de nuevo al techo, donde una hormigueante multitud no la podría alcanzar.
Cuando todo vuelve a la paz se desliza hacia abajo (su hilo de seda) y regresa a la
mesa, con su cabeza sobre las viandas y su cola volteada y lista para huir en caso
de necesidad.

En otro capítulo, describe el destino de un grillo paralizado:

Uno puede observar a un grillo mordido con rapidez: en vano mueve su


antena y estilo abdominal, abre y cierra sus quijadas, o tal vez mueve uno de sus
piesillos, pero la larva está a salvo y busca sus órganos vitales con impunidad.
¡Qué horrible pesadilla para el grillo paralizado!

Fabre aprendió hasta a alimentar a algunas de las víctimas paralizadas


colocando miel de azúcar y agua en sus partes bucales; así mostraban que
seguían vivos, sensibles e (implícitamente) agradecidos por el paliativo de su
destino inevitable. Sí Jesús, inmóvil y sediento en la cruz, recibió sólo vinagre de
quienes le dieron tormentos, Fabre por lo menos podría hacer su final agridulce.

El segundo tema, la implacable eficiencia de los parásitos, nos lleva a la


conclusión opuesta, a la admiración rencorosa a los victoriosos. Sabemos de sus
habilidades para capturar peligrosos portadores muchas veces más grandes que
ellos mismos. Las orugas pueden ser pan comido, pero las avispas psammocharid
prefieren las arañas. Deben insertar sus ovopositores en un lugar preciso y a
salvo. Algunas dejan una araña paralizada en su propio escondrijo. La Planiceps
hirsuttus, por ejemplo, parásita a una araña de California. Busca túneles de
arácnidos en dunas de arena, entonces excava en un punto cercano para
perturbar el hogar de la araña y hacerla salir. Cuando emerge la araña, la avispa
ataca, paraliza a su víctima, la arrastra a su propio túnel, cierra y aísla la ventila, y
deposita un solo huevo en el abdomen de la araña. Otras psammocharidas
arrastran una araña pesada a un montón de barro o celdas de lodo previamente
preparados. Algunas les amputan las patas a las arañas para hacer más fácil la
travesía. Otras vuelan sobre el agua, rozando una araña que flota en la superficie.
Algunas avispas deben de batallar con otros parásitos por el cuerpo del
portador. La Rhyssella Curvipes puede detectar la larva de la avispa de la madera
dentro del tronco del aliso y taladrar hasta llegar a sus victimas potenciales con su
agudo ovopositor. Pseudorhyssa alpestris, un parásito similar, no taladra,
directamente la madera, pues su delgado ovopositor tiene una sierra muy
rudimentaria. Localiza los hoyos hechos por la Ryhssella, inserta su ovopositor, y
pone un huevo en el portador (convenientemente paralizado por la acción de la
Ryhssella), justo a un lado del huevo depositado por su pariente. Los dos huevos
se quiebran casi al mismo tiempo pero la larva de la Pseudorhyssa tiene más
grande la cabeza y mandíbulas más amplias. La Pseudorhyssa toma la larva
pequeña de la Ryhssella, la destruye y procede a comer un festín ya bien
preparado.

Otros halagos de la eficiencia de las madres invocan los temas de lo


temprano, lo rápido y lo seguido. Muchos icheneumones ni siquiera esperan a
que los portadores sean larvas, parasitan el huevo directamente (las avispas
larvarias pueden o drenar el huevo o penetrar la larva portador en desarrollo).
Otros simplemente se mueven rápido. La Apanteles militares puede depositar
hasta 72 huevos en un solo segundo. Otros son tremendamente persistentes.
Las hembras aphidius gomezi producen casi 1500 huevos y pueden parasitar
hasta 600 áfídos en un día de trabajo. En una extraña versión de lo "solitario",
algunas avispas se dan el lujo de ser poliembrionarias, en una especie de
supergemelización iterada. Un solo huevo se divide en células que se agregan
hasta en 500 individuos. Algunas avispas poliembrionarias parasitan orugas más
grandes que ellas mismas, y muchas ponen hasta seis huevos en cadena, de los
cuales se pueden desarrollar y aumentar hasta 3000 larvas, dentro de un portador.
Estas avispas son endoparasitarias y no paralizan a sus víctimas. Las orugas se
menean de arriba a abajo, y no (uno cree) de dolor sino en repuesta a la
conmoción inducida por miles de larvas de avispa alimentándose dentro.

La eficiencia de las madres sólo se compara con la de sus hijos larvosos.


He mencionado el patrón de comerse primero las partes esenciales para mantener
al portador vivo y fresco para su despachamiento final y piadoso. Después de que
la larva digiere cada parte comestible de su víctima (sólo para prevenir la
descomposición posterior del tejido en decadencia), puede utilizar la parte externa
de su portador. Un parásito áfido hace un hoyo en la panza de su víctima, pega el
esqueleto a una hoja con las secreciones de su glándula salival y teje un capullo
para pupar en la cáscara del áfido.

Con el inapropiado lenguaje antropocéntrico en este jugueteo a través de la


historia natural de los ichneumones, he tratado de ilustrar por qué estas avispas se
convirtieron en un reto preeminente en la teología natural, la anticuada doctrina
que intentó inferir la esencia de Dios de los productos de su creación. He usado
sobre todo ejemplos del siglo XX, pero todos los temas son conocidos y resaltados
por los grandes teólogos naturales del siglo XIX. ¿Cómo lograron extraerse de
este dilema de su propia factura?

Las estrategias fueron can variadas como quienes las practicaron:


compartían solamente la especial petición de una doctrina, a priori; sabían que la
benevolencia de Dios estaba latente en algún punto detrás de estos cuentos de
horror. Charles Lyell, por ejemplo, en la primera edición de sus Principios de
geología (1830-1833), que hicieron época, decidió que las orugas eran tal
amenaza para el mundo vegetal que cualquier freno natural sobre ellas sólo podía
reflejar una deidad, pues las orugas destruirían la agricultura del hombre "si la
Providencia no pusiera fuerzas en operación para mantenerlas bajo ciertos
límites".
El reverendo William Kirby, rector de Barham y el entomólogo más
eminente de Inglaterra, optó por ignorar el destino de las orugas y se concentró en
la virtud del amor maternal desplegado por las avispas que proveían a sus
pequeños de tal cariño.

El gran objetivo de las hembras es descubrir el nido propicio para sus


huevos. En su búsqueda están en constante movimiento. ¿Es la oruga de una
mariposa o palomilla comida apropiada para sus pequeños? Se las ve entre las
plantas en que usualmente se encuentran, las repasan rápidamente, examinando
cada hoja, y cuando encuentran al infortunado objetivo de su búsqueda, insertan
su aguijón en su carne y ahí depositan un huevo. El ichneumon activo enfrenta
cada peligro y no desiste hasta que su valentía y destreza aseguran la
subsistencia de su futura progenie.

Kirby encontró admirable esta solicitud porque la avispa hembra nunca


vería a su crió ni gozaría los placeres de la maternidad.

Una gran proporción de ellas están destinadas a morir antes de que sus
jóvenes existan. Pero en ellas la pasión no se extingue. Cuando uno atestigua la
solicitud con la que proveen la seguridad y sustento de sus pequeños, no puede
negarles el amor a la progenie que nunca van a poder ver.

Kirby habla bien también de la larva merodeadora, la alaba por lo poco con
que se alimenta para mantener vivas a sus orugas. ¡Que todos nosotros
manejáramos nuestros recursos con tal cuidado!

En esta operación extraña y aparentemente cruel una sola circunstancia es


de verdad notable. La larva del ichuneumon, aunque cada día, tal vez durante
meses, devora los adentros de la oruga y aunque al final haya devorado casi todo
su interior, excepto la carne y los intestinos; cuidadosamente evita lastimar los
órganos vitales, como si supiera que su propia existencia depende de aquel
insecto al que victima!... ¿Qué impresión nos causaría una instancia similar entre
la raza de los cuadrúpedos? Si, por ejemplo, un animal hubiera de alimentarse del
interior de un perro, devorando tan sólo aquellas partes que no son esenciales a la
vida, mientras cautelosamente deja sin mácula el corazón, arterias, pulmones e
intestinos: no habríamos de considerar tal instancia como un prodigio perfecto,
como un ejemplo de supervivencia instintiva casi milagrosa? (las últimas tres citas
están en la edición de 1856, y última pre-darwiniana, de Kirby y Spencer, llamada
Introduccion a la entomología..)

Esta tradición de querer leer el significado moral de la naturaleza no cesó


con el triunfo de la teoría evolucionista después de la publicación de El origen de
las especies, de Darwin, en 1859 –pues la evolución puede ser leída como el
método elegido por Dios para poblar nuestro planeta, y los mensajes éticos
pueden aún poblar la naturaleza, Así, George Mivart, uno de los críticos
evolucionistas más efectivos de Darwin, un católico ferviente, argumentaba que
"Muchas personas excelentes y amables" se han guiado erróneamente por el
sufrimiento aparente de los animales por dos razones. Primero, no importa cuánto
duela, "el sufrimiento físico y la maldad moral son simplemente
inconmensurables". Como las bestias no son agentes morales, sus sentimientos
no pueden conllevar ningún mensaje ético. Pero en segunda instancia, no sea que
nuestra sensibilidad visceral se excite, Mivart nos asegura que los animales deben
sentir poco dolor, si acaso. Con el argumento racista favorito de la época –de que
los "primitivos" sufren menos que los avanzados y cultos– Mivart ciertamente llevó
aun más abajo la escalera de la vida; el sufrimiento físico, argumentaba, depende
sobre todo de la condición mental del que sufre. Sólo en la conciencia existe, y
sólo los hombres más altamente organizados llegan a la cima. Al amor se le ha
asegurado que las razas menores del hombre parecen menos agudamente
sensibles al sufrimiento que los hombres más cultivados y refinados. Así, Solo el
hombre puede tener un alto grado de sufrimiento, pues sólo en él existe el
recuerdo intelectual de los momentos pasados y la anunciación de los futuros, que
constituyen, en gran parte, la amargura del sufrimiento, El dolor, momentáneo, la
punzada presente que soportan las bestias, aunque real, es sin duda
incomparable en intensidad con el sufrimiento que se produce en el hombre a
través de su alta prerrogativa de la conciencia (del Génesis de las especies,
1871).

El propio Darwin tuvo que descarrilar esta vieja tradición –con esa manera
gentil tan característica de su radical acercamiento intelectual a casi todo. El
icheneumon perturbó grandemente a Darwin y le escribió sobre ellos a Asa Gray
en 1860:

Acepto que no puedo ver tan claramente como otros, y como quisiera hacerlo, la
evidencia del diseño y su beneficio en rodas partes. Me parece que hay
demasiada miseria en el mundo. No me puedo convencer de que un Dios benéfico
y omnipresente haya podido crear bajo diseño al ichneumon, con la intención
expresa de que se alimentase de los cuerpos vivientes de las orugas, o que un
gato deba jugar con los ratones.

De hecho, había escrito con mayor pasión a Joseph Hooker en el año de


1856; "¡Qué libro podría escribir el capellán del diablo sobre las maneras torpes,
ruinosas, erróneas, bajas y horriblemente crueles de la naturaleza!"

La admisión honesta de que la naturaleza es a menudo (bajo nuestros


estándares) cruel y de que cualquier intento de encontrar una latente bondad
detrás de todo es una petición absurda puede llevarnos en dos direcciones. La
primera puede sugerir el principio de que la naturaleza lleva un mensaje moral
para la humanidad, pero revertir la perspectiva usual y reclamar la moralidad que
consiste en entender las maneras de la naturaleza y hacer lo opuesto. Thomas
Henry Huxley adelantó este argumento en su famoso ensayo "Evolución y ética"
(IS93):

La práctica de lo que es éticamente mejor –lo que podemos llamar bondad


o virtud– involucra una conducta que, en todas las áreas, es opuesta a aquello que
lleva al éxito en la lucha cósmica por !a existencia. En lugar de la implacable
vindicación de uno mismo, demanda la autorrestricción; en lugar de lanzar a un
lado o pisotear a todo competidor, requiere que el individuo no meramente respete
sino que ayude a sus coetáneos... repudia la teoría gladiadora de la existencia...
leyes y preceptos morales se dirigen a reprimir el proceso cósmico.

El otro argumento, más radical en tiempos de Darwin pero común ahora,


sostiene que la naturaleza es simplemente como la vemos. Nuestro fracaso en
discernir el bien universal que alguna vez esperamos no es resultado de nuestra
falta de agudeza ni de nuestra ingenuidad: meramente de nuestra que la
naturaleza no contiene mensajes morales encuadrados en términos humanos. La
moral, es un tema propio de filósofos, teólogos, estudiantes de humanidades, y de
hecho para toda la gente pensante. Las respuestas no deben ser leídas
pasivamente en la naturaleza; no pueden derivarse de datos científicos. El estado
real del mundo no nos enseña cómo con nuestro poder para el bien y el mal,
habremos de alterarlo o preservarlo de la manera más ética posible.

El mismo Darwin tendía a esta opinión, aunque, como hombre de su época,


no pudo abandonar la idea de que las leyes de la naturaleza reflejaran acaso
algún propósito más alto. Claramente reconocía que las manifestaciones
específicas de estas leyes –gatos que juegan con ratones, y larvas ichneumon que
comen orugas– no podían conllevar un mensaje ético, pero de alguna manera
esperaba que leyes más elevadas y desconocidas pudieran existir "y los detalles,
buenos o malos, quedaran a decisión de lo que podemos llamar azar".

Como los ichneumones son un detalle y como la selección natural es una ley que
rige sobre los detalles, la respuesta al viejo dilema de por qué existe tanta
crueldad (en nuestros términos) en la naturaleza sólo puede ser que no hay
respuesta: y que formular esa pregunta en nuestros términos es totalmente
inapropiado en un mundo natural que no está ni hecho para nosotros ni regido por
nosotros. Simplemente sucede. Es una estrategia que funciona para los
ichneumones y que la selección natural ha programado en el repertorio de su
comportamiento. Las orugas no sufren para demostramos algo; otros han hecho
mejores jugadas, por ahora, en el juego de la evolución. Tal vez las orugas
desarrollen un conjunto adecuado de defensas; así sellarían el destino de los
ichneumones. Tal vez, probablemente, no lo logren.

Otro Huxley, el nieto de Thomas, Julián, habló a favor de esta posición; usó
como ejemplo –sí, adivinaron– al omnipresente ichneumon:

La selección natural, de hecho, tiene pocos atributos que una religión civilizada
llamaría divinos... Sus productos son capaces de ser estética, moral o
intelectualmente repulsivos para nosotros, que atractivos. Sólo necesitamos
pensar en la fealdad de la sacculina o del cisticerco, en la estupidez de un
rinoceronte o de un estegosaurio, en la horrorosa mantis hembra devorando a su
compañero o en los parásitos de las moscas ichneumon comiéndose lentamente a
una oruga.

Es divertido en este contexto, o más bien irónico –es demasiado serio para
divertir–, que los creacionistas modernos acusen a los evolucioncitas de enseñar
una doctrina ética especifica llamada humanismo secular; y que demanden igual
tiempo para sus visiones nada científicas y desacreditadas. Si la naturaleza no es
moral, entonces la evolución no nos puede enseñar ninguna teoría ética. La
suposición de que sí puede ha engendrado males sociales que los ideólogos
falsamente leen en la naturaleza, inducidos por sus creencias: la eugenesia y el
(mal llamado) darwinismo social, sobre todo. Darwin no sólo pudo evitar cualquier
intento de descubrir una ética antirreligiosa en la naturaleza: expresó repetidas
veces su confusión personal respecto de asuntos tan profundos como el problema
del mal. Apenas unas cuantas oraciones después de invocar a los ichneumones, y
en palabras que expresan la modestia de este hombre espléndido y la
compatibilidad, a través de la falta de contacto, entre la ciencia y la verdadera
irreligión, Darwin le escribió a Asa Gray,

Siento profundamente que el asunto entero es demasiado complejo para el


intelecto humano, igual podría un perro especular sobre la mente de Newton.
Permitamos que cada hombre espere y crea lo que pueda.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 41 – 54.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 4 ) WILLIAM JAMES

A esa extraña, inquietante pregunta: “¿Por qué existen las cosas?”, la ciencia no
podrá jamás dar respuesta. La razón es sencilla. La ciencia sólo puede responder
un ¿por qué? Si enmarca un evento dentro de una ley descriptiva más general.
¿Por qué cae la manzana? Por la ley de la gravedad. ¿Por qué la ley de la

gravedad? Por ciertas ecuaciones que son parte de la teoría de la relatividad. Si


los físicos consiguieran un día una última ecuación de las cuales se derivan todas
las leyes de la física, uno podría aún preguntar “¿Por qué esta ecuación?” Si los
físicos redujeran toda la existencia a un número finito de partículas o de ondas,
siempre se podrían preguntar “¿Por qué esas partículas?” o “¿Por qué esas
ondas?” Tiene que existir un estrato inferior: un “abismo obscuro”, como alguna
vez lo describió Santayana, “ante el que la inteligencia debe permanecer en
silencio, por miedo a enloquecer”. Esto es lo Incognoscible de Spencer, el
Nóumeno de Kant, el trascendente mundo que es “completamente otro” de Platón
y la cristiandad y las grandes religiones. Es el tao que no puede ser visto u oído o
nombrado porque si pudiera ser visto u oído o nombrado no sería el Tao.

Aunque la razón debe ser silenciosa, no es necesario que lo sean las


emociones, y es difícil concebir a un físico con el alma tan muerta que nunca haya
dicho “¡Esta mano es mía!” Carlyle escribió: “el hombre sin curiosidad, así fuera
presidente de innumerables sociedades Reales, y estuvieran en su mente la
Mécanique Céleste y la Filosofía de Hegel entera, y el compendio de todos los
Laboratorios y Observatorios con sus resultados, no es más que un par de gafas
tras las cuales no hay un ojo. Que miren los que tienen ojos a través de él:
entonces podrá ser útil.”

En los últimos años los existencialistas han estado muy preocupados por
las consecuencias emocionales de meditar sobre el absurdo del ser. La gran
novela de Jean-Paul Sartre La Náusea es el largo monólogo de un hombre
obsesionado con ese absurdo. Mira su mano, mira su reflejo, mira las torcidas
raíces de un nogal, hasta que lo vence la náusea; señal enfermiza de la suave,
pegajosa, hinchada, obscena jalea de la existencia que todo lo cubre. Él es el
opuesto exacto del personaje central de otra novela existencialista, menos
conocida: Manlive de G.K. Chesterton. El protagonista está también pasmado ante
el extraño descubrimiento de que está vivo, pero el hecho le parece tan digno de
gozo que constantemente inventa métodos par estar maravillado y lleno de
gratitud.

Acaso usted, lector, en alguna ocasión ha mirado ese abismo. Si es así, la


siguiente discusión, de Algunos problemas de la filosofía de William James (1824-
1910), le parecerá estimulante (o nauseabunda).
( 4 ) El problema del ser

WILLIAM JAMES

¿CÓMO HA LLEGADO EL MUNDO a estar aquí, y no la nada que uno podría


imaginar en su lugar? Los apuntes de Schopenhauer sobre está cuestión pueden
considerarse clásicos. “Fuera del hombre”, escribe, “ningún ser se maravilla ante
su propia existencia. Cuando un hombre toma conciencia, se da a sí mismo por
hecho, se asume como algo que no necesita explicación. Mas no por mucho
tiempo, pues a la par de su primera reflexión, comienza el embeleso que genera la
metafísica, y que hizo decir a Aristóteles el hombre hoy y siempre busca filosofar
porque está pasmado. Entre más bajo se encuentre el hombre en los asuntos del
intelecto, menos le parecerá la existencia un acertijo… pero entre más clara se
haga su conciencia más se apoderara de él este problema. De hecho, esta
inquietud, que mantiene, andando incontenible reloj de la metafísica, es el
pensamiento de que la inexistencia de este mundo es tan posible como su
existencia. Y aún más: pronto entendemos al mundo como algo cuya inexistencia
no sólo es concebible sino incluso preferible; de tal modo que nuestro pasmo se
convierte rápidamente en melancolía ante esa fatalidad que permitió la existencia
del mundo, y desvío la fuerza que pudo producirlo y preservarlo hasta una
actividad hostil para sus propios intereses. El pasmo filosófico se convierte así en
un triste asombro, como la overtura de Don Giovanni, la filosofía comienza con un
acorde menor.

Uno sólo necesita encerrarse en un armario y pensar en el hecho de que uno


está ahí, en la extraña forma de nuestro cuerpo (algo que puede hacer gritar a un
niño, como dijo Stevenson), en nuestro fantástico carácter, para que el pasmo
venza al detalle y al hecho general de existir, y veamos que es sólo la familiaridad
lo que lo mitiga. ¡Qué misterioso, no sólo que algo exista, sino que esto exista! La
filosofía observa, pero no ofrece razón sensata, pues de la nada a la existencia no
hay un puente lógico.

A veces se intenta relegar la cuestión, más que darle respuesta. Quienes la


formulan, se nos dice, extienden ilegítimamente al ser en sí el contraste de un
supuesto no ser alternativo que sólo poseen los seres en particular. Estos, en
efecto, no eran y ahora son. Pero el ser en general, o en alguna forma, siempre fue,
y no se puede rectamente relacionar con una nada primordial. Ya sea como Dios o
como átomos, es en sí primordial y eterno. Mas si uno dice de cualquier cosa que
es eterna, ciertos filósofos siempre estarán listos a mofarse con la paradoja que
esa afirmación trae consigo. "¿La eternidad pasada está completa?", preguntan.
"Si es así", continúan, "deberá haber tenido un principio; pues ya sea que la
imaginación la examine hacia atrás o hacia adelante, la eternidad ofrece un mismo
contenido; y si la cantidad termina en un sentido, tiene que terminar en el otro. En
otras palabras, ya que nosotros somos testigos de su fin, algún momento del
pasado debe haber atestiguado su inicio. Si en efecto tuvo principio, ¿cuándo tomó
lugar, y por qué?"

Aquí se está ante la nada previa, y no se comprende cómo llegó a ser. Este dilema:
tener que escoger entre un regreso, que aunque llamado infinito ha llegado a su
fin, y un principio absoluto ha tenido un gran papel en la historia de la filosofía.

A veces también se intenta exorcizar la cuestión. El no ser no es, dijeron


Parménides y Zenón; sólo el ser es. Luego, lo que es necesariamente es-es, o sea,
es necesario. Otros, al tiempo que llaman a la idea de la nada una idea irreal, han
dicho que en ausencia de una idea no se puede hallar un problema genuino. Con
mayor laconismo, el pasmo ontológico en sí ha sido calificado de morboso, de
Gruebelsucht, como si se preguntara "¿Por qué yo soy yo?" o "¿Por qué un
triángulo es un triángulo?"

Mentes racionalistas de aquí y de allá han procurado reducir el misterio.


Algunas formas del ser han sido juzgadas más naturales, por decirlo así, o más
inevitables y necesarias que otras. Ciertos empíricos de tipo evolucionista –
Herbert Spencer podría ser buen ejemplo– asumen que aquello que tuvo menos
realidad, que fue lo más débil, lo más tenue, más imperceptible, más naciente,
pudo ser lo que surgiera más fácilmente, el más temprano sucesor de la nada.
Poco a poco, grados más completos del ser pudieron sumarse hasta dar el
universo entero.

Para otros intelectos no lo mínimo sino lo máximo del ser ha sido el primer
principio más fácil de aceptar. "La perfección de una cosa no le impide existir",
escribió Spinoza, "por el contrario, funda su existencia."Asumir que es más difícil ser
para lo grande que para lo pequeño y que ser nada es lo más fácil, es mero
prejuicio. Lo que dificulta a las cosas son las obstrucciones ajenas; y entre más
pequeña y más débil sea la cosa más poder tendrán sobre ella los obstáculos. Hay
cosas que son tan grandes e inclusivas que ser está implícito en su naturaleza. La
prueba anselmiana u ontológica de la existencia de Dios, a veces llamada también
cartesiana, que criticó Santo Tomás, que rechazó Kant, que volvió a defender
Hegel, sigue la línea de este pensamiento. Entre las carencias de aquello que es
concebido imperfecto podrá estar la de ser; pero si Dios, definido expresamente
como Ens perfectissimum, careciera de cualquier cosa, contradiría su definición
misma. Luego, no puede carecer de ser: es Ens necessarium, Ens realissimum, tanto
como Ens perfectissimum.

Hegel, en su señorial modo, escribe: "Sería extraño que Dios no tuviera la


riqueza para abrazar una categoría tan pobre como la de Ser, de todas la más
abstracta y la más pobre." Esto de algún modo es paralelo a las palabras de Kant
de que un dólar real no contiene ni un centavo más que un dólar imaginario. Al
principio de su lógica Hegel busca mediar de otra forma entre la nada y el ser.
Ya que "ser" en abstracto, mero ser, nada significa, es indiscernible de "nada"; y casi
se diría que piensa que esto constituye una identidad de las dos nociones,
identidad a la cual se puede dar algún uso al pasar de una a otra. Otros intentos
aún más extraños muestran muy bien el temperamento racionalista.
Matemáticamente se puede deducir 1 de 0 por el siguiente proceso:

0/0 = 1-1/1-1 = 1.

Físicamente, si todo ser tiene (cual parece) una construcción "polar", de modo
que cada parte positiva tiene su negativa, obtenemos la sencilla ecuación: +1-1=0;
más y menos son los signos físicos de la polaridad.

Es improbable que estas soluciones satisfagan al lector, y los filósofos


contemporáneos, aun los de mente racionalista, están de acuerdo en que nadie ha
desterrado inteligiblemente el misterio del hecho. Si la nada original se hizo Dios y
desapareció, como la noche desaparece con el día, y Dios se convirtió en el
principio creador de todos los seres menores: o si todas las cosas han ido
encajando y lomando forma, finalmente el filósofo debe asumir la misma cantidad
de existencia. Atenuar la dificultad no es aniquilarla. Si se es racionalista se
mendiga un kilogramo de existencia de una buena vez; si se es empírico se
mendigan mil gramos sucesivos: pero se mendiga la misma cantidad, y no importa
lo que se aparente. El acertijo –por qué las cosas son (si aparecieron de súbito o
poco a poco) – permanece intacto.1

1
En lenguaje más técnico, se podría decir que, en lo que concierne a nuestro intelecto, ser es
1

"contingente" o asunto de la "casualidad". Las condiciones de su apariencia son inciertas, impredecibles


cuando futuras, elusivas cuando pasadas.
Si el ser creció gradualmente, su cantidad no siempre ha sido, por supuesto,
la misma, y no lo será de aquí en adelante. Para la mayoría de los filósofos esta
concepción es absurda, ya que ni Dios ni la materia primordial ni la energía
admiten aumento o decremento. La opinión ortodoxa es que la cantidad de
realidad debe ser conservada a toda costa, y el incremento y la mengua de
nuestras experiencias fenomenales han de tratarse como apariencias
superficiales que dejan intacta la profundidad.

Sin embargo, en la experiencia, los fenómenos van y vienen. Hay novedades;


hay pérdidas. En efecto, el mundo parece crecer, al menos en un nivel cercano y
concreto. Y la pregunta regresa: ¿cómo han llegado, de un momento a otro, a ser
nuestras finitas experiencias? ¿Por inercia? ¿Por la perpetua creación? ¿Atienden
las nuevas el llamado de las anteriores? ¿Por qué no desaparecen como la luz de
una vela?
¿Quién puede decirlo de antemano? La cuestión del ser es la más obscura
de toda la filosofía. Todos somos mendigos, y no hay una escuela que pueda
hablar con desdén de otra o que pueda darse aires de grandeza. Para nosotros, el
Hecho forma un dato, un don o Vorgefundenes, del que no podemos apropiarnos,
que no podemos explicar, tras el que no podemos colocarnos. De algún modo se
hace a sí mismo, y nos concierne más su Qué que su Por qué.

El hombre blanco dibujó mi pequeño círculo en la arena y le dijo a hombre rojo: "Esto es lo que
el Indio sabe", y tras dibujar un círculo grande alrededor del pequeño: "Esto es lo que el blanco
sabe." El indio tomó la vara y trazó un anillo inmenso alrededor de los dos círculos: "Aquí es
donde el hombre blanco y el rojo nada saben."
CARL SANDBURG

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 55 – 61.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 5 ) GILBERT KEITH CHESTERTON

Puede ser un poco sorprendente para muchos lectores encontrar aquí una
selección de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). El rotundo escritor británico
no fue notable por sus conocimientos sobre los asuntos de la ciencia. Nunca
pudo, por ejemplo, aceptar muy bien que el hombre descendie ra de animales
más bajos. Sin embargo, hay ocasiones, como en el texto que sigue, en que
sorprende con una inesperada visión científica.

El tema de Chesterton es nada menos que el contraste fundamental entre la


lógica deductiva, verdadera en todos los mundos posibles, y la lógica inductiva, capaz
apenas de decirnos cómo esperar que se comporte este mundo. Apresurémonos a
decir que el análisis de Chesterton está completamente de acuerdo con las
opiniones de los lógicos modernos. Acaso su "prueba de la imaginación" no sea
estrictamente exacta –¿quién puede imaginar las construcciones
tetradimensionales de la relatividad?–, pero en esencia su posición es
inexpugnable. Las proposiciones matemáticas o lógicas son ciertas por definición.
Son "vacuas tautologías", para usar una frase actual, como esa impresionante
máxima que indica que siempre hay seis huevos en media docena. La naturaleza,
por otro lado, no está limitada de tal forma. Afortunadamente, sus "extrañas
repeticiones", como las llama G.K., muchas veces informan ecuaciones de
sorprendente sencillez. Mas como Hume y otros antes que Hume dejaron claro, no
hay una razón lógica para que se comporte siempre tan decente.
El siguiente texto está tomado nada menos que de Ortodoxia, la obra más
famosa de apologías cristianas de Chesterton (publicada catorce años antes de
que se convirtiera al catolicismo). El estilo le hace justicia a la fama de su autor: es
brillante, ingenioso, aliterativo, de metáforas y juegos verbales sorprendentes, y es
un gozo leerlo aun cuando se esté en desacuerdo con él.
( 5 ) La lógica del país de las hadas

G.K. CHESTERTON

Mi PRIMERA Y ÚLTIMA FILOSOFÍA, esa en la cual creo con fe inquebrantable, la aprendí en


la guardería. Y la aprendí de una niñera; es decir, de la solemne sacerdotisa de la
democracia y de la tradición mismas. Las cosas en que más creía entonces y las
cosas en que más creo ahora son los llamados cuentos de hadas. Me parece que son
las cosas más razonables. No son fantasías; comparadas con ellos, otras cosas son las
fantásticas. Comparadas con ellos, la religión y el racionalismo son anormales,
a pesar de que la religión es anormalmente cierta y el racionalismo
anormalmente erróneo. El país de las hadas no es sólo la soleada patria del sentido
común. No es la tierra la que juzga al cielo sino el cielo el que juzga a la tierra. Y de
idéntica forma, al menos para mí, no era la tierra la que criticaba al país de los elfos,
sino el país de los elfos el que criticaba a la tierra. Conocí el mágico lenguaje de los
frijoles antes de haber probado un frijol; estaba seguro de que existía el "señor de
la luna", antes de estar seguro de la luna. Todo iba de acuerdo con la tradición
popular. Los poetas menores de hoy son naturalistas y hablan del enramado o
del arroyo; pero los cantores de la antigua épica y la fábula eran súpernaturalistas
y hablaban de los dioses del enramado y del arroyo. Eso es lo que significan las
palabras de los modernos, cuando dicen que los antiguos no "apreciaban la
Naturaleza", porque, dicen, la Naturaleza es divina. Las viejas nanas no les cuentan
a los niños del pasto, sino de las hadas que bailan sobre el pasto, y los antiguos
griegos no podían ver los árboles distraídos por las dríadas.

Pero aquí pretendo demostrar que la ética y la filosofía se han alimentado de


cuentos de hadas. Si los describiera en detalle podría mencionar muchos nobles y
saludables principios que de ellos provienen. Allí está la caballeresca lección de Juan
el Asesino de Gigantes, según la cual se debe matar a los gigantes porque son
gigantescos. Es un motín valiente contra la soberbia. Pues el rebelde es
anterior a todos los reinos el jacobino tiene más tradición que el jacobita. Allí está
la lección de la Cenicienta, que es la misma que la del Magnificat: Exaltavit humiles. Allí
está la gran lección de La Bella y la Bestia, según la cual una cosa debe ser amada
antes de ser amable. Allí está la alegoría terrible de La Bella Durmiente, que nos
dice cómo la criatura humana tuvo al nacer toda clase de bendiciones y dones,
pero fue también maldecida con la muerte; y cómo a veces la muerte puede
dulcificarse hasta ser un sueño. Pero no me preocupan los estatutos aislados
del país de las hadas, sino el espíritu de su ley en conjunto, y que aprendí antes
de hablar y que recordaré cuando ya no pueda escribir. Me ocupo de una cierta
manera de mirar la vida, que crearon en mí los cuentos de hadas, y que ha sido
humildemente confirmada por los simples hechos.

Podría exponerse de este modo: Existen ciertas secuencias o


desenvolvimientos (casos de una cosa que sigue otra) que son razonables en
toda la extensión de la palabra. Que en toda la extensión son necesarias. Así
las secuencias matemáticas y las puramente lógicas. Nosotros, en el país de las
hadas (las más razonables de todas las criaturas), admitimos esa razón y esa
necesidad. Por ejemplo, si las hermanas feas son mayores que Cenicienta, es
necesario que Cenicienta sea menor que las hermanas feas. No hay de otra. Y
Haeckel puede decir todo lo que se le antoje del fatalismo de este hecho: el hecho
debe ser de veras. Si Juan es hijo de un molinero, un molinero es el padre de
Juan. La fría razón lo decreta desde su terrible trono: y nosotros, en el país de
las hadas, nos sometemos. Si tres hermanos pasean a caballo, hay seis
animales y dieciocho piernas implicadas: esto es verdadero racionalismo, y el
país de las hadas está lleno de él. Pero algo extraordinario observo cuando
asomo la cabeza por encima del cerco de los elfos y comienzo a percatarme del
mundo natural. Observo que los hombres cultos de lentes hablaban de cosas
que sí sucedían, el amanecer, por ejemplo, o la muerte, como si también fueran
razonables o inevitables. Hablaban como si el hecho de que los árboles den
frutas fuera tan necesario como el de que dos árboles más un árbol sean tres
árboles. Pero no lo es. Entre esas dos cosas hay una enorme diferencia, si
seguimos la prueba del país de las hadas, que es la prueba de la imaginación.
Es imposible imaginar que dos y uno no sean tres. Pero sí, y fácilmente, se
imaginan árboles que no dan frutos; o árboles que den candelabros dorados;
o tigres que cuelguen de la cola. Estos mismos señores de lentes hablaban de
un tal señor Newton al que golpeó una manzana y que descubrió una ley. Pero
ellos no pueden llegar a ver la diferencia que existe entre una ley de verdad,
una ley razonable y el mero hecho de unas manzanas que caen. Si la manzana
golpeó la nariz a Newton, la nariz de Newton golpeó la manzana. Esto es una
necesidad cierta: porque no podemos imaginar que ocurra lo uno sin lo otro.
Pero podemos concebir muy bien que la manzana no cayera sobre su nariz;
podemos imaginar que vuela ardiente, por el aire para ir a golpear otra nariz
cualquiera por la que sintiese una aversión más definida. En nuestros cuentos
de hadas, siempre hemos conservado esta aguda diferencia entre la ciencia de
las relaciones mentales, en la cual sí existen leyes, y la ciencia de los hechos
físicos, en la cual no existen leyes sino solamente extrañas repeticiones
Creemos en milagros del cuerpo, no en imposibilidades mentales. Creemos que
el tallo de un frijol subió hasta el cielo; pero esto no confunde nuestras
convicciones en la cuestión filosófica de cuántos frijoles son cinco.

Y aquí reside la perfección peculiar de verdad y tono de las fá bulas infantiles.


El hombre de ciencia dice: "Corte el rabo y caerá la manzana"; pero lo dice
tranquilamente, como si una idea condujera de veras hacia la otra. La bruja del
cuento de hadas dice: "Sopla el cuerno y caerá el castillo del ogro"; pero no lo
dice como si el efecto proviniera obviamente de la causa. Sin duda les ha dado
ese consejo a muchos héroes, pero no pierde ni su maravilla ni su razón. No
escarba en su cabeza hasta imaginar una conexión mental necesaria entre el
cuerno y el castillo tambaleante. Pero los científicos sí lo hacen hasta que
imaginan una conexión mental entre la manzana que abandona el árbol y la
manzana que alcanza el suelo. Hablan como si realmente hubieran descubierto
no sólo una serie de hechos maravillosos, sino una verdad que conecta esos
hechos. Hablan como si la conexión física de dos cosas extrañas las conectara
también filosóficamente. Sienten que por el hecho de que una cosa
incomprensible constantemente siga a otra cosa incomprensible, de algún modo
las dos forman algo comprensible. Dos obscuros acertijos igual a una clara
respuesta.

En el país de las hadas evitamos la palabra "ley"; pero los habitantes del país de
la ciencia son singularmente afectos a ella. De tal forma que llaman Ley de Grimm
a alguna conjetura interesante sobre cómo pueblos olvidados pronunciaban el
alfabeto. Pero la ley de Grimm es mucho menos intelectual que los cuentos de
hadas de Grimm. Los cuentos, por lo menos, son verdaderamente cuentos,
mientras que la ley no es una ley. Una ley implica que conozcamos la naturaleza de
su generalización y de su establecimiento; no meramente que hayamos percibido
algunos de sus efectos. Si existe una ley por la que los carteristas deban ir a la
cárcel, implica que hay una conexión mental imaginable entre la idea de prisión y
la idea de robar carteras. Y sabemos cuál es la idea. Podemos explicar por qué
privamos de libertad a un hombre que se toma libertades. Pero no podemos decir
por qué un huevo pudo convertirse en pollo, de idéntica forma en que no
podemos decir por qué un oso pudo convertirse en príncipe. Como ideas, el huevo y
el pollo están más lejanos entre sí que el oso y el príncipe; porque en sí no hay huevos
que sugieran al pollo, pero sí hay príncipes que parecen osos. Una vez concedido
que sí existen ciertas transformaciones, es esencial que las consideremos desde el
punto de vista filosófico de los cuentos de hadas y no desde el antifilosófico de la
ciencia y de las "Leyes de la Naturaleza". Cuando nos pregunten por qué los
huevos se convierten en aves y por qué los frutos caen en otoño, debemos
contestar exactamente como contestaría el hada madrina a Cenicienta, si ésta le
preguntara por qué los ratones se convertían en caballos y sus vestidos
desaparecían a media noche. Debemos contestar que es magia. No es una "ley",
pues no comprendemos su fórmula general. No es una necesidad, porque aunque
podemos prácticamente contar con que esas cosas sucedan, no tenemos
derecho a decir que siempre han de suceder. Que contemos con el curso
ordinario de los acontecimientos no es (como imaginó Huxley) argumento
suficiente para la inmutabilidad de una ley. Y no contamos con ese curso,
apostamos por él. Nos arriesgamos a la remota posibilidad de un milagro como el
de un pastel envenenado o un cometa que destruya al mundo. Lo damos por
descontado, no porque sea un milagro y por tanto una imposibilidad, sino
porque es un milagro y por tanto una excepción. Todos los términos empleados
en los libros de ciencia, ley, necesidad, orden, tendencia y otros por el estilo, son en
realidad intelectuales porque asumen una síntesis intrínseca que no poseemos. Las
únicas palabras que siempre me satisficieron para describir la Naturaleza son las de
los cuentos de hadas: "embrujo", "hechizo", "encantamiento". Expresan la
arbitrariedad del hecho y su misterio. Un árbol da frutas porque es un árbol mágico.
El agua cae de la montaña porque está embrujada. El sol brilla porque está
encantado.

Niego absolutamente que esto sea fantástico o aun místico. Más tarde
podremos tener algún misticismo; pero para hablar de las cosas, este lenguaje
de cuentos de hadas es simplemente racional y agnóstico. Es mi único camino
para expresar con palabras mi clara y definida percepción de que una cosa es
muy distinta a otra; que no existe conexión lógica entre volar y poner huevos.
Místico es el hombre que habla "una ley" sin haberla visto. De mismo modo que el
simple hombre de ciencia es estrictamente sentimental. Es un sentimental en este
sentido esencial: se deja empapar y arrastrar por meras asociaciones. Ha visto
pájaros volar y poner huevos con tanta frecuencia, que siente que entre las dos
ideas debe existir alguna conexión tierna y de ensueño, cuando en realidad
no hay ninguna. El amante abandonado puede ser incapaz de desasociar a la
luna de su amor perdido; así como el materialista es incapaz de desasociar a la
luna de las mareas. Entre ambas cosas no existía más conexión que la de haber
sido vistas simultáneamente. Un sentimental puede llorar por el perfume de una
flor de manzano, porque una oscura asociación personal le recuerda su infancia.
Así el profesor materialista (aunque esconda sus lágrimas) es un sentimental,
porque por una oscura asociación personal la flor del manzano le recuerda las
manzanas. Pero el frío racionalista del país de las hadas no ve por qué, en
abstracto, el manzano no habría de dar tulipanes rojos; a veces lo hace en ese
país.

Sin embargo, este asombro elemental no es una mera fantasía derivada de los
cuentos de hadas; al contrario, todo el fuego de los cuentos de hadas deriva de él.
Así como a todos nos gustan los cuentos de amor, por que hay en ellos un instinto
de sexo, a todos nos gustan las fábulas asombrosas porque tocan la fibra del
antiguo instinto de asombro. De estos es prueba el hecho de que cuando somos
muy niños no necesitamos cuentos de hadas, sólo necesitamos cuentos. La vida
misma es bien interesante. Un niño de siete años se entusiasmará si le dicen
que Pepito abrió una puerta y vio un dragón. A los niños le gustan los cuentos
románticos; a los bebés les gustan los cuentos realistas, porque les parecen
románticos. En realidad creo que un bebé es de las poquísimas personas que
pueden leer una novela realista moderna sin aburrirse. Esto prueba que aun las
fábulas infantiles sólo son eco de un sobresalto, casi prenatal, de interés y de
asombro. Estas fábulas dicen que las manzanas son doradas sólo para
recordarnos el momento olvidado en que descubrimos que eran verdes. Dicen
que corren ríos de vino para recordarnos, por un instante loco, que corren ríos de
agua. Dije que esto es completamente razonable y aun agnóstico. Y ciertamente en
este punto estoy con el más elevado agnosticismo, cuyo nombre mejor es
Ignorancia. Todos hemos leído en libros científicos, y también en novelas, la historia
del hombre que olvido su nombre. Ese hombre pasea por las calles y puede verlo y
apreciarlo todo, mas no puede recordar quién es. Bien, cada hombre es el
hombre de la historia. Cada hombre ha olvidado quién es. Se puede comprender
el cosmos, pero nunca el ego; el yo está más lejos que cualquier estrella. Amarás
al Señor tu Dios, pero nunca te conocerás. Todos nos dolemos de la misma
calamidad mental; todos hemos olvidado nuestros nombres. Todos hemos olvidado
lo que somos. Lo que llamamos sentido común, y racionalidad y practicidad y
positivismo, significa que por ciertos muertos niveles de nuestra vida olvidamos
que hemos olvidado. Todo eso que llamamos espíritu, y arte y éxtasis, sólo
significa que por un instante maravilloso recordamos que olvidamos.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 63 – 70.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 6 ) CARL SAGAN

En los senderos abiertos por los astrónomos ingleses Sir Robert Ball, Sir
Arthur Stanley Eddington y Sir James Jeans -científicos de renombre con la rara
habilidad de escribir con elocuencia-, Carl Sagan se ha convertido en uno de los
grandes popularizadores de la ciencia. ¿Quién podría decir cuántos millones han
tenido su primer asomo a la aventura de la ciencia en la lectura de algunos de sus
liricos volúmenes, o al escucharlo en el show de Johnny Carson, o al mirar alguna
de sus impresionantes producciones televisivas?

Como nadie ignora, una de las más grandes pasiones de Sagan es la


búsqueda de vida inteligente en planetas más allá del sistema solar. Hay que
reconocer que se toma en serio la manía idiota del público por encuentros
cercanos con ovnis, pero otra cosa es escuchar mensajes de mentes más
elevadas que están allá afuera. Como ha dicho el cosmologista Philip Morrinson,
nunca sabremos si están ahí a menos de que escuchemos. Y naturalmente nunca
lo sabremos si nos destruimos antes de que alcancemos a oír. Otra pasión de
Sagan es advertir esta posibilidad a los ciudadanos, posibilidad mayor cada año,
mientras se acumulen armas terribles.

El ensayo más conocido de Thomas Huxley, “Sobre un pedazo de gis”,


tiene su punto de partida en los grandes lechos de piedra caliza que yacen bajo la
Inglaterra de sur. El punto de partida del ensayo de Sagan es un grano de sal. Lo
hace reflexionar sobre algunas de las cuestiones más profundas de la filosofía de
la ciencia. ¿Por qué muestra la naturaleza estructuras que sus leyes son
cognoscibles para nuestras simples mentes animales? ¿Conocemos
verdaderamente o la ciencia es apenas una cambiante colección de mitos que
nunca se acercan a la máxima verdad? ¿Qué tanto del cosmos es cognoscible?
¿Comprenderá la ciencia alguna vez todo o su búsqueda será infinita?

Cualesquiera sean las respuestas, pocos podrían discutir la conclusión de


Sagan de otro ensayo de Broca´s Brain, de donde fue tomado el texto que
presentamos:”Hemos entrado, casi sin darnos cuenta, a una era de exploración y
descubrimiento sin igual desde el Renacimiento”.
( 6 ) ¿PODEMOS CONOCER EL UNIVERSO?
REFLEXIONES SOBRE UN GRANO DE SAL

CARL SAGAN
Sólo la riqueza de natura es abundante:
nos muestra superficies, pero tiene millones
de brazas de profundidad.
EMERSON

MÁS QUE UN GRUPO DE CONOCIMIENTOS, la ciencia es un modo de pensar.


Su meta es descubrir el funcionamiento del mundo, investigar las regularidades
que pueda tener, penetrar las conexiones que hay entre las cosas: de las
partículas subnucleares, que acaso son los elementos de toda materia, a los
organismos vivos, a las comunidades humanas y de ahí al cosmos. Nuestra
intuición no es, para nada, guía infalible. Nuestras percepciones pueden verse
distorsionadas por la educación o los prejuicios o meramente por las limitaciones
de nuestros órganos, que por supuesto perciben apenas una mínima fracción de
los fenómenos del mundo. Aristóteles, y casi todo el mundo antes de Galileo,
contestaron mal incluso una pregunta tan sencilla como la de si en ausencia de
fricción un kilo de plomo cae más rápido que un gramo de pelusa. La ciencia se
basa en la experimentación, en la voluntad de poner en tela de juicio viejos
dogmas, en la disposición a ver el mundo como es. Consecuentemente la ciencia
requiere a veces de valor -como mínimo, el valor de cuestionar los conocimientos
que son convención.

Más allá de todo esto, el truco principal de la ciencia es de veras pensar en


algo: en las formas de las nubes y ese filo recto que a veces tienen a la misma
altura en todo el cielo; la formación de una gota de rocío sobre una hoja; el origen
de un nombre o una palabra –Shakespeare, digamos, o filántropo–; la razón de las
costumbres sociales –por ejemplo, el tabú del incesto–; por qué una lente a la luz
del sol puede quemar el papel; por qué parece que la Luna nos sigue mientras
caminamos; qué nos impide cavar un agujero al centro de la Tierra; cuál es la
definición de “abajo” en la esférica Tierra; cómo es posible que el cuerpo convierta
lo que desayunamos ayer en el músculo y la energía de hoy, o hasta donde llega
“arriba”, es decir, ¿tiene fin el universo; y si es así ¿tiene algún sentido preguntar
qué hay del otro lado? Algunas de estas preguntas son bastantes sencillas. Otras,
especialmente la última, son misterios que nadie, incluso hoy día, ha podido
desentrañar. Hacer estas preguntas es natural; todas las culturas de alguna u otra
manera las han formulado. Casi siempre las respuestas son por qué sí, intentos de
explicaciones alejados de la experimentación y aun de la observación cuidadosa.

Pero la mente científica examina el mundo en forma crítica, como si


pudieran existir muchos mundos alternos, como si pudiera haber cosas que no
hay. Entonces nos sentimos forzados a preguntar por qué está lo que vemos y no
está otra cosa, ¿Por qué el sol, la luna y los planetas son esferas; por qué no
pirámides o cubos o dodecaedros; por qué no formas irregulares o confusas; por
qué tan simétricos?

Si pasamos tiempo dando vueltas a las hipótesis, comprobando si tienen


algún sentido, si se ajustan a lo que ya sabemos, si elaboramos pruebas para
justificar las hipótesis o no, en este caso nos encontramos haciendo ciencia. Y
mientras más se practique este hábito más lo mejora uno. Penetrar el corazón de
una cosa –una cosa pequeña, una hoja de hierba, como decía Walt Whitman– es
experimentar un regocijo que acaso sólo los seres humanos, de todos los seres de
la tierra, puede sentir. Somos una especie inteligente y el uso de nuestra
inteligencia, cual debe ser, nos deleita. En este sentido el cerebro es como un
músculo. Cuando pensamos bien nos sentimos bien, el entendimiento es una
forma de éxtasis.
¿Pero hasta qué punto podemos realmente conocer el universo que nos
rodea? A veces formula esta pregunta gente que espera respuesta negativa, que
teme que éste sea un universo en el cual algún día puedan conocerse todas las
cosas. Y en ocasiones escuchamos a científicos que afirman, con toda confianza
que muy pronto todo lo que vale la pena saber será sabido –o aun que ya lo es–, y
pintan imágenes de una era polinesia o dionisiana en que las ansias de
descubrimiento intelectual se han desvanecido, para ceder su lugar a una especie
de languidez sumisa, y los comedores de loto beben leche de coco fermentada o
algún otro alucinógeno menor. Además de calumniar tanto a los polinesios, que
fueron intrépidos exploradores (y cuyo breve respiro en el paraíso ahora
tristemente está terminando), y a la inducción al descubrimiento intelectual de
ciertos alucinógenos, esta opinión es trivialmente equívoca.

Hagamos una pregunta mucho más modesta, no si podemos conocer el


universo o la Vía Láctea o una estrella o un mundo, ¿Podemos conocer
definitivamente y en detalle, un grano de sal? Consideremos un microgramo de sal
de mesa, una partícula apenas suficientemente grande para que una persona de
aguda vista la distinga sin usar un microscopio. En este grano de sal hay más o
menos 1016 átomos de sodio y clorina; esto es un 1 seguido de 16 ceros, diez
millones de billones de átomos. Si deseamos conocer un grano de sal, habremos
de saber, por lo menos las posiciones tridimensionales de cada uno de estos
átomos (de hecho, hay mucho más por saber –por ejemplo, la naturaleza de las
fuerzas entre los átomos–, pero esto es sólo un modesto cálculo). Bien, ¿este
número es mayor o menor que el número de cosas que el cerebro puede saber?

¿Cuánto puede saber el cerebro? Acaso hay 10 11 neuronas en el cerebro,


que son circuitos responsables de la actividad química y eléctrica que hace
funcionar nuestra mente. Una neurona típica tiene más o menos mil cablecitos,
llamados dendritas que la conectan con sus compañeras. Si, cómo es posible, a
cada partícula de información del cerebro corresponde una de estas conexiones,
el total de cosas cognoscibles para el cerebro no es mayor de 10 14, cien trillones.
Pero este número es apenas el uno por ciento de átomos de nuestro grano de sal.

En este sentido, pues, el universo es indiscernible, sorprendentemente


inmune a cualquier intento humano de conocimiento total. En este nivel no
podemos conocer en grano de sal, muchos menos el universo.

Pero acerquémonos con mayor profundidad a nuestro microgramo de sal.


Sucede que la sal es un cristal en el que salvo defectos en el enrejado cristalino, la
posición de cada átomo de clorina y de sodio está predeterminada. Si pudiéramos
encogernos al tamaño de este mundo cristalino veríamos una fila tras otra, en
orden, una estructura alterna regular: sodio, clorina, sodio, clorina. La posición de
cada átomo de un cristal de sal absolutamente puro estaría especificada por más
o menos diez partículas de información, 2 esto no agotaría la capacidad de
información del cerebro.

Si el universo estuviera gobernado por leyes naturales con el mismo grado


de regularidad que un grano de sal, entonces, por supuesto, el universo sería
cognoscible. Aun si hubiera varias leyes como ésta, cada una de considerable
complejidad, el ser humano sería capaz de comprenderlas todas. Aun si ese
conocimiento excediera la capacidad de información del cerebro, podríamos
almacenar información adicional fuera de nuestros cuerpos –en libros, por
ejemplo, o en memorias de computadora– y, de alguna forma, conocer el universo.

Comprensiblemente, los seres humanos están muy motivados a encontrar


regularidades, leyes naturales. La búsqueda de reglas, el único modo posible de
comprender este vasto y complejo universo, se llama ciencia. El universo fuerza a
quienes lo habitan a comprenderlo. Las criaturas para quienes la experiencia

2
La clorina es un gas venenoso que se empleó en los campos de batalla europeos de la Primera Guerra Mundial. El sodio es un metal
corrosivo que arde al contacto con el agua. Juntos hacen un material inofensivo y agradable, la sal de mesa. Por qué estas sustancias
tienen propiedades que tienen las propiedades que tienen es una materia que se llama química; entenderla requiere más de 10
partículas de información.
cotidiana es un revoltijo de eventos impredecibles, irregulares, están en grave
peligro. El universo es de aquellos que, cuando menos en cierta forma lo han
descifrado.

Es un hecho sorprendente que existan leyes en la naturaleza, reglas que


resumen convenientemente –no sólo en calidad sino en cantidad– el
funcionamiento del mundo. Podríamos imaginar un universo en el que no existiera
tales reglas, en el que las10 80 partículas elementales que lo formaran se
comportaran con profundo abandono. Para comprender semejante universo
necesitaríamos un cerebro por lo menos del tamaño del universo. Es poco
probable que el universo así tenga vida e inteligencia, por que los seres y los
cerebros requieren de cierta estabilidad y orden interno. Aunque en un universo
mucho más aleatorio existieran seres con mucho más inteligencia que nosotros,
no podría haber mucho conocimiento, gozo o pasión.

Venturosamente para nosotros vivimos en un universo que tiene, cuando


menos partes importantes que son cognoscibles. Nuestro sentido común y nuestra
historia evolutiva nos han preparado para comprender algo del mundo ordinario.
Sin embargo, cuando pasamos a otros terrenos la intuición y el sentido común
resultan guías muy poco confiables. Es pasmoso que conforme nos acercamos a
la velocidad de la luz nuestra masa se incrementa indefinidamente, nos
encogemos al espesor cero en la dirección del movimiento y el tiempo, para
nosotros, se acerca a detenerse tanto como queramos. Mucha gente cree que
esto es una tontería, y más o menos cada semana recibo carta de alguien que se
queja de eso. Pero es una consecuencia virtualmente cierta no sólo de
experimentos si no del brillante análisis de Albert Einstein del tiempo y el espacio,
que se llama Teoría especial de la relatividad. No importa que estos efectos nos
parezcan irracionales; no tenemos el hábito de viajar a la velocidad de la luz. A
altas velocidades, el testimonio de nuestro sentido común se vuelve sospechoso.

Consideren una molécula aislada, compuesta por dos átomos un poco en


forma de pesa –una molécula de sal digamos–. Esa molécula gira sobre un eje por
la línea que conecta los dos átomos. Pero en el mundo de la mecánica cuántica, el
imperio de lo pequeñísimo, no son posibles todas las orientaciones de nuestra
molécula. Puede que la molécula esté orientada de forma horizontal, por ejemplo,
o de forma vertical pero, no en ángulos intermedios. Algunas posiciones de
rotación están prohibidas ¿Prohibidas por qué? Por las leyes de la naturaleza. El
universo está construido de tal forma que limita o cuantiza, la rotación. En la vida
diaria no experimentamos esto directamente; sería alarmante e incómodo, cuando
hiciéramos sentadillas, poder es tender nuestros brazos a los lados o elevarlos al
cielo, pero que las posiciones intermedias estuvieran prohibidas.

No habitamos el mundo de lo pequeño, la escala de 10 -13 centímetros, donde doce


ceros entre el punto decimal y el uno. Nuestra intuición no cuenta. Lo que sí
cuenta es la experimentación (en este caso, observaciones de los espectros de
moléculas infrarrojos) que nos cuenta que la rotación molecular esta cuantizada.

La idea de que el mundo impone restricciones a lo que pueden hacer los


humanos es frustrante. ¿Por qué no podríamos tener posiciones rotacionales
intermedias? ¿Por qué no podemos viajar más rápido que la luz? Pero hasta
donde sabemos, así está hecho el universo. Estas prohibiciones no sólo nos
fuerzan a ser un poco más humildes; también hacen que el mundo sea más
cognoscible. Cada restricción corresponde a una ley de la naturaleza, a una
regularización del universo entre más restricciones haya respecto de lo que la
materia y la energía pueden hacer, más conocimientos podrá obtener el ser
humano. Que en algún sentido el universo sea cognoscible no sólo depende de
cuántas leyes hayan que abarquen fenómenos muy divergentes; depende también

de que tengamos la apertura y la capacidad intelectual de entender esas leyes.


Nuestra formulación de las regularidades de la naturaleza sin duda depende de
cómo está formado nuestro cerebro, pero también, y no en menor grado, de cómo
el universo está formado.

Por mi parte me gusta el universo que contiene mucho que es desconocido


pero al mismo tiempo mucho que es cognoscible. Un universo que todo fuera
conocido sería estático e insípido, aburrido como el cielo de ciertos débiles
teólogos. Un universo incognoscible no es un lugar para seres pensantes. Nuestro
universo ideal se parece mucho al universo que habitamos y supongo que no es
coincidencia.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 71 – 78.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 7 ) JOSEPH WOOD KRUTCH

William James, en un ensayo previo de este mismo volumen, intentó


transmitir un poco de la maravilla del hecho de que algo pueda simplemente
existir. En este ensayo Joseph Krutch (1839- 1970) se preocupa de la maravilla
del hecho de que la existencia esté extrañablemente bifurcada en viviente y no
viviente. Un discípulo de John Dewey o de Alfred North Whitehead, cada uno
impresionado a su manera por la continuidad, podría recordarnos rápidamente que
no hay un límite definido entre vida y no–vida ¿los virus son vivientes? Que lo
sean o no depende de nuestra definición de “vida”, y no importa cuán precisa sea
esta definición, es casi seguro que la ciencia salga con algo en que la aplicación
de la definición sea debatible.

Con esto debemos estar de acuerdo. Pero también debemos recordar que
el crepúsculo no le quita sentido a la frase “tan distinto como la noche y el día”.
Las nuevas cualidades tienen un hábito extraño de emerger de continuums, de
otra forma no podríamos hablar en absoluto. No hay manera de escribir una cosa
de otra en una noche en que todos los términos son grises. Entonces, la
naturaleza sí está bifurcada y para Krutch lo no-vivo parece más asombroso y
absurdo que lo vivo. Posee una especie de horror congelado y final en sus
patrones sin sentido. Para el científico que llevan los científicos dentro estás son
reflexiones sin sentido. Pero para el poeta dentro del científico –uno estaría
tentado a decirlo: el ser humano dentro del científico– debe tocar las cuerdas
profundas del sentimiento.

El Sr krutch comenzó su carrera como profesor de inglés, crítico de teatro y


autor de un estudio psicoanalítico de Edgar Allan Poe. En 1929 su libro The
Modern Temper daba una perspectiva obscura de la vida que Bertrand Russell, en
La conquista de la felicidad, se sintió obligado a dedicar un capítulo entero a
refutarlo. “La nuestra es causa perdida”, Krutch concluía entonces, “y no hay lugar
para nosotros en el universo natural…” Russell negaba que este pesimismo del
Eclesiastés fuera compañero inevitable de la visión científica. Aconsejó a Krutch
que dejara de escribir, que huyera de las tertulias literarias de Nueva York y se
hiciera pirata.

Aun así, el señor Krutch siguió escribiendo; pero después de publicar varios
excelentes libros de crítica y biografías, se mudó a Manhattan al campo; y

recientemente, por razones de salud, a los desiertos de suroeste. Entonces, su


atención pasó de libros y las obras de teatro a los pájaros y los animales. A un
simpático estudio sobre Thoreau lo siguió una serie de deliciosos libros de la
naturaleza, incluyendo Lo mejor de dos mundos, del cual se desprende el
siguiente ensayo. Juzgándolo por éste y por otros escritos recientes, uno supone
que su temperamento también cambió: de heroica desesperación a modesta
esperanza.
( 7 ) El coloide y el cristal

JOSEPH WOOD KRUTCH

A LA PRIMERA NEVADA REAL la siguió una segunda. En la radio del


meteorólogo hablaba largamente de masas frías y cálidas, de lo que se movía
hacia el mar y lo que no, pensé, ¿acaso Benjamín Franklin sabría lo que había
iniciado cuando rastreaba por correspondencia el curso de las tormentas? Desde
mi posición estática de la explicación más razonable parecía ser simplemente que
al invierno ya no le gustaba tanto como el principio el paisaje. Estaba cambiando
las sábanas.

Otras 48 horas trajeron una de esas noches ideales para helar los vidrios.
Cuando baje a desayunar, dos de las ventanas estaban casi opacas y las otras
talladas de graciosos ramilletes de hielo en forma de helechos, que se parecían
más a las impresiones que dejó en las rocas alguna planta antediluviana y eran
casi como cualquier forma que pudiera lograr algo vivo. Ninguna otra cosa que
haya estado viva parece tan realmente informada de vida.

Me resistí, estoy orgulloso de decirlo, al casi universal impulso de tallar mis


iniciales en algunas de las superficies. El efecto lo reconocía, no habría una
mejora, pero eso hacen, por supuesto algunos menos virtuosos que yo,
precisamente por eso rayan. El impulso de estropear y destruir ese viejo y casi tan
universal como el impulso de crear, la primera es forma más sencilla que la otra de
demostrar poder. ¿Por qué si no una persona sin hambre habría de preferir un
conejo muerto a uno vivo? Ni siquiera esos horribles pintores Holandeses de
naturalezas muertas creyeron realmente que sus sujetos eran más bellos muertos
que vivos.

Dentro de la casa, resultó que el cactus navideño había escogido este


momento para florecer. Sus exuberantes frutos, con forma de fucsia pero de color
rojo puro más que magenta, colgaban en los extremos caídos de tallos extraños y
gruesos que se delineaban a sí mismos con sangre contra el reluciente fondo de
vidrio helado –flor de la selva contra flor de nieve–; la cálida belleza que respira y
vive y muere competía con la fría belleza que retoña, no porque así lo desee si no
porque obedece a las leyes físicas que requieren que los cristales tomen la forma
que han tomado desde el principio del mundo. El efecto de la flor roja contra la
blanca imagen era casi demasiado teatral, acaso no de muy buen gusto. Mis ojos
se retiraron y buscaron a través de un área clara del cristal la normalidad del
exterior.

En la cima de mi alimentador de aves cubierta de nieve un pájaro picoteaba


la nieve recién caída y se tragaba unos cuantos copos que sustituían el agua de la
que tristemente carece cuando nada hay sino hielo demasiado sólido para
romperse. Un madrugador pájaro carpintero martillaba un trozo de sebo y un coco
relleno de mantequilla de cacahuate. Un trepatroncos cenaba mientras su pareja –
¿sería macho?– esperaba su turno. El pájaro carpintero anuncia su masculinidad
con la mancha roja brillante en su nuca, pero cuando menos para mí los sexos del
trepatroncos son indistinguibles. No sabré jamás si es el macho o la hembra el que
come primero. Y es una pena. Si supiera podría decir, como la Duquesa Fea, “y la
moraleja de eso es…”

Pero pronto me percaté de que en ese momento las ventanas heladas eran
lo que más me interesaba, especialmente el hecho de no hay ningún otro
fenómeno natural en que la falta de vida se burle tan cerca de lo vivo. Uno casi
podría pensar que la flor de escarcha les robó la idea a la hoja y a la rama, pero
sabemos lo inconcebiblemente más vieja que es aquélla. No sorprende que los
biólogos entusiastas del siglo XIX, ansiosos de concluir que no existía diferencia
cualitativa entre la vida y los procesos químicos, intentaran creer que el cristal le
entraba al quite, que su crecimiento era realmente el mismo que el de un
organismo vivo. Aunque aquella imaginación fuera excusable nadie, supongo, cree
nada de esto hoy en día. El protoplasma es un colide y todos los coloides son
fundamentalmente diferentes de las sustancias cristalinas. En lugar de cristalizar,
el colide se cuaja y la vida, en su más simple forma, es una masa amorfa de
rebelde gelatina, no un cristal eternamente obediente de la más vieja de las leyes.

Ningún hombre vio jamás un dinosaurio. El último de estos reptiles gigantes


estuvo muerto evos antes de que el más dudoso medio-hombre examinara el
mundo que lo rodeaba. Y los dinosaurios ni siquiera posaron sus apagados ojos
sobre alguna de las criaturas que los precedieron. La vida cambia tan rápido que
sus fases más tardías nada saben de las que las precedieron. Pero la flor de
escarcha es más vieja que el dinosaurio, más vieja que el protozoo, anterior sin
duda a la enzima o al fermento. Aun así, es precisamente lo que siempre ha sido.
Millones de años antes de que existieran ojos para verla, millones de años antes
de que ningún tipo de vida existiera, ella creció a su modo, se cristalizó mediante
sus preordenadas líneas de desdoblamiento, extendió sus pseudorramas y
pseudohojas. Era bella antes de que la belleza misma existiera.

No parece difícil concebir un mundo salvo en términos de propósito,


voluntad o intención. Al pensar en algo sin principio y acaso sin fin, en algo que es,
sin embargo, regular aunque ciego, y organizado sin ningún fin visible, la mente se
tambalea. Constituidos como estamos, nos es más fácil concebir que una baba
que flota sobre las aguas se pueda convertir, en algún momento, en un homo
sapiens que imaginar que una cosa tan compleja como un cristal pueda haber sido
siempre, y sea siempre, como es: complicado y perfecto pero sin significado, ni
siquiera para sí mismo. ¿Cómo es que aquello que no tiene vida pude obedecer
una ley?

Alguna vez le confesé a un físico matemático, algo avergonzado, que nunca


había podido comprender cómo la naturaleza inanimada lograba seguir tan
invariable y prontamente sus propias leyes. Si le doy vueltas a una moneda sobre
una mesa, tendrá que llegar al reposo en cierto en cierto punto. Pero antes de que
pare en ese punto, muchos factores deben tomarse en consideración. Está la
cuestión de la fuerza del impulso inicial, de la cantidad exacta de resistencia que
ofrece la fricción de la superficie de esa mesa, y de la densidad del aire en ese
momento. A un físico le llevaría un buen rato resolver el problema y sólo podría
lograr una aproximación. Sin embargo, la moneda parará exactamente donde
debe. Algunos cálculos rápidos deben de ser hechos antes de que pueda parar, y
son, presumiblemente, siempre precisos.

Y entonces, mientras me sonrojaba ante lo que se supone que debería de


considerar tontería mía, el matemático me rescató con el informe de que Laplace
había estado confundido por este mismo hecho. “La naturaleza se ríe de las
dificultades de la integración”, señaló; y con “integración” se refería, obviamente, al
concepto matemático que interviene cuando un hombre resuelve una de las
ecuaciones diferenciales a las que ha reducido las leyes del movimiento.

Cuando mi cactus navideño florece tan teatralmente a unos cuantos


centímetros del vidrio cubierto de escarcha, también obedece leyes, pero mucho
menos rígidas y de una manera diferente. Florece cerca de Navidad porque ha
adquirido dicho hábito, y porque, estoy tentado a decirlo, eso quiere. De hecho,
este año no fue cactus navideño sino de año nuevo, y por su impredictibilidad me
parece masculino y no neutro. Sus flores toman su forma acostumbrada y su color
tradicional. Pero no de la manera en que las flores de escarcha siguen su patrón
predestinado. Como yo, los cactus tienen una historia que va más allá, a un
pasado pleno de cambios y desarrollos. No han obedecido siempre leyes fijas. Se
han resistido y rebelado; han intentado novedades, han pasado por varias fases.
Como todas las cosas vivientes, tienen voluntad propia. Han formulado leyes, no
simplemente las han obedecido.

“La vida es extraña” le gusta decir al aficionado al lugar común. Pero desde
nuestro punto de vista no es realmente tan extraña como estas cosas que no
tienen vida y que, sin embargo, se mueven en sus órbitas predestinadas y
“actúan” aunque no se “comportan”. Por lo menos, uno debería decir que si la vida
es extraña no hay nada más extraño que el hecho de que exista un universo tan
impresionantemente compartido, por un lado, por “cosas” y, por otro, por
“criaturas” que el hombre mismo es una “cosa” que obedece las leyes de la
química y una “criatura” que de alguna manera las enfrenta. Ningún otro contraste,
ciertamente no el contraste entre el ser humano y el animal, o entre el animal y la
planta, o aun entre el espíritu y el cuerpo, es tan tremendo como el contraste entre
lo que vive y lo que no.

Pensar que lo que no tiene vida está inerte, establecer el contraste en


simples términos negativos, es perderse de lo realmente extraño. No la piedra sin
forma que parece esperar que alguno actúe sobre ella, sino el copo de nieve o la
flor de escarcha es el verdadero representante del universo sin vida. Representa
simplemente, como no lo hace una piedra, el sistema de organización fijo y
perfecto que incluye al sol y sus planetas, que incluye este mismo planeta, pero
contra el cual la vida ha sentado su débil oposición. El orden y la obediencia son
las características primarias de lo que no está vivo. El copo de nieve obedece
eternamente su única ley: “Ten seis puntas”; los planetas la suya: “Viaja en una
elipse.” El astrónomo puede decirnos dónde estará la estrella del norte dentro de
diez mil años; el botánico no puede asegurar dónde florecerá la huele de noche
mañana.

La vida es rebelde y anárquica, siempre pone a prueba la supuesta


inmutabilidad de las reglas que los no-vivientes aceptan sumisamente. Porque el
copo de nieve hace lo que se le indica, su historia para siempre se terminó cuando
asumió la forma que ha conservado hasta ahora. Pero la historia de cada cosa
viviente está en cómo la cuenta. Puede esperar y puede intentar. Más aún, a
pesar del éxito o el fracaso, cambiará. Ninguna forma de la flor de escarcha se ha
extinguido. Tal, si le parece, es su gloria. Pero tal es también el hecho que la aísla.
Puede derretirse pero no puede morir.

Si yo quisiera contemplar lo que para mí es el más profundo de los


misterios, escogería un copo de nieve bajo un lente y una amiba bajo el
microscopio. Para un observador objetivo –si es posible imaginar a un observador
que pudiera ser objetivo ante tal elección– el copo sería la cosa más “elevada” de
las dos. Contra su perfección brillante e imbricada, uno tendría que colocar una
gota sin forma y algo turbia, rezumando siempre para acá o para allá, pero sin
sugerir con tanta fuerza lo que hace un copo de nieve: inteligencia y planeación.
Cristal y coloide, lo llamaría un químico, ¡pero qué inconcebible contraste implican
estos términos! Como una estrella, el copo parece declarar la gloria de Dios,
mientras la promesa de la amiba, entregada a caso a sí misma, parece sólo
desdeñable. Pero su gelatina mantiene no sólo su promesa, sino también la
nuestra, mientras que el copo representa un logro que no podemos compartir.
Después del acontecer de miles de millones de años uno puede ver y percatarse
del otro, pero la relación no puede ser recíproca. Aún después de estos miles de
millones de años, ningún agregado de colides puede ser tan hermoso como lo ha
sido siempre el cristal, pero puede llegar a saber, y el cristal no, lo que es la
belleza.
Admirar demasiado, o exclusivamente, una belleza ajena es peligroso. A
pesar de cuanto amo y cuanto me conmueven las grandes e inanimadas formas
de la naturaleza, siempre me impresionan y me asustan un poco sus amantes
confesos, para quienes el paisaje es la cosa más importante, y para quienes es
apenas una cuestión de formas y colores. Si ven o los conmueve un animal o una
flor, para ellos es solamente una cuestión de complexión pintoresca y sus
semejantes no son más que detalles decorativos. Pero sin cierta conciencia
continua de los dos grandes mundos de lo animado e inanimado no puede existir
amor a la naturaleza como yo lo entiendo y, lo que es peor, debe de existir cierta
deslealtad a nuestra causa, que es la de los que somos coloides, no cristales.
Puedo entender al panteísta que siente la unicidad de todas las cosas vivas; tal
vez él y yo estemos esencialmente de acuerdo. Pero el Todo final no es una cosa
sino dos. Y como la mitad ajena es tan orgullosa y segura de sí misma y exitosa
como nuestra mitad, su diferencia fundamental no ha de ser ignorada
impunemente. De nosotros y de lo que creemos, el enemigo no es tanto la muerte
como lo no-vivo, o más bien, el gran sistema que continúa sin nunca haber tenido
la necesidad de estar vivo. La flor de escarcha no es tan sólo una maravilla; es
también una amenaza y una advertencia. ¡Qué admirable, parece decirnos, puede
ser no vivir! ¡Qué triunfos puede alcanzar una simple ley inmutable!

Algunas de las extrañas especulaciones de Charles Pierce sobre la


posibilidad de que la “ley natural” no sea una ley sino apenas un conjunto de
hábitos más firmemente fijos que cualquier hábito que conocemos en nosotros o
en los animales, sugieren la posibilidad de que el copo no haya estado, después
de todo, siempre inanimado; que haya entregado, en un tiempo imposiblemente
remoto, la vida que alguna vez tuvo su organización perfecta. Pero aun si
podemos imaginar que tal cosa es verdad, sólo nos sirve para ponernos sobre
aviso de la posibilidad de que lo que llamamos viviente pueda también sucumbir a
la seducción de lo inmutablemente fijo.

Ningún estudioso de las hormigas ha dejado de admirarse u horrorizarse


ante lo que se denomina en ocasiones la perfección de su sociedad. A pesar de
que hasta el hormiguero pueda cambiar su forma, a pesar de que hasta las
hormigas individuales –por ridícula que suene la conjunción de ambos términos–
puedan elegir a veces, la perfección de las técnicas y la regularidad de los hábitos
casi sugieren que el insecto va de regreso a la inacción; que, aunque vasta es la
diferencia, un hormiguero se cristaliza de una manera similar al copo de nieve.
Pero ni siquiera el hormiguero, nada en el universo conocido, es tan
perfectamente planeado como un copo de nieve. ¿Sería entonces la mejor
planeada de las sociedades, similar a un hormiguero, aquella en la que nadie hace
planes, como en un copo de nieve? De la cuna en la que no nace a la tumba en
que está sólo un poco más muerto de lo que ha estado siempre, el ciudadano
hormiga sigue un plan en cuya factura ya no contribuye para nada.

Tal vez los hombres representamos lo último a lo que la rebelión, que


empezó hace tanto tiempo con una gelatina parecida a una amiba, puede llegar. Y
tal vez lo inanimado esté iniciando el proceso de subyugarnos de nuevo.
Ciertamente el psicólogo y el filósofo tienden más y más a pensar que somos
criaturas que obedecen leyes más que criaturas de voluntad y responsabilidad.
Estamos, dicen, “condicionados” por esto o por aquello. Hasta los más grandes
héroes son, se nos explica, “el producto de fuerzas”. Todo el énfasis se pone no
en el poder de resistir y rebelarse, que se supone tuvimos alguna vez, sino sobre
las “influencias” que nos han “formado”. Los hombres están hechos por la
sociedad, no la sociedad por los hombres. La historia, como el carácter, “obedece
leyes”. En su visión, cristalizamos obedientes a algún dictado exterior, no nos
movemos en conformidad con algo interior.
Y así mis ojos regresan, preguntones, al vidrio. Mientras dormía, las
graciosas pseudofrondas se arrastraron a lo largo del cristal, asumiendo, como la
vida misma, una intrincada organización. “¿Por qué vivir –parece decir– cuando
podemos ser hermosas, complicadas y ordenadas sin la incertidumbre ni el
esfuerzo que requieren las cosas vivas? Alguna vez fuimos todo lo que había.
Acaso algún día seamos todo lo que exista. ¿Por qué no unírsenos?”

El verano pasado ni tierra ni piedra habrían sido escuchadas si hubieran


hecho tal pregunta. Los cientos de cosas que caminaban y cantaban, los millones
que se arrastraron y se unieron estaban todos en su mejor momento. Lo que
estaba muerto parecía existir sólo para que lo vivo viviera sobre ello. Las plantas
estaban ocupadas volviendo lo inorgánico en verde vida, y los animales estaban
ocupados en volver lo verde en rojo. Cuando nos movíamos, caminábamos casi
siempre sobre pasto. Nuestra preeminencia no tenía igual.

En este día de invierno nada parece tan exitoso como la flor de escarcha.
Prospera en esa cosa que se ha metido en nuestro hogar o en el subsuelo y que
ha sido fatal para muchos. Ahora goza su hora de triunfo, como antes nosotros.
Como la flor de cactus, soy una planta de invernadero. Hasta mis gatos miran
soñadores, por la ventana, un universo que ya no les pertenece.

¿Cómo podemos resistir, si es que podemos? Esta casa en que me he


recluido es apenas un expediente y sirve tan sólo a mi existencia física. ¿Qué
convicciones mentales o espirituales, qué voluntad de mantener esta existencia
puedo asegurar? Para mí no es suficiente decir, como lo hago, que debo resistir la
invitación a sumergirme en la sociedad cristalina y a dejar de planear para que se
me pueda planear a mí. Tampoco es suficiente seguir adelante, como lo hago, e
insistir en que la parte más importante del hombre no es “el producto de varias
fuerzas” sino esa parte, por pequeña que sea, que le permite ser diferente de lo
que el más exitoso de los sociólogos, de la mano del más exitoso psicólogo,
pudiera predecir.

Necesito fe, eso me dicen, algo fuera de mí a lo que pueda ser leal. Y estoy
de acuerdo con eso, a mi modo. Estoy de nuestra parte, y sé, aunque vagamente,
qué puede ser eso. El Dios de Worthsworth vivía en la luz de los soles del
atardecer. Pero el Dios que habita ahí me parece más bien el Dios del átomo, la
estrella y el cristal. El mío, si tengo alguno, se revela en otra clase de fenómenos.
Él hace verde el pasto y roja la sangre.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 79 – 88.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 8 ) JOSÉ ORTEGA Y GASSET

El título de la obra más conocida de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas,


sugiere que podría ser una exhortación marxista al proletariado de sacudirse de
sus cadenas. Nada que ver. El libro es una dura acusación al creciente poder del
hombre común de la sociedad industrial del siglo XX. Ortega sostiene que la
verdadera democracia florece tan sólo cuando ciudadanos de opiniones muy
distintas están dispuestos a delegar responsabilidades de gobierno a una minoría
más elevada. Hoy la miramos degenerar en una hiperdemocracia, donde el mismo
hombre promedio insiste en tomar las riendas. Como este hombre-masa, rico o
pobre, odia a todos los que no son como él, intenta embarrar su mediocridad y su
vulgaridad en todo el mundo. Puede hacerlo tranquilamente, con una variedad de
grupos de presión, o violentamente, con una revolución comunista o fascista. En
cualquier caso el resultado es el mismo: una sociedad de nulidades idénticas,
dirigidas por otro y de clase media.

Esta crítica de la cultura occidental, naturalmente, está lejos de ser nueva.


Algunas de sus primeras suposiciones llegan hasta Platón, y en tiempos recientes
muchos autores norteamericanos, entre ellos H.L. Mencken y Walter Lippman, han
ofrecido variantes del tema. Pero el volumen de Ortega, aparecido en 1930,
encontró una expresión estrujante que hizo del libro algo muy inquietante.

Al momento de su muerte, José Ortega y Gasset (1883-1955) era el filósofo


y hombre de letras más distinguido de España. Cuando estalló la guerra civil en
1936, Ortega, profesor de filosofía en la Universidad de Madrid y uno de los
baluartes intelectuales del gobierno republicano, abandonó España en exilio
voluntario y no regresó hasta 1945. Su última década fue lo que él llamó,
tristemente, una especie de “no existencia”. Escribió poco, no participó en nada,
como filósofo era vitalista, y sostenía puntos similares a los de Henri Bergson y
William James.

El siguiente ensayo, de la Rebelión de las masas, tiene el distintivo de ser el


menos halagador de los textos dirigidos al científico. Ortega lo concibió como un
ignorante culto, arrogante por creer que sus mínimos conocimientos lo califican
para opinar sobre todas las cosas. Es un ataque mucho más fuerte que, digamos,
la ridícula burla de Charles Fort o esos libros recientes que ponen en desventaja el
“cientifisismo” ante las letras humanas. Cualquier científico puede pasar por Fort
un tanto divertido y apenas con un poco de molestia por esos libros recientes.
Pero muy pocos leerán esta selección de Ortega sin un agudo malestar y la
oscura suposición de que mucho de lo que dice es cierto.
( 8 ) La barbarie del “especialismo”

JOSÉ ORTEGA Y GASSET

LA TESIS ERA QUE LA CIVILIZACIÓN del siglo XlX ha producido


automáticamente el hombre masa. Conviene no cerrar su exposición general sin
analizar, en un caso particular, la mecánica de esa producción. De esta suerte, al
concretarse, la tesis gana en fuerza persuasiva.

Esta civilización del siglo XlX, decía yo, puede resumirse en dos grandes
dimensiones: democracia liberal y técnica. Tomemos ahora sólo la última. La
técnica contemporánea nace de la copulación entre el capitalismo y la ciencia
experimental. No toda técnica es científica. El que fabricó las hachas de sílex, en
el periodo chelense, carecía de ciencia y, sin embargo, creó una técnica. La China
llegó a un alto grado de tecnicismo sin sospechar lo más mínimo de la existencia
de la física. Sólo la técnica moderna de Europa tiene una raíz científica, y de esa
raíz le viene su carácter específico, la posibilidad de un ilimitado progreso. Las
demás técnicas - mesopotámicas, nilota, griega, romana, oriental - se estiran
hasta un punto de desarrollo que no pueden sobrepasar, y apenas lo tocan
comienzan a retroceder en lamentable involución.

Esta maravillosa técnica occidental ha hecho posible la maravillosa


proliferación de la casta europea. Recuérdese el dato de que tomó su vuelo este
ensayo y que, como dije, encierra germinalmente todas estas meditaciones. Del
siglo V a 1800, Europa no consigue tener una población mayor de 180 millones.
De 1800 a 1914 asciende a más de 460 millones. El brinco es único en la historia
humana. No cabe dudar de que la técnica - junto con la democracia liberal - ha
engendrado al hombre masa en el sentido cuantitativo de esta expresión. Pero
estas páginas han intentado mostrar que bien es responsable de la existencia del
hombre masa en el sentido cualitativo y peyorativo del término.

Por “masa” - prevenía yo al principio - no se entiende especialmente al


obrero; no designa aquí una clase social, sin una clase a modo de ser hombre que
se da hoy en todas las clases sociales, que por lo mismo representa a nuestro
tiempo, sobre el cual predomina e impera. Ahora vamos a ver esto con sobrada
evidencia.

¿Quién ejerce hoy el poder social? ¿Quién impone la estructura de su


espíritu en la época? Sin duda, la burguesía.

¿Quién, dentro de esa burguesía, es considerado como el grupo superior,


como la aristocracia del presente? Sin duda, el técnico: ingeniero, médico,
financiero, profesor, etcétera. ¿Quién, dentro del grupo técnico, lo representa con
mayor altitud y pureza? Sin duda el hombre de ciencia. Si un personaje astral
visitase Europa, y con ánimo de juzgarla, le preguntase por qué tipo de hombre,
entre los que la habitan, prefería ser juzgada, no hay duda de que Europa
señalaría, complacida y segura de una sentencia favorable a sus hombres de
ciencia. Claro que el personaje astral no preguntaría por individuos excepcionales,
sino que buscaría la regla, el tipo genérico “hombre ciencia”, cima de la
humanidad europea.

Pues bien: resulta que el hombre de ciencia actual es el prototipo del


hombre masa. Y no por casualidad, ni por defecto unipersonal de cada hombre de
ciencia, sino porque la ciencia misma - raíz de la civilización - lo convierte
automáticamente en hombre masa; es decir, hace de él un primitivo, un bárbaro
moderno.
La cosa es harto sabida: innumerables veces se ha hecho constar; pero
sólo articulada en el organismo de este ensayo adquiere la plenitud de su sentido
y la evidencia de su gravedad.

La ciencia experimentalmente se inicia al finalizar el siglo XVl (Galileo),


logra constituirse a fines del siglo XVll (Newton) y empieza a desarrollarse a
mediados del XVlll. El desarrollo de algo es cosa distinta de su constitución y está
sometido a condiciones diferentes. Así, la constitución de la física, nombre
colectivo de la ciencia experimental, obligó a un esfuerzo de unificación. Tal fue la
obra de Newton y demás hombres de su tiempo. Pero el desarrollo de la física
inició una faena de carácter opuesto a la unificación. Para progresar, la ciencia
necesitaba que los hombres de ciencia se especializasen. Los hombres de
ciencia, no ella misma. La ciencia no es especialista. Ipso facto dejaría de ser
verdadera. Ni siquiera la ciencia empírica, tomada en su integridad, es verdadera
si se la separa de la matemática, de la lógica de la filosofía. Pero el trabajo en ella
si tiene - irremisiblemente - que ser especializado.

Sería de gran interés, y de mayor utilidad que la aparente a primera vista,


hacer una historia de las ciencias físicas y biológicas mostrando el proceso de
creciente especialización en la labor de los investigadores. Ella haría ver cómo,
generación tras generación, el hombre de ciencia ha ido constriñéndose,
recluyéndose, en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho. Pero
no es esto lo importante que esa historia nos enseñaría sino más bien lo inverso:
cómo en cada generación el científico, por tener que reducir su órbita de trabajo,
iba progresivamente perdiendo contacto con las demás partes de la ciencia, con
una interpretación integral del universo, que es lo único merecedor de los hombres
de ciencia cultura, civilización europea.

La especialización comienza precisamente en un tiempo que llama hombre


civilizado al hombre “enciclopédico”. El siglo XlX inicia sus destinos bajo la
dirección de criaturas que viven enciclopédicamente, aunque su producción tenga
ya un carácter de especialismo. En la generación subsiguiente, la ecuación se ha
desplazado, y la especialidad empieza a desalojar dentro de cada hombre de
ciencia a la cultura integral. Cuando en 1890 una tercera generación toma el
mando intelectual de Europa, nos encontramos con un tipo de científico sin
ejemplo en la historia. Es un hombre, que de todo lo que hay que saber para ser
un personaje discreto, conoce bien la pequeña porción en que él es activo
investigador. Llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede
fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva y llama dilettantismo a la
curiosidad por el conjunto del saber.

El caso es que, recluido en la estrechez de su campo visual, consigue, en


efecto, descubrir nuevos hechos y hacer avanzar su ciencia que él apenas
conoce, y con ella la enciclopedia del pensamiento, que concienzudamente
desconoce. ¿Cómo ha sido y es posible cosa semejante? Porque conviene
recalcar la extravagancia de este hecho innegable: la ciencia experimental ha
progresado en buena parte merced al trabajo de hombres fabulosamente
mediocres, y aun menos que mediocres. Es decir, que la ciencia moderna, raíz, y
símbolo de la civilización actual, da acogida dentro de sí al hombre intelectual
medio y le permite operar con buen éxito. La razón de ello está en lo que es, a par,
ventaja mayor y peligroso máximo de la ciencia nueva y de toda civilización que
ésta dirige y representa: La mecanización. Una buena parte de las cosas que hay
que hacer en física o en biología es faena mecánica de pensamiento que puede
ser ejecutada por cualquiera, o poco menos. Para los efectos de innumerables
investigaciones es posible dividir la ciencia en pequeños segmentos, encerrarse
en uno y desentenderse de los demás. La firmeza y exactitud de los métodos
permiten esta transitoria y práctica desarticulación del saber. Se trabaja con uno
de esos métodos como una máquina, y ni siquiera es forzoso, para obtener
abundantes resultados, poseer ideas rigurosas sobre el sentido y fundamentos de
ellos. Así, la mayor parte de los científicos empujan el progreso general de la
ciencia encerrados en la celdilla de su laboratorio, como la abeja en la de su panal
o como el pachón de asador en su cajón.

Pero esto crea una casta de hombres sobremanera extraños. El


investigador que ha descubierto un nuevo hecho de la naturaleza tiene por fuerza
que sentir una impresión de dominio y seguridad en su persona. Con cierta
aparente justicia, se considerará como “un hombre que sabe”. Y, en efecto, en él
se da un pedazo de algo que junto con otros pedazos no existentes en él
constituyen verdaderamente el saber. Ésta es la situación íntima del
especialista, que en los primeros años de este siglo ha llegado a su más frenética
exageración. El especialista “sabe” muy bien su mínimo rincón de universo; pero
ignora de raíz todo el resto.

He aquí un precioso ejemplar de este extraño hombre nuevo que he


intentado, por una y otro de sus vertientes y haces, definir. He dicho que era una
configuración humana sin par en toda la historia. El especialista nos sirve para
concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su
novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e
ignorantes, en más o menos sabio y más o menos ignorantes. Pero el especialista
no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es un sabio,
porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; ¡pero tampoco es
un ignorante, porque es aún hombre de ciencia, y conoce muy bien su porciúncula
de universo! Habremos de decir que es un sabio ignorante, cosa sobremanera
grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las
cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien
en su cuestión especial es un sabio.

Y, en efecto, éste es el comportamiento del especialista. En política, en


arte, en los usos sociales, en las otras ciencias tomará posiciones de primitivo, de
ignorantísimo; pero las tomará con energía y suficiencia, sin admitir - y esto es lo
paradójico - especialistas de esas cosas. Al especializarlo, la civilización le ha
hecho hermético y satisfecho dentro de su limitación; pero esta misma sensación
íntima de dominio y valla le llevará a querer predominar fuera de su especialidad.
De donde resulta que aun en este caso, que representa un máximum de hombre
cualificado – espacialismo - y, por lo tanto, lo más opuesto al hombre masa, el
resultado es que se comportará sin cualificación y como hombre masa en casi
todas las esferas de la vida.

La advertencia no es vaga. Quienquiera puede observar la estupidez con


que piensan, juzgan y actúan hoy en política, en arte, en religión y en los
problemas generales de la vida y el mundo los “hombres de ciencia”, y claro, tras
ellos, médicos, ingenieros, financieros, profesores, etcétera. Esa condición “no
escuchar”, de no someterse a instancias superiores, que reiteradamente he
presentado como características del hombre masa llega al colmo precisamente en
estos hombres parcialmente cualificados. Ellos simbolizan, y en gran parte
constituyen, el imperio actual de las masas y su barbarie es la causa inmediata de
la desmoralización europea.

Por otra parte, significan el más claro y preciso ejemplo de cómo la


civilización de último siglo, abandonada a su propia inclinación, ha producido este
rebrote de primitivismo y barbarie.

El resultado más inmediato de este especialismo no compensado ha sido


que hoy, cuando hay mayor número de “hombres de ciencia “que nunca, haya
muchos menos hombres “cultos” que, por ejemplo, hacia 1750. Y lo peor es que
con esos pachones del asador científico ni siquiera está asegurado el progreso
íntimo de la ciencia. Porque ésta necesita de tiempo en tiempo, como orgánica
regulación de su propio incremento, una labor de reconstitución, y, como he dicho,
esto requiere un esfuerzo de unificación, caca vez más difícil, que cada vez
complica regiones más vastas del saber total. Newton pudo crear su sistema físico
sin saber mucha filosofía, pero Einstein ha necesitado saturarse de Kant y de
Mach para poder llegar a su aguda síntesis. Kant y Mach con estos nombres se
simbolizan sólo la masa enorme de pensamientos filosóficos y psicológicos que
han influido en Einstein han servido para liberar la mente de éste y dejarle la vía
franca hacia su innovación. Pero Einstein no es suficiente. La física entra en la
crisis más honda de su historia, y sólo podrá salvarla una nueva enciclopedia más
sistemática que la primera.

El especialismo, pues, que ha hecho posible el progreso de la ciencia


experimental durante un siglo, se aproxima a una etapa en que no podrá avanzar
por sí mismo si no se encarga una generación mejor de construirle un nuevo
asador más poderoso.

Pero si el especialista desconoce la fisiología interna de la ciencia que


cultiva, mucho más radicalmente ignora a las condiciones históricas de su
perduración, es decir, cómo tienen que estar organizados la sociedad y el corazón
del hombre para que pueda seguir habiendo investigadores. El descenso de
vocaciones científicas que en estos años se observa - al que aludí - es un síntoma
preocupante para todo el que tenga una idea clara de lo que es civilización, la idea
que suele faltar al típico “hombre ciencia”, cima de nuestra actual civilización.
También él cree que la civilización está ahí, simplemente, como la corteza
terrestre y la selva primigenia.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 89 – 96.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 9 ) THOMAS HENRY HUXLEY

El debate más famoso de alguna teoría de la ciencia moderna se llevó a cabo en


1860, cuando el obispo Wilberforce compartió una tribuna con Thomas Henry
Huxley (1825 – 1895). El obispo concluyó sus airados ataques a la teoría de la
evolución preguntándole a Huxley si su descendencia del mono era por parte del
padre o de la madre:

La delgada y alta figura de Huxley se paró silenciosa.


Observó, por un momento, pensativamente, a la multitud;
vio fila de rostros hostiles; a la mueca burlona
de la curiosidad ignorante, aquí y allá,
una mirada de esperanzada de amistad; y más atrás,
los jóvenes, de pie ágil, esperando el fuego.
En ellos posó sus ojos; y entonces, en tonos bajos,
claro, tranquilo, incisivo, "He venido aquí", dijo,
“Solo por causa de la ciencia.”

(ALFRED NOES, El libro de la Tierra)

Todo mundo conoce la sustancia de la aplastante respuesta de Huxley. Ésta es su


versión, en una carta recientemente descubierta: "Si entonces, dije yo, se me
pregunta qué prefiero entre tener un miserable mono por abuelo o un hombre
altamente dotado por la naturaleza, que posea grandes medio e influencia, pero
que emplee esas facultades y esa influencia con el mero propósito de introducir el
ridículo a una discusión científica rigurosa, sin duda alguna de afirmaría mi

preferencia por el mono. Hubo entonces una risa inextinguible en el público, y


escucharon el resto de mi argumento con la más grande atención.”
Sería difícil encontrar dos hombres que ejemplifiquen más perfectamente
los productos de dos formas contrastantes de educación que Wilberforce y Huxley.
El obispo había recibido una educación clásica en Oxford, su conocimiento del
griego y el latín sólo era menor que su sublime ignorancia científica. Huxley no
tenía educación escolar formal, pero con sus esfuerzos había adquirido un amplio
bagaje de ciencias y letras. Vistos en perspectiva, Huxley nos parece el parangón
de la cultura; Wilberforce tiene el colorido del filisteo.

En tiempos de Huxley, hay que recordarlo, la ciencia apenas empezaba a


ser indispensable en la educación general. A esta cruzada se dedicó Huxley con
incansable espíritu. A pesar de que sus contribuciones a la biología y
paleontología fueron inmensas, se consideraba menos un investigador que un
divulgador. Fue, de hecho, un escritor científico de su tiempo, de una claridad y
una elocuencia que ejercieron enorme influencia en su generación.

La siguiente es una conferencia dictada por Huxley en Birmingham. Fue su


ataque más controversial al abandono de la ciencia, especialmente de las ciencias
sociales, en la educación de sus contemporáneos. El Arnold a que se refiere es,
naturalmente, Matthew Arnold, cuyas opiniones educativas tanto diferían de las de
Huxley.
( 9 ) Ciencia y cultura

THOMAS HENRY HUXLEY

HACE SEIS AÑOS, como recordarán algunos de mis oyentes, tuve el privilegio de
dirigirme a una concurrida asamblea de habitantes de esta ciudad, que se unieron
para honrar la memoria de su famoso coetáneo Joseph Priestley; y si hay alguna
satisfacción en la gloria póstuma, podemos esperar que la melena del consumido
filósofo haya quedado finalmente apaciguada.

Ningún hombre, sin embargo, al que se le haya otorgado una buena porción
de sentido común y otra no mucho más que buena de vanidad, identificaría la
fama, contemporánea o póstuma, con el bien más alto, y la vida de Priestley no
nos deja duda de que él, en todo caso, dio mucho más valor al avance del
conocimiento, y a la promoción de esa libertad de pensamiento que es al mismo
tiempo causa y consecuencia del progreso intelectual.

Por esto me inclino a pensar que si estuviera Priestley entre nosotros, la


ocasión de nuestro encuentro le daría mayor place que las celebraciones del
centenario de su máximo descubrimiento. El amable corazón se conmovería, se
atendería el alto sentido de compromiso social, con el espectáculo de una riqueza
bien ganada, ni derrochada en oropeles y vanaglorioso espectáculo ni esparcida
con despreocupada caridad que no bendice ni al que la da ni al que la toma, sino
usada en la ejecución de un plan bien concebido para ayudar a las generaciones,
presentes y futuras, de quienes están dispuestos a ayudarse a sí mismos.

Hasta aquí todos debemos tener una sola opinión. Pero es necesario que
compartamos el agudo interés de Priestley por la física; y comprendamos, como
él, el valor de la educación científica en campos de investigación aparentemente
remotos de la ciencia física; para poder valorar, como hubiera hecho él, la
importancia del noble don de Sir Josiah Mason ha legado a los habitantes de
Midland.

Para nosotros, niños del siglo XlX, el establecimiento de un colegio bajo las
condiciones del fondo Sir Josiah Mason tiene una significancia distinta de la que
pudo tener hace cien años. Parece indicación de que estamos llegando a las crisis
de la batalla, o más bien a una larga serie de batallas, que se han luchado por la
educación en una campaña que comenzó mucho antes de los tiempos de Priestley
y acaso no esté aún por terminar.

En el último siglo, los combatientes fueron los caudillos de la literatura


antigua, por un lado, y los de literatura moderna por el otro; pero, hace más o
menos treinta años, se complicó la contienda la aparición de un tercer ejército, que
enarbolaba la bandera de la Ciencia Física.

No sé si alguien tenga la autoridad para hablar en nombre de esta nueva


hueste. Pues se debe admitir que es más bien una fuerza guerrillera, compuesta
en su mayoría por soldados irregulares, cada uno peleando casi solo por sí
mismo. Pero las impresiones de un cabo hecho y derecho, que ha visto un buen
atajo de servicio en las filas, respecto del actual estado de las cosas y las
condiciones para la paz permanente, acaso no carecen de interés; y no creo poder
hacer mejor uso de la presente oportunidad que presentando tales impresiones
ante sus ojos.

Desde la época en que tímidamente se hizo la primera sugerencia de


introducir la ciencia física a la educación ordinaria hasta ahora, los abogados de la
educación científica se han encontrado con una doble oposición. Por parte, han
sido abucheados por hombres de negocios que se enorgullecen de ser
representantes de lo práctico; mientras, por otra parte; han sido excomulgados por
los filólogos clásicos, en su capacidad de levitas del arca de la cultura
monopolizadores de la educación liberal.

Los hombres prácticos creyeron que el ídolo que adoran ha sido la fuente
de la prosperidad pasada, y sería suficiente para el bienestar futuro de las artes y
las manufacturas. Eran de la opinión que la ciencia es pura basura especulativa;
que la teoría y la práctica no tienen nada que ver una con otra; que el hábito
científico de la mente es un impedimento, más que una ayuda, en la conducción
de los asuntos cotidianos.

He usado el tiempo pretérito al hablar de los hombres prácticos; pues


aunque eran muchísimos hace treinta años, no estoy seguro de que la especie no
haya sido extirpada en su forma más pura. De hecho, en cuanto concierne a la
mera discusión, han sido objeto de tal feu d´enfer que sería un milagro que alguno
haya logrado escapar. Pero he señalado que el típico hombre hace práctico tiene
un parecido sorprendente con uno de los ángeles de Milton. Sus heridas
espirituales, como las que infligen las armas lógicas, pueden ser profundas como
un pozo y anchas como la puerta de la iglesia, pero más allá de derramar algunas
gotas de licor, celestial o no, no empeora un ápice. Por lo que, si queda alguno de
estos oponentes, no perderé el tiempo en una vana repetición de la evidencia
demostrativa del valor práctico de la ciencia; pero, a sabiendas de que una
parábola a veces llega donde no pueden hacerlo los silogismos, ofreceré una
historia a su consideración.

Había una vez un niño que, sin nada de que valerse fuera de su naturaleza
vigorosa, fue echado a la lucha por la existencia en medio de una gran población
industrial. Parece que no le había ido muy bien en la feria, pues, a sus treinta
años, su total de fondos disponibles era de 20 libras. Aún así, la madurez lo
encontró demostrando, con comprensión de los problemas prácticos que
duramente le había sido dado a resolver.

Al final alcanzada la vejez con su bien merecido “honor, y tropas de


amistades”, el héroe de mi historia pensó en quienes iniciaban su vida como él, y
en cómo podría tenderles la mano.

Tras mucho reflexionar, este hombre práctico y exitoso no pudo idear nada
mejor que darles un medio de obtener “conocimiento científico práctico, bueno y
extenso”. Y dedicó una gran parte de su fortuna y cinco años de trabajo incesante
a este fin.

No necesito recalcar la moraleja de un cuento que, como asegura el sólido


y espacioso Colegio Científico, no es una fábula, y nada de lo que yo les diga
puede intensificar la fuerza de esta respuesta práctica a objeciones prácticas.

Podemos pues dar por sentado que, en la opinión de quienes están mejor
calificados para juzgar, la difusión de la educación científica extensa es una
condición absolutamente esencial del progreso industrial; y que el Colegio que hoy
abre sus puertas, harán un favor inestimable a quienes deben ganarse la vida con
la práctica de las artes y manufacturas del distrito.

La única cuestión que vale la pena discutir es si las condiciones bajo las
cuales se llevara a cabo el trabajo del Colegio que le dan la mejor oportunidad
posible de alcanzar el éxito permanente.

Sir Josiah Mason, sin duda sabiamente, ha dado gran libertad de acción a
sus fideicomisarios, a quienes propone finalmente entregarse a la administración
del Colegio, para que puedan ajustar sus arreglos de acuerdo con las condiciones
cambiantes del futuro. Pero, respecto de tres puntos, ha sentado lo más explícitos
mandatos tanto administradores como a maestros.

Se prohíbe que entren a sus mentes políticas partidistas, en cuanto


concierne al trabajo del Colegio; la teología esta así mismo desterrada de sus
precintos; y está muy especialmente declarado que el Colegio no habrá e proveer
“instrucción y educación meramente literarias.

No me concierne dilatarme en los dos primeros mandatos más que para


expresar mi convicción de su sabiduría. Pero la tercera prohibición nos enfrenta
con los otros opositores de la educación científica, que no están, de ninguna
manera, en la moribunda condición del hombre práctico, sino vivos, alerta y en
multitud.

No es imposible que escuchemos muchas críticas agudas a esta exclusión


expresa de “la instrucción y educación literarias” de un Colegio que, sin embargo
se propone impartir una alta y eficiente educación. Ciertamente era el tiempo para
que los levitas de la cultura hicieran sonar sus trompetas contra sus paredes como
contra un Jericó educacional.

¿Cuántas veces nos han dicho que el estudio de la ciencia física no puede
conferir cultura; que no toca ninguno de los problemas mas elevados de la vida; y,
lo que es peor, que la continua devoción a los estudios científicos tiende a generar
una creencia estrecha y reaccionaria en la aplicabilidad de los métodos científicos
a la búsqueda de todo tipo de verdades? Con que frecuencia uno tiene
oportunidad de observar que ninguna respuesta a un argumento problemático es
tan efectiva como llamar a su autor “mero especialista científico”. Y, como temo
que no es permisible hablar en pretérito de esta forma de oposición a la educación
científica, ¿acaso no podemos esperar que se nos diga que esta no sólo omisión
sino prohibición de “instrucción y educación meramente literarias” es un ejemplo
patente de la estrechez menta científica?

No sé qué razones tuvo Sir Josiah Mason para la decisión que ha tomado;
pero si, como entiendo el caso, se refiere por el nombre de “instrucción y
educación meramente literarias” el curso clásico ordinario de nuestras escuelas y
universidades, me arriesgo a ofrecer mis varias razones para apoyar tal acción.

Pues tengo dos convicciones muy fuertes. La primera es que ni la disciplina


ni la materia de la educción clásica son de un valor tan directo para el estudiante
de la ciencia física como para justificar el que, para adquirir cultura real, una
educación exclusivamente científica es por lo menos tan efectiva como la
exclusivamente literaria.

A penas necesito señalarles que estas opiniones, especialmente la última,


son diametralmente opuestas a la de la mayoría de ingleses cultos, influidos como
están por las tradiciones de las escuelas y universidades. Según sus creencias, la
cultura sólo puede adquirirse con una educación liberal; que es sinónimo no
solamente de educación e instrucción literaria, sino de una forma particular de
literatura, léase la de la antigüedad griega y romana. Sostienen que el hombre que
ha aprendido latín y griego, aunque sea poco, es culto; mientras que aquel
versado, aun profundamente, en otras ramas del conocimiento es un especialista
más o menos respetable, no admisible en la casta cultural. El sello del hombre
educado el grado universitario, no es para él.

Estoy demasiado bien familiarizado con el generoso catolicismo e espíritu,


la verdadera simpatía con el pensamiento científico, que recorre los escritos de
nuestro máximo apóstol de la cultura para identificarlo con estas opiniones; y aún
así uno puede entresacar de esta o aquella epístola a los filisteos, que tanto
gustan a quienes no responden a ese nombre, oraciones que les dan cierto,
apoyo.

El señor Arnold nos dice que el significado de la cultura es “conocer lo


mejor que ha sido pensado y dicho en el mundo”. Es la crítica de la vida contenida
en la literatura. Esa critica mira a “Europa como una gran confederación, para
propósitos intelectuales y espirituales, comprometida a la acción conjunta y al
trabajo por resultados comunes; y cuyos miembros tienen conocimiento de las
antigüedades griega, romana y oriental. Ventajas especiales, locales y temporales
puestas a un lado, la nación moderna que progresará dentro de una esfera
intelectual y espiritual será la que lleve a cabo más logradamente este programa.
¿Y qué significa esto sino que todos nosotros también como individuos, entre más
logradamente lo llevemos a cabo lograremos mayor progreso?

Tenemos que tratar con dos proposiciones distintas. La primera, que una
crítica de la vida es la esencia de la cultura; la segunda, que la literatura contiene
los materiales suficientes para la construcción de esa crítica.

Creo que debemos estar de acuerdo con la primera proposición. Pues la


cultura ciertamente es algo muy distinto de las habilidades técnicas. Implica la
posesión de un ideal, y el hábito de medir críticamente el valor de las cosas
mediante la comparación con un estándar teórico. La cultura perfecta habría de
ofrecer una teoría completa de la vida, basada en el claro conocimiento de sus
posibilidades y limitaciones por igual.

Pero podemos estar de acuerdo con esto también en fuerte desacuerdo con
la suposición de que la sola literatura es capaz de ofrecer conocimiento bastante
amplio y profundo para esta critica de la vida que constituye cultura.

Y esto es más cierto para cualquiera que este familiarizado con el alcance
de la ciencia física. Considerando el progreso sólo dentro de la “esfera intelectual
y espiritual”, me encuentro totalmente incapaz de admitir que las naciones o
individuos avanzarían realmente si su meta común no derivara nada de la ciencia
física. Diría y que un ejército sin armas de precisión o sin una base de operaciones
podría entrar con más esperanzas a una campaña en el Rhin que un hombre,
desprovisto del conocimiento de lo que ha hecho la física durante el último siglo, a
la crítica de la vida.

Felizmente, no es ninguna novedad que los ingleses empleen sus riqueza


para construir y dotar instituciones de propósitos educacionales. Pero hace 500 ó
600 años las obras de fundación expresaban o implicaban condiciones contrarias
como la que más a las que Sir Josiah Mason creía convenientes. Esto es, la
ciencia física era prácticamente ignorada, en tanto una cierta educación literaria
era impuesta como medio de adquisición de un conocimiento que era
esencialmente teológico.

Es fácil descubrir la razón de esta singular contradicción entre las acciones


de los hombres animados por un deseo fuerte y desinteresado de promover el
bienestar de sus coetáneos. En ese momento, si alguien deseaba conocimiento
más allá de lo que su propia observación o una conversación común podían
proporcionar, su primera necesidad era aprender el latín, pues el conocimiento
más elevado del mundo occidental estaba contenido en obras escritas en ese
idioma. Por esto la gramática latina, con lógica y la retórica, estudiadas a través
del latín, constituían los fundamentos de la educación. Respecto de la sustancia
del conocimiento impartida por este canal, las escrituras judías y romanas, como
las interpretó y suplementó la iglesia romana, eran reputadas de contener un
corpus de conocimientos completo e infalible.
Los preceptores teológicos eran para los pensadores de aquellos tiempos lo
que los axiomas y definiciones de Euclides son para los geómetras de estos
tiempos. La ocupación de los filósofos del Medioevo era sacar conclusiones de
acuerdo con decretos eclesiásticos. Ellos tenían el privilegio de mostrar, a través
de un proceso lógico, cómo y por qué lo decía la Iglesia era cierto, debía ser
cierto. Y si sus demostraciones no eran suficientes o excedían este límite, la
Iglesia estaba maternalmente preparada para corregir sus aberraciones; y si era
necesario, con ayuda del brazo secular.

Nuestros ancestros estaban dotados de una crítica de la vida compacta y


completa. Se les había dicho cómo había comenzado el mundo y cómo terminaría;
aprendieron que la existencia material no era sino una mancha básica e
insignificante en la bella faz del mundo espiritual y que la naturaleza era, para todo
intento y propósito, el jardín del diablo: aprendieron que la tierra es el centro del
universo visible; y que el hombre es el centro de atracción de las cosas terrestres;
y más especialmente se les inculcaba que el curso de la naturaleza no tenía orden
prefijado, sino que podía ser; y lo era constantemente, alterado por la agencia de
innumerables seres espirituales, bueno y malos, de acuerdo con las obras y
oraciones del hombre. La suma y sustancia de la doctrina toda era producir
convicción de que la única cosa que valía la pena saber en este mundo era cómo
aseguramos un lugar mejor, que, bajo ciertas condiciones, la Iglesia prometía.

Nuestros ancestros tenían una viva creencia en esta teoría, y actuaban en


consecuencia respecto de la educación, como de cualquier otra materia. La cultura
significaba la satisfacción, según la manera de los santos de aquellos días; la
educación a ella era, por necesidad, teológica; y el camino a la teología era el
latín.

Que el estudio de la naturaleza –más allá de lo que era necesario para la


satisfacción de los deseos cotidianos– tuviera alguna importancia para la vida
humana estaba muy lejos de la mente de los hombres así educados. Ciertamente,
como la naturaleza había sido castigada por culpa del hombre, era conclusión que
aquellos que se metieran con la naturaleza entrarían en un muy cercano contacto
son Satán. Y sin cualquier investigador científico por nacimiento seguía sus
instintos, podía contar con adquirir la reputación, y acaso sufrir el sino de un
hechicero.

Si el mundo occidental se hubiera abandonado a sí mismo en aislamiento


chino, quién sabe cuánto tiempo hubieran seguido así las cosas. Pero, felizmente
no fue así. Aun antes del siglo XIII, el desarrollo de la civilización mora en España
y el gran movimiento de las cruzadas había introducido el germen que hasta hoy
no ha dejado de crecer. Al principio, a través de las traducciones árabes, después
con el estudio de los originales, las naciones occidentales de Europa entraron en
contacto con los criterios de los antiguos filósofos y poetas, y en su momento, con
toda la vasta literatura de la antigüedad.

Lo que hubiera de aspiración intelectual o capacidad dominante en Italia,


Francia, Alemania e Inglaterra, se gastó durante siglos en tomar posesión de la
rica herencia de las civilizaciones de Grecia y Roma. Maravillosamente ayudados
por la invención de la imprenta, el aprendizaje clásico se extendió y floreció.
Quienes lo poseían presumían de haber alcanzado la cultura más elevada de la
capacidad de la humanidad del entonces.

Y era cierto. Pues, fuera del solitario Dante, no había figura alguna en la
literatura del Renacimiento que se pudiera comparar con los hombres de la
antigüedad; no existía arte que compitiese con su escultura; no había ciencia física
sino lo que Grecia había creado. Sobre todo, no existía un mayor ejemplo de
perfecta libertad intelectual, que la aceptación de la razón como una guía única a
la verdad y árbitro supremo de la conducta.
El nuevo aprendizaje pronto ejerció una profunda influencia en la
educación. El lenguaje de los monjes y hombres de escuela era poco más que
balbuceos para los filólogos, recién leídos Virgilio y Cicerón, y el estudio del latín
se puso sobre un nuevo cimiento. Más aún, el latín cesó de ser la única llave del
conocimiento. El estudiante que buscaba el más elevado de los pensamientos de
la antigüedad hallaba en la literatura romana solo una reflexión de segunda mano,
y volvió su rostro hacia la luz total de los griegos. Y después de la batalla, no
totalmente distinta de la que se pelea en la actualidad por la enseñanza de la
ciencia física, el estudio del griego se reconoció como elemento esencial de toda
alta educación.

Así los humanistas, como eran llamados, salvaron el día; y la gran reforma
que efectuaron resultó un invaluable servicio para la humanidad. Pero la némesis
de todos los reformadores es la finalidad; y los reformadores de la educación,
como los de la religión, cayeron en el profundo aunque común error de confundir
el principio con el fin de una obra de reforma.

Los representantes de los humanistas en el siglo XIX afirman su postura de


la educación clásica como única avenida hacia la cultura tan firmemente como si
estuviéramos en el Renacimiento. Pero, qué duda cabe, las relaciones
intelectuales entre el mundo moderno y el antiguo son profundamente diferentes
de las que mantuvieron hace tres siglos. Sin tomar en cuenta la existencia de una
gran literatura característicamente moderna, de la pintura moderna, y
especialmente, de la música moderna, hay un rasgo del estado actual del mundo
civilizado que lo separa más ampliamente de Renacimiento de lo que el
Renacimiento estaba separado del Medioevo.

El carácter distintivo de nuestro tiempo está en el papel vasto y en el


incremento constante del conocimiento de la naturaleza. No sólo da forma a
nuestra vida diaria, no sólo la prosperidad de millones de hombres depende de él,
sino que nuestra teoría de la vida se ha visto influida, consciente o
inconscientemente, por las concepciones generales del universo que nos ha
inculcado la ciencia física.

De hecho, el conocimiento elemental de los resultados de la investigación


científica nos muestra que implica una muy amplia e impactante contradicción de
la opinión tan acreditada y enseñada en la Edad Media.

Las nociones del principio y fin del mundo que nos sostuvieron nuestros
ancestros ya no son creíbles. Es muy cierto que la tierra no es el principal cuerpo
del mundo material, y que el mundo no está subordinado al uso del hombre. Es
aún más cierto que la naturaleza es la expresión de un orden definido como el que
nada interfiere, y que el oficio principal de la humanidad es conocer ese orden y
gobernarse en consecuencia. Más aún, esta “crítica científica de la vida” se
presenta ante nosotros con credenciales diferentes de cualquier otra.

No apela a autoridad alguna, ni lo que haya pensado o dicho quien sea,


sino a la naturaleza. Admite que todas nuestras interpretaciones de los hechos de
la naturaleza son más o menos imperfectas y simbólicas e invitan al aprendiz a
buscar la verdad no entre palabras sino entre cosas. Nos advierte que la
afirmación que deja atrás la evidencia no es sólo torpeza sino crimen.

La educación puramente clásica, por la que abogan los representantes de


los humanistas en nuestros días, no da indicio alguno de esto. Un hombre puede
ser un mejor filólogo que Erasmo y no saber más de la causas principales de la
fermentación intelectual de hoy que lo supo Erasmo. Filólogos y religiosos,
merecedores de todo respeto, nos regalan alocuciones de la tristeza del
antagonismo de la ciencia con su medieval forma de pensar, alocuciones que
adelantan ignorancia de los principios de la investigación científica, incapacidad de
comprender lo que la veracidad quiere decir para el hombre de ciencia, e
inconsciencia del peso de las verdades científicas establecidas, y que casi son
divertidas.

No hay gran fuerza en el argumento del tu quoque, pues los abogados a la


educación científica podrían con bastante justicia decirles a los humanistas
modernos que son especialistas cultos, pero que no poseen un fundamento para
la crítica de la vida que merezca nombre de la cultura. Y, ciertamente, si tenemos
disposición a la crueldad podemos alegar que los humanistas se han ocasionado
tal reproche, no porque sean plenísimos del espíritu de los antiguos griegos, sino
porque carecen de él.

Suele llamarse el periodo del Renacimiento la “Resurrección de las Letras”,


como si las influencias llevadas entonces a la mente de la Europa occidental se
hubieran agotado en el campo de la Literatura. Creo que muy a menudo se olvida
que la resurrección de la ciencia, efectuada por idéntico agente, aunque menos
conspicuo, no fue de menos importancia. De hecho pocos y desperdigados de la
naturaleza recogieron la clave de sus secretos tal como lo había dejado la manos
griegas mil años atrás. Los cimientos de las matemáticas estaban tan bien
fundados que nuestros hijos aprenden geometría de un libro escrito para las
escuelas de Alejandría hace más de dos mil años. La astronomía moderna es la
continuación natural y el desarrollo del trabajo de Hiparco y Ptolomeo: La física
moderna, del de Demócrito y Arquímedes: paso mucho tiempo antes de que la
biología excediera el conocimiento que heredamos de Aristóteles, Teofrasto y
Galeno.

No podemos conocer todos los pensamientos mejores de los griegos si no


sabemos lo que pensaban de los fenómenos naturales. No podemos aprender en
su totalidad su crítica a la vida si no entendemos hasta qué punto esta crítica fue
afectada por las concepciones científicas. No podemos pretender ser los
herederos de su cultura, si no somos penetrados, como lo fueron sus mejores
mentes, de una fe inquebrantable en que el libre empleo de la razón, de acuerdo
con el método científico, es el único medio para acceder a la verdad.

Me atrevo entonces a pensar que las pretensiones de nuestros humanistas


a la posesión del monopolio de la cultura y a la herencia exclusiva del espíritu de
la antigüedad deben ser reducidas, si no es que abandonadas. Las capacidades
nativas de la humanidad no varían menos que sus oportunidades; y mientras la
cultura es una, el camino por el que un hombre puede alcanzarla es muy distinto
del que mejor le va a otro hombre. Mientras la educación científica es incipiente y
tentativa, la educación clásica está perfectamente bien organizada sobre la base
de la experiencia práctica de generaciones de maestros. Por lo que, dado amplio
tiempo al aprendizaje y destinación de la vida cotidiana, o a una carrera literaria,
no considero que un joven inglés en búsqueda de la cultura pueda hacer algo
mejor que seguir el curso que se suele marcársele, supliendo sus deficiencias con
sus propios esfuerzos.

Pero para quienes quieren convertir a la ciencia en su ocupación; para


quienes pretenden seguir la carrera médica o para quienes tienen que entrar muy
pronto al negocio de la vida; para todos ellos, en mi opinión la educación clásica
es un error; y por esta razón estoy gustoso de ver a la “educación e instrucción
meramente literarias” fuera del curriculum del colegio de Sir Josiah Mason, en
vista de que su inclusión probablemente nos llevaría a las ordinarias nociones del
latín y el griego.

Sin embargo, yo sería la última persona en cuestionar la importancia de


una genuina educación literaria, o en suponer que la cultura intelectual puede
estar completa sin él. Una educación exclusivamente científica nos traería una
torsión mental como la de la educación exclusivamente literaria. El valor del
cargamento compensaría el excesivo estibamiento del barco; y me apenaría
pensar que el Colegio Científico creara hombres incompletos.

No hay necesidad que suceda semejante catástrofe. Se imparte instrucción


en inglés, francés, alemán, y por tanto las tres grandes literaturas del mundo se
hacen accesibles al estudiante. El francés y sobre todo el alemán son
absolutamente indispensables para quienes desean completo conocimiento en
cualquier departamento de la ciencia. Pero aun suponiendo que el conocimiento
de estos lenguajes no sea más que suficiente para propósitos puramente
científicos, cada inglés tiene en su propia lengua un instrumento perfecto de
expresión; y dentro de su propia literatura, modelos de cada uno de los tipos de
excelencia literaria. Si un inglés no puede extraer cultura literaria de su Biblia, de
su Shakespeare, de su Milton: ni siquiera el más profundo estudio de Homero,
Sófocles, Virgilio y Horacio se la pueden dar.

Así, porque la constitución del Colegio da suficiente provisión de lo literario


y científico en la educación, y porque la instrucción artística también está
contemplada, me parece que se ofrece una cultura bien completa a todos aquellos
que están dispuestos a tomarla.

Pero estoy seguro de que, a estas alturas, el hombre “práctico”, vapuleado


pero no muerto, puede preguntar qué tiene que ver esta charla de la cultura con
una institución cuyo objetivo es “promover la prosperidad de las manufacturas e
industria del país”. Puede sugerir que lo que esta finalidad necesita no es la
cultura, ni siquiera la disciplina puramente científica, sino el simple conocimiento
de la ciencia aplicada.

Muchas veces he deseado que nunca hubieran inventado la frase “ciencia


aplicada”. Pues sugiere que hay una suerte de conocimiento científico de uso
práctico que puede ser estudiado aparte de otro conocimiento científico, que no
tiene uso práctico y que se llama “ciencia pura”. Pero no hay falacia más completa
que está. Lo que la gente llama ciencia aplicada no es sino la aplicación de la
ciencia pura a clases particulares de problemas. Consiste en deducciones de esos
principios generales, establecidas mediante la razón y la observación que
constituyen en la ciencia pura. Nadie puede hacer estas deducciones hasta que
conozca muy bien los principios; y sólo se puede obtener este dominio a través de
la experiencia personal en las operaciones de observación y razonamiento sobre
las que está fundado.

Casi todos los procesos empleados en las artes y manufacturas caen


dentro del rango de la física o de la química. Para mejorarlos, uno debe
entenderlos por completo, y nadie tiene la oportunidad de entenderlos realmente si
no ha tenido la maestría de los principios y el hábito de tratar con los hechos; y
esto lo da la continuada y bien dirigida educación puramente científica, dentro de
un laboratorio de física y química. En verdad no hay duda en cuanto a la
necesidad de una disciplina puramente científica, ni siquiera si el trabajo del
Colegio estuviere limitado por la más estrecha interpretación de sus metas.

Y, en cuanto a lo deseable que puede ser una cultura más amplia que la
entrega la ciencia, se debe entender que la mejora de los procesos de
manufactura es sólo una de las condiciones que contribuyen a la prosperidad de la
industria. La industria es un medio. No un fin; y la humanidad trabaja sólo para
conseguir algo que lo que desea. Lo que ese algo es depende por una parte de
sus deseos innatos y, por otra parte de sus deseos adquiridos.
Si la riqueza resultante de la próspera industria se gastara en la
gratificación de deseos sin valor, si la la creciente perfección del proceso de
manufactura fuera acompañado de la degradación de quienes la llevan a cabo, no
veo el bien de la industria ni la prosperidad.

Ahora resulta perfectamente verdadero que las opiniónes del hombre sobre
lo que es deseable dependen de su carácter; y que las proclividades innatas a las
que les damos ese nombre no están tocadas por instrucción alguna. Pero esto no
quiere decir que la educación meramente intelectual no pueda, hasta un punto
indefinido, modificar la manifestación práctica de los caracteres de los hombres en
sus acciones, si los provee de motivos desconocidos para los ignorantes. Un
carácter amante del placer lo tendrá de algún tipo; pero si le damos a escoger
puede preferir placeres que no lo degraden a aquellos que sí lo hagan. Y esta
lección se les ofrece a todos los hombres que poseen una cultura literaria o
artística una fuente infalible de placeres, que no merma la edad ni hecha a perder
la costumbre, ni se amargan en el recuerdo por las punzadas del reproche de sí
mismo.

Si la institución que hoy abre sus puertas cumple la intención de su


fundador, las inteligencias de todas las clases de la población del distrito pasarán
por ella. Cualquier niño de Birmingham, de aquí en adelante, si tiene la capacidad
de sacar provecho de las oportunidades que se le ofrecen, primero en la primaria y
otras escuelas y después en el Colegio Científico, puede obtener, no solamente la
instrucción, sino la cultura más apropiada para sus condiciones de vida.

Dentro de estas paredes, el futuro patrón y en futuro artesano pueden


convivir por un tiempo, y llevar a lo largo de su vida, la huella de las influencias
que aquí se les dieron. Por esto, no está de más recordarles que la prosperidad de
la industria no depende meramente de la mejora de los procesos de manufactura
ni del ennoblecimiento del carácter individual, sino de una tercera condición, léase,
un claro entendimiento de las condiciones de la vida social por parte tanto del
capitalista como del obrero, y de su acuerdo sobre los principio comunes de la
acción social. Deben comprender que los fenómenos sociales son una expresión
de la ley natural como cualquier otro; que ningún arreglo social puede ser
permanente o menos de que armonice con los requerimientos de la estática y
dinámica social; y que dentro de la naturaleza de las cosas hay un árbitro cuyas
decisiones se ejecutan por sí solas.

Pero este conocimiento solamente se obtiene con la aplicación de los


métodos que aplican las investigaciones físicas al estudio de los fenómenos
sociales. Confieso, pues, que me gustaría ver que se haga una adición al
excelente esquema de educación propuesto por el Colegio: la enseñanza de la
sociología. Pues aunque todos acordemos que las políticas de partido no deben
tener lugar en la instrucción del Colegio; y sin embargo, en este país,
prácticamente gobernado por el sufragio universal, cada hombre que cumple con
sus funciones debe ejercitar sus funciones políticas. Y, si el mal inseparable del
bien de la libertad política habrán de frenarse, si la perpetua oscilación de las
naciones entre anarquía y despotismo habrá de reemplazarse con la marcha
continua de la libertad autorrestrictiva, será porque los hombres gradualmente
lleguen a tratar cuestiones políticas cono ahora tratan cuestiones científicas; a
apenarse por apresuramiento indebido y prejuicio partidista en uno y otros casos;
y a creer que la maquinaria de la sociedad es casi tan delicada como la de la
máquina de hilar algodón, e igualmente difícil de mejorar con el entrometimiento
de quienes no se han tomado la molestia de dominar los principios de su acción.

Las matemáticas, bien vistas, poseen no sólo verdad sino


belleza suprema: una belleza fría y austera, como la de una
escultura, que no apela a ninguna parte de nuestra
naturaleza más débil, sin los adornos espléndidos de las
pinturas o de la música, mas sublimemente puras y capaces
de una perfección digna de la mayor de las artes. El
verdadero espíritu del goce, la exaltación. El sentido de ser
más que hombre, que es epítome de la mayor excelencia,
se encuentra tanto en la matemática como en la poesía. Lo
que es mejor dentro de las matemáticas merece no ser
aprendido meramente cual tarea, sino ser asimilado como
parte del diario pensar y refrescado una y otra vez en la
mente con renovadas ganas. La vida verdadera es, para la
mayoría de los hombres, un compromiso perpetuo entre el
ideal y lo posible; pero el mundo de la razón pura no conoce
compromisos, ni límites prácticos, ni barreras a la actividad
creativa que da forma de espléndidos edificios a la
aspiración apasionada de lo perfecto que brota en cada
obra grande. Lejano de las pasiones humanas, lejano de los
tristes hechos de la naturaleza, las generaciones han
creado y ordenado un cosmos donde el pensamiento puro
puede habitar como dentro de su hogar natural y donde por
lo menos uno de nuestros impulsos más nobles puede
escapar del terrible exilio del mundo real.

Bertand Russell
Misticismo y lógica

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 97 – 114.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 10 ) ALFRED NORTH WHITEHEAD

P
rincipia Mathematica, uno de los primeros clásicos de la lógica simbólica,
fue el resultado diez años de colaboración cercana. Los autores: Alfred
North Whitehead (1861-1974), catedrático de matemáticas en Cambridge,
y su antiguo alumno Bertrand Russell. En los decenios siguientes, estos
dos hombres continuaron siendo grandísimos amigos, pero sus opiniones
filosóficas variaron enormemente. Russell fue alérgico a la metafísica, Whitehead,
tras de convertirse en profesor de filosofía en Harvard, pasó a construir un vasto
edificio del pensamiento que incluía conceptos tradicionales como el de Dios, el
libre albedrío e incluso una especie de inmortalidad.

Suelen olvidar los empiricistas a quienes choca la metafísica final de


Whitehead que él nunca consideró que esas opiniones fueran a priori en el sentido
clásico del termino son sólo generalizaciones tentativas a partir de la experiencia.
Eran lo que él llamaba ”aventuras de ideas”, y estaban para ser descartadas o
alteradas si no servían. Desafortunadamente, su utilidad no es asunto en que
otros filósofos coincidan. Para los idealistas y los teólogos del protestantismo que
simpatizan con su visión central, las ideas de Whitehead son tan profundas y
excitantes como son extrañas y sin sentido para Russell y los empiristas lógicos.

El texto que hemos seleccionado es un capítulo de uno de los libros más


legibles de Whitehead, La ciencia y el mundo moderno. Tanto se ha escrito del
conflicto entre ciencia y religión que sería un desatino esperar aquí un método
novedoso de reconciliación. Pero, aunque su tesis sea una perogrullada,
Whitehead la defiende con tal frescura y sabor que resulta muy persuasiva.”Una
colisión de doctrinas no es un desastre: es una oportunidad”.
( 10 ) Religión y ciencia

Alfred North Whitehead

LA DIFICULTAD DE APROXIMARSE a las relaciones entre ciencia y


religión es que su elucidación requiere que tengamos en la mente una idea muy
clara de qué queremos decir con los términos “ciencia” y “religión”. También
quisiera hablar de la forma más general posible y dejar atrás cualquier
comparación de credos particulares, científicos o religiosos. Debemos saber que
tipo de conexión existe entre las dos esferas, y luego llegar a conclusiones
precisas respecto de la situación que enfrenta el mundo actualmente.

El conflicto entre religión y ciencia llega naturalmente a nuestra mente


cuando pensamos en el asunto. Pareciera que, en el último medio siglo, los
resultados de la ciencia y las creencias religiosas han entrado en franco
desacuerdo, del cual no puede haber escape, excepto el de abandonar a la clara
enseñanza de la religión. Esta conclusión ha sido urgida por polemistas de ambos
bandos. No por todos, naturalmente, pero sí por esos intelectos agudos que salen
a cualquier controversia.

La inquietud de las mentes sensibles, y el ansia de verdad, y el sentido de


importancia del asunto, llaman a la más sincera simpatía. Cuando consideramos lo
que la religión es para la humanidad, y lo que la ciencia es, no es exagerado decir
que el curso futuro de la historia depende de qué decida esta generación respecto
de las relaciones entre ellas. Estas son las más poderosas fuerzas generales
(aparte del mero impulso de los sentidos) que influyen en el hombre, y al parecer
están una contra la otra: la fuerza de nuestras intuiciones religiosas, y la fuerza de
nuestro impulso de observación exacta y de deducción lógica.

Un gran estadista inglés aconsejó alguna vez a sus compatriotas usar


mapas a gran escala como preservativos contra alarmas, pánicos y
desavenencias en general entre las naciones. De idéntica forma, cuando tratamos
la colisión entre elementos permanentes de la naturaleza humana, es bueno poner
nuestra historia en mapas a gran escala, y apartar a nuestras personas de la
inmediata absorción en conflictos actuales. Si hacemos esto cubrimos al instante
dos grandes hechos. En primer lugar, el conflicto entre la ciencia y la religión ha
existido siempre; y en segundo lugar, ciencia y religión han estado siempre en
desarrollo continuo. Los cristianos de los primeros tiempos creían que el mundo
iba a terminarse en el transcurso de sus vidas. Sólo podemos hacer inferencias
indirectas de qué tanto fue esta creencia proclamada autorizadamente, pero cabe
la certeza de que estaba muy extendida y que formaba parte importante de la
doctrina religiosa popular. La creencia demostró ser errónea, y la doctrina cristiana
se adaptó a ese hecho. También en los principios de la Iglesia ciertos teólogos
dedujeron de la Biblia, con mucha confianza, opiniones respecto de la naturaleza
del mundo físico. En el año 535 un monje de nombre Cosmas escribió un libro; lo
tituló Topografía cristiana. Había viajado mucho aquel hombre, había ido a la India
y a Etiopía; al final vivió en un monasterio de Alejandría, que por entonces era un
gran centro de cultura. En su libro, sobre la base del significado directo de la
Biblia, como él la entendía literalmente, negó la existencia de las antípodas y
aseguró que el mundo era un paralelogramo plano cuya longitud era el doble de
su latitud.

En el siglo XVII la doctrina del movimiento de la tierra fue condenada por un


tribunal católico. Hace cien años la extensión de tiempo que manda la geología
inquietó a protestantes y católicos. Hoy la teoría de la evolución es igualmente una
piedra de tropiezo. Éstas son tan sólo algunas de las instancias que ilustran un
hecho general.
Pero todas nuestras ideas estarán en la perspectiva equivocada si creemos
que esta perplejidad recurrente ha estado confinada a contradicciones ente ciencia
y religión, y que en estas controversias la religión estaba siempre errada y la
ciencia siempre correcta. La realidad del caso es mucho más compleja, y se
rehúsa a ser resumida en términos tan simples.

La teología misma muestra exactamente el mismo carácter de desarrollo


gradual, que proviene de un aspecto conflictivo entre sus propias ideas. Este
hecho es un lugar común para lo teólogos, pero a veces se ve obscurecido por la
tensión de la controversia. No quiero exagerar mi caso; por tanto me limitaré a mis
escritores católicos romanos. En el siglo XVII un jesuita muy culto, el padre
Petavio, mostró que los teólogos de los primeros tres siglos de la cristiandad
usaban frases y enunciados que desde el siglo V iban a considerarse heréticas.
También el cardenal Newman dedicó un tratado a la discusión del desarrollo de la
doctrina. Lo escribió antes de convertirse en un gran clérigo católico romano, pero
nunca se retractó de él.

La ciencia cambia todavía más que la teología. Ningún hombre de ciencia


suscribiría sin reservas la creencia de Galileo, o las creencias de Newton, o sus
propias creencias científicas de hace diez años.

En ambas regiones del pensamiento se han hecho adiciones, distinciones y


modificaciones. De esa forma, aunque hoy se declare el mismo enunciado de
hace mil o mil quinientos años, se le imponen limitaciones o se extiende su
significado. Los lógicos no dicen que una proposición debe ser verdadera o falsa,
que no hay punto medio. Pero en la práctica podemos saber que una proposición
expresa una verdad importante, aunque esté sujeta a limitaciones y reservas hoy
incógnitas. Es rasgo general de nuestro conocimiento que estemos conscientes de
la verdad importante; sin embargo, la únicas formulaciones que podemos hacer de
estas verdades presuponen un punto de vista general que acaso deba
modificarse. Daré dos ilustraciones, ambas científicas: Galileo dijo que la tierra se
mueve y que el sol está fijo; la Inquisición dijo que el sol se mueve y la tierra esta
fija; los astrónomos newtonianos dijeron que la tierra se mueve y que el sol se
mueve. Ahora decimos que cualquiera de esos tres enunciados es cierto, si se ha
decidido qué significa “movimiento” y qué “reposo”. En días de la controversia
entre Galileo y la Inquisición, el enunciado galileico era, sin lugar a duda su
procedimiento fructífero en nombre de la investigación científica. Mas en sí mismo
no era más cierto que el de la Inquisición, porque el moderno concepto de
movimiento relativo no habitaba la mente de nadie, de tal forma que esos
enunciados se formularon en la ignorancia de lo que se requería para hacerlos
más perfectos. Y sin embargo esta cuestión del movimiento de la tierra y del sol
expresa un hecho real del universo, y ambos lados tenían una verdad importante
consigo.

Daré otro ejemplo, tomado del estado de la ciencia física moderna. Desde
los tiempos de Newton y Huyghens, en el siglo XVII, ha habido dos teorías
respecto de al naturaleza física de la luz. La de Newton sostenía que la luz
consiste en un flujo de partículas diminutas, o corpúsculos, y que nuestra
sensación de la luz se da cuando esas partículas golpean nuestras retinas. La
teoría de Huyghens era que la luz consiste en ondas diminutas que recorren un
éter que está en todas partes, y que estas ondas viajan a lo largo de un rayo de
luz. Las dos teorías se contradicen. El siglo XVII creyó en la de Newton; en el
siglo XIX en la de Huyghens. Hoy existe un grupo numeroso de fenómenos que
sólo pueden explicarse con la teoría de las ondas, y otro que sólo puede
explicarse con la teoría de los crepúsculos. Los científicos tienen que conformarse,
y esperar que en el futuro se obtenga una visión más amplia que las reconcilie.
Habremos de aplicar estos mismos principios a cuestiones en que hay
variedad entre ciencia y religión. No creeremos en nada no certificado por razones
sólidas basadas en la investigación crítica, ya sea nuestra o de autoridades
competentes. Mas, asumido que hemos tomado esta precaución, la colisión entre
ambas, en algún punto no habrá de llevarnos a abandonar doctrinas de las que
tenemos evidencia sólida. Puede ser que estemos más interesados en un grupo
de doctrinas que en otro, pero si tenemos algo de sentido de la perspectiva y de la
historia del pensamiento, esperaremos y nos abstendremos del mutuo anatema.

Aguardaremos, pero no pasivamente, ni con desesperación. Ese choque es


signo de que existen verdades más amplias y más finas perspectivas en las que
hallaremos la reconciliación entre una religión más profunda y una ciencia más
sutil.

En un sentido, entonces, el conflicto entre ciencia y religión es materia


ligera que ha sido indebidamente enfatizado. Una simple contradicción lógica en sí
misma no puede apuntar más que a la necesidad de algunos ajustes, acaso de
carácter menor en ambos lados. No olvidemos los muy diferentes aspectos de
eventos que tratan la ciencia y la religión. A la ciencia le conciernen las
condiciones generales observadas para regular los fenómenos físicos, en tanto
que la religión está envuelta por entero en valores morales y estéticos. De un lado
está la ley de al gravedad, del otro la contemplación de la belleza en la santidad.
Lo que un lado ve al otro se le escapa y viceversa.

Considérese, por ejemplo, la vida de John Wesley y la de San Francisco de


Asís. Para la ciencia física se tiene en estas vidas apenas ordinarios ejemplos de
la operación de los principios de la química fisiológica, y de la dinámica de las
reacciones nerviosas; para la religión se tiene vidas significantísimas en la historia
del mundo. ¿Puede sorprender que, en ausencia de enunciados perfectos y
completos de los principios de la ciencia y la religión que se aplica a estos casos
específicos, las relaciones de estas vidas desde esos divergentes puntos de vista
impliquen discrepancia? Sería un milagro que no.

Y sería erróneo pensar que no debemos ocuparnos del conflicto entre la


ciencia y la religión. En una era intelectual no puede haber algún interés activo que
deje de lado toda esperanza de una visión de armonía en la verdad. Aceptar la
discrepancia es destruir el candor de la limpieza moral. El intelecto que se respeta
debe desenmarañar cuanto pueda cualquier pensamiento. Si se detiene ese
impulso no se obtiene ni religión ni ciencia de la meditación despierta. La pregunta
importante es ¿con qué espíritu enfrentaremos la cuestión? De allí podemos llegar
a algo absolutamente vital.

Una colisión de doctrinas no es un desastre, es una oportunidad. Explicaré


lo que quiero decir con algunas ilustraciones científicas. El peso de un átomo de
nitrógeno era bien conocido. También era una doctrina científica establecida que
el peso promedio de esos átomos de cualquier masa que se considerara sería
siempre el mismo. Dos experimentadores, Lord Rayleigh y Sir William Ramsay,
hallaron que si obtenían nitrógeno con dos métodos diferentes, cada uno
igualmente efectivo para ese propósito, siempre había una ligera diferencia entre
los pesos promedio de los átomos. Ahora yo pregunto: ¿habría sido razonable de
parte de estos hombres desesperar ante este conflicto en la teoría química y la
observación científica? Supongamos que por alguna razón la doctrina química
fuera apreciada en algún lado de forma en que en ella estuvieran los fundamentos
de su orden social: ¿habría sido sabio, habría sido cándido, habría sido moral
prohibir la revelación de los resultados discordantes de esos experimentos? O, por
otro lado, ¿habrían Sir William Ramsay y Lord Rayleigh de proclamar que la teoría
química era ya una declarada alucinación? Es fácil ver que ninguno de los dos
métodos habría sido totalmente erróneo para encarar el problema. Lo que hicieron
Rayleigh y Ramsay fue esto: percibieron inmediatamente que habían hallado una
línea de investigación que iba a revelar alguna sutileza de la teoría química que
hasta entonces había eludido toda observación. La discrepancia no fue un
desastre: fue una oportunidad de incrementar el alcance del conocimiento
químico. Todos ustedes conocen el final de la historia: se descubrió el argón, un
nuevo elemento químico que se había escabullido, mezclado con el nitrógeno. Y la
historia tiene una secuela que informa mi segunda ilustración. Este descubrimiento
atrajo la atención a la importancia de observar con precisión las diminutas
diferencias en las substancias químicas cuando se obtiene por distintos métodos.
Se iniciaron investigaciones de precisión mucho más cuidadosa. Finalmente otro
físico, F.W. Aston, en el Laboratorio Cavendish de Cambridge, descubrió que un
mismo elemento puede asumir diversas formas, llamadas isotopos, y que la ley de
la constancia del peso atómico promedio se mantiene para cada una de esas
formas, pero que en los isotopos varía ligeramente. La investigación ha dado un
paso muy grande dentro de la teoría química, mucho más trascendente que el
descubrimiento del argón, de la cual se originó. La moraleja de estas historias es
bien clara, y les dejaré a ustedes que la apliquen a la ciencia y religión.

En la lógica formal una contradicción es señal de engaño: pero en la


evolución del conocimiento real marca el primer paso de un progreso hacia
la victoria. Ésta es una estupenda razón para la máxima tolerancia de opiniones
diversas. El deber de la tolerancia fue resumido para siempre en estas palabras:
Crezcan juntos hasta la cosecha. La incapacidad de los cristianos de actuar según
este precepto, de gran autoridad, es una de las curiosidades en la historia de la
religión. Mas no hemos agotado la discusión del temperamento moral que la
búsqueda de la verdad requiere. Hay atajos que sólo levan al éxito ilusorio. Si uno
está conforme con no advertir la mitad de la evidencia es bastante fácil encontrar
una teoría, lógicamente armoniosa y con importantes aplicaciones en la religión de
la que nos ocupemos. Todas las eras producen gente de intelecto claro y lógico, y
con gran comprensión de la importancia de alguna esfera de la experiencia
humana, que han elaborado o heredado un esquema de pensamiento que
embona perfectamente con esas experiencias que reclaman su interés. Esas
personas están bien dispuestas a ignorar o descartar toda evidencia que confunda
su esquema con proposiciones contradictorias: lo que no embona para ellos no
tiene sentido. La determinación inquebrantable de tomar en cuenta toda la
evidencia es el único método para preservarse de los fluctuantes extremos de la
opinión que sigue modas. Este consejo parece muy fácil de seguir, pero en la
realidad es muy difícil.

Una de las razones de esta dificultad es que no podemos pensar primero y


actuar después. Desde el momento del nacimiento estamos inmersos en la acción,
y sólo podemos guiarla bien si pensamos. Tenemos, por tanto, adoptar en varias
esferas de la experiencia las ideas que al parecer funcionan dentro de esas
esferas. Es por completo necesario confiar en ideas que generalmente son
adecuadas, aunque sepamos que hay sutilezas y diferencias fuera de nuestro
conocimiento. También, aparte de las necesidades de la acción, nos es imposible
incluso tener en mente la evidencia eterna excepto bajo la forma de armonías que
están incompletamente armonizadas. No podemos pensar en términos de
multiplicidad indefinida de detalles; nuestra evidencia puede sólo adquirir su
importancia propia si viene ordenada en ideas generales. Ideas que heredamos:
forman la tradición de nuestra civilización. Esas ideas tradicionales nunca son
estáticas. O bien se disuelven en fórmulas sin sentido, o ganan poder por la nueva
luz que les arroja una aprehensión más delicada. Son transformadas por el
impulso de la razón crítica, por la evidencia vívida de la experiencia emocional y
por las frías certidumbres de la percepción científica. Una cosa es cierta: no se
pueden quedar quietas. Ninguna generación puede meramente reproducir a sus
antecesores. Se puede preservar la vida en un torrente de formas o preservar las
formas en el eclipse de la vida, mas no puede encerrar toda la vida en el mismo
molde para siempre.
El estado actual de la religión en las razas europeas ilustra los enunciados
que he venido formulando. Los fenómenos están mezclados. Ha habido
reacciones y resurrecciones. Pero a través de los siglos, en general, la religión ha
perdido influencia en la civilización europea. Cada resurrección alcanza un pico
menor que la anterior, cada decaimiento una más honda profundidad. La cuerva
indica una caída constante de la religión; ésta tiende a degenerar en una fórmula
decente con la cual llevar una vida tranquila. Un movimiento de esta magnitud
resulta de la convergencia de varias causas. Quisiera sugerir dos que entran en la
incumbencia de este capítulo.

En primer lugar durante dos siglos la religión ha estado a la defensiva y esa


defensiva ha sido débil. En ese periodo ha habido progresos intelectuales sin
precedentes. Se ha producido una serie de situaciones nuevas para el
pensamiento. Cada una de esas ocasiones ha tomado por sorpresa a los
pensadores religiosos. Algo que ha sido proclamado vital, ha sido fundido y, tras
luchas, tensiones y anatemas, finalmente interpretado de otra forma. Cada
siguiente generación de apologistas religiosos congratula al mundo de la religión
con el más profundo conocimiento que ha ido alcanzándose. El resultado de la
repetición continua de este tratamiento ha destruido casi por completo la autoridad
intelectual de los pensadores religiosos. Considérese este contraste: que Darwin y
Einstein proclamen teorías que modifiquen nuestras ideas es un triunfo para la
ciencia. No andamos diciendo por ahí que es otra derrota para la ciencia sólo
porque sus antiguas ideas han sido abandonadas. Sabemos que se ha dado un
paso más en el conocimiento científico.

La religión no recuperará su antiguo poder a menos que enfrente su cambio


con el espíritu de la ciencia. Sus principios pueden ser eternos, pero la expresión
de esos principios requiere de desarrollo continuo. Esta evolución de la religión es
principalmente una ruptura con sus propias ideas, por las nociones adventicias
que han llegado a ella por la propia expresión de sus ideas en términos de la
imagen del mundo que se mantuvo en eras anteriores. Esa liberación de los lazos
de la ciencia imperfecta es muy buena. Enfatiza su mensaje genuino. Lo que hay
que tener en mente es que, en general, el avance de la ciencia mostrará que
ciertas proposiciones de las diferentes creencias religiosas requieren algunas
modificaciones. Acaso deban ser expandidas o explicadas, acaso incluso
renunciarse. Si la religión es una acertada expresión de la verdad, esta
modificación mostrará más adecuadamente el punto exacto que tenía importancia.
Este progreso es un triunfo. En tanto la religión tenga algún contacto con los
hechos físicos, es de esperarse que el punto de vista de esos hechos ha de
modificarse continuamente, al tiempo que avanza el conocimiento científico. El
progreso de la ciencia debe dar por resultado la incesante codificación del
pensamiento religioso, para el avance de la religión.

Las controversias religiosas de los siglos XVI y XVII dejaron a los teólogos
en un estado menos afortunado. Todo el tiempo estaban atacando y defendiendo.
Se imaginaban a sí mismos como los guardias de su fuerte rodeado por fuerzas
hostiles. Esas imágenes expresan medias verdades. Por eso son tan populares.
Pero son también peligrosas. Estas imágenes en general crearon un espíritu
belicoso que en realidad sugiere una falta de fe. No se atrevían a hacer
modificaciones, porque rehuían la tarea de liberar su mensaje espiritual de las
asociaciones de esa imaginería.

Permítaseme explicarme con un ejemplo. En la alta Edad Media el Paraíso


estaba en los cielos y el Infierno bajo la tierra. No afirmo que estas creencias
llegaran a las formulaciones oficiales, pero sí a la comprensión popular de las
doctrinas del Paraíso y el Infierno. Estas nociones era todo lo que el mundo creía
que implicaba la doctrina del estado futuro. Llegaron a las explicaciones de
exponentes con influencia de las creencias cristianas. Por ejemplo, están en los
Diálogos del papa Gregorio el Grande, hombre cuya alta posición oficial sólo era
sobrepasada por sus servicios a la humanidad. No estoy diciendo qué debemos
creer del estado futuro. Pero sea cual sea la doctrina correcta, en este caso la
colisión de ciencia y religión, que ha relegado a la tierra a planeta de segunda
pegado a un sol de segunda, ha sido de gran beneficio para la espiritualidad de la
religión.

Otra forma de mirar este asunto de la evolución del pensamiento religioso


es notar que cualquier forma verbal de un enunciado que ha estado durante un
tiempo ante el mundo revela ambigüedad; y que a veces esas ambigüedades
llegan al mismo corazón del significado. El sentido efectivo en que una doctrina ha
sido mantenida en el pasado no puede determinarse por el mero análisis lógico de
enunciados verbales. Hay que tomar en cuenta toda la relación de la naturaleza
humana al esquema del pensamiento. Estas reacciones tienen un carácter
misceláneo, que incluye elementos emocionales de naturalezas menores. Aquí la
crítica impersonal de la ciencia y la filosofía entran en ayuda de la evolución
religiosa. Puede darse un ejemplo tras otro de esta fuerza del desarrollo. Por
ejemplo, las dificultades lógicas inherentes a la doctrina de la limpieza moral de la
naturaleza humana mediante el poder de la religión dividieron a la cristiandad en
días de Pelayo y Agustino - es decir, a principios del siglo V - ecos de esas
controversias han llegado a la teología de hoy.

Hasta aquí mi punto de vista ha sido éste: la religión es la expresión de un


tipo fundamental de experiencias de la humanidad; que el pensamiento religioso
se desarrolla hacia una expresión más precisa, libre de imaginería adventicia; que
la interacción de religión y ciencia es un factor grande para ese desarrollo.

Arribo ahora a mi segunda causa. Ésta implica que debemos saber qué
queremos decir con religión. Las Iglesias, en sus respuestas a esta pregunta, han
dejado ver aspectos de la religión expresados en términos a la medida de las
reacciones emocionales de tiempos idos o dirigidos a excitar intereses
emocionales modernos de carácter no religioso. Lo que quiero decir con lo primero
es que el llamamiento religioso está dirigido en parte a excitar el miedo instintivo a
la ira de un tirano que llevaban dentro de sí las infelices poblaciones de los
arbitrarios eventos del mundo antiguo, y en particular a ese tirano todopoderoso y
arbitrario que estaba tras las fuerzas de la naturaleza. Este llamamiento ha ido
perdiendo fuerza, porque la ciencia moderna y las modernas condiciones de vida
nos han enseñado a enfrentar momentos de aprehensión con el análisis crítico de
sus causas y condiciones. La religión es la reacción de la naturaleza humana a su
búsqueda de Dios. Presentar a Dios bajo la forma del poder despierta cada
instinto moderno de crítica. Esto es fatal; pues la religión se colapsa a menos que
sus posiciones principales obtengan asentimiento inmediato. A este respecto, la
fraseología antigua varía de la psicología moderna. Este cambio en la psicología
se debe principalmente a la ciencia, y es una de las formas principales en que el
avance científico ha debilitado la convicción de las formas religiosas de expresión.

El motivo no religioso que ha llegado al pensamiento religioso moderno es


el deseo de una organización cómoda de la sociedad moderna. La religión ha sido
valiosa para el ordenamiento de la vida. Sus demandas han actuado sobre la base
de sancionar las malas conductas. El propósito de buena conducta degenera
rápido en la formación de relaciones sociales placenteras. Esto es una
degradación sutil de ideas religiosas, que proviene de su purificación gradual bajo
la influencia de intuiciones éticas más agudas. La conducta es un producto lateral
de la religión; inevitable, pero nunca principal. Todos los grandes maestros
religiosos se han opuesto a que se presente a la religión como mera preceptora de
reglas de conducta. San Pablo denunció la Ley, y los puritanos divinos hablaron de
los sucios harapos de la rectitud. Por sobre todas las cosas, la vida religiosa no es
una búsqueda de la comodidad.
Habré de enunciar ahora lo que considero el carácter esencial del espíritu
religioso. La religión es algo que está más allá, detrás, y dentro del torrente de las
cosas inmediatas; algo que es real, pero que espera hacerse realidad; algo que es
una remota posibilidad, pero también el más grande de los hechos presentes; algo
que da sentido a todo lo que pasa, pro que no puede aprehenderse; algo cuya
posesión es el bien final, pero que está más allá de nuestro alcance; algo que es
el ideal máximo y también la búsqueda sin esperanza.

La reacción inmediata de la naturaleza humana a la visión religiosa es el


culto. La religión ha emergido a la experiencia humana mezclada con las
imaginaciones más crudas de la mente bárbara. Gradual, lenta, firmemente, en la
historia la visión ha tenido formas más nobles y expresiones más claras. Es el
elemento que más persistentemente tiene nuevas tendencias. Y cuando nueva su
fuerza, regresa con más riqueza y más pureza en su contenido. En la realidad de
la visión religiosa, y su historia en constante expansión, basamos nuestro
optimismo. Fuera de ahí, la vida humana es un rayo de gozo ocasional que
alumbra una masa de dolor y de miseria, una bagatela de experiencias pasajeras.

La visión nada pide sino culto; y el culto es una rendición a esa exigencia,
urgida por la fuerza del amor mutuo. La visión nunca regula de más. Siempre está
allí, y tiene el poder del amor cuyo único propósito es la armonía eterna. El orden
que encontramos en ala naturaleza nunca es una fuerza: se presenta como el solo
ajuste armonioso complejamente detallado. El mal es la brutal fuerza de propósito
fragmentario, que ignora la visión eterna. El mal impone demasiadas reglas, es
doloroso y retarda. El poder de Dios es el culto que Él inspira. La religión que es
fuerte encamina su ritual y su pensamiento a aprehender la visión dominante. El
culto de Dios no es una regla de seguridad: es una aventura del espíritu, un vuelo
tras lo inobtenible. La muerte de la religión viene con la represión de la gran
esperanza de aventura.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 115 – 128.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 11 ) JHON BURROUGHS

Del clásico ensayo “Literatura y ciencia” de Mathew Arnold a los iracundos libros
de Robert Hutchins ha habido muchas réplicas altisonantes al punto de vista de
Huxley en el ensayo previo. Por lo regular, estas contestaciones provienen de
hombres con antecedentes exclusivamente literarios. El lector percibe una secreta
molestia hacia la ciencia o un interés metafísico que vuelve difícil su empatía. El
ensayo que sigue está felizmente libre de estos defectos. Le pueden faltar las citas
en griego de un Arnold y el humor impúdico de Hutchins, pero logra su cometido
con el estilo relajado y gentil tan característico de su autor.

John Burroughs (1837-1921) es poco leído en la actualidad, aunque como


escritor de la naturaleza no tiene par en la literatura norteamericana. Es verdad
que no hizo ninguna contribución original a la historia natural pero fue un agudo
observador, más confiable, digamos, que Thoreau, que escribió, en Walden, que
alguna vez “estuvo parado en la punta misma de un arco iris”: “¿Por qué no buscó
la vasija de oro?” pregunta Burroughs, regañando a Thoreau por éste y otros
ridículos científicos.

Como Thoreau, Burroughs amaba la vida sencilla, cercana a los elementos,


ver el fuego que le daba calor o, mejor aún, como explicó en una ocasión, una vida
en que él pudiera cortar madera que alimentara el fuego que le daba calor. A
diferencia de Thoreau, no prefería a la compañía, de las ardillas sino de los
humanos. Tal vez esta reverencia a la vida, incluida la vida humana, explica la
admiración apasionada de Burroughs a la poesía de su buen amigo Walt Whitman
(su primer libro fue una apreciación del propio Whitman) y la calidez de espíritu
que uno siente en toda su escritura.
( 11 ) Ciencia y literatura

JHON BURROUGHS

INTERESADO COMO ESTOY en todas la ramas de la ciencia natural y tan grande


como lo es mi deuda con todas estas cosas, supongo, sin embargo, que mi interés
en la naturaleza no es estrictamente científico. Es raro que vaya al museo de
historia natural sin sentir que asisto a un funeral. Ahí yacen los pájaros y animales
tiesos y rígidos, o peor, parados en una burla fantasmal de la vida, y la gente se
pasa de largo y los mira a través del vidrio con la misma curiosidad fría e
improductiva con que miran la cara del vecino muerto en su ataúd. Los peces en el
agua, los pájaros en los árboles, los animales en el campo o en el bosque, ¡qué
distinta impresión nos dan!

Para la humanidad la noción de la naturaleza adquirida a través de las


ciencias naturales tiene gran parte del carácter funeral que tienen los
especímenes en un museo. Es la naturaleza muerta y disecada, como una
colección de curiosidades cuidadosamente etiquetadas y clasificadas. “Cada
criatura extraída de su natural contexto”, dice Goethe, “y traída a una extraña
compañía, nos da una impresión poco placentera, que desaparece solo por el
hábito.” ¿Por qué el cazador, el que pone trampas, el viajero, el granjero, o hasta
el estudiante, nos pueden hablar más de lo que queremos saber de un pájaro, una
flor, un animal, que un profesor orgulloso de su nomenclatura? Porque ellos nos
permiten mirar a la criatura viva en tanto a su relación con otras, con la naturaleza,
con el corazón humano; mientras el profesor nos la muestra relacionada con un
sistema artificial del conocimiento humano. “El mundo es demasiado para
nosotros”, aseguraba Wordsworth, y sostenía que nuestra ciencia y civilización
nos habían “desentonado” de la naturaleza.

¡Gran Dios!, prefería ser


un pagano inmerso en gastado cerdo;
y pueda yo, parado en esta dulce llanura,
tener visiones que me abatan menos,
mirar a Proteo elevándose del mar,
o escuchar a Tritón sonar su corneta enroscada.

Para la mente científica semejante lenguaje es simplemente una tontería, como


los son esas otras líneas del bardo de Grasmere, en que su poeta vive:

Conforme si se regocija
En Las cosas que otros entienden.

El gozo es menos un fin de la ciencia que de la literatura. Poco valor tiene un


poema o cualquier otro trabajo de la imaginación que no pueda darnos felicidad de
espíritu, pero de un trabajo científico esperamos la satisfacción que proviene de
los grandes bagajes de conocimiento exacto.

Aun así podemos preguntarnos si hay fundamento para la falta de confianza


con la que la ciencia y la literatura se consideran una a otra. Que tal falta de
confianza existe es evidente. El profesor Huxley tienta a los poetas con
“maulliditos sensuales” y los poetas hacen lo propio con un amplio materialismo.

La ciencia se dice democrática, sus metas y métodos van al parejo del gran
movimiento moderno; mientras la literatura se supone aristocrática en espíritu y
tendencias. La literatura es para pocos, la ciencia para muchos. De ahí su
oposición.
La ciencia funda escuelas y colegios de los cuales se excluye el estudio de
la literatura; y protesta por las posiciones ocupadas por los clásicos dentro del
curriculum de más viejas instituciones. Como una reacción en contra de la extrema
parcialidad de los estudios clásicos, el estudio de nombres en lugar de cosas,
como ha sido demostrado por largo tiempo en nuestro sistema educacional, este
nuevo grito es total y es bueno; pero hasta el punto en que implica que la ciencia
es capaz de ocupar el lugar de las grandes literaturas como un instrumento de alta
cultura, es una malicia y una mentira.

Acerca del valor intrínseco de la ciencia, su valor como un factor de nuestra


civilización, sólo puede haber una opinión; pero acerca de su valor para el
estudioso, el pensador, el hombre de letras, hay lugar para opiniones divergentes.
Es cierto que las grandes eras del mundo no ha sido eras de ciencias exactas; y
que las grandes literaturas, en las que tanto poder y vitalidad de la raza se ha
guardado, han brotado de las mentes que tienen opiniones correctas del universo
físico. De hecho, si el crecimiento y la madurez de la estatura moral e intelectual
del hombre fuesen una cuestión de aplicaciones o conveniencias materiales o de
bagajes acumulados de conocimiento exacto, el mundo de hoy debería ser capaz
de mostrar logros más eminentes dentro de todas las áreas de la actividad
humana que nunca antes. Pero esto no puede suceder. Shakespeare escribió sus
obras para personas que creían en las brujas, y acaso él mismo creía en ellas; el
inmortal poema de Dante no podría haber sido producido en una era científica.
¿Es posible que las escrituras hebreas fueran más valiosas para la raza o su
influencia más profunda si hubiesen sido inspiradas por visiones correctas de la
ciencia física?

No es mi propósito escribir una diatriba en contra de las ciencias físicas. Me


sería igual que abusar del diccionario. Pero como el diccionario difícilmente puede
ser considerado un fin en sí mismo, yo indicaría que el valor final de la ciencia
física es su capacidad para crearnos ideas nobles, y darnos nuevas y mayores
visiones de las verdades morales y espirituales. El punto en que pueda ser capaz
de esto mide su valor en el espíritu: mide su valor para el educador.

Las grandes ciencias pueden hacer esto, son capaces de volverse


instrumentos de cultura pura, que refinan y espiritualizan la totalidad de la
naturaleza moral e intelectual; en ello no hay duda; pero no pueden usurpar el
lugar de las humanidades o de la literatura en general: eso es una noción
equivoca que parece ganar terreno en estos tiempos.

¿Puede haber alguna duda de que el contacto con un gran personaje, una
gran alma, a través de la literatura, supera el valor educacional, en tanto estímulo
moral y espiritual, que reporta el contacto con cualquier forma o ley de la
naturaleza física a través de las ciencias? ¿No existe acaso en el estudio de las
grandes literaturas del mundo algo que abre la mente, inspira nobles sentimientos
e ideales, cultiva y desarrolla las intuiciones; toca y marca el carácter, a un grado
muy por encima del alcance de la ciencia? Da a la mente algo que es como abono
para la tierra, como la contribución de las vidas animales y vegetales y de la lluvia
y del rocío. Hasta que se mezcla con la emoción y se acerca al corazón y la
imaginación, la ciencia es una materia inorgánica, muerta; y cuando se ve tan
mezclada y transformada se le llama literatura.

El colegio del futuro, sin duda alguna, dará mucho menos importancia al
estudio de las lenguas muertas; pero el tiempo así alcanzado no será devoto del
estudio de las minucias de la ciencia física, como lo contemplaba el Sr. Herbert
Spencer, sino del estudio del hombre mismo, sus obras y pensamientos, como lo
ilustra la historia y lo contienen las grandes literaturas.
“Los microscopios y telescopios propiamente considerados”, dice Goethe,
“sacan a nuestros ojos de su punto de vista natural, sano y beneficioso.” Pero
acaso quiso decir que el conocimiento artificial, conseguido con la ayuda de
instrumentos, y por ende con un tipo de violencia e inquisición, mediante un
proceso que disecta y disloca, es menos dulce y total, menos inocente, que el
conocimiento natural, los trucos de nuestras facultades y percepciones naturales.
Y la razón es que la ciencia física, perseguida por sí misma, resulta más y más un
análisis vacío, va más y más lejos de las fuerzas y corrientes vivas y humanas; de
hecho, es más mecánico y dependiente de una visión mecánica del universo. Y el
universo, considerado como una máquina, por más científica que sea, no tiene ni
valor alguno para el espíritu ni encanto para la imaginación.

El hombre de hoy es afortunado si puede mantener una concepción fresca y


vivaz de las cosas, como la de Plutarco y Virgilio. ¡Qué vivo hicieron el mundo los
observadores de la antigüedad! Concebían el mundo como un ser viviente: los
átomos primordiales, la forma, el espacio, la tierra y cielo. A las estrellas y
planetas se les tenía por menesterosos de nutrición, como si respiraran o
exhalaran. Para ellos, el fuego no consumía cosas, se alimentaba de ellas o las
hacía presas, como un animal. No era tanto ciencia falsa, sino una ciencia más
vívida que les hacía considerar la cualidad peculiar de cualquier cosa como un
espíritu. A pesar de que existía un espíritu en la nieve, cuando la nieve se derretía
el espíritu escapaba. Plutarco decía que este espíritu “no es otra cosa que el punto
agudo y la escala más fina de la sustancia congelada, dotado de la virtud de cortar
y dividir no sólo la carne sino también naves plateadas y de bronce”. “Por eso este
espíritu, penetrante como una llama” (¡cuánto se parece la escarcha a la llama!)
“atrapa a aquellos que viajan a través de la nieve, parece quemar su exterior, y
como el fuego entra y penetra en la piel.” Hay un espíritu en la sal, también, y en el
fuego y en los árboles. La cualidad aguda y acrimoniosa de un árbol de higo nos
habla de un espíritu fuerte y fiero que lanza a los objetos.

Para los filósofos antiguos, el ojo no era solamente un instrumento pasivo:


enviaba un espíritu, o fieros rayos visuales, que cooperaban con los rayos
emitidos por los objetos externos. De ahí el poder del ojo y su potencia en las
cosas del amor.” “Las mutuas miradas de las bellezas naturales, o la que proviene
de los ojos, ya sea luz o río de espíritus, derriten y disuelven a los amantes con un
dolor placentero que se llama la dulce amargura del amor.” “Es tal la
comunicación, tal la flama que eleva una mirada, que no saben de amor a quienes
sorprenden la naptha Mediana, que separa al fuego de la flama.” “El agua de los
cielos”, dice Plutarco, “es ligera y aérea, y al mezclarse con los espíritus, pasa
rápidamente y se eleva hacia las plantas a razón de ser tenue.” El agua de lluvia,
continúa, “nace en el aire y el viento y cae pura y sincera”. La ciencia difícilmente
puede dar una explicación tan dulce a la imaginación. Y es verdad. Mezclada con
el espíritu o los gases del aire, cayendo pura y sincera, es, sin duda alguna, el
principal secreto de la materia. Dice que los antiguos dudaban de apagar el fuego
por la relación que mantenía como la llama sagrada y eterna. “Nada”, dice,
“guarda tal semejanza con lo animal como el fuego. Se mueve y alimenta por sí
solo, y por su brillo, como un alma, descubre y hace todo aparente; pero cuando lo
apagamos devela el poder que parece proceder de nuestro principio vital, pues
emite un sonido y se resiste como un animal que muere o es violentamente
asesinado.”

El sentimiento con que los antiguos filósofos miraban los cielos estrellados
es menos antagónico a la ciencia que bienvenido y sugerente al corazón humano.
Plutarco dice, en Sentimientos de Natura en que se encantan los filósofos: “Al
hombre, los cuerpos celestes, tan visibles, le entregaron el conocimiento de la
Deidad, cuando contempló que eran causas de tal armonía, que regulaban noche
y día, invierno y verano, en su salir y ocultarse; y de la misma manera
consideraron su influencia en la tierra, mediante la cual recibe y da frutos. Se le
manifestó al hombre que el cielo era el padre de estas cosas y la tierra la madre:
que el cielo, que era el padre, es transparente, pues de los cielos caen las aguas,
que tienen facultades espermáticas; la tierra sería la madre, pues las recibe y
fructifica. Y los hombres, que consideran que las estrellas se mueven en un
movimiento perpetuo, y que el sol y la luna nos dan el poder de ver y contemplar,
los llaman a todos Dioses.”

Los antiguos poseían ese conocimiento que recolecta el corazón; nosotros


tenemos una superabundancia del conocimiento que recolecta la cabeza. Si gran
parte del suyo estaba informado por ilusiones infantiles, ¡cuánto del nuestro está
formado por detalles duros, estériles y sin finalidad alguna: un vil desierto de arena
donde nada crece ni puede crecer! ¡Cuánto hay en los libros que uno no quiere
saber, pues sería cansado y molesto para el espíritu; cuánto la ciencia moderna es
un simple chasquido de huesos muertos, el mero desgranado de una paja vacía!
Probablemente lleguemos a una concepción tan viva de las cosas en algún punto.
Darwin nos ha acompañado un largo camino. De cualquier manera, la ignorancia
de los antiguos escritores es más cautivadora que nuestro conocimiento exacto
pero estéril.

Los viejos libros están repletos de este conocimiento con olor a rocío: el
conocimiento recolectado en el alba del mundo. Para nuestro conocimiento más
exactamente científico, esta cualidad prístina generalmente no existe; por lo que
los resultados de la ciencia son mucho menos accesibles para la literatura que los
de la experiencia.

La ciencia acaso es poco favorable para el florecimiento de la literatura


pues no remite al hombre a sí mismo ni lo ni lo concentra como lo hacían las
antiguas creencias; lo separa de sí, de las relaciones y emociones humanas, y lo
lleva más y más lejos. Nos preguntamos y maravillamos más, pero tememos,
amamos y empalizamos menos. Sólo si finalmente nos percatamos, como
debemos, de que aunque la ciencia ha hecho su mejor esfuerzo, el misterio es
más grande que nunca, y la imaginación y la emoción tienen un terreno tan libre
como antes.

La ciencia y la literatura en sus metas y métodos tienen poco en común. El


hecho demostrable es la provincia de una; el sentimiento es la provincia de la otra.
“Entre más un libro hace visible un sentimiento”, dice M. Taine, “más se le
considera una obra literaria.” Y podemos decir, mientras más hace visible los
hechos y las leyes de la naturaleza, es más una obra de la ciencia. O como
Emerson dice en uno de sus primeros ensayos. “la literatura puede ser una
plataforma y desde ahí podemos vivir nuestra vida actual, una compra por la cual
podemos moverla”, De manera similar, la ciencia puede tener una plataforma en la
que observamos nuestra existencia física: una compra por la cual nos podamos
trasladar al mundo material. El valor de lo primero es lo ideal, de lo segundo, sus
demostraciones exactas. El conocimiento más amado y atesorado de la literatura
es el conocimiento de la vida; la ciencia pretende el conocimiento de las cosas, no
en relación con la mente y el corazón del hombre, sino por sí mismo, en sus
relaciones con los otros y el cuerpo humano. La ciencia es un capital o un fondo
perpetuamente reinvertido; se acumula, crece, cada nuevo hombre lo lleva
adelante. Cada hombre de la ciencia tiene ante sí todas las ciencias para escoger
su negocio. ¡Qué suma enorme se consiguió Darwin para sí y reinvirtió! No es
igual en literatura; para cada poesía, para cada artista, es el primer día de la
creación, en cuanto concierne a los principios de su labor. La literatura no es un
fondo que se reinvierte sino una cosecha que siempre está recién crecida. Donde
la ciencia alcanza a ver, agudiza su oído, tiende su brazo, apresura su paso o
extiende al hombre hacia la naturaleza, en la tendencia o dirección natural de sus
facultades y poderes, sin duda alguna le rinde un servicio a la literatura. Pero en
cuanto engendra el hábito de espiar y escarbar en la natura, y nos ciega al
esplendor festivo y el significado del todo, nuestro veredicto le debe ser contrario.
No puede decirse que la literatura ha evolucionado al paso de la civilización,
aunque la ciencia sí; de hecho, se puede asegurar que la ciencia es la civilización:
la aplicación de los poderes de la naturaleza a las artes de la vida. La razón por la
cual la literatura no ha llevado su paso es que mucho más que conocimientos o
hechos bien demostrados está implícito en su hechura; mientras muy poco implica
hacer ciencia pura. De hecho, el reino de los cielos, en la literatura y la religión,
“llega sin medida”. Esta felicidad se encuentra dentro de uno, tanto en un caso
como en otro. Es el fruto del espíritu y no de la diligencia de las manos.

Porque esto es así, porque los logros modernos de las letras no están a la
par de los triunfos materiales o científicos, hay quienes predicen un deterioro
permanente en la literatura, y piensan que el terreno que ahora ocupa debe ser
usurpado por completo por la ciencia. Pero esto no puede suceder. La literatura
tendrá su periodo de decadencia y eclipse parcial; pero el interés primordial de la
humanidad en la naturaleza o en el universo no puede ser un mero interés
científico, no podemos pensar que nuestro interés en una flor, en un pájaro, el
paisaje, los cielos estrellados, depende del estímulo heredado de los libros de
texto, o de nuestro conocimiento de la estructura, los hábitos, las funciones, las
relaciones de tales objetos.

Este interés, más grande, en los objetos naturales es viejo como la raza
misma, y todos los hombres, cultos e incultos por igual, lo sienten en algún grado:
un interés nacido de nuestras relaciones con las cosas, de nuestras asociaciones
con ellas. Despiertan en nosotros los sentimientos humanos; invocan la emoción
del amor o lo admirable del miedo o del terror; y éste es el interés de la literatura,
distinto del de la ciencia. La admiración que uno siente por la flor, por una
persona, por un paisaje bello, por un noble hecho, el placer que uno recibe en una
mañana de primavera, en un paseo por la playa, es la admiración y el placer que
siente la literatura y que siente el arte; sólo en ellos el sentimiento está libre, y
expandido aquello que en casi todas las mentes es vago y germinal. La ciencia
tiene también placer en estas cosas; pero no es, por regla, que la masa de la
humanidad pueda compartir, porque no está relacionado directamente con los
afectos y las emociones humanas. Ciertamente, el tratamiento científico de la
naturaleza no puede desbancar al de la literatura – que la mira a través de
nuestras emociones y simpatías, y está tocado por lo ideal, como lo saben los
poetas, como el compuesto del laboratorio no puede desbancar los compuestos
de nuestra comida, nuestra bebida y aire.

Si Audubon no hubiera tenido otro interés que el científico por las aves – un
interés humano, un interés que nace del sentimientos – , ¿habría escrito sus
biografías como lo hizo?

Es verdad que los ornitólogos de nuestros días ven en las aves un juego
legítimo para la experta disección y clasificación, y por ello no han agregado
nuevos lineamientos a los retratos de Audubon o Wilson. Un hombre como Darwin
estuvo lleno de lo que podemos llamar el sentimiento científico; estuvo todo el
tiempo tras una idea, un principio activo y con vida. Está lleno de la interpretación
ideal de los hechos, de ciencia que se lanza con fe y con entusiasmo, de
fascinación ante el poder y el misterio de la naturaleza. Toda su obra tiene un lado
humano y casi poético. Es el mejor ejemplo de literatura que hemos tenido hasta
hoy en el campo de la ciencia. Su libro sobre la lombriz de tierra, o sobre la
formación del mantillo vegetal, se lee como una fábula con que se vistió una
filosofía elevada y hermosa. ¡Qué vivas están las plantas y los árboles! Darwin nos
muestra todos sus movimientos, su despertar y su quedarse dormidos, y casi sus
mismísimos sueños; ciertamente revela y establece una suerte de alma o
inteligencia rudimentaria en la punta de la radícula de las plantas. No existe un
poeta que haya hecho tan humanos los árboles. Nótese, por ejemplo, su
descubrimiento del valor de la fecundación cruzada en el reino vegetal, y los
medios que utiliza la naturaleza para que suceda. La fertilización cruzada es tan
importante en el reino intelectual como vegetal. Los pensamientos del recluso al
final conviértense en pálidos y débiles. Sin el polen de otras mentes ¿cómo
pueden tenerse una camada de semilleros vigorosos? De esta forma todos los
libros de Darwin tienen para mí un estrato literario o poético. Ilustra de nuevo en El
origen de las especies y en la Descendencia del hombre, la vieja fábula de la
metamorfosis y la transformación. El interés de Darwin en la naturaleza es
hondamente científico, mas nuestro interés en él es muy literario; él busca un
principio, el principio de la vida orgánica, y lo sigue por todas las sinuosidades y
dobleces y vueltas sobre sí mismo, en el aire, en la tierra, en el agua, en lo
vegetal, y en todas las ramas del mundo animal; en las huellas de la energía
creadora; no un porqué sino un cómo. Y nosotros lo seguimos a él como
seguiríamos a un gran explorador, o a un general, o a un viajero como Colón,
fascinados por su candor, dilatados por su maestría. Se dice que Darwin perdió el
gusto por la poesía, y que poco le importó lo que llamamos religión. Sus simpatías
fueron tan grandes y abarcaban tanto; la propia ciencia en él está siempre tan
arqueada que no es ciencia sino fe, perspicacia, imaginación, profecía, inspiración;
“sustancia de cosas añoradas, la evidencia de cosas que no se han visto”. Su
amor por la verdad es tan profundo y tan paciente; tan despierta su determinación
de ver cosas, hechos en sus relaciones, como son en principio, que sus
emociones poéticas y religiosas, y también sus proclividades científicas, hallaron
carta blanca, y la demostración de esto es casi una canción.

Es sencillo ver cómo una mente como la de Goethe lo hubiera seguido y


suplido, no desde su riqueza e impacto científico, sino desde su análisis poético de
los métodos de la naturaleza.

De nuevo, el fino humanismo de un hombre como Humboldt da actualidad a


su nombre y a sus enseñanzas. Los hombres que carecen de humanismo, que de
ninguna manera relacionan la ciencia con la vida o las necesidades del espíritu,
pero que apilan conocimiento meramente técnico y disecado, son en su mayoría
un desperdicio o un fastidio. El humanismo de Humboldt es un estimulo o una
ayuda para todos los estudiosos de la naturaleza. El noble carácter, el alma
poética, brillan en sus obras y les dan valor más allá del científico. A su deseo de
conocimiento universal sumó el amor a las formas hermosas, y su “Cosmos” es un
intento de creación artística, una representación armónica del universo que debe
satisfacer el sentido estético tanto como el entendimiento. Es descripción gráfica
de la naturaleza, no mecánica. Los hombres de ciencia pura la miran con
desconfianza, al igual que a Humboldt. Un sabio de Berlín dice que éste no logró
alcanzar la máxima altura científica por su carencia de “conocimientos físico-
matemáticos”; no se contentaba con pesar y medir el mero cadáver de la
naturaleza. Para su suerte y la del mundo hubo algo que le atrajo más fuertemente
que las fórmulas algebraicas. Humboldt no estuvo contento hasta que no escapó
de las trabas de las ciencias mecánicas hacia el aire literario más grande y vital, o
hacia el tratamiento literario de la naturaleza. Lo que conserva vivos a sus
Opiniones de la naturaleza y sus Viajes científicos no es tanto la ciencia pura que
contienen como la buena literatura a que dan cuerpo. Las observaciones que hace
de la maravillosa naturaleza tropical son fruto de sus propias percepciones, y sólo
traiciona al sabio cazador, al que pone trampas, al caminante, al granjero,
etcétera, lo que es tremendamente bienvenido. Pero en el instante en que
interviene la razón, natural o hermosa, y argumenta como geólogo, minerólogo,
geógrafo físico, etcétera, ¡cómo decae nuestro interés! Todo tiene interés y valor
para los especialistas de dichos terrenos, pero no tiene interés o valor literario.
Cuando nos asegura que los “simios son melancólicos en proporción a su
parecido con el hombre”; que “su vivacidad desaparece en tanto sus facultades
intelectuales parecen aumentar”, leemos ahí con mayor atención que cuando
discurre cual erudito naturalista de las diferentes especies de simios. Acrecenta
nuestro conocimiento de la naturaleza aprender que el calor extremo y la
sequedad del verano, en la zona ecuatorial de Sudamérica, produce efectos
análogos a los del frío de nuestros inviernos del norte. Los árboles pierden sus
hojas, las serpientes y cocodrilos y otros reptiles se entierran en el lodo, y muchas
fases de la naturaleza, tanto animales como vegetales, se envuelven en un largo
sueño. Éste no es un conocimiento estrictamente científico; es un conocimiento
que se encuentra en la superficie, y que cualquier ojo o mente puede recolectar.
Uno se siente inclinado a saltarse el elaborado recuento de los rasgos físicos del
Lago Valencia y sus alrededores, pero el viejo indio que les dio leche de cabra a
los viajeros, y que, con su hermosa hija, vivía en una pequeña isla de ese lago,
despierta una viva curiosidad. Cuidaba a su hija como un avaro cuida su fortuna.
Cuando unos cazadores pasaron casualmente una noche en la isla, él sospechó
planes que se relacionaban con su niña y la obligó a trepar a un altísimo árbol
acacai, que crecía en una planicie lejos de la choza; mientras tanto, él se postró
bajo el árbol, sin permitirle bajar hasta que los hombres se hubieran ido. Así, a lo
largo del trabajo, cuando el interés científico es enorme, el interés humano y
literario fallan, y viceversa.

Ningún hombre de letras ha sido más hospitalario a la ciencia que Goethe;


de hecho, algunas de las principales ideas de la ciencia moderna fueron
anticipadas por él; sin embargo tomaron forma y textura de la literatura o el
sentimiento, más que de la ciencia exacta. Eran lances de su espíritu; búsquedas
de pistas ideales de la naturaleza, más que pasos lógicos de su comprensión; y
todo su interés en la física era la búsqueda de una verdad que estuviera más allá
de ella, para acercarse, si era posible, al misterio llamado naturaleza. “El
entendimiento no la alcanzará”, le decía a Eckermann; “el hombre debe ser capaz
de elevarse a la más alta de las divinidades que se manifiesta en los fenómenos
primitivos, que habita tras de ellos de la cual provienen.” De igual tenor es su
declaración de que las observaciones comunes que hace la ciencia de la
naturaleza y su procedimiento, “expresados en cualquier término, son realmente
síntomas que, de resultar sabiduría alguna de nuestros escritos, habrán de
buscarse en los principios fisiológicos y patológicos de los que son exponentes”.

La literatura, repito, no evoluciona al paso de la civilización. Que el mundo


esté mejor dotado de hogares, mejor vestido, alimentado, transportado, equipado
para la guerra, mejor armado para la paz, con mayores habilidades en la
agricultura, en la navegación, la ingeniería, las operaciones quirúrgicas, que tenga
vapor, electricidad, pólvora, dinamita, es de poca importancia para la literatura.
¿Son mejores los hombres? ¡Son más grandes? ¿Es la vida más dulce? Estas son
las preguntas que sirven de prueba. El tiempo se ahorra, casi se aniquila, por el
vapor de la electricidad, sin embargo ¿dónde está el ocio? Entre más tiempo
tenemos menos lo ahorramos. La rapidez de la máquina pasa al hombre.
Podemos exceder al viento y a la tormenta, pero jamás superar al demonio de la
prisa. Entre más lejos vamos, más nos vapulea. Lo que ganamos en poder y
facilidad se agrega a la latitud del trabajo. Lo que ahorramos en tiempo lo
ocupamos de espacio; debemos cubrir mayores superficies. La tejedora tiene su
máquina de coser, pero debe hacer 10 mil puntadas donde antes hacía sólo diez.
En la fábrica de zapatos, la fábrica de cuchillos, de camisas o cualquier otra,
hombres y mujeres trabajan más duro, se ven más serios, sufren más en mente y
cuerpo que bajo las antiguas condiciones de la industria. El acero de la máquina
entra en el alma; el hombre se vuelve una simple herramienta, una leva, una galga
o cinturón o broca. Se hace más trabajo pero ¿en qué termina? Ciertamente no en
belleza o en poder, en carácter, buenas maneras, ni en mejores hombres y
mujeres; da riqueza y ocio a la gente, que los usa para publicar su propia
incapacidad para el ocio y la riqueza.

Se puede decir que la ciencia ha enriquecido la salud y la longevidad de la


raza; que el progreso en las operaciones quirúrgicas, la psicología, la patología,
las terapias, ha mitigado grandemente el sufrimiento humano y ha prolongado la
vida. Esto es verdaderamente incuestionable; pero con este servicio la ciencia sólo
nos regresa con la izquierda lo que nos roba con la derecha. Con sus aparatos,
sus máquinas, sus lujos, sus inmunidades y su interferencia en la ley de la
selección natural, ha hecho a la raza más delicada y tierna, y si no nos armara
mejor en contra de la enfermedad, pronto pereceríamos. Un viejo doctor decía que
si hiciera sangrar y atendiera como lo hacía al principio de su práctica, todos sus
pacientes morirían. ¿Somos más fuertes, robustos, viriles que nuestros ancestros?
Estamos más cómodos y mejor instruidos que nuestros padres, ¿pero quién
asegura que somos más sabios o felices? “El conocimiento sobreviene, pero la
sabiduría no”, como siempre lo ha sido y siempre será. Las condiciones esenciales
de la vida humana son siempre las mismas; las que no lo son cambian con cada
hombre y cada hora.

La literatura está más interesada en algunas ramas de la ciencia que en


otras; más interesada en la meteorología que en el mineralogía; más interesada
en las ciencias superiores, como la astronomía y la geología, que en las ciencias
experimentales menores; tiene un más cálido interés en Humboldt el viajero que
en Humboldt el minero; en Audubon y Wilson que en los expertos que han
terminado su obra; en Wats, Morse y Franklin más que en los maestros de teorías
y fórmulas; y ha apostado más a la virtud, el heroísmo, el carácter y la belleza que
a todo el conocimiento de mundo. No hay literatura sin una cierta y sutil mezcla de
lo real e ideal.

Sólo si el conocimiento brota de alguna manera en la vida, el carácter, el


impulso, el motivo, el amor, la virtud y en algunas de las cualidades o atributos
humanos, pertenece a la literatura.

El hombre, y solamente él, tiene perenne interés para el hombre. En la


naturaleza vislumbramos sólo los rasgos de los hombres, sólo las esas cosas que
de alguna forma implican o interpretan el significado o el ideal que llevamos
dentro.

Sólo si el recuento de tu excursión al bosque o al campo, o a las entrañas


de la tierra, o al fondo del mar, tiene algún interés humano y de alguna manera
entra en el festival de la vida, la literatura participa en él.

Todas las personas se interesan en la vida de un pájaro y de un animal,


porque se leen vagamente en ellos o ven su propia vida escrita en nuevos
caracteres. Flores, árboles, ríos, lagos, montañas, rocas, nubes, la lluvia, el mar
son mucho más interesantes que la literatura, porque está más o menos
relacionados directamente con nuestra vida natural y sirven como vehículos de
expresión de nuestras emociones naturales. Lo que está más relacionado con lo
que podemos llamar nuestra vida artificial, nuestra necesidad de cobijo, ropa,
alimento, transporte – como la fábrica, el molino, la herrería, el riel y todo el
catálogo de artes útiles – es de menor interés y la literatura es mucho más tímida
al respecto. Y puede observarse que entre más se saque una cosa de la
naturaleza y se haga artificial, menos interés nos provoca.

Por eso es mucho más placentero observar el paso de un velero que de un


barco de vapor; el viejo molino, con su rueda de agua, que el molino de vapor; el
fuego que la estufa. Las herramientas e instrumentos no son tan interesantes
como las armas; ni los negocios como la caza, la pesca, la exploración. Una
navaja no es tan interesante como la punta de una flecha, un rifle como un mazo,
un reloj de mano como uno de arena, una batidora como un mayal que vuela. El
comercio es mucho menos interesante para la literatura que la guerra, porque es
más artificial; la naturaleza no tiene tal alcance en él. El herrero nos interesa más
que el que fabrica armas; hay más de la naturaleza en su forja. El granjero es más
querido en la literatura que el mercader; el jardinero que el químico agrícola; el
ganadero, el pastor, el pescador, son más interesantes que un hombre de
intereses más elegantes y artificiales.

La razón es clara. Estamos engarzados en la naturaleza; somos una


manzana en el arbusto, un bebé que toma pecho. En la naturaleza, en Dios,
vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser. Nuestra vida depende de la
pureza, la cercanía, la vitalidad de la conexión. Queremos y debemos tener a la
naturaleza a la mano; el agua del manantial, la leche del pezón, el pan del trigo, el
aire. Si corrompemos nuestras reservas y debilitamos nuestra conexión,
fracasaremos. Todos nuestros instintos, apetitos, funciones deben seguir
completos y normales; de hecho, nuestra seguridad está totalmente en la
naturaleza y esto da frutos en la mente. En el arte, la literatura, la vida, somos
atraídos por lo que parece ser más cercano a ella. El conocimiento natural o
empírico nos toca mucho más de cerca que el conocimiento profesional.
Mantenerme cerca de la naturaleza, es la constante demanda de la literatura; abrir
las ventanas y dejar entrar el aire, el sol, dejar entrar lo sano y fuerte; mi sangre
debe estar oxigenada, mis pulmones deben estar momentáneamente llenos de un
elemento fresco y libre. No puedo respirar el éter del abstruso inquisidor, ni
prosperar en los gases de un laboratorio científico, sólo el aire de las colinas y el
campo son suficientes.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 129 – 145.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 12 ) ISAAC ASIMOV

Entre su gran producción Isaac Asimov escribió más de doscientos libros de no-
ficción3. Casi todos, sobre ciencia. Dejamos a un lado sus ediciones anotadas de
Shakespeare, de la Biblia, de Los Viajes de Gulliver y del Don Juan de Byron, sus
colecciones de chistes, su autobiografía en dos tomos y otros.

Cómo le hace Asimov para escribir tan profusamente y tan bien, es un


misterio. Una vez visité su estudio de Manhattan, y me sorprendió que no tuviera
ventanas. Esto, me contó era cuidadosamente intencional. Si la habitación tuviera
ventanas estaría tentado, de vez en cuando, a separarse de la máquina de escribir
(hoy será una computadora) y mirar a la calle. ¿No interrumpiría eso el flujo
constante de sus pensamientos?

Al buen doctor, como se le conoce en los círculos de la ficción científica, lo


atrapó el género cuando de niño empezó a leer revistas de ficción científica en la
tienda de dulces neoyorquina de su papá, inmigrante ruso. Después de obtener un
doctorado en bioquímica Asimov siguió escribiendo ficción científica, ya que había
empezado a venderles con regularidad a las pulps. En 1960 el éxito comercial de
su Guía de la ciencia para el hombre inteligente (a la que después le dio un título
menos sexista) cambió su interés de la ficción científica a los hechos científicos.
¿Quién en el mundo es un maestro más efectivo de las ciencias físicas y
biológicas? ¿Quién en la historia ha transmitido con mayor entusiasmo la emoción
de la ciencia a tantas personas? ¿Quién podría aburrirse con algo escrito por el
buen doctor?

¿Y por qué habría yo de decir algo más de una figura pública tan conocida y
universalmente admirada? El texto que he elegido proviene del libro de ensayos
de Asimov de 1983, The roving mind. Es la mejor respuesta que le conozco al
viejo infundio – soltado ocasionalmente por poetas que poco saben de la ciencia –
de que de alguna manera el conocimiento científico destruye la belleza al decirnos
cosas que realmente no necesitamos saber.

3
La producción total del científico norteamericano rebasa los 500 títulos.
( 12 ) Ciencia y belleza

ISAAC ASIMOV

ESTE ES UNO DE LOS POEMAS más conocidos de Walt Whitman:

Cuando escuché al astrónomo erudito,


cuando las pruebas, las cifras, fueron puestas en columnas delante de mí,
cuando me enseñaron los mapas y los diagramas, para sumarlos, dividirlos
medirlos,
cuando sentado escuché al astrónomo, con gran aplauso, en el salón,
qué extrañamente rápido me harté,
hasta que levantándome y deslizándome me alejé solo,
en el aire nocturno, místico y húmedo, y de tiempo en tiempo,
miré en perfecto silencio las estrellas.

Me imagino que muchas personas que leen esas líneas se dicen a sí mismas,
exultantemente, “¡Ciertísimo! La ciencia sólo les chupa toda la belleza a las cosas,
las reduce a números, tablas y medidas. ¿Para qué molestarse en aprender toda
esa basura cuando puedo simplemente salir a ver las estrellas?”

Ese punto de vista es muy conveniente, pues no sólo hace innecesario, sino
de plano estéticamente erróneo, intentar seguir las cosas más difíciles de la
ciencia. En cambio, basta con echar un vistazo al cielo nocturno, darse un rápido
baño de bellezas e irse a una discoteca.

El problema es que Whitman está diciendo tonterías, pero el pobrecillo no


tenía de otra.

Yo no niego que el cielo nocturno es hermoso, en mi momento me he


explayado en el monte, por horas, y he visto las estrellas y me ha apabullada su
belleza (y he recibido piquetes de bichos cuyas marcas no desaparecían hasta
después de semanas).

Pero lo que veo - esos puntos de luz quietos y cintilantes - no es toda la


belleza. ¿Debo de quedarme mirando amorosamente una sola hoja e ignorar el
bosque? ¿Debería de estar satisfecho con mirar el sol alumbrando un solo guijarro
y repudiar cualquier conocimiento de la playa?

Esos puntos brillantes en el cielo que llamamos planetas son mundos. Ahí
hay mundos con densas atmósferas de bióxido de carbono y ácido sulfúrico;
mundos de líquido rojo caliente con huracanes que pueden tragarse la tierra;
mundos muertos con silenciosas marcas de varicela como cráteres; mundos con
volcanes que tosen plumas de polvo a la nada; mundos con desiertos rosas
desolados; cada uno de una extraña belleza no terrestre que se reduce a una
chispa de luz si admiramos el cielo nocturno.

Esos otros puntos brillantes, que son estrellas más que planetas, son
realmente soles, Algunos de ellos son de grandeza incomparable, cada uno brilla
con luz de mil soles como el nuestros; algunos son meros carbones al rojo vivo
que destellan su energía tacañamente. Algunos de ellos son cuerpos compactos
tan masivos como nuestro sol, pero con toda su masa aplastada en una bola
menor que la tierra. Algunos son aún más compactos, con la masa del sol
aplastada al volumen de un asteroide. Y algunos son aún más compactos con su
masa encogiéndose al volumen de cero, cuya localización está marcada por un
intenso campo gravitacional que se traga todo y no regresa nada; arrastra la
matera a un hoyo sin fondo en medio de un loco y fatal alarido de rayos X.
Hay estrellas que pulsan sin cesar en un gran respiro cósmico; y otras que,
consumida su energía se expanden y enrojecen hasta que se tragan sus planetas
si es que tienen alguno (y algún día dentro de miles de millones de años, nuestro
sol se expandirá y la tierra se chamuscará y marchitará y evaporará como gas de
hiero y roca, sin señal de la vida que alojó
alguna vez). Y ciertas estrellas explotan en un vasto cataclismo cuyo estallido
feroz de rayos cósmicos alcanzará a tocar la tierra tras miles de años luz y le dará
algo del impulso de la evolución.

Esas poquísimas estrellas que vemos cuando miramos en perfecto silencio


(unas 2,500, no más, en la noche más oscura y clara) están unidas a una vasta
horda que no vemos, hasta trescientos mil millones - 300.000.000.000 -, para
formar un enorme toro de fuegos artificiales en el espacio. Este toro, la Vía Láctea,
se estira tanto que es necesario que la luz viaje, a 300,000 kilómetros por
segundo, durante cien mil años para atravesarla de cabo a rabo; y gira sobre su
centro en un vuelta vasta y constante que le lleva doscientos millones de años
completar, y el sol y la tierra y nosotros mismos damos esa vuelta.

Más allá de la Vía Láctea hay otras unas veintena o más de ellas unidas a
la nuestra en un enjambre de galaxias, en su mayoría pequeñas, sin más que
unos cuantos miles de millones de estrellas cada uno; pero una, por lo menos, la
Galaxia Andrómeda, duplica el tamaño de la nuestra.

Más allá de nuestro enjambre hay otros enjambres y otras galaxias; algunos
enjambres están formados por miles de galaxias. Se extienden hacia afuera tan
lejos como pueden ver nuestros mejores telescopios, sin seña visible de un final;
tal vez sean cien mil millones.

Y nos hemos percatado de la violencia en el centro de estas galaxias: de


grandes explosiones y radiaciones, que indican la muerte de acaso millones de
estrellas. Hasta en el centro de nuestra galaxia existe una increíble violencia
oculta a nuestro sistema solar, que está en las afueras, por enormes nubes de
polvo y gas entre nosotros y el palpitante centro.

Algunos centros galácticos son tan brillantes que pueden ser vistos a
distancias de miles de millones de años luz, distancias desde las cuales las
galaxias no se pueden ver y sólo aparecen los brillantes centros de
desencadenada energía. Algunos de éstos se han detectado a más de diez mil
millones de años luz.

Todas estas galaxias se separan unas de otras en un expansión universal


que comenzó hace 15 mil millones de años, cuando toda la materia del universo
se encontraba en una esfera diminuta que explotó en incontables astillas para
formar las galaxias.

El universo se puede expandir por siempre o puede llegar el día en que la


expansión aminore y se vuelva una contracción para reformar la diminuta esfera y
comenzar el juego de nuevo, de modo que el universo exhala e inhala con
respiraciones que duran tal vez un trillón de años. Y toda esta visión –más allá de
la imaginación humana– fue hecha posible por el trabajo de cientos de astrónomos
“eruditos “. Todo, todo fue descubierto después de la muerte de Whitman en 1892,
y la mayoría durante los últimos veinticinco años, y así el pobre poeta nunca supo
qué belleza tan limitada y anulada observó cuando “miró en perfecto silencio las
estrellas”. Y tampoco podemos saber o imaginar ahora la belleza sin límites por
revelarse en el futuro. Con la ciencia.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 147 – 152.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 13 ) ERNEST NAGEL

Inmediatamente detrás de la energía atómica en cuanto a consecuencias sociales


revolucionarias, mientras se acerca a su fin este siglo revolucionario, está la
llegada de los robots esos mecanismos sorprendentes que prometen eliminar
trabajos mentales pesados tan rápido como las invenciones del siglo pasado
eliminaron los trabajos físicos. Nadie sabe exactamente cómo va a afectar a
nuestra vida esta segunda revolución industrial. ¿Se desencadenará tan
rápidamente que millones de trabajadores perderán su empleo, mandando la
economía al desastre? ¿O seremos precavidos para pasar de lado de la catástrofe
a una era automatizada de ocio y abundancia nunca soñada?

El siguiente ensayo de Ernest Nagel (n.1901) era originalmente la


introducción de un número de Cientific American dedicado a la automatización.
Profesor de filosofía por muchos años en la Universidad de Columbia, el doctor
Nagel es uno de los “filósofos de la ciencia” más estimados de la nación. Su
artículo, conciso y perspicaz, aclara muchas de las complejas controversias que
seguramente se harán más urgentes en tanto los robots proliferen en los años
inciertos que tenemos por delante.
( 13 ) Automatización

ERNEST NAGEL

EL CONTROL AUTOMÁTICO no es una cosa nueva en el mundo. Los


mecanismos autorregulados son un rasgo inherente a innumerables procesos de
la naturaleza, viviente y no viviente. Los hombres han reconocido desde hace
tiempo la existencia de tales mecanismos en las formas vivientes, aunque, sin
duda, han confundido muchas veces la regulación automática con la operación de
un diseño consciente o fuerza vital. Ni siquiera es novedad la construcción
deliberada de máquinas autorreguladas: la historia de tales instrumentos se
remonta cuando menos a varios cientos de años.

Sin embargo, el gastado grito del predicador de que nada hay nuevo bajo el
sol es cuando mucho un fragmento de la verdad. La noción general del control
automático puede ser antigua, pero la formulación de sus principios es un logro
muy reciente. Y la explotación sistemática de estos principios –su elaboración
teórica sutil y aplicación práctica de largo alcance– debe de ser acreditada al siglo
XX. Cuando la inteligencia humana se disciplina por medio de los métodos
analíticos de la ciencia moderna y se fortifica con recursos materiales de la ciencia
moderna, puede transformar los aspectos más familiares del escenario físico y
social casi hasta lo irreconocible.

Hay sin duda una profunda diferencia entre el reconocimiento primitivo de


algunos mecanismos autorregulados, y la invención de la teoría analítica, que no
sólo de cuenta de los hechos netos sino guía la construcción de nuevos tipos de
sistemas.

Ahora poseemos por lo menos una primera aproximación a una teoría


adecuada del control automático, y estamos en un punto de la historia donde la
aplicación práctica de la teoría comienza a ser conspicua y a sentirse
ampliamente. El futuro del control automático y la importancia para bien o para mal
del ser humano, de su extensión a nuevas áreas de la vida moderna, aun son
obscuros. Pero si el futuro no ha de tomarnos completamente por sorpresa,
necesitamos examinar el contenido principal de la teoría del control automático,
los problemas los que aun se enfrentan y el papel que el control automático puede
jugar en nuestra sociedad.

Las ideas centrales de los sistemas de autorregulación son simples. Cada


sistema operante, de una bomba de aire a un primate, exhibe un patrón
característico de comportamiento y requiere cierta energía y un hábitat favorable
para su operación continua. Un sistema cesará de funcionar cuando las
variaciones en su ingreso de energía o los cambios en su ambiente externo e
interno sean muy grandes. Lo que distingue un sistema automáticamente
controlado es que posee componentes que mantienen por lo menos algo de sus
procesos típicos a pesar de tales variaciones excesivas. Al aumentar la necesidad,
estos componentes emplean una pequeña parte de la energía provista al sistema
para aumentar o disminuir el volumen total de dicha energía, o de algún otro modo
compensar los cambios ambientales. Aun estas nociones elementales nos dan
pistas fructíferas para entender no sólo los sistemas de control automático
inanimados, sino también los cuerpos orgánicos y sus interrelaciones. No hay ya
ningún sector de la naturaleza en que el suceso de los sistemas de
autorregulación se pueda considerar como tema de brujería oracular

Sin embargo, algunos sistemas permiten un mayor grado de control


automático que otros. La susceptibilidad de un sistema de control depende de la
complejidad de su patrón de comportamiento y del rango de variaciones bajo las
cuales se puede mantener dicho patrón. Más aun, las respuestas de los controles
automáticos a los cambios que afectan la operación del sistema raramente son
instantáneos en la práctica, y nunca absolutamente precisos. Una ciencia
adecuada del control automático debe por tanto desarrollar maneras comprensivas
de discriminar y medir las variaciones en calidad; debe aprender cómo las señales
(o la información) pueden ser transmitidas y difundidas; debe familiarizarse con las
condiciones bajo las cuales puedan ocurrir autoexcitaciones y oscilaciones, y debe
crear mecanismos que anticipen el curso y la secuencia probable de eventos .Tal
ciencia usará y desarrolla las teorías actuales de procesos físico-químicos
fundamentales. Depende de elaborados análisis lógico-matemáticos de agregados
estadísticos, y de una integración de investigaciones especializadas que hasta
ahora han parecido sólo remotamente relacionadas. Nuestra teoría actual de los
sistemas autorregulados ha brotado de la tierra de la ciencia teórica
contemporánea. Su futuro es contingente al avance continuado de la investigación
básica: en matemáticas, física, química, filosofía y ciencias del comportamiento
humano.

Los controles automáticos han sido introducidos a la industria moderna sólo


en parte por el deseo de disminuir los crecientes costos del trabajo. De hecho no
son primordialmente una medida económica sino una necesidad, dictada por la
naturaleza de los servicios modernos y los productos manufacturados y por la gran
demanda de bienes de una alta calidad uniforme. Muchos artículos de uso actual
deben de ser procesados bajo condiciones de velocidad, temperatura, presión e
intercambio químico que hacen imposible, o por lo menos impracticable, el control
humano, a una gran escala. Más aún, las mismas máquinas e instrumentos
modernos deben satisfacer altos estándares sin precedentes, y más allá de ciertos
límites la discriminación y el control de las diferencias cualitativas eluden la
capacidad humana. Entonces, el control automático del proceso de manufactura y
de la calidad del producto manufacturado es frecuentemente indispensable

Una vez que hayan sido aprendidos los placeres de crear y contemplar la
unidad cuasi orgánica de los sistemas de autorregulación, habrá sólo un corto
paso a la extensión de tales controles a áreas que no son obligatorias. Las
consideraciones económicas, sin duda, llevan un papel en esta extensión, pero
algunos ingenieros están en lo correcto, cuando menos en parte, en su reclamo de
que el desarrollo moderno en la ingeniería automática es la consecuencia de un
punto de vista que encuentra satisfacción en los esquemas unificados por sí
mismos.

¿Qué tan posible es la total automatización de la industria y cuáles son las


aplicaciones para el beneficio humano de las tendencias actuales en esa
dirección? La observación de cristales es un pasatiempo natural y valioso, aun si
lo que se ve no es demasiado preciso. Algunas cosas, en todo caso, son vistas
con más claridad y certeza que otras. Si no es peligroso proyectar al futuro
tendencias recientes, y si la investigación fundamental en las áreas relevantes
sigue prosperando, existen todas las razones para crear que la autorregulación de
la producción industrial e incluso del manejo industrial se incrementara sin pausas.
Por otro lado, en algunas áreas la automatización nunca estará completa, ya sea
debido al costo relativamente alto de la conversión, o porque nunca nos
desharemos de la ingenuidad humana ante el cambio imprevisible, o por ciertas
limitaciones en la capacidad de cualquier máquina que opera de acuerdo con un
sistema de reglas cerrado. El sueño del sistema de producción que se maneja a sí
mismo parece irrealizable.

Algunas consecuencias del control automático a larga escala en la


tecnología actual ya son evidentes… La producción industrial se ha incrementado
fuera de proporción con el aumento de desembolso del capital. Muchas productos
son ahora de mejor calidad que nunca. Las horas de trabajo han sido reducidas y
los trabajos demasiado pesados se han eliminado. Además, hay señales de un
nuevo tipo de profesional: el ingeniero en sistemas de control automático. Ha
habido una considerable conversión y reentrenamiento de la labor no capacitada.
Está en progreso un lento remodelamiento de instalaciones educacionales, en
contenido tanto como en organización, en escuelas de ingeniería y en las
divisiones de investigación de universidades e industrias. En general, estos
desarrollos contribuyen al bienestar humano.

Aun así los comentaristas del control automático lo ven también como una
potencial fuente de mal social y expresan temores –no del todo ilegítimos–
respecto de su efecto último. Primero está el temor de que la continuada
expansión en esta dirección sea acompañada de un desempleo tecnológico a gran
escala, y en consecuencia de una aguda miseria económica y agitación social.
La posibilidad del desempleo tecnológico desastroso no puede excluirse solo
con bases teóricas; las especiales circunstancias determinarán si ocurre o no.
Pero la corta historia del control automático en Estados Unidos sugiere que el
desempleo grave no es su concomitante inevitable, por lo menos en este país. Los
Estados Unidos parecen ser capaces de ajustarse a una gran reorganización
industrial y abandonar sus patrones básicos de vida. El desempleo tecnológico a
gran escala puede ser un peligro más agudo en otros países, pero el problema es
superable, y las medidas para evitarlo o mitigarlo pueden ser tomadas.

Después está el temor de que la tecnología automática empobrezca la


calidad de la vida humana, robándole sus oportunidades de creación individual, el
orgullo de la artesanía y la discriminación sensible a la calidad. Este temor se
asocia a menudo con una condena al “materialismo”, y la demanda de un regreso
a los valores “espirituales” de las civilizaciones anteriores. Toda la evidencia
accesible demuestra que los grandes logros culturales se dan sólo en sociedades
en que por lo menos una parte de la población posee considerable sustancia
mundana. Hay una base empírica en la creencia de que el control automático, al
incrementar el bienestar material de una mayor fracción de la humanidad, liberará
energías renovadas para la cultivación y el florecimiento de la excelencia humana.
En cualquier caso, la abundancia material no es una condición suficiente para la
aparición de los grandes trabajos del espíritu humano, y tampoco lo es la penuria
material; los vicios de la pobreza son más innobles que los de la riqueza. No hay
razón para pensar que la liberación del trabajo pesado y sin imaginación que les
ha tocado a tantos hombres a lo largo de las épocas reduzca oportunidades para
el pensamiento creativo y la satisfacción de la labor bien lograda. Por ejemplo, la
historia de la ciencia exhibe una tendencia constante a eliminar el esfuerzo
intelectual en la solución de los problemas individuales, con el desarrollo de
fórmulas cada vez más amplias con que se puede resolver de memoria una clase
completa de aquéllos. Parafraseando a Alfred North Whitehead, los actos del
pensamiento, como la carga de una caballería en una batalla, deben de ser
introducidos sólo en un momento crítico.

No han disminuido las oportunidades de la actividad científica creativa, pues


hay más cosas por descubrir que las que se soñaron en muchas desanimadas
filosofías. No hay razón para suponer que el curso de los eventos debe ser
esencialmente diferente en otras áreas de la actividad humana. ¿Por qué la
adopción generalizada de los controles automáticos y sus métodos cuantitativos
asociados habría de inducir una insensibilidad general a las distinciones
cualitativas? Es la medición precisa lo que hace evidentes las diferentes entre las
calidades, y mediante la medición el hombre ha refinado sus discriminaciones y
les ha ganado mayor aceptación. La preocupación de que el crecimiento de los
controles automáticos nos prive de todo lo que da sabor y valor a nuestra vida
parece en general sin bases.
Finalmente, existe el miedo de que una tecnología automática impulse la
concentración del poder político; que establezca controles autoritarios para todas
las instituciones sociales –por el interés de la bien llevada operación de la industria
y la sociedad pero para ruina de la libertad democrática. La historia reciente de
varias naciones le da algo de sustancia a esta predicción, pero las dictaduras
difieren tanto de las democracias occidentales en tradiciones políticas y
estratificaciones sociales que la validez de la predicción es dudosa para nosotros.
Sin embargo, un elemento de esta macabra conjetura requiere atención.
Cualquiera que sea el futuro del control automático, la regulación del gobierno
sobre las instituciones sociales seguramente se incrementará– el crecimiento de la
población por sí solo lo hará imperativa. No necesariamente las civilizaciones
liberales deben desaparecer por esto. Afirmarlo es cometer una falacia patética.
Aristóteles dijo que la democracia política solo era posible en ciudades pequeñas,
como las ciudades-estados griegas Si nuestras complejas regulaciones
gubernamentales en materias como sanidad, vivienda, transportación y educación
pudieran haber sido previstas por nuestros ancestros muchos de ellos hubieran
concluido que tales regulaciones eran incompatibles con cualquier sentido de la
libertad personal. Es fácil confundir lo que es simplemente peculiar de una
sociedad dada con las condiciones indispensables de la vida democrática.

La pregunta crucial no es si el control de las transacciones sociales se


centralizara aun más. La pregunta crucial es si, a pesar de ese movimiento, la
libertad de investigación, la libertad de comunicaciones y de participación activa en
las decisiones que afectan nuestra vida se preservarán y agrandarán. Es bueno
ser celoso de estos derechos: son la sustancia de una sociedad liberal. La
probable expansión de la tecnología automática sí hace surgir problemas serios
que conciernen a esos derechos. Pero también nos provee de nuevas
oportunidades para ejercer la ingenuidad creativa, y de extraordinaria sabiduría
para tratar problemas humanos.

Cuando nos ocupamos de encontrar la respuesta a una


pregunta, vamos con la esperanza de que exista esa
respuesta, que podría llamarse la respuesta, esto es, la
respuesta última. Si algún miembro profundo y culto de la
German Shakespearian Society iniciara una investigación
de cuándo fue la última vez que Polonius se cortó el pelo,
acaso la única respuesta posible sería que Polonius no era
otra cosa que un sueño de Shakespeare, y que
Shakespeare nunca pensó que se formulara esa cuestión.
Bien, también es concebible que este mundo que llamamos
mundo real no sea perfectamente real, sino que haya cosas
similarmente indeterminadas. No podemos estar seguros de
que esto sea falso. Sin embargo, respecto de la pregunta
específica que formulamos en algún momento dado,
esperamos que tenga respuesta, o una cosa que se le
parezca mucho, y que la suficiente investigación nos obligue
a aceptar.
CHARLES S. PIERCE
Collected papers of Charles Sanders Pierce
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 153 – 161.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 14 ) JONATHAN NORTON LEONARD


D
esde el principio de la civilización el hombre ha especulado sobre la vida
en otros mundos. Luciano, escritor satírico griego, escribió una fantasía
científica muy divertida de un viaje a la luna y los curiosos habitantes que
se podían encontrar ahí. La astronomía del Renacimiento estimulo naturalmente el
interés en el tema, sobre todo entre teólogos que debatían el problema de si las
razas extraterrestres estaban en estado de gracia o en la condenación del pecado
original. El Paraíso Perdido de Milton da por hecho que hay criaturas racionales en
otros planetas, pero el ángel Rafael le aconseja a Adán:

No sueñes con otros mundos, que criaturas los habitan, en qué estado, condición,
o grado…

Pero los hijos de Adán han seguido sin atender el consejo de Rafael. Kant creyó
que los planetas del sistema solar estaban poblados, en las más admirables
criaturas en los más distantes planetas; ¨visión que debemos admirar por su
molestia terrestre—comenta Bertrand Russell—pero no apoyar con ninguna razón
científica¨. Carlyle, contemplando los cielos estrellados, hubo de exclamar: ¨ ¡Que
triste espectáculo! Si están habitados, que vista de dolor y desatino; si no lo están,
que perdida de espacio.¨
Hoy la mayoría de los científicos y todos los escritores de ficción científica creen
que las criaturas extraterrestres son probables, pero no se han puesto de acuerdo
respecto de que tan ¨humanoides¨ pueden ser. Jonathan Norton Leonard (n.
1903) –editor de ciencia durante muchos años en la revista Time- discute en el
siguiente ensayo esta intrigante cuestión. Forma un capítulo de su Vuelo al
espacio, que en mi opinión es el mejor de los muchos libros de viajes espaciales
que se publicaron a principios de los cincuenta.

( 14 ) Vida en otros mundos


Jonathan Norton Leonard

Hay un curioso vacio en la literatura científica espacial. Hasta donde sabe este
observador, no hay un estudio completo, responsable e informado de los tipos de
vida que se pueden desarrollar en circunstancias distintas de las de la tierra.
Muchos aficionados han especulado sobre ellos en forma por demás
extravagante. Imaginan planetas con atmosferas de fluorina corrosiva: hasta
describen con cierto detalle a los habitantes del sol, que es demasiado caliente
para cualquier compuesto químico y que consiste enteramente de gases agitados
por una turbulencia feroz. Pero ningún científico competente ha atacado
seriamente este interesante tema.
Una razón puede ser que los científicos tienen un respeto desmesurado a las
fronteras jurisdiccionales de su especialidad. Un biólogo se siente como
merodeador nocturno cuando se aventura a la psicología. Los astrónomos se
clavan a su refugio anticiclónico cuando la conversación gira aunque sea un
poquito hacia la biología. Algunas ciencias se han subdividido tan finamente que
los especialistas de campos íntimamente relacionados casi ni se hablan. Un
químico proteico poco tiene que decirle a un químico de esteroides. Ambos
pueden estar tratando de encontrar una cura para el cáncer, pero ninguno soñaría
siquiera comentar los problemas del otro.
Escribir un libro exitoso sobre las posibilidades de la vida extraterrestre requeriría
el buen conocimiento de varios campos ampliamente separados. El autor debería
de ser un gran biólogo, familiarizado con todas las formas que se han explorado
de vida en la tierra. Tendría que saber química orgánica, a la que conciernen los
compuestos de carbón, y también química inorgánica. Debería conocer todas las
diferentes formas de la física que tratan las condiciones de las atmosferas, los
océanos y las superficies de otros planetas. Debería conocer suficiente
astronomía para leer la extremadamente difícil literatura que los astrónomos
profesionales hacen circular en su pequeña y encantad cofradía. Ese hombre no
existe, y si sí, ha mantenido sus talentos escondidos al público en general. El tema
de la vida extraterrestre ha sido abandonado a los escritores de la ficción espacial,
que suelen imaginar guapas muchachas de ojo amarillos, antenas que les salen
de la frente y pulmones llenos de fluorina. Eso es de veras una vergüenza. La vida
es la cosa más interesante de todo el universo; se merece mejor trato.
El estudio de la vida en general empieza con un extraño vacio. Nadie ha podido
definir que es la vida. J.B.S. Haldane la ha llamado ¨cualquier patrón de auto
perpetuación de reacciones químicas¨, pero resulto demasiado inclusivo para
gustarles a sus colegas. Una llama, es química y auto perpetuante. Quema
combustible y oxigeno. ¨Vive¨ mientras puede hallar oxigeno y combustible. Muere
cuando uno de ellos se extingue, como mueren los animales por hambre y asfixia.
Pero la llama no está viva en el sentido biológico. No es un organismo viviente.
Cuando los biólogos tratan de apuntar a los organismos más simples posibles, se
ven en dificultades también. Cierto virus, como los que causan la enfermedad del
mosaico del tabaco, se comportan, desde el punto de vista del que cultiva tabaco,
como cualquier otro organismo patógeno. Infectan las plantas de tabaco, crecen
dentro de ellas y contagian a otras plantas en todo el campo. Pero cuando el virus
aparentemente vivo se aísla, resulta no ser nada más que una molécula grande.
Forma cristales regulares muy parecidos a los de la sal común y en muchas otras
maneras se comporta como un compuesto químico sin vida.
Decidir si el mosaico del tabaco es realmente un organismo vivo es un problema
semántico. Considerarlo sin vida es peligroso. Es muy cierto que se multiplica y
reabastece la tierra dentro de su pequeño terreno, como la gente fructífera del
Antiguo Testamento. Considerarlo vivo es peligroso también. Cuando se le
empaca en un cristal, sus moléculas no dan señales de vida. Es un mero
compuesto químico, y aunque es muy complicado, acaso le puede sintetizar en la
cristalería del científico. Entonces los científicos habrían creado vida. ¿O no?
Al menos por el momento, los científicos han pasado el problema de la definición
de semánticos y filósofos, tribus que les inspiran poco respeto. Un organismo
viviente, dicen, es cualquier cosa que crece, se reproduce y se perpetúa a sí
mismo o a su especie. Necesita alguna fuente de energía para esta operación, y
debe tener la habilidad de absorber substancias con las cuales construir su
mecanismo corporal. La energía puede venir de cualquier fuente accesible e
igualmente la materia prima para la construcción.
Cuando los científicos intentan descifrar como empezó la vida en la tierra, se ven
forzados a muchas suposiciones que no pueden comprobar. Los organismos más
simples que pueden hallarse en la tierra el día de hoy—los virus—son parásitos. El
virus del tabaco, por ejemplo, puede vivir y crecer solo en las células de la plata de
tabaco, y otros virus están idénticamente restringidos. Por supuesto, no pueden
ser las formas originales de vida, que tienen que haber vivido independientemente
antes de que se desarrollaran organismos más elevados. Muchas bacterias, un
escalón mas arriba, son parasitarias también. Viven gracias a la digestión de
materiales orgánicos elaborados por criaturas mayores. Ni las muy pocas que
viven independientemente pueden ser las formas originales de vida sobre la tierra:
su desarrollo es muy elevado.
Una bacteria se ve sencilla en el campo de un microscopio, per o es en extremo
complicada, químicamente y en su estructura interior. No pudo haber brotado
enteramente desarrollada, como Atenea de la frente de Zeus, de los químicos
inorgánicos de la primitiva tierra sin vida. Debió haber organismos más primitivos,
hoy extintos, de los que se elevaran formas más elevadas. Cuando los científicos
asumen que tales organismos si existieron, su tarea se hace más simple. Les
pueden dar cualquier propiedad que parezca coherente.
En la actualidad la fuente energética de toda o casi toda la vida en la tierra es la
luz del sol. La absorbe la clorofila y compuestos similares de las células vegetales
y se usa para combinar agua y bióxido de carbono y formar azucares y otros
compuestos orgánicos que la planta necesita para su crecimiento. Esta operación
es extremadamente complicada, y la mayoría de los expertos de este tema cree
que el primero de los organismos debe habérsela llevado sin ella.
Imaginan a la tierra en sus inicios muy distinta de lo que es hoy. Su atmosfera
contenía muchos compuestos de carbono, como el metano que aun puede
detectarse en las atmosferas de los otros planetas. El carbono tiene la propiedad
de combinarse consigo mismo y formar moléculas grandes, complicadas y
“orgánicas”. Bajo la influencia de la luz del sol y acaso de rayos cósmicos, mucho
del metano de la atmosfera de los primeros tiempos se combino y formo estas
grandes moléculas y se roció al mar. Ahí las moléculas crecieron al combinarse
entre sí y con otras sustancias como el nitrógeno, azufre, fosforo, hierro,
magnesio, oxigeno e hidrogeno.
Este proceso continuo lentamente por cientos de millones de años hasta que el
mar estuvo lleno de una especie de sopa orgánica. Probablemente contenía
ejemplos de todos los compuestos que el carbono forma con otros elementos.
Esto ya no existe; no podría existir porque los organismos vivos la atacarían y
destruirían inmediatamente, pero en el mar primitivo no hay vida. Así que las
moléculas orgánicas pudieron crecer indefinidamente.
Al final, el ciego proceso de la combinación química, repetido cientos de trillones
de veces en cada microsegundo, produjo una molécula con una propiedad
extraordinaria. Podía crecer si unía otras moléculas a su estructura, y se podía
reproducir, acaso con la simple maniobra de partirse en dos. Esta molécula estaba
“viva” y una nueva y poderosa fuerza había aparecido en la tierra. Alimentándose
de cosas sin vida disueltas en el agua, los descendientes de la molécula de Adán
y Eva poblaron rápidamente los océanos primitivos. Algunos cambiaron un poco
para poder utilizar más alimento. Algunos de ellos se hicieron feroces
depredadores moleculares y se alimentaron de compañeros más débiles. Los
científicos no intentar conjetuar en cada cuanto tiempo tuvo esta primitiva forma de
vida toda la tierra para ella sola. Pudieron haber sido varios cientos de millones de
años; pues la tierra tiene, cuando menos, cuatro mil millones de años y la
temperatura de su superficie ha sido tolerable casi todo ese tiempo.
Aparecida la vida, su propia naturaleza la forzó a hacerse más complicada. Las
moléculas vivas más simples no podían explotar todos los modos de vida posibles
en la época, de tal modo que cuando se crearon formas más complicadas, por
accidentes químicos o físicos, tuvieron una ventaja sobre sus parientes más
primitivos. Crecieron y se multiplicaron con mayor velocidad, solo para, en su
momento, ser remplazadas por formas aun más complicadas. Finalmente
aparecieron organismos que no dependían de los compuestos de carbono
disueltos en el mar; esos organismos hacían propios compuestos de bióxido de
carbono y luz mediante fotosíntesis. Este fue el segundo gran momento decisivo.
Ahora la vida estaba ligada al infalible poder del brillante sol. Los organismos
fotosintéticos primitivos pudieron haber sido rojos o morados o de cualquier color,
pero ya eran plantas: Tuvieron tanto éxito que muy pronto limpiaron la atmosfera
de bióxido de carbono, y lo remplazaron con el oxigeno que hoy químicamente la
domina. Poco después se desarrollaron parásitos (animales) que devorarían a las
plantas. Estos parásitos inhalaban oxigeno y exhalaban bióxido de carbono, que
regresaba a las plantas.
Así se estableció el celebrado ciclo del carbono. En sentido químico, hoy las
plantas dominan la tierra, pues mantienen el bióxido de carbono como un mero
indicio. Los animales y la bacteria parasitaria y los hongos tratan de mantenerse al
ritmo de las plantas, y devuelven el carbono a la atmosfera donde puede ser
usado otra vez para construir más plantas. Una vez que la vida se hubo
establecido sobre esta firme base, el resto de la evolución fue solo cuestión de
tiempo. Probablemente le llevo menos de mil millones de años la evolución
producir un animal inteligente, el hombre, que ahora domina el planeta.
Los científicos señalan que no hay nada milagroso o irrepetible en la aparición de
la vida sobre la tierra. Creen que podría volver a suceder si se le da el tiempo
exacto y el mismo conjunto de circunstancias. Volvería suceder aun en
circunstancias muy diferentes. No hay otra razón para creer que las condiciones
de la atmosfera y los océanos de la tierra primitiva fueron modificados por algún
poder externo para hacerlos favorables al desarrollo de la vida. Así eran y es
probable que hubiera aparecido la vida aunque las condiciones hubiesen sido
considerablemente diferentes.
No es demasiado el razonamiento hábil que se ha aplicado al problema de qué
condiciones son absolutamente necesarias para la aparición de la vida. Los
teóricos conservadores sostienen que la vida debe estar basada en compuestos
de carbono como los que forman el cuerpo humano y otros cuerpos vivientes.
Declara que solo el carbono puede unir las largas cadenas, los complicados
anillos y otros patrones moleculares necesarios para que funcione el proceso de la
vida.
Si esto es verdad, el clima debe de ser exacto. A temperaturas muy bajas, los
compuestos de carbono no reaccionan inmediatamente uno con el otro, y a la
temperatura de ebullición del agua muchos de ellos se desintegran. Otra limitación
en que insisten los teóricos conservadores es que la vida debe tener grandes
cantidades de agua. Compuestos complicados de carbón si se disuelven en otros
líquidos distintos al agua, pero no tan bien ni de la misma manera. Además del
agua líquida, debe de haber una provisión de compuestos simples de carbono en
los primeras etapas, y esto deja fuera los ambientes ricos en sustancias químicas
(como el oxigeno libre) que los destruirían. Otra necesidad de la luz, que es el
agente que induce a las pequeñas moléculas a combinarse en mayores.
Los teóricos menos conservadores sostienen que las condiciones demandadas
por los conservadores deben de ser necesarias para la producción de la vida,
como se le conoce en la tierra. Pero otros tipos de vida, dicen, son posibles, y
deben de exigir o tolerar condiciones muy diferentes. La química del carbono ha
sido estudiada más intensamente que la de cualquier otro elemento, mas no se ha
llegado a los límites de sus posibilidades. Puede haber compuestos de carbono
que reaccionen vigorosamente aun cuando se les disuelva en un medio nuevo,
como el amoniaco líquido. Puede haber otros que toleren temperaturas
extremadamente altas.
Los organismos vivos de la tierra aun no han sintetizado esos compuestos de
carbono, o los químicos humanos no han intentado de veras hacerlo. Cuando si lo
intenta, llegan a tener éxitos algo sorprendentes. El hule sintético, que se hace a
partir de compuestos de carbono orgánico, ahora se forma deliberadamente a
temperaturas muy bajas, y resulta ser mejor que el hule elaborado a altas
temperaturas.
En el otro extremo de la escala de temperatura, los silicones (compuestos que
contienen carbono y silicón) han demostrado su estabilidad más allá del punto de
ebullición del agua. Parece haber un número ilimitado de silicones posibles, por lo
que un planeta de muy densa atmosfera y un océano a temperatura por arriba del
punto de ebullición del agua en la tierra puede desarrollar organismos vivientes
con cuerpos hechos de silicones. Algunos químicos piensan que es imposible,
pero en el estado actual de sus conocimientos no pueden comprobarlo.
Tampoco pueden probar que la vida es imposible en un medio diferente del agua.
Saben poco de la química de sustancias complicadas disueltas, digamos, en
hidrocarburos líquidos a temperaturas muy bajas. Sus reacciones pueden ser
lentas pero el universo tiene muchísimo tiempo a su disposición. Nadie puede
probar, por ejemplo, que Júpiter no tiene un frio océano de hidrocarburos, o que
no contiene una lenta forma de vida.
Hasta es posible, teóricamente, que la vida se desarrolle en un medio gaseoso en
lugar de uno líquido. Una teoría seriamente propuesta por el doctor Heinz Haber,
de la Universidad de California en Los Ángeles, sugiere que las misteriosas nubes
de la atmosfera de Venus pueden ser un “aerosol biológico”, una neblina de
pequeños organismos vivientes apoyados en la más favorable de las altitudes con
respecto de la luz del sol y la temperatura. Serian como el plancton que forma las
masas de vida en los océanos de la tierra, y pueden haberse desarrollado
organismos voladores mayores para alimentarse de ellos, como los peces de la
tierra. Tal vez los cuerpos de todas estas criaturas lluevan a la superficie de
Venus, que acaso es obscura y algo caliente. Si no es demasiado caliente puede
estar poblada por grandes animales recogedores que vivan de la lluvia nutriente,
como los cangrejos y moluscos en las profundidades de los mares terrestres.
Una vez iniciada, la vida parece tener una habilidad ilimitada para adaptarse a las
condiciones cambiantes. La vida en la tierra ha aprendido a prosperar en lugares
poco probables, como las fuentes volcánicas en ebullición y las rocas frías y
azotadas por el clima que se erigen sobre la superficie de la capa de hielo
antártico. La atmosfera de la tierra y sus condiciones deben haber cambiado
grandemente en su larga historia: pero la vida siguió.
No solo las formas menores de vida pueden hacer esas adaptaciones; también
pueden las formas mayores. La forma animal más alta, el mamífero, prospera en
condiciones de calor o de frio que acabarían con rivales menos organizados. El
mamífero más alto, el hombre, protegido por su ropa, fuego y sus artefactos
mecánicos, puede sobrevivir donde ningún otro animal puede. Esta adaptabilidad
de los organismos vivientes hace concebible que mayores formas de vida
prosperen en planetas en cuyas condiciones actuales impedirían la aparición de
vida primitiva.
Le toca a cada quien suponer como serian y como actuarían esas criaturas. Una
cadena de razonamiento sugiere que deben parecerse sorprendentemente a las
formas comunes de la tierra. El esqueleto interno de material fuerte y duro, por
ejemplo, es un buen dispositivo, y acaso hayan dado con el otras secuencias de la
evolución. Un cerebro (esto es, un sistema de comunicación con un “intercambio
telefónico” central) es una necesidad también, y el mejor lugar para colocarlo es
un miembro con movilidad y bien protegido que también contenga los sentidos
más importantes: los ojos, oídos y órganos olfativos. O sea que los habitantes de
planetas desconocidos pueden tener cabeza y cráneos de alguna forma. Pueden
tener piernas también, pues los soportes mòbiles para maniobrar el cuerpo del
animal son instrumentos convenientes en cualquier lugar donde la gravedad no
sea demasiado potente.
Si hay luz, los ojos se desarrollaran para usarse como fuente de información, y ya
que acaso las leyes de la óptica son uniformes a lo largo del universo, los ojos de
las razas extraterrestres no serán muy diferentes de los humanos. Ciertamente
tendrán lentes y algo que se asemeje a los parpados para mantener limpias las
superficies. Otros teóricos consideran esto mero antropomorfismo. La forma del
hombre y de otros animales del lado terrestre, dicen, es el producto de una larga
serie de acciones que empezaron antes de los peces de los mares primitivos. El
hombre tiene cuatro extremidades por que los peces primitivos tenían cuatro
aletas y una vez que este patrón se estableció no pudo haberse cambiado.
Al hombre le pudo haber ido mejor con más de cuatro extremidades. Los elefantes
son una forma que ha sobrevivido, y mantienen su 4 patas mientras hacen de su
nariz otra “mano”. Los insectos hacen buen uso de sus seis patas y de otros
apéndices especializados. Si los insectos se las han arreglado para mantenerse
con todo y sus limitaciones—su esqueleto externo y su ineficaz sistema
respiratorio--, los animales más elevados del mundo también pudieron haber
tenido seis patas, antenas y tentáculos. Pudieron haber tenido cerebros en sus
espaldas; pudieron haber ovado y alimentado a sus pequeños durante la
problemática adolescencia de la metamorfosis. Seria esperar demasiado, nos
dicen estos evolucionistas de estilo libre, que los habitantes inteligentes de otros
planetas se parezcan al mono terrestre que apenas ha descendido del árbol.
Hasta en tierra, pequeños cambios del ambiente en los últimos dos mil millones de
años hubieran modificado la larga cadena de accidentes de la evolución y dado un
producto final de muy diversa apariencia.
Imaginar qué tipo de “gente” podría existir en otros planetas del sistema solar es
muy diferente que determinar qué tipos si existen, si es que existen. Como
residencia para la vida inteligente, Mercurio parece imposible salvo para el
optimista más persistente. Bajo sus densas nubes, Venus sigue siendo un
misterio. Si su atmosfera contiene un aerosol biológico con grandes recogedores
rondando la obscura superficie, no hay razón para que algunos de ellos no sean
altamente inteligentes. Pero no hay evidencia de esto, solo la posibilidad.
Casi todos los astrónomos admiten que Marte tiene alguna forma de vegetación, y
donde hay platas debe haber algún equivalente de la vida animal. Los animales
(organismos que comen plantas) son parte necesaria para el ciclo del carbono. Sin
ellos las plantas rápidamente extraerían todo el bióxido de carbono de la
atmosfera. Entonces habrían de morir.
Las plantas de Marte no están muertas. Pueden ser formas tan bajas como el
musgo que crece en las rocas terrestres (la luz solar reflejada en ellas se parece a
la luz reflejada en los musgos), pero crecen cada estación según su propia
manera, y tal vez crecen más rápido.
Si a Marte lo afligen grandes tormentas de polvo, como creen algunos
observadores, estas plantas deben crecer rápidamente para mantenerse por
encima del polvo que se deposita sobre ellas. Si aun están creciendo deben haber
animales marcianos que atacan sus cuerpos y regresan el bióxido de carbono a la
atmosfera. Tal vez estos animales no son más grandes que la bacteria o el hogo
terrestres, que también tienen esta función. Pero pueden ser mayores, tan
grandes incluso como para soportar cerebros bien desarrollados. No hay evidencia
conclusiva sobre este punto.
Los planetas lejanos no perecen ser favorables a la vida, pero los astrónomos casi
nada saben de las condiciones bajo las cimas de sus atmosferas. La vida puede
haberse desarrollado en ellos también, de una forma inimaginable. Tienen muchos
fluidos, gaseoso o líquidos o de los dos, y les llega suficiente luz solar para
mantenerse en vida, en movimiento. Es débil, sin duda, comparada con la luz solar
de la tierra, pero hay plantas terrestres que pueden crecer en una densa sombra
donde la energía que llega del sol es una pequeña fracción de lo que es la
intemperie. Los exploradores espaciales tienen derecho a esperar que algún tipo
de vida exista en los planetas lejanos.
También cabe la posibilidad de que la vida en otros planetas este en alguna etapa
de la organización social. La evolución sobre la tierra ha adoptado el patrón social
en muchas ocasiones y muchas eras geológicas, y no es irracional pensar que en
otros planetas tenga también sus avances. El proceso de la socialización es tan
importante para la evolución como el desarrollo de los cuerpos de los organismos
individuales.
Cada uno de los organismos unicelulares, ya sea vegetal o animal, tiene en su
núcleo un grupo de genes que controla el crecimiento y la reproducción del resto
de la célula. Estos genes parecen ser reliquias de la primera etapa de vida,
cuando la tierra estaba poblada solo por moléculas vivientes y reproductoras. En
el transcurso del tiempo se juntaron en grupos de cooperación y los rodearon
moléculas subordinadas que no poseían la habilidad de reproducirse. Organismos
unicelulares como los protozoarios son, de hecho, colonias de genes que han
adquirido una ventaja competitiva por trabajar mano a mano. Estas células ahora
son la forma dominante de la vida a pequeña escala. Las moléculas vivientes
(virus) se han visto reducidas a la estructura de parásitos dependientes.
El siguiente paso en la socialización fue que las células formaran colonias propias.
Se unieron para formar plantas y animales multicelulares, constituidos de células
que han perdido su individualidad al servicio de la unidad mayor a la que
pertenecen. Los cuerpos humanos son sociedades también: colonias de trillones
de células, cada una de las cuales se parecen mucho a los organismos
unicelulares que eran sus ancestros. Dentro de cada célula están los genes, que
son mucho más pequeños: las moléculas vivientes que se juntaron apenas
después del inicio de la vida.
Hubo una excelente razón para que se juntaran. Las moléculas vivientes solo
podían crecer hasta un punto. Cuando cooperaron para crear el núcleo de la
célula, pudieron crecer y hacer muchas otras cosas. Pero las moléculas
alcanzaron también un límite y hubieron de cooperar también. Algunos de los
patrones que adoptaron fueron capaces de adquirir un muy grande tamaño, pero
otros alcanzaron su límite rápidamente y no tuvieron de otra que una tercera etapa
de unión.
Hace como cien millones de años, los insectos alcanzaron su máximo tamaño e
hicieron lo que las células habían hecho mil millones de años antes. Formaron
grandes grupos sociales, en que los insectos individuales estaban subordinados al
bienestar de la colonia. Estos insectos sociales (hormigas, avispas, abejas,
termitas, etcétera) fueron tan exitosos que han sobrevivido casi inalterables hasta
el momento. Es difícil que en un metro cuadrado de terreno donde haya vida no
haya hormigas o termitas. Habitan los trópicos y las regiones templadas, las tierras
húmedas y secas. Un observador extraterrestre sin prejuicios podría decir que los
insectos sociales son la forma de vida más exitosa sobre la tierra.
La socialización de los vertebrados se retraso mucho tiempo. Su patrón corporal
les permitió ser mucho más grandes que los insectos, y así no se vieron forzados
a usar la herramienta de la cooperación. Su evolución probó varios grandes
modelos experimentales (como los dinosaurios) antes de que decidiera que el
simple gigantismo no era la senda del progreso. La evolución de los mamíferos, la
forma más elevada de los vertebrados, abandono el gigantismo y se concentro
finalmente en la socialización. El resultado fue que el hombre, el mamífero social,
ahora comparte el control del planeta con los insectos sociales.
El estado de las cosas en el planeta tierra debe ser un rompecabezas para un
observador extraterrestre. Si aterrizara en los Estados Unidos, los animales más
conspicuos serian los automóviles, y si examinara esas vigorosas criaturas de
duro caparazón, hallaría que cada uno contiene uno o más organismos débiles
que se ven notablemente indefensos cuando se les saca de sus conchas.
Decidiría, tras hablar con estas criaturas indefensas, que no tienen vida
independiente. Pocos de ellos tienen algo que ver con la producción o la
transportación de comida. Necesitan vestimenta y techo, pero no se los proveen
por sí mismos. Dependen de sus compañeros en miles de complejas formas. Casi
siempre mueren cuando quedan aislados, como las hormigas obreras, que vagan
desesperadas e indefensas si se las separa de su colonia.
Si el observador fuera inteligente (y siempre suponemos que los observadores
extraterrestres son inteligentes) concluiría que la tierra está habitada por unos
cuantos grandes organismos cuyas partes individuales se subordinan a una fuerza
central rectora. Acaso sería incapaz de encontrar un cerebro central o cualquier
otra unidad de control, pero a los biólogos humanos les pasa lo mismo cuando
intentan analizar un hormiguero. Las hormigas individuales son objetos
impresionantes—de echo, son algo estúpidos, hasta para ser insectos—, pero la
colonia se comporta con una inteligencia asombrosa.
Cuando los observadores humanos aterricen en otro planeta, puede encontrar a
sus habitantes en un nivel de cooperación social aun más avanzado. Tal vez sus
partes mòbiles y visibles sean enteramente secundarias, como las maquinas del
hombre. Tal vez las partes realmente vivas estarían aun más indefensas: puros
coágulos de tejido nervioso, sedentarios e inmóviles en el subsuelo. Tal vez esa
cosa orgánica, que sirvió a su propósito creativo, se habría echado a perder, y las
maquinas que creo habrían quedado en posesión del planeta.
Este estado de cosas no puede ser más extraordinario que el que ha producido la
evolución en la tierra. En cierto sentido, las células del cuerpo humano fueron
alguna vez independientes. Unas cuantas, los glóbulos blancos de la sangre
guardan algunos rasgos de independencia, vagan inquietas, muy parecidas a las
libérrimas amibas. Pero la mayoría de las células del cuerpo ha perdido toda su
separación. Un organismo mayor a tomado el control y no hay donde hallar el
asiento de su individualidad.
Cuando los hombres con imaginación miran el espacio y se preguntan si existe
vida en alguna parte de el, podrían darse alegría si recuerdan que la vida no tiene
que parecerse a la vida de la tierra. Marte parece ser el único planeta en que vida
como la nuestra podría existir, y hasta esto es muy dudoso. Pero puede haber
otras formas de vida, basadas en otras formas de la química, y acaso están
prosperando en Venus o Júpiter. Cuando menos nos es imposible probar que no
es cierto.
Mucho más interesante es la oportunidad de que la vida en otros planetas pueda
estar en una etapa más avanzada de la evolución. El hombre de hoy acaso esta
en un etapa efímera. Sus unidades individuales tienen todavía un fuerte sentido de
la personalidad. Son muy capaces, de hecho, bajo circunstancias favorables, de
llevar vidas individuales. Pero las sociedades del hombre (análogas a las colonias
de hormigas) ya están tan desarrolladas que tienen poder y efectividad
enormemente mayores que los de los individuos.
No es probable que esta situación transicional continúe por mucho tiempo—tiempo
medio en la escala de la evolución. Hace cincuenta mil años el hombre era un
animal salvaje, que vivía, como los lobos o los castores, en pequeños grupos de
familia. Dentro de cincuenta mil años las sociedades pueden estar tan
íntimamente entretejidas que los individuos no tengan ya algún sentido de
personalidad. Entonces quedara muy poca distinción entre las partes inorgánicas
del organismo múltiple y las partes orgánicas (maquinas) que fueron construidas
por él. Dentro de un millón de años—y un millón de años son un tic del reloj de la
evolución— el hombre y sus maquinas pueden haberse fundido hasta los
músculos del cuerpo humano y las células nerviosas que lo hacen funcionar.
Los exploradores del espacio habrán de estar preparados para una situación como
está. Si llegan a otro planeta cuando sus organismos vivientes estén aun estado
primitivo de la evolución, pueden encontrar el equivalente de los dinosaurios o
moluscos o hasta lo protozoos unicelulares. Si el planeta ha alcanzado un estado
mas evolucionado (cosa que no es imposible), puede estar habitado por un solo
gran organismo compuesto de varias unidades que cooperan cercanamente.
Las unidades pueden ser “secundarias”: maquinas creadas hace millones de años
por una forma previa de vida y a las que se dio la voluntad y habilidad de
sobrevivir y reproducirse. Pueden estar construidas enteramente por metales,
cerámicas y otros materiales durables, como los misiles de los hombres. En este
caso podría ser mucho más tolerante a su ambiente, y sobrevivir bajo condiciones
que destruirían inmediatamente a cualquier organismo hecho de compuestos de
carbono y dependiente de nuestro familiar ciclo del carbono.
Podrían vivir en planetas muy calientes o muy fríos. Podrían respirar en cualquier
atmosfera o en ninguna. Podrían construir sus cuerpos a cualquier tamaño
deseado a partir de materiales abundantes en la corteza de sus planetas. Podrían
obtener su energía de la luz solar o de reacciones nucleares. Tales criaturas
podrían ser los restos de una era ida muchos millones de años atrás, cuando su
planeta era favorable al origen de la vida, o pudieran ser inmigrantes de otro
planeta.
No es muy probable que los exploradores espaciales humanos encuentren
situación similar en ninguno de los planetas a los que puedan llegar: pero tampoco
es probable que encuentren el equivalente del hombre de hoy, cuya etapa de
desarrollo semisocializada, aunque interesante, solo puede ocupar una mínima
tajada del tiempo de la evolución

( 15 ) JHON DOS PASSOS

En su gran trilogía U.S.A. el novelista John Dos Passos (1896-1970) presentó tres
mecanismos literarios extremadamente novedosos. Salpicó su narrativa de
noticiarios (compuestos de encabezados, reportajes, anuncios y trozos de
canciones), ojos de cámara (recuerdos personales impresionistas) y pequeñas
biográficas de estadounidenses famosos. Es difícil saber qué tanto daban estos
mecanismos el sentimiento de la época al lector, pero la mayoría de los críticos
concuerda en que las biografías son muchas veces pequeñas obras maestras de
prosa irónica y poética. El siguiente esbozo de Charles Proteus Steinmentz–
tomado del El paralelo 42– fue escrito mucho antes de que Dos Passos ablandara
su rabia hacia el capitalismo y la dirigiera a las opiniones pro comunistas que él
mismo había mantenido. Ésta sigue siendo, sin importar cómo reaccione uno ante
sus excesos políticos, una de sus piezas más dramáticas y conmovedoras
( 15 ) Proteus

JOHN DOS PASSOS

STEINMETZ FUE UN JOROBADO,


hijo de un jorobado litógrafo.

Nació en Breslau en mil ochocientos sesenta y cinco, se graduó del


gimnasio de Breslau a los diecisiete y entró a la universidad de Breslau a estudiar
matemáticas; las matemáticas fueron para él fuerza en los músculos y largos
paseos en la colinas y el beso de una muchacha enamorada y noches
emborrachándose de cerveza con los cuates; en su quebrada espalda sintió el
peso de la sociedad como lo sienten los obreros en sus rectas espaldas, como lo
sienten los estudiantes pobres, y fue miembro de un club socialista y editor del
periódico que se llamaba La voz del pueblo.

Bismark estaba en Berlín como un pisapapeles enorme para que fuera


feudal la nueva Alemania, para sostener el imperio para sus jefes los
Hohenzonllern.

Steinmetz tuvo que huir a Zurich por el miedo de acabar en la cárcel, y en


Zurich sus matemáticos despertaron a todos los profesores del politécnico; pero la
Europa de los ochenta no era lugar para una estudiante alemán sin un quinto y
con la espalda rota y la cabezota llena de cálculos simbólicos y que se maraville
ante la electricidad que es matemáticas vueltas poder; y socialista, para acabarla.

Con un amigo danés vino a América en la tercera clase del viejo barco
francés La Champagne, vivió en Brooklin primero y viajó a Yonkers donde tenía un
trabajo de doce dólares por semana con Rudolph Eichemeyer, que era exiliado
alemán del cuarenta y ocho e inventor y dueño de una fábrica donde construía
maquinaria para hacer sombreros y generadores eléctricos.

En Yonkers trabajo la idea de la Tercera Armonía y la ley de la histéresis


que declara en una fórmula las céntuples relaciones entre la densidad, la
frecuencia y el calor metálico cuando los polos intercambian ligares en el centro de
un imán bajo corriente alterna.

Es la ley la histéresis de Steinmentz lo que hace posibles todos los


transformadores que están en unas cajitas y en las casas de dos aguas y en todas
las líneas de alta tensión de todas partes. Los símbolos matemáticos de Steinmetz
son los patrones de todos los transformadores de todas partes.

En mil ochocientos noventa y dos, cuando Eichemeyer vendió la


corporación que formaría la General Electric, a Steinmetz se le incluyó en el
contrato igual que a otros aparatos de valor. Toda su vida fue un aparato de la
General Electric.

Primero su laboratorio estaba en Lynn, después lo pasaron con todo y su


jorobadito a la ciudad eléctrica, Schenectady.

General Electric lo chiqueaba, lo dejaba ser socialista, lo dejaba tener un


invernadero lleno de cactus y alumbrado con luz de mercurio, y lo dejaba tener por
mascotas a lagartos, cuervos parlantes y a un monstruo de gila, y el departamento
de publicación alababa al mago, al médico que conocía los símbolos para abrir la
cueva de Alí Babá
Steinmetz se apuntó una fórmula en el puño y al día siguiente brotaron mil
plantas de energía nuevas y los dínamos cantaban dólares y el silencio de los
transformadores eran puros dólares, y el departamento de publicación destilaba
historias aceitosas para los oídos del público americano todos los domingos y
Steinmetz se volvió el mago de la casa, que hacía tormentas eléctricas de
juguetes en su laboratorio y que hacía correr a tiempo a todos los trenes de
juguete y a la carne quedarse fría en los congeladores y la lámpara de la sala y
todos los grandes faros y los reflectores y los rayos de luz que guían a los aviones
en la noche a Chicago a Nueva York a San Luis a Los Ángeles, y lo dejaban ser
socialista y creer que la sociedad humana puede mejorar como se puede mejorar
un dínamo, y lo dejaban ser pro alemán y escribirle una carta a Lenin porque los
matemáticos son tan poco prácticos y hacen formulas con las que se pueden
hacer plantas de energía, fabricas, metros, luz, calor, aire, pero no relaciones
humanas que afectan el dinero de los accionistas y los salarios de los directores.

Steinmetz fue un médico famoso y habló con Edison golpeándole la rodilla


en clave morse

porque Edison estaba sordísimo


y se fue al oeste
a decir cosas que nadie entendía
y habló con Ryan de Dios en un tren
y todos los reporteros lo rodearon cuando Einstein y él
se vieron cara acara,
pero no captaron lo que se dijeron
y Steinmetz fue el mejor aparato que General Electric ha tenido
hasta que se hartó y se murió.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 179 – 183.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 16 ) JULIAN HUXLEY

Hace mucho que los biólogos reconocieron que el trino de la aves tiene un importante
papel en sus rituales de apareamiento y que sirve también para identificar el
territorio de alimento donde cada ave ha marcado su señal. ¿Quiere esto decir que el
ave no "disfruta" con su canto? Eso sería como decir que al trompetista no le importa el
sonido de su instrumento sólo porque con él se gana la vida o porque excita a una
mujer. Es reconfortante, por ello, que en el siguiente ensayo un zoólogo eminente nos
diga que el gozo que las aves parecen experimentar no es sólo una ilusión de los
más sentimentales observadores de aves.

Las semejanzas de Julián Sorell Huxley (1877-1975) con su abuelo Thomas Henry
Huxley han sido señaladas muchas veces: gran interés en la zoología apoyado por
muy amplios antecedentes en todas las ciencias, agnosticismo filosófico acompañado
de humanitaria fe en el progreso, vigorosa participación en asuntos políticos (fue
director general de la UNESCO), soberbia habilidad como maestro y catedrático y, sobre
todo, la habilidad de escribir libros populares que son modelos de precisión científica y
excelencia estilística.

El texto que hemos elegido es de Ensayos de un biólogo, que es una colección de


piezas tempranas dedicadas a sus colegas del Instituto Rice de Houston, Texas,
donde fue profesor muchos años. El lector no tiene que ser miembro de la Sociedad
Audubon para fascinarse con su idea de la mente de esos primos nuestros de
brillantes ojos y dos patas, habitantes de la atmósfera que nos cubre.
( 16 ) Un ensayo sobre la mente de las aves

JULIAN HUXLEY
Oh ruiseñor,
eres sin duda criatura de fiero corazón

W.WORDSWORTH

Los animales inferiores, cuando las condiciones de vida le son favorables, son sujetos
de accesos periódicos de felicidad, que los afectan poderosamente y destacan en
vívido contraste de su temperamento ordinario... Los pájaros están mucho más
sujetos a estos gozosos instintos universales que los mamíferos y... como son mucho
más libres que los mamíferos, más alegres y graciosos en su acción, más locuaces y
tienen voces mucho más finas, su alegría se nota en una mayor variedad de formas,
con movimientos mucho más regulares y más hermosos, y con melodía.

W.H.HUDSON

¿Qué sabes sino que cada ave que el aire corta a su paso
Es un mundo inmenso de delicias, cerrado por nuestros cinco sentidos?
W. BlAKE

ILS N'ONT PAS DE CERVEAU


—ils n'ont que de l'ame. No tienen cerebro sólo tienen alma. Lo que
el autor describía era un perro, con toda su emoción, su pasión aparente para
hacerse entender y su fracaso en lograrlo; y esto era lo que el escritor francés resumía
en estas crudas palabras: pas de cerveau —que de l'ame.

Y no es paradoja: es una semiverdad que tiene más de la mitad de verdad; por


lo menos es más verdad que la proposición inversa que muchos apoyan.

Hay una escuela muy difundida hoy día que sostiene que los animales son
"meras máquinas". Puede ser que sean máquinas; lo que no encuadra bien es el
calificativo. Supongo que cuando se dice meras máquinas se quiere indicar que tienen
la inanimada y rígida cualidad de una máquina que anda cuando se la pone en
movimiento, se para cuando se toca otra palanca y actúa, en fin, solamente
obedeciendo a estímulos externos, siendo en realidad inemocional: un conjunto de
operaciones sin ninguna cualidad que merezca el nombre de ser.

Es verdad que cuando más avanzamos en el análisis del comportamiento animal


más vemos que se halla formado por una serie de automatismos, que se encuentra
rigurosamente determinado por la combinación de su constitución interna y las
circunstancias exteriores, y tenemos más motivos para negar a los animales la
posesión de algo que merezca el nombre de razón, ideal o pensamiento abstracto.
Cada vez, pues, nos aparecen más en realidad como mecanismos (que es palabra
mucho mejor que la de la máquina, puesto que esta última trae consigo
indisolublemente la idea de metal o madera, de electricidad o vapor). Son
mecanismos, porque su modo de actuar es regular, pero difieren de cualquier otro
tipo de mecanismo conocido en que su actividad, para decirlo del modo menos
comprometedor, va acompañada de emoción. Es, indudablemente, una combinación
de emoción y razón aquello a lo cual atribuimos un alma, pero en que, en lenguaje
popular por lo menos, el aspecto emocional es predominante y la pura razón se opone al
contenido emocional que da al alma esencia. Este contenido emocional lo
encontramos, qué duda cabe, como una corriente que fluye a través de la vida de los
animales superiores.
Se ha objetado a menudo que no tenemos conocimiento directo alguno de la
emoción en el animal, ni prueba directa de la existencia de cualquier proceso
puramente mental en su vida; pero este argumento tiene una fácil respuesta. No
tenemos conocimiento directo de la emoción o de ningún otro proceso consciente en
la vida de ningún ser humano, salvo nuestra propia personalidad, y sin embargo,
no dudamos un momento en deducirlo de la conducta de los demás. Aunque es un
punto discutible el de si la ciencia biológica debería limitar su objeto y sus términos de
análisis únicamente a la conducta, tendría que ser muy terco "behaviorista" el que
negara la existencia de la emoción y de los procesos conscientes.

Pero el valor práctico de este método de pensamiento es, como ya he dicho,


una cuestión discutible. Es indudablemente claro que un adelanto inmediato muy
grande, especialmente en la biología no-humana, ha podido lograrse y podría seguir
lográndose todavía cambiando los inciertos y a menudo resbalosos términos de la
psicología subjetiva por los que están basados en la descripción objetiva de la
conducta directamente observable. Sin embargo, es igualmente posible sostener,
como yo sostengo aquí, que prescindir de toda una categoría de fenómenos es poco
científico y a la larga nos conduciría a una falsa, por limitada, visión de las cosas, y que
cuando no son necesarios los minuciosos detalles del análisis sino solamente amplias
líneas y comparación general, la terminología psicológica de memoria, temor, ira,
curiosidad, afecto, es el instrumento más simple y directo y debemos usarlo para
completar y dar un cariz más real a la aburrida y menos completa terminología
behaviorista de modificación de la conducta, terror, agresión y todo lo demás.

Es por lo menos abundantemente claro, si hemos de creer en el principio de


uniformidad, que debemos atribuir emociones tanto a los animales como al hombre; la
semejanza de conducta es tan grande en los dos casos que dar por sentada la
ausencia de toda una especie de fenómenos en un caso y admitir, en cambio, su
presencia en el otro es hacer del razonamiento científico una verdadera farsa.

Pas de cerveau —que de lâme. -Especialmente quienes se han dedicado a


estudiar los pájaros suscribirían estas palabras. La variedad de sus emociones es
mayor, su intensidad más sorprendente que en los cuadrúpedos, mientras que su
poder para modificar la conducta por la experiencia es menor y la sujeción al instinto
más completa. Los que estén interesados en los detalles pueden comprobar en
experimentos, como los que ha descrito Eliot Howard en su Territory in bird life, lo
limitado que es el poder de adaptación de los pájaros; pero me conformaré con un solo
ejemplo de los experimentos de la naturaleza, registrados por Chance este mismo
año con ayuda del cinematógrafo: la conducta de las aves pequeñas cuando su
rutina se ve perturbada por la presencia de un cucú en el nido.

Cuando, después de esfuerzos prodigiosos, el cucú implume ha echado de


su hogar a hermanastros y hermanastras, sucede algunas veces que uno de
ellos se queda atrapado cerca del borde del nido. Uno de estos casos fue el que
tomó la cámara del señor Chance. El infortunado pichón se movía de un lado a otro
entre las ramitas que estaban debajo del nido; la madre pitpit venía volando con
alimento, los gritos y el pico abierto del avecilla atrajeron su atención y le dio
alimento, luego la madre se posó sobre el nido tranquilamente, como si nada.
Mientras tanto, los movimientos del pichón lanzado del nido se hicieron más débiles
y su voz se puso más temblorosa y débil cada vez, mientras iba perdiendo su calor
vital. La siguiente vez que la madre fue a buscar alimento el pichoncito ya estaba
muerto.

Lo que más impresionaba era la enorme estupidez de la madre, su simple


respuesta a los estímulos: alimentar, al estímulo del grito, el pico abierto del
pichón; incubar, al estímulo del nido que tenía algo tibio y recubierto de plumas;
su negligencia absoluta en dar paso alguno para restituir al nido al pequeño
caído. Esta conducta es una exhibición de falta de razonamiento casi tan lamentable
como el conocido y bien comprobado caso de la avispa que cuidaba a la larva,
que, encontrándose momentáneamente sin alimento que darle, se puso cada vez
más inquieta hasta que por fin se decidió a cortar la parte posterior de la larva
para ofrecérsela como alimento a lo que quedaba de la parte anterior.

Las aves son, en general, muy estúpidas, en el sentido de que son muy
poco capaces de enfrentar emergencias, pero su vida es a menudo emocional y
sus emociones se expresan con riqueza y finura. Durante años me ha interesado
observar el apareamiento y las relaciones entre los sexos en las aves, y recuerdo
un gran número de momentos notables y dramáticos. Ésos me parecen ilustrar
tan bien la abundancia emocional de las aves y ofrecer tal número de ventanas
abiertas a esa cosa extraña que llamamos mente de un pájaro, que quiero exponer
algunos de ellos tal como me vienen a la memoria.

Primero, la llanura de la costa de Lousiana; un lago, construido y mantenido


como un santuario por aquel altruista y gran amante de las aves, E. A .McIlhenny,
lleno de las ruidosas bandadas de airones y pequeñas garzas semejantes a los
airones. Éstos regresan en grandes bandadas por la "Bahía de México" en los meses
de la primavera de sus lugares de invernada en Sudamérica. Llegados a la
Lousiana comen y duermen todos juntos por un tiempo, pero gradualmente van
separándose en parejas. Cada pareja, separándose de la bandada, escoge un
lugar para construir el nido entre los sauces y los arces de la laguna donde
viven y esto lo hacen después de una seria deliberación conjunta. Luego se
produce un fenómeno curioso; en lugar de proceder inmediatamente a dar
comienzo a los asuntos biológicos en forma de construcción del nido y puesta de
huevos, se dedican a lo que podría llamarse su luna de miel. Durante tres o
cuatro días ambos miembros de la pareja se encuentran siempre en el lugar
escogido, excepto por las visitas alternadas que hacen, cada uno en su momento,
a los distantes lugares en donde se alimentan. Cuando están los dos, se pasan
las horas posados en quietud sobre las ramas uno junto al otro. Generalmente
la hembra se halla en una rama más baja y descansa su cabeza contra el
costado del macho; se parecen, como una gota de agua a otra, a esas parejas
silenciosas pero felices que solemos ver en los bancos de los parques en la
primavera. De cuando en cuando, sin embargo, esta pasividad cede su lugar a
una loca excitación. Por una causa indiscernible, las dos aves levantan su cuello y
sus alas y con fuertes gritos entrelazan sus cuellos. Es un espectáculo tan
notable, que la primera vez que lo presencié no pude creerlo y sólo después de
haberlo visto con mis propios ojos tres o cuatro veces hube de admitirlo como
hecho común en su vida. Los largos cuellos de estos animales son tan flexi bles
que pueden dar la vuelta completa uno alrededor del otro, y así lo hacen,
formando un verdadero nudo de amor. Una vez hecho esto, cada una de las
aves, y esto es lo más admirable de todo, pasa su pico rápida y cariñosamente a
través de las plumas apenas levantadas de la otra, mordisqueándolas una y otra
vez. De esto lo único que puedo decir es que, al parecer, ponía a las aves en un
estado de emoción tal, que me hubiera gustado ser garza para poder
experimentarlo yo mismo. Una vez terminado todo, desenrollaban sus cuellos y
volvían otra vez a su silenciosa sentimentalidad cotidiana.

Nunca pude, ay, ver esto con los pequeños airones blancos que son menos
comunes; sólo con la garza de Lousiana (que, hablando con precisión, podría
llamarse también airón); sin embrago, como todas las otras actividades de las dos
especies son exactamente iguales, salvo en sus pequeños detalles, creo que el
airón blanco, al igual que el gris y el vinoso, se comporta de la misma manera.

La ceremonia de recepción cuando uno de los miembros de la pareja ha


estado lejos buscando comida, y vuelve y se encuentra con su compañero, es
también muy hermosa. Poco tiempo antes que el observador pueda notar que se
acerca, el ave se posa en su rama, arquea y extiende sus alas, levanta sus
garcetas en forma de abanico y las plumas de la cabeza en forma de corona, eriza
las plumas del cuello y lanza un grito ronco repetidamente. La otra se acerca
entonces, se posa sobre una rama cercana, hace los mismos preparativos y avanza
hacia su pareja y después de un corto tiempo de excitación, se colocan bien cerca
una de la otra. Esta ceremonia de recepción se repite todos los días hasta que los
pichones abandonan el nido, puesto que después de poner los huevos los
compañeros los incuban por turno, y se relevan cuatro veces a lo largo de
veinticuatro horas. Cada vez las mismas actitudes, los mismos gritos y la misma
excitación; sólo al final de todo, uno de ellos se sale del nido y el otro se aposenta en
él. El observador podría suponer que con esto ha concluido la ceremonia; pero
no, el ave que ha sido relevada se encuentra, según parece, cargada de grandes
cantidades de emoción aún no liberada; busca alrededor un tronquito o una
ramita, la rompe y la toma con el pico, volviendo con ella al nido para ofrecérsela a
la otra. Durante esta presentación, la ceremonia de saludo se repite de nuevo, y
después de cada relevo, toda la escena de presentación y saludos puede repetirse
dos, cuatro y hasta diez veces antes de que el ave que ha quedado libre
arranque el vuelo para marcharse.

Cuando la ceremonia se repite numerosas veces es extremadamente


interesante observar la progresiva extinción de la excitación. Durante la segunda
de las dos últimas presentaciones, el ave que muestra la ramita a veces sólo
levanta escasamente sus alas y sus plumas y parece que lo hace con un aire
indiferente, volviendo la cabeza hacia la dirección en que se propone partir.

Nadie que haya visto un par de airones cambiar así sus lugares en el nido, los
cuerpos inclinados hacia adelante, las plumas como un primoroso abanico de
encaje, la absoluta blancura del plumaje que realza el oro de los ojos y el negro
del pico, y toda la escena animada por un grito repetido y excitado, nadie puede
olvidarlo. Pero estas inolvidables escenas no se hallan limitadas a esas regiones.
Aquí en Inglaterra pueden verse otras; las he contemplado en las reservas de
Tring, a la vista del camino cerca del lago Frensham: los cortejos y galanteos del
airón crestado.

Felizmente, el airón crestado es cada vez más familiar a los amantes de pájaros
de Inglaterra. Su vientre blanco brillante y su protectora espalda gris avellana, su
zambullida sin esfuerzo y silenciosa, su largo cuello, su espléndida golilla y sus
patillas en negro, avellana y blanco, conspiran para hacer de él un ave notable.
En invierno, la cresta es pequeña e, incluso cuando ha crecido completamente
durante la primavera, se mantiene apretada contra la cabeza de modo que casi
no se le nota. Cuando el animal la extiende es, casi sin excepción, al servicio
del galanteo o del amor. Hace diez años me entretuve durante mis vacaciones
de primavera observando estas aves en las reservas de Tring. Pronto descubrí
que su galanteo, al igual que el de la garza, era mutuo, no sólo masculino como
en el pavo real o el gallo. Consistía, ordinariamente, en una pequeña ceremonia
de balanceo de la cabeza. La pareja de animales se acerca uno a otro, se ponen
frente a frente, levantan su cuello y extienden, no excesivamente, su collar de
plumas. Luego con un pequeño grito sacuden sus cabezas rápidamente, para
continuar con una oscilación de las cabezas de un lado a otro. Este sacudido y
meneo alternado se repite acaso de doce a veinte veces y luego las aves vuelven
lentamente a su estado normal y se ocupan de pescar, descansar o limpiar y
arreglar sus plumas. Ésta es la muestra más común de galantería pero, de
cuando en cuando, la excitación, evidente aun en estas ceremonias de algún
modo casuales, se eleva a mayor altura y parece intensificarse. Los saluditos de
cabeza se repiten sin interrupción y he visto, en una ocasión, que continuaban
saludándose hasta ochenta veces seguidas; y al final de estas sesiones las aves
no recaen en su vida ordinaria sino que, por el contrario, extienden mucho más
las plumas de su collar, dándole forma casi isabelina. Entonces una de las aves
se zambulle y luego la otra; pasan algunos segundos. Al fin, quizá después de
medio o tres cuartos de minuto (¡y medio minuto es muchísimo cuando se espera
la reaparición de un ave!), emerge uno después del otro; ambos llevan hierba
verdosa arrancada del fondo del lago en sus picos y tienden su cabeza hacia atrás
colocándola entre sus hombros de modo que ninguno de ellos puede ver casi nada del
otro, salvo los colores concéntricos de su collar levantado. En esta posición nadan
juntos. Es interesante observar la mirada ansiosa del que emerge primero y su
inmediata salida hacia el segundo en cuanto reaparece. Se acercan rápidamente
hasta que el observador se pregunta cómo evitarán la colisión. La respuesta es muy
simple: ¡la colisión no se evita! Pero esta colisión se lleva a cabo de forma notable: las
dos aves, cuando están una muy cerca de la otra, saltan del agua y se encuentran
pecho contra pecho casi verticalmente, enseñando de súbito la brillante superficie
blanca de su abdomen. Se mantienen en esta posición con violentos esfuerzos de
sus patas, balanceándose de un lado a otro como si estuvieran bailando, y,
gradualmente, se hunden de nuevo (siempre con sus pechos en contacto) hasta la
horizontal.

En tanto, intercambian algo de la hierba que llevan en el pico o por lo menos hacen
frecuentes y rápidos movimientos de la cabeza como si quisieran hacerlo, y así
vuelven a posarse sobre el agua; sacuden sus cabezas en saludo unas cuantas veces
más y se separan, y pasan de ser actores de un rito asombrosamente antiguo —
antiguo pero siempre nuevo— a las máquinas de comer y dormir de todos los días,
pero dejando tras de sí la visión de una intensa emoción canalizada en las particulares
formas de estas zambullidas y danzas. El conjunto de esta ceremonia impresiona al
observador no sólo por su intensidad sino porque, aparentemente, tiene muy pocas
ventajas biológicas directas (aunque posiblemente muchas indirectas), pues el acto
agota a los animales, no los estimula a las relaciones sexuales y se lleva a cabo,
parecería, por el puro gusto.

Cuando llegué a conocer mejor al airón, mi interés se hizo aún más profundo y se
aclaró el matiz emocional que hay en el fondo de todas las relaciones de los sexos. Esta
ave tiene también su "ceremonia de bienvenida", pero como se esfuerza muchísimo en
esconder su nido, al revés de las garzas y airones coloniales, esta ceremonia no
puede efectuarse en su momento más natural, el del relevo en el nido, sino que sucede
generalmente fuera de él, en la superficie del agua, donde no hay secretos que revelar.
Si el ave que está incubando quiere dejar el nido y la otra no vuelve, se va volando a
buscar a su compañera, tras de cubrir los huevos con hierba: es muy común en la
época de la cría ver a una de estas aves en la "actitud de busca", con el cuello estirado y
un poco hacia adelante y las patillas erectas, emitiendo una llamada especial y de
mucho alcance. Cuando esta llamada especial es reconocida y contestada, las dos
aves no simplemente vuelan o nadan una en busca de la otra; tiene lugar una
ceremonia en la que claramente se muestra su poder de excitación. El ave que ha
sido buscada y encontrada se pone en una actitud muy hermosa, con las alas medio
extendidas en ángulo recto con el cuerpo, el collar en erección circular y la cabeza
echada sobre su espalda, de modo que sólo queda visible la brillante roseta del collar
extendido en el centro de la pantalla que forman las alas, cada una de las cuales
muestra una ancha barra blanco brillante sobre su superficie gris oscuro. En esta
posición se balancea sin descanso para adelante y para atrás en pequeños arcos,
siempre de cara a su compañero. El descubridor, mientras tanto, se ha zambullido; pero,
como nada inmediatamente bajo la superficie del agua, puede verse su progreso
por la ondulación que levanta. De cuando en cuando levanta su cabeza por encima
de la superficie como un periscopio, para cerciorarse de su dirección, y retoma su
curso subacuático. Y no se levanta exactamente enfrente de la otra ave sino que
nada debajo de ella y un poco más allá; y mientras su compañero da vuelta hacia la
nueva orientación, emerge del agua en una actitud realmente extraordinaria. En el
último momento debe haberse zambullido un poco más profundo porque ahora se
levanta perpendicular con un movimiento lento, un poco espiral, y con el pico y la
cabeza apretados contra el cuello. En mis notas de hace diez años lo comparé con el
"fantasma de un pingüino", y esta comparación es aún la mejor que puedo encontrar
para dar una pequeña idea de la extraña sensación de irrealidad de su aparición.
Entonces se posa sobre el agua y empieza la pareja uno de sus inevitables ataques
de sacudimiento de cabeza.

Vemos pues que una pareja de aves se junta después de unas pocas horas de
separación; la cosa es muy simple en sí misma pero ¡cuánta elaboración en detalle!,
¡qué cúmulo de pequeñas excitaciones!, ¡cuánta emoción!

También pueden estudiarse muy bien en esta ave otras emociones,


principalmente los celos. Varias veces he visto pequeñas escenas como la
siguiente: una pareja está flotando perezosamente lado a lado con sus largos
cuellos echados hacia atrás de modo que la cabeza descansa en el centro de la
espalda. Una de ellas —casi siempre el macho, debo admitirlo, pero a veces
también la hembra— se despierta de la agradable somnolencia, nada hacia su
compañero y se coloca delante de él, dando una sacudida de la cabeza como
saludo, bien definida, aunque con algo de contención; esto es un signo claro de su
deseo de "divertirse un poco", es decir, de empezar una de aquellas ceremonias
de sacudir la cabeza en la cual la emoción agradable alcanza claramente el más
alto nivel de vida de estas aves, como puede confirmarlo cualquiera que haya
presenciado sus costumbres con un poco de atención. Estas ceremonias son
también, por simple extensión de su función, símbolo informativo; la otra ave
sabe lo que significa; saca su cabeza de las alas, da una pequeña sacudida
soñolienta y apenas discernible, y regresa la cabeza a su lugar. De tal forma,
renuncia a la posibilidad de la ceremonia y de la emoción porque se necesitan,
igual que en el hombre, dos para hacer el amor. Entonces el macho se aleja
nadando, pero conserva un aire intranquilo y al cabo de un minuto o dos vuelve a
acercarse y repite el mismo acto. Esto sucede, en ciertos casos, tres o cuatro
veces.

Si encuentra, entonces, otra hembra no acompañada por su compañero, el


intranquilo macho decepcionado se dirige en seguida hacia ella y ensaya el
mismo movimiento de sacudida de cabeza, insinuante e informativo; en algunos
casos que yo he presenciado, ella ha respondido al llamado empezando la
ceremonia de sacudidas de cabeza que ya conocemos. Coqueteo. Amor ilícito, si
así lo desean; pues el airón crestado, durante su estación de cría, por lo menos,
es estrictamente monógamo, y toda la economía de su vida familiar, si podemos
emplear esa expresión, está basada en la cooperación de macho y hembra tanto
en la incubación como en el cuidado de alimentar a los pichones. Por otra parte,
¡qué natural qué humana!, ¡y qué inofensivo!, puesto que no existe ninguna prueba
de que la agradable emoción del juego de sacudidas de cabeza lleve nunca a
nada más serio.

Pero observen. Cada vez que he advertido el comienzo de coqueteo


semejante, lo he visto interrumpido; la compañera, tan soñolienta como antes,
debe haber tenido todo el rato el ojo abierto. En seguida se despierta y se pone en
acción, se zambulle y ataca a la enemiga a la manera de los airones, con una
punzada de su fuerte pico, desde abajo del agua, en el vientre de la otra. Si el
golpe llega o no llega lo ignoro; generalmente, creo, la hembra que le ha hecho la
ofensa se da cuenta del peligro justo a tiempo y con un grito se va rápidamente
Entonces emerge la legítima compañera. ¿Qué es lo "que hace?, ¿picar a su
infiel marido?, ¿dejarlo con helado desprecio? ¡Para nada!, se acerca con ansioso
grito, y en un momento están; los dos sacudiendo sus cabezas; indudablemente, en
estas ocasiones, puede observarse que la ceremonia se cumple con mucho
mayor vigor y excitación que cualquiera otra vez.

Y exclamamos de nuevo ¡cuán humano! Y también podemos comprender a


qué complejo tono está afinada la vida emocional de las aves.
También se habrá observado que en el airón, cuya habilidad principal está en su
maravillosa zambullida, ésta ha sido utilizada como materia prima de varias
ceremonias de galanteo. Este exprimir las facultades ordinarias del ave en
servicio de la emoción, esta elevación y conversión de su habilidad de
zambullirse y nadar bajo el agua en ceremonias de pasión es bastante natural
desde el punto de vista evolutivo, y tiene contrapartes en otros lados. Así, en
los somorgujos, parientes no muy lejanos de los airones, nadar y zam bullirse
juegan también su papel en el galanteo; en ellos también tiene lugar la emocional
salida vertical del agua cerca del compañero, y hay una extraña ceremonia en la
cual dos o tres aves nadan inclinadas: con las partes posteriores sumergidas, el
pecho levantando, el cuello extendido hacia adelante y la cabeza hacia abajo con
aquel extraño aspecto de rigidez y tensión que se ve a menudo en los actos de
galanteo de las aves.

Una vez vi (desde las ventanas de la casa del director en Radley, extrañamente)
los poderes aéreos del cernícalo convertidos a los usos del galanteo. La hembra
estaba posada sobre un gran matorral del otro lado del césped. Había un viento
muy fuerte y el macho se lanzaba una y otra vez contra el matorral, para dar
vuelta justo al momento de llegar a la casa, y abatirse de nuevo, a velocidad extrema,
contra el matorral. Cuanto parecía inevitable que tiraría a su compañera de la rama,
cambiaba de súbito el ángulo de sus alas para subir verticalmente frente al matorral;
luego volvía y repetía el juego. Algunas veces se le acercaba tanto que ella se asustaba
y batía sus alas como si realmente temiera el choque. El viento estaba muy fuerte —y
soplaba en mi contra—, de modo que no pude oír qué gritos acompañaban el juego.

Un amigo mío que conoce las montañas de galesas y le gusta mucho observar las
aves me dice que ha visto hacer lo mismo al halcón peregrino; la misma cosa,
excepto que la velocidad era quizás doblemente grande, y el fondo, un salvaje
precipicio de rocas en lugar de un jardín de Berkshire.

No sólo las actividades de la vida diaria, sino las de la construcción del nido, son
empleadas a menudo como ceremonias de galanteo; pero, mientras que en el primer
caso los actos son simplemente aquellos más naturales y que mejor efectúa el ave,
en este último existe, sin duda, una asociación real entre los centros cerebrales que se
ocupan en la construcción del nido y la emoción sexual en general. Así podemos ver,
casi invariablemente, que la búsqueda de material para construir el nido es parte del
galanteo y a menudo se extiende hasta llegar a ser una presentación del material,
con el pico, a la compañera. Esto lo hemos visto también en el airón, que usa las
hierbas de las cuales su nido está formado; el somorgujo usa musgo para la
construcción del suyo y la pareja acude a los bancos de musgo en los cuales
nerviosamente lo recoge sólo para dejarlo caer de nuevo o tirarlo por encima de su
espalda. En estos pájaros cantores, los machos recogen con el pico una hoja o una
ramita y van a ofrecerla así a las hembras, y el frailecillo recoge frenéticamente la hierba y
la paja. El pingüino adelia, muy bien descrito por el doctor Levick, construye su nido
con piedras y lo usa también como galanteo.

Una curiosa y poco natural transferencia de objetos puede observarse algunas


veces en estos pingüinos. El curso normal de las cosas, para este animal valiente
pero chistoso, es que levante una piedra con el pico y se presente ante otro del sexo
opuesto y, con rígida inclinación y las alas absurdamente extendidas, la deposite a sus
pies. Sin embargo, cuando hay personas cerca de la colonia, estas aves, algunas
veces con toda solemnidad, levantan la piedra y la ofrecendan a los pies del
extrañado y divertido ser humano que los observa. Los pingüinos adelias no anidan
a lado de su natural elemento, el mar, sino algo alejados de él, en vertientes rocosas;
así pues, no pueden emplear sus brillantes zambullidas y notable natación para hacer
la corte sino que se contentan, aparte de la presentación del material para la
construcción de la casa, con lo que el doctor Levick describe como "extasiarse".
Extienden las alas a los lados, levantando su recta cabeza hacia arriba y emiten una
especie de silbido suave. Esto lo hace a veces cuando está solo, o bien forma un dúo con la
pareja. En todo caso, el término que le ha aplicado su observador indica bien el estado de
emoción que sugiere y que sin duda expresa.

El detalle de depositar regalos de galanteo ante el hombre, como lo hacen los


pingüinos, demuestra que debe haber cierta libertad de conexiones mentales en las
aves. En este caso, un acto que corresponde propiamente al galanteo se efectúa
como una expresión, hasta cierto punto, de otra emoción imprevista. Lo mismo se ve
en muchos pájaros cantores que, como la curruca, cantan con fuerza, llenos de
cólera, cuando se les molesta cerca de sus nidos; otras aves como el somorgujo,
cuando ven un enemigo cerca del nido expresan la violencia de su emoción con
cortas y rápidas zambullidas en que lanzan chorros de agua al aire, zambullida
empleada también como signo de excitación generosa en el galanteo.

Algunas veces también estos actos se ejercen por el puro gusto, como podríamos
decir: porque el hecho de representarlos, cuando el ave está llena de energía y las
condiciones exteriores son favorables, les causa placer. El ejemplo mejor conocido de
esto es el canto de los pájaros cantores. Éste, como ha demostrado abundantemente
Eliot Howard, es en su origen y función esencial símbolo de posesión de un territorio
para anidar ocupado por un macho; para los otros machos, un aviso de "cuidado
con el perro"; para las hembras, una invitación a hacer el nido y aparearse. Pero en
todos los pájaros cantores, prácticamente sin excepción, el canto no se limita al corto
período en que el animal cumple estas funciones sino que continúa hasta que los
pichones ya han sido criados, o después de la muda o incluso, como en el tordo
cantor, en cualquier día del año mientras haya buen sol y temperatura agradable.
Finalmente, esto nos conduce a lo que es, quizá, la categoría más interesante de
los actos de las aves: aquellos actos que no son simplemente llevados a cabo
algunas veces por el gusto de practicarlos, aunque posean funciones utilitarias, sino
los que no tienen realmente otro origen o razón de ser que ellos mismos.
Representan, en efecto, verdaderos juegos o deportes; y parecen mejor
desarrollados entre las aves que entre los mamíferos inferiores al mono. Es
verdad que el gato juega con el ratón y que muchos pequeños mamíferos, como los
perritos, cabritos, niños, son extraordinariamente juguetones, pero el juego del
gato con el ratón se puede comparar, más bien, al canto de los pájaros fuera de
la estación del amor; la transferencia de una actividad normal al plano del juego y
el juego, en los pequeños animales, como ha podido demostrar Groos, es de una
utilidad indudable. Seguramente el impulso al juego del animal joven debe ser
sentido como una exuberancia de la emoción y la energía que exige expresión, pero
un impulso similar debe sentirse en todos los actos instintivos. Psicológica e
individualmente, si así lo quieren, la acción se practica por el simple gusto de
hacerla; pero desde el punto de vista de la evolución y de la raza, ha sido originada
o por lo menos perfeccionada como un campo de práctica para los miembros aún
inmaduros del animal y como un entrenamiento para mantener preparadas y
listas las facultades que en el futuro cumplirán una importante necesidad.

Con algunos ejemplos veremos mejor la diferencia que existe entre los
mamíferos y las aves en el aspecto de la conducta. Pude contemplar uno de estos
ejemplos, extrañísimo, en un pantano cerca de la cría de los airones en la Lousiana.
Allí, entre otros interesantes representantes de la fauna alada, había pavos de
agua, curiosos primos de los corvejones, de cuello largo, delgado y flexible, cabeza
pequeña y agudo pico que, a menudo, nadan más que su largo cuello, cual
serpiente, sacaban del agua. Una de estas aves estaba posada sobre una rama de
cedro solitario y aparentemente tranquila; pero esa tranquilidad no era más que
la máscara del aburrimiento, porque de pronto el ave, dando una mirada
intranquila en torno suyo (era la hembra), empezó a tomar con el pico las
pequeñas ramillas verdes que estaban cerca de ella. Arrancó una de ellas con el
pico; luego, sacudiendo su cabeza hacia arriba, la echó al aire y, con diestro
movimiento, la tomó de nuevo en el pico cuando descendía; después de cinco o
seis veces de hacer esta maniobra con éxito, erró una vez. Entonces miró de reojo,
cómicamente, a la ramilla que caía con una inmovilidad meditativa y luego rompió otra
y empezó el mismo juego. Era muy rápida y hábil y el único pájaro que he visto
alguna vez tomar una cosa al vuelo tan bien como ella fue un tucán del zoológico,
que era capaz de coger las uvas a cualquier, velocidad que se las lanzaran. Hay
que tener en cuenta, sin embargo, que el tucán se había entrenado y que tenía
la ventaja de la enorme capacidad de su pico.

Deberíamos hacer notar aquí, naturalmente, que la práctica de tomar ramitas


al vuelo es un entrenamiento excelente para el pico y para los ojos y que ayuda al
animal a mantenerse hábil en el asunto, mucho más serio, de agarrar peces. Esto
es verdad indudable; mas, en cuanto a la evolución de este hábito, me inclino a
creer que debe ser completamente secundario. Que el ave, deseosa de ocupar
su intranquilidad de una manera satisfactoria, se replegó a una modificación de
sus actividades diarias del mismo modo que esas actividades son aprovechadas
por otras aves en forma de material primario para su galanteo. No existe prueba
alguna de que los jóvenes opacos de agua jueguen a tomar al vuelo ramitas
como preparación para su pesca, y, hasta que la tengamos, es más sencillo pensar
que el hábito de jugar con ellas, en lugar de arraigarse en los dictados utilitarios
de la selección natural de la conducta de la especie, como pasa con niños o
gatitos, es la expresión secundaria del ocio e intranquilidad combinados para
poner en acción una aptitud natural; en otras palabras, un verdadero deporte, aunque
bastante simple.

La forma más común de juego en las aves es el juego en el aire. Cualquiera


que haya tenido bien abiertos los ojos a la orilla del mar habrá visto gaviotas
juntarse y elevarse en espirales en los sitios donde las rocas envían el viento hacia
arriba. Pero estos vuelos no son nada comparados con los de otras aves. Hasta el
serio cuervo negro puede verse algunas veces practicando una maniobra curiosa.
Me acuerdo de uno que, completamente solo, volaba a lo largo de una ladera de
montaña cerca de Oban, pero, en vez de dirigirse al modo convencional, es decir,
horizontalmente, llevaba su vuelo en dirección diagonal hacia arriba en una corta
distancia y luego, lanzando un grito especial, con algo de arte en él, daba vuelta
casi completamente sobre la espalda y descendía en dirección también diagonal en
esta posición. Luego se enderezaba con fuerte aletazo y continuó así hasta que
desapareció por encima del lomo de la montaña, un kilómetro más allá. Me
recordó a un niño que hubiera aprendido algún paso nuevo de baile y que lo ensaya
alegremente durante todo el camino de regreso a su casa. Harlod Massingham ha visto
los juegos de los cuervos también y los ha descrito más vívidamente de lo que yo
puedo hacerlo. Él también tiene claro que juegan por el simple amor al juego, y cree
incluso que su gusto por el deporte ha colaborado a su casi completa desaparición, pues
los hace blanco fácil para el tirador.

En el mismo campo de observación de los airones en Lousiana, hacia la noche,


cuando estas aves volvían en gran número, volaban con regulares aleteos a una
altura como de 80 metros. Ya encima del estanque donde tenían su nido,
simplemente se dejaban caer; sus plumas se hacían para atrás como la cola de un
cometa; excitados, gritaban muy fuerte; y no mucho más arriba de las copas de los
árboles, extendían las alas para recoger el aire de nuevo, y como resultado se
deslizaban de lado en las más extrañas y llamativas curvas antes de recobrarse con un
pequeño desplazamiento hada arriba y posarse cuidadosamente sobre las ramas.
Esto, con toda certeza, no tenía significado alguno de cortejo; y nunca lo he visto sino
sobre el estanque a la vuelta de las aves. Parecía ser simplemente un poco de
entretenimiento injertado en la aburrida necesidad de descender esos 80 metros.

Podrían multiplicarse los ejemplos: grajos y cuervos, la solemne garza inglesa,


el zarapito, el vencejo, la agachadiza... todos estos y muchos más tienen sus muy
particulares deportes de vuelo. Lo que le queda claro al observador es la base
emocional de estos deportes: el gozo de la actuación bien controlada, la excitación
de la velocidad, esencialmente, lo que es para nosotros una buen golpe de bola en
el golf, o el vertiginoso descenso en esquíes.

Para quien la teoría de la evolución es una de las llaves maestras d e l a


n a t u r a l e za animada, debe haber un poco de interés en rastrear el desarrollo de
líneas de vida que, como la de las aves, divergieron de la línea que en algún
momento y por muchas vicisitudes llevó al Hombre.

En las aves y en los mamíferos vemos la evolución no sólo de ciertos


caracteres estructurales, como la división del corazón, compactamiento del
esqueleto, crecimiento del tamaño del cerebro; no sólo de caracteres fisiológicos,
como la sangre caliente o la eficiencia de la circulación; también de varios
caracteres físicos. Se hace mayor la capacitad de sacar provecho de la
experiencia, al igual que la de distinguir objetos; hay también un marcadísimo
aumento de la capacidad de emoción. Directa o indirectamente, les ha sido a las
aves ventajoso adquirir mayor capacidad del afecto, de los celos, del gozo, del
temor, de la curiosidad. En las aves el avance intelectual ha sido menor; el
emocional, mayor. Así, podemos estudiar en ellas una parte de la corriente de vida
donde la emoción, no limitada por la demasiada razón, se ha llevado la mejor
parte.

Supóngase que fuera totalmente cierto que la vida y fortuna de cada uno de nosotros
dependiera, en algún momento, de ganar o perder un juego de ajedrez. ¿No creen que
habríamos de considerar nuestro máximo deber sabemos cuando menos los nombres y
los movimientos de las piezas; tener nociones del gambito, y buen ojo para todas las
formas de poner o salirse de jaque?
Y es una verdad muy llana y elemental que la vida y la fortuna y la felicidad de
cada uno de nosotros y, más o menos, de quienes están relacionados con nosotros,
dependen de que conozcamos algo de las reglas de un juego infinitamente más
complicado que el ajedrez. Es un juego que se ha, jugado por eras innombrables, cada
hombre y cada mujer ha sido uno de los dos jugadores de su juego. El tablero es el
mundo, las piezas son los fenómenos de la naturaleza, las reglas del juego son lo que
llamamos leyes de la naturaleza. El otro jugador está oculto de nosotros. Sabemos que
su juego siempre es justo y paciente. Pero sabemos también, a nuestra, costa., que
nunca desatiende un error o se permite la mínima ignorancia. Al hombre que juega bien
se le pagan las más grandes apuestas, con esa suerte de generosidad desbordada, con
que el fuerte se solaza en su fuerza. El que juega, mal queda en jaque mate. Sin prisas
pero sin demoras.
THOMAS HENRY HUXLEY
A liberal education

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 185 – 203.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez

( 18 ) ALDOUS HUXLEY

A
ldous Leonard Huxley (1894-1963), a diferencia de su abuelo T.H. Huxley y
su hermano mayor Julián, pero como su tío abuelo materno Matthew
Arnold, miró siempre el progreso de la ciencia con ojo desconfiado. En su
novela más grande, Punto contrapunto, un personaje moldeado en D.H. Lawrence
expone sus dibujos de dos contrastantes Perfiles de la Historia. Uno, a la manera
de H.G. Wells, inicia a la izquierda con un pequeño mono. Sigue con el hombre
prehistórico, luego, a través de la historia, las figuras se hacen más y más grandes
hasta que culminan en gigantescas semejanzas de Wells, que salen en

espiral del papel hacia la Utopía. El otro Perfil es como lo ve Lawrence. La figura
más grande es un griego antiguo, y luego los hombres se hacen cada vez más
pequeños. Los victorianos son casi enanos, los hombres del siglo XX son todavía
más chicos. “Entre las nieblas del futuro se puede ver una compañía
empequeñeciente de fetos y gargolitas…”

El mundo feliz, publicado en 1932, es la versión sardónica del segundo


Perfil. Es la más notable de las utopías negativas, ese género inquietante de la
fantasía científica en el cual indeseables tendencias actuales son las pesadillas
del futuro. El propio Wells lo había hecho en When the sleeper wakes, y George
Orwell lo haría en 1984. Las tres visiones tienen mucho en común, pero la de
Huxley ha tenido un impacto más intenso, a pesar del hecho de que algunos
lectores la han finalizado sin darse cuenta de que es una novela satírica. Para
comprender el capítulo que aquí se reproduce es necesario dar un breve bosquejo
de la feliz sociedad de Huxley.

El año es el 632 d.F., es decir, “después de Ford”. Como profeta de la


producción en masa, por la cual el estado cría a sus niños, Ford ha reemplazado a
Dios en la mitología religiosa que el gobierno patrocina. El Proceso de Bokanovsky
habilita a los Criaderos a dividir cada huevo humano fertilizado en 96 gemelos
idénticos, que son cuidadosamente incubados en tubos de ensayo. Un sistema
neopavloviano de acondicionamiento, combinado en la hypnopedia (enseñanza en
el sueño), produce una estricta sociedad que va de los administradores Alfa Plus
a los Épsilon Minus Semiidiotas, que completan las tareas más

bajas. La ciencia mantiene jóvenes y saludables a los ciudadanos, y felices con


una combinación de entretenimiento controlado por el gobierno (particularmente
las “sensiblerías”: films en 3-D, con olor y táctiles), sexo obligatorio y soma, que es
una droga tranquilizante para escapar de la realidad sin efectos secundarios
desagradables. “Madre” es palabra obscena. Las muchachas “neumáticas”
mascan chicle de hormonas sexuales, usan cinturones maltusianos para cargar
anticonceptivos, bailan pasoquinto al lamento del saxofón, y les preocupa su salud
mental cuando sienten que se están encariñando demasiado con un hombre. El
resultado es una sociedad completamente estable, de ciudadanos felices y buenos
como son felices y buenos los bebés y las abejas.

John, un “salvaje” de una Reserva donde se mantienen como especímenes


a hombres y mujeres no acondicionados, es llevado a Londres por un psicólogo
inseguro, de nombre Bernard Marx. Buen conocedor de Shakespeare, el Salvaje
espera encontrarse el “mundo feliz” de Miranda, pero en su lugar encuentra un
mundo donde la felicidad más alta se ha olvidado.

En el capítulo que hemos seleccionado, un “inspector mundial”, Mustafá


Mond, le explica al Salvaje por qué la ciencia y el arte deben ser censurados por el
estado. En años recientes hemos visto dos grandes ejemplos de este tipo de
control gubernamental. A Hitler le pareció necesario reprimir la antropología
moderna y su evidencia de igualdad racial, y Stalin en persona apoyó el
movimiento de Lysenko y su aniquilación de la genética moderna. El Mundo feliz
era una extrapolación de 600 años. Huxley escribió en una posterior introducción a
su novela: “Hoy parece posible que el horror esté sobre nosotros dentro de un
siglo.”
( 18 ) La ciencia en el mundo feliz
ALDOUS HUXLEY

LA HABITACIÓN A LA QUE SE LES condujo era el despacho del Inspector.


--Su Fordería bajará en un momento.
El mayordomo Gamma los dejó solos.
Helmholtz rompió a reír a carcajadas.
– Más parece esto una reunión para tomar cafeína diluida que un juicio –dijo y
se dejó caer en el sillón neumático más lujoso –¡Anímate, Bernard!– agregó
cuando su vista tropezó con el semblante verdoso y triste de su amigo. Pero
Bernard no quería que nadie lo animara: sin responder, sin mirar siquiera a
Helmholtz, fue a sentarse a la silla más incómoda de la habitación,
cuidadosamente elegida con la oscura esperanza de aplacar de algún modo la ira
de los poderes superiores.

El Salvaje daba vueltas, inquieto, alrededor de la pieza, mirando con vaga y


superficial curiosidad los libros de los estantes, los rollos de las máquinas de leer
en sus columbarios numerados. En la mesa, bajo la ventana, yacía un muy grueso
volumen, encuadernado en flexible imitación de cuero, estampado de grandes tes
doradas. Lo tomó y lo abrió: Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford. El libro había
sido editado en Detroit por la Sociedad para la Propagación de Conocimientos
Fordianos. Con pereza pasó las páginas, leyó una sentencia aquí, un párrafo por
allá, y acababa de llegar a la conclusión de que el libro no le interesaba cuando se
abrió la puerta y el Inspector Residente Mundial de la Europa Occidental entró en
la habitación con ligeros pasos.

Mustafá Mond les tendio la mano a los tres; pero se dirigió al Salvaje.
–Entonces no le gusta mucho la civilización, señor Salvaje –dijo–.

El Salvaje lo miró. Había venido decidido a mentir, fanfarronear, neciamente


no contestar; pero, tranquilizado por la simpática inteligencia del rostro del
Inspector, decidió decir la verdad sin rodeos:

–No– y hasta meneó la cabeza.

Bernard se estremeció y lo miró horrorizado. ¿Qué iba a pensar el


Inspector? Estar etiquetado como amigo de un hombre que dice que no le gusta la
civilización –que lo dice abiertamente y al mismísimo Inspector– era espantoso.

–Pero, John… –comenzó, y una sola mirada de Mustafá Mond lo redujo a un


abyecto silencio.

-–Naturalmente –reconoció el Salvaje– hay algunas cosas muy agradables. Esa


música del aire, por ejemplo…

–A veces mil sonoros instrumentos susurran a mi oído; otras, mil voces.

El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.

–¿Usted también lo ha leído? –preguntó–. Creía que nadie sabía nada de ese
libro aquí en Inglaterra.

–Casi nadie. Soy de los pocos. Está prohibido, ¿ve? Pero como yo hago aquí las
leyes, igual puedo quebrantarlas. Impunemente, señor Marx –agregó, volviéndose
hacia Bernard–, cosa que me temo usted no puede hacer.

A Bernard lo envolvió un abatimiento todavía menos esperanzado.


–Pero ¿por qué está prohibido? –preguntó el Salvaje. Con la emoción de haberse
encontrado a alguien que había leído a Shakespeare, había olvidado
momentáneamente todo lo demás.

El Inspector se encogió de hombros.

–Porque es viejo más que nada. Y aquí no nos sirven las cosas viejas.

–¿Aunque sean bellas?

–Sobre todo si son bellas. La belleza es atractiva, y no queremos que el pueblo


se sienta atraído por cosas viejas. Queremos que le gusten las nuevas.

–Pero es que las nuevas son estúpidas y horribles. ¡Esas farsas en que sólo hay
helicópteros volando por todas partes y uno siente a las personas besándose! –
hizo una mueca.–¡Cabrones y micos! –sólo en las palabras de Otelo podía hallar
un adecuado vehículo para su odio y desprecio.

–Lindos animales, domados –murmuró el Inspector, entre paréntesis.

–¿Por qué no mejor que vean Otelo?

–Ya se lo dije: es viejo. Y además no le entenderían.

Sí, era verdad. Recordó cómo se había reído Helmholtz de Romeo y Julieta.

–Bueno –dijo tras una pausa–, pues entonces algo nuevo que se parezca a Otelo
y que puedan entender.

–Eso es lo que todos hemos deseado escribir –dijo Helmholtz–, rompiendo un


largo silencio.
–Y lo que jamás escribirán—dijo el Inspector–.Porque si realmente se pareciera a
Otelo ninguno podría entenderlo, aunque fuera nuevo. Y si fuera nuevo, imposible
que se pareciera a Otelo.

–¿Por qué?

–Sí, ¿por qué? –repitió Helmholtz–. También a él se le estaban olvidando las


desagradables realidades de la situación. Lívido de ansiedad y aprensión, sólo
Bernard las recordaba; los otros no le hacían caso–. ¿Por qué?

–Porque nuestro mundo no es el mismo que el de Otelo. No se pueden hacer


automóviles sin acero, y no se pueden hacer tragedias sin inestabilidad social.
Ahora el mundo es estable. La gente es feliz; tienen lo que desean, y no desean
nunca lo que no pueden tener. Están a gusto; están seguras; nunca están
enfermas; no tienen miedo a la muerte; viven en la bendita ignorancia de la pasión
y la vejez; no les pesan ni padres ni madres; no tienen esposas, ni amantes que
les causen emociones violentas: están tan bien acondicionados que,
prácticamente, no pueden dejar de comportarse como deben. Y si cualquier cosa
saliera mal, ahí está el soma. Que usted ha lanzado por la ventana en nombre de
la libertad, señor Salvaje. ¡Libertad! –rió–. ¡Esperar que los Deltas sepan qué es
eso! ¡Y ahora esperar que comprendan Otelo! ¡Pobre inocente!

El Salvaje se quedó callado un momento.

–A pesar de lo que diga –insistió obstinadamente–, Otelo es bueno, es mejor que


esas películas sensibleras.
–Pero por supuesto –dijo el Inspector–. Ése es el precio que hemos pagado por
la estabilidad. Hay que escoger entre la dicha y lo que se llamó antaño arte
sublime. Hemos sacrificado el arte sublime. En su lugar tenemos las películas
sensibleras y el órgano de perfumes.

–Pero no significan nada.

–Significan lo que significan; son muchas sensaciones agradables para el


auditorio.

–Pero si están… contadas por un idiota.

El Inspector se puso a reír.

–No es usted muy amable con su amigo, el señor Watson, uno de nuestros más
distinguidos Ingenieros de emociones…

–Pero es la verdad –dijo sombríamente Helmholtz–. Porque es idiota escribir


cuando no hay nada que decir…

–Precisamente. Pero eso requiere gigantesca habilidad. Hacer autos con el


mínimo acero: obras de arte sin prácticamente otra cosa que pura sensación.

El Salvaje meneó la cabeza:

–A mí todo esto se me hace horrible.

–Pues sí. La felicidad real siempre parece muy menguada en comparación de las
compensaciones que brinda la miseria. Y, naturalmente, la estabilidad no es para
nada tan espectacular como la inestabilidad. Y el estar satisfecho no tiene el
encanto de la lucha contra la desgracia, ni el pintoresquismo de la pugna contra la
tentación, o de una fatal derrota a manos de la pasión o de la duda. La felicidad
nunca es grandiosa.

–Tal vez –dijo el Salvaje, tras un silencio–. Pero ¿debe de ser tan fea como esos
gemelos? y se pasó la mano por los ojos, como si quisiera borrar la recordada
imagen de las filas de enanos idénticos en las mesas de montaje, de aquellos
rebaños de enanos haciendo cola a la entrada de la estación del monorriel en
Brentford, de aquellos gusanillos humanos pululando alrededor del lecho de
muerte de Linda, del rostro interminablemente repetido de sus asaltantes. Miró su
mano izquierda vendada y se estremeció--: ¡Qué horrible!

–¡Pero qué útil! Veo que no le gustan nuestros Grupos Bokanowsky; pero son el
cimiento donde todo lo demás se construye, se lo aseguro. Son el giróscopo que
estabiliza el cohete del Estado en su marcha indetenible.

La voz profunda vibraba con emoción, la gesticulante mano implicaba todo el


espacio y la potencia de la irresistible máquina. La oratoria de Mustafá Mond
alcanzaba casi estándares sintéticos.

–Tenía la curiosidad –dijo el Salvaje–, ¿para qué los tienen si pueden sacar lo
que quieran de los envases? ¿Por qué no hacen a todo el mundo un Alfa Plus
Doble, ya que están en eso?

Mustafá Mond se echó a reír.

–Porque no se nos da la gana que nos degüellen –respondió–. Nosotros creemos


en la felicidad y en la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría evitar el ser
inestable y desgraciada. Imagínese una fábrica llena de Alfas, es decir, individuos
diferenciados y sin parentesco, de buena herencia y acondicionados para ser
capaces (con ciertas limitaciones) de escoger libremente y asumir
responsabilidades. ¡Imaginésela! –repitió.

El Salvaje trató de imaginársela, pero no pudo.

–Es absurdo. Un hombre decantado para Alfa, acondicionado para Alfa, se


volvería loco si tuviese que hacer el trabajo de un Épsilon Semiidiota, se volvería
loco o se pondría a destruir todo. Los Alfas pueden ser completamente
socializados, pero sólo si se les pone a hacer trabajos de Alfas. Sólo a un Épsilon
se le pueden pedir sacrificios de Épsilon, por la sencilla razón de que no son
sacrificios para él; es la línea de menor resistencia. Su acondicionamiento ha
tendido los rieles por donde él ha de rodar. No puede impedirlo; está predestinado.
Aun después de la decantación está siempre en el interior de un envase, de un
invisible envase de infantiles y embrionarios códigos. Cada uno de nosotros,
desde luego –continuó pensativamente el Inspector–, vive su vida dentro de un
envase. Pero si somos Alfas, nuestros envases, relativamente hablando, son
enormes. Y sufriríamos intensamente si se nos confinara a un espacio más
estrecho. No se puede echar imitación de champaña de castas superiores en las
botellas de la casta inferior. Teóricamente es obvio. Pero ha sido demostrado
también en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue convincente.

–¿Cuál?

Mustafá Mond sonrió:

–Bueno, puede llamarlo experimento de reenvasación, si gusta. Se inició en el


año 473 d. F. Los Inspectores hicieron evacuar la isla de Chipre y la recolonizaron
con un grupo de veintidós mil Alfas preparados especialmente. Se les dio
maquinaria industrial y agrícola y los dejaron gobernarse por sí solos. El resultado
cumplió exactamente todas las predicciones teóricas. Las tierras se cultivaron
bien; hubo huelgas en todas las fábricas; las leyes eran menospreciadas, las
órdenes se desobedecían; las gentes destinadas a efectuar trabajos inferiores
intrigaban todo el tiempo para conseguir otros mejores, y los empleados en los
trabajos superiores contraintrigaban para mantenerse a toda costa donde estaban.
En menos de seis años armaron una guerra civil de primerísimo nivel. Cuando
murieron diecinueve mil de los veintidós mil, los sobrevivientes pidieron unánimes
que los Inspectores Mundiales reasumieran el gobierno de la isla. Lo hicieron; ése
fue el fin de la única sociedad de Alfas que el mundo ha conocido.

El Salvaje suspiró profundamente.

–La población óptima –dijo Mustafá Mond– ha sido modelada como un iceberg:
ocho novenos bajo el agua y uno encima.

–¿Y son felices bajo el agua?

–Pues más felices que encima. Más felices que su amigo, por ejemplo –y lo
señaló–.

–¿A pesar de este trabajo espantoso?

–¿Espantoso? Para ellos no lo es. Al contrario, les gusta. Es leve y de una


simplicidad infantil. No agota ni la mente ni los músculos. Siete horas y media de
un trabajo tranquilo y nada agotador, y luego la ración soma, y deportes y
copulación sin trabas y películas sensibleras. ¿Qué más pueden pedir? Es cierto–
agregó– que podrían pedir menos horas. Y podríamos concedérselas,
naturalmente. Sería muy sencillo reducir el trabajo de las castas inferiores a tres o
cuatro horas al día. Pero ¿serían más felices? No, no lo serían. Ya se hizo el
experimento, hace más de siglo y medio. Toda Irlanda se organizó en cuatro horas
al día. ¿Cuál fué el resultado? Revueltas y un aumento en el consumo de soma;
nada más. Estas tres horas y media suplementarias de ocio estaban tan lejos de
ser un manantial de dicha, que la gente tenía que pedir vacaciones para librarse
de ellas. La Oficina de Inventos está atascada de planes de procedimientos para
economizar trabajo. Los hay por miles –Mustafá Mond hizo un amplio ademán–.
¿Que por qué no lo realizamos? Por el bien de los trabajadores; sería pura
crueldad afligirlos con ocio excesivo. Lo mismo ocurre con la agricultura.
Podríamos sintetizar hasta la última miga de nuestros alimentos, si quisiéramos.
Pero no. Preferimos que un tercio de la población se dedique a los trabajos de la
tierra. Y esto, en su propio beneficio: porque cuesta más tiempo obtener el
alimento de la tierra que de una fábrica. Además, tenemos que pensar en nuestra
estabilidad. No queremos cambiar. Cada cambio es una amenaza a la estabilidad.
Ésa es otra razón por la que estamos tan poco inclinados a aplicar invenciones
nuevas. Cada descubrimiento de ciencia pura es potencialmente subversivo; hasta
la ciencia ha de ser tratada como un posible enemigo. Sí, hasta la ciencia.

¿La ciencia? El Salvaje frunció el ceño. Conocía la palabra. Pero no podía decir
qué significaba exactamente. Shakespeare y los ancianos del pueblo nunca
habían mencionado la ciencia, y de Linda solamente había recogido vagas
indicaciones: la ciencia era algo con que se hacen helicópteros, algo que te hace
reír de las Danzas del Maíz, algo que te impide estar enfermo y que se te caigan
los dientes. Hizo un desesperado esfuerzo para comprender lo que el Inspector
quería decir.

–Sí –proseguía Mustafá Mond–, ése es otro punto en el costo de la estabilidad.


No sólo el arte es incompatible en la dicha; también la ciencia lo es. La ciencia es
peligrosa; hemos de tenerla cuidadosamente encadenada y amordazada.

–¿Qué? –dijo Helmholtz, pasmado–. Pero si siempre estamos diciendo que la


ciencia lo es todo. Es un lugar común hipnopédico.

–Tres veces por semana, de las trece a las diecisiete –apoyó Bernard–.

–Y toda la propaganda científica que hacemos en la escuela…

–Sí, pero ¿qué ciencia? –preguntó Mustafá Mond sarcásticamente–. Ustedes no


han recibido cultura científica, entonces no pueden juzgar. Yo fui un físico bastante
bueno en mi tiempo. Demasiado bueno. Comprendí que toda nuestra ciencia es
apenas un libro de cocina, con una ortodoxa teoría de la cocina, que nadie tiene
derecho de cuestionar, y una lista de recetas a las que nada se puede añadir sino
con permiso especial del cocinero mayor. Yo soy ahora cocinero mayor. Pero fui
también un galopín curiosillo. Me dio también por cocinar un poco a mi manera.
Cocinar heterodoxo, cocinar ilícito. Un poco de ciencia de verdad –guardó
silencio–.

–Y ¿qué paso? –preguntó Helmholtz Watson.

El Inspector suspiró.

–Casi lo que les va a pasar a ustedes, muchachos. Estuve a punto de que me


enviaran a una isla.

Las palabras galvanizaron a Bernard, y lo pusieron en una actitud violenta y poco


oportuna.
–¿Mandarme a una isla? –se paró de un brinco, cruzó corriendo el cuarto y se
puso a gesticular ante el Inspector–: No pueden mandarme a una isla. Si yo no he
hecho nada. Fueron los otros. Se lo juro fueron los otros –y señaló acusante a
Helmholtz y al Salvaje–. Se lo ruego, no me mande a Islandia. Le prometo que no
voy a hacer más que lo que tenga que hacer. Déme otra oportunidad. Por favor
déme otra oportunidad –comenzaron a fluirle las lágrimas–. Es culpa suya, le
estoy diciendo –sollozaba –A Islandia, no. Su Fordería, por favor, a Islandia, no…
–y en el paroxismo de la abyección se hincó ante el Inspector.

Mustafá Mond intentó levantarlo, pero Bernard persistía en su rastrería. Al fin el


Inspector tuvo que llamar a su cuarto secretario.

–Traiga tres hombres –ordenó– y llévense al señor Marx a un dormitorio. Denle


una buena vaporización de soma y déjenlo acostado.

El cuarto secretario salió y volvió con tres lacayos gemelos, uniformados de verde.
Se llevaron a Bernard aún entre sollozos y chillidos.

–Cualquiera diría que lo iban a degollar –dijo el inspector, cuando se cerró la


puerta–. Además, si tuviera un poco de sentido, comprendería que su castigo es
en realidad un premio. Lo mandan a una isla. Es decir, lo mandan a un lugar
donde encontrará a los hombres y mujeres más interesantes de todo el mundo.
Todas las personas que, por una u otra causa, han alcanzado demasiada
personalidad para poder adaptarse a la vida de comunidad. Todas las que no
están conformes con la ortodoxia. Todas las que tienen ideas propias. Toda las
que, en una palabra, son alguien. Casi los envidio, señor Watson.

Helmholtz se río.

–¿Entonces por qué no está usted también en una isla?

–Porque, finalmente, preferí esto –respondió el Inspector–. Me dieron a escoger:


enviarme a una isla, donde habría podido continuar con mi ciencia pura, o entrar al
Consejo de Inspectores, con la perspectiva de conseguir, en su momento, un
Inspectorado. Escogí esto y dejé la ciencia –y tras una breve pausa agregó–: a
veces añoro la ciencia. La felicidad es un amo tiránico, particularmente la felicidad
de los otros. Un amo mucho más tiránico, si no se está acondicionado aceptarlo
incuestionablemente, que la verdad.

Suspiró, guardo otra vez silencio y luego continuó en un tono más animado:

–En fin, el deber es el deber. No se pueden consultar las preferencias de uno. Me


interesa la verdad, me gusta la ciencia. Pero la verdad es una amenaza y la
ciencia un peligro público. Tan peligrosa como fue benéfica. Nos ha dado el más
estable equilibrio de la historia. El de China, en comparación, era
desesperadamente inseguro; ni los matriarcados primitivos eran más seguros que
nosotros. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia
deshaga su excelente obra. Por eso limitamos tan cuidadosamente el campo de
sus investigaciones, por eso estuve apunto de que me mandaran a una isla. No le
permitimos ocuparse más que de los problemas inmediatos. Todas las demás
investigaciones se evitan con la mayor diligencia. Es curioso –siguió, tras una
breve pausa– leer lo que se escribía en tiempo de Nuestro Ford del progreso
científico. Parecían imaginar que proseguiría indefinidamente, sin prestar atención
a nada más. El saber era el más alto bien; la verdad, el valor supremo; todo lo
demás era secundario y subordinado. Es cierto, las ideas comenzaban a cambiar
por entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por quitarles prestigio a la verdad y
la belleza y dárselo a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía
este cambio. La felicidad universal hace que los engranajes funcionen al parejo; la
verdad y la belleza, no. Y desde luego, siempre que las masas obtenían el poder
político, era la felicidad, más que la verdad y la belleza, lo que interesaba. Pero, a
pesar de todo, se permitían aún las investigaciones científicas sin restricciones. La
gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes
soberanos. Así siguió hasta la Guerra de los Nueve Años. Ésa sí los hizo cambiar
de tono. ¿Para qué sirven la belleza o la verdad o el saber cuando las bombas de
ántrax te estallan alrededor? Entonces, por primera vez, la ciencia comenzó a ser
vigilada: después de la Guerra de los Nueve Años. La gente estaba dispuesta
hasta que le vigilaran el apetito. Cualquier cosa con tal de vivir tranquilos. Hemos
seguido controlando desde entonces. Claro es que esto no ha sido muy bueno
para la verdad. Pero sí lo ha sido para la felicidad. Todo tiene su precio. La
felicidad hay que pagarla. Usted la paga, señor Watson, la paga porque le interesa
demasiado la belleza. A mí me interesaba mucho la verdad; yo también he
pagado.

–Pero usted no terminó en una isla –dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.

El Inspector sonrió.

–Así es como lo he pagado. He escogido servir a la felicidad. La de los otros, no


la mía. Es una suerte –agregó tras una pausa– que haya tantas islas en el mundo.
No sé qué haríamos sin ellas. Meterlos a todos en una cámara letal, creo. Por
cierto, señor Watson, ¿prefiere el clima tropical, Las Marquesas, por ejemplo, o
Samoa? ¿O algo más caluroso?

Helmholtz se levantó de su sillón neumático.

–Prefiero el mal clima –respondió–. Yo creo que podría escribir mejor si el clima
fuera malo. Si hubiera vientos y tempestades, por ejemplo…

El Inspector dijo sí con la cabeza.

–Me gusta su espíritu, señor Watson. De veras me gusta mucho. Tanto como lo
desapruebo oficialmente –sonrió–. ¿Estarán bien las islas Falkland?

–Sí, pues yo creo que sí –respondió Helmholtz–.Y bueno, si no le parece mal,


voy a ver cómo anda el pobre Bernard.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 227 – 238.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 19 ) RACHEL CARSON

En 1951 los lectores de The New Yorker se llevaron una pequeña sacudida. En
varios números, la sección de reseñas biográficas de la revista, dedicada
normalmente la gente pública, publico una “reseña biográfica” del mar. La serie de
artículos se tomó de El mar que nos rodea, de Rachel Carson. Cuando apareció el
libro, ese mismo año, un poco después, se convirtió en éxito instantáneo y fue
ganador de muchos premios importantes.

El científico y el poeta -nos dice John Burroughs en un ensayo de esta


colección- pueden y deben ser amigos. En raras ocasiones, y el libro de la señorita
Carson es una de ellas, se convierten en una sola persona. Novelistas y poetas
anteriores a ella han descrito la belleza, el horror y el misterio del mar; científicos
anteriores a ella han registrado en una prosa árida y perecedera los "datos" del
mar. Le quedó a la señorita Carson fusionar la ciencia y la poesía en un magnífico
volumen de brillante ejecución.
Rachel Louise Carson (l907-1964) se entrenó bien para su faena. Tras de
un período de investigación en el Laboratorio Marino Biológico de Woods Hole, en
Massachusetts, y varios años de enseñanza universitaria, pasó a formar parte del
equipo que ahora se llama el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los Estados
Unidos, rama del departamento del Interior. De 1947 a 1952 Carson fue editora en
jefe del servicio.

En 1962 la señorita Carson despertó a la nación entera, con su libro


Silenciosa primavera, a los peligros inherentes al uso descuidado y generalizado
de aerosoles químicos para matar insectos. La lucha que siguió entre proponentes
y oponentes del uso de esos aerosoles no ha disminuido. El texto que hemos
elegido es uno de los capítulos más dramáticos del libro El mar que nos rodea.
( 19 ) El mar sin sol

RACHEL CARSON

Donde navegan las grandes ballenas,


Navegan y navegan, abiertos los ojos.

MATHEW ARNOLD

ENTRE LA SOLEADA SUPERFICIE del mar abierto y las ocultas colinas y valles
del suelo oceánico está la región menos conocida del mar. Estas aguas profundas
y oscuras, con todos sus misterios y sus problemas no resueltos, cubren una parte
muy considerable de la tierra. Las aguas se extienden sobre más de tres cuartos
de la superficie del globo. Si restamos las áreas superficiales de los arrecifes
continentales, y los bancos y bajíos, donde el pálido fantasma de la luz del sol
alcanza a rozar el fondo, aún la mitad del mundo está cubierta de agua sin luz, de
kilómetros de profundidad, oscura desde el principio del mundo.

Esta región ha guardado sus secretos más obstinadamente que cualquier


otra. El hombre, con todo su ingenio, se ha aventurado apenas a su umbral. Con
tanques de aire comprimido a sus espaldas se ha sumergido 90 metros. Puede
descender casi 150 con casco de buceo y traje de hule. Sólo unos cuantos
hombres en toda la historia del mundo han tenido la experiencia de descender,
vivos, más allá del rango de la luz visible. Los primeros fueron William Beebe y
Otis Barton; en la batisfera, alcanzaron la profundidad de 925.98 metros en el mar
abierto de las Bermudas, en el año de 1934. Barton, ya solo, en el verano de
1949, descendió hasta 1,371 metros en los mares de California, en una esfera de
acero de un diseño algo diferente; y en 1953 buzos franceses penetraron
profundidades de casi tres kilómetros; pasaron varias horas en una zona de frío y
oscuridad donde la presencia del hombre era desconocida.

Aunque sólo unos cuantos afortunados podrán visitar el mar más profundo,
los instrumentos precisos del oceanógrafo, que registran la penetración de la luz,
la presión, la salinidad y la temperatura, nos han dado la materia prima para
reconstruir en la imaginación estas regiones extrañas y prohibidas. A diferencia de
las aguas superficiales, que son sensibles a cualquier ráfaga del viento, que
conocen la noche y el día, responden a la atracción del sol y de la luna, y cambian
cuando cambian las estaciones, a las aguas profundas los cambios llegan
lentamente, si llegan. Abajo, más allá del alcance de los rayos del sol, no hay
alteración de luz u obscuridad. Hay más bien una noche infinita, antigua como el
mismo mar. Para la mayoría de sus criaturas, que andan por siempre a tientas por
sus negras aguas, éste debe de ser lugar de hambre, donde el alimento es escaso
y difícil de encontrar, lugar sin refugio donde no hay santuario libre de enemigos,
donde sólo se puede andar y andar, del nacimiento a la muerte, a través de la
oscuridad, confinados como en una prisión a su capa particular del mar.

Antes se decía que nada podía vivir en el mar profundo. Era una creencia
fácil de aceptar, pues sin nada que pruebe lo contrario, ¿cómo sería posible
concebir la vida en semejante lugar?

Hace un siglo el biólogo inglés Edward Forbes escribió: "Mientras más


profundamente descendemos a esta región, más modificados son sus habitantes,
y escasean más, e indican nuestra cercanía a un abismo donde o la vida está
extinta o apenas unas chispas indican su presencia." Pero Forbes insistía en
explorar más esta "vasta área del mar profundo" para despejar para siempre la
duda de la existencia de la vida en las grandes profundidades.
Ya entonces la evidencia se estaba acumulando. Sir John Ross, de su
exploración en los océanos árticos, en 1818, trajo de 1,000 brazas de profundidad
lodo en que había gusanos, "probando así que existía vida animal en la cama
oceánica a pesar de la oscuridad, la calma, el silencio y la inmensa presión
producida por tres kilómetros de agua".

Luego, del barco de reconocimiento Bulldog, que examinaba una ruta al


norte para tender cable desde Faroe hasta Labrador, en 1860, Llegó con otro
reporte. La sonda del Bulldog, que se quedó un rato en el fondo del mar a una
profundidad de 1,260 brazas, subió con trece estrellas de mar pegadas a ella. Con
estas estrellas -escribió el biólogo del barco- "la profundidad nos ha mandado el
ansiado mensaje". Pero no todos los zoólogos de la época estaban preparados
para aceptar el mensaje. Algunos escépticos aseguraron que las estrellas de mar
habían "abrazado convulsivamente" la sonda en algún momento de su regreso a
la superficie.

En el mismo año, 1860, un cable del Mediterráneo se extrajo para


reparaciones de una profundidad de 1,200 brazas. Estaba densamente incrustado
de corales y otros animales sesiles que se le habían pegado en una etapa
temprana de su desarrollo y llegaron en él a la madurez acaso en meses o años.
No cabía la más mínima posibilidad de que se hubieran enredado al cable
mientras se le subía a la superficie.

Entonces el Challenger, la primera nave equipada para exploración


oceanográfica, zarpó de Inglaterra en el año de 1872 y le dio la vuelta al globo.
De fondos extendidos bajo kilómetros de agua, de las calladas profundidades,
alfombradas de cieno rojo, y de las intermedias profundidades sin luz, redes y
redes de criaturas fantásticas y extrañas subían y se derramaban sobre las
cubiertas. Los científicos del Challenger, tras el estudio de estos extraños seres,
traídos por primera vez a la luz del día, seres que ningún hombre había visto
antes, se percataron de que la vida existía hasta en el más profundo piso del
abismo.

El reciente descubrimiento de que una nube viviente de criaturas


desconocidas se extiende sobre gran parte del océano a una profundidad de
muchos cientos de brazas es la cosa más excitante que se ha; aprendido del
océano en muchos años.

Cuando se desarrolló el sondeo por eco, en el primer cuarto del siglo XX,
para permitir a los barcos registrar las profundidades del mar, acaso nadie
sospechó que también proveería del medio de aprender algo de la vida en esas
profundidades. Pero los operadores de los nuevos instrumentos pronto
descubrieron que las olas de sonido, dirigidas hacia abajo como un rayo de luz,
eran reflejadas por cualquier objeto sólido que encontrasen. Regresaban ecos
desde las profundidades intermedias, probablemente de bancos de peces, de
ballenas o submarinos; y luego se recibía el eco del fondo.

Estos hechos estaban tan bien establecidos a fines de los treinta que los
pescadores ya hablaban de usar sus brazómetros para buscar bancos de
arenque. Entonces la guerra impuso estrictas regulaciones al asunto, y poco se
oyó del asunto. Sin embargo, en 1946 la marina de los Estados Unidos expidió un
importante boletín. Se reportó que varios científicos, que trabajan con equipos
sónicos en las aguas profundas cercanas a la costa de California, habían
descubierto una extensa "capa" de algo, que devolvió un eco a las ondas de
sonido. Esta capa reflectante, aparentemente suspendida entre la superficie y el
piso del Pacífico, se encontró sobre un área de 750 kilómetros de ancho. Estaba
entre 1,000 Y 1,500 pies bajo la superficie. El descubrimiento fue hecho por tres
científicos, C. Eryring, R. J. Christensen y R. W. Raitt, abordo del U.S.S. Jasper,
en 1942. Por algún tiempo este misterioso fenómeno, de naturaleza totalmente
desconocida, dio en llamarse capa ECR. Luego, en 1945, Martín W. Johnson,
biólogo marino del Instituto de Oceanografía Scripps, hizo un descubrimiento que
dio la primera pista de la naturaleza de la capa. En el buque E. W. Seripps,
Johnson descubrió que lo que enviaba los ecos se movía de arriba para abajo
rítmicamente: se le hallaba cerca de la superficie por la noche y en las
profundidades del mar durante el día. Este descubrimiento permitió dejar de lado
especulaciones de que los reflejos provenían de algo inanimado, tal vez de una
simple discontinuidad física del agua, y demostró que la capa estaba informada de
criaturas vivientes capaces de movimiento controlado.

De ahí en adelante, más descubrimientos respecto del "fondo fantasma"


sobrevinieron rápidamente. Con el uso generalizado de instrumentos de
resonancia, ha quedado claro que el fenómeno no es peculiar de la costa de
California. Ocurre casi en todas las depresiones del fondo del océano: flota de día
a varios cientos de brazas, se acerca a la superficie por las noches, y de nuevo,
antes del alba, se hunde en las profundidades.

El U.S.S. Henderson, en su pasaje de San Diego a la Antártida, en 1947,


detectó la capa reflectante, durante la mayor parte de todos los días, en
profundidades que variaban de ISO a 450 brazas; en un viaje posterior, de San
Diego a Yokosuka. Japón, el brazómetro del Henderson la registró también todos
los días, lo que sugirió que existe casi a todo lo largo del Pacífico.

Durante julio y agosto de 1947 el U .S.S. Nereus hizo un brazograma


continuo de Pearl Harbor al Ártico y halló la capa sobre todas las aguas profundas
de su curso. No se desarrollaba ni en el Bering y ni en mar Chuckchee, que no son
profundos. A veces, por la mañana, el brazograma del Nereus mostraba dos
capas, que respondían de maneras diferentes a la creciente iluminación del agua;
ambas descendían al agua profunda, pero había un intervalo de 30 kilómetros
entre ellas.

A pesar de los intentos de tomar muestras o fotografiarlas, nadie está


seguro de lo que es la capa, aunque cualquier día pueden descubrirlo. Hay tres
teorías principales, cada una de las cuales tiene su grupo de apoyo. De acuerdo
con estas teorías, el fondo fantasma del mar puede consistir en pequeños
camarones planctónicos, peces o calamares.

En cuanto a la teoría del plancton, uno de los argumentos más


convincentes es el bien conocido hecho de que muchas de las criaturas de
plancton hacen migraciones verticales de cientos de metros, suben hacia la
superficie en la noche y se hunden más allá de la zona donde llega la luz al
amanecer. Este es, por supuesto, el exacto comportamiento de la capa. Lo que
sea que la componga es, eso parece, fuertemente auyentada por el sol. Las
criaturas de la capa casi parecen estar prisioneras al final -o mas allá del final- de
los rayos solares durante las horas del día, en espera sólo del regreso bienvenido
de la obscuridad para apresurarse a la superficie de las aguas. ¿Pero qué es el
poder que las repele?; ¿qué las trae hacia la superficie una vez que la fuerza
inhibidora no existe? ¿Es la amenaza de sus enemigos lo que las hace buscar la
oscuridad? ¿Es la comida más abundante cercana a la superficie lo que las atrae
de regreso bajo el manto de la noche?

Quienes dicen que los peces son los reflectantes de las ondas de sonido,
dan cuenta de las migraciones verticales de las capas, con la sugerencia de que
los peces se alimentan de los camarones planctónicos y están siguiendo su
comida. Creen que la forma de la vejiga de aire de un pez es, de todas las
estructuras implicadas, la más capaz, por su construcción, de regresar un fuerte
eco. Hay una importante dificultad para aceptar esta teoría: no hay ninguna
evidencia de que haya concentraciones de peces en todos los océanos. De hecho,
casi todo lo que sabemos sugiere que las poblaciones realmente densas de peces
viven en los bancos continentales o en ciertas zonas muy definidas del océano
abierto donde la comida es particularmente abundante. Si se llegara a comprobar
que la capa reflectante está compuesta de peces, las opiniones prevalecientes
tendrán que ser revisadas radicalmente.

La teoría más sorprendente (y la que parece tener menos adeptos) afirma


que la capa consiste de concentraciones de calamares, "suspendidos bajo la zona
iluminada del mar y esperando la llegada de la oscuridad para incursionar en las
aguas ricas en plancton de la superficie". Los que proponen esta teoría
argumentan que los calamares son abundantes y se hallan ampliamente
distribuidos, para dar los ecos que se han recogido en casi todas partes de los
polos al ecuador. Se sabe que los calamares son la única comida del cachalote,
que se encuentra en el océano abierto en todas las aguas templadas y tropicales.
Forman, también, la dieta exclusiva de la ballena nariz de botella y son comidos
muy ampliamente por casi todo el resto de ballenas dentadas, por focas y muchos
pájaros marinos. Todos estos hechos suponen que deben ser prodigiosamente
abundantes.

Es cierto que hombres que han trabajado cerca a la superficie marina por la
noche han tenido vívidas impresiones de la abundancia y actividad de los
calamares en la oscuridad de las aguas superficiales. Hace tiempo Johan Hjort
escribió:

"Una noche estábamos arrastrando largos sedales en la cuesta de Faroe,


con una lámpara eléctrica colgando al lado para ver el sedal, cuando como
relámpagos un calamar tras otro se dispararon hacia la luz... En octubre de 1902,
pasamos una noche fuera de las pendientes de los bancos de la costa noruega y
por muchas millas podíamos ver a los calamares moviéndose en la superficie
como burbujas luminosas, parecidas a lámparas eléctricas constantemente
encendidas y apagadas."

Thor Heyerdahl reporta que una noche su balsa fue literalmente


bombardeada por calamares; y Richard Fleming dice que durante su trabajo
oceanográfico en la costa de Panamá era común ver los inmensos bancos de
calamares juntándose en la superficie por la noche y brincando hacia las luces que
usaban los hombres para operar sus instrumentos. Pero se han visto despliegues
igualmente espectaculares de camarones en la superficie y la gran mayoría de la
gente encuentra difícil creer en una abundancia oceánica de camarones

La fotografía de las profundidades del agua promete mucho para la solución


del misterio del fondo fantasma. Hay dificultades técnicas, como el problema de
mantener fija una cámara mientras se balancea al final de un largo cable,
suspendida de un barco que se. Mueve también con el mar. Algunas de esas
fotografías parecen tomadas en movimiento a un cielo estrellado. Sin embargo, el
biólogo noruego Gunnar Rollefson tuvo una experiencia alentadora al
correlacionar fotografía y ecogramas. En el barco de investigación; Jojhan Hjort,
en las islas de Lofoten, recibió insistentemente la reflexión del sonido de bancos
de peces a 20 ó 30 brazas. Bajó una cámara especial a la profundidad indicada
por el ecograma. Cuando fue revelada, la película mostraba, en la distancia,
formas de peces en movimiento, y apareció en el rayo de luz un bacalao
claramente reconocible, que se quedó suspendido frente al lente.

Tomar muestras de la capa directamente es una medida lógica para


descubrir su identidad, pero el problema es desarrollar grandes redes que le
puedan ser operadas a la velocidad suficiente para capturar esos veloces
animales. Científicos de Woods Bale, Massachusetts, han bajado a la capa redes
comunes para plancton y encontrado los camarones euphasiid, glassworms y
otros planctons de agua profunda; pero aún existe la posibilidad de que la capa
esté conformada por grandes formas que se alimentan de los camarones;
demasiado grandes o rápidas como para tomarse en las redes actuales. Las
nuevas redes acaso nos den la respuesta. La televisión es otra posibilidad.

Obscuras e indefinidas, pero estas indicaciones recientes de la abundante


vida en las profundidades medias concuerdan con los reportes de los únicos
observadores que han visitado profundidades comparables y regresado con
testimonios de lo que vieron. Las impresiones de William Beebe en la batisfera
fueron de una vida más abundante y variada que la que esperaba encontrar,
auque había lanzado redes en el área durante seis años. Más de 375 metros hacia
abajo, reportó grupos de cosas vivientes tan gruesas como nunca las he visto. A
750 metros -el descenso más profundo de la batisfera- el doctor Beebe recordaba
que "no había un instante en el que una niebla de plancton... no estuviera
ondeándose por la senda del haz".

La existencia de una fauna abundante en las aguas profundas fue


descubierta, probablemente hace millones de años, por ciertas ballenas y, parece,
por algunas focas. Los ancestros de las ballenas, como nos lo indican los restos
fósiles, fueron mamíferos terrestres. Debieron ser bestias depredadoras, si hemos
de juzgarlos por sus quijadas y sus dientes poderosos. Acaso en sus forrajes en
las deltas de los ríos y a orillas de los océanos, descubrieron abundancia de peces
y otras formas de vida marina, y a través de los siglos se habituaron a seguirlos
cada vez más al interior del mar. Poco a poco sus cuerpos cobraron una forma
más adecuada a la vida acuática; sus extremidades posteriores se hicieron
rudimentarias, lo cual puede descubrirse con la disección de una ballena moderna,
y las extremidades anteriores se hicieron órganos de conducción y equilibrio.

En algún momento, las ballenas -como para repartirse los recursos


alimenticios- se separaron en tres grupos: las que comen plancton, las que comen
peces y las que comen calamares. Las ballenas que comen plancton pueden
sobrevivir tan sólo donde hay densas masas de camarones pequeños o de
moluscos que abastezcan sus enormes requerimientos alimenticios. Esto las
limita, salvo por algunas áreas desperdigadas, a las aguas del Ártico y el Antártico
y las latitudes de altas temperaturas. Las ballenas que se alimentan de peces
pueden encontrar su alimento en un rango más amplio del océano, pero se les
restringe a lugares donde hay enormes poblaciones de peces en bancos. Las
azules aguas de los trópicos y las depresiones del mar abierto poco ofrecen a
cualquiera de estos grupos. Pero esa inmensa ballena, formidablemente dentada y
de cabeza cuadrada, que conocíamos como cachalote, descubrió hace mucho
tiempo lo que los hombres recién conocieron: que cientos de brazas bajo la vacía
superficie de las aguas de estas regiones existe una abundante vida animal. El
cachalote ha tomado estas aguas profundas como su terreno de caza; su presa es
la población de calamares del mar profundo, incluyendo al gigante architeuthis,
que vive en profundidades de 500 metros. La cabeza del cachalote suele estar
marcada por largas franjas, que consisten de un gran número de cicatrices
circulares hechas por las ventosas del calamar. A partir de esta evidencia
podemos imaginar las batallas, en la profunda obscuridad del mar, entre estas dos
gigantescas criaturas: el cachalote, con su masa de 70 toneladas, y el calamar,
con un cuerpo de nueve metros y retorcidos tentáculos que extienden la longitud
del animal acaso a quince metros.

No se conoce con exactitud la más honda profundidad a que vive el calamar


gigante, pero sí hay cierta evidencia de la profundidad a que descienden los
cachalotes, tal vez en busca de los calamares. En abril de 1932, el barco de
reparación de cables All America investigaba un aparente rompimiento del cable
submarino que va de Balboa, en la zona del Canal, a Esmeralda, Ecuador. El
cable se subió a la superficie en la costa de Colombia. Enredado en él estaba el
cadáver de un cachalote de catorce metros. El cable submarino estaba alrededor
de su mandíbula inferior, de una de sus aletas, el cuerpo y las aletas caudales.
Fue levantado de una profundidad de 540 brazas o 997 metros.

Algunas focas parecen también haber descubierto las reservas ocultas de


alimento del mar profundo. Ha sido un poco un misterio dónde y de qué se
alimentan las focas velludas del este del Pacífico en invierno, que pasan en las
costas de Norteamérica, de California hasta Alaska. No hay evidencia de que se
alimenten de sardinas, caballas u otros peces comercialmente importantes. Es de
suponerse que cuatro millones de focas no podrían competir, sin darse a conocer,
con pescadores comerciales por las mismas especies. Pero hay alguna evidencia
de la dieta de las focas velludas, y es muy significativa. Sus estómagos han
devuelto huesos de una especie de peces que nunca ha sido vista con vida. De
hecho, sus restos no han sido encontrados en ningún lado salvo en los estómagos
de las focas. Los ictiólogos dicen que este "pez de las focas" pertenece a un grupo
que habita aguas muy profundas, más allá de la orilla del banco continental.

No se sabe cómo le hacen ballenas y focas para soportar los tremendos


cambios de presión que implica la sumersión de varios cientos de brazas. Son
mamíferos de sangre caliente, como nosotros. La enfermedad de Caisson, que es
causada por la rápida acumulación de burbujas de nitrógeno en la sangre con la
salida súbita de la presión, mata a los buzos si se les sube demasiado rápido de
las profundidades de 200 pies o más. Así y todo, de acuerdo con el testimonio de
balleneros, una ballena baleen, cuando es harponeada, puede sumergirse
rápidamente a una profundidad de setecientos metros, medida por la cantidad de
cuerda que se lleva. De estas profundidades, donde ha soportado una presión de
media tonelada en cada pulgada de su cuerpo, regresa casi inmediatamente a la
superficie. La menos imposible de las explicaciones es que a diferencia del buzo,
al que se le bombea aire mientras está bajo el agua, la ballena tiene en su interior
sólo la limitada provisión que se lleva de la superficie, y el nitrógeno que porta en
su sangre no es suficiente para que la afecte seriamente. La verdad es que lo
ignoramos, pues es imposible, naturalmente, confinar a una ballena viva y
experimentar con ella, y casi tan difícil es hacer la disección, satisfactoria a una
muerta.

Parece una paradoja que criaturas de tan grande fragilidad como la esponja
y la medusa puedan vivir bajo las condiciones de inmensa presión que prevalecen
en las aguas profundas. Para las criaturas cuya casa es el mar profundo, la
salvedad es que la presión dentro de sus tejidos es la misma que afuera, y en
tanto se preserve este equilibrio, no les es más inconveniente la presión de una
tonelada que a nosotros la presión atmosférica. Y muchas de las criaturas
abisales, debemos recordar, pasan toda su vida en una zona relativamente
restringida, y nunca requieren ajustarse a cambios extremos de presión.

Por supuesto hay excepciones; el verdadero milagro de la vida marina,


respecto de las grandes presiones, no es el animal que pasa toda su vida en el
fondo, con una presión a cuestas de tal vez cinco o seis toneladas, sino los que
van regularmente de arriba para abajo, a través de cientos y cientos de metros de
cambiante verticalidad. Los pequeños camarones y otras criaturas planctónicas
que descienden a las aguas profundas durante el día son buen ejemplo. Por otro
lado, los peces que poseen vejigas de aire se ven afectados fatalmente por los
cambios abruptos de presión, como lo sabrá quien haya observado la red de una
trainera que haya sido elevada de cientos de brazas. Aparte de ser capturados por
redes, los peces pueden, en ocasiones, salirse de la zona a la que están ajustados
y verse imposibilitados de regresar. Acaso en su búsqueda de alimento pasan el
techo de la lona que les pertenece, más allá de cuya invisible frontera, pueda en
encontrar condiciones extrañas y hostiles. Al tiempo que pasan de una capa a otra
de alimenticio plancton, pueden cruzar esa frontera. En la disminuida presión de
estas aguas superficiales el gas de su vejiga se expande. El pez se hace más
ligero y más boyante. Tal vez intenta luchar para encontrar su camino de regreso a
la profundidad, y opone a la subida todo el poder de sus músculos. Si no lo logra,
"cae" a la superficie, herido y agonizante, pues la abrupta salida de la presión
distensiona y rompe sus tejidos.

La compresión del mar bajo su propio peso es relativamente ligera y no hay


bases para la antigua y pintoresca creencia de que, en sus niveles más profundos,
el agua resiste el paso hacia abajo de los objetos de la superficie. De acuerdo con
esta creencia, nunca llegan al fondo ni los barcos que se hunden ni los cuerpos de
hombres ahogados ni los cuerpos de animales marinos de gran tamaño que no
fueron consumidos por hambrientos peces de carroña, sino que flotan por siempre
en un nivel determinado por la relación de su propio peso con el agua comprimida.
El hecho es que cualquier cosa seguir hundiéndose mientras su gravedad
específica sea mayor que la del agua que la rodea, y todos los grandes cuerpos
llegan, en cuestión de días, al suelo marino. Cual mudo testimonio de este hecho,
extraemos de las depresiones más profundas del mar dientes de tiburón y duros
huesos de los oídos de la ballena.

Sin embargo, el peso del agua de mar -la presión hacia abajo kilómetros de
agua- sí tiene cierto efecto sobre la misma agua. Si su compresión se relajara de
súbito por alguna milagrosa suspende las leyes naturales, el nivel del mar se
subiría más de 28 metros en todo el mundo. Esto movería la costa del Atlántico de
los Estados unidos más de 150 kilómetros hacia el oeste y alteraría otros perfiles
geográficos en todo el mundo.

La inmensa presión es, por tanto, una de las condiciones que gobiernan la
vida del mar profundo; la obscuridad es otra. Esa obscuridad absoluta de las
aguas profundas ha producido extrañas e increíbles modificaciones en la fauna
abisal. Es una negrura tan divorciada del mundo de la luz solar que acaso sólo
esos pocos hombres que la han visto con sus propios ojos la pueden imaginar.
Sabemos que la luz desaparece rápidamente con el descenso bajo la superficie.
Los rayos rojos desaparecen al final de los primeros 60 ó 70 metros, y con ellos
toda calidez naranja y amarilla del sol. Luego desaparecen los verdes y a 300
metros de profundidad sólo resta un azul profundo, oscuro y brillante. En las aguas
muy claras acaso los rayos violetas del espectro penetran otros trescientos
metros. Más allá de esto está la sola negrura del mar profundo.

Curiosamente, los colores de los animales marinos tienden a relacionarse


con la zona en la que viven. Los peces de las aguas superficiales, como la caballa
y el arenque, suelen ser azules o verdes; también lo son las masas flotantes del
nomeo portugués y las celestes alas de los carcoles nadadores. Bajo los campos
de diatomeas y las hierbas de sargaso, donde el agua se hace aún más profunda,
más brillantemente azul, muchas de las criaturas son claras como el cristal. Sus
formas, cristalinas y fantasmagóricas, se pierden en lo que las rodea y les hace
más fácil eludir al enemigo omnipresente y siempre hambriento. Así son las
hordas transparentes de gusanos flecha y cristal, de medusas y las larvas de
muchos peces.

A 300 metros, y en el mismísimo fin de los rayos solares, los peces


plateados son comunes; muchos otros son rojos, pardos o negros. Los pterópodos
son violeta oscuro. Los gusanos flecha, cuyos parientes en las capas superiores
son incoloros, son de un rojo profundo. Las medusas, que arriba son
transparentes, a 300 metros son café muy obscuro.

En profundidades mayores de 500 metros todos los peces son negros,


violeta o café obscuro, pero las gambas tienen sorprendentes matices de rojo,
escarlata y morado. Por qué, nadie lo sabe. Ya que todos los rayos rojos se
agotan mucho más arriba, la vestimenta escarlata de estas criaturas sólo puede
volverse hacia sus vecinos.

El mar profundo tiene sus estrellas, y acaso, aquí o allá, algún misterioso y
pasajero equivalente de la luz de luna, pues tal vez la mitad de todos los peces
que viven en las aguas obscurecidas despliegan el extraño fenómeno de la
luminescencia, y también muchas de las formas menores. Muchos peces tienen
antorchas luminosas que pueden apagarse o prenderse a voluntad, y que
suponemos les ayudan a encontrar o a perseguir a su víctima. Otros tienen hileras
de luces en su cuerpo, en patrones que varían de especie en especie y que acaso
son una cierta marca de identificación por la que se puede reconocer al portador
como amigo o enemigo. El calamar de mar profundo lanza un chisguete de fluido
que se convierte en una nube luminosa, la contraparte de la tinta de su primo de
agua poco profunda.

Más allá del alcance del más poderoso y largo de los rayos solares, los ojos
de los pescados se agrandan, como para usar al máximo, cualquier oportunidad
de iluminación de cualquier tipo, o se pueden convertir en grandes y salientes
lentes telescópicos. En los peces del mar profundo, que cazan en aguas obscuras,
los ojos tienden a perder sus "conos", o células perceptoras de color de la retina,
para incrementar las "barras", que perciben la luz tenue. La misma, modificación
es vista en la tierra entre los cazadores estrictamente nocturnos, que, como los
peces abisales, nunca ven la luz del día. En su mundo de oscuridad, parecería
probable que alguno de esos animales se quedara ciego, como le sucede a la
fauna de las cuevas. Así, ciertamente, les ha sucedido a muchos de ellos, y -en
compensación por su falta de visión- poseen antenas maravillosamente
desarrolladas, aletas finas y largas, y procesos con los que tantean su camino;
cual ciegos con bastones, todo su conocimiento de amigos, enemigos y
alimentación les llega por el sentido del tacto.

Los últimos rasgos de vida vegetal se quedaron atrás, en la delgada capa


superior del agua, pues ninguna planta puede vivir bajo 200 metros, ni siquiera en
agua muy clara, y muy pocas hallan suficiente luz solar para la manufactura de
sus alimentos más allá de 70 metros. Como ningún animal puede elaborar su
propia comida, las criaturas de las aguas más profundas llevan una existencia
extraña, casi parasitaria, en total dependencia de las capas superiores. Estos
hambrientos carnívoros se cazan feroces e incansables entre sí, y sin embargo la
comunidad entera depende de la lenta lluvia de partículas de alimento. Los
componentes de esta lluvia incesante son las plantas y animales muertos o
agonizantes de la superficie, o de las capas intermedias. Para cada zona
horizontal o comunidad del mar la provisión de alimento es diferente, y en general
menor a la de la capa superior. Hay un indicio de la feroz competencia por el
alimento en las mandíbulas con dientes como de sable de algunos de los
pequeños, dragonescos peces de las aguas profundas; en las inmensas bocas y
en los cuerpos elásticos que les hacen posible a los peces tragarse otros de varias
veces su tamaño: rápida satisfacción tras de un largo ayuno.

La presión y la obscuridad -y, hasta hace apenas unos años, el silencio- son
las condiciones de vida del mar profundo. Pero hoy sabemos que la concepción
del mar como un lugar silente es totalmente falsa. La ya amplia experiencia con
hidrófonos y otros instrumentos para la detección de submarinos ha probado que,
alrededor de las costas de gran parte del mundo, hay un extraordinario alboroto
que producen peces, camarones, marsopas y otras formas que probablemente no
hemos identificado. Poco se ha investigado el sonido en las profundidades, pero
cuando la tripulación del Atlantis bajó un hidrófono a las aguas de las Bermudas,
grabaron maullidos extraños, aullidos y quejidos fantasmagóricos, cuyas fuentes
aún no han sido rastreadas. Pero han sido capturados y confinados a acuarios
peces de zonas menos profundas; sus voces han sido grabadas para comparadas
con sonidos escuchados en el mar, y en muchos casos se han identificado
satisfactoriamente.

Durante la Segunda Guerra Mundial la red de hidrófonos colocada por la


marina de los Estados Unidos para proteger la entrada a la Bahía de Chesapeake
perdió temporalmente su utilidad cuando, en el verano de 1942, las bocinas de la
superficie comenzaron a lanzar, por las noches, un sonido descrito así: "taladro
neumático perforando el pavimento." Los extraños sonidos que registró el
hidrófono ocultaban por completo el sonido del paso de los barcos. Se descubrió
en algún momento que los sonidos eran las voces de los peces conocidos como
croantes, que en el verano se mudan a la Bahía de Chesapeake de sus terrenos
de internación mar adentro. En cuanto se identificó y analizó el sonido, fue posible
ocultarlo con un filtro eléctrico, de modo que las bocinas sólo emitieran los sonidos
de los barcos.

Ese mismo año, un poco después, un coro de croantes fue descubierto en


el malecón del Instituto Scripps, en la Jolla. Cada año. de mayo a fines de
septiembre, el coro vespertino comienza cerca de la puesta de sol y "se
incrementa gradualmente hasta ser un escándalo constante de ásperas croas
como de rana, con un suave tamborileo en el fondo. Esto continúa idéntico dos o
tres horas; finalmente se convierte en exclamaciones individuales a raros
intervalos". Varias especies de croantes aisladas en acuarios emiten sonidos
similares al croar de las ranas, pero los autores del suave tamborileo -acaso otra
especie de croador- no han sido descubiertos.

Uno de los sonidos más extraordinariamente extendidos en el mar profundo


es ese chasquido como de ramas secas quemándose o de tocino friéndose, que
se escucha cerca de los bancos de camarón castañeante. Este camarón es
pequeño y redondeado, como de un centímetro de diámetro, con una garra muy
larga que usa para aturdir a su presa. Los camarones chasquean todo el tiempo
los extremos de su garra, y producen un sonido que se conoce como el crujido del
camarón. A nadie se le había ocurrido que el camarón castañeante fuera tan
abundante o estuviera tan ampliamente distribuido hasta que los hidrófonos
comenzaron a recoger sus señales. Han sido escuchadas en una amplia banda
que se extiende alrededor del mundo, entre las latitudes 35ºN y 35ºS (digamos, de
Cabo Hatteras a Buenos Aires), en aguas oceánicas de menos de 30 brazas de
profundidad.

Los mamíferos, como los peces y los crustáceos, contribuyen al coro


submarino. Unos biólogos escucharon, a través de un hidrófono en el estuario del
Río San Lorenzo, "muy agudos silbidos y chillidos, en los que intervenía un ruido
que recordaba al que hace una orquesta de cuerdas cuando afina, y maullidos
ocasionales". Esta notable mezcolanza de sonidos se escuchaba sólo mientras
pasaban por el río bancos de marsopas, por lo que se aceptó que ellos la
producían.

El misterio, la extrañeza, la antigua inmutabilidad de las grandes


profundidades han llevado a la gente a suponer que algunas formas antiquísimas
de vida -"fósiles vivientes"- pueden merodear, indescubiertas, los océanos
profundos, Tal esperanza debió estar en la mente de los científicos del Challenger.
Las formas que subieron de la profundidad eran bastante extrañas, y la mayoría
de ellas no habían sido vistas por el hombre. Pero básicamente eran tipos
modernos. Nada se parecía a los trilobites de los tiempos cámbricos o los
escorpiones marinos del siluriano; nada recordaba a los grandes reptiles marinos
que invadieron el mar en la era mesozoica. Había peces modernos, calamares y
camarones extraña y grotescamente modificados, qué duda cabe, para la vida
difícil del mundo de la profundidades, pero, claramente, de tiempos geológicos
recientes.
Lejos de ser el hogar original de la vida, es probable que el mar profundo
tenga relativamente poco tiempo habitado. Mientras la vida se desarrollaba y
florecía en las aguas superficiales, cerca de la orilla, y acaso en ríos y pantanos,
dos inmensas regiones de la tierra aún no permitían la invasión de lo vivo. Los
continentes y el abismo. Como hemos visto, las inmensas dificultades de
sobrevivir en tierra firme fueron superadas por colonizadores hace más o menos
300 millones de años. El abismo, con su obscuridad interminable, sus aplastantes
presiones, su frío glacial, presentaba dificultades todavía más formidables. Es
probable que la invasión exitosa de esta zona -cuando menos por formas más
elevadas de vida- ocurriera un tiempo después.

Pero han ocurrido, en los últimos años, sucesos que mantienen viva la
esperanza de que el mar profundo, después de todo, sí guarde extraños vínculos
con el pasado. En diciembre de 1938, en las costas de la punta sudoriental del
África, se atrapó vivo a un pez sorprendente: ¡un pez que se suponía muerto hace
60 millones de años! Es decir, los últimos restos fósiles de su tipo datan del
cretáceo, y, hasta este afortunado espécimen, ninguno había sido reconocido vivo.

Los hombres que lo pescaron -a sólo 40 brazas- se dieron cuenta


inmediatamente de que ese pez azul brillante, de metro y medio, gran cabeza y
escamas, cola y aletas extrañas era absolutamente distinto de cualquier otra cosa
que hubieran pescado, y de regreso a tierra lo llevaron al museo más cercano,
donde se le bautizó como Latimeria. Fue identificado como celacanto, grupo de
peces increíblemente antiguo, que hizo su aparición en los mares hará unos 300
millones de años. Hay rocas de los siguientes doscientos y tantos millones de
años que nos han dado fósiles de celacanto; luego, en el cretáceo, dejó de haber
registro de estos peces. Tras de 60 millones de años de misterioso olvido uno de
los miembros del grupo, el latimeria, apareció ante los ojos de los pescadores
sudafricanos, con muy pocas diferencias entre su estructura con la de sus
antepasados. Mas ¿dónde han estado estos peces todo ese tiempo?

La historia de, los celacantos no terminó en 1938. Con la creencia de que


debería haber otros peces como aquel, un ictiólogo de Sudáfrica, el profesor J.L.B.
Smith, inició una paciente búsqueda que habría de rendir frutos hasta catorce
años después. En diciembre del cincuenta y dos capturó un segundo celacanto,
cerca de la isla de Anjouan, en la punta noroccidental de Madagascar. Difería
bastante del latimeria como para ubicarlo en otro género, pero, como aquél, nos
puede decir mucho de un ensombrecido capítulo de la evolución de los seres
vivos.

De vez en cuando se captura una especie muy primitiva de tiburón,


conocido, por sus branquias fruncidas, como "tiburón de collarín", en aguas que
van de los 350 a los 700 metros de profundidad, la gran mayoría en Noruega o en
el Japón; hay apenas cincuenta ejemplares en museos de Europa y de América.
Recientemente capturaron uno en las aguas de Santa Bárbara, California. El
tiburón de collarín tiene muchos rasgos parecidos a los tiburones que vivieron
hace 25 ó 30 millones de años. Tiene demasiadas branquias y muy pocas aletas
dorsales, y sus dientes, como los de los fósiles de tiburón, son triples y semejan
zarzas. Algunos ictiólogos lo consideran reliquia de tiburones antiquísimos, que ya
desaparecieron de las aguas superficiales, pero a través de esta sola especie
luchan aún por su supervivencia, en la quietud del mar profundo.

Acaso haya otros anacronismos como éste en estas regiones de las que tan
poco sabemos, pero sin duda son pocos y están desperdigados. Las condiciones
de existencia en estas aguas profundas son demasiado intransigentes con la vida,
a menos que esa vida sea plástica, se adapte constantemente a las duras
exigencias, y se aferre a toda ventaja que permita la subsistencia del protoplasma
vivo en un mundo apenas menos hostil que las negras lejanías del espacio
interplanetario.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 239 – 257.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

HAVELOCK ELLIS

oy, cuando los estudios sexuales empíricos se venden como pan caliente y pocos
disputan el derecho de los científicos de investigar asuntos sexuales, es fácil
olvidar que ese derecho se ganó recientemente. Cuando el primer volumen
de los Estudios de la psicología del sexo, de Henry Havelock Ellis (1859-1939),
apareció en Inglaterra las cortes prohibieron el libro bajo los cargos de “malévolo,
obsceno y escandaloso”. Afortunadamente Ellis halló un valiente editor
norteamericano, y en ese país lograron salir los siete volúmenes de los
Estudios. Fueron el primer intento notable de examinar el campo entero de la
sexualidad, la normal y la anormal, desde un punto de vista científico.

El texto que sigue, capítulo ligeramente abreviado de uno de los Estudios,


discute cinco factores que Ellis considera básicos del atractivo sexual de una
mujer. (Él mismo, es interesante notarlo, se casó y amó apasionadamente a
una mujer de apariencia masculina y fuertes impulsos lésbicos.) Ellis escribió
alguna vez que él procuraba presentar sus hallazgos “bajo esa fría y seca luz en
la que sólo el fin del conocimiento puede ser visto realmente”. Pero Ellis estaba
equivocado. No hay un escrito científico menos frío o seco. Además de su buena
educación médica y su amplísimo conocimiento de las ciencias relevantes de su
tiempo, sus páginas revelan también una gran cercanía con las letras del
mundo. Si agregamos a esto las íntimas revelaciones de sus estudios de
caso y el encanto de su elegante estilo, no es difícil saber por qué los Estudios
siguen siendo deliciosos de leer mucho tiempo después de que han sido
reemplazados por otras investigaciones más precisas (más frías y más secas).
( 20 ) ¿Por qué son bellas las mujeres?

HAVELOCK ELLIS

EN LA CONSTITUCIÓN DE NUESTROS ideales de belleza masculina y femenina fue


inevitable que los caracteres sexuales fueran un elemento importante desde muy al
principio de la historia del hombre. Desde un punto de vista primitivo, una
persona atractiva y deseable sexualmente es aquella cuyos caracteres sexuales
son preminentes, ya sea natural o artificialmente. La mujer hermosa está dotada,
como lo expresó Chaucer:

With buttokes brode and brestes rounde and hye


(Con amplio trasero, senos redondos y elevados);

es decir, ésa es la mujer mejor formada, obviamente, para tener hijos y


amamantarlos. Estas dos características físicas, como representan aptitud para
los dos actos esenciales de la maternidad, han tendido necesariamente a ser
considerados hermosos por todos los pueblos en todas las etapas de la cultura,
aun en elevados estadios de la civilización, donde hallan favor ideales más
refinados o perversos; y en Pompeya, como ornato del lado este del Purgatorio del
templo de Isis, podemos ver una representación de Perseo rescatando a
Andrómeda, quien se muestra como una mujer de cabeza, manos y pies muy
pequeños, pero de cuerpo enteramente desarrollado, grandes senos y nalgas
grandes y elevadas.

Hasta cierto punto — y, como veremos, sólo hasta cierto punto — los
caracteres sexuales primarios son objeto de admiración entre los pueblos
primitivos. En las danzas de muchos de estos pueblos, con frecuencia de
significado sexual, es prominente la exposición de los órganos sexuales de
hombres y mujeres. Incluso en el medioevo europeo los atuendos masculinos
permitían en ocasiones la visibilidad de los órganos sexuales. En ciertas partes del
mundo, también, se practica el agrandamiento artificial de los órganos sexuales
femeninos, y ya agrandados se les considera importante y atractivo rasgo de
belleza.

Esta insistencia en que los órganos sexuales desnudos son objeto de


atracción es, sin embargo, comparativamente rara, y está confinada a pueblos
de baja cultura. Está mucho más extendido el intento de embellecer los órganos
sexuales y de atraer la atención hacia ellos por medio de tatuajes, adornos o
peculiaridades llamativas en las ropas. La tendencia a aceptar la belleza en las
ropas como sustituto de la belleza del cuerpo aparece tempranamente en la
historia de la humanidad, y, como sabemos, la civilización la va aceptando
absolutamente. Como señala Goethe: “Exclamamos: ¡Qué hermoso pie!, cuando
hemos visto apenas un bello zapato; admiramos la cintura adorable cuando
nuestros ojos no se han posado en otra cosa que un elegante corsé." Nuestras
realidades y nuestros ideales tradicionales cambian constante e
inevitablemente; los griegos representaban sus estatuas sin vello púbico porque
en la vida real habían adoptado la costumbre oriental de quitarlo; apremiamos a
nuestros escultores y a nuestros pintores a hacer representaciones similares
aunque ya no corresponden ni a nuestras realidades ni a nuestras ideas de lo
que es hermoso y propio en la vida real. Nuestros artistas están igualmente
confundidos y son ignorantes, y, como lo ha mostrado Stratz repetidamente,
reproducen con toda inocencia las deformaciones y caracteres patológicos de
modelos defectuosos. Si fuéramos honestos diríamos, como aquel niño, ante
una pintura del Juicio de Paris, en respuesta a la pregunta materna de cuál de las
tres diosas le parecía más hermosa: “No sé, porque no traen nada puesto”.

El encumbrimiento al que hemos llegado no era, como parecería, buscado


originalmente. Varios autores han mostrado evidencia de que el motivo
principal del ornato y las ropas entre pueblos salvajes no es encubrir los
cuerpos sino atraer atención hacia ellos. Westermark, muy especialmente,
ofrece ejemplos de ornatos de salvajes que sirven para llamar la atención hacia
las regiones sexuales del hombre y la mujer.4 Arguye después que el interés
primitivo de varios pueblos salvajes en la práctica de la circuncisión y
mutilaciones similares es en realidad asegurar el atractivo sexual, cualquiera
que sea el significado religioso que hayan desarrollado más tarde. Una
opinión más reciente considera básica la influencia mágica de adornos y
mutilaciones, como método de protección y aislamiento de funciones
corporales peligrosas. Frazer, en La rama dorada, es el paladín más capaz y
brillante de esta opinión, que sin duda lleva un gran elemento de verdad,
aunque no debemos aceptar la exclusión absoluta de la influencia del atractivo
sexual. Ambas están muy entrelazadas.

Existió ciertamente, en un período muy temprano de la cultura, una


tendencia general a que las funciones sexuales adoptaran un carácter
religioso y se volvieran sagrados los órganos sexuales. El hombre primitivo vio
a la generación, la fuerza productiva del hombre, los animales y las plantas,
como un hecho de gran magnitud, y la simbolizó con los órganos sexuales del
hombre y la mujer, que así alcanzaron una solemnidad enteramente
independiente de propósitos de excitación sexual. Casi se puede decir que la
adoración del falo es un fenómeno universal; se le encuentra incluso entre
razas de elevada cultura: entre los romanos del Imperio y los japoneses de hoy;
se ha llegado a pensar, por cierto, que los orígenes de la cruz pueden hallarse
en el falo.

Además de las propiedades mágicas y religiosas que tan ampliamente


tienen los órganos sexuales, hay otras razones por las que no siempre han
alcanzado o conservado durante mucho tiempo un grado de objetos de
atracción sexual. Son innecesarios e inconvenientes para este propósito. La
posición erecta del hombre le da una ventaja que poseen muy pocos
animales, entre los cuales muy pocas veces los caracteres sexuales
primarios son atractivos a los ojos del sexo opuesto, aunque sí lo sean al
sentido del olfato. La región sexual constituye un punto especialmente
vulnerable, y lo es también en el hombre, y la necesidad de protección entra
en conflicto con la prominente exhibición que el atractivo sexual requiere. Este
problema se resuelve con mayor efectividad si las principales divisas del
atractivo sexual se concentran en la parte superior, y más notable, del cuerpo.
Este método es prácticamente universal tanto en los animales como en el
hombre.

Hay otra razón para que los órganos sexuales sean descartados como
objetos de atracción sexual, y esa razón es decisiva al tiempo que los pueblos
avanzan en su cultura. Estéticamente no son hermosos. Es fundamental que
el órgano introductorio masculino y el canal receptivo femenino mantengan sus

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Historia del matrimonio humano, capítulo IX, p. 201. Tenemos un ejemplo sorprendente, y moderno en comparación,
de un artículo del atuendo diseñado par atraer hacia la región sexual: la braguette, que nos es familiar por pinturas de
los siglos XVI y XVII y por numerosas alusiones en Rabelais y el la literatura isabelina. Originalmente se trataba de una
cajita de metal para protección de los órganos sexuales en tiempos de guerra, mas subsecuentemente cedió su lugar a
un estuche de piel –usado sólo por las clases bajas–, que se convirtió al final en un elegante artículo de moda, con
frecuencia de seda y adornado con listones, y aun con oro y joyería.
características primitivas; no pueden, por lo tanto, modificarse grandemente
por selección natural o sexual, y el carácter muy primitivo que se ven forzados
a conservar —no importa qué tan deseables o atractivos sexualmente sean para
el sexo opuesto bajo la influencia de la emoción— difícilmente puede ser
considerado hermoso desde el punto de vista de la contemplación estética. Por
el arte se ha tendido a disminuir el tamaño de los órganos sexuales, y en ningún
país civilizado ha habido un artista que represente el ideal de la belleza
masculina con el pene erecto. La forma femenina es un objeto estéticamente
más hermoso que la masculina, porque el carácter antiestético de la región
sexual de la mujer es casi imperceptible en una posición ordinaria y normal.
Fuera de esta característica, probablemente, desde un punto de vista
rigurosamente estético, debemos ver la forma masculina como más hermosa.
La forma femenina, además, suele dejar muy rápido el clímax de su belleza,
manteniéndolo incluso, con frecuencia, apenas unas semanas.

De esta forma, los caracteres sexuales primarios de hombres y mujeres


nunca han llevado gran parte en el atractivo sexual. Al tiempo que la cultura
crecía, los métodos que se siguieron para atraer la atención a los órganos
sexuales más tarde tuvieron el propósito de esconderlos. Los órganos
sexuales secundarios han sido desde el principio un método mucho más
difundido de atractivo sexual que los primarios, y en los países más civilizados
de hoy son todavía los medios más atractivos para la mayoría de la población.

Así, encontramos, entre casi todos los pueblos de Europa, Asia y África,
principales continentes del mundo, que las caderas y el trasero femeninos
grandes son considerados rasgos importantes de la belleza. Este carácter
sexual secundario es la desviación estructural más definitiva entre el tipo
femenino y el masculino, desviación que demanda la función reproductiva de la
mujer y que, en la admiración que produce la selección sexual, va paralela
con la selección natural. Sólo en grado muy moderado puede decirse que se le
haya considerado así desde el punto de vista puramente estético. El artista
europeo busca con frecuencia atenuar más que acentuar las líneas
protuberantes de las caderas femeninas, y hay que notar que el japonés
también considera hermosas las caderas pequeñas. Casi en todo el resto del
mundo la gran cadera y el trasero grande son considerados señales de
belleza, y el hombre promedio es de esta opinión, aun en los países más
estéticos. El contraste de esta forma con la masculina, la fuerza de la asociación
y el hecho incuestionable de que el desarrollo de esas partes es condición
necesaria para una sana maternidad han servido como base de un ideal de
atractivo sexual para casi toda la gente (un ideal más estrecho, que
inevitablemente sería un tanto hermafrodita...)

Las características especiales de las caderas y trasero femeninos son


más notables al caminar. Las mujeres de algunos países del sur son famosas por
la belleza de su caminar. Virgilio escribió: “La diosa se revela en su andar.” De
los países de Europa, especialmente en España, el andar da notable
expresión a las caderas y el trasero. La espina dorsal en España es muy
curvada, y produce lo que se ha dado en llamar ensellure, o “espalda de silla”:
característica que da gran flexibilidad a la espalda y prominencia a la región
glútea, que a veces simula un poco a la esteatopigia. El movimiento vibratorio
producido en forma natural al caminar, y a veces elevado artificialmente, se
convierte así en un rasgo de belleza sexual. Fuera de Europa, tal vibración de
flancos y traseros se muestra con mayor franqueza y se cultiva como atractivo

sexual. Se dice que los papúes admiran este movimiento del trasero de sus
mujeres. Las madres hacen practicar a sus hijas muchas horas apenas han
alcanzado los siete u ocho años de edad, y la doncella papú camina de esta
forma siempre que está en presencia de hombres, y anda con mayor simpleza
si no hay hombres por ahí. En algunas partes del África tropical las mujeres
caminan con este estilo, que también conocen los egipcios, y que los árabes
llaman ghung. Como ha señalado Mantegnazza, el carácter esencialmente
femenino de este andar lo hace método de excitación sexual. Debe observarse
que depende de características anatómicas femeninas, y que el caminar de una
mujer desarrollada como tal es inevitablemente distinto del masculino.

Un ocasional desarrollo de la idea de la belleza sexual asociada a las


amplias caderas se puede hallar en la tendencia que indica que la mujer
embarazada es la más hermosa. Stratz observa que una artista le dijo que,
como la maternidad es el fin último de toda mujer, y que la mujer encuentra su
total florecimiento en el embarazo, habría pues de ser más hermosa cuando
está embarazada. Esto es cierto, contestó Stratz, si acaso el período de su
máximo florecimiento corresponde con el de los primeros meses del embarazo,
pues ahí se eleva el metabolismo, se activan los tejidos, el tono de la piel tórnase
más brillante y claro, más firmes los senos, de tal forma que el encanto del
florecimiento máximo crece hasta el momento en que la expansión del vientre
destruye toda armonía en la forma. Sin embargo, en un período de la cultura
europea —en un momento y entre gente no demasiado sensible a las
sensaciones estéticas exquisitas— el ideal de belleza ha llegado a incluir la
característica del embarazo avanzado. En el norte de Europa, en los siglos
inmediatamente precedentes al Renacimiento, el ideal de belleza, como
podemos ver en muchas pinturas de la época, era la mujer embarazada, con
protuberante abdomen y cuerpo más o menos extendido hacia atrás. Esto es
muy notable en la obra de Van Eyck: en la Eva de la galería de Bruselas; en la
mujer de Arnolfini del finísimamente acabado retrato de grupo de la Galería
Nacional; aun las vírgenes de la obra maestra de Van Eyck, en la catedral de
Ghent, llevan el tipo de la mujer embarazada.

Con el Renacimiento se fue del arte este ideal de belleza. Mas en la vida real
aún podemos rastrear su supervivencia en el estilo de esos atuendos que
implicaban una inmensa expansión bajo la cintura, y que aseguraban semejante
expansión por medio de miriñaques de huesos de ballena y artefactos similares.
El verdugado isabelino es un atuendo así. Éste fue de origen español (cuyo
nombre proviene de verdugo, renuevo vástago con que en un principio se
ahuecaron estas armazones), y llegó a Inglaterra por Francia. Hallamos esta
moda en su punto más extremo en el elegante vestido español del siglo
diecisiete, como Velázquez lo ha inmortalizado. En Inglaterra el miriñaque
desapareció en el reinado de Jorge III, pero resucitó durante algún tiempo,
medio siglo después, bajo la forma de la crinolina victoriana.

Apenas después de la pelvis y sus integumentos debemos colocar los


senos como carácter sexual secundario. Entre pueblos bárbaros y civilizados la
belleza de los senos suele ser muy estimada. De hecho, entre los europeos es
tan alta la importancia de esta región que, en su favor, la regla general contra
la exposición del cuerpo es anulada; y el pecho es la única porción del cuerpo
que la mujer puede más o menos descubrir. Incluso, en varios períodos,
notablemente en el siglo XVIII, mujeres deficientes en este respecto usaron en
ocasiones busto artificial de cera. También en ocasiones los salvajes
demuestran admiración por esta parte del cuerpo; en historias folclóricas
papúes, por ejemplo, la única marca distintiva de la mujer bella son los senos

elevados. Por otro lado, hay pueblos salvajes que parecen considerar feo el
desarrollo de los senos y adoptan artefactos para aplanarlos. El sentimiento
que precede a esta práctica no es desconocido en la Europa moderna, pues se
dice que a los búlgaros también les parecen feos los senos desarrollados;
ciertamente, en el medioevo europeo el ideal general de la delgadez
femenina se oponía a los senos crecidos, y los atuendos tendían a apretarlos.
Mas en grados muy altos de la civilización este sentir no es compartido como
tampoco lo es, por cierto, en la mayoría de los pueblos bárbaros, y la belleza
de los senos de la mujer, y de cualquier objeto natural o artificial que sugiera
sus graciosas curvas, es fuente universal de placer.

La admiración general dedicada a los senos desarrollados y a la pelvis


desarrollada queda en evidencia por una práctica que, con la forma del corsé,
es casi universal en Europa y también en países fuera de Europa habitados
por la raza blanca, y que no es en absoluto desconocida por otras razas.

Los griegos del mejor período casi desconocieron el estrechamiento de la faja


de cintura, no así los griegos de la decadencia, que lo practicaron y
transmitieron a los romanos; hay muchas referencias a esta práctica en la
literatura latina, y el médico antiguo, como el de hoy, escribió en su contra. En
cuanto a la Europa cristiana, parecería que el corsé surgió para satisfacer un
ideal estético más que como atractivo sexual. El corpiño de los primeros
días del medioevo ceñía y comprimía los senos, de tal forma que tendía a
desaparecer el carácter específicamente femenino del cuerpo de la mujer.
Gradualmente, sin embargo, el corpiño fue colocándose más abajo, y su efecto
fue, finalmente, el de hacer los senos más prominentes. El corsé no sólo hace
los senos más prominentes; envía la actividad respiratoria de los pulmones
hacia arriba, y desde el punto de vista del atractivo sexual se obtiene la ventaja
de atraer mayor atención al busto por el movimiento respiratorio. Tan
marcado y tan constante es este efecto respiratorio artificial, por la influencia
también del estrechamiento de cintura que acostumbran las mujeres
civilizadas, que hasta hace pocos años se creyó que existía una diferencia
fundamental entre la respiración del hombre y la mujer: que la de la mujer es
torácica y abdominal la del hombre. Hoy se sabe que en condiciones sanas y
naturales esa diferencia no existe, y hombres y mujeres respiran de idéntica
forma. El corsé puede, entonces, considerarse el máximo instrumento de
atractivo sexual de la mujer, pues le otorga un método de acentuar a un tiempo
sus dos principales caracteres sexuales secundarios: el busto arriba, y abajo
caderas y trasero. No puede sorprendernos que toda la evidencia científica
del mal que causa el corsé en el mundo sea impotente, ya no para causar su
abolición, sino aun para asegurar la adopción de sus modificaciones en
comparación inofensivas.

Los senos y las caderas desarrolladas son características de las mujeres


e indicadores de capacidad funcional y atractivo sexual. Otro carácter sexual
prominente, que pertenece al hombre y no es indicador tan obvio de alguna
función es el pelo en el rostro. La barba puede verse como un mero ornato
sexual, comparable así con el de la cabeza de varios animales. Desde este
punto de vista, su historia es interesante, pues ilustra la tendencia no sólo de
disponer con atractivo sexual en los órganos sexuales primarios, sino aun de
inadvertir los crecimientos (de pelo) que parecerían haber sido desarrollados
solamente para actuar como objetos de atracción sexual. El cultivo de las barbas
pertenece peculiarmente a las razas bárbaras. Entre ellas no es infrecuente
que se le tenga por la parte más bella y sagrada de una persona, como
objeto por el cual jurar, y hacia el cual el insulto más nimio debe ser tratado

como digno de la muerte. En semejante posición, la barba, qué duda cabe,


actúa como atractivo sexual. Está escrito en las Mil y una noches que “Alá ha
creado especialmente un ángel en los cielos, cuya sola ocupación es cantar
alabanzas al Creador por haber dado barbas a los hombres y largos
cabellos a las mujeres”. El carácter sexual de la barba y otras añadiduras
hirsutas queda significativamente indicado por el hecho de que el espíritu
ascético cristiano siempre ha buscado ocultar el pelo. Totalmente aparte, sin
embargo, de esta influencia religiosa, la civilización ha tendido a oponerse al
crecimiento del pelo en el rostro masculino, y en especial de la barba. Es
parte de la marcada tendencia a abolir las diferencias sexuales. Hallamos esta
tendencia entre griegos y romanos, y con ciertas variaciones y fluctuaciones de
las modas, en la Europa moderna. Schopenhauer se refirió frecuentemente a
la desaparición de la barba como marca de la civilización, “barómetro de la
cultura”. La ausencia de vello en el rostro eleva la belleza estética de la forma,
y al parecer no se lleva consigo atracción sexual significativa.

Ya hemos visto que existe razón suficiente para señalar una cierta tendencia
fundamental por la que los más variados pueblos del mundo, y por cierto en la
persona de sus miembros más inteligentes, reconocen y aceptan un ideal
común de belleza femenina, de modo que podemos decir que hasta cierto
punto la belleza tiene una base estética objetiva. Hemos encontrado también
que este ideal estético se ve modificado, y en ciertos lugares muy modificado
o aun en el mismo lugar en diferentes períodos, por una tendencia, derivada
de un impulso sexual no necesariamente armonioso con los cánones
estéticos, a enfatizar, o reprimir uno u otro de los caracteres sexuales
secundarios del cuerpo. Llegamos ahora a una tendencia que es aun más apta
para limitar el cultivo del ideal de belleza puramente estético: las influencias
nacionales o raciales.

Para el hombre promedio de cada raza la mujer que da cuerpo más


completamente a su tipo racial suele ser la más hermosa, y mutilaciones y
deformaciones tienen muchas veces origen, como hace tiempo Humboldt
señaló, en el esfuerzo por acentuar el tipo racial. Las mujeres de Oriente
poseen por naturaleza ojos grandes y conspicuos, y buscan elevar esta
característica por medio del arte. Los ainúes son la raza más velluda, y no hay
cosa en el mundo que les parezca más hermosa que el cabello. Es difícil que
nos sintamos atraídos sexualmente por personas cuya constitución racial es
muy distinta de la nuestra...

Una cuestión interesante, que halla en parte su explicación aquí y que tiene
considerable significado desde el punto de vista de la selección sexual,
concierne a la relativa admiración que se rinde a las rubias y las trigueñas. La
cuestión no está, ciertamente, basada sólo en características raciales. Hay
cosas que decir sobre el asunto si se le considera estéticamente. Stratz, en un
capítulo sobre la belleza del color de las mujeres, señala que el cabello rubio es
más hermoso porque armoniza mejor con las suaves líneas de la mujer, y, uno
podría agregar, es más brillantemente conspicuo; un objeto dorado se ve más
grande que uno negro. El vello de la axila también debe ser claro, según
considera Stratz. Por otro lado, el vello púbico habría de ser obscuro para
enfatizar la amplitud de la pelvis y el obtuso ángulo que está entre el monte de
Venus y los muslos. Cejas y pestañas deben ser obscuras para aumentar el
tamaño aparente de las órbitas. Stratz agrega que entre muchos miles de
mujeres él ha visto una que poseía estas excelencias, además de formas
perfectas, en la máxima medida. De complexión regular, tenía cabello rubio,
muy largo y suave, vello axilar rubio también, enchinado y ralo; pero, aunque

sus ojos eran azules, sus cejas y pestañas eran negras, como lo era asimismo
el desarrollado vello púbico...

La causa principal, sin embargo, de la relativa admiración que se ha


acordado en Europa para rubias y trigueñas es que la población europea es
predominantemente rubia, y que nuestra concepción de la belleza en el color
de la mujer está influido por un deseo instintivo de buscar este tipo en sus
formas más finas. Por supuesto, en el norte de Europa no puede haber duda
respecto de lo rubio de su población, pero sí en algunas porciones del centro
y especialmente en el sur. Se debe recordar, sin embargo, que la población
blanca de las orillas del Mediterráneo tiene a los pueblos negros del África
inmediatamente al sur. Han entrado en contacto y, en contraste con ellos, han
tendido no sólo a estar más impresionados con su propia blancura, sino a
apreciar aún más las manifestaciones más rubias, por estar lo más lejos del
negro. Se debe agregar que el norteño que va al sur suele sobreestimar la
obscuridad del sureño por la extrema blancura de su propia gente. Las
diferencias son, sin embargo, mucho menos extremas de lo que suponemos;
hay más gente obscura en el norte de lo que asumimos normalmente, y más
gente rubia en el sur. Así, si tomamos a Italia, hallaremos que en su parte más
clara, Venecia, según Raseri, hay un 8 por ciento de grupos donde predomina
el cabello rubio, 81 por ciento donde predomina el castaño y sólo 11 por ciento
donde predomina el negro; si vamos más hacia el sur, el cabello negro se hace
más predominante, pero hay en la mayoría de las provincias unas cuantas
comunidades donde el cabello rubio no sólo es frecuente sino incluso
predominante. Es más o menos lo mismo con los ojos claros, que también son
más abundantes en Venecia y descienden un poco hacia el sur. Es posible
que en el pasado predominaran más los rubios en el sur de Europa que hoy.
Entre los berberiscos, que probablemente están relacionados con los
sureuropeos, parece haber una considerable proporción de rubios, mientras,
por otro lado, hay razón para creer que los rubios se fueron extinguiendo por la
influencia de la civilización y el clima cálido.

Como quiera que sea, la admiración europea a los rubios tiene sus inicios
en los tiempos clásicos. Homero describió así a hombres y dioses. Venus casi
siempre es rubia, como lo es la Eva de Milton. Luciano refiere ciertas mujeres
que tiñen sus cabellos. Los escultores griegos doraban el pelo de sus estatuas,
y los figurines en muchos casos muestran cabello muy rubio. La costumbre
romana del teñido rubio del cabello no se debía, como muestra Renier, al deseo
de ser como los claros germanos, y tras la caída de Roma parece que persistió la
costumbre, y no desapareció nunca; la menciona Anselmo, que murió a
principios del siglo XII.

En la poesía de los pueblos de Italia las trigueñas reciben gran


comendación, como era de esperarse, aunque también aquí son preferidas
las rubias. Cuando miramos a los pintores y poetas de Italia, y los escritores
de la belleza, del Renacimiento en adelante, la admiración por el cabello rubio
es inequiparable, aunque no es tan unánime la admiración por los ojos azules.
Angélico y la mayoría de los artistas anteriores a Rafael pintaban,
generalmente, con el pelo muy rubio, que se volvió castaño en muchas
ocasiones durante el Renacimiento. Firenzuola, en su admirable diálogo sobre
la belleza femenina, dice que el cabello femenino debe ser como el oro o la
miel o los rayos del sol. Luingini también lo dice, en su Libro della bella donna.
Ariosto también lo pensó, y Petrarca. Sin embargo, estos escritores no tienen una
predilección equivalente por los ojos azules. Firenzuola dijo que los ojos han de
ser obscuros, aunque no negros. Luingini, que deben ser negros y brillantes.
Nifo había dicho que los ojos debían ser “como los de Venus” y la piel del color

del marfil, o incluso un poco café. Menciona que Avicena alabó los ojos
mezclados o grises.

En Francia y otros países del norte la admiración por el cabello muy rubio
es tan marcada como en Italia, y data de las primeras eras de que tenemos
registro. “Aun antes del siglo XIII —señala Houdoy en su muy interesante
estudio sobre la belleza femenina en el norte de la Francia medieval—, para
hombres tanto como para mujeres, el cabello rubio fue condición esencial de
belleza; el oro es el punto de comparación usado casi exclusivamente.”
Menciona que en el Acta Sanctorum está declarado que Santa Godeliva de
Brujas, aunque era hermosa, tenía cabello y cejas negros, de tal forma que la
llamaban cuervo. En la Chanson de Roland y todos los poemas medioevales los
ojos son invariablemente vairs. El epíteto es un tanto vago. Proviene de varius, y
significa mezclado; para Houdoy es que tienen varias irradiaciones, cualidad
que después daría el término iris para describir la membrana pupilar. Vair no
describiría, de tal forma, tanto el color de los ojos como su cualidad brillante y
chispeante. Aunque Houdoy puede haber estado en lo correcto, también
parece probable que al ojo al que se describía como vair se le tuviera como
variado también en color, del tipo que solemos llamar gris, que suele aplicarse a
esos ojos azules que están circundados por un pigmento ligeramente café. Tales
ojos son muy comunes en el norte de Francia y también frecuentemente
hermosos. Que éste sea el caso parece indicarlo el hecho de que, como
señala el mismo Houdoy, algunos siglos después, al ojo vair se le considerara
vert, y los ojos verdes fueran los más celebrados. La etimología era falsa, pero
una etimología falsa no alcanza para cambiar un ideal. Jehan Lemaire, en el
Renacimiento, cuando describe a Venus como el ideal de belleza, habla de sus
ojos grises, y Ronsard, un poco después, cantó:

Noir je veux l'oeil et brun le teint,


Bien que l'oeil verd toute la France la adore.

Al principio del siglo XVI, Brantóme cita algunas líneas de la Francia de


entonces, de España y de Italia, según las cuales una mujer ha bría de tener
piel blanca, pero ojos y cejas negras, y agrega que está de acuerdo con los
españoles en que “a veces una morena es igual a una rubia”, pero también hay
una marcada admiración por los ojos verdes en la literatura de España; no
sólo son verdes los ojos en la descripción de la belleza típica española en el
acto I de La Celestina, Cervantes, por ejemplo, cuando se refiere a los
hermosos ojos de una mujer, con frecuencia nos dice que son verdes.

De esta forma, parece que en el continente europeo en general, del norte


al sur, hay uniformidad de opiniones respecto del color de piel de la belleza
femenina. La variación que existe es de un poco más de obscuridad en belleza
sureña, en armonía con la un poco más elevada obscuridad racial del sureño,
pero en un rango muy estrecho; el tipo extremadamente obscuro siempre es
excluido, y también acaso el extremadamente blanco, pues los ojos azules no
han sido considerados por completo parte del tipo admirado.

Si pasamos a Inglaterra, no hay que hacer ninguna modificación seria a


esta conclusión. La belleza también es rubia (fair). La misma palabra rubio
(fair) significa en inglés bello. Que en el siglo XVII se consideraba esencial que
la belleza fuera rubia nos lo indica un pasaje de la Anatomía, de la melancolía,
donde Burton refiere que al “cabello dorado siempre se le ha tenido por
mucho”, y cita múltiples ejemplos de la literatura clásica y moderna. Esto sigue

siendo así, y es evidencia suficiente el hecho de que el ballet y el coro de la


escena inglesa usan pelucas rubias, y que la heroína es rubia, en tanto que
la villana del melodrama es morena.

Mientras que esta admiración por lo rubio prevalece en Inglaterra, no creo


que pueda decirse —como probablemente sí se pueda en el vecino país de
Francia— que las mujeres nías hermosas pertenezcan a los grupos más rubios
de la comunidad. En la mayor parte de Europa, el burdo y no hermoso tipo
plebeyo tiende a ser muy obscuro; en Inglaterra tiende a ser muy rubio.
Inglaterra es, sin embargo, un poco más rubia que la mayoría de los países
de Europa; de tal forma que, mientras puede decirse que una mujer muy
hermosa de España o de Francia pertenece a la sección más rubia de la
comunidad, una mujer muy hermosa de Inglaterra, aunque igualmente rubia
que su hermana del continente, no pertenece a la sección en extremo rubia
de la comunidad inglesa. La mujer hermosa de Inglaterra, aun siendo rubia,
no es jamás demasiado rubia, y desde el punto de vista del inglés puede
incluso ser un poco obscura. Al determinar lo que yo llamo el índice de
pigmentación de diferentes grupos de la Galería Nacional del Retrato —o
grado de obscuridad de ojos y cabello—, hallé que las “bellezas famosas” (sin
tomar en cuenta mi criterio personal) estaban un poco más cercanas al final
obscuro de la escala que al claro. Si consideramos, al azar, instancias
individuales de bellezas inglesas famosas, no son extremadamente rubias.
Lady Venetia Stanley, de principios del siglo XVII, que se haría esposa de Sir
Kenelm Digby, era un tanto obscura, de ojos y cejas cafés. La señora Overall,
un poco después en ese mismo siglo, mujer de Lancashire, mujer del deán
de San Pablo, era, nos dice Aubrey, “la más grande belleza de la Inglaterra
de su tiempo”, aunque bastante licenciosa, “con los ojos más hermosos que
habíanse visto”: si confiamos en una balada de Aubrey, era morena y de
cabello negro. Las Gunning, famosas bellezas del siglo XVIII, no eran rubias
en extremo; y Lady Hamilton, el tipo más característico de la belleza inglesa,
tenía ojos azules salpicados de café y cabello castaño obscuro. Aunque
importante, el color es sólo uno de los elementos de la belleza. Si las otras
cosas son adecuadas, lo muy rubio es muy hermoso; pero sucede que en las
razas de la Gran Bretaña las otras cosas con frecuencia no son muy
adecuadas, y que a pesar de la convicción enraizada en el idioma inglés (pues
la palabra fair sirve para calificar lo hermoso y lo rubio), entre nosotros, las
mujeres más rubias no son siempre las más hermosas. Tan mágico es sin
embargo el color brillante, que sirve para mantener con vida la creencia
popular en la belleza popular europea.

Hemos visto que tras la concepción de la belleza, especialmente en la que


se manifiesta en las mujeres a los hombres, se encuentran tres elementos
fundamentales: Primero la belleza general de la especie, después la belleza
del desarrollo completo o aun la exageración de los caracteres sexuales,
especialmente los secundarios; y luego está la belleza que se debe a la
encarnación más completa de un tipo racial o nacional. Para que el análisis sea
más completo habría que agregar un último factor: el gusto individual. Cada
individuo, en cualquier momento de la civilización, entre ciertos estrechos
límites, construye un ideal propio de la belleza femenina, en parte so bre la
base de su propia organización y sus demandas, en parte sobre las
atracciones accidentales que él haya experimentado. No es necesario enfatizar
la existencia de este factor, que ha de ser tomado en cuenta siempre que se
considere la selección sexual del hombre civilizado. Sus variaciones son
numerosas y en amantes apasionados puede llevar incluso a la idealización de
elementos que en realidad son el reverso de lo hermoso. De muchos
hombres puede decirse, como dice D´Annunzio del protagonista de su Trionfo

della morte en relación con una mujer que él amaba, que “se sentía unido a
ella por las cualidades de su cuerpo, y no sólo por las que eran más
hermosas, sino especialmente por las menos hermosas” (las cursivas son del
novelista), de forma que su atención se centraba en sus defectos, y los
enfatizaba, llenándose así de un deseo impetuoso. Sin invocar los defectos,
hay infinitas variaciones personales que pueden caer dentro de los límites de
la belleza o el encanto. Stratz escribe que “no hay dos mujeres que de forma
exactamente igual se echen para atrás un rebelde cairel, ni dos que den la
mano de manera idéntica, ni que se sostengan las faldas al caminar con
igual movimiento”. Entre la multitud de pequeñísimas diferencias —que sin
embargo pueden ser vistas y sentidas— quien mira se sentirá variadamente
atraído o repelido según su individual idiosincrasia, y las operaciones de la
selección sexual tienen sus efectos en consecuencia.

Otro factor en la constitución de un ideal de belleza, pero que acaso sólo


se halla bajo condiciones civilizadas, es el amor por lo inusual, lo remoto, lo
exótico. Suele decirse que lo raro es admirado en la belleza. Esto no es
rigurosamente cierto, excepto cuando concierne a combinaciones y caracteres
que varían sólo un poco del tipo admirado en general. Iucundum nihil est quod
non reficit varietas, según lo dijo Publilio Siro. La inquietud nerviosa y la
sensibilidad de la civilización elevan esta tendencia, que no es raro encontrar en
los hombres de genio artístico. Podríamos referir, por ejemplo, la profunda
admiración de Baudelaire por el tipo de belleza mulato. En todo gran centro de
civilización el ideal de belleza tiende a direcciones un tanto exóticas, y los ideales
extranjeros, como las modas extranjeras, son preferidos sobre los nacionales.
De esta tendencia es significativo que, hace algunos años, un diario parisino
colgara en su salle los retratos de ciento treinta y una actrices e invitara al
público a votar por la más hermosa y que ninguna de las tres mujeres
triunfadoras fuera francesa. Una bailarina de origen belga (Cléo de Merode)
fue por mucho la más bella, con 3000 votos, la siguió una norteamericana de
San Francisco (Sybil Sanderson) y luego una polaca.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 259 – 276.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 21 ) LAURA FERMI

La investigación científica se convierte cada vez más en una empresa cooperativa.


Los grandes inventos y descubrimientos se basan en fragmentos de información
que emiten mil laboratorios. Sabemos que Edison inventó el fonógrafo, ¿pero
quién es el inventor de la televisión? Esta tendencia cooperativa aumenta por el
hecho de que los instrumentos de la investigación moderna son enormemente
caros. Al inventor solitario le es casi imposible comprar un microscopio de
electrones o un siclotrón. Para tener acceso a estas herramientas debe de unirse
al equipo de una gran universidad o al departamento de investigación de una
corporación gigante.

No es sorprendente, por tanto, que la historia de la bomba atómica


involucre a varios científicos de países diferentes. No hay un solo “inventor” de la
bomba. Sin embargo muchas veces sí es posible examinar un vasto mosaico de
investigaciones que se tocan y elegir un hombre que, más que cualquier otro, haya

contribuido al dramático resultado final. En la historia de la energía atómica, ese


hombrees Enrico Fermi. Y el día en que se tuvo por cierto que la energía atómica
podía ser manipulada, tanto para la paz como para la guerra, fue el 2 de diciembre
de 1942, cuando Fermi dirigió la operación del primer reactor atómico del mundo.

El experimento era resultado de muchas investigaciones previas en que el


científico italiano había jugado un papel importante. En 1938 se le dio el premio
Nobel por su trabajo de bombardeo lento de protones, un avance que llevó al
descubrimiento alemán de la fisión del uranio. Después él y cuatro colaboradores
recibieron patentes italianas y americanas por su método de retardo de neutrones,
un aspecto escencial de los primeros reactores atómicos. A cuatro de los cinco los
llegó a compensar la Comisión de la Energía Atómica por sus derechos de la
patente, pero el quinto hombre no pudo cobrar. Era Bruno Pontecorvo, que se
había escabullido tras la Cortina de Hierro para convertirse en una importante
figura en la investigación soviética nuclear. Después de la guerra, Fermi recibió la
Medalla al Mérito del Congreso por su trabajo como director asociado de los
laboratorios Los Álamos, donde se construyó la primera bomba.

Después de la muerte súbita de Fermi, en 1954, su esposa Laura (nacida


1908) escribió Átomos en la familia, biografía graciosa y entretenida de su famoso
esposo. El texto que sigue es uno de los capítulos de su libro. Cuenta la historia
de una tarde gris de Chicago, donde un grupo de científicos se juntaba en una
cancha de squash abandonada debajo de un estadio abandonado de fútbol para
abrir la era atómica.
( 21 ) Éxito

LAURA FERMI

HERBERT Anderson y su grupo de laboratorio Met también habían estado


construyendo pequeños reactores y juntando información para diseñar uno mayor
a partir del comportamiento de aquéllos. El mejor lugar que Compton había podido
encontrar para trabajar en el reactor era una cancha de squash bajo las tribunas
occidentales del campo Stagg, el estadio de la universidad de Chicago. El
presidente Hutchins había prohibido el fútbol en el campus de Chicago, y el campo
Stagg se usaba para extraños propósitos. Al este, en la avenida Ellis, una alta
estructura de piedra, a la usanza de los castillos medievales, cierra el estadio.
Pasando un enorme portal está la entrada al espacio debajo de las tribunas
occidentales. La cancha de squash era parte de este espacio. Tenía nueve metros
de ancho, el doble de largo y más de ocho de alto.

A los físicos les hubiera encantado tener más espacio, pero los lugares
mejor adaptados para el reactor, a los que el profesor Compton había querido
acceder, habían sido requeridos por las cada vez mayores fuerzas armadas con
base en Chicago. A los físicos se les concentraría en la cancha de squash, donde
Herbert Anderson había comenzado a construir los reactores. Todavía eran
“pequeños”, porque el material fluía a las tribunas occidentales con paso muy
lento, cuando constante. Conforme llegaba cada nuevo envío de embalaje, el
humor de Herbert se avivaba. Le encantaba trabajar y era de temperamento
impaciente. Su cuerpo delgado, casi delicado era de una elasticidad y un aguante
inesperado. Podía trabajar a cualquier hora y jalar con él a sus socios con idéntico
entusiasmo e intensidad.

Un cargamento de embalajes llegó a las tribunas occidentales un domingo


en la tarde, cuando los hombres contratados para desempacar no estaban
trabajando. Un profesor de la universidad, varios años más viejo que Herbert, miró
los embalajes y muy a la ligera dijo: ”Los muchachos los desempacan el lunes en
la mañana.”

“Los muchachos, ¡caramba! Ahorita los desempacamos”, dijo Herbert, que


nunca se había sentido inhibido en la presencia de hombres mayores, por encima
de él en la jerarquía académica. El profesor se quitó su abrigo y los dos
empezaron a torcerse con los embalajes.

Las groserías se usaban libremente en el laboratorio del Met. Aliviaban la


tensión de tener que trabajar contra reloj. ¿Iba a conseguir Alemania una arma
atómica antes que los Estados Unidos? ¿Estarían a tiempo para ayudar a ganar la
guerra? Estas preguntas sin respuesta estaban constantemente en la mente de
los líderes del proyecto, que los presionaban a trabajar más y más rápido, a estar
tensos y a decir groserías.

Para el verano el buen éxito estaba asegurado. Un pequeño reactor


construido en la cancha de squash demostró que todas las condiciones eran tales
-pureza de materiales, distribución de uranio en el retículo de grafito- que un
reactor de tamaño crítico sí reaccionaría en cadena.

“Fue en mayo o a más tardar a principios de junio”, me dijo Enrico, cuando


recordamos hace poco los tiempos del laboratorio del Met. “Me acuerdo que me
puse a hablar del experimento en la dunas de Indiana, y fue la primera vez que vi
las dunas. Tú seguías en Leonia, me fui con un grupo del Met. Las dunas me
gustaron: el día estaba bien claro, no había neblina que obscureciera los
colores…”
“No quiero saber de las dunas”, le dije. “Cuéntame del experimento.”

“Me gusta nadar en el lago…” A Enrico no le importó lo que dije. Sabía que le
gustaba nadar, y me lo podía imaginar a la perfección, retando a personas más
jóvenes, y nadando más lejos y más tiempo que cualquiera de ellos, y luego salir a
la orilla con triunfante sonrisa.

“Cuéntame del experimento”, le insistí.

“Salimos del agua y caminamos por la playa.”

Me empecé a impacientar. No tenía ni que mencionar la caminada. Siempre


camina después de nadar, empapado, el agua escurriendo de su pelo. En 1942,
ciertamente había mucho más pelo sobre su cabeza para escurrir agua, no sólo
esos flecos a los lados y atrás que ahora tiene, y era mucho más oscuro.

“…le conté del experimento al profesor Stearns. Nosotros íbamos delante


de los demás. Me acuerdo de nuestros esfuerzos para hablar sin que nos fueran a
entender…”

“¿Por qué? No sabía todo mundo en el Met que estaban construyendo


reactores?”

“Sí sabían de los reactores. Lo que no sabían era que por fin teníamos la
certeza de que un reactor iba a funcionar. El hecho de que la reacción en cadena
era factible permaneció como material clasificado un tiempo. Con Stearnes sí
podía hablar libremente porque era uno de los líderes.”

“Si estabas seguro de que un reactor más grande iba a funcionar, ¿por qué
no comenzaste a trabajarlo luego luego?”

“No teníamos material suficiente, ni uranio ni grafito. Conseguir el metal de


uranio fue siempre un obstáculo. Estorbaba el progreso.”

Mientras esperaban más material, Herbert Anderson fue a la compañía de


llantas y hule Goodyear para ordenar un globo cuadrado. En ella nunca habían
oído hablar de globos cuadrados; no creían que fuera a volar. Al principio lo veían
muy suspicazmente. El joven, de todas formas, parecía estar completamente
cuerdo. Hablaba en serio, había delineado especificaciones precisas y sabía
exactamente lo que quería. En la Goodyear le prometieron hacer pues un globo
cuadrado de tela de hule. Lo entregaron un par de meses después, en la cancha
de squash. Venía bien doblado, pero una vez que lo desenvolvieron, era una cosa
enorme que iba del suelo al techo.

Los físicos hubieran querido empujar para arriba del techo de la cancha de
squash, pero no se podía. Ellos habían calculado que su reactor final debía de
lograr la reacción en cadena antes de toparse con el techo. Pero no quedaba
mucho margen y nunca hay que confiar enteramente en los cálculos. Algunas
impurezas se podían pasar de largo, algún factor imprevisto podía dar al traste con
la teoría. El tamaño crítico del reactor podía no alcanzarse antes del techo. Como
los físicos tenían que quedarse dentro de esos límites concretos, pensaron
mejorar el desempeño del reactor por otros medios que no fueran el tamaño.

El experimento en Columbia con un reactor enlatado había indicado que se


podía alcanzar esa meta si se retiraba al aire de los poros del grafito. Enlatar un
reactor tan grande como el que iban a construir era imposible, pero podrían
ensamblarlo dentro de un globo cuadrado y sacarle el aire con una bomba si fuera
necesario.
La cancha de squash no era grande. Cuando los científicos abrieron el
globo e intentaron ponerlo en su lugar, no podían verle la punta desde el suelo.
Había un elevador móvil en el lugar, una especie de andamio sobre ruedas que
elevaba una plataforma. Fermi se subió en ella, se elevó a una altura que le daba
una buena vista de todo el globo y desde ahí se puso a dar órdenes:

“¡Todas las manos listas!”

“¡Jalen la cuerda y levántenlo!”

“¡Más a la derecha!”

“¡Amárrenla a la izquierda!”

A la gente que estaba abajo le pareció un almirante en un puente, y le


dijeron “almirante” por un tiempo.

Cuando el globo estuvo asegurado en cinco lados - la parte que formaba el


sexto quedó colgando -, el grupo comenzó a ensamblar el reactor adentro. No
había llegado todo el material, pero confiaban en que llegara a tiempo.

Por los numerosos experimentos que habían llevado a cabo hasta


entonces, ya tenían una idea de cómo debía ser el reactor, pero no habían
trabajado en los detalles, no existían dibujos o planos y no había tiempo para
hacerlos. Iban planeando el reactor mientras lo construían. Debían de darle la
forma de una esfera de ocho metros de diámetro, apoyada en un marco cuadrado:
el globo cuadrado.

Los soportes del reactor consistían en bloques de madera. Cuando se


colocaba un bloque en su lugar, el tamaño y forma del siguiente se calculaban.
Entre la cancha de squash y la carpintería más cercana había un constante flujo
de muchachos que iban a recoger bloques terminados y llevaban especificaciones
en papel para hacer más.

Todo se volvió negro cuando los físicos comenzaron a manejar los ladrillos
del grafito. Para empezar, las paredes de la cancha de squash ya eran negras.
Ahora un enorme muro de grafito se estaba levantando. El polvo de grafito cubría
el piso y lo ennegrecía y lo hacía resbaloso como pista de baile. Negras figuras se
deslizaban sobre de él, figuras con overoles y gogles bajo una capa de polvo de
grafito. Había una mujer entre ellos, Leona Woods; no se distinguía entre los
hombres, y se llevó sus buenas leperadas.

Los carpinteros y maquinistas, que ejecutaban órdenes sin conocimiento de


su propósito, y los muchachos preparatorianos que ayudaron a poner los ladrillos
para el reactor debieron de haberse sorprendido ante el negro escenario. Si
hubieran sabido que el resultado final era una bomba nuclear, hubieran
rebautizado la cancha como el Taller de Plutón o la Cocina del infierno.

Resolver dificultades conforme se las va uno encontrando es mucho más


rápido que tratar de preverlas con todo detalle. Mientras crecía el reactor se
tomaban medidas, y la construcción posterior se adaptaba a los resultados.

El reactor nunca llegó al techo. Se planeó como una esfera de ocho metros
de diámetro, pero las últimas capas nunca se colocaron en su lugar. La punta de
la esfera seguía siendo plana. Hacer un vacío resultó innecesario, y el globo fue
sellado. El tamaño crítico del reactor se alcanzó antes de lo que se anticipaba.
Sólo habían pasado seis semanas desde que se colocó el primer ladrillo de
grafito; era la mañana del 2 de diciembre.

Herbert Anderson estaba soñoliento y gruñón. Se había quedado despierto


hasta las dos de la mañana para darle los últimos toques al reactor. Si hubiera
jalado una barra de control en la noche, podría haber operado el reactor y haber
sido el primer hombre que lograra una reacción en cadena, cuando menos en el
sentido material y mecánico. Tenía el deber moral de no jalar la barra, por fuerte
que fuera la tentación. No sería justo para Fermi. Fermi era el líder. Había dirigido
la investigación e ideado las teorías. Suyas eran las ideas básicas. Suyos eran los
privilegios y las responsabilidades de dirigir el experimento final y controlar la
reacción en cadena.

“O sea que todo el show era de Enrico, y se había ido a dormir temprano”,
me dijo Herbert años después, y algo de arrepentimiento sonaba aún en su voz.

Walter Zinn también pudo haber hecho una reacción en cadena esa noche.
Él se había quedado despierto y trabajando. Pero no le importaba si él operaba o
no el reactor; no le importaba para nada. No era su trabajo.

Su tarea había sido aligerar las dificultades que se pudieran presentar


durante la construcción. Había sido una especie de contratista general: ordenar
material y asegurarse de que estuvieran a tiempo; supervisar las tiendas de
maquinaria donde se molía el grafito; había apurado a otros para que trabajaran
más rápido, más tiempo y con más eficiencia. Se había enojado, gritado y había
llegado a su meta. En seis semanas se había ensamblado al reactor, y ahora
observaba con los nervios relajados y un vago sentimiento de vacío, de leve
desorientación, que nunca deja de presentarse cuando se completa una tarea
llena de significados.

No hay recuento algunos de los sentimientos de los tres jóvenes que se


supieron en cuclillas en la punta del reactor bajo el techo del globo cuadrado. Se
les llamó el “escuadrón suicida”. Era broma, pero acaso se preguntaban si se
asomaba algo de verdad en la broma. Era bomberos alerta ante la posibilidad de
un incendio, listo para extinguirlo. Si sucediera algo inesperado, si el reactor se
saliera de control, lo “extinguirían” empapándolo de una solución de cadmio. El
cadmio absorbe los neutrones y evita una reacción en cadena.

La aprehensión flotaba en el aire. Todos la sentían, pero, por lo menos por


fuera, estaban calmados y compuestos.

Entre las personas que se reunieron en la cancha de squash esa mañana,


había una que no tenía conexión en el laboratorio Met: el señor Crawford h.
Greenewalt de E.I. duPont de Neomours, que después se hizo presidente de la
compañía. Arthur Compton lo había llevado ahí de un cuarto contiguo, donde ese
mismo día él y otras personas de su compañía, casualmente, tenían junta con
altos oficiales del ejército.

El señor Greenewalt y los de duPont estaban en una posición difícil, y no


sabían qué decidir. El ejército había tomado el proyecto uranio en el mes de
agosto y lo había nombrado Distrito Manhattan. En septiembre el general Leslie R.
Groves fue puesto a cargo de él. El general Groves debe haber sido muy confiado:
antes de que se alcanzara una reacción en cadena, ya estaba apresurando a los
de duPont de Nemours para que construyeran y operaran reactores a escala
productiva.

En un reactor, le dijeron al señor Greenewalt, se creaba un nuevo elemento


llamado plutonio, gracias a la fisión del uranio. Así que habían llevado a
Greenewalt y a su grupo a Berkley para que vieran el trabajo hecho con plutonio, y
luego a Chicago para más negociaciones con el ejército.

El señor Greenewalt tenía sus dudas. Por supuesto que su compañía


quería ayudarles a ganar la guerra. ¡Pero reactores y plutonio!

Con la insistente voz del ejército en sus oídos, Compton, que había estado
en la conferencia, decidió romper las reglas y llevar a Greenewalt a ver la primera
operación de un reactor.

Todos ellos se treparon al balcón de la punta norte de la cancha de squash;


todos excepto los muchachos del reactor y el joven físico George Weil, que se
paró solo en el suelo junto a una barra de cadmio que debía retirar del reactor
cuando se le indicara.

Y así comenzó el espectáculo.

Hubo un profundo silencio entre el público, y sólo Fermi habló. Sus ojos
grises delataban su intenso pensamiento y sus manos lo acompañaban.

“El reactor no está funcionando ahora, pues dentro de él hay barras de


cadmio que absorben los neutrones. Una sola barra es suficiente para evitar la
reacción en cadena. Así que nuestro primer paso será el retirar todas las barras de
control del reactor, excepto el que manejará George Weil.” Sus manos iban
señalando las cosas que mencionaba.

“Esta barra, que sacamos junto con las otras, se controla automáticamente.
Si la intensidad de la reacción sobrepasara el límite prefijado, esta barra se
regresaría sola al reactor.

“Esta pluma trazará una línea que indicará la intensidad de la radiación.


Cuando el reactor se active, la pluma trazará una línea que subirá y subirá y no
tenderá a nivelarse. En otras palabras, será una línea exponencial.

“Ahora vamos a iniciar nuestro experimento. George va a retirar la barra


poco a poco. Tomaremos medidas y verificaremos que el reactor actúe como
hemos calculado.

“Weil primero colocará la barra a cuatro metros. Esto significa que los otros
cuatro metros de la barra seguirán dentro del reactor. Los contadores se moverán
más rápido y la pluma llegará hasta este punto, y entonces su trazo se
estabilizará. ¡Órale pues, George!”

Los ojos giraron hacia la pluma de grafito. Se suspendió la respiración.


Fermi sonrió con confianza. Los contadores apuraron su paso; la pluma se elevó y
luego se paró donde Fermi dijo que lo haría. Greenewalt respiró sonoramente.
Fermi continuó sonriendo.

Dio más órdenes. Cada vez que Weil sacaba la barra un poco más, los
conteos se incrementaban la pluma se elevaba al punto que había predicho Fermi,
y luego se nivelaba.

La mañana pasó. Fermi estaba consciente de que en nuevo experimento


como éste, llevado a cabo en el corazón de una gran ciudad, era un peligro
potencial si no se tomaban las precauciones para asegurarse en todo momento de
que la operación del reactor estuviera íntimamente de acuerdo con los resultados
de los cálculos. Estaba seguro de que si la barra de George Weil hubiera sido
sacado de un golpe, el reactor hubiera empezado a reaccionar a un rango más
holgado y se le hubiera podido frenar a voluntad reinsertando alguna de las
barras. Eligió, sin embargo, tomarse su tiempo y asegurarse de que ningún
fenómeno imprevisto perturbara el experimento.

Es imposible decir qué tan grande era el peligro que significaba este
fenómeno imprevisto o las consecuencias que podría haber implicado. Según la
teoría, una explosión era imposible. Liberar cantidades letales de radiación a
través de una reacción fuera de control era improbable. Pero los hombres de la
cancha de squash trabajaban con lo desconocido. No podían afirmar que conocían
las respuestas de todas las preguntas que estaban en su mente. El cuidado era
bienvenido. El cuidado era esencial. Hubiera sido demasiado arrojado prescindir
de las precauciones.

Era la hora de lunch, Fermi, hombre de hábitos, pronunció la hoy histórica


oración: “Vamos a almorzar.”

Después del almuerzo regresaron a sus lugares, y ahora el señor


Greenewalt estaba decididamente excitado, casi impaciente. Pero de nuevo el
experimento procedió a pasos pequeños, hasta las 3:20.

Fermi le dijo a Weil:

“Sácala otros treinta centímetros”, pero ahora añadió, volviéndose al grupo


en el balcón: “Ahora el reactor reaccionará en cadena.”

Los contadores subieron; la pluma comenzó su subida. No daba indicios de


nivelarse. Una reacción en cadena estaba ocurriendo en el reactor.

En el fondo todos se hacían una pregunta inevitable:”¿Cuándo nos


empezamos asustar?”

Bajo el techo del globo el escuadrón suicida estaba alerta, listo con su
líquido de cadmio: éste era el momento. Pero no pasó mucho. El grupo observó
los instrumentos de registró durante 28 minutos. El reactor se comportó como
debía, como todos esperaban que lo hiciera, como temían que no lo hiciera.

El resto de la historia es bien conocido. Eugene Wigner, físico nacido en


Hungría, que en 1939, junto con Szilard y Einstein, había alertado al presidente
Roosevelt de la importancia de la fisión del uranio, le regaló a Fermi una botella de
Chianti. Según dice una improbable leyenda, Wigner había guardado la botella en
su espalda durante todo el experimento.

Todos los presentes bebieron. En vasos de papel, en silencio, sin brindar.


Luego todos firmaron la cubierta de la botella de Chianti. Este es el único registro
de las personas que estuvieron en la cancha de squash ese día.

El grupo se deshizo. Algunos se quedaron para redondear sus mediciones y


ordenar los datos recogidos en sus instrumentos. Otros siguieron con sus deberes
en otros lados. El señor Greenewalt se regresó rápido al lugar donde sus colegas
seguían reunidos con los militares. Anunció, de un jalón, que Sí, que sería
bastante apropiado para su compañía seguir la petición del ejército y comenzar a
construir reactores. Eran objetos maravillosos que funcionaban con la precisión de
un reloj suizo, y, si el consejo de científicos tan competentes como Fermi y su
grupo era accesible, la compañía duPont ciertamente no corría riesgo alguno.

Arthur Compton le hizo una llamada de larga distancia al señor Conant de la


Oficina de Investigación Científica y Desarrollo de Harvard.
“El navegante Italiano ya llegó al Nuevo Mundo”, dijo Compton en cuanto
Conant le contestó.

“¿Y los nativos?”

“Muy amigables.”

Aquí termina la historia oficial, pero tiene una secuela, que empezó esa
misma tarde, cuando el físico Al Wattemberg levantó la botella de Chianti de la
que todos habían bebido. Era buen souvenir. En los años subsecuentes Al
Wattemberg hizo algunos viajes, como cualquier otro físico, y la botella fue con él.
Cuando se planearon las grandes celebraciones del décimo aniversario del reactor
en la universidad de Chicago, la botella y Al Wattemberg estaban en Cambridge,
Massachusetts. Ambos, según prometió Al, estarían en Chicago el 2 de diciembre.

Pero un pequeño Wattemberg decidió venir al mundo por esos días, y Al no


pudo estar en las celebraciones. Así que mandó su botella, y como quería de
veras asegurarse de que no se rompiera, la aseguró en mil dólares. No se da muy
menudo que una botella vacía se considere tan cara, y algún reportero le dio a la
historia una posición prominente en la prensa.

Un par de meses después los Fermi y otros cuantos físicos recibieron un


regalo: una caja de vino Chianti. Uno de los importadores había querido hacer de
su conocimiento su gratitud por la publicidad gratuita que Chianti había recibido.

“Pero -me puede decir- nada de esto afecta mi creencia en que 2 más 2 son 4.”
Está usted en lo correcto, excepto en los casos marginales y sólo en los casos
marginales duda uno de si cierto animal es un perro o si cierta longitud es menos
de un metro. Dos deben de ser dos de algo, y la proposición “2 y 2 son 4” no tiene
sentido a menos de que se pueda aplicar. Ciertamente dos perros más dos perros
son cuatro perros, pero hay casos en los que se duda si son perros. “Bueno, de
cualquier manera son cuatro animales”, me puede decir. Pero hay
microorganismos respecto de los cuales es dudoso si son plantas o animales.
“Bueno, entonces organismos vivientes”, me dirá usted. Pero hay cosas de las
que podemos dudar acerca si son organismos vivientes o no. Usted puede llegar a
decir: “Dos entidades más dos entidades son cuatro entidades.” Cuando me
explique qué es lo que quiere decir con “entidad” retomaremos la discusión.
Bertrand Russell
How to become a mathematician

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 277 – 289.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 22 ) SAMUEL GOUDSMIT

Durante la segunda guerra mundial la creencia en la superioridad de la ciencia


alemana no se confinó tan sólo a los científicos alemanes. Los físicos americanos,
que trabajaban a velocidad desesperada en la bomba atómica, estaban seguros
de que los alemanes les llevaban por lo menos uno o dos años de ventaja.
Cuando las tropas invasoras aterrorizaron en Francia llevaban equipo para
detectar reactores de uranio que se creía estaban instalados a lo largo de la costa.

Pisándoles los talones a las tropas invasoras, estaba una misión de


inteligencia ultra secreta conocida con el nombre codificado ALSOS. Su propósito:
averiguar qué tanto habían progresado los alemanes en sus empeños atómicos.
Samuel Abraham Goudsmit (1902-1978), distinguido físico nuclear holandés
(había codescubierto el “spin” o giro de un electrón), encabezaba la parte científica
de la misión. Después de la guerra escribió un libro al que tituló ALSOS, y en el
que hacía un exuberante recuento de la misión. Fue director y decano del
departamento de física del laboratorio nacional Brookhaven, un gran centro de
investigación nuclear de Upton, Long Island, Nueva York.

ALSOS es un libro divertidísimo, no sólo por el sentido del humor del autor,
que brilla casi en todas sus páginas, sino por una central comedia inherente a las
circunstancias. La misión se metió en una enorme y costosa labor a capa y
espada sólo para descubrir, con gran asombro, que los alemanes casi no habían
llegado a ninguna parte. Ni siquiera habían producido un reactor atómico
explotable, y su solo concepto de la bomba nuclear era ¡lanzar el reactor entero!
Nunca se le ocurrió que el reactor se podría usar para producir el plutonio que en
un momento se podría usar en una bomba. El Dr. Goudsmit atribuye su magnífica
confusión a varias causas: el exilio de importantes físicos judíos; la desconfianza
en la “no aria” teoría de la relatividad; el tener por héroe a su máximo esfuerzo
atómico, Werner Heisenberg; los esfuerzos gastados en las teorías alucinadas
(e.g. la teoría de los rayos infrarrojos que se intersectaran en el ángulo correcto
podía hacer explotar la carga de bombas de un avión enemigo); y, sobre todo, la
elevación de nazis tarados a autoridades científicas.

Hay también escenas patéticas en el notable libro del Dr. Goudsmit.


Cuando él y su viejo amigo Heisenberg finalmente se encontraron cara a cara, el
gran físico alemán, condescendientemente, se ofreció a explicar a sus captores
los grandes resultados de su investigación. Goudsmit no le pudo decir, entonces,
cuán insignificantes eran. Y hay un episodio desgarrador, en el que Goudsmit se
para sobre las ruinas de lo que fue su casa en la Haya, llorando por el pasado y
por su anciano padre y madre ciega, que encontraron la muerte en las cámaras de
gas de Hitler. Estos episodios dan un significado profundo a lo de otra forma es un
recuerdo vivo y sardónico del espionaje científico. El texto que sigue, fuera de
algunos recordatorios terribles del sadismo nazi, es uno de los capítulos más
chistosos del libro.
( 22 ) La Gestapo en la ciencia
SAMUEL GOUDSMIT

CUANDO GOERlNG TOMÓ A SU CARGO el Consejo de Investigación del Reich,


un curioso personaje llamado Osenberg fue puesto a dirigir " la recién creada
"Oficina de Planeación".

Este Osenberg era un oscuro profesor de ingeniería mecánica de la


universidad de Hanover, pero también muy buen miembro del partido. Su
conocimiento técnico y científico era un descuentazo, pero había supervisado un
trabajo de torpedos para la marina alemana, y se le reportaba digno de crédito. Lo
inspiraban una manía, por la organización y un verdadero apasionamiento por los
índices en tarjetas.

Osenberg comenzó su carrera como organizador de ciencia bélica en la


marina alemana. Impresionó a las autoridades con la observación de que la
mayoría de las instalaciones de investigación académica no se utilizaban y que la
marina bien podía tomarlas antes de que se le ocurriera a alguien más. Con esto
en mente encabezó el “Comité Osenberg", que inspeccionó varias universidades.
Pero la marina lo echó bien rápido; cuando se dieron cuenta de que quería dirigir y
reorganizar todo.

El Consejo de Investigación del Reich, que lo empleó cuando lo corrieron


parecía bastante satisfecho con él. Por lo menos la mayoría de los científicos
estaba dispuesta a hablar bien incluso después del Día V-E. Las razones de esto
son bastante claras. Antes que nada, los rumores de Ramsauer y otra información
le había dado a los científicos alemanes una imagen idealizada de nuestra
organización. Lo que más admiraban era nuestro muy publicitado "Personal
Científico de Roster". Y en eso andaba el buen Osenberg, que quería armar algo
parecido para Alemania, un archivo en tarjetas completo de todos los científicos e
ingenieros alemanes, y un archivo de tarjetas completo de todos los proyectos
científicos de guerra. Y había una razón todavía más importante para que les
cayera bien: Osenberg estaba convencido de que los científicos deberían de ser
sacados del ejército y reubicados en los laboratorios para labores bélicas. Lo que
nadie más había podido hacerlo hizo Osenberg. Logró que pasara un decreto de
Hitler en diciembre de 1943, apodado "Acción Osenberg", que liberaba a 5.000
científicos de las fuerzas armadas. "Él es el hombre qué realmente salvó la ciencia
alemana", decían los profesores cuando se les preguntaba por él.

Con sus extensos archivos de personal, el jefe de la "Oficina de planeación"


tenía mucho que decir de la asignación de personal científico a proyectos varios.
Tenía el poder de transferir técnicos y científicos de un lugar a otro, y si se quería
expandir cierto proyecto, había que ir a verlo. Hasta los programas de
investigación quería supervisar, pero ahí no le fue tan bien.

¿De qué fuente misteriosa sacaba Osenberg su poder? No era un misterio.


Era un alto miembro de la Gestapo, de la policía secreta de Himmler. La Policía
Secreta del Estado, llamada comúnmente Gestapo, también presumía de tener un
departamento "cultural", la sección IIIc, dirigida por Wilhelm Spengler. Osenberg
era el hombre fuerte de Spengler en las ciencias. La función de esta sección era
apoyar la doctrina nazi en las instituciones educacionales y culturales. Esto se
hacía con soplones e investigadores que le reportaban directamente a Osenberg.
Los espías de Osenberg asistían a todas las conferencias científicos y los
encuentros importantes relacionados con la investigación y coordinación bélica.
También estaban presentes en todos los laboratorios, ya disfrazados de
profesores, ya de mujeres de intendencia. Los espías reportaban rencillas entre
científicos, ineficiencias de investigadores, causas de demoras y otras supuestas
razones de la falta de progreso del trabajo bélico. Además, Osenberg recogía
datos de su actitud hacia la doctrina nazi.
Los archivos de la Gestapo de este personaje fueron probablemente los
documentos más reveladores que tenía. Por ellos supimos qué científicos eran
considerados políticamente confiables y profesionalmente competentes. Al físico
Willther Gerlach, al químico Thiessen y a Richard Kuhn se les alababa mucho,
pero al famoso médico científico Sauerbruch se le reporta como no demasiado
buen líder, poco apto y políticamente poco confiable. Schumman, el máximo
científico del ejército, es severamente criticado. El joven y muy capaz físico
Gentner, al que se le había enviado a París a trabajar en el laboratorio de Joliot-
Curie, es acusado de tener ideales democráticos, acaso influido por su esposa
suiza. Ciertamente, el comportamiento ejemplar de Gentner durante la guerra, a
riesgo de su propia vida y libertad, confirma por completo la pobre opinión que de
él tenían los espías de la Gestapo.

Los agentes de Osenberg hacían pesquisas en institutos de investigación y


reportaban el valor y el progreso de la labor realizada. Nos dieron en ciertos casos
información mucho más pertinente que la que podrían haber obtenido los equipos
técnicos de los aliados.

También fue el equipo de Osenberg el que trató de sacar a Mentzel de su


puesto como director del Consejo de Investigación, por incompetente, y casi lo
logra hacia el final de 1944, tras dos años de intrigas. Un reporte secreto a
Goering de principios de 1943, probablemente del propio Osenberg, asegura que
"Mentzel es inepto para el liderazgo" y que "un estado de caótica confusión priva
en las universidades alemanas sin disciplina coherente''.

La larguísima respuesta de Mentzel fue muy significativa. Este "leal nazi",


como se llamaba a sí mismo, descubrió algunas fallas del régimen cuando fue él
mismo objeto de ataques. Su defensa casi pudo haber sido escrita por un antinazi,
Se refería abiertamente a la "falta de reconocimiento temprana, por parte del
partido nazi, de las universidades", cuando los científicos eran obviamente
considerados liberales, reaccionarios, judíos o francmasones: anti-nazis de
cualquier forma. Esta creencia estaba justificada en parte, y llevó a la purificación
que duró hasta 1937. Corrieron a casi el 40% de los profesores, lo que llevó a una
grave carencia de personal. Esto sólo pudo repararse lentamente; sólo un número
limitado de catedráticos y asistentes nazis pudo llenar las vacantes y no siempre
satisfizo los requerimientos científicos. Mentzel niega la "confusión caótica", pero
subraya la leva indiscriminada de estudiantes de ciencia.

Un reporte posterior, con fecha de agosto de 1944y escrito por uno de los
canchanchanes de Osenberg, analiza críticamente los proyectos auspiciados por
el Consejo de investigación de Mentzel y señala que prácticamente ninguno de
ellos se relacionaba con el esfuerzo bélico. De los 800 proyectos estudiados, los
asuntos del bosque y campo acaparaban el 70%; la física sólo el 3%. Los únicos
problemas esenciales estaban en los misiles guiados. El investigador también se
quejaba amargamente de la administración y la rutina burocrática de las oficinas
centrales del Consejo de Investigación del Reich. Los archivos están
desordenados, faltan llaves, los reportes se ven sucios, y los índices están llenos
de errores fatales.

Además de estos reportes secretos, la sección "cultural" de la Gestapo


solicitó información directa de los científicos. Una carta secreta al físico Von
Weizsacker, en Estrasburgo, en agosto de 1944, le pide sus opiniones de la física
teórica en relación con la física alemana, y el papel de la física teórica en el
esfuerzo bélico alemán. Por entonces se les solicitó a algunos científicos de la
universidad de Bonn su opinión de la "desintegración de la investigación en las
ciencias como resultado de la insuficiente guía gubernamental".
Esta carta empieza así: "La ventaja que poseían la ciencia y tecnología
alemanas antes de la Primera Guerra Mundial ha sido borrada por los tremendos
desarrollos en este terreno, especialmente en Estados Unidos” La carta subraya
después la importancia del papel del científico en el moderno arte de la guerra y
critica al Consejo de Investigación del Reich y a organizaciones similares por no
haber usado el potencial científico alemán exhaustivamente. Promete un nuevo
plan, que intenta retirar todos los obstáculos que hasta entonces habían evitado
que los científicos contribuyeran efectivamente al esfuerzo bélico.

Además, Osenberg mandaba con frecuencia "Denkschrifte" o


memorandums al jefe del partido nazi, Martin Bormann. Eran panfletos de extraña
presentación, inmaculadamente mecanografiados, subrayados en rojo y azul,
ejecutados con hermosura; diagramas sin importancia, numerosos apéndices,
referencias cruzadas, asuntos definitivamente prolijos y pomposos con que
aireaba sus quejumbres. Como hacían referencia de casi todo, fue prácticamente
imposible encontrar un folder en su oficina que no tuviera uno de estos panfletos.
Es dudoso que Bormann o cualquier otro que recibiera las copias las leyeran, pues
Osenberg se llegó a quejar amargamente de no obtener contestación.

En uno de estos memos se queja con Bormann de que nadie en todo el


séquito de Hitler tuvo el valor de decirle que una de sus "armas de venganza"
favoritas contra Londres fue un fiasco total e iba a ser descontinuada. El arma a
que se referían llevaba el nombre codificado "bomba de alta presión" y consistía
en un cañón de cien yardas de largo. Aunque las pruebas demostraban que no iba
a funcionar, miles de obreros seguían construyendo semejantes armatostes en la
costa francesa para no decepcionar al Führer.

Finalmente, el sueño de Osenberg se hizo realidad. A fines de 1944 alguien


convenció a Goering de adoptar el plan de Osenberg. Basado en un decreto de
Hitler de junio de 1944, que ordenaba la concentración de la investigación
científica en torno del esfuerzo bélico, Goering creó un súper consejo de
investigación, llamado "Fondo de Investigación Bélica"
(Werhforschungsgemeínschaft) con Osenberg como líder con responsabilidad
directa ante Goering, pero también al frente de su trabajo ventajosamente
poderoso en la oficina de planeación y personal.

El decreto de Goering intentaba tan sólo reforzar el antiguo Consejo de


Investigación del Reich al colocar a la cabeza al enérgico Osenberg. Sin embargo,
Osenberg lo interpretó más allá: la nueva organización debía incluir instalaciones
de investigación del ejército, la marina, la fuerza aérea y la industria. Distribuyó
una circular secreta y altisonante sobre la organización. Incluía un muy compIejo
organigrama, al que quienes lo recibieron pronto apodaron "patio de maniobras de
ferrocarriles" (RangierBannhof). Se ve más difícil que un diagrama de radio
circuito.

Es, por supuesto, superfluo mencionar que los establecimientos de la


investigación de las fuerzas armadas, incluyendo la propia fuerza aérea de
Goering, ignoraron completamente el intento de Osenberg. La industria eléctrica
era la única dispuesta a cooperar, pero ya lo hacía desde hace tiempo no
oficialmente.

Era noviembre de 1944. El bombardeo y las tropas aliadas habían


incrementado el caos en Alemania. Definitivamente, no era momento de iniciar
una nueva organización. No sorprende que Osenberg nunca haya abandonado el
papel.

Los documentos encontrados por la Misión ALSOS en Estrasburgo en


noviembre de 1944 nos habían puesto sobre la pista de Osenberg. Su oficina
había sido evacuada a un pueblito cerca de Hannover y pensamos que sus
archivos, si los hallábamos intactos, nos podrían dar todo lo que hubiéramos
querido saber de la investigación bélica alemana. Le habíamos dado alta prioridad
a la captura de su oficina.

Cuando se tomó el lugar, a principios de abril de 1945, un pequeño grupo


de la milicia de ALSOS, encabezado por el físico R.A. Fisher, Walter Colby, físico
de Michigan, y un químico, C.P. Smyth de Princeton, entró y capturó toda la
organización Osenberg.

Como era común con los nazis, Osenberg se rodeó de todos sus papeles y
su personal intacto y nos ofreció sus servicios. Los pocos científicos alemanes
normales que encontramos siempre se rehusaron a revelar su trabajo bélico y
escondían o destruían sus planes secretos. No así los nazis. Una razón para que
se rindieran fácilmente era, por supuesto, salvar el pellejo, pero éste no era el
principal motivo en un caso como el de Osenberg. La verdad era que estaba tan
convencido de su propia grandeza, su indispensabilidad para la ciencia alemana,
que estaba seguro de que los aliados no podrían gobernar la Alemania ocupada
sin ponerlo a la cabeza de la ciencia. Estaba bien impresionado con la atención
que le dábamos y más aún cuando se le llevó a París.

Mientras los miembros de ALSOS estaban ocupados en un secreto


laboratorio nuclear de las cercanías, algunos colegas de las Oficinas Centrales
Supremas entraron y secuestraron a Osenberg y su casa de fieras, con todo y los
documentos. Se les puso en aviones y se les internó en el ya mencionado
"Basurero" en Versalles. Aquí, Osenberg se puso a hacer lo de siempre; cambió
en secreto su dirección en el membrete a "z.Zt. Paris" ("actualmente en París").
Ciertamente, Osenberg fue de gran ayuda. Varios oficiales le pidieron información
de los programas científicos y tecnológicos y él le ordenaba a su equipo escribir un
reporte exhaustivo, excelentemente ejecutado, con toda la información del tema
requerido que estuviera en sus archivos, y, por lo general, quedaba listo en un
tiempo increíblemente corto. Esto le fortalecía la creencia en su indispensabilidad.

Soltero, cuarentón y algo regordete, Osenberg siempre estaba complacido


de sí mismo. Quien quisiera sacarle información se veía forzado, invariablemente,
a escuchar largas pláticas sobre sus descabelladas ideas de cohetes antiaéreos.
Era divertido observar cómo trataba de guardar decoro; uno de los miembros de
su equipo siempre tenía que anunciarles a los visitantes. Los miembros de
A.LSOS sentían que podían dispensar su régimen de etiqueta.

Osenberg regía a su equipo de manera típicamente alemana:


amedrentándolos. Durante su internamiento sobrevino una revuelta. Se quejó
amargamente de que su equipo había perdido el respeto por la grandeza alemana;
se reían cuando veían a los distinguidos internos alemanes pasar por la oficina en
el jardín del château. Esto, decía, era un cambio intolerable en su gente. Debía de
haber sentido que la falta de respeto lo incluía también a él.

Una excepción era su secretaria, aparentemente asexual, que lograba el


mejor trabajo en los lapsos más cortos. Daba la impresión de un apego nervioso y
mecánico a la máquina de escribir y estaba casi hipnotizada por el "Herr
Professor". Sus empleados hombres, sin embargo, que en muchos casos eran
más hábiles que el propio Osenberg, comenzaron a desobedecerlo. Nos contaron
cómo a los empleados que no le agradaban, les había revocado la licencia y los
habían mandado al frente. Una manera segura de caerle mal a Osenberg –o así
parecía– era ser visto en el cine con una muchacha. Sacaron una lista de ex
empleados y contaron las insuficientes razones de que los corrieran. Aun si los
detalles de los cuentos no eran ciertos, sí reflejaban claramente las anormales
relaciones entre Osenberg y su gente.
Mis amigos de las Oficinas Centrales Supremas, que habían secuestrado a
nuestra presa y que eran alabados en los reportes por su descubrimiento de este
significantísimo objetivo de Inteligencia científica no lograron hacer un estudio
preparatorio de su tesoro, por lo que no estaban al tanto del hecho de que la
mayor parte de los papeles importantes aún no aparecían, léase los archivos de la
Gestapo de Osenberg y los archivos principales del Consejo de Investigación del
Reich que fueron enviados de Berlín al pueblo de Osenberg para conservarlos. Yo
les había preguntado a los hombres de Osenberg por estos papeles. Ellos me
confirmaron su relación Con la Gestapo, pero dijeron que habían quemado los
papeles.

Un día, cuando Osenberg estaba molestándome otra vez con sus disculpas y
jurando su lealtad a los aliados, me impacienté. “No me Importan sus opiniones
políticas –le dije–, sólo la información técnica que usted tiene. Además no se
puede confiar en usted. Usted estaba cargo de la sección científica de la Gestapo,
y nunca nos lo contó y quemó todos los papeles.” Este estallido inesperado lo
tomó por sorpresa y se defendió balbuceando: “No, no queme lo papeles, los
enterré, y encima yo no era el jefe de la sección científica de la Gestado, era no
más el segundo de abordo.” Después de eso fue bien fácil sacarle dónde estaban
esos papeles y donde habían guardado los papeles faltantes de Berlín.

La firma de Osenberg es digna de un estudio se grafólogos


psiquiátricos, si es que tales expertos existen. Muchos nazis parecían imitar
a Hitler, y su firma oficial era un jeroglífico, absolutamente ininteligible pero
fácil de falsificar, que trasmitía una idea de pomposidad patológica. Este
hábito se generalizó especialmente entre los oficiales de Gestapo, a pesar
de que el mismo Himmler firmaba con bastante claridad. Comparada con su
caligrafía teutónica, una intrincada oriental es hermosa y clara.

No sé qué fue de Osenberg. Sus conectes en la Gestapo


probablemente lo colocaron en la lista de arrestos automáticos. De
cualquier forma la revuelta de subordinados le hizo pedazos el sueño de un
futuro poderoso. De le internó en otro el lugar y sus papeles fueron dejados
en el “Basurero” a cargo de uno de sus antiguos esclavos.

Si la Gestapo se Himmler lucía un departamento cultural, su SS, que


todo lo abarcó, podía presumir de tener de tener toda una academia. La SS
era un estado dentro un estado, con su propio gobierno, propio ejército y, lo
que aquí nos interesa, su propia ciencia. Era, declarada, la última palabra
de los ideales nazis. Sus miembros debían de de estar a la altura de los
ideales del arianismo “puro”, la fertilidad y otros dogmas indigestos, al igual
que las doctrinas filosóficas y religiosas se suponían derivadas del antiguo
rito teutón. El símbolo de la organización –SS– era dos veces la antigua
letra rúnica S y nos rayos que incorrectamente se suponen.

Durante la guerra la SS tuvo unos cuantos laboratorios científicos de


investigación, bajo la dirección de un general de la SS, Schwab, pero no
significaban gran cosa. Intentaron algún experimento con agua pesada,
pero de dieron por vencidos muy rápido y mandaron a su “experto” a la
universidad de Hamburgo para continuar du trabajo con físicos de verdad.

El principal interés “científico” de la SS era la historia germana


antigua, a fin de demostrar la grandeza de sus ancestros teutones. Fue
para ese propósito de Himmler creó su propia “academia científica” en
1935, Das Anhenerbe o Academia de la herencia Ancestral. Como algunas
de sus actividades estaban envueltas en un misterio que acaso guardaba
algo realmente importante, le asignamos a Carl Baumann investigar la
organización para ALSOS.

Fuera de la carta de Himeler al verdugo Heydrich sobre el físico


Heisenberg, que mencionamos en el capitulo IX (de ALSOS), Baumann no
descubrió nada relacionado con la investigación atómica en el material de
Ahnenerbe. Pero du reporte sobre la academia fue de lo más instructivo.

En un principio, el Ahnenerbe era apenas la sección de la


propaganda cultural de la SS. Pero Himmler no podía conformarse con algo
tan modesto. El quería una academia con todas las de la ley donde él
mismo fuera presidente. Si, como sucedió, su academia duplicaba en parte
las funciones del ministerio de “cultura” de Rosenberg y el ministerio de
propaganda de Goebels, pues mejor. Esto encajaba bastante bien con su
forma de entrometerse donde fura posible para controlar todo en algún
momento.

El director de filología del Ahnenerbe era el doctor Walter Wüst,


presidente de la universidad de Munich, el profesor de sánscrito y persa. Su
mayor aptitud para este alto puesto de la academia de Himmler era que en
los primeros días del nazismo había defendido la visión “positiva” de la
cultura aria en controversias con otros profesores.

El jefe administrativo era el coronel de la SS Wolfram Sievers. Este


psicopático caballero estaba tan contento de que su nombre empezara y
terminara con S que siempre lo firmaba iever. Era doctor en las tradiciones
teutonas, aunque casi no hablaba, siempre estaba dispuesto a platicar largo
y tendido de los símbolos rúnicos.

Sievers respondía directamente Himmler y lo mantenía bien


informado de las actividades de la academia. También estaba a cargo de
las publicaciones de la organización, libros y revistas. Además tenía un
importante puesto en el Consejo de Investigación del Reich. Ahí era el
sustituto del bueno de Mentzel y tenía derecho de firmar todos los papeles.
Era todo cado de penetración por parte del taimado Himmler.

A pesar de lo que se ha dicho, el trabajo “científico” del Ahnenerbe


era casi sólo investigación histórica para probar que la ideología nazi
descendía directamente de la antigua cultura teutónica, y que por tanto era
superior a todas las ideologías. Y no dejaba de lado las pseudociencias:
había divisiones de “Genealogía”, “investigación sobre el origen de los
nombres propios”, “Investigación de los símbolos familiares (Sippenzeichen)
y marca de casas”, “Espeleología” y “costumbres folclóricas”, por no
mencionar las varas mágicas ni los misterios de oculto.

Himmler se había graduado en un colegio de agricultura y acaso se


debió a su pasado que, ocasionalmente, sugiriera un programa de
investigación sensato. Así, planeó una división entomológica para estudiar
todos los aspectos de la vida de los insectos y sus efectos sobre el hombre.
Pero se podía contar con que de un momento a otro saliera con algo
realmente extraordinario, como se puede ver en la siguiente carta que le
escribió a Sievers desde sus oficinas de campo en marzo de 1944:
En interés de investigaciones meteorológicas futuras, que esperamos
llevar a cabo después de la guerra, mediante la organización
sistemática de un inmenso número de observaciones simples,
requiero que usted tome nota de lo siguiente:

Las raíces o cebollas del azafrán del campo se localizan en


profundidades que varían año con año. Entre más profundas están,
más severo será en invierno; entre más cerca estén de la superficie,
más benigno será el invierno.

Este hecho ha sido traído a mi atención por el Führer.

La academia tenía unas cuantas divisiones se ciencia natural, a pesar


de que su trabajo era desaprobado por los científicos universitarios. De tal
forma, había una división de botánica bajo la supervisión de Von
Luetzelburg, primo de Himmler, que había pasado veintisiete años en Brasil,
estudiando las plantas de la selva y sus propiedades medicinales. Había
una sección de geología aplicada que realizaba trabajos secretos de
localización de petróleo, minerales y agua. Su jefe, un tal profesor
Wimmner, pasó un buen rato con el ejército para ayudarle para encontrar
agua en los territorios ocupados.

Entre las publicaciones de Ahnenerbe había un diario “Diario para


todas las ciencias naturales”, en el cual los simpatizantes escribían sobre su
trabajo “científico”. Por ejemplo, tenían su propia teoría consentida de la
escultura del universo, que se llamaba Welteislehre, o la teoría del hielo
mundial. De acuerdo con esta teoría, el centro de todos los planetas y las
estrellas era el hielo. Y no un tipo muy especial de hielo. Hielo vil.

En su carta a Heydrich, Himmler escribió: “Sería recomendable el


presentar al profesor Heinserberg con el profesor Wüst… Wüst entonces
debe de intentar ponerse en contacto con Heinserberg, pues podemos
usarlo en el Ahnenerbe, cuando llegue hacer una academia completa, pues
es un buen científico y lo podemos hacer que coopere con nuestra gente en
la Welteislehre.” Sugerencia que bien pudo poner a temblar a Heinserberg.

El Ahnenerbe patrocinaba expediciones arqueológicas e históricas


(Ur-, Vor- und Frühgeschichte!) a las naciones vecinas, con verdadera
eficiencia alemana, podían servir de las bases militares y actividades de
espionaje. En Rusia ocupada, los “expertos” de la academia estaban bien
dispuestos a saquear los museos de arte gótico antiguo. El único problema
era que las pandillas del ministerio de “cultura”, Rosenberg, habían pasado
por ahí primero. Sievers protestó violentamente contra semejante ultraje. No
concebía, escribió, “con estos objetos de arte contribuía de alguna forma en
el cargo de de Rosenberg, que era recolectar material para la lucha
espiritual contra los judíos y masones y otros oponentes filosóficos, en el
mundo, del Nacionalismo.”

Otro ejemplo del interés “científico” de Sievers se puede ver en la


siguiente carta, escrita a Fräulein Erna Piffl en marzo de 1943, cuando la
guerra estaba en du máximo apogeo.

Querida Fräulein Piffl:

Vi hace poco en el periódico que hay una anciana que vive


en Ribe en Jutlandia (Dinamarca), y que aun posee
conocimiento de los métodos de tejido vikingos.
El Reichsleiter (Himmler) desea que mandemos alguien a
Jutlandia, inmediatamente, para visitar a esta anciana y
aprender estos métodos de tejido.

Heil Hitler!

“SierverS”

Desafortunadamente para el futuro de la ciencia, no quedan registros


que revelen si la misión de la señora Piffl fue exitosa.

Durante la guerra se demostró la necesidad de sumarle un nuevo


departamento, al Ahnenerbe: la división de “Investigación Bélica aplicada”.
Esta división era responsable de toda experimentación sobre los seres
humanos. Como Himmler estaba a cargo de todas los campos de
concentración, resultó cualquier trabajo “científico” que involucrara a sus
reclusos debía de ser relegado a du academia. Cuando hubo escasez de
matemáticos que realizaban el trabajo de computo relacionado con las
armas V-1 y V-2, una sección matemática” se conformó de los prisioneros
de los campos de concentración que habían tenido educación en
matemáticas. Se reportó que hicieron un buen trabajo.

Pero era raro que la ”Investigación Bélica aplicada” de Ahnenerbe


operara tan humanitariamente. Existía, por ejemplo, la notable “sección H”
bajo la dirección del profesor August Hirt y el doctor E. Haagen, en
Estrasburgo, quienes trabajaban en prisioneros del campo Natzweiler. La
peor de todas era la “Sección R”, en Dachau, donde los experimentos mas
crueles eran realizados por un tal doctor Rascher. Estos experimentos,
requeridos por la fuerza Aérea, comprendían investigaciones tales como la
supervivencia tras largos periodos de exposición al frío y los efectos de la
exposición a presiones extremadamente bajas. Un estudio completo de los
archivos de estas actividades, siempre intactos, fue hecho por un
reconocido medico de Boston el mayor Leo Alexander; de los Cuerpos
Médicos, y sus reportes estuvieron a la mano de la misión ALSOS.

Aparte de la inhumana crueldad de las operaciones de Rascher en


Dachau, el trabajo destaca por du absurdo intento de perfección quien
resulta una suerte se parodia del método científico. Así, una serie de
experimentos consistía en sumergir a las víctimas durante varias horas en
agua fría como el hielo hasta que estuvieran casi muertos. (Sólo los más
fuertes soportaban el particular; la mayoría sucumbía.) Entonces se
iniciaban varias materias de revivir a los casi muertos y se comparaban los
resultados para describir a los mejores.

Un método consistía colocar a la víctima congelada en una cama


con una mujer joven. Con típica minuciosidad teutona intentaban la
resurrección colocando a la víctima en la cama con dos mujeres. Si el
tiempo lo hubiera permitido, o habrían, que duda caben, experimentado con
tres, cuatro o más mujeres, y urdido una serie gráfica de resultados.
Durante todo el experimento la temperatura de la víctima se grababa por
medio de un termocople en el recto. El mayor Alexander halló gráficas que
demostraban la variación de temperatura hasta la muerte o resucitación,
marcadas: “Recalentamiento por una mujer”, “Recalentamiento por dos
mujeres” y “Recalentamiento por mujer después del coito”

A pesar de que Sievers estaba a cargo directo de todas las


investigaciones del Ahnenerbe, Himmler parecía haberle agarrado interés
personal. La mayoría de las cartas y reportes de Rascher estaba dirigida a
él. En una de ellas Rascher pedía ser transferido al campo de
concentración de Auischwitz, porque hacía mucho más frío y ahí podía
congelar a las víctimas tan sólo dejándolas desnudas a la intemperie.
Dachau, escribió, también estaba demasiado chico; sus experimentos
causaban algunos problemas entre los reclusos, porque “sus pacientes
vociferaban mientras se le congelaba”.

Cuando interrogamos a Sievers negó todo conocimiento de los


experimentos humanos hasta que los enfrentamos a evidencia concluyente
de que mentía. Aun entonces parecía sólo medianamente interesado y
prefería discutir la gloria prehistórica de los pueblos teutones. Nos dijo, de
todas formas, que sus buenos amigos los Rascher habían terminado
prisioneros en un campo de concentración. Acaso había varias razones
para esto, pero que la Sievers subrayó fue que habían violado el código de
honor de la SS. Nini tuvo un aborto y había sustituido con otro su bebé.

Como hemos visto, la minuciosidad que tanto le admiramos a la


ciencia alemana puede convertirse, a veces, en una parodia de la ciencia.
En la biblioteca profesional de la Gestapo, en Berlín, encontramos un libro
de “Símbolos germánicos.” Mientras sus cientos de runas y otros emblemas
a los que da explicaciones francamente nauseabundas. Por ejemplo: “la
pesa es el símbolo de las oposiciones, la contraparte. El nacimiento y la
muerte, el viejo año y el nuevo, el invierno y el verano, el cielo y la tierra, lo
que recibe, lo que conserva, la generalidad etc.” Eminentemente lógico y
detallado, este libro empieza con el principio de todo, el punto sagrado, der
Punkt. El punto, según se nos informa, es el “símbolo de todos los
símbolos”, que significa el principio y el final de toda la vida, su centro más
intimo y fuente de poder de todas las formaciones. Es un símbolo del
germen, pero también de los restos de mi vida…”

Esta tontería exagerada floreció especialmente durante el régimen


nazi, pero siempre se le había tomado más en serio en Alemania que en
cualquier otro lado, por la manera pretenciosa y pomposa en el que se
presentaba a las pseudociencias. El estilo mismo de los libros alemanes
solía hacer posible que el juzgara la validez de su contenido; comprendidos
de tonterías totales fueron escritos como textos eruditos con numerosas
citas al pie de pagina y referencia, tablas e ilustraciones. A veces, libros
buenos se echaban a perder por esta increíble minuciosidad.

Hay una vieja anécdota que regresa cada cinco años, más o menos,
con ciertas enmiendas. Cuenta de un grupo de cinco hombres eruditos de
distintas nacionalidades que se conocen el zoológico y quedan muy
impresionados con el camello. Deciden que cada uno deberá escribir un
libro sobre el camello. El inglés es el primero; su libro se titula La casa del
camello de las Colonias. El francés escribe el Camello y sus amores; el
estadounidense Más y mejores Camellos. El alemán, después de dos años,
anuncia su Manual del camello: volumen 1:”El camello en la edad media “,
volumen II: “el camello en la civilización alemana moderna “.

Hay más de un elemento de verdad en esto. Con algunas


modificaciones hemos encontrado un libro alemán así. No se trata de
camellos si no de perros. No de todos los perros, por supuesto, sólo de los
perros alemanes y específicamente del pastor alemán. El libro al que me
refiero es el pastor alemán en palabras e imágenes, del capitán Von
Stephanitz. Se publicó por primera vez en 1901 y yo tengo la sexta edición,
publicada en 1921, mucho antes del advenimiento de Hitler. Es
definitivamente uno de los mejores libros sobre el cuidado y crianza de los
perros, pero lo que aquí nos interesa es cómo su material afirmativo se
asfixia bajo el peso de la tontería pretensiosa. De casi 800 páginas. Este
volumen empieza, como tantos libros alemanes, el principio mínimo de las
cosas: la creación del mundo. Para hacerla a impresionante, la creación
esta introducida en una cita del Vendidat, el libro más antiguo de los Zend-
Avesta. Qué duda cabe, todo criador de pastores alemanes tiene esta obra
persa en su librero. Las primeras 200 páginas hablan del origen del pastor
alemán y sus ocurrencias en todos los periodos y en todo el mundo: el perro
en China, el pero en la antigua Grecia, el perro en la Biblia, el pero en
Egipto. También hay una interesante sección “el perro y los judíos”.

Aprendemos de los antiguos judíos odiaban a los perros y esto


explica, parcialmente, “el desaparecido actual de los perros hasta entre la
gente de raza aria, del que se puede culpar a la gran influencia de las
nociones, judías, que sean colocado, escondido en la región cristiana”. Más
aun, “la actitud de los judíos hacia los perros sigue siendo la misma hoy en
día… el perro no puede tener valor emocional alguno para ellos, el judío
nunca puede entregarse sin egoísmo… Eso sólo lo pueden hacer los
alemanes pues ser alemán significa hacer la cosas porque sí (Wagner)”.

Entre las ilustraciones de este libro nada singular está un dibujo de


un perro con el título:”Saludo amistoso; según el profesor B. Schmid.” Por
supuesto que se necesita un profesor para analizar el estado de ánimo del
perro de otra manera los lectores no hubieran aceptado la autoridad de la
declaración.

Finalmente, los libros alemanes siempre tienen unos símbolos


diversas excelente. El pastor alemán en palabras e imágenes no es la
excepción. Enlisto sólo uno de los puntos consecutivos del índice de este
libro para indicar a los extremos que llega la minuciosidad alemana:

Hund und Andere Tiere: perro y otros animales.


Hund und Dienstboten: perro y sirvientes.
Hund und Frau: Perro y ama.
Hund und Herr: Perro y amo.
Hund und hund: Perro y Perro.
Hund und kinder: Perro y niños.
Hund und Spielzeug: Perro y juguetes.
Hund und Werkzeug: Perro y herramientas.

Como ya lo dije, el clásico del capitán Stephanitz sobre el pastor


alemán fue escrito mucho antes que Hitler Y Himmler. Nos ayuda a
entender que no todo los elementos de absurdo de la Academia de la SS
los dotó el nazismo.

–La enfermedad del cáncer será desterrada de la vida por


hombres y mujeres calmados, sin prisas y persistentes, que
trabajen con cada sentimiento y cada temblor controlado y
suprimido, en hospitales y laboratorios. Y el motivo que
conquistará el cáncer no será la lástima o el horror; será la
curiosidad de saber cómo y porqué.
–Y el deseo de servicio – dijo Lord Tamar.
–Como justificación bien de esa curiosidad –dijo el señor
Sempack–, pero no como su motivo. La lástima nunca ha
hecho un buen doctor, el amor nunca ha hecho un buen
poeta. El deseo de servicio nunca ha hecho un
descubrimiento.
H.G.Wells
Meanwihile
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 291 – 308.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 23 ) MAURICE MAETERLINCK

El árbol de la evolución animal se divide en dos troncos enormes: los


vertebrados, que tienen espina dorsal, y los antrópodos, que no. La vida
vertebrada alcanzó su clímax en el hombre. La conducta antrópoda culmina en los
insectos sociales. Tan radicalmente distintos son estos modos de enfrentar
problemas, que casi podría esperarse que perteneciera a planetas diferentes.
Todas las acciones que consideramos ”humanas” son reacciones aprendidas, que
cada individuo adquiere tras de muchos años de entrenamiento de sus mayores. A
los insectos, por otro lado, prácticamente nada puede enseñárseles. Llegan a la
existencia totalmente equipados de un elaborado patrón de conducta innata. En
los insectos sociales - abejas avispas, hormigas, termitas - estos instintos
alcanzan niveles increíbles de especialización. La colonia misma toma las
características de un súper organismo: un estado totalitario en que no existe ni la
posibilidad de conducta “antisocial”. No sorprende que de las más o menos dos
millones de especies de insectos, los insectos sociales -y en especial la abeja de
miel- hayan excitado por igual el interés del zoólogo y del hombre común.

Cuando era joven, el poeta y dramaturgo belga Maurice Maeterlinck (1862-


1949) tenía por pasatiempo principal la apicultura. Inspirado por los ensayos de
Fabre, comenzó un largo período de observación y experimentación en su apiario,
que dio como resultado la publicación, en 1901, de la vida de la abeja. Escrito con
gran vena poética, con una hábil mezcla de realidad fantasía y especulación
mística, se convirtió con mucho en el libro más popular de todos los tiempos sobre
la vida del insecto.

Investigaciones posteriores han corregido algunos errores de Maeterlinck y


agregado datos nuevos y todavía más fantásticos. En una serie de experimentos
hermosamente elaborados, el zoólogo de Bavaria Karl von Frisch probó que las
abejas exploradoras, tras regresar a la colmena, ejecutan un conjunto de veloces
giros que indican a las obreras qué tan lejos está el néctar recién hallado y en qué
dirección. Otros experimentos; más recientes han mostrado que las abejas poseen
un método interno de medir el tiempo, independiente de factores externos como la
luz del sol.

El texto que sigue es la descripción sin paralelos del vuelo nupcial de la


reina. El dramático encuentro en el cielo, la muerte del perseguidor, le otorga al
poeta belga un fondo magnífico para sus reflexiones sobre el significado del bien y
del mal, del amor y de la muerte.
( 23 ) El vuelo Nupcial

MAURICE MAETERLINCK
CONSIDERAREMOS LA MANERA en que sucede la fecundación de la abeja
reina. Aquí de nuevo la naturaleza ha tomado medidas extraordinarias para
favorecer la unión de los machos y las hembras de grupos diferentes; una extraña
ley, a la que nada parece obligarla un capricho o una inadvertencia inicial, acaso,
cuya reparación llama a las fuerzas más maravillosas que su activa conoce.

Si ella hubiera dedicado la mitad del genio que prodiga en la fertilización


cruzada y en otros deseos arbitrarios a hacer la vida más cierta, aliviar el dolor,
suavizar la muerte y prevenir horribles accidentes, el universo tal vez habría
presentado un enigma menos incomprensible, menos lastimero, que el que
queremos resolver. Pero nuestra conciencia y el interés que tenemos en la
existencia deben asirse, no a lo que pudo haber sido, sino a lo que es.

Cerca de la reina virgen, y compartiendo con ella la colmena, hay cientos de


machos exuberantes, siempre ebrios de miel; la única razón de su existencia es
un acto de amor. Pero, sin importar el incesante contacto de dos deseos que en
otro lugar invariablemente vencen todo obstáculo, la unión nunca se da en la
colmena ni ha sido posible la fecundación de una reina cautiva. Mientras vive entre
ellos, sus amantes ignoran lo que ella es. La buscan en el espacio, en las
profundidades remotas del horizonte, sin sospechar que en ese momento han
renunciado a ella, han compartido el mismo panal con ella, han pasado junto a
ella, acaso la han rozado en la urgencia de su huida. Uno puede casi creer que
esos ojos maravillosos suyos, que cubren su cabeza como con un casco rutilante
no la reconocen o desean salvo cuando se remonta a lo azul. Cada día de las
doce a las tres de la tarde, cuando el sol resplandece, esta horda alada sale en
busca de una novia, que de hecho es conquista más difícil, más noble, que la
mayoría de las inaccesibles princesas de los cuentos de hadas: 20 ó 30 tribus se
apurarán desde todas las ciudades vecinas, su corte consiste en más de diez mil
pretendientes; y de estos diez mil sólo uno será escogido para un solo beso de un
instante que lo casará con la muerte no menos que con la felicidad; mientras, los
otros volarán sin esperanzas alrededor de la pareja entrelazada y pronto morirán
sin contemplar de nuevo esta aparición prodigiosa y fatal.

No exagero esta prodigalidad salvaje e impactante de la naturaleza. Las


colmenas mejor conducidas, por ley, contienen de 400 a 500 machos. Las más
débiles o degeneradas tendrán a menudo hasta 4 ó 5 mil; pues entre más tienda
una colmena a su ruina más machos producirá. Se puede decir que, en promedio,
un apiario compuesto de diez colonias en algún momento mandará al aire, un
ejército de 19 mil machos, de los cuales 10 ó 15 tendrán oportunidad de participar
en el solo acto para el que nacieron.

Entre tanto, agotan las provisiones de la ciudad, cada uno de los parásitos
requiere la incesante labor de 5 ó 6 trabajadores para mantenerse en su ocio
abundante y voraz pues su actividad se confina tan sólo a sus mandíbulas. Pero la
naturaleza es siempre magnífica cuando trata los privilegios y las prerrogativas del
amor. Es tacaña sólo cuando reparte los órganos e instrumentos del trabajo. Es
especialmente severa en lo que el hombre ha llamado virtud, mientras cubre los
senderos de los amantes menos interesantes de innumerables joyas y favores.
“Uníos y multiplicaos; no hay otra ley o meta, que el amor”, parecería su grito a
todos los flancos, mientras se balbucea, tal vez: “y existid después si podéis; ése
no es mi problema. ”Hacer o desear lo que podamos: encontramos en cualquier
punto del camino esta moralidad que tanto difiere de la nuestra. Y nótese,
también, en estas mismas pequeñas criaturas, su injusta avaricia e insensato
desprecio. De su nacimiento a su muerte, la austera forrajeadora debe viajar en
busca de las miríadas de las flores que esconden en las profundidades de los
arbustillos. Deben descubrir la miel y el polen que se esconde en los laberintos de
los nectarios y en los más secretos huecos de las anteras. Sus ojos y órganos
olfativos son como los ojos y órganos del enfermo, comparados con los de los
machos. Que fuera el zángano casi ciego, que tuviera el más de rudimentario de
los sentidos olfativos: poco sufriría. No tienen nada que hacer, presa que cazar; su
comida se le lleva preparada, y pasa su existencia en la obscuridad del panal,
lamiendo miel. Pero son los agentes del amor; y los más enormes, con más
inútiles dones se lanzan con ambas manos al abismo del futuro. De mil de ellos,
sólo uno, una vez en su vida, tendrá que buscar en las profundidades del azul la
presencia de la virgen real. De estos mil solo uno tendrá, por un instante, que
seguir a la virgen, que no desea escapar. Con eso basta. El poder parcial abre su
tesoro, loca, delirantemente. A cada uno de estos improbables amantes, de los
cuales morirán 999 unos días después de las fatales nupcias del milésimo, ella ha
dado trece mil ojos a cada lado de la cabeza, mientras el obrero tiene sólo seis
mil. De acuerdo con los cálculos de Cheshire, ella ha proveído sus antenas con 37
mil ochocientas cavidades olfativas, mientras los obreros tienen apenas cinco mil
en ambas. Ahí tenemos una instancia de la casi universal desproporción que
existe entre los dones que la reina derrama sobre el amor y su racionamiento
avaro hacia el trabajo; entre los favores que otorga lo que será, en un éxtasis, la
creación de nueva vida, y la indiferencia con que mira aquello que pacientemente
habrá de mantenerse con sus afanes. Quien buscara trazar fielmente el carácter
de la naturaleza, de acuerdo con los rasgos que aquí hemos descubierto, habría
de diseñar una extraordinaria figura, extrañísima a nuestro ideal, pero que sólo
puede emanar de ella. Demasiadas cosas son desconocidas al hombre para que
ensaye ese retrato, donde todo sería profunda sombra salvo uno o dos puntos de
luz tintineante.

Muy pocos, me imagino, han profanado el secreto de la boda de la abeja


reina, que sucede en los círculos infinitos y radiantes del hermoso cielo. Pero sí
podemos atestiguar la salida dubitativa de los elegidos de la reina y el asesino
regreso de la novia.

No importa qué tan grande sea su impaciencia, ella elegirá el día y la hora,
y se demorará en la sombra del portal hasta que una maravillosa mañana se
abran por completo los espacios nupciales de las profundidades de la gran bóveda
azul. Ella ama ese momento en que las gotas de rocío aún humedece hojas y
flores, cuando la última fragancia del alba agonizante aun lucha con el candente
día, como una doncella atrapada en los brazos de un fuerte guerrero; cuando a
través del silencio del mediodía que se acerca se oye, una y otra vez, un grito
transparente que sustituido al alba.

Aparece en el umbral: en medio de indiferentes forrajeras, si ha dejado a


sus hermanas en la colmena; o rodeada de una caterva delirante de obreras, por
si fuera imposible llenar su lugar.

Comienza su vuelo en reversa, regresa dos o tres veces a la borda de


aterrizaje; y entonces, habiendo fijado en su mente la exacta situación y el aspecto
del reino que nunca ha visto desde fuera, sale como una flecha hacia el cenit del
azul. Se remonta a una altura, una zona luminosa, que otras abejas no alcanzan
en ningún período de su vida. Lejos, solazando su ocio entre las flores, los
machos han contemplado la aparición, han respirado el perfume magnético que se
extiende de grupo en grupo hasta que todo apiario cercano se ha encendido.
Inmediatamente las multitudes se juntan y las siguen hasta el mar de felicidad
cuyos límites límpidos nuca cejan. Ella, ebria, obedeciendo la magnífica ley de la
raza que elige a su amante y establece que sólo el más fuerte la obtenga en la
soledad del éter, se alza; y, por primera vez en su vida, el aire de la azul mañana
recorre sus poros cantando su canción, como sangre del cielo, en los millares de
tubos de cavidades tráqueas que llenan el centro de su cuerpo. Ella se alza. Una
región debe hallarse que no merodeen los pájaros, que pueden profanar el
misterio. Ella se eleva; y ya la tropa incompatible está menguando y cayendo. Los
mansos, débiles, los enfermos viejos, los no bienvenidos y los mal alimentados
que han volado desde ciudades inactivas o empobrecidas, renuncian a la
persecución y desaparecen en el vacío. Sólo resta un grupo pequeño e infatigable,
suspendido en un ópalo infinito. Ella convoca a sus alas a un esfuerzo final; y
ahora el elegido de fuerzas incomprensibles la ha alcanzado, ha tomado posesión
de ella, y atados en lo alto con ímpetu unido, el ascendente espiral del nudo
entrelazado gira un segundo en la locura hostil del amor.

Muchas criaturas tienen una vaga creencia de que un peligro muy precario,
una especie de membrana transparente, divide la muerte del amor; y que la
profunda idea de la naturaleza demanda que el dador de la vida deba morir en la
entrega. Aquí la idea, cuya memoria se aparta sobre los besos de los hombres se
realiza con una simpleza primordial: apenas la unión se ha logrado, el abdomen
del macho se abre, el órgano cae, jalando consigo la masa de entrañas; las alas
se relajan y como si lo hubiera alcanzado un rayo, el cuerpo vacío gira y gira sobre
sí mismo y se hunde en el abismo,

La misma idea que, antes, en la partenogénesis, sacrificó el futuro de la


colmena con la multiplicación no deseada de machos, ahora sacrifica al macho por
el futuro del panal.

Esta idea es siempre sorprenderte; y entre más la penetramos, menos se


aclaran nuestras certidumbres. Darwin, por ejemplo, para hablar del hombre que
entre todos ellos la estudió más metodológica y apasionadamente; Darwin, que
poco se le confesó a sí mismo, pierde la confianza en cada paso y retrocede ante
lo inesperado e irreconocible. Si desea tener ante usted el espectáculo del genio
humano, noblemente humillante, que batalla con un poder infinito, sólo tiene que
seguir los quehaceres de Darwin para desentrañar las extrañas, incoherentes,
inconcebiblemente misteriosas leyes de esterilidad y fecundidad en los híbridos, o
las variaciones de caracteres específicos y genéricos. Apenas ha formulado un
principio, innumerable excepciones lo asaltan; y este mismo principio, tan
rápidamente derrocado, está feliz de refugiarse en algún rincón y preservar un
jirón de existencia bajo el título de excepción.

Pues el hecho es que en la hibridez, en la variabilidad (notablemente en las


variaciones simultáneas conocidas como correlaciones del crecimiento), en el
instinto, en el proceso de la competencia vital, en la sucesión geológica y
distribución geográfica de seres organizados, en afinidades mutuas, y ciertamente
en cualquier otra dirección, la idea de la naturaleza se revela así misma, dentro de
un fenómeno y un tiempo, tan circunspecta e inamovible, avara y pródiga,
prudente y descuidada, débil y estable, agitada e inmutable, una e innumerable,
magnífica y escuálida. Ahí yacen ante ella los inmensos y virginales campos de la
simplicidad; ella eligió poblarlos de errores triviales, con mínimas leyes
contradictorias que vagan por la existencia como un rebaño de ovejas perdidas.
Es verdad que nuestro ojo, ante el que pasan estas cosas, puede reflejar
solamente una realidad proporcional a nuestras necesidades o nuestra estatura; y
no tenemos ninguna garantía para creer que la naturaleza alguna vez pierde de
vista sus errabundos resultados y causas.

Casi nunca permitirá que se vayan demasiado lejos, o se acerquen a


regiones ilógicas o peligrosas. Ella dispone de dos fuerzas que no pueden errar
jamás; cuando el fenómeno haya traspasado ciertos límites, ella llamará a la vida
o a la muerte: que llega, restablece el orden, y señala de nuevo la senda.
Nos elude en todas partes, repudia nuestras reglas y hacen pedazos
nuestros parámetros. A nuestra derecha se hunde bajo el nivel de nuestros
pensamientos; a nuestra izquierda se eleva cual montaña sobre ellos. Parece
cometer errores constantes, por igual en el mundo de sus primeros experimentos
que en el último: el hombre. Ahí sanciona los instintos más obscuros, la injusticia
inconsciente de la multitud, la derrota de la inteligencia y de la virtud, la no
inspirada moral que inspira la grande ola de la raza, aunque es manifiestamente
inferior a la moral que pueden concebir o desear las mentes que componen esa
otra ola, más pequeña y más clara, y más alta que aquélla. Y con todo, ¿puede
esa mente errar si se pregunta si la verdad total – las verdades morales y las no
morales – no ha de buscarse en el caos más que en sí misma, donde estas
verdades serían relativamente claras y precisas?

El hombre que así siente nunca intentará negar la razón o la virtud de su


ideal, consagrado por tantos sabios y tantos héroes, mas hay ocasiones en que se
susurrará por lo bajo que este ideal se ha formado demasiado lejos de la enorme
masa cuya múltiple belleza quisiera representar. Ese hombre ha temido,
legítimamente, que el intento de adaptar esta moral a la de la naturaleza arriesgue
la destrucción de lo que fue su obra maestra. Pero hoy la comprende un poco
mejor; y de algunas de sus respuestas, que aunque vagas revelan un aliento
inesperado, él ha podido mirar un plan y un intelecto más vastos de lo que hubiera
podido concebir su imaginación por sí sola; y ya teme menos y no siente la
necesidad imperiosa del refugio que su especial razón y su virtud le otorgan. El
hombre concluye que eso que es tan grande no puede enseñar nada que lo que
reduzca. Se pregunta si ha llegado el momento de someter sus convicciones a un
examen más juicioso, y sus principios, y sus sueños. Una vez más no tiene ni el
menor deseo de abandonar su ideal humano. Incluso lo que en principio lo aleja
de es de ideal le enseña a regresar. Sería imposible que la naturaleza mal
aconsejara al hombre, que se niega a incluir en el gran esquema que él se
esfuerza por aprehender –que se niega a considerar suficientemente elevado para
ser definitivo– cualquier verdad que no sea por lo menos tan alta como él mismo
desea. Nada cambia de lugar en su vida salvo para elevarse con él; y sabe que se
está elevando cuando siente acercarse su antigua imagen del bien. Más todas las
cosas se transforman más libremente en sus pensamientos; y puede descender
con impunidad, pues presiente que sucesivos valles lo lleven a la meseta que
espera. Y, mientras busca así sus convicciones, aun mientras su investigación lo
lleva al reverso mismo de lo que ama, él se conduce según la verdad más
humanamente hermosa, y se aferra a la que, momentáneamente, parece ser la
más elevada. Acaso acepte una verdad inferior, pero antes de actuar en
consecuencia esperará, por siglos si fuera necesario, hasta que perciba la
conexión que debe tener esta verdad con verdades tan infinitas que incluyan y
sobrepasen todas las demás.

En una palabra, separa el orden moral del intelectual, admitiendo en aquél


sólo aquello que es más grande y más hermoso que lo que estuvo ahí antes. Y tan
culpable como lo sea separar los dos órdenes, es bien frecuente en la vida, donde
sufrimos que nuestra conducta sea inferior a nuestros pensamientos, donde,
aunque vemos lo bueno, vamos tras lo peor –ver lo peor e ir tras lo bueno. Elevar
nuestras acciones más allá de nuestras ideas debe ser siempre razonable y
saludable; pues la humana experiencia deja cada vez más claro que el más
elevado pensamiento al que podemos llegar habrá de ser inferior a la misteriosa
verdad que buscamos. Más aun, si nada de eso fuera cierto, una razón más
simple y más familiar lo aconsejaría a no abandonar su ideal. Pues entre más
fortaleza otorga a las leyes que parecerían establecer el egoísmo, la injusticia y la
crueldad como ejemplos para el hombre, más fortaleza, al mismo tiempo, confiere
a las que ordenan la generosidad, la justicia y la piedad; y estas leyes contendrán
algo tan profundamente natural como aquellas, en cuanto el hombre empiece a
compensar, o a distribuir más metódicamente, la porción que se atribuye y la que
le atribuye al universo.
Regresamos a las trágicas nupcias de la reina. Evidentemente es deseo de
natura -al servicio de la fertilización cruzada- que la unión del zángano y de la
abeja reina sea sólo posible en el cielo. Mas sus deseos se entretejen como redes,
y sus más valuadas leyes deben pasar por los lazos de otras leyes, que, en su
momento, apenas después, habrán de pasar por lo de aquéllas.

La naturaleza ha impuesto tantos peligros en los cielos -vientos helados,


corrientes tormentosas, aves, insectos, gotas de agua, que también obedecen
leyes invencibles- que hubo de arreglar que esta unión fuera lo más breve posible.
Y lo es, gracias a la repentina muerte del macho. Un solo abrazo basta; todo lo
demás se establece en los flancos mismos de la novia.

Desciende de las alturas azuladas y regresa a la colmena, arrastrando tras


de sí, cual estandarte, las entrañas de su amante. Algunos autores escriben que
las abejas manifiestan gran alegría ante este regreso tan lleno de promesas –
Buchner, entre otros, nos da una detallada relación de él. Muchas veces he
esperado el regreso de la reina, y confieso no haber notado ninguna
desacostumbrada excitación, salvo en el caso de una joven reina que, a la cabeza
de un enjambre, representaba la sola esperanza de una ciudad recién fundada y
aún vacía. En aquella instancia las obreras estaban locamente excitadas, y se
apresuraron a su encuentro. Pero como la regla, parecen olvidarla, aunque no
esté en menor peligro el futuro de su ciudad. Actúan con consistente prudencia en
todas las cosas, hasta en el momento que se le autoriza la masacre de las reinas
rivales. Alcanzando ese punto, su instinto hace un alto; y hay una, por decirlo así,
brecha en su previsión. Parecen por completo indiferentes. Elevan su cabeza;
reconocen, tal vez, las sanguinarias señales de la fertilización; más, aún
desconfiadas, no manifiestan la alegría que nuestra expectación había imaginado.
Probablemente necesitan mayores pruebas antes de permitirse el regocijo. ¿Por
qué molestarse en hacer tan humanos, tan lógicos, los sentimientos de criaturas
tan diferentes de nosotros? Ni entre las abejas ni entre ningún otro animal que
tenga un rayo de nuestro intelecto suceden las cosas con la precisión que
registran nuestros libros. Muchas circunstancias siguen incógnitas a nosotros.
¿Por qué pintar a las abejas más perfectas de lo que son, diciendo lo que no es?
Quienes las considerarían más interesantes si se parecieran más a nosotros no
han comprendido qué es lo que ha de despertar el interés de la mente sincera. La
meta del observador no es sorprenderse, sino entender; y señalar las brechas que
existen en un intelecto, y los signos de una organización cerebral distinta de la
nuestra es mucho más curioso que el mero relato de sus maravillas.

Mas no todas comparten esta indiferencia; y cuanto la reina, sin aliento, ha


alcanzado la pista de aterrizaje, se forman algunos grupos y la acompañan a la
colmena; mientras entra el sol, héroe de todas las festividades de que participen
las abejas, con pasos tímidos, bañando de azul y de sombras las paredes cerosas
y las cortinas de miel. Y ciertamente la recién desposada no muestra mayor
preocupación que su gente, pues en su cerebro práctico, estrecho y bárbaro no
hay lugar para muchas emociones. Sólo tiene un pensamiento: deshacerse cuanto
antes del vergonzoso souvenir que le ha dejado su consorte, y que estorba sus
movimientos. Se sienta en el umbral, y cuidadosamente se despoja de los órganos
inútiles, que las obreras alejan. Sólo se queda, en su espermateca, con líquido
seminal donde flotan millones de gérmenes, que, hasta su último día, saldrán uno
a uno, y en la obscuridad de su cuerpo completarán la misteriosa unión del
elemento femenino y el masculino, por la que nacen las abejas obreras. En una
curiosa inversión, es ella la que suministra el principio masculino, y el zángano el
femenino. Dos días después de la unión pone sus primeros huevecillos, y su gente
la provee de inmediato del cuidado más atento. Desde ese momento, y con doble
sexo, dentro de ella un macho incansable, comienza su vida verdadera, nunca
más saldrá de la colmena, excepto para acompañar a un enjambre; y su
fecundidad cesará sólo cuando la muerte se aproxime.
Nupcias prodigas éstas. Las más parecidas a los cuentos de hadas; azules
y trágicas; elevadas por encima de la vida por los ímpetus del deseo;
imperecederas y terribles, únicas y desconcertantes, solitarias e infinitas. Éxtasis
admirable, donde la muerte, que acaece sobre todo lo que nuestra esfera tiene de
límpido y de amable, en el espacio virginal e ilimitado, sella el instante de felicidad
en la sublime transparencia del grande cielo; y purifica en la luz inmaculada ese
algo de maldad que se cierne siempre sobre el amor; y hace de ese beso
inolvidable, y conforme esta vez con moderado diezmo, procede ella misma, con
manos casi maternales, a unir en un solo cuerpo, para un futuro largo e
inseparable, dos pequeñas vidas frágiles.

Esta poesía no contiene verdad profunda; pero sí contiene otra, que nos
cuesta más trabajo asir, pero que, acaso, terminemos por comprender y por amar.
La naturaleza no se ha desviado de su camino para proveer a estos dos “átomos
abreviados”, como Pascal los hubiera llamado, de un resplandeciente matrimonio,
o de un momento de amor ideal. Su preocupación única, como hemos dicho, era
mejorar la raza por medio de la fertilización cruzada. Para asegurar esto ha urdido
el órgano masculino de forma tal que sólo pueda usarlo en ese espacio. Un vuelo
prolongado debe expandir primero sus cavidades tráqueas; atiborrados de aire,
estos enormes receptáculos echarán para atrás la parte baja del abdomen y
permitirán la extirpación del órgano. He ahí el secreto filosófico entero –que
parecerá ordinario o muchos; vulgar a algunos otros– de esta persecución
deslumbrante y de estas nupcias magníficas.

“¿Mas habremos, entonces –se preguntará el poeta–, de regocijarnos en


regiones que son menos elevadas que la verdad?”

Sí, en todas las cosas, en todos los tiempos, regocijémonos, no en las


regiones menos elevadas que la verdad, pues tal cosa es imposible, sino en las
regiones más altas que la pequeñas verdades que nuestros ojos pueden percibir.
Si una casualidad, un recuerdo, una ilusión, una pasión –en pocas palabras, si
cualquier motivo– causara que un objeto se revele a nosotros en una luz más
hermosa que a otros, sea ese nuestro motivo más requerido. Acaso sólo sea un
error; pero el error no puede impedir el momento en que es más probable que
percibamos su belleza verdadera. La belleza que le otorgamos dirige nuestra
atención a su belleza y a su grandeza verdadera, que, derivadas como lo son de
una relación en que todo objeto debe seguir fuerzas y leyes generales y eternas,
de otra forma escaparían a nuestra observación. La facultad de admirar lo que
pudo hacer dentro de nosotros la ilusión servirá para la verdad que, tarde o
temprano, estará aquí. Con las palabras, los sentimientos. Con el ardor que creó
bellezas antiguas e imaginarias, la humanidad da hoy la bienvenida a verdades
que tal vez no hubieran visto la luz, que tal vez no hubieran hallado hogar tan
propicio, si estas ilusiones que sacrificamos que no hubieran habitado o inflamado
el corazón y el intelecto a que descenderán estas verdades. ¡Felices los ojos que
no necesitan ilusión para ver que es grande el espectáculo! La ilusión enseña a los
otros a ver, a admirar, a regocijarse. Y por más alto que mire, nunca será
demasiado; pues la verdad se eleva cuando los hombres se acercan; y los
hombres se acercan cuando admiran. Y cuales quieran sean las alturas en que se
regocijen, este regocijo nunca puede tener lugar en el vacío, o por encima de la
verdad eterna e incógnita que, cual belleza en suspenso, está sobre todas las
cosas.

¿Significa esto que debemos unirnos a la falsedad, a una poesía irreal,


ficticia, y hallar ahí nuestra felicidad a falta de algo mejo? ¿O que en el ejemplo
que tenemos ante nosotros –que en sí mismo no es nada, pero lo usamos pues
les sirve a otras mil cosas, y también a nuestra actitud ante muchas otras
verdades– habremos de ignorar las explicaciones fisiológicas, y guardar y probar
sólo las emociones de este vuelo nupcial, que sigue siendo uno de los actos más
hermosos y más líricos de esa fuerza irresistible, y súbitamente desinteresada,
que todas las criaturas obedecen y que suelen llamar amor? Eso sería demasiado
infantil; e imposible, gracias a los excelentes hábitos que hoy ha adquirido toda
mente leal.

Como el hecho es incontestable, debemos admitir que la extirpación del


órgano sólo es posible con la expansión de las vesículas tráqueas, pero si,
satisfechos con esto, no permitiéramos que nuestros ojos vaguen más allá, si
dedujéramos de ahí que todo pensamiento que se eleva demasiado o se va muy
lejos debe necesariamente estar herrado, y que la verdad sólo ha de estar en los
detalles materiales, si no buscáramos, no importa donde, en las incertidumbres
mucho más grandes que las que hemos resuelto aquí –por ejemplo, en el misterio
de la fertilización cruzada, o en la perpetuidad de la raza y de la vida, o en el plan
de la naturaleza–; si no buscáramos algo que esté más allá de la explicación
actual, algo que la prolongue, y que nos lleve a la hermosura y a la grandeza que
reposan en lo desconocido, casi puedo asegurar que pasaríamos de lado la
verdad más incluso que quienes, en este caso, han cerrado los ojos a todo salvo a
la interpretación poética y por completo imaginaria de estas bodas maravillosas.
Evidentemente, estos hombres juzgan mal la forma y el color de la verdad, pero
viven más en su atmósfera y su influencia que los otros, que creen,
complacientemente, que han capturado la verdad, han proveído el asilo más
hospitalario dentro de sí; y aunque sus ojos no puedan verla, buscan ansiosos la
hermosura y la grandeza.

Nada sabemos del fin de la naturaleza, que para nosotros es la verdad que
domina a todas las demás. Más por el amor de esta verdad, y para preservar en
nuestras almas el ardor que necesitamos para buscarla, nos toca a nosotros
juzgar la grande. Y si halláramos algún día que hemos llevado el camino
equivocado, y que esta meta es incoherente y mínima. Su nimiedad nos la habrá
descubierto del ardor que su grandeza supuesta encendió en nosotros; y nos
enseñará lo que tenemos que hacer. Mientras tanto, no puede ser imprudente
dedicar a su búsqueda los esfuerzos más arduos y más queridos de nuestro
intelecto y de nuestro corazón. Y si fuera desdichada la palabra última de todo
esto, no será poco haber despojado de inanidad y pequeñez al fin de la
naturaleza.

“Si tomara a una bala de cañón 3 1/3


segundos viajar cuatro millas, y 3 3/8 viajar
las siguientes cuatro, 3 5/8 las siguientes
cuatro, y si el rango continuara
disminuyendo en la misma proporción,
¿Cuánto tiempo le tomaría viajar mil
quinientos millones de millas”.
“Arithmeticus”, Virginia, nevada.

No sé.

Mark Twain
Answer to correspondents
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 309 – 322.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 24 ) H.G.WELLS
Cuando la primera bomba cayó en Japón, en agosto de 1945, un anciano
agonizante en Londres debe haber leído los encabezados con extraña emoción.
Anciano era H.G. Wells. Ya había terminado su libro, en que hablaba de una

“atemorizante extrañeza” que se cernía sobre el mundo, y había proyectado su


propia sentencia de muerte en la predicción de que el homo sapiens habría de
ceder su lugar a “otro animal mejor adaptado para enfrentar el sino que cada vez
más rápido se acerca a la humanidad”. Pero más que esto, leyó en los
encabezados la confirmación de una de sus profecías más exactas.

En 1914 Herbert George Wells (1866-1946) escribió una novela de ficción


científica bajo el título El mundo liberado. Le abre un preludio que se llama: “Los
celadores del sol”, y que rastrea la historia de la conquista del poder por el
hombre, del uso primero y torpe de herramientas y animales domesticados al de la
energía electrónica y de vapor de los tiempos modernos. El preludio finaliza con
una conferencia de un profesor de física de la Universidad de Edimburgo. El
profesor discute la posibilidad de acelerar el decaimiento radiactivo del uranio, de
forma que se desate su inmensa energía y se abra un nuevo capítulo en la historia
de la humanidad. Un estudiante escocés, estimulado por la conferencia, mira al sol
de la tarde caer tras las distantes colinas. “Oh cosa antigua, dijo, y sus ojos
resplandecían e hizo con sus manos como agarraba algo, cosa antigua y roja…te
tendremos aún.”

El primer capítulo de la novela inicia en 1933, cuando un joven científico de


nombre Holsten logra inducir actividad radiactiva el primer paso hacia la energía
atómica. (En enero de 1934 Fréderic Joliot-Curie y su esposa por primera vez
lograron bombardear aluminio con partículas beta. Ese mismo año Enrico Fermi
alcanzó similares resultados en el bombardeo de fluorina y otros elementos con
neutrones.) Pasan veinte años en la novela de Wells antes de que se logre
controlar la reacción en cadena. (Fermi consiguió la primera reacción en cadena
en 1942; se adelantó once años a la programación de Wells) Poco después de
1956 las primeras “bombas atómicas” como las llamó Wells, son lanzadas desde
aviones en la primera guerra atómica a escala mundial.

En el texto que sigue escuchamos los pensamientos que pasan por la


mente de Holsten, en su reflexión sobre las terribles consecuencias de su
descubrimiento. Esos pensamientos deben sin duda haber turbado las mentes de
los Joliot-Curie y de Fermi. “Para las cuestiones de moral no existen respuestas
universales” escribe Laura Fermi en la biografía de su esposo, “…Hay quienes
dicen que la bomba atómica nunca debió construirse…Enrico no creyó que esa
solución habría sido sensible. De nada sirve intentar detener el progreso del
conocimiento. Además, si no hubieran construido la bomba atómica, se hubieran
destruido todos los datos que habían recolectado, otros había en el futuro, que en
su búsqueda de la verdad siguieran el mismo camino y descubrieran otra vez lo
que había sido arrasado”. ¡Casi es paráfrasis de las sentencias que Holsten
registró en su diario!

El segundo texto está tomado del poco leído examen de Wells de las
ciencias sociales: El trabajo, la salud y la felicidad de la humanidad. Habría de
recordarnos, en tiempos en que no se tiene por mucho a Wells, que además de
sus buenos conocimientos científicos y la riqueza de sus ideas, fue también un
escritor de poder y habilidad extraordinarias.
( 24 ) La nueva fuente de energía

H.G. WELLS

EL PROBLEMA QUE YA HA SIDO puesto a discusión por Ramay, Rutherford y


Soddy, a principios del siglo veinte, el problema de la inducción de la radiactividad
de los elementos más pesados y la derivación de la energía interna de los
átomos, fue resuelto por Holsten mediante una maravillosa mezcla de inducción,
intuición y suerte en el año de 1933. De la primera detección de la radiactividad a
su primera subyugación poco más de un cuarto de siglo. Durante los veinte años
posteriores a eso, ciertamente, dificultades menores evitaron cualquier
sorprendente aplicación práctica de su logro, pero lo esencial se hizo, se cruzó en
esa nueva frontera en la marcha del progreso humano en aquel año. Holsten,
estableció la desintegración atómica en una partícula de bismuto, que explotó con
gran violencia y convirtióse en un pesado gas de radiactividad extrema, que en su
momento se desintegró en el curso de siete días; y no fue hasta un año de trabajo
después que pudo demostrar prácticamente que el resultado de esta rápida
liberación de energía era oro puro. Pero la cosa ya estaba hecha aunque costó
heridas en un pecho y un dedo, y Holsten supo, desde el momento que el invisible
punto de bismuto se volvió energía rasgante e hiriente, que había abierto un
sendero para la humanidad, estrecho y oscuro como ciertamente era, a mundos
de poder ilimitados. Estas cosas registró en la extraña biografía que le dejó al
mundo, un diario que hasta ese momento era una masa de cálculos y
especulaciones y que repentinamente se convirtió en un registro
sorprendentemente humano y detallado de sensaciones y emociones que toda la
humanidad podría comprender.

Nos da, con frases cortadas y a veces palabras sueltas, es cierto pero no
por ello menos vívidas, una relación de las veinticuatro horas posteriores a la
demostración de la certeza de sus computaciones y suposiciones. “Creía que no
iba a dormir”, escribe; las palabras que omitió en están entre paréntesis, “(por
culpa del) dolor en la mano y en el pecho y (la impresión de) lo que había hecho…
dormí como un bebé.”

Se sentía extraño y descontento la mañana siguiente; no tenía nada que


hacer y vivía solo en un departamento de Bloomsbury, decidió ir a Hampstead
Heath, que conoció de chico y era su patio de juegos. Fue al túnel subterráneo
que era entonces el medio de transportarse de un lugar de Londres a otro, y
caminó por la calle Heath de la estación al brezal. Era una hondonada de tablones
y andamios entre montones de escombros. El espíritu de los tiempos había
tomado posesión de esa calle estrecha, empinada y ondulante y estaba en
proceso de hacerla espaciosa e interesante según los notables ideales del
esteticismo neogeorgiano. Tan ilógica es la calidad humana que Holsten, recién
terminaba un trabajo que era como un petardo bajo los asientos de la civilización
actual, vio con resentimiento estos cambios. Había ido a la calle Heath como mil
veces, había conocido la ventana de todas las tienditas, había pasado horas en su
desaparecido cine y se había maravillado ante las altas casas de los primeros
tiempos georgianos del lado oeste de esa vieja hondonada y se sintió extraño con
todas esas cosas idas. Huyo al fin con un sentimiento de alivio de ese callejón de
zanjas y hoyos y grúas, y emergió en la familiar escena del Estanque Piedra
Blanca.

Cuando menos eso sí era como casi siempre había sido.

Ahí estaban todavía las viejas casas color ladrillo a su derecha y a su


izquierda; habían mejorado el reservorio con un pórtico de mármol; la posada de
frente blanco, con sus racimos de flores sobre su portal, aún estaba en el ángulo
de los caminos y la vista azul a la colina Harrow y a la aguja de Harrow, una vista
de colinas y árboles y aguas resplandecientes y sombra de nubes arrastradas por
el viento, era como una gran ventana abierta para el londinense. Todo eso sí daba
mucha seguridad. Ahí estaba la misma multitud paseante, el mismo perpetuo
milagro de motores avanzando por ella inofensiva, huyendo al campo de la
sabática congestión detrás de ellos. Había un grupo aún, una reunión por el
sufragio de la mujer, oradores socialistas, políticos, una banda y el mismo
escándalo de perros frenéticos por la alegría de su semanal liberación del patio
trasero y su cadena. Y en el camino hacia los “Españoles”, avanzaba una vasta
multitud, que decían como siempre que la vista de Londres era excepcionalmente
clara ese día.

El rostro del joven Holsten estaba blanco. Caminaba con esa incómoda
afectación de comodidad que señala los sistemas nerviosos sometidos a mucha
tensión y los cuerpos sometidos a poco ejercicio. En el estanque Piedra Blanca
dudó si ir a la derecha o a la izquierda, y dudó otra vez en la bifurcación de los
caminos. Todo el tiempo pasaba su bastón de una a otra mano, y a ratos se le
entrometía a la gente o recibía codazos por la incertidumbre de sus movimientos,
se sentía, lo confiesa, “inadecuado a la existencia ordinaria”. Le parecía que era
inhumano y hasta malévolo. Toda la gente que lo rodeaba se veía bastante
próspera, bastante feliz, bastante bien adaptada a la vida que le había tocado vivir
–una semana de trabajo y un domingo de los mejores atuendos y paseos
medianos– y él había lanzado apenas algo que iba a desorganizar la fábrica
entera de sus ambiciones y satisfacciones. Anota que se “se sentía como el
imbécil que ofrece una caja de revólveres cargados a una guardería”.

Se encontró con un tal Lawson, antiguo compañero de escuela de quien lo


único que la historia sabe es que tenía roja la cara y un terrier. Caminaron juntos y
Holsten hubo de contarle, por su palidez y su nerviosismo que había estado
trabajando demasiado y le urgían unas vacaciones. Se sentaron ante una mesita
del ayuntamiento del parque Golders Hill y le pidieron a un mesero un par de
botellas de cerveza, por sugerencia Lawson, sin duda. La cerveza entibió el
sistema un tanto deshumanizado de Holsten. Le empezó a contar A Lawson, con
toda la claridad que pudo de la importancia de su gran descubrimiento. Lawson
fingía prestar atención pero en realidad no tenía ni el conocimiento ni la
imaginación para comprender. “terminará por cambiar antes que pasen muchos
años, la guerra, la luz, el tránsito, la construcción, todas las formas de la
manufactura y hasta la agricultura…”

Y en ese momento Holsten se detuvo. Lawson se había parado de un salto.


“!Maldito perro!”, gritó. “Míralo nada más. ¡Oye! ¡ven! Fiu-fiuuuu. ¡Ven para acá,
Bófer! ¡Bófer!, ¡Ven para acá!

El joven científico con su mano vendada, se sentó ante la mesita verde,


demasiado cansado para trasmitir la maravilla de lo que había buscado tanto
tiempo. Su amigo le gritaba y le silbaba a su perro y la gente del domingo pasaba
a su alrededor bajo el resplandor de la primavera. Por un momento Holsten se le
quedó viendo a Lawson con pasmo, pues había estado tan concentrado en lo que
estaba diciendo que no alcanzó a darse cuenta de la poca atención que Lawson
había prestado

Dijo entonces ¡qué bien!, sonrió ligeramente y terminó su cerveza.

Lawson volvió a sentarse. “Hay que cuidar a los perros –le dijo un poco
como disculpa–Perdón, ¿qué me decías?”

Por la noche Holsten salió otra vez. Caminó a la Catedral de San Pablo y se
quedó cerca de la puerta escuchando misa. Las velas del altar le recordaron de
cierto modo las luciérnagas de Fiesole. Luego regresó caminando hacía las luces
de Westminster. Se sentía oprimido, temeroso ciertamente, por las inmensas
consecuencias de su descubrimiento. Esa noche tuvo la vaga idea de que no
debía publicar sus resultados. Que eran prematuros, que una asociación secreta
de hombres sabios habría de cuidar su obra y pasarla de generación a generación
hasta que el mundo estuviera listo para su aplicación práctica. Sentía que ninguna
de las personas que pasaron junto a él había despertado realmente al cambio;
confiaban de que el mundo era lo que era, y que no iba a alterarse muy rápido y
que iba a respetar su confianza, su seguridad, sus hábitos, sus tráficos
acostumbrados y sus puestos ganados duramente.

Fue a aquellos jardincitos bajo las alumbradas masas del Hotel Savoy y el
Cecil. Se sentó en una silla y empezó a escuchar la conversación de dos personas
que estaban a su lado. Era evidentemente una pareja a punto de casarse. El
hombre se estaba aplaudiendo por haber conseguido por fin un trabajo estable.
“Les caigo bien”, decía, “y a mí me gusta el trabajo. Si chambeo duro, en doce
años más o menos voy a estar sacando un buen dinero. De veras, Hetty. No hay
razón para que no nos vaya bastante bien...De veras.”

¡El deseo de un poco de éxito en condiciones seguras! Así lo sintió Holsten.


Agregó en su diario: “Tuve la sensación de que todo este mundo era eso…”

Con esa frase quiso expresar una especie de visión de este mundo
populoso como un todo, de todas sus ciudades y sus pueblos, sus carreteras y las
posadas que están a su lado, sus jardines y sus granjas y sus pastizales, sus
pescadores y sus marinos, sus barcos que pasan por los grandes círculos de los
océanos, sus horarios y sus citas y sus pagos y sus deudas, como si todo fuera un
espectáculo unificado e improgresivo. A veces le llegaban esas visiones, su mente
acostumbrada a las grandes generalizaciones pero también sensibilísima al
detalle, veía las cosas con más amplitud que la mayoría de sus contemporáneos.
Generalmente la hormigueante esfera avanzaba a sus fines determinados y
circulaba rápido por su senda alrededor del sol. Generalmente era un progreso
vivo el que se alteraba bajo su mirada. Pero ahora todo eso parecía un eterno dar
vueltas. Él también incurrió en la común persuasión de las grandes recurrencias
de la rutina humana. El pasado remoto del salvajismo errante, estaban velados los
inevitables cambios de la mañana y sólo veía el día y la noche, el tiempo de
sembrar y el tiempo de cosechar, el amor y la procreación, nacimiento y muertes,
paseos bajo la luz del verano y cuentos juntos a la fogatas del invierno, la antigua
secuencia de la esperanza, los actos y la edad renovada perennemente,
arremolinando por siempre, excepto que ahora la mano impía de la investigación
se elevaba para derrocar el trompo soleado, soñoliento, habitual y murmurante de
la existencia humana.

Por un rato olvidó guerras y crímenes, odios y persecuciones, hambruna y


peste, las crueldades de las bestias, el hartazgo y la amargura del viento, el
fracaso, la insuficiencia y el retroceso. Vio a toda la humanidad en los términos de
la humilde pareja dominguera que estaba a su lado, que planeaba su poco
glorioso porvenir y sus improbables contentos. “Tuve la sensación de que todo el
mundo era eso.”

Su inteligencia luchó contra ese estado de ánimo y luchó en vano por su


tiempo. Contra la invasión de esta idea se aseguraba que él era algo extraño e
inhumano, un errabundo que se había perdido y regresaba al rebaño con regalos
malvados de sus excursiones innaturales a la obscuridad y a las fosforescencias
bajo las claras superficies de la vida. El hombre no había sido siempre así; los
instintos y deseos del pequeño hogar, de la pequeña trama, no estaban todos en
su naturaleza: también era un aventurero, un experimentador, una curiosidad que
no descansa, un deseo insaciable. Por algunos miles de generaciones,
ciertamente había labrado la tierra y seguido también las estaciones elevando sus
plegarias, moliendo su maíz y hoyando la presa de su vino, pero no tanto tiempo
porque todavía estaba lleno de cosas que se agitaban…

“Si hubiera habido hogar, rutina y campo –pensó Holsten– también habrían
estado la curiosidad y el mar.”

Volvió su cabeza y miró tras de sí y en lo alto de los hoteles, llenos de


tenues luces y de brillos de color y de agitación de las fiestas. ¿Más de esas
mismas cosas sería su regalo a la humanidad?

Se paró y caminó fuera del jardín, examinó un tranvía que pasaba, cargado
de tibias luces contra los profundos azules de la noche, goteando y arrastrando
grandes faldas de reflejos brillantes; cruzó el malecón y se quedó un rato viendo el
obscuro río y también volteando a los edificios y a los puentes azulados. Su mente
comenzó a imaginar concebibles reemplazos para todos esos arreglos
arracimados…

“Ya ha comenzado”, escribió en el diario en que están registradas todas


estas cosas. “No me toca a mí prever las consecuencias. Soy una parte, no un
todo, soy un pequeño instrumento en la armería del cambio. Si hiciera yo arder
estos papeles antes de algunos cuantos años, algún otro hombre estaría haciendo
esto mismo…”

¿No es absurda y casi sacrílega la creencia en que entre


más estudia el hombre a la naturaleza menos la
reverencia? ¿Crees que una gota de agua, que al ojo vulgar
es sólo una gota de agua, lo pierde todo al ojo del físico que
sabe que sus elementos están unidos por una fuerza que si
se liberara repentinamente produciría el resplandor de un
relámpago? ¿Crees que las rocas marcadas de líneas
paralelas invoca tanta poesía en la mente ignorante como
en la del geólogo, que sabe que por esa roca pasó un
glacial hace un millón de años?

La verdad es quienes nunca iniciaron búsquedas científicas


desconocen todo de la poesía que los rodea. Quien no ha
coleccionado insectos o plantas en su juventud no conoce
ni la mitad del halo de interés que pueden tener veredas y
setos. Quien no ha buscado fósiles poca idea tiene de las
asociaciones poéticas que rodean los sitios en donde se
pueden encontrar esos tesoros…

¡Triste, ciertamente, es ver cómo los hombres se ocupan de


trivialidades, y los grandes fenómenos le son indiferentes:
no les importa comprender la arquitectura de los cielos pero
mucho les interesa no sé qué controversia intrigosa de la
Reina María!

HERBERT SPENCER,
Education: Intelectual, Moral and Physical.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 323 – 331.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 25 ) La ciencia y la verdad máxima

H.G.WELLS

EN AÑOS RECIENTES SE HAN hecho extensos reajustes a las fórmulas


generales que el hombre de ciencia ha usado para sistematizar y simplificar sus
datos. Estos ajustes han ocurrido sobre todo en el mundo de la ciencia física; muy
poco han afectado el constante avance de la biología y de las ciencias sociales. El
profesor de física es el más preocupado. Los conceptos filosóficos que han
servido para guiar y sustentar sus investigaciones están, por decirlo así en
reparación.

Ha debido alterar sus diagramas generales.

El lector habrá escuchado infinitos ecos y repercusiones de estos estudios


de la técnica filosófico-científica, aún si no los ha estudiado deliberadamente, de
tal forma que está bien explicar qué tanto nos concierne y qué tanto no nos
concierne en este libro.

Algunos experimentos y observaciones recientes han sacudido


pesadamente las ideas filosóficas generales, que hasta ahora habían satisfecho y
servido al trabajador de la ciencia. Sus diagramas han debido pasar una revisión
considerable. Eran demasiado candorosos y “obvios”. En ciertos campos el
científico ha debido cuestionar la realidad esencial de ese marco de espacio y
tiempo en que –él igual que el hombre común– acostumbraba a situar sus hechos.
Ha debido escrutar de nuevo las ideas del tiempo y la eternidad. Se le ha llevado a
considerar al espacio euclidiano sólo uno del número enorme de espacios
teóricos, y al remplazarlo con conceptos más sutiles, que son, al parecer, más
compatibles con estos hechos observados recientemente. La vieja discusión entre
la predestinación y el libre albedrío en efecto ha sido revivida en términos de física
matemática. ¿Es el universo un sistema espacio-temporal fijo, o tiene movimiento
incluso en otras dimensiones? ¿Es continuo o es intermitente? El sólo formular
esas extrañas preguntas ya es bastante excitante para lamente reflexiva. No
afecta la vida cotidiana, ni el individuo ni de la humanidad, y habremos de anotar
que estos interesantes desarrollos del pensamiento moderno, son fascinantes
ejercicios para la inteligencia, pero están completamente fuera de nuestro tema.

Acaso existimos y dejamos de existir alternadamente, como los pequeños


puntos de formas impresas con tonos o la sucesión de fotografías de una película
de cine. Acaso la conciencia es una ilusión de movimiento en un universo eterno,
estático y multidimensional. Acaso seamos sólo una historia escrita sobre un suelo
de realidades inconcebibles, el patrón de una alfombra bajo los pies de lo
incomprensible. Acaso seamos, como parece sugerir Sir James Jeans, parte de
una vasta idea en la meditación de un matemático divino y circumambiente. Para
la mente es maravilloso asomarse a tales posibilidades. Nos hace comprender que
estas teorías, los diagramas de la ciencia moderna, son finalmente menos
provisionales que las mitologías y los símbolos de las religiones bárbaras sólo en
la medida de su funcionamiento efectivo.

Pero no nos dan un escape de este mundo de trabajo, de salud y de guerra.


Para nosotros, mientras vivimos, debe siempre haber una opción y un mañana, y
ningún juego de lógica y de fórmulas podrá nunca saciarnos esas necesidades.
Eso sería saciarnos de la existencia como la conocemos.

Es imposible quitarle el misterio a la vida. Ser ya es misterioso. El misterio


está todo a nuestro alrededor y en nosotros, lo Inconcebible nos permea, está
“más cerca que respirar, que las manos y los pies”. Bien podría ser que esa cosa
que somos se levantara de la vida en la muerte, como un jugador bien
concentrado se despierta de su absorción cuando el juego termina, o como el
espectador mira al otro lado del escenario cuando cae el telón y contempla el
auditorio que había olvidado. Éstas son meras metáforas bonitas, nada tienen que
ver con el juego o el drama del espacio y el tiempo. Finalmente puede que el
misterio sea lo único que importa: pero dentro de los límites y las reglas del juego
de la vida, cuando se está alcanzando trenes o pagando cuentas o ganándose la
vida, el misterio no tiene la menor importancia.

Es este sentido de realidad insondable en el que no sólo la vida sino todo el


ser es una mera superficie, está comprensión del “abismo que está bajo todo lo
aparente y el silencio sobre todos los sonidos”, lo que impacienta a la mente
moderna con los trucos y subterfugios de los metafísicos enfantasmados y los
apologistas envueltos en algún credo, que aseguran todo el tiempo que la ciencia
es dogmática –con pretendidos dogmas que siempre se están desechando–.
Quieren degradar a la ciencia a su propio nivel. Mas la ciencia nunca a pretendido
esa finalidad que es exclusiva de los dogmas religiosos. La ciencia no opone
dogmas a los dogmas de quienes adoran los fantasmas. Sólo en ocasiones,
cuando la ciencia los toca, estos dogmas se disuelven. La intención de la ciencia
es superficial. Toca dogmas religiosos sólo en la medida en que la religión es
materialista, sólo en la medida en que el dogma es un imposible montón de
historias de orígenes y destinos en el espacio y en el tiempo, una historia que
pretende una “espiritualidad” que es apenas una loca y soñadora atenuación de
las cosas materiales. Y aun en esos casos sólo toca el dogma porque implica
distracciones, interferencias y limitaciones mágicas e irracionales de la vida
cotidiana del hombre.

Quisiera que existiera un libro de la historia de las ideas científicas. Sería


fascinante reconstruir la atmósfera que rodeó a Galileo y mostrar sus fundamentos
en que se basaron sus ideas. O preguntar qué sabía Gilbert, el primer
estudioso del magnetismo, y con qué ideología tuvieron que luchar los filósofos
naturales de la época del Gilbert. Sería muy interesante e ilustrativo trazar la
rápida modificación de estos conceptos elementales conforme el proceso científico
cobró vigor y se extendió al pensamiento general.

Pocas personas se dan cuenta de cuán reciente es esa invasión, de qué tan
nuevo es el diagrama actual del universo, y cómo las ideas de la ciencia moderna
han llegado a la gente común. Quien esto escribe tiene sesenta y cinco años.
Cuando era pequeño su madre le enseñó de un libro al que ella apreciaba mucho,
las cuestiones de Magnell. Ese mismo fue el libro que llevó a la escuela. Ya era
anticuado, pero se usaba todavía y estaba a la venta. Era un libro del plan del
siglo dieciocho de las preguntas y respuestas, y enseñaba que hay cuatro
elementos.

Estos cuatro elementos son por lo menos tan viejos como Aristóteles. No se
me ocurrió en mis días de calcetines blancos y faldas a cuadros, preguntar en qué
proporciones están esos ingredientes fundamentales mezclados en mí o en el
mantel o en mi pan y mi leche. Me los tragué como me tragué mi pan y mi leche.
De Aristóteles di una zancada al siglo dieciocho. No había oído de los dos
elementos de los alquimistas árabes, ni de Paracelso y su universo de sal, sulfuro,
mercurio agua y elixir vital. Ninguno de ésos, pasó por mí. Fui a una escuela para
niños y ahí aprendí que yo estaba hecho de duras moléculas de átomos
indestructibles de carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, calcio, clorina y
unos cuantos más. Éstos eran los elementos reales. Se mostraban claramente en
mi libro como chícharos o pelotas que pueden agruparse. También eso lo acepté,
durante un tiempo, sin hacer mayor alharaca. No recuerdo cuándo me separé de
los Cuatro Elementos: se perdieron y yo me seguí con los nuevos.
En otra escuela y luego en el Colegio Real de Ciencia, aprendí de una
simple eternidad de átomos y de fuerza. Mas los átomos comenzaron a ser menos
simples y sólidos. Mucho hablábamos en el colegio del éter y la protila, pero
todavía no nos llegaban los protones y los electrones; y los átomos, aunque de
formas y movimientos extraños, seguían intactos. Los átomos no podían ni
transformarse ni destruirse, pero las fuerzas aunque no podían destruirse, si
podían transformarse. Esta indestructibilidad del camaleón de la fuerza, era la
celebrada Ley de la Conservación de la Energía, que había perdido bastante su
prestigio, aunque todavía funciona bien para el ingeniero de todos los días.

Pero en aquel entonces, cuando debatían y filosofaba con mis compañeros


de estudio, me di rápida cuenta de que estos átomos y estas moléculas están lejos
de ser realidad; eran se me explicó, mnemónica en esencia. Satisfacían en la
exposición más sencilla posible modelos e imágenes, lo que se necesitaba para
congregar y reconciliar los fenómenos reconocidos del a materia. Eso era nada
más. Eso lo entendí sin mucha dificultad. No me sorprendió, que nuevas
observaciones necesitaban nuevas elaboraciones del modelo. Mi maestro había
sido un poquito zafio en sus instrucciones. No había sido un científico, sólo un
maestro de ciencias. Había sido un realista irredento, y había enseñado ciencias
de una manera dogmática y realista. La ciencia, comprendí, nunca se contradice,
siempre está ocupada de la revisión de sus clasificaciones y en el nuevo modo de
enunciar sus proposiciones. La ciencia nunca es para el presente sino un
diagrama de hechos que sirve. No explica, enuncia las relaciones y las
asociaciones de los hechos en la mayor sencillez posible.

La justificación de sus diagramas radica en su creciente poder para cambiar


la materia. La prueba de todas sus teorías es que funcionan. Siempre ha sido
verdadera y continuamente se vuelve más verdadera. Pero no espera jamás
alcanzar la Máxima Verdad. Sus teorías más ciertas no son y nunca han
pretendido ser más que diagramas donde encuadren los hechos conocidos ni
siquiera todos los hechos.

En mis días de estudiante, hace ya cuarenta y cinco años, sabíamos que la


equivalencia exacta de causa y efecto no era más que una útil convención y que
era posible representar al universo como un sistema de eventos únicos en un
marco espacio-temporal.

Estas ideas no son nuevas. Eran la común conversación de los estudiantes


de entonces. Los emocionados periodistas que anuncian que el intelectual
profesor Eddington y el intelectual profesor Whitehead han hecho descubrimientos
sorprendentes que derrocarán los dogmas de la ciencia, esos periodistas ignoran
sublimemente el hecho de que la ciencia no tiene dogmas, y que estas ideas que
le parecen “descubrimientos” maravillosos llevan medio siglo en circulación.

Ningún ingeniero se molesta considerar el error marginal ni la relatividad de


las cosas cuando planea la fabricación “en serie” de máquinas con partes
reemplazables. Cada parte es única, ciertamente, y un poco distinta del modelo,
pero se parece bastante y funciona. Las máquinas funcionan. Y no ha habido un
efecto apreciable de la posibilidad de que el espacio sea curvo y está en
expansión en la enseñanza del dibujo de las máquinas. En este libro, téngalo en
mente el lector, estamos siempre en el nivel del ingeniero o del dibujo de
máquinas. Tratamos, de la portada a la contraportada, cosas prácticas de la
superficie de la tierra, donde la gravedad se representa mejor como una atracción
centrípeta, y un kilo de plumas pesa lo mismo que un kilo de alambre y las cosas
son lo que parecen. Tratamos la vida diaria de los seres humanos de hoy y de las
edades inmediatamente por venir. En este libro nos quedamos en el espacio y el
tiempo de la ordinaria experiencia, a infinita distancia de la verdad máxima.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 333 – 338.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 26 ) ROBERT LOUIS STEVENSON

La vida diaria es una mixtura estimulante del orden y la ca sualidad. El sol se eleva
y se oculta conforme lo programado, mas el viento sopla por donde quiere. La
ciencia es una búsqueda perpetua del orden subyacente, y ha tenido tanto éxito
que muchos científicos suponen que la naturaleza toda se une en una armónica
melodía, pura como lo son las notas de la lira de Apolo. Por otro lado, entre más
orden desvela la ciencia, más desorden insospechado saca a la luz. Los
oponentes de Galileo estaban tan seguros de que la luna era una esfera perfecta
que les parecía imposible creer que su corteza estaba accidentada de montañas.
¿Hay en la naturaleza un ineludible elemento de desaliño, un desvío caprichoso
de la curva perfectamente trazada, como el dulce desorden vestido de una mujer
que al poeta Robert Herrick le parecía más encantador que la precisión?

Tal es el gozoso tema de este pequeño ensayo de Roben Louis Stevenson


(1850-1894). Stevenson ha elegido a Pan, el alegre semidiós de patas de
cabra como símbolo de la alborotada fortituidad de la naturaleza. El mundo, nos dice
Stevenson, está enmarañado. Y uno habría de agregar que ni la ciencia escapa a
las despreocupadas notas de la flauta de Pan. El interior del átomo se vuelve cada
día más enmarañado. ¿Qué puede ser más pulcro que las redes intuitivas de
las matemáticas? Están cargadas de marañas. La razón del diámetro de una
circunferencia es siempre precisa, mas exprésela en cualquier sistema numérico y
se convierte en una serie de dígitos interminables que satisfarían cualquier prueba
de fortituidad. Antes los matemáticos soñaban con un vasto sistema deductivo
que entrañara todos los teoremas de la lógica y las matemáticas. Pero en 1931
Kurt Gödel, para pánico de ciertos matemáticos y goce de todos los adoradores
de Pan, descubrió una elegante prueba de que semejante sueño no tenía
esperanzas.

Dondequiera que voltea, la ciencia parece encontrar la huella de una pezuña o


escuchar una o dos notas de música salvaje, Y de esto los pan-teístas están muy
agradecidos, pues un universo completamente ordenado sería insoportable, como
una casa o una vida completamente ordenadas.
( 26 ) Las flautas de Pan

ROBERT LOUIS STEVENSON

EL MUNDO QUE HABITAMOS ha sido declarado y cantado variadamente por poetas y


filósofos de gran ingenio: éstos lo han reducido a fórmulas e ingredientes
químicos, aquéllos tañeron la lira ponderando la artesanía de Dios. Lo que la
experiencia ofrece es de confuso tejido, y la mente tiene mucho que negar antes
de reunir los materiales de una teoría. El rocío y el trueno, el destructor Atila y los
corderitos de la primavera pertenecen a un orden contrastante que ni la máxima
repetición puede asimilar. Hay una deformación extraña y tosca en la red del
mundo, como de un planeta fastidioso en la casa de la vida. Las cosas no son
congruentes, y lleva extraños disfraces: la flor consumada brotó del estiércol, y
tras de solazarse en los delicados destilares del sol, muere de nuevo en el
suelo indistinguible. Con las cenizas de César, nos dice Hamlet, los chiquillos
hicieron pasteles de lodo y ensuciaron sus rostros. Sí, y el amable resplandor del
verano, si se le sigue hasta su casa con lente científico, proviene de la más
portentosa pesadilla del universo: el grande, conflagrante sol: un mundo de
buscapiés infernales, tumultuoso, enardecido, hostil a toda vida. El sol mismo
es suficiente para repugnar al ser humano del escenario que habita; y no podría
imaginarse que hubiera un punto verde o habitable en un universo tan
terriblemente aluzado. Mas por el resplandor de conflagración tal, junto a la que el
fuego de Roma es acaso una chispa, hacemos nosotros nuestras insignificancias y
nos reunimos a tomar el té en la pérgola. Los griegos imaginaron a Pan, dios de
la Naturaleza, ya pataleando terriblemente, de forma que se dispersaran los
ejércitos, ya a la orilla del bosque silbando con su flauta hasta que encantaba el
corazón de los labradores. Y los griegos, con esa imaginación pronunciaron la
palabra última de la humana experiencia. A ciertos espíritus ahumados la
materia y la moción los éteres elásticos y la hipótesis de este profesor con lentes
o de aquel les dicen algo; pero para los jóvenes, y para los de mente dúctil o
similar a la de ellos. Pan no está muerto, sólo él sobrevive triunfante de la clásica
jerarquía con pies de cabra y mirada iracunda y jubilosa, cual este mundo
enmarañado: y en los bosques, si vas con el espíritu dispuesto propiamente,
habrás de oír las notas de su flauta.

Porque el mundo está enmarañado, pero también salpicado de jardines, y


en él el mar agitado y salado recibe los claros ríos que han corrido entre los
juncos y las lilas; es fértil y es austero; es rústico; brillante, indecente y cruel, ¿Qué
cantan las aves cutí de los árboles cuando es tiempo de aparearse? ¿Qué
significa el rumor de la lluvia que cae lejana en el frondoso bosque? ¿Qué
melodía s i l b a el pescador cuando jala su red y lanza los peces brillantes al
bote? Todos éstos son aires de la flauta de Pan; él les dio aliento en la exultación de su
corazón, y feliz moduló su salida con sus labios y sus dedos. La tosca alegría de
los pastores, que agitan los valles con carcajadas y lanzan altos ecos desde la
roca, la melodía de pies que se mueven en la ciudad alumbrada por faroles o sobre
el piso del salón de baile: las pezuñas de muchos caballos que golpean los
pastizales; de los ríos presurosos; el color de los cielos claros: y las sonrisas y el
vivo tacto de las manos; y la voz de las cosas, y su significativa mirada, y la
influencia renovadora que respiran: éstos son sus compases felices, con los
que la tierra toda avanza en coral armonía. Con esta música brincan los
corderos, como siguiendo un tamborín, y la chiquilla de Londres baila y
salta. Pues pone un espíritu de gozo en todos los corazones: y es común
que todas las miren, en su momento, el lado feliz de la naturaleza. Algunas
son buenamente ruidosas, y complacen cuando son complacidas, y pasan
su felicidad a otros, como un niño que cuando ve cosas hermosas se ve
hermoso. Algunas bailotean con pie inapto, y son formas vacilantes de la
danza universal. Y otras, corno espectadores amargos de la obra, reciben la
música en sus corazones con rostro inconmovido, y pasan como extraños
entre el general regocijo. Mas dejadlos simular, pues no hay un hombre al
que no se le agite el pulso cuando Pan lanza una estrofa de éxtasis y pone a
cantar al mundo.

¡Que esto fuera todo! Mas a veces el aire cambia: y en el ruido del viento
nocturno, que persigue navíos, derroca los altos barcos y el arraigado cedro en
las colinas; en el relámpago fortuito y mortal y en la furia del torrente
impetuoso reconocemos el temido fundamento de la tierra y la furia del corazón
de Pan. La tierra declara abierta guerra a los niños, y en su roce más suave se
esconden garras traicioneras. Las frías aguas nos invitan a ahogarnos, el fuego
doméstico arde durante nuestro sueño y lleva todo a su fin. Todo es bueno o
malo, mortal o servicial, no en sí mismo, sino por sus circunstancias. Durante
unos cuantos días brillantes de Inglaterra el huracán estalla y el mar del norte
pagará su cuota de naves populosas. Y cuando la música universal haya
llevado a los amante al coqueteo, confiados en la simpatía de natura,
súbitamente los aires se hacen menores, y la muerte da un apretón desde su
emboscada bajo el lecho matrimonial. Pues la muerte se da en un beso: las
amabilidades más queridas son fatales; y a esta vida, en que cada cosa es
presa de otra, el niño llega muchas veces en el cadáver de su madre. No
sorprende, en tan traicionero esquema, que los sabios que crearon para
nosotros la idea de Pan creyeran que de todos los miedos el de él es el más terrible,
pues todo lo comprende. Y preservamos la palabra pánico. Sumar peligros muy
curiosamente, es cuchar muy atentamente la amenaza que recorre toda música
triunfa del mundo, alejar la mano de la rosa por la espina, y de la vida por la
muerte: esto es temer a Pan. Hay ciudadanos muy respetados; que huyen de
los placeres y las responsabilidades de la vida y evitan con recto sombrero, la
mano derecha y la mano izquierda, los éxtasis y las agonías; cuánto les
sorprendería poder escuchar la expresión mitológica de su actitud, y supieran
que son ellos los miedosos que huyen de la Naturaleza porque temen a su Dios.
Las flautas de Pan suenan estridentes, ¡y mirad al banquero encerrado en su
banco! Pues desconfiar de nuestros impulsos es temer a Pan.

Hay momentos en que la mente se niega a satisfacerse de la evolución, y


exige una presentación más rubicunda de la suma de la experiencia humana. A
veces ese estado de ánimo lo producen las carcajadas del lado chistoso de la
vida, como cuando, en abstracción nosotros mismos de la tierra, imaginamos a la
gente a pie o sentada en barcos y en veloces trenes, y el mundo girando en la otra
dirección, de modo que en toda su prisa, van de atrás para adelante en el universo
del espacio. A veces lo produce el espíritu de gozo, a veces el espíritu del terror. Por
lo menos siempre habrá horas en que nos rehusemos a aceptar esa finta de
explicación que apodamos ciencia, y exijamos en su lugar una imagen palpitante
de nuestro estado, que represente el agitado e incierto elemento que habitamos y
que satisfaga a la razón con el arte. La ciencia escribe del mundo como con el frío
dedo de la estrellamar, todo es verdad; ¿mas qué es todo eso cuando lo
comparamos con la realidad de que discurre?, donde laten altos los corazones en
abril, y sobreviene la muerte, y se agitan la colinas en los terremotos, y hay encanto
en todos los objetos que vemos, y emoción en cada ruido en nuestros oídos, y el
romance mismo ha venido a vivir entre los hombres. Y volvemos así al antiguo mito,
y escuchamos al flautista de pies de cabra hacer su música, que es ella el encanto y
el terror de las cosas; y cuando la cañada invite a nuestros pies de visita,
imaginemos que Pan nos guía con gracioso tremolo; o cuando nuestros corazones
teman el trueno de la catarata, digamos que es él pisoteando el cercano
bosquecillo.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 339 – 344.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 27 ) SIGMUND FREUD

oco después de que el reverendo Davidson logra reducir a la señorita Sadie


Thompson a un estado de lloroso arrepentimiento, en el cuento clásico de
W. Sommerset Maugham, Lluvia, aquél sueña las montañas de Nebraska:
“como moles gigantes, suaves y redondeadas; y se elevan abruptamente del llano.
”Maugham nunca habría incluido el episodio si Freud no hubiera publicado, en
1899, su sorprendente Interpretación de los sueños. Los psicólogos tenían a los
sueños por juegos de ideas sin sentido, como las notas que toca quien ignora la
música, pero pasa sus dedos sobre el teclado. En la visión de Freud eran
símbolos de deseos reprimidos, que aparecían bajo formas distorsionadas y
censuradas, de modo que no asustaran y despertaran al soñador. Freud consideró
siempre que éste era su más grande descubrimiento, y su libro se ha convertido
en una de las piedras de toque de la historia del movimiento psicoanalítico.

Sigmund Freud (1856-1939) concluye su Estudio autobiográfico con estas


modestas palabras: “En retrospectiva, entonces, sobre los retazos que son las
labores de mi vida podría decir que he iniciado muchas cosas y he sugerido otras
tantas. Algo saldrá de ellas en el futuro, aunque yo no pueda decir si será mucho o
poco. Sin embargo, sí puedo expresar una esperanza de que haya abierto una
senda para un importante avance de nuestro conocimiento.”

Freud no siempre fue consecuente con esta humildad, y muchos de sus


seguidores la han abandonado por completo, y elaborado las opiniones del
maestro hasta un punto que son los “sistemas encerrados en sí mismos” de los
que se queja Oppenheimer en un ensayo de este mismo volumen. Otros analistas
de mente más abierta no dudaron en modificar, agregar y aun descartar las
sugerencias de Freud cuando creyeron que la evidencia era una garantía. Al
tiempo que avance este trabajo de revisión, se irán descubriendo cuántas de sus
ideas fueron audaces discernimientos basados en la interpretación sana de datos
clínicos y cuantas fueron simplemente suposiciones erradas o proyecciones de su
propia neurosis. Lo que sea que resulte, no cabe duda de que Freud seguirá
siendo una figura descollante de la psicología y un hombre cuyos criterios tuvieron
un efecto incalculable en la vida y el pensamiento del siglo veinte.

El texto que hemos elegido contiene las primeras alusiones de Freud al


Complejo de Edipo. Halló en este concepto una clave que creyó explicaría el
poder apremiante de la famosa tragedia de Sófocles y también la indecisión
desconcertante del Hamlet de Shakespeare. De tal forma, esta breve selección,
escrita con la brillantez y el fuego persuasivo típicos de Freud, nos introduce en
muchas de sus más grandes contribuciones, de las cuales no fue la menor la de
reconocer el gran papel de los deseos reprimidos en la creación artística.
( 27 ) Sueños de la muerte de personas queridas

SIGMUN FREUD

OTRO CONJUNTO DE SUEÑOS QUE TAMBIÉN podemos considerar típicos son


los que llevan en si la muerte de parientes queridos: por ejemplo, padres,
hermanos o hijos. Estos sueños deben distinguirse en dos clases: aquellos
durante quien los sueña no experimenta dolor alguno, de forma que se sorprende,
al despertar, de su insensibilidad, y aquellos en que el soñador es poseído por un
profundo dolor e incluso derrama, durmiendo, amargas lágrimas.

No tendremos que analizar aquí los sueños de la primera clase, pues no


exigen considerarse típicos. Si los analizamos hallaremos que significan algo muy
distinto de lo que constituye su contenido, y que su función es ocultar otro deseo.
Tal fue el sueño de aquella mujer que vio en el ataúd al único hijo de su hermana.
No significaba el deseo de la muerte del niño; como hemos visto, encubriría el de
volver a ver a una persona amada, a quien no había visto en mucho tiempo, una
persona que había visto en similar tiempo ante el ataúd de otro sobrino. Este
deseo, que constituye el verdadero contenido del sueño, no daba ocasión para el
duelo, y por tanto ningún dolor se experimentó. Podemos observar que la
sensación del sueño no corresponde al contenido manifiesto sino al latente, y que
el contenido afectivo ha permanecido libre de la deformación de que ha sido objeto
el contenido de representaciones.

Muy distintos son los sueños de la otra clase: aquellos en que el soñador
imagina la muerte de un pariente querido y al mismo tiempo siente dolorosos
efectos. Su sentido, cual se manifiesta en su contenido, es el deseo de que muera
la persona en cuestión. Ya que debo esperar que los sentimientos de todos los
lectores que hayan tenido alguno de estos sueños se rebelen contra esta
afirmación mía, procuraré desarrollar su demostración con toda amplitud.

Uno de los análisis expuestos en páginas anteriores nos mostró que los
deseos que el sueño nos muestra realizados no son siempre deseos actuales.
Pueden ser también deseos del pasado, que han sido abandonados, olvidados y
reprimidos, a los que sólo por su resurgimiento en el sueño podríamos atribuir una
especie de supervivencia. Tales deseos no han muerto según nuestro concepto de
la muerte, sólo como aquellas sombras de la Odisea que en cuanto bebían sangre
despertaban a una cierta vida. En el sueño de la niña muerta y metida en una
maleta se trataba de un deseo que había sido actual quince años antes y cuya
existencia era francamente admitida. No será quizá superfluo para la mejor
inteligencia de nuestra teoría de los sueños, el hacer constar aquí,
incidentalmente, que incluso este mismo deseo se basa en un recuerdo de la más
temprana infancia. La persona oyó, siendo niña, aunque no le es posible precisar
el año, que hallándose su madre embarazada de ella, deseó, a causa de serios
disgustos, que el ser que llevaba en su seno, muriera antes de nacer. Llegada a la
edad adulta, y embarazada a su vez, siguió ésta el ejemplo de su madre.

Si alguien sueña, con todas las señales del dolor, la muerte de su padre, su
madre o de alguno de sus hermanos, yo no habría de utilizar este sueño como
demostración de que el sujeto desea en el momento presente que muera esa
persona. La teoría del sueño no exige tanto. Se contenta con deducir que lo ha
deseado alguna vez en su infancia. Temo, sin embargo, que esta limitación no
logre devolver la tranquilidad a quienes han soñado estas cosas, y que negarán la
posibilidad de haber abrigado alguna vez tales deseos, con la misma energía que
ponen en afirmar que no los abrigan tampoco actualmente. En consecuencia,
habré de reconstruir aquí, conforme a los testimonios que el presente ofrece a
1
nuestra observación, una parte de la perdida vida anímica infantil.
Observemos en primer lugar la relación de los niños con sus hermanos. No
sé por qué suponemos que ha de ser muy cariñosa, pues los muchos ejemplos
con que tropezamos de enemistad entre hermanos adultos nos forzarían a lo
contrario, y esa enemistad, generalmente, averiguamos que comenzó en épocas
infantiles. Pero también muchos adultos que en la actualidad muestran gran cariño
hacia sus hermanos y les auxilian y protegen con todo desinterés, vivieron con
ellos durante su infancia, en ininterrumpida hostilidad. El hermano mayor
maltrataba al menor, le acusaba ante sus padres y le quitaba sus juguetes; el
menor, por su parte, se consumía de impotente furor contra el mayor, le envidiaba
o temía y sus primeros sentimientos de libertad y conciencia de sus derechos
fueron para rebelarse contra el opresor. Los padres dicen que los niños no
congenian, pero no saben hallar razón alguna que lo justifique. No es difícil
comprobar que el carácter del niño –aún del más bueno– es muy distinto del que
nos parece deseable en el adulto. El niño es absolutamente egoísta, siente con
máxima intensidad sus necesidades y tiende a satisfacerlas sin consideración a
nadie y menos a los demás niños, sus competidores, entre los cuales se hallan en
primera línea sus hermanos. Mas no por ello calificamos al niño de “criminal”, sino
simplemente de “malo”, pues nos damos cuenta de que es tan irresponsable ante
nuestro propio juicio como lo sería ante los tribunales de justicia. Al pensar así,
nos atenemos a un principio de completa equidad, pues debemos esperar que en
épocas que incluimos aún en la infancia, despertaran en el pequeño egoísta la
moral y los sentimientos del altruismo, o sea –en palabras de Meynert (e.g. 1892,
169 ff.) – un Yo secundario que viene a superponerse al primario, coartándolo.
Claro es que la moralidad no surge simultáneamente en toda la línea y que la
duración del período amoral infantil es individualmente distinta. Las
investigaciones psicoanalíticas me han demostrado que una aparición demasiado
temprana (antes del tercer año) de la formación de reacciones morales, debe ser
contada entre los factores constitutivos de la predisposición a una ulterior
neurosis. Allí donde tropezamos con una ausencia de dicho desarrollo moral,
solemos hablar de “degeneración” y nos hallamos, indudablemente, ante una
detención o retraso del proceso evolutivo. Pero también en aquellos casos en que
el carácter primario queda dominado por la evolución posterior, puede dicho

carácter recobrar su libertad; al menos parcialmente, por medio de la histeria. La


coincidencia del llamado “carácter histérico” con el de un niño “malo” es harto
singular. En cambio, la neurosis obsesiva corresponde a la emergencia de una
súpermoralidad, que a título de refuerzo y sobrecarga, gravitaba sobre el carácter
primario, el cual no renuncia jamás a imponerse.

Por tanto, muchas personas que aman a sus hermanos y experimentarían


un profundo dolor ante su muerte, albergan en su inconsciente deseos hostiles
hacia ellos, que datan de épocas anteriores, y estos deseos pueden hallar, en
sueños, su realización. Resulta especialmente interesante observar la conducta de
los niños pequeños de tres años o aun menores, con ocasión del nacimiento de
un hermanito. El primogénito, que ha monopolizado hasta este momento todo el
cariño y los cuidados de sus familiares, pone mala cara al oír que la cigüeña ha
traído otro niño, y luego, al serle mostrado el intruso, lo examina con aire
2
disgustado y exclama decididamente “¡Por mí que la cigüeña vuelva a llevárselo!”
A mi juicio, el niño se da cuenta perfectamente de todos los inconvenientes que
trae consigo la presencia del hermanito. De una señora a la que me unen lazos de
parentesco, y que en la actualidad se lleva maravillosamente con su hermana,
cuatro años más joven que ella, sé que al recibir la noticia de la llegada de otra
niña, exclamó, previniéndose: “¡Pero no voy a darle mi gorrita roja!” Si, por azar,
se cumple cualquiera de estas prevenciones que en el ánimo de los niños
despierta el nacimiento de un hermanito, ello constituirá el punto de partida de una
duradera hostilidad. Conozco el caso de una niña de menos de tres años, que
intentó ahogar en su cuna a un hermanito recién nacido, de cuya existencia no
esperaba, por lo visto, nada bueno. Queda así demostrado, por esta y otras
muchas observaciones coincidentes, que los niños de esta edad pueden
experimentar ya, y muy intensamente, la pasión de los celos. Y cuando el
hermanito muere y recae de nuevo sobre el primogénito toda la ternura de sus
familiares, ¿no es lógico que si la cigüeña vuelve a traer otro competidor, surja en
el niño el deseo de que sufra igual destino, para recobrar él la tranquila felicidad
3
de que gozó antes del nacimiento y después de la muerte del primero?
Naturalmente, esta conducta del niño con respecto a sus hermanos menores, no
es, en circunstancias normales, sino una simple función de la diferencia de edad.
Al cabo de un tiempo razonable despiertan ya en la niña los instintos maternales
con respecto al inocente recién nacido.

Los sentimientos de hostilidad contra los hermanos tienen que ser, durante
la infancia, mucho más frecuentes de lo que el ojo poco avisor de los adultos llega
4
a comprobar.

En mis propios hijos, que se sucedieron rápidamente, he desperdiciado la


ocasión de tales observaciones, falta que ahora intento reparar, atendiendo, con
todo interés a la tierna vida de un sobrinito mío cuya dichosa soledad se vio
perturbada, al cabo de quince meses, por la aparición de una competidora. Sus
familiares me dicen que el pequeño se comporta muy caballerosamente con su
hermanita, besándole la mano y acariciándola, pero he podido comprobar que

antes de cumplir los dos años ha comenzado a utilizar su naciente facultad de


expresión verbal para criticar a aquel nuevo ser que le parece absolutamente
superfluo. Siempre que se habla de la hermanita ante él interviene en la
conversación, exclamando malhumorado: “¡Es muy pequeña!” Luego, cuando el
esplendido desarrollo de la chiquilla desmiente ya tal crítica, ha sabido hallar el
primogénito otro fundamento en qué basar su juicio de que la hermanita no
merece tanta atención como se le dedica, y aprovecha toda ocasión para hacer
5
notar que “es chimuela”. De otra sobrina mía recordamos que a los seis años se
pasó como media hora abrumando a sus tías con la pregunta: “¿Verdad que Lucie
todavía no puede entender esto?” Lucie era su rival, dos años y medio menor.

En ninguna de mis pacientes, por ejemplo, he dejado de hallar sueños de la


muerte de hermano, que importan un crecimiento de hostilidad. Sólo he hallado
una excepción; y no fue difícil interpretarla como la confirmación de la regla. En
una ocasión en que había explicado el tema, en sesión de análisis, a una dama,
pues me parecía relevante respecto de sus síntomas, para mi asombro, me dio
por respuesta que jamás había tenido un sueño como tal. Pero recordó otro
sueño, que notablemente carecía de relación con los que nos ocupan, que soñó
por primera vez a los cuatro años, siendo la menor de las hermanas, y que había
soñado varias veces más. “Una multitud de niños –todos sus hermanos,
hermanas, primos y primas– andaba jugueteando en un campo. De repente a
todos les salen alas y se van volando.” Ella no tenía idea de qué quería decir este
sueño; pero no es difícil reconocer que en su forma original fue un sueño de la
muerte de todos sus hermanos y hermanas y que fue apenas influido por la
censura. Aventuraría yo el siguiente análisis. En la muerte de uno de estos niños
(en este caso, los hijos de dos hermanos habían sido criados en una sola familia),
el soñador, que todavía no tenía cuatro años, debe haber preguntado a un adulto
qué pasa con los niños cuando se mueren; su respuesta ha de haber sido: les
salen alas y se vuelven angelitos. En el sueño que siguió a esta información, todos
los hermanos y hermanas del soñador tenían alas y (esto es lo más importante) se
iban volando. Nuestra pequeña asesina se quedaba sola, y era la única
sobreviviente de toda la multitud. Es muy difícil que estemos equivocados si
suponemos que el hecho de que los niños estuvieran jugueteando en un campo
antes de irse volando, si nos señala a las mariposas. Es como si el niño fuera
llevado por la misma cadena de pensamientos que los antiguos que pintaron las
almas con alas de mariposa.

En este punto alguien podría interrumpir: si aceptamos que los niños tienen
impulsos hostiles hacia sus hermanos y hermanas, ¿cómo es posible que
alcancen ese nivel de depravación que desea incluso la muerte de sus rivales o de
compañeros de juego más fuertes que ellos, como si la pena de muerte fuera el
único castigo para todos los crímenes? Quien diga esto ha olvidado que la idea del
niño de estar “muerto” tiene muy poco en común con la nuestra, excepto la
palabra. Los niños nada saben de la putrefacción, del congelamiento en la helada
tumba, de los terrores de la nada eterna; ideas que los adultos hallan
absolutamente intolerables como lo prueban los mitos de la vida futura. El miedo a

la muerte no significa nada para el niño; por ello es que puede jugar con la horrible
palabra y usarla contra cualquier compañerito: ¡ojalá te mueras! Y mientras, a la
madre le da un escalofrío y recuerda, acaso, que la mitad de la raza humana no
logra sobrevivir a la infancia. Incluso fue posible que un niño, de ocho años en
aquel momento, de regreso de museo de Historia Natural, le dijera a su madre: te
quiero tantísimo mamá, que cuando te mueras te voy a disecar y te voy a tener
aquí en mi recámara para verte todo el tiempo. Así de poco se parece nuestra idea
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de estar muertos a la de los niños.

Para los niños que incluso se les ha permitido ver las escenas de
sufrimiento que preceden a la muerte, estar “muerto” significa más o menos lo
mismo que haberse “ido”: dejar en paz a los que sobreviven. Un niño no sabe
7
cómo se da esta ausencia: si por un viaje, por un despido o por la muerte. Si,
durante la época prehistórica de un niño, su nana fue despedida y si un poco
después muere la madre, los dos eventos se superponen y, según revelan los
análisis, forman una sola serie en su memoria. Cuando alguien está ausente, los
niños no lo extrañan con demasiada intensidad: muchas madres han aprendido
esto, para su tristeza, cuando tras pasar algunas semanas de vacaciones, las
reciben con la noticia de que los niños no han preguntado ni una sola vez por su
mami. Si la madre emprende, en efecto, el viaje a esa “tierra indescubierta del que
ningún viajero regresa”, los niños parecen al principio haberla olvidado y sólo
después empiezan a traer a su madre a la memoria.

De esta forma, si un niño tiene razón para desear la ausencia de otro, no


hay nada que le impida dar a ese deseo la forma de la muerte. Y la
reacción física a los sueños que

contienen deseos de muerte, prueba que, a pesar del diverso contenido de estos
deseos en el caso de los niños, son, sin embargo, de un modo u otro, los mismos
deseos que expresan los adultos en idénticos términos.

Si, entonces, los deseos de muerte de un niño contra sus hermanos y sus
hermanas se explican con este egoísmo infantil que lo hace considerarlos sus
rivales, ¿cómo habremos de explicar que desee la muerte de sus padres, que son
amorosos con él y que satisfacen sus necesidades y cuya preservación ese
mismo egoísmo habría de llevarlo a desear?

Una solución a esa dificultad nos la otorga la observación de que los


sueños de la muerte de los padres se aplican con mayor frecuencia al padre que
tiene el sexo del soñador, es decir que los hombres sueñan más con la muerte de
su padre y las mujeres con la de su madre. No podría yo pretender que esto sea
universal, pero la preponderancia en esa dirección es tan evidente que requiere
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ser explicada por un factor de importancia general. Es como si, por decirlo de
manera llana, una preferencia sexual se hiciera sentir en una edad temprana:
como si los niños vieran a su padre y las niñas a su madre como sus rivales en
amores y cuya eliminación no podría sino ser ventajosa.

Antes de que se rechace esta idea por monstruosa, vale la pena también
considerar las relaciones reales: en este caso entre padres e hijos. Debemos
distinguir entre lo que exigen de esta relación los estándares culturales del amor
filial, y lo que es según la observación cotidiana. Más de una ocasión de hostilidad
se esconde en la relación de padres e hijos; relación que permite las más amplias
oportunidades de que surjan deseos que no pueden pasar la censura.

Consideremos primero la relación entre padre e hijo. La santidad que


atribuimos a las reglas del decálogo, creo, ha mermado nuestro poder de percibir
los hechos reales. Muy difícilmente nos aventuramos a observar que la gran
mayoría de la humanidad desobedece el quinto mandamiento. Del mismo modo,
en los estratos más bajos y más altos de la sociedad humana, el amor filial suele
dar su lugar a otros intereses. La obscura información que nos trae la mitología y
la leyenda de los primeros años de la sociedad humana, nos otorga una poco
agradable imagen del poder despótico del padre y de la implacabilidad con que lo
usa. Cronos devoró a sus hijos, como el jabalí devora al cachorro. Y Zeus castró a
9
su padre y tomó su lugar como rey. Entre más irrestricto era el mando del padre
en las familias antiguas, más debía el hijo, como su sucesor, de haberse
encontrado en la posición del enemigo y más impaciente estaría de tomar el
mando, a través de la muerte del padre. Incluso en nuestras familias de clase
media, es regla que los padres rehúsen la independencia de los hijos y aportar los
medios necesarios para asegurarla, y promuevan así el crecimiento de los
gérmenes de la hostilidad que es inherente a su relación. Un médico estará
comúnmente en posición de notar que el dolor de un hijo por la muerte de su
padre no suprime su satisfacción de haber ganado por fin su libertad. En nuestra
sociedad, los padres suelen aferrarse con desesperación a lo que queda de una
tristemente anticuada potestas partis familias; y un autor que, como Ibsen, da
prominencia en sus escritos a la lucha inmemorial entre padres e hijos,
seguramente tendrá buen efecto.

Ocasiones de conflicto entre madre e hija surgen cuando la hija comienza a


crecer y a desear libertad sexual, pero está aún bajo el tutelaje materno; mientras
la madre, por su lado, percibe por el crecimiento de su hija que le ha llegado el
momento de abandonar sus ganas de satisfacción sexual.

Todo esto es patente a los ojos de cualquiera. Pero como no bastan para
explicarnos que estos sueños sean también soñados por personas sobre cuyo
amor filial, en la actualidad, no cabe discusión, habremos de suponer que el deseo
de la muerte de los padres se deriva también de la más temprana infancia.

Esta hipótesis queda confirmada más allá de toda duda en el análisis de los
psiconeuróticos. Al someter a estos enfermos a la labor analítica, descubrimos que
los deseos sexuales infantiles –hasta el punto que como gérmenes merecen este
nombre– despiertan muy tempranamente y que la primera inclinación de la niña
tiene como objeto al padre, y la del niño, a la madre. De tal forma que el inmediato
ascendiente de sexo igual al del hijo, se convierte, para éste, en importuno rival; y

ya hemos visto, al examinar las relaciones paternas, cuán poco se necesita para
que este sentimiento conduzca al deseo de muerte. La atracción sexual actúa
también generalmente sobre los mismos padres, haciendo que por un rasgo
natural, prefiera y proteja la madre a los varones, mientras que el padre dedica
mayor ternura a las hijas; pero ambos se conducen con igual severidad en la
educación de sus descendientes, cuando el mágico poder del sexo no perturba su
juicio. Los niños se dan perfecta cuenta de tales preferencias y se rebelan contra
aquel de sus inmediatos ascendientes que les trata con mayor rigor. Para ellos, el
amor de los adultos no es sólo la satisfacción de esta especial necesidad, sino
también una garantía de que su voluntad será respetada en otros órdenes
diferentes. De este modo, siguen su propio instinto sexual y renuevan con ello el
estímulo que emana de los padres cuando su elección coincide con la de ellos.

Los signos de estas infantiles inclinaciones suelen pasar en su mayor parte


inadvertidos, y sin embargo algunos de estos indicios pueden observarse aún
después de los primeros años de vida. Una niña de ocho años, hija de un amigo
mío, cuando su madre se ausenta de la mesa, aprovecha la ocasión para
proclamarse se sucesora, diciendo a su padre: “Ahora soy yo la mamá. ¿No
quieres más verdura, Carlos? Ándale, come un poquito más.” Con especial
claridad se nos muestra este fragmento de la psicología infantil en las siguientes
manifestaciones de una niña de menos de cuatro años, muy viva e inteligente:
“Mamá, ya vete. Mi papá va a casarse conmigo. Yo quiero ser su esposa. En la
vida infantil no excluye este deseo un tierno y verdadero cariño de la niña por su
madre. Cuando el niño es acogido durante la ausencia del padre en el lecho
matrimonial y duerme al lado de su madre hasta que, al regreso de su progenitor,
vuelve a su alcoba, al lado de otra persona que le gusta menos, surge en él,
fácilmente, el deseo de que el padre se halle siempre ausente apara poder
conservar sin interrupción su puesto junto a su querida mamá bonita; y el medio
para conseguir tal deseo es, naturalmente, que el padre muera, pues sabe por
experiencia que los “muertos”, esto es persona, como por ejemplo el abuelo, se
hallan siempre ausentes y no vuelven jamás.

Aunque estas observaciones de la vida infantil se adaptan sin esfuerzo a la


interpretación propuesta, no nos proporcionan la total convicción que los
psicoanálisis de adultos neuróticos imponen al médico. La comunicación e los
sueños de este género es acompañada, por ellos, de tales preliminares y
comentarios, que su interpretación como sueños optativos se hace ineludible.

Una paciente estaba toda conturbada y llorosa. “No quiero volver con mi
familia –me dijo–. Han de pensar que soy horrible.” Casi sin transición, me relata
un sueño cuyo significado, por supuesto, ignora totalmente. Lo soñó a los cuatro
años: Ve andar a un lince o una zorra por encima de un tejado. Después cae algo
o se cae ella del tejado. Luego sacan de casa a su madre muerta; y ella se pone a
llorar amargamente. Le expliqué que su sueño significaba el deseo infantil de ver
morir a su madre y que el recuerdo del mismo es lo que inspira ahora la idea de
que tiene que causar horror a su familia. A penas hecho esto, ella me suministró

material que esclareció el sueño. Siendo niña, un rapazuelo de la calle se había


burlado de ella diciéndole ojos de lince. Después, cuando tenía tres años, a su
madre la había descalabrado una teja, originándole una intensa hemorragia.

Una vez estudié, con todo detalle, a una joven que pasó por diversos
estados psíquicos. En la demencia frenética con que comenzó su enfermedad,
mostró una especial repulsión hacia su madre, insultándola y golpeándola en
cuanto intentaba acercarse a su lecho. En cambio, se mostraba muy cariñosa y
dócil para con su hermana, bastante mayor que ella. A este período de excitación
siguió otro más despejado, aunque algo apático y con grandes perturbaciones del
reposo, fase en que comencé a someterla a tratamiento y a analizar sueños. Gran
cantidad de los mismos trataba, más o menos, encubiertamente, de la muerte de
la madre. Así, asistía la sujeto al entierro de una anciana o se reía sentada a la
mesa con su hermana ambas vestida de luto. El sentido de estos sueños no
ofrecía la menor duda. Conseguida, luego, una más firme mejoría, aparecieron
diversas fobias entre las cuales la que más le atormentaba, era la de que su
madre le había sucedido algo, viéndose impulsada a retornar a su casa,
cualesquiera que fuese el lugar en que estuviese, para convencerse de que se
hallaba en vida. Este caso, confrontado con mi experiencia anterior en la materia,
me fue altamente instructivo, mostrándome, como una traducción de un tema a
varios idiomas, diversa reacciones del aparato psíquico a la misma representación
estimulante. En la demencia inicial, dependiente, a mi juicio, del vencimiento de la
segunda instancia psíquica, por la primera, hasta entonces reprimida, adquirió
poder motor la hostilidad inconsciente contra la madre. Luego, al comienzo de la
fase pacífica; reprimida la rebelión y restablecida la censura no quedó accesible a
dicha hostilidad, para la realización del deseo de muerte en que se concretaba,
dominio distinto del de los sueños, y por último, robustecida la normalidad, creó
como reacción contraria histérica y fenómeno de defensa, la excesiva
preocupación respecto de la madre. Relacionándolo con este proceso, no nos
resulta ya inexplicable el hecho de que las muchachas histéricas manifiesten, con
tanta frecuencia, un tan exagerado cariño a sus madres.

En otra ocasión, me fue dado penetrar profundamente en la vida anímica


inconsciente de un joven al que la neurosis obsesiva hacía casi imposible la vida,
pues la preocupación de que mataba a todos los que con él se cruzaban, le
impedía salir a la calle. Encerrado, así, en su casa, pasaba el día ordenando los
medios con que le sería posible probar la coartada en caso de ser acusado de
algún asesinato cometido en la ciudad. Excusó decir que se trataba de un hombre
de elevado sentido moral y gran cultura. El análisis –mediante el cual constituí una
completa curación– reveló, como fundamento de esta penosa representación
obsesiva, el impulso de matar a su padre –persona de extremada severidad–
sentido conscientemente, con horror, por nuestro sujeto, a la edad de siete años,
pero que, naturalmente, procedía de épocas mucha más tempranas de su
infancia. Después de la dolorosa enfermedad que llevó a su padre al sepulcro,
teniendo ya el sujeto treinta y un años, surgió en él el reproche obsesivo que
adoptó la forma de la fobia antes indicada. De una persona capaz de precipitar a

su padre a un abismo, desde la cima de una montaña, ha de esperarse que no


estimará en mucho la vida de aquellos a los que ningún lazo le une. Así, pues, lo
mejor que puede hacer es permanecer encerrado en su cuarto.

Según mi ya larga experiencia en estas cuestiones, los padres desempeñan


el papel principal en la vida anímica infantil de todos aquellos individuos que más
tarde enferman de psiconeurosis; y el enamoramiento del niño por su madre y el
odio hacia el padre –o viceversa, en las niñas– forman la firme base del material
de sentimientos psíquicos constituido en dicha época y tan importante para la
sintomatología de la neurosis ulterior. Sin embargo, no creo que los
psiconeuróticos se diferencien, en esto, grandemente, de los demás humanos que
han permanecido dentro de la normalidad, pues no presentan nada que les sea
exclusivo y peculiar. Lo más probable es que sus sentimientos amorosos y hostiles
con respecto a sus padres no hagan sino presentarnos amplificado aquello que
con menor intensidad y evidencia sucede en el alma de la mayoría de los niños,
hipótesis que hemos tenido ocasión de comprobar repetidas veces en la
observación de niños normales. En apoyo de este descubrimiento, nos
proporciona la antigüedad una leyenda cuya general impresión es sobre el ánimo
de los hombres, sólo por una análoga generalidad de la hipótesis aquí discutida
nos parece incomprensible. Me refiero a la leyenda del rey Edipo y al drama de
Sófocles en ella basado, Edipo, hijo de Layo, rey de Tebas, y de Yocasta, fue
abandonado al nacer, sobre el monte Citerón, pues un oráculo había predicho a su
padre, que el hijo que Yocasta llevaba en su seno sería un asesino. Recogido por
unos pastores, fue llevado al rey de Corinto, que lo educó como un príncipe.
Deseoso de conocer su verdadero origen, consultó un oráculo que le aconsejó no
volver nunca a su patria, porque estaba destinado a dar muerte a su padre y a
casarse con su madre. No creyendo tener más patria que Corinto, se alejó de
aquella ciudad, pero en su camino encontró al rey Layo y lo mató en una disputa.
Llegado a las inmediaciones de Tebas, adivinó el enigma de la Esfinge que
cerraba el camino hasta la ciudad, y los tebanos, en agradecimiento, le coronaron
rey concediéndole la mano de Yocasta. Durante largo tiempo, reinó digna y
pacíficamente, engendrando con su madre y esposa dos hijos y dos hijas, hasta
que asolada Tebas por la peste, decidieron los tebanos consultar al oráculo en
demanda del remedio. En este momento comienza la tragedia de Sófocles. Los
mensajeros traen la respuesta en que el oráculo declara que la peste cesará en el
momento en que sea expulsado del territorio nacional el matador de Layo.

Mas él ¿dónde está? ¿Dónde puede hoy leerse


la desvaneciente huella de la antigua culpa?

La acción de la tragedia no consiste en otra cosa que en el proceso de


revelar, con brillante demora y siempre creciente excitación –proceso comparable
al de un psicoanálisis–, que Edipo es el asesino de Layo y al mismo tiempo su hijo
y el de Yocasta. Horrorizado ante los crímenes que, sin saberlo, ha cometido,
Edipo se ciega y huye de su patria. El oráculo se ha cumplido.

Sabemos que Edipo rey es una tragedia del destino. Se dice que su efecto
trágico reposa en la posición entre la poderosa voluntad de los dioses y la vana
resistencia del hombre amenazado por la desgracia. Las enseñanzas que el
espectador, hondamente conmovido, ha de extraer de la obra, son la resignación
ante los dictados de la divinidad y el reconocimiento de la propia impotencia.
Muchos autores modernos han intentado lograr un análogo efecto dramático,
entretejiendo igual posición en una fábula distinta. Pero los espectadores han
presenciado indiferentes cómo ha pesar de todos los esfuerzos de un inocente se
cumplían en él una maldición o un oráculo: las posteriores tragedias del destino
han carecido de efecto.
Si Edipo rey conmueve al hombre moderno tan intensamente como a los
griegos contemporáneos de Sófocles, la única explicación de esto es que el efecto
trágico de la obra griega no reside en la oposición misma entre el destino y la
voluntad humana, sino en el peculiar carácter de la fábula en que tal posición es
ejemplificada. Hay algo que hace a una voz interior reconocer la fuerza coactiva
del destino, en Edipo, mientras que nos parecen arbitrarias tales disposiciones en
Die Ahnfrau (de Grillparzer) o en otras modernas tragedias del destino. Y hay un
factor de este tipo envuelto en la historia del rey Edipo. Su destino nos conmueve
porque bien podría haber sido el nuestro y porque el oráculo ha suspendido igual
maldición sobre nuestras cabezas antes de que naciéramos. Quizás nos estaba a
todos dirigir hacia nuestra madre nuestro primer impulso sexual y hacia nuestro
padre el primer sentimiento de odio y el primer deseo destructor. Nuestros sueños
convences de que así es. El rey Edipo, que ha dado muerte a su padre y tomado
su madre en matrimonio, no es sino la realización de nuestros deseos. Pero más
dichosos que él, nos ha sido posible, en épocas posteriores a la infancia, y en
tanto en cuanto no hemos contraído una psiconeurosis, desviar de nuestra madre
nuestros impulsos sexuales y olvidar los celos que el padre nos inspiró. Ante
aquellas personas que han llegado a una realización de estos deseos infantiles,
retrocedemos horrorizados con toda la energía del elevado montaje de represión
que sobre los mismos se ha acumulado, en nosotros, desde nuestra infancia.
Mientras que el poeta extrae a la luz, en el proceso de investigación que
constituye el desarrollo de su obra, la culpa de Edipo, nos obliga a una
introspección en la que descubrimos que aquellos impulsos infantiles existen
todavía en nosotros, aunque reprimidos. Y las palabras con que el coro pone fin a
la obra:

Mirad a Edipo
que resolvió el oscuro enigma, él noble y sapiente.
Cual estrella se elevó lejos su fortuna envidiada:
Hoy se hunde enmares de angustia, abolido por olas furiosas

aparecen como alarma a nosotros y a nuestro orgullo, que nos hace creernos lejos
ya de nuestra niñez y muy sabios poderosos. Como Edipo, vivimos en la
ignorancia de aquellos deseos inmorales: que la naturaleza nos ha impuesto, y al
10
descubrirlos quisiéramos apartar la vista de las escenas de nuestra infancia.
En el texto mismo de la tragedia de Sófocles hay una inequívoca indicación
de que la leyenda de Edipo procede de un antiquísimo tema onírico en cuyo
contenido se refleja esta dolorosa perturbación de las relaciones filiales por los
impulsos de la sexualidad. Para consolar a Edipo, ignorante aún de la verdad,
pero preocupado por el recuerdo de la predicción del oráculo, la observa Yocasta
que el sueño de incesto es soñado por muchos hombres y carece, a su juicio, de
toda significación.

Hay muchos hombres que han tenido en sueños


con las que los parió. Es más feliz
aquel que menos turban tales profecías.

Hoy como entonces, muchos hombres sueñan que tienen relaciones


sexuales con su madre y hablan de ello llenos de asombro e indignación. En él
habremos, pues, de ver la clave de la tragedia y el complemento de la muerte del
padre. La historia de Edipo es la reacción de la fantasía a estos dos sueños
típicos, y así como ellos despiertan en el adulto, sentimientos de repulsa, tiene la
leyenda que acoger en su contenido el horror al delito y al castigo del delincuente,
que éste se impone en su propia mano. La ulterior conformación de dicho
contenido procede, nuevamente, de una equivocada elaboración secundaria, que
intenta ponerlo al servicio de un propósito teologizante (cf. El tema onírico de la
exhibición, expuesto en páginas anteriores) pero la tentativa de armonizar la
omnipotencia divina con la responsabilidad humana tiene que fracasar en este
respecto, como en cualquier otro.

Otra de las grandes creaciones de la poesía trágica, el Hamlet


shakesperiano, tienen sus raíces en idéntico suelo que Edipo rey pero la distinta
forma de tratar una materia nos muestra la diferencia espiritual de ambos períodos
de civilización tan distantes uno de otro y el progreso que a través de los siglos va
efectuando la represión en la vida espiritual de la humanidad. En Edipo rey queda
exteriorizada y realizada, como en el sueño, la deseosa fantasía del niño que yace
bajo la tragedia. En Hamlet permanece reprimida, y sólo por los sus inhibidoras
consecuencias nos enteramos de su existencia, como en los casos de neurosis.
La creación shakesperiana nos demuestra, de este modo, la singular posibilidad
de obtener un arrollador efecto trágico dejando en plena oscuridad el carácter del
protagonista. Vemos, desde luego, que la obra se halla basada en la vacilación de
Hamlet en cumplir la venganza que le ha sido encomendada, pero el texto no nos
revela los motivos o razones de tal indecisión, y las más diversas tentativas de
interpretación no han conseguido aún indicárnoslas. Según la opinión hoy
dominante, iniciada por Goethe, representa Hamlet aquel tipo de hombre cuya viva
fuerza de acción queda paralizada por el exuberante desarrollo de la actividad
intelectual. (Está enfermo por el pálido hechizo del pensamiento) Según otros, el
poeta ha intentado describir un carácter enfermizo, patológicamente indeciso y
marcado con el sello de la neurastenia. Pero la trama de la obra demuestra que
Hamlet no debe ser considerado, en modo alguno como una persona incapaz de
toda acción. Dos veces lo vemos obrar decididamente: primero con apasionado

arrebato cuando atraviesa con su espalda al espía oculto tras la cortina, y


después, conforme a un plan reflexivo, y hasta lleno de astucia, cuando con toda
la indiferencia de los príncipes del Renacimiento envía a la muerte a los dos
cortesanos que tenían la misión de conducir a ella. ¿Qué es, por lo tanto, lo que le
impide la ejecución de la empresa que el espectro de su padre le ha
encomendado? Precisamente el especial carácter de dicha misión, Hamlet
puede llevarlo todo a cabo, salvo la venganza contra el hombre que ha
usurpado, en el trono y en el lecho conyugal, el puesto de su padre, o sea contra
aquél que le muestra la realización de sus deseos infantiles. El odio que había de
impulsarle a la venganza, queda sustituido, en él, por reproches contra sí mismos
y escrúpulos de conciencia que le muestran incluso en los mismos delitos que está
llamado a castigar el rey Claudio. De estas consideraciones con las que no hemos
hecho sino traducir a la conciencia lo que en el alma del protagonista tiene que
permanecer inconsciente, deduciremos que: lo que en Hamlet hemos de ver, es
un histérico, deducción que queda confirmada por su repulsión sexual,
exteriorizada en su diálogo con Ofelia. Esta repulsión sexual es la misma que al
partir de Hamlet va apoderándose, cada vez más por entero, del alma del poeta,
hasta culminar en Timón de Atenas. La vida anímica de Hamlet no es otra que la
del propio Shakespeare. De la obra de George Brands (1896) sobre este autor,
tomo el dato de que Hamlet fue escrito a raíz de la muerte del padre del poeta
(1601), esto es, en medio del dolor que tal pérdida había de causar al hijo, y por lo
tanto de la reviviscencia de sus sentimientos infantiles respecto a su padre.
Conocido es también que el hijo de Shakespeare, muerto en edad temprana, llevó
el nombre Hamnet, que es casi idéntico al del Hamlet. Así como Hamlet trata de la
relación del hijo con sus padres, Macbeth, escrita poco después, desarrolla el
tema de la esterilidad. Del mismo modo que el sueño, y en general todo síntoma
neurótico, es susceptible de una sobreinterpretación e incluso precisa de ella para
su completa inteligencia, así también toda verdadera creación poética debe de
haber surgido de más de un motivo y un impulso en el alma del poeta y permitir,
por lo tanto, más de una interpretación. En estos escritos lo único que he intentado
es la interpretación del más profundo estrato de impulsos de la mente del
11
creador.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 345 – 365.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

OJO: FALTAN LOS PIES DE PÁGINA.

( 28 ) BERTRAND RUSSELL

L
ord Bertrand Arthur William Russell (1872-1970), que recibió el Premio Nobel
y la Orden del Mérito, fue en su tiempo el filósofo más destacado del idioma
inglés y acaso del mundo entero. Sus contribuciones técnicas a la lógica
simbólica y la filosofía de la ciencia fueron del más elevado rango. Además
escribió un sorprendente número de libros populares, cuyas materias variaban de
la relatividad y la teoría de los cuanta al matrimonio, la felicidad, la educación y la
política.

Popular o técnico, el estilo de Russell nunca es aburrido u opaco, y su


humor casi siempre toma al lector por sorpresa. La más notable de sus divertidas
notas de pie ocurre en una discusión de los conocidos experimentos khölerianos
sobre el aprendizaje gestalt. Los experimentos sugieren que cuando un chango
alemán enfrenta el problema de conseguirse un plátano, se sienta a meditar hasta
que le llega un repentino rayo de comprensión, en tanto que los changos
estadounidenses, como observa Russell, tratan frenéticamente de resolver el
problema por intento y error. En una nota a la palabra “plátano” se lee: “Köhler lo
llama el objetivo porque la palabra plátano es demasiado humilde para una obra
culta. Las fotografías procuran ocultar el hecho de que el objetivo era un simple
plátano”.

La larga vida de Russell está llena de color y tiene un algo de Lord Byron.
Su introducción a la filosofía matemática fue escrita durante los seis meses que
pasó en la cárcel por sus opiniones pacifistas en tiempos de la Primera Guerra
Mundial. En los decenios del veinte y del treinta su “anticomunismo prematuro” le
procuró ser despreciado por sus amigos de izquierda hasta que descubrieron, en
su hora, que el bolchevismo eran tan malo como Russell había dicho.

En los Estados Unidos se le expulsó de dos instituciones: del Colegio de la


Ciudad de Nueva York, tras una pública bronca por su ateísmo y sus opiniones de
amor romántico; y de la Fundación Barnes en Filadelfia, donde el terrible señor
Barns objetó el constante sonido de las agujas de tejer de la joven señora de
Russel—que se sentaba hasta atrás en las clases de su marido. Una vez, el avión
en que viajaba Russell se estrelló en un mar helado, cerca de la costa. El Barón,
de setenta y siete años, fue recogido un poco más tarde, aún con su pesado
gabán puesto y nadando tranquilamente hacia la orilla.

Cualquiera de muchas docenas de ensayos de Russell habría sido


apropiado para este volumen. Los dos que reimprimimos aquí fueron
seleccionados, en parte, porque nunca habían aparecido en forma de libro. El
primero fue publicado en The New York Times Magazine. El segundo es de The
New Leader, semanario liberal estadounidense en que Russell colaboró en
muchas ocasiones.
( 28 ) La ciencia para salvarnos de la ciencia

BERTRAND RUSSELL

DESDE PRINCIPIOS DEL SIGLO diecisiete la invención y el descubrimiento


científico han avanzado a un ritmo que crece continuamente. Esto ha hecho a los
últimos trescientos cincuenta años profundamente distintos de todas las eras
anteriores. El golfo que separa al hombre de su pasado se ha ensanchado de
generación en generación, y al final de decenio en decenio. Si reflexiona sobre la
extinción de trilobites, dinosaurios y mamuts, una persona termina formulándose
ciertas inquietantes preguntas. ¿Puede nuestra especie soportar cambios tan
rápidos? Los hábitos que en el pasado relativamente estable han asegurado su
supervivencia ¿pueden aún ser útiles en el calidoscópico escenario de nuestros
tiempos? Y si no, ¿será posible cambiar antiguos patrones de conducta de
velocidad en que los inventores cambian nuestro ambiente material? Nadie sabe
la respuesta, pero sí es posible examinar probabilidades, y formar hipótesis
respecto de las probables direcciones que tome el desarrollo humano.

La primera cuestión es: ¿el avance científico será cada vez más rápido, o
alcanzará una velocidad máxima y comenzará entonces a ir más lento?

El descubrimiento del método científico requirió de genio, pero su utilización


requiere más que talento. Si su trabajo le permite acceso a un buen laboratorio, un
científico joven e inteligente seguramente descubrirá algo interesante, y acaso se
tope con algún dato de importancia inmensa. La ciencia, que aún a principios del
siglo XVII era una fuerza muy rebelde, está hoy integrada, por el apoyo de
gobiernos y universidades, a la vida de la comunidad. Y, al tiempo que su
importancia se hace más evidente, crece en forma constante el número de gente
empleada en la investigación científica. Parecería que mientras las condiciones
económicas y sociales no sean adversas podemos esperar que se mantenga el
ritmo del avance científico hasta que un nuevo factor limitante intervenga.

También parecería que en algún momento la cantidad de conocimientos


que se necesita antes de hacer un descubrimiento llegue a ser tan grande que
absorba los mejores años de vida del científico, de modo que estará senil cuando
alcance la frontera del conocimiento. Supongo que esto puede pasar algún día,
más ciertamente ese día queda muy distante. En primer lugar, los métodos de
enseñanza mejoran. Platón creyó que los alumnos de su academia habrían de
pasar diez años en el estudio de las matemáticas conocidas entonces; hoy un
alumno interesado aprende mucho más matemáticas en un año.

En segundo lugar, con la creciente especialización, es posible llegar a la


frontera del conocimiento por un angosto sendero, que aplica mucho menos
afanes que en una amplia carretera. En tercer lugar, la frontera no es un círculo
sino un irregular contorno en ocasiones no tan lejano del centro. El descubrimiento
de Mendel que marcó una época, requirió poco conocimiento previo: requirió una
vida de elegante ocio en el jardín. La radioactividad fue descubierta por el hecho
de que unos especímenes de pecblenda, inesperadamente, se fotografiaron a sí
mismos en la obscuridad. No creo, por tanto, que razones puramente intelectuales
alienten los avances científicos en mucho tiempo.

Hay otra razón para esperar la continuidad del avance científico, y es que la
ciencia atrae cada vez más a los cerebros mejores. Leonardo da Vinci fue tan
preeminente en las artes como en las ciencias, pero del arte obtuvo su mayor
fama. Un hombre de hoy con dones semejantes casi tendría un puesto que
requeriría todo su tiempo; si fuera ortodoxo en política, probablemente inventaría
la bomba de hidrógeno, que nuestra época consideraría más útil que sus pinturas.
El artista, tristemente, no tiene le estatus que tuvo alguna vez. Los príncipes del
Renacimiento competían por Miguel Ángel, los estados modernos compiten por
físicos nucleares.

Hay consideraciones de tipo muy distinto que pueden hacernos esperar un


retroceso científico. Podría sostenerse que la ciencia misma genera fuerzas
explosivas que, tarde o temprano, harán imposible la preservación de una
sociedad en que pueda florecer la ciencia. Esta cuestión es amplia y diferente, y
es imposible dar una respuesta en la que podamos confiar plenamente. Veamos
qué podemos decir al respecto.

El industrialismo, que es principalmente un producto de la ciencia, ha


procurado al mundo un cierto modo de vida y un cierto aspecto. En los Estados
Unidos e Inglaterra, los primeros países industriales, este aspecto y este modo de
vida llegaron gradualmente, y la población ha sido capaz de ajustarse a ellos sin
una violenta brecha en la comunidad. Estos países, consecuentemente, no
desarrollaron presiones psicológicas peligrosas. Quienes preferían los modos
antiguos podían quedarse en el campo, mientras que los más aventureros podían
emigrar a los nuevos centros industriales. Allí hallaron pioneros que eran sus
compatriotas, y que compartían el aspecto general de sus vecindarios. Las únicas
protestas vinieron de gente como Carlyle y como Ruskin a quienes todo el mundo
alabó y desoyó.

Un asunto totalmente distinto fue cuando el industrialismo y la ciencia, como


bien desarrollados sistemas, irrumpieron violentamente en países que hasta el
momento ignoraban a los dos, especialmente porque llegaron como algo
extranjero, y demandaban la imitación de enemigos y la ruptura con antiguos
hábitos nacionales. En diversos grados, Alemania, Rusia, Japón, India y los
nativos del África han soportado este choque. En todos los lados se ha causado
levantamiento de este tipo o de aquél, cuyo fin nadie puede aún prever.

El primer resultado importante del impacto del industrialismo en los


alemanes fue el Manifiesto Comunista. Hoy lo vemos como la Biblia de uno de los
dos poderosos grupos en que el mundo está dividido, pero vale la pena pensar en
su origen en 1848. Así, es una expresión del admirado horror de dos jóvenes
universitarios de una ciudad de catedrales pacífica y agradable, traídos sin mayor
preparación intelectual al ajetreo de la competencia en Manchester.

Alemania, antes de que Bismarck la “educara”, era un país hondamente


religioso, con un callado y excepcional sentido del deber público. La competencia,
que a los británicos les parecía esencial para la eficiencia, y que Darwin elevó casi
a una dignidad cósmica, chocó a los alemanes, para quienes el ideal moral era
obviamente el servicio al estado. Por tanto, era natural que embonaran el
industrialismo en un marco de nacionalismo o socialismo. Los nazis combinaron
ambos. El carácter algo enloquecido y frenético del industrialismo alemán, y la
política que inspiró, se debe a su origen extranjero y a su súbito advenimiento.

La doctrina de Marx estaba hecha a la medida de países donde el


industrialismo era cosa nueva. Los social demócratas alemanes abandonaron sus
dogmas cuando el país llegó a la adultez industrial. Pero para entonces Rusia era
lo que Alemania había sido en 1848, y era natural que el marxismo encontrara un
nuevo hogar. Stalin, con gran habilidad, ha combinado el nuevo credo
revolucionario con la creencia tradicional en la “Santa Rusia” y el “Pequeño
Padre”. Hasta el momento éste es el ejemplo más notable del arribo de la ciencia
a un campo que no es de su cultivo. China parece seguirle.
Japón, como Alemania, combinó la técnica moderna con la adoración del
estado. Los japoneses cultos abandonaron cuanto fue necesario de su antigua
forma de vida para asegurar eficiencia industrial y militar. El repentino cambio
produjo histeria colectiva, y los llevó a visiones insanas de poder que las antiguas
devociones no controlaban.

Estas formas variadas de locura —el comunismo, el nazismo, el


imperialismo— son resultado del impacto de la ciencia en naciones con una fuerte
cultura precientífica. Los efectos en el Asia están aún en época temprana. Y los
efectos sobre los nativos de África recién han comenzado. Por tanto, es poco
probable que el mundo recobre la cordura en el futuro más próximo.

El futuro de la ciencia –o aun, el futuro de la humanidad– depende de si


será posible restringir estas histerias colectivas hasta que los pueblos tengan
tiempo de ajustarse al nuevo entorno científico. Si tal ajuste resulta imposible la
sociedad civilizada desaparecerá y será la ciencia un borroso recuerdo. En el
obscurantismo no habría diferencia entre la brujería y la ciencia, y es posible que
un nuevo obscurantismo reviva este punto de vista.

El peligro no es remoto; amenaza en los próximos años. Mas no me


preocupan instancias tan inmediatas. Me preocupa un punto más extendido:
¿Puede una sociedad como la nuestra, que está basada en la ciencia y la técnica
científica, tener la estabilidad que tuvieron muchas sociedades pasadas, o habrá
de desarrollar fuerzas que la destruirán? Esta cuestión nos lleva más que a la
esfera de la ciencia, a la de los códigos de moral y de ética y a la de la
comprensión imaginativa de la psicología de masas. Ésta es una cuestión que han
malamente desatendido los teóricos de la política.

Comencemos con los códigos morales. Daré al problema una ilustración un


tanto trivial. Hay quienes creen que es malo fumar tabaco, pero son nada más que
gentes que no se han aproximado a la ciencia. Quienes se han visto influidos por
la ciencia suelen opinar que fumar no es ni vicio ni virtud. Mas cuando revisé las
obras de un Nobel, donde fluyen como agua ríos de nitroglicerina, hube de dejar
hasta mis cerillos a la entrada, y me fue obvio que en esas obras fumar era un
acto de maldad espantosa.

La instancia ilustra dos puntos: primero, que la visión del científico tiende a
que alguna parte de los códigos morales tradicionales parezcan supersticiosos e
irracionales: que crear un entorno nuevo implica nuevos deberes, que acaso
coinciden con los que se han descartado. Un mundo que contiene bombas de
hidrógeno no difiere de aquel que contiene ríos de nitroglicerina; acciones que en
otros lados son inofensivas pueden volverse profundamente peligrosas.
Necesitamos, por tanto, un código moral distinto del que hemos heredado del
pasado. Mas dar a un nuevo código moral fuerza suficiente para restringir
acciones que antes fueron inofensivas no es fácil, y ciertamente no puede hacerse
en un día.

En cuanto a la ética, lo que importa es darse cuenta de los nuevos peligros


y también darse cuenta de que nuestra perspectiva ética hará lo posible por
disminuirlos. Los hechos recientes más importantes son que el mundo está más
unificado que antes y que las comunidades beligerantes tienen más capacidad de
infligir desastres que en cualquier otra época. La cuestión del poder tiene nueva
importancia. La ciencia ha incrementado el poder humano enormemente, más no
sin límites. Ese crecimiento trae consigo un incremento de responsabilidad; trae
también el peligro de la aserción propia, que sólo puede prevenirse si ese
recuerda que el hombre no es omnipotente.
De tal forma, las ciencias más influyentes han sido la física y la química; la
biología comienza apenas a enfrentarlas. Mas dentro de poco la psicología y
especialmente la psicología de masas serán reconocidas como las ciencias más
importantes desde el punto de vista del bienestar humano. Es obvio que los
pueblos tienen caracteres dominantes que cambian de acuerdo con sus
circunstancias. Cada carácter tiene una ética que le corresponde. Nelson inculcó
estos principios éticos en sus guardias marinas: decir la verdad, disparar recto y
odiar a los franceses como se odiaría al mismo diablo. Esto último fue,
principalmente, porque los ingleses estaban enojados con los franceses por
haberles intervenido su lado de América. El Enrique V de Shakespeare dice:

Si fuera pecado envidiar honor,

soy entonces el alma más ofensiva.

Tal es el sentimiento ético que acompaña al imperialismo agresivo: el


“honor” es proporcional al número de personas inofensivas a las que se da
muerte. Muchísimos pecados se pueden excusar bajo el nombre “patriotismo”. Y
por otro lado, la total impotencia sugiere a la humildad y la sumisión como las más
grandes virtudes –de donde nace la moda del estoicismo en el imperio romano y
del metodismo en los ingleses pobres de principios del siglo XIX–; sin embargo, en
cuanto hay oportunidad de revueltas efectivas, una feroz y vengativa justicia es el
principio ético dominante.

En el pasado la predicación ha sido el modo único de inculcar preceptos


morales. Pero este método tiene limitaciones muy definitivas: es notorio que, en
promedio, los hijos de los clérigos no son moralmente superiores que otras
personas. Cuando la ciencia cubra este campo se adoptarán métodos muy
distintos. Se sabrá qué circunstancias generan cuáles estados de ánimo, y qué
estados de ánimo inclinan a los hombres hacia los cuáles sistemas éticos. Los
gobiernos decidirán qué tipo de moralidad habrán de tener sus sujetos, y los
sujetos adoptarán lo que el gobierno favorezca, pero lo harán con la impresión de
estar ejerciendo el libre albedrío. Acaso esto suene bastante cínico, pero es sólo
porque no estamos acostumbrados a aplicar las ciencias a la mente humana. La
ciencia tiene poder para el mal, no sólo física sino mentalmente: la bomba de
hidrógeno puede matar el cuerpo, y la propaganda gubernamental (como en
Rusia) puede matar la mente.

En vista del poder aterrador que la ciencia le ha conferido a los gobiernos,


es necesario que quienes controlan los gobiernos tengan ideales ilustrados e
inteligentes, pues de otro modo pueden llevar a la humanidad al desastre.

Para mí un ideal es inteligente cuando es posible aproximársele. En modo


alguno esto es suficiente como criterio ético, pero es una prueba por la que se
puede condenar a muchos objetivos. No puede suponerse que Hitler deseara el
destino que dio a su país y a sí mismo, pero era muy seguro que tal iba a ser el
resultado de su arrogancia. Por tanto se puede reprobar el ideal de Deutschland
über Alles por poco inteligente. (Y no quiero sugerir que ése fuera su único
defecto.) España, Francia, Alemania y Rusia han buscado el dominio del mundo:
tres de ellas han soportado la derrota en consecuencia, pero su sino no ha
inspirado sabiduría.

Que la ciencia –y de hecho la civilización en general– pueda sobrevivir


depende de la psicología, es decir, depende de lo que los seres humanos desean.
Esos seres humanos son los gobernantes de países totalitarios y masa de
hombres y mujeres de las democracias. Las pasiones políticas determinan la
conducta política mucho más directamente de lo que casi siempre se supone. Si
los hombres desean victoria más que cooperación, creerán que la victoria es
posible.
Mas si el odio los domina de tal forma que estén más ansiosos de ver
muertos a sus enemigos que de sus propios hijos vivos, descubrirán toda suerte
de “nobles” razones para hacer la guerra. Si resienten la inferioridad o desean la
preservación de la superioridad, tendrán los sentimientos que promueven la lucha
de clases. Si están aburridos más allá de cierto punto, recibirán con gusto la
excitación aun dolorosa.

Semejantes sentimientos, cuando están muy extendidos, determinan la


política y la decisión de las naciones. La ciencia puede, si los gobernantes desean,
crear sentimientos que prevengan el desastre y faciliten la cooperación. Hoy en
día no hay muchos gobernantes que tengan ese deseo; pero la probabilidad
existe, y la ciencia puede ser tan potente para el bien como para el mal. Y sin
embargo, no es la ciencia que determinará cómo se use la ciencia.

La ciencia por sí misma, no puede procurarnos ética. Puede mostrarnos


cómo alcanzar cierto fin, y puede también mostrarnos que ciertos fines no pueden
alcanzarse. Entre los que sí se puede, nuestra decisión habrá de tomarse por
consideraciones no puramente científicas. Si un hombre dijera: “Odio tanto a la
raza humana que me parecería bien que fuera exterminada”, nosotros podríamos
decirle: “Bueno, mi estimadísimo señor, permítanos comenzar el proceso con
usted:” Pero esto no es argumento, y ni toda la ciencia podría probar que ese
hombre está equivocado.

Pero todos los que no son lunáticos concuerdan en cierta cosas: que es
mejor estar vivo que muerto, mejor estar adecuadamente alimentado que muerto
de hambre, mejor estar libre que esclavizado. Mucha gente desea esas cosas sólo
para sí y para sus amigos, y está bastante contenta con el sufrimiento de sus
enemigos. A esta gente la ciencia sí puede refutarla: la humanidad se ha vuelto de
tal forma una sola familia que no podemos asegurar nuestra prosperidad más que
si aseguramos la de todos los demás. Si usted desea ser feliz habrá de resignarse
a ver que los otros son felices también.

Que la ciencia pueda continuar, y que pueda, mientras continúa, hacer más
bien que daño depende de la capacidad que el hombre tenga de aprender esta
sencilla lección. Acaso todos debamos aprenderla, pero tienen que hacerlo
quienes tienen gran poder, y de ellos a muchos les queda un muy largo camino
por recorrer.

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 367 – 376.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 29 ) La grandeza de Albert Einstein

BERTRAND RUSSELL

EINSTEIN FUE INDISCUTIBLEMENTE uno de los grandes hombres de nuestro tiempo,


Poseía en alto grado la simplicidad característica de los mejores hombres de
ciencia — simplicidad que proviene de tener sólo un deseo: conocer y comprender
cosas que son completamente impersonales. Poseía también la facultad de no dar
por sentadas las cosas que le eran familiares. Newton se preguntó por qué
caen las manzanas; Einstein expresó un "sorprendido agradecimiento" por que
cuatro varas iguales pudieran formar un cuadrado, pues en casi todos los
universos que él podía imaginar no existirían los cuadrados.

Mostró grandeza también en sus cualidades morales. En la intimidad era


amable y modesto; hacia sus colegas estaba (hasta donde yo pude ver)
completamente libre de celos, cosa que no se puede decir ni de Newton ni de
Leibniz. En sus últimos años la relatividad fue un tanto eclipsada, en interés científico,
por la teoría de los cuanta, mas nunca descubrí señal alguna de que esto lo
perturbara. Le interesaban profundamente los asuntos del mundo. Al final de la
Primera Guerra Mundial, cuando entré en contacto con él por vez primera, era
pacifista, pero Hitler lo llevó (como a mí) a abandonar ese punto de vista. Antes
pensaba ser ciudadano del mundo, pero los nazis lo obligaron a asumirse como judío
y a tornar la causa judía por todo el mundo. Después del final de la Segunda Guerra
se unió a un grupo de científicos estadounidenses que buscaban una forma de
evitar los desastres que amenazan a la humanidad como resultado de la bomba
atómica.

Tras de que los comités del Congreso de los Estados Unidos comenzaran sus
investigaciones inquisitorias de supuestas actividades subversivas. Einstein
escribió una carta bien publicitada que urgía a los hombres con puestos
académicos a que rehusaran testificar ante estos comités o ante rectorías
igualmente tiránicas puestas por algunas universidades. Su argumento era que,
por la Quinta Enmienda, ningún hombre estaba obligado a responder
preguntas si esa respuesta podría incriminarlo, pero que el propósito de esta
enmienda había sido vencido por los inquisidores, pues para ellos negarse a
contestar podía ser evidencia de culpa. De haber seguido l a política de Einstein,
hasta en los casos en que la presunción de culpa fuera absurda, la libertad
académica habría ganado mucho. Pero, en medio del sálvese quien pueda,
ninguno de los "inocentes" lo escuchó. En estas actividades públicas él procuró
borrarse por completo, y su única ansia era salvar a la raza humana de los
infortunios que le traen sus propios desatinos. Pero mientras el mundo lo
aplaudía como hombre de ciencia, en asuntos prácticos su sabiduría era t a n
simple y tan profunda que incluso parecería a los sofisticados mera tontería.

Aunque Einstein realizó obras muy importantes fuera de la teoría de la


relatividad, a esta teoría debe su amplísima fama –y no si n ra z ó n – p u e s su
i mp o rt a n ci a e s f u n d a me n ta l p a ra l a ci e n ci a y l a fi l o s o f ía . Mucha
gente (incluido yo mismo) ha resumido popularmente esta teoría, y no me sumaré
a ellos en esta ocasión, pero trataré de decir algunas palabras de cómo afecta
la teoría nuestra visión del universo. Como todo el mundo sabe, la teoría
apareció en dos e t a pas: la teoría especial en 1905 y la general en 1915. La
teoría especial fue tan impactante para la ciencia como para la filosofía, primero,
porque daba cuenta de los resultados del experimento Michelson-Morley,
que había confundido al mundo durante treinta años; segundo, porque explicaba
el incremento de masa con la velocidad, que se había observado en los
electrones; tercero, porque llevó a la intercambiabilidad de la masa y la energía,
que es ya uno de los principios esenciales de la física. Éstos son apenas algunos
de los modos en que la teoría fue científicamente importante.

Filosóficamente, la teoría especial exigió una revolución en formas de pensar


muy arraigadas, pues compelía a cambiar nuestra concepción de la estructura
espacio temporal del mundo. La estructura es lo más significativo en nuestro
conocimiento del mundo físico, y durante siglos se creyó que la estructura tenía
dos agregados diferentes: uno del espacio y otro del tiempo. Einstein mostró
por razones en parte experimentales y en parle lógicas, que esos dos habrían
de remplazarse por otro que él llamó el “espaciotiempo”. Si dos eventos ocurren
en dos lugares diferentes, no se puede decir como antes se suponía, que están
separados por tantos kilómetros o minutos, porque observadores diferentes,
todos igualmente cuidadosos, harían diferentes estimaciones de esos
kilómetros y esos minutos, todas igualmente legítimas. Lo único que es
idéntico a todos los observadores es algo que se llama "intervalo'', y que una
suerte de combinación de la distancia espacial y la distancia temporal.

La teoría general tiene un alcance más amplio, y es científicamente más


importante. Es en principio una teoría de la gravitación. No se había avanzado
para nada en la explicación de la gravedad 230 años desde Newton. Einstein
hizo de la gravitación una parte de la geometría; dijo que se debía al carácter
del espaciotiempo. Hay una ley llamada "Principio de la mínima acción", según
la cual un cuerpo, al trasladarse de un lado a otro, escoge siempre la ruta más
sencilla, que tal vez no sea una línea más sencilla, que tal vez no sea línea
recta; puede ser provechoso eludir cimas de montañas y valles profundos.
Según Einstein (para usar un lenguaje que no debe tomarse literalmente), el
espaciotiempo: está lleno de montañas y de valles, y es por eso que los planetas
no se mueven en línea recta. El sol está en la cima de una colina, y un planeta
flojo prefiere darle la vuelta a la colina, no escalarla. Hubo pruebas
experimentales bastante delicadas por las cuales podía decidirse si Einstein se
ajustaba a los hechos más precisamente que Newton. Las observaciones se
inclinaron del lado de Einstein. Y casi todo el mundo, excepto los nazis, aceptó
esta teoría.

Algunas cosas extrañas han emergido como consecuencia de teoría general


de la relatividad. Parece que el tamaño del universo es finito, aunque ilimitado.
(No intente comprender esto a menos que haya estudiado geometría no
euclidiana.) Parece también que el universo está creciendo continuamente. La
teoría muestra que siempre debe o estar creciendo o empequeñeciéndose; la
observación de nebulosas distantes muestra que está creciendo. Nuestro
universo actual debe de haber comenzado hace más o menos dos mil millones
de años: si algo existía antes de eso, y qué era, es imposible de conjeturar.

Supongo que el público en general considera a Einstein todavía un innovador


revolucionario. Entre los físicos, sin embargo, es visto como el líder de la vieja guardia.
Esto se debe a que se rehusó a aceptar algunas de las innovaciones de la teoría
cuántica. El principio de Heisenberg de la indeterminación, junto con otros
principios de esa teoría, ha tenido algunos resultados muy curiosos. Parece que
las ocurrencias individuales en los átomos no obedecen leyes estrictas, y que las
regularidades observadas en el mundo son mera estadística. Lo que sabemos de
la conducta de la materia, según esta opinión, es más o menos lo que saben las
compañías de seguros de la mortalidad. Las compañías de seguros ignoran y no
les importa qué individuos que aseguraron su vida morirán en cierto año. Lo
único que les importa es el promedio estadístico de mortalidad. Las regularidades a
que nos acostumbraron los físicos clásicos son, se nos dice, de carácter
estadístico. Einstein nunca aceptó este punto de vista. Siguió creyendo que hay
leyes, aunque no se hayan descubierto, que determinan la conducta de los
átomos. Sería muy temerario de cualquiera que no sea un físico profesional
permitirse una opinión a este respecto hasta que todos los físicos concuerden, pero
debe aceptarse que la masa de opiniones competentes era contraria a Einstein. Esto
es más notable en vista de que Einstein hizo obra importantísima en la teoría
cuántica, que lo hubiera puesto en el primer rango de los físicos aun si no hubiera
pensado la teoría de l a relatividad.

La teoría de los cuanta es más revolucionaria que la teoría de la relatividad, y no


creo que su poder de revolucionar nuestras concepciones del mundo físico esté
terminado. Sus efectos imaginarios son muy curiosos. Aunque nos ha dado
poderes nuevos para manipular la materia, incluyendo los siniestros de la bomba
atómica y de hidrógeno, también nos ha mostrado que ignorarnos muchas cosas
que creíamos saber. Antes de la teoría cuántica nadie hubiera dudado de que en
algún momento una partícula estuviera en algún lugar determinado y se moviera
a una velocidad determinada. Esto ya no es así. Entre más precisamente se
determine la localización de una partícula, menos precisa será su velocidad, y a la
inversa. La partícula misma se ha convertido en algo bastante vago, no ya la
bolita de billar que solía ser. Cuando se cree que ya se la atrapó, saca una prueba
convincente de que es una onda y no una partícula. Así, se conocen sólo ciertas
ecuaciones de obscura interpretación.

Este punto de vista desagradaba a Einstein, que luchó por quedarse más cerca
de la física clásica. A pesar de esto, él fue el primero en abrir las perspectivas que
han revolucionado a la ciencia en este siglo. Terminaré como comencé: Einstein fue
un gran hombre, acaso el más grande de nuestro tiempo.

La experiencia de la ciencia —golpearse el dedo del pie y después darse cuenta de


que en realidad era una roca contra la que te pegaste—, esta experiencia es difícil
de comunicar con la publicación, con la educación, con la plática. Es casi tan difícil
decirle a un hombre qué se siente descubrir algo nuevo del mundo como describirle a
un tipo una experiencia mística si no tiene ni idea de qué es semejante experiencia.

J. Robert Oppenheimer
The open mind

Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 377 – 381.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

( 30 ) ALBERT EINSTEIN

Es apropiado que esta antología, que abrí con una selección de Darwin,
llegue casi al final con una pieza de Albert Einstein (1879-1955), pues las teorías
de la evolución y la relatividad son los más grandes hitos de la ciencia moderna. El
breve artículo elegido aquí fue escrito en 1946 para una revista popular de ciencia.
Explica clara y sencillamente, sin una palabra desperdiciada, su famosa fórmula
de equivalencia de masa y energía liberada por la pérdida de de masa en una
bomba atómica o de hidrógeno. Einstein llegó a esta fórmula mucho antes del
descubrimiento alemán de la fisión del uranio, que provocó su famosa carta al
presidente Roosevelt en que urgía el freno de la investigación federal de armas
nucleares.

La fórmula no era producto de un laboratorio; vino de un cerebro electrónico


que funcionaba detrás de un par de ojos chistosos y amables.
Henry Miller sugirió una misantrópica novela que nuestro planeta, que él
creía que estaba pudriendo, como todos nosotros con el cáncer del tiempo,
necesitaba un adecuado tiro de gracia. ¿Por qué, se pregunta Miller, no inserta
alguien una bomba en una grieta del mundo y lo hace añicos? En vista de que la
humanidad posee hoy los medios -sino para hacer exactamente lo que Miller
sugirió, sí para destruir a todo ser viviente- la sentencia final de Einstein parece
casi una timidez. Pero lleva consigo la doble nota de trompeta del triunfo y la
destrucción que resuena en nuestros oídos.
( 30 ) E=mc2

Albert Einstein

PARA ENTENDER LA LEY de la equivalencia de masa y energía debemos


regresar a dos principios de conservación o “equilibrio” que, independientes uno
del otro, tuvieron un lato rango en la física pre relativista. El primero de éstos, que
Leibniz adelantó en el siglo XVIII esencialmente como corolario de un principio de
mecánica.

Consideremos, por ejemplo, un péndulo cuya masa se balancea entre el


punto A y el B. En estos puntos la masa m es más alta que en la cantidad h de lo
que es en la C, el punto más bajo en el camino (ver imagen). En C, por otro lado,
la altura elevada ha desaparecido y en su lugar la masa tiene una velocidad v. Es
como si la elevación de la altura pudiera convertirse totalmente en velocidad, y
m
viceversa. La relación exacta se expresaría mg h= 2 donde g representa la
2v
aceleración de la gravedad. Lo que es interesante aquí es que la relación es
independiente del largo del péndulo v de la forma de la trayectoria en que se
mueve la masa.

Esto significa que algo es constante a todo lo largo del proceso, y que ese
algo es la energía. En A y en B es una energía de posición: en C es energía de
2
movimiento, o “cinética”. Si este concepto es correcto, la suma mg h+mv debe
2
tener el mismo valor en cualquier posición del péndulo, si h se entiende que
representa la altura sobre C, y V la velocidad en ese punto de la trayectoria del
péndulo. Y se ha hallado que tal es el caso. La generalización de este principio
nos da la ley de de la conversión de la energía mecánica. ¿Pero qué pasa cuando
la fricción detiene el péndulo?

La respuesta a esto se encontró en el estudio de los fenómenos del calor.


Este estudio, basado en la suposición de que el calor es una sustancia
indestructible que fluye de un objeto más caliente a otro más frío, parecía
procurarnos un principio de la “conservación del calor”. Por otro lado desde tiempo
inmemorial se ha sabido que el calor puede producirse por fricción, como los
barrenos de los indios. Los físicos fueron incapaces durante mucho tiempo de dar
razón de este tipo de “producción” de calor. Sus dificultades pudieron ser vencidas
sólo cuando se logro establecer exitosamente que cualquier cantidad de calor
producido, habría de liberarse una cantidad exactamente proporcional de energía.
Así, llegamos a un principio de equivalencia entre trabajo y calor. Con nuestro
péndulo, por ejemplo, la energía mecánica gradualmente es convertida en calor
por medio de fricción.

De tal forma, los principios de la conservación de la energía mecánica y la


térmica fueron fusionados en uno solo. Los físicos estaban convencidos que los
principios de conservación podía extenderse a los procesos electromagnéticos y
químicos: en pocas palabras, que podía aplicarse en todos los campos. Parecía
que en nuestro sistema físico una suma total de energías que permanecía
constante en todos los cambios que pudiera ocurrir.

Ahora pasemos al principio de la conservación de la masa. La masa es


definida por la resistencia que un cuerpo opone a su aceleración (masa inerte);
también se le mide por el peso de le cuerpo (masa pesada). Que estas dos
definiciones radicalmente distintas lleven un mismo valor es de por sí es un hecho
sorprendente. Según el principio de que la masa inalterable bajo cualquier cambio
físico o químico, la masa parecía ser la cualidad esencial (por ser invariable) en la
materia. El calentamiento, la fundición, la evaporación, o combinación en
compuestos químicos no alteraría la masa total.

Los físicos aceptaron este principio hasta hace algunas décadas. Pero
demostró ser inadecuado ante la teoría de la relatividad. Por ello fue unido al
principio de energía; como sesenta años antes el principio de la energía mecánica
había sido combinado con el de la conservación de calor. Podríamos decir que el
principio de la conservación de la energía. Habiéndose ya tragado el de la
conservación del calor. Pasó ahora a tragarse el de la conservación de la masa, y
tiene el campo para él solo.

Se acostumbra a expresar la equivalencia de la masa y energía (aunque no


con total exactitud) con la fórmula E=mc 2, donde c representa la velocidad de la
luz, más o menos 300,000 kilómetros por segundo. E es la energía que contiene
un cuerpo estacionario, y m es su masa. La energía que pertenece a la masa m es
igual a esta multiplicada por el cuadrado de la tremenda velocidad de la luz: es
decir, una vastísima cantidad de energía por cada unidad de masa.

Por si cada gramo de materia contiene esta energía enorme qué no se notó
desde hace mucho tiempo. La respuesta es bastante sencilla: la energía no puede
observarse mientras nada de ella se dé al exterior. Es como si el hombre
fabulosamente rico nunca gastara o regalara un centavo; nadie podría saber cuán
rico es.

Ahora podemos invertir la relación y decir que un incremento de E en la cantidad


de energía deber acompañado por un aumento de E/c 2en la masa.
Fácilmente puedo suministrar energía a la masa; por ejemplo, si la caliento
10 grados. ¿Por qué no medir el incremento de masa, o de peso, que ésta
conectado a este cambio? El problema aquí es que el incremento de masa el
enorme factor c 2ocurre en el denominador de la fracción. En tal caso el incremento
es demasiado pequeño para ser medido en forma directa, aun con la báscula más
sensible.

Para el incremento de masa mesurable, el cambio de energía por masa


debe ser enormemente grande. Sólo conocemos una esfera en que semejantes
cantidades de energía por unida de masa son liberadas: la desintegración
radioactiva.

Esquemáticamente este es el proceso: un átomo de masa M se divide en


dos átomos de masa M´ y M´´, que se separan con una tremenda energía cinética.
Si imaginamos que a estas dos masas se les lleva a reposo -es decir, si le
quitamos esta energía de moción- consideradas las dos juntas, son esencialmente
más pobres de energía de lo que era el átomo original. De acuerdo con el principio
de equivalencia, la suma de la masa M´ y M´´ de los productos de la
desintegración debe también ser un tanto menor que la masa original M del átomo
desintegrado, lo que contradice el viejo principio de la conservación de la masa. La
diferencia relativa de los dos es el orden de 1/10 del uno por ciento.
Es imposible pesar los átomos de forma individual. Sin embargo, sí hay
métodos indirectos para medir su peso exactamente. Podemos asimismo
determinar la energía cinética que les trasfiere a los productos M´ y M´´. De este
modo ha llegado a ser posible probar y confirmar la equivalencia de la fórmula. La
ley también nos permite calcular por adelantado cuánta energía será liberada con
cualquier desintegración de átomos que se nos ocurra. La ley nada dice,
naturalmente, de si es posible realizar la reacción de desintegración o cómo
hacerlo.

Lo que sucede puede ilustrar con la ayuda de nuestro hombre rico. El


átomo es un tacaño millonario que no da un centavo (energía) en toda su vida.
Pero hereda su fortuna a sus hijos M´ y M´´, a su condición de que den a la
comunidad una pequeña suma, menos de una milésima de la parte total (masa o
energía). Los hijos tienen entre los dos un poco menos que el papá (la suma de
masa M´ M´´es un poco más pequeña que la masa M del átomo radioactivo) Más
la parte dada a la comunidad, aunque relativamente pequeña, es aún tan
enormemente grande (considerada como energía cinética) que trae consigo una
gran amenaza de mal. Prevenir esa amenaza es el problema más importante de
nuestro tiempo.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 383 – 388.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.
( 31 ) LEWIS THOMAS

Lewis Thomas es un investigador en patología que ha tenido una gran variedad de


puestos administrativos en hospitales y escuelas de medicina de Estados Unidos.
Fue presidente durante siete años del centro de cáncer memorial Sloankettering
de Nueva York antes de convertirse en su canciller, posición que aún conserva.

El público se entero de que había una nueva luminaria en el mundo de


escritura científica cuando en el primer libro de Thomas, las vidas de una célula,
se convirtió en best-seller y ganó un premio nacional. Otros volúmenes lo
siguieron pronto, basados en los ensayos cortos con que el autor colaboraba en
el New england journal of medicine. Tras la modesta y nada pretenciosa prosa de
estos libros yace una sabiduría, un intenso entusiasmo por la investigación, y un
agudo sentido de los impredecibles descubrimientos que esperan.

La autobiografía de Thomas, The youngest science: notes on a medicine


watcher, cuenta su infancia en Flushing, Nueva York, donde su compasivo padre
ejercía la medicina general. ¿Por qué Thomas llama a la medicina la ciencia más
joven? Porque, nos recuerda, apenas en tiempos muy recientes los médicos
supieron suficiente para tratar las enfermedades de los placebos, esas sustancias
inofensivas, que tenían efecto por la confianza de los pacientes en los doctores
que estaban dispuestos a tomarse la molestia de escucharlos, y que escribían
extrañas formulas en latín y los mantenían contentos mientras que la enfermedad
recorría su curso natural.

El ensayo que he escogido era originalmente un discurso de inauguración,


pronunciado en 1983. Después de su aparición en el Times de Nueva York, se
convirtió en un capítulo del volumen de Thomas Late naight thoughts on listening
mahler´s ninth symphony. Este ensaño encantador, como tantos otros de Thomas,
está bañado de la humildad y la maravilla de Chesterton, y también tocado por el
fuerte sentido de presagio de Wells: ese miedo de que la gloriosa marcha de la
ciencia lleva a un final no tan glorioso ni a la tan inteligente vida de esa complicada
bola de piedra que está en el primer lugar que está en las siete maravillas de
Thomas.
( 31 ) Siete maravillas

LEWIS THOMAS

HACE ALGÚN TIEMPO recibí una carta de un editor que me invitaba a cenar con
seis personas para hacer una lista de las Siete Maravillas del mundo moderno,
para remplazar las antiguas siete. Contesté que no podía, pero la idea sigue por
ahí en el lobby de mi mente. Tuve que buscar las viejas maravillas
biodegradables, los jardines colgantes de Babilonia y todo el demás, y luego tuve
que buscar la palabra maravilla para asegurarme de que entendía su significado.
Se me ocurrió que si la revista lograba que siete personas se pusieran de acuerdo
sobre el contenido de una lista de siete cosas cuales quiera, las Siete Maravillas
estarían entonces ante esa mesa.

Maravilla es una palabra maravillosa. Contiene una mezcla de mensajes:


algo maravilloso y milagroso, sorprendente y que inspira preguntas incontestables
y maravilla al observador. Milagro y maravilloso son pistas; las dos palabras
vienen de una antigua raíz indoeuropea que significa simplemente reír o sonreír.
hay que sonreír con admiración en la presencia de algo maravilloso (por cierto,
admiración viene de esa raíz, junto con mirror, que en inglés quiere decir espejo).

Decidí intentar hacer la lista, no para la cena de la revista, sino para esta
ocasión: siete cosas que me maravillan muchísimo.

Guardare la primera para el final.

Mi maravilla numero dos es una especie bacteria nunca vista sobre la faz
de la tierra hasta 1982, unas criaturas que nunca nadie soñó, violación viva de lo
que solíamos considerar las leyes de la naturaleza, unas cosas salidas
directamente del infierno, o por lo menos lo que pensábamos del infierno, el
inhabitable y ardiente interior de la tierra. Esas regiones han llegado recientemente
a la vista de la ciencia gracias a los submarinos de investigación diseñados para
descender dos mil quinientos metros o más hasta el borde de agujeros profundos
en el fondo del mar, donde ventilas abiertas lanzan agua de mar súper calentada
en forma de plumas desde chimeneas de la corteza terrestre, conocidas por los
científicos como los “fumadores negros”. Esto no es nada más que agua caliente,
o vapor, o un vapor bajo presión como el que existen las autoclaves de los
laboratorios (que por decenios nos ha parecido la forma más segura de destruir
toda vida macrobia). Esta agua está extremadamente caliente bajo una presión
extremadamente alta, cuya temperatura es mayor a trescientos grados
centígrados. En semejante calor la existencia de la vida como lo conocemos sería
simplemente inconcebible. Las proteínas y el DNA se harían pedazos, se
fundieran enzimas, cualquier cosa viva moriría instantáneamente. Hace mucho
que descartamos la probabilidad de vida de Venus porque la temperatura de ese
planeta es comparable a ésta; por lo mismo, también hemos descartado la
posibilidad de la vida en los primeros tiempos de este planeta, más o menos hace
cuatro mil millones de años.

B.J.A Baros y J.W. Domingo descubrieron hace poco la presentación de


prósperas colonias de bacterias en agua tomada directamente de esas ventilas de
lo profundo del mar. Más aun, cuando se les trajo a la superficie, empacadas en
jeringas y selladas en cámaras de presión a 250 grados centígrados, la bacteria
no solo sobrevivió sino que se produjo con singular entusiasmo. Solo puede
dárseles muerte si se le enfría en agua hirviendo. Y sin embargo se ven como
cualquier bacteria. Bajo el microscopio de electrones idéntica estructura esencial:
paredes celulares, ribosomas y todo. Si fueron, como se sugiere, la arque bacteria
original, los ancestros de todos nosotros, ¿Cómo aprendieron, ellas o su progenie,
a enfriarse? No se me ocurre un truco más maravilloso.
Mi maravilla numero tres es el oncideres, una especie de escarabajo que
encontró un amigo proctólogo que vive en Houston y tiene muchos árboles de
mimosa en su jardín. Este escarabajo no es nuevo, pero sí entra en las maravillas
modernas por las extremadamente modernas preguntas que han formulado los
biólogos evolucionistas sobre las tres cosas consecutivas que ocupan la mente de
la hembra de la especie. Su primer pensamiento es un árbol de mimosa, al que
trepa tras encontrarlo, ignorando todos los otros árboles alrededor. Su segundo
pensamiento es ovar, lo que ejerce luego de subir a una ramita y hacer una
pequeña ranura con su mandíbula, bajo la cual deposita sus huevecillos. Su tercer
y último pensamiento cocierne con el bienestar de sus hijos; las larvas de le
escarabajo no pueden sobrevivir en madera viva, por lo que ella retrocede más o
menos treinta centímetros y corta un anillo perfecto alrededor de la rama, a través
de la corteza y hasta el mismo cambio. Le lleva ocho horas realizar su obra. Luego
se va yo no sé a dónde. La rama se muere, cae a la tierra con la primera brisa, se
alimentan de larvas, se vuelven la siguiente generación y las preguntas siguen sin
repuesta. ¿Cómo fue posible que estos tres pensamientos, unidos entre sí, se
desarrollaron en la evolución?¿Como pudo cualquiera de los tres fijarse como
conducta de escarabajo sin los otros tres?¿Que probabilidades favorecieron tres
partes de la conducta totalmente separadas -el gusto por cierto árbol, el corte para
la ranura de los huevecillos, y luego el anillo de la rama- que llegaron a los genes
del escarabajo de forma aleatoria?¿Sabe este inteligente escarabajo lo que está
haciendo?¿Cómo apareció aquí el árbol de mimosa? Por sí mismos, sin podar, los
árboles de mimosa tienen una esperanza de vida entre 25 y 30 años. Podados
cada año, que eso es lo que el escarabajo hace, puede florecer por un siglo. La
relación mimosa - escarabajo es un elegante ejemplo de asociación simbiótica,
fenómeno reconocido hoy como muy acendrado en la naturaleza. Es bueno para
nosotros tener en nuestro mantel intelectual criaturas como este insecto y su
amigo el árbol, pues nos recuerdan lo poco que sabemos de la naturaleza.

La cuarta maravilla de mi lista es un agente infeccioso conocido como el


virus raspador, que causa una enfermedad mortal en los cerebros de ovejas,
cabras y varios animales de laboratorio. Un primo cercano del raspador es el virus
C-J, causa de algunos casos de demencia senil en los seres humanos. A éstos se
les llaman virus lentos, por la excelente razón de que un animal expuesto hoy a la
infección no se va a enfermar hasta dentro de un año y medio o dos. El agente,
sea lo que sea, se puede propagar en abundancia, de unas cuantas unidades hoy
a mil millones el año que entra. Deliberadamente uso la frase “sea lo que sea”.
Nadie aun ha sido capaz de encontrar DNA o RNA en el virus raspador o en el C-
J. Puede que esté ahí, pero de ser así, existe en cantidades tan pequeñas que no
se pueden detectar. En tanto, hay mucha proteína, que ha llevado a proponer
seriamente que el virus sea pura proteína. Mas la proteína, hasta donde sabemos,
no se replica por sí misma, cuando menos en nuestro planeta. Visto así, al agente
raspador perece la cosa más extraña de toda la biología, y es candidato a
maravilla moderna.

Mi quinta maravilla es la célula receptora olfativa, localizada en el tejido


epitelial en lo alto de la nariz, que aspira el aire en busca de pistas en el ambiente,
fragancias de amigos, el olor de humo de hojas, el desayuno, la noche y la hora de
dormir, una rosa e incluso, se dice, el olor de la santidad. La célula que hace todas
esta cosas, lanzando mensajes a las partes más profundas del cerebro, pasando
de un extraño recuerdo a otro, es en sí una célula cerebral, una neurona
certificada que pertenece al cerebro pero que está a kilómetros y al aire libre, en
percepción del mundo. ¿Cómo le hace para dar sentido a lo que siente, como
discrimina el jazmín de todo lo que no es jazmín infaliblemente?, es uno de los
profundos secretos de la neurología. Esto ya sería maravilla suficiente, pero aún
hay más. Esta población de células cerebrales, a diferencia de cualquier otra
neurona del sistema nervioso central, se sustituye cada cierta semana; las células
se agotan, mueren y son remplazadas por otras totalmente nuevas y conectada a
los mismos profundos centros lejanísimos en el cerebro, para sentir y recodar los
mismos maravillosos olores. Cuando comprendamos estas células, y sus
funciones, los ánimos y caprichos que gobiernan, sabremos mucho más de la
mente de lo que sabemos ahora, a un mundo de distancia.

Dudo en decirlo, pero el sexto en mi lista es otro insecto, la termita. En esta


ocasión, sin embargo, el insecto en sí no es la maravilla, es la colectividad. No hay
nada maravilloso en una termita solitaria, y de hecho no existe tal criatura, si
hablamos funcionalmente, de igual forma no podemos imaginar a un humano
genuinamente solitario. No existe. Dos o tres termitas en un plato tampoco son
mucha cosa; pueden moverse alrededor y tocarse nerviosas, pero no pasa nada.
Pero siga agregando termitas hasta que alcancen una masa crítica y ahí ocurre el
milagro. Como si súbitamente hubieran recibido una noticia extraordinaria,
organizan pelotones y empiezan a elevar gránulos a la altura correcta, luego a
formar lo ángulos que unirán las columnas, a construir la catedral donde se hará
su vida colonial por las próximas décadas, con control de humedad y aire
acondicionado, siguiendo los códigos que traen en los genes, impecablemente,
absolutamente ciegas. No son la densa masa de insectos individuales que
parecen, son un organismo, un cerebro pensante y meditativo de millones de
piernas. Lo único, que sabemos de esta cosa es que realiza su arquitectura e
ingeniería por un complejo sistema de señales químicas.

La séptima maravilla del mundo moderno es un niño. Cualquier niño. Antes


reflexionaba sobre la infancia y sobre la evolución de nuestra especie. Me parecía
poco parsimonioso gastar tanta energía en tan grande periodo de vulnerabilidad e
indefensión, que nada muestra, en términos biológicos, sino el fútil e irresponsable
placer de la infancia. Pensaba que además equivale a una sexta parte de la vida
humana. ¿Por qué la evolución no se fijó en eso y nos dejó dar un salto de tigre de
nuestra etapa infantil a la adulta, que sí es (pensaba yo) productiva? Se me había
olvidado el lenguaje, el verdadero rasgo que nos marca como específicamente
humanos, esa propiedad que permite nuestra supervivencia como los seres más
compulsiva, biológica y obsesivamente sociales de la tierra, más
interindependientes y interconectados que los famosos insectos sociales. Se me
había olvidado eso, y se me había olvidado también que eso es o que hacen los
niños. Para el lenguaje está la infancia.

Hay otra criatura que está relacionada pero que es diferente, no tan
maravillosa como un niño, no tan llena de esperanza, pero si es algo por lo cual
preocuparnos todo el día y la noche. Es nosotros, unidos como masa colectiva,
critica. Siempre hemos aprendido a ser útiles para nosotros mismos solo cuando
nos reunimos en grupos pequeños: familias, amigos, a veces (aunque son raras)
comisiones. El anhelo de ser útiles lo traemos en lo genes. Mas cuando nos
reunimos en grupos muy grandes, como la moderna nación-estado, somos
capaces de niveles de locura y autodestrucción que no pueden hallarse en otro
lugar de la naturaleza.

Como especie somos demasiado jóvenes, demasiado juveniles para ser


confiables. Nos hemos extendido sobre la faz de la tierra en unos cuantos miles de
años, que no son nada en el tiempo de los relojes de la evolución; hemos cubierto
todas las partes habitables de la tierra, hemos puesto en peligro otras formas de
vida y ahora nos amenazamos a nosotros mismos. Como especie tenemos todas
las cosas del mundo para aprender vivir, pero acaso se nos está acabando el
tiempo. Provisionalmente, pero solo provisionalmente somos una maravilla.

Y ahora la primera, la que saqué cuando empecé a hacer la lista la máxima


maravilla del mundo moderno. Para nombrarla habría que redefinir el mundo, que
de hecho ha sido redefinido en este siglo que es el más científico de todos.
Llamamos mundo a lugar donde vivimos desde hace mucho tiempo por la palabra
latina mundus, que significaba limpio. (En inglés se llama World, que proviene de
una atigua raíz indoeuropea, wiros, que significa hombre; en español dio varón).
Hoy vivimos en el universo entero, esa pieza embelesante de geometría en
expansión. Nuestros suburbios son el sistema solar, en los cuales, tarde o
temprano, extenderemos la vida, y luego acaso a la galaxia. Hasta donde
alcanzamos a ver a todos los cuerpos celestiales el más maravilloso y misterioso
está resultando ser nuestro planeta Tierra. No hay nada que lo iguale, cuando
menos todavía.

Es un sistema viviente, un organismo inmenso, aún en desarrollo,


regulándose, creando su propio oxígeno, manteniendo su temperatura, que
mantiene sus infinitas partes vivas conectadas e inter-independientes, nosotros
incluidos. Es el lugar más extraño, y de todo el mundo se puede aprender. Nos
puede mantener insomnes y reflexionando por milenios, si logramos aprender a no
matarnos y a no destruir. Nuestra gran esperanza está en que somos una especie
tan joven, recién aprendamos a pensar palabras, todavía estamos aprendiendo,
todavía creciendo.

No somos como los insectos sociales. Ellos solo tienen una forma de hacer
las cosas y las van a hacer así para siempre, pues tienen esos códigos. Nosotros
tenemos códigos distintos, nuestras elecciones no son sólo binarias: se puede, no
se puede. Podemos tomar cuatro caminos al mismo tiempo, depende de cómo se
sientan los aires: se puede, no se puede, pero también tal vez, en incluso a ver
qué pasa, vamos a intentarlo. Si nos mantenemos vivos recibiremos sorpresas.
Podemos construir estructuras para la sociedad humana que nunca se han visto,
pensamientos nunca pensados, música jamás oída.

Si no nos matamos, y si podemos conectarnos por el afecto y el respeto,


para los que, creo, nuestros genes también están codificados, no habrá final para
lo que podemos hacer en este planeta o fuera de él.

En esta temprana etapa de nuestra evolución, ahora en nuestra infancia,


luego en nuestra juventud y después, con suerte, en nuestra adultez, lo que
nuestra especie necesita más que nada, ahorita, es un futuro.
Tomado de “Los grandes ensayos de la ciencia” Martin Gardner. Edit. Nueva Imagen. México 1998. Pág. 389 – 397.
Material seleccionado con fines didácticos por: Esp. Carlos Hernán Cruz Martínez.

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