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Quisiera imaginar –y recuperar– el asombro de las dos primeras personas que

hablaron por teléfono. ¿De qué conversaron? Quizá aquella fue, de manera literal, una
meta-llamada, en el doble sentido de ser la primera y de ser una conversació n por
teléfono sobre la posibilidad de conversar por teléfono. Lo má s seguro es que, varias
veces, los interlocutores se preguntaran el uno al otro “¿me escuchas bien?”, algo que
aú n hoy, a pesar de todo el avance tecnoló gico, seguimos haciendo. El teléfono habría
nacido con la conciencia de su propia precariedad (y de la precariedad de toda
comunicació n).

Supongo que todos hemos jugado al teléfono roto: un grupo de personas que se
susurra, una por una, alguna frase al oído, comprueba al final que hay una inevitable
distorsió n entre la frase de origen y la frase final. Sospecho también de que se trata de
un juego comú n sobre todo en la adolescencia. Todos los juegos –y má s aú n los de esa
edad–, intentan conjurar un tipo de ansiedad que el tiempo adulto solo atenú a. En el
teléfono roto se pone en escena el deseo de conectarse (a algo, a alguien) y lo
impreciso de las palabras con que contamos para lograr esa conexió n: es un teatro de
la equivocació n.

En el ritual del teléfono roto la atenció n está puesta sobre la oreja y el tono de voz. No
se le habla a la siguiente persona, se le susurra. “Hablarle al oído a alguien” es una
expresió n que sugiere cercanía e intimidad. Pero en el juego, ese hablar al oído y en
susurros, que tiene la apariencia de la intimidad (o el anhelo de llegar a ella) solo
puede crear un malentendido.

Es como si la intimidad (que es como decir el afecto), estuviera destinada a la fricció n.


Se trata de un viejo y conocido teatro: nos acercamos para vernos y para oírnos, y nos
separamos al comprobar que fracasamos en el intento. ¿Y no es el teléfono el vehículo
principal para esos rituales de acercamiento y alejamiento? Lo que eran las cartas en
las viejas novelas del sentimiento son hoy las llamadas que se esperan, que se difieren,
que rompen el espíritu y lo recomponen.

Miramos el teléfono con ansiedad, sufrimos su silencio, o agradecemos su señ al. Lo


volvemos una extensió n de nosotros mismos que nos quita y nos devuelve el ser, que
es ser para otros. El teléfono nos recuerda nuestra insuficiencia, que siempre es
insuficiencia de la conexió n y la transmisió n, deseo de una comunicació n atenta, clara
y precisa. (¿Me escuchas bien?). Los usos del teléfono han cambiado con el tiempo:
hoy es una tecnología en la que se lee má s que escuchar. Cuando las palabras se
vuelven insuficientes o cuando aparece, inevitable, el malentendido, casi siempre
decimos: “mejor hablemos”, con la ilusió n de que la voz transmita una certeza que el
texto escrito no tiene. En el límite de esa frustració n nos encontramos, para vernos la
cara a cara y cambiar de incertidumbre. Para pasar del “¿me escuchas?” al “¿me
entiendes?”. Así, la duda que somos y que constituye nuestra relació n con los otros
solo cambia de verbo… y de escenario.

Pedro Adrián Zuluaga

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