Está en la página 1de 2

Los Traidores

Sinopsis:

Dramatiza la vida de un militante sindical, que comienza su lucha en las filas peronistas en los '60, y que se corrompe en su
ascenso al poder. Mezclando documental y ficción, refleja los diecisiete años más explosivos en la historia política argentina.

El Cinema Novo al rechazar el cine de imitación y optar por otra forma de expresión, ha declarado también el camino más fácil
de este otro lenguaje típico del llamado arte nacionalista, «el populismo», reflejo de una actitud política típicamente nuestra. Al
igual que el caudillo, el artista se siente padre del pueblo: la consigna es «hablar con sencillez para que el pueblo comprenda».
A mi modo de ver se trata de una falta de respeto hacia el público, por subdesarrollado que sea. «Crear cosas simples para un
pueblo simple.» El pueblo no es simple. Aun siendo enfermo, hambriento y analfabeto, el pueblo es complejo...”

Este párrafo de Glauber Rocha, probablemente el cineasta más lúcido y coherente de América Latina, donde establece casi una
declaración de principios para el Cinema Novo, arroja una luz sobre la visión y el análisis de Los traidores que resalta
interesantes claroscuros y plantea algunos interrogantes sobre la función del cine y especialmente del cine político.

El tema central, casi excluyente de Los traidores es la corrupción de la dirigencia sindical argentina, sobre todo a partir de su
acceso al poder político mediante el encumbramiento del peronismo, reflejado en una especie de taxonomía exhaustiva de
maniobras espurias y negociados, inscripta en la historia personal de Roberto Barrera, paradigmático líder sindical, cuyo modo
de ascenso, corrupción y final trágico favorecen en el espectador la identificación con el héroe, aunque en este caso, de carácter
negativo.

Sabemos que la verdad, en el arte, sólo puede ser enunciada en forma lunar, indirecta, mediante la alambicada conformación de
eficaces mentiras. Sabemos también que, incluso en el género documental, se conjuga, mediante el tamaño del plano, el punto
de vista, el montaje, o la utilización de la música, el sentido de la verdad testimoniada. Gleyzer recurre entonces, a todos los
elementos a su alcance para enarbolar claramente su tema, buscando la plena identificación del público, prefiriendo incluso
articular con simpleza la puesta en escena, antes que hacer tropezar al sentido con operaciones formales que mediaticen,
distancien la narración. Gleyzer no pretende que reflexionemos brechtianamente sobre el problema presentado, incluso el tema
no nos es presentado como un problema, sino como un hecho concreto que debe ser conocido y vivenciado muy cerca de la
pantalla, de los personajes. Para ello utiliza procedimientos amables, de fácil aprehensión, cayendo a veces por intentar
subrayar, en el estereotipo, recurriendo para ello a frases y situaciones reconocibles del repertorio peronista o sindical,
buscando cierta apenas rasante ironía cómplice en el espectador, que desemboca inevitablemente en ingenuidad.
Paradójicamente, una película que intenta favorecer, disparar aspectos revolucionarios del imaginario social acude a la puesta
en escena y a la sintaxis del cine industrial más adocenado. ¿Es posible despertar conciencias, proponer luchas que apunten al
bien común, con el lenguaje del enemigo? ¿Es casualidad o snobismo artístico el hecho de que James Joyce no haya usado el
lenguaje de Kipling o Chesterton, para narrar el periplo del irlandés Leopold Bloom por Dublín? ¿O hay una relación directa
entre el qué y el cómo?

A pesar de este intento dudoso de empatar con la supuesta altura de un espectador imaginado como simple (o imaginado con
simpleza), ciertas desprolijidades ocasionadas indudablemente por las condiciones de producción y de rodaje, crean una
frescura estética que emparentan la película con los nuevos cines de los años sesenta, y que sobre todo, son devotas del ilustre
ejemplo cinematográfico de Roberto Rossellini. Filmar bajo cualquier circunstancia, durante una dictadura, con no-actores o
con actores acosados por sectores parapoliciales, en múltiples locaciones, subrepticiamente, con equipo técnico variable según
las circunstancias, con muy poco presupuesto (ni el equipo ni los actores, aun los más famosos, como Luis Politti y Lautaro
Murúa, cobraron más que un mínimo para transporte) son algunas de las condiciones que precipitan en la obra como supuestas
faltas sintácticas o de continuidad en el montaje, lo que sumado a la utilización de diferentes texturas (tramos documentales de
la historia política argentina) sorprenden como audacias narrativas, estipulando claramente la subordinación que hace Gleyzer
de cualquier operación formal o estética a una finalidad jerarquizada: la presentación palmaria de una verdad.

Pero el aspecto formal más interesante de Los traidores se encuentra en su estructura narrativa, la cual parece estar fuertemente
influida por la experiencia de Gleyzer en el cine documental, pues, el relato es articulado por temas, por sus enlaces y
relaciones, lo que aglutina las escenas más allá del orden cronológico y las imbrica en la historia de Roberto Barrera,
pivoteando constantemente en una narración paralela. Es decir, así como Solanas-Gettino en La hora de los hornos (1966-68)
estilizan el documental para darle un carácter de construcción lúdica, que ficcionaliza el testimonio enclavándolo en un fuerte
contexto formal, de sofisticación lingüística, típica de intelectuales de clase media, pero que preconiza el destino también
formal de la revolución, inversamente, Gleyzer registra sus escenas de ficción como si fueran una realidad o un testimonio,
extendiéndolas sobre un texto que se teje por sus relaciones temáticas más que diegéticas y donde se denota ostensiblemente la
investigación previa al rodaje, en la raigambre más acendrada del género documental.

Los traidores fue y es una película indispensable. Más allá de errores, aciertos, o criterios artísticos, forma parte de una obra de
innegable claridad ideológica, realizada por un cineasta que perdió la vida por ella. En una época en que nadie arriesga ni
siquiera el más superficial confort individual por detenerse a pensar en el bien comunitario, o en la verdad y la justicia social,
Los traidores se torna un ejemplo no sólo cinematográfico sino también moral.
Ficha tecnica

Los traidores
Argentina, 1973.
Castellano, color (aunque circulan copias en blanco y negro), 105m.
Director: Raymundo Gleyzer.
Intérpretes: Víctor Proncet (Roberto Barrera), Raúl Fraire (Antonio Ferrari), Susana Lanteri (Paloma), Mario Luciani
(Reynoso), Lautaro Murúa (Benítez), Walter Soubrié (Rivero), Luis Politti (Presidente de la nación), Osvaldo Santoro
(Peralta), Alfonso Senatore (Guardaespaldas de Barrera), Omar Fanucci (Médico de la Catanzara), Martín Coria (Solís, obrero
torturado), Carlos Román (Locutor en el entierro), Sara Aijen (Mujer que canta en el entierro), Diego Gleyzer (Bebé Barrera),
Luis Barrón. Intérpretes no profesionales.
Guión: R. Gleyzer, Álvaro Melián, Víctor Proncet.
Montaje: R. Gleyzer.
Música: Víctor Proncet, canción: “Marcha de la bronca”, por Pedro y Pablo.
Producción: Álvaro Melián.
Jefe de producción: Carlos Sforzini.
Productor ejecutivo: William Susman.
Productora: Grupo Cine de la Base.

También podría gustarte