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UCA - Facultad de Ciencias Sociales Historia de las Ideas Políticas II - 2019

Comisiones B y C, mañana

Alberto Bisso

El CESAROPAPISMO: Raíces y manifestaciones


Concepto
Se entiende por cesaropapismo la pretensión de los emperadores romanos (césares), de ejercer en
materia religiosa funciones que dentro de la Iglesia católica corresponden al papa. Esta tendencia se
manifestó principalmente en el Imperio Romano de Oriente, con capital en Constantinopla. Por
extensión, se habla de tendencias cesaropapistas en toda ocasión, a lo largo de la historia del
cristianismo, en que los gobernantes cristianos se han arrogado el gobierno de la Iglesia en sus
dominios, como ha ocurrido por ejemplo en Inglaterra por parte de los reyes sobre la Iglesia
Anglicana establecida en el siglo XVI o, tradicionalmente, en Rusia por parte de los zares sobre la
Iglesia Ortodoxa. El término “cesaropapismo” fue acuñado por el jurista alemán Justus Henning
Böhmer (1674-1749).
El fenómeno del cesaropapismo se manifestó en dos direcciones. En primer lugar, de modo
ordinario, como una injerencia constante en el gobierno de la Iglesia, como la designación de las
personas que ejercerían los más altos cargos de esta, comenzando por el obispo y luego patriarca de
Constantinopla, en el Imperio Bizantino. Cabe aclarar que si se trataba de personas que aún no eran
obispos, la ordenación de la persona designada, mediante una ceremonia que incluía el gesto de la
imposición de las manos, era efectuada por otros obispos. Este gobierno de la Iglesia en sus aspectos
externos también se refería a cuestiones de organización y carrera eclesiástica. A la jerarquía
eclesiástica en los territorios efectivamente dominados por Bizancio no le resultaba fácil resistir la
supremacía imperial en estos campos y muchos de sus miembros la consideraba natural.
En segundo lugar, de manera ocasional pero recurrente a lo largo de los siglos, estuvo la intromisión
del emperador en cuestiones dogmáticas, al arrogarse la facultad de definir qué era lo que tenían que
creer los fieles cristianos del Imperio. A veces estas decisiones obedecían a consideraciones
políticas. Este aspecto, la pretensión de definir el dogma, fue el que más alarmó a la Iglesia Romana,
encabezada por el papa.
Una característica que permite distinguirlo de otros casos de intromisión de los gobiernos civiles en
los asuntos de la Iglesia es que en el cesaropapismo el gobernante es cristiano, y la propia Iglesia lo
reconoce, en principio, como inclinado a gobernar en favor de la verdadera fe cristiana. Por ello el
cesaropapismo es algo radicalmente distinto de las políticas de intervención en el gobierno de la
Iglesia llevadas a cabo por gobernantes ajenos al cristianismo o deliberadamente enemigos de él.

Raíces en la función religiosa de los emperadores romanos precristianos


Como es sabido, el emperador Constantino no solamente reconoció durante su reinado la licitud del
cristianismo por el Edicto de Milán de 313 sino que favoreció legislativamente y de otras formas a la
Iglesia y tuvo un papel protagónico en la convocatoria del trascendental Concilio de Nicea del año
325. Pero en estos años y prácticamente hasta su lecho de muerte, Constantino ni siquiera estaba
bautizado, y su comprensión del cristianismo era en ciertos aspectos elemental. Posteriormente la
Iglesia sostendría que la convocatoria del Concilio universal es una facultad del papa. Surge entonces
la cuestión de cuál era la autoridad que podía invocar Constantino para intervenir en asuntos
eclesiásticos.
Responder a este interrogante nos lleva a indagar cuáles eran las facultades que el derecho público
romano (ius públicum) atribuía al emperador. Para Ulpiano, importante jurista de fines del siglo II,
esto es, de tiempos anteriores al reconocimiento y la adopción del cristianismo por el Imperio

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Romano, el derecho público es “el que tiene por objeto la situación [status] de los asuntos romanos...
El derecho público consiste en las cosas sacras, los sacerdotes y los magistrados” (Ullmann 2005,
17). El magistrado supremo era el emperador, que reunía entre sus atribuciones la de pontifex
maximus del antiguo culto romano. Este era un cargo que, en su política de concentración en su
persona de las antiguas magistraturas republicanas, Augusto había asumido el año 12 a.C. y que sus
sucesores continuaron desempeñando, incluso después de la legitimación del cristianismo, hasta que
el emperador Graciano (375-383) lo abandonó.
Constantino enmarcó su política religiosa en el antiguo derecho público romano, sólo que ahora esta
política no se aplicaba al culto antiguo sino al cristianismo. Parece claro que este emperador percibió
que la religión de Cristo podía tener un papel crucial en la recuperación moral y política del Imperio.
Veía que los cristianos “tenían una cosmología, una doctrina y un plan de origen divino según ellos”,
mientras que “los paganos poseían muy poco en este sentido que pudiera ser de utilidad en la
reconstrucción del Imperio” (Ullmann 2005, 18).
El interés político de Constantino era la concordia, y contra ella conspiraba la controversia suscitada
acerca de la naturaleza de Cristo por el arrianismo. Fue con esta preocupación que Constantino,
guardián de la paz en el Imperio, asumió un rol central en la celebración del Concilio de Nicea del
año 325. Y fue en virtud de las facultades legales que creía tener como responsable de la
conservación del buen estado de las cosas romanas y “pontífice máximo” del culto, desde el punto de
vista del ancestral ius públicum romano, que Constantino dirigió la organización del Concilio –
asunto que requirió una logística importante- y confirmó las resoluciones de este otorgándoles
carácter legal. Durante el Concilio, sin embargo, el emperador no participó de las votaciones, como
tampoco los emperadores tomaban parte de las votaciones en el senado (Ullmann 2005, 25).
En un encuentro informal, agasajando a los obispos, Constantino llegó a manifestarles que él también
era un obispo, sólo que ellos eran los obispos de lo interior, y él, el emperador, era el obispo (que en
griego significa “supervisor”) de lo externo, el obispo del afuera. “Lo primero se refería a los
problemas internos de la Iglesia, tales como asuntos dogmáticos o doctrinales, y lo segundo
correspondía al aparato externo”, esto es el ritual, las ceremonias públicas y la organización
administrativa (Ullman 2005, 26; 28). Así se entiende también, por ejemplo, que Constantino
declarara el domingo como día de descanso.
Cabe agregar que, del lado de la Iglesia, también hubo un aporte a la sacralización, en cierta medida,
del emperador. Prominentes pensadores cristianos, como el obispo Eusebio de Cesarea en el siglo
IV, entendieron que Roma cumplía en la historia un papel providencial, o sea dirigido por Dios, de
gran importancia, y que el propio emperador, autoridad suprema, era un instrumento divino.1

Contexto: algunas consecuencias de la oficialización del cristianismo


La constitución del cristianismo como religión del Estado, llevada a cabo entre el edicto de Milán de
Constantino (313) y el de Tesalónica de Teodosio (380), dio lugar a una relación de influencia mutua
entre el poder civil y la jerarquía eclesiástica en el Imperio Romano. La carga religiosa de la función
imperial que subsistía por inercia desde la etapa pagana y el lugar otorgado a la Iglesia en la cosa
pública al oficializarse el cristianismo son dos de los factores que explican el fenómeno del
cesaropapismo.
La Iglesia influyó en la legislación de diversos modos. En el derecho penal se abolió la crucifixión y
la marca con hierros al rojo, al tiempo que se mejoraban las cárceles, que podían ser visitadas por los

1
Señala Florencio Hubeñak que “a partir de Constantino, el basileus [emperador] recibió incluso títulos religiosos como
el de Isaspostolos, o sea ‘igual a los apóstoles’, por su misión evangelizadora” (1997: 343). Sobre este tema es
recomendable todo el capítulo VI (“Constantinopla, segunda Roma”) de esta obra de Hubeñak.

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obispos. Se suavizó la condición de los esclavos y se facilitó su manumisión (liberación por parte de
sus dueños). Se prohibieron las luchas de gladiadores, los espectáculos obscenos y el infanticidio. Se
puso límites a las facultades -antes casi omnímodas- de los padres de familia y se reconoció a la
mujer derechos que antes no tenía, por ejemplo en relación a la propiedad. Se limitaron las causales
de divorcio, se penó severamente el adulterio y se prohibieron los casamientos entre parientes
próximos.
La Iglesia recibió -o se hizo cargo- de una serie de funciones públicas. La costumbre, que se había
difundido entre los fieles, de no recurrir para los pleitos entre ellos a los jueces del Estado pagano
sino al arbitraje de los obispos, tendió a institucionalizarse después haciendo de los obispos jueces en
algunas materias. Para los delitos del propio clero se estableció un fuero especial eclesiástico. “El
privilegium fori eximía a los clérigos de la jurisdicción de los tribunales ordinarios y los sujetaba al
tribunal del obispo o del Sínodo” asamblea de obispos de una región determinada (J. Marx:129). Los
obispos sólo serían juzgados por el Sínodo.
La Iglesia fue eximida de buena parte de los impuestos (inmunidad fiscal), como lo habían sido antes
los templos paganos y, como éstos, las iglesias adquirieron categoría de ámbitos de asilo, lo cual
significaba que los perseguidos por el poder civil que se refugiaban en ellas no serían entregados sino
bajo compromiso de la autoridad civil de que no serían mutilados ni condenados a muerte. Esta
función de asilo sería limitada con regulaciones variables a lo largo del tiempo, como por ejemplo la
exclusión del derecho de asilo para asesinos, adúlteros, falsificadores de moneda y reos de lesa
majestad.
En lo que se refiere al gobierno de la Iglesia, las cosas evolucionaron de manera distinta en
Occidente y en Oriente. Los reinos “bárbaros” establecidos en Occidente, donde a partir de 476 ya no
había más emperador, carecían de una antigüedad y un prestigio comparable al de Bizancio, heredero
de una tradición que se remontaba a la fundación de Roma. Sus elites semianalfabetas carecían
asimismo de una densidad intelectual que pudieran oponer al clero católico. Por lo tanto en los
nuevos reinos bárbaros, sobre todo a medida que las elites germanas abandonaban el cristianismo
arriano (heterodoxo) o, como en el caso de los francos, se convertían directamente al catolicismo, la
Iglesia se desarrolló con mayor autonomía y el primado del papa, obispo de Roma, obtuvo más fácil
acatamiento.

El cesaropapismo en el Imperio Romano de Oriente (Bizancio)


Al radicarse en Constantinopla, y más aún después de la caída del sector occidental del Imperio, la
corte imperial quedó más expuesta a las tradiciones orientales y helenistas precristianas que atribuían
al emperador un cierto carácter divino2. Estas influencias se sumaron a las propias concepciones
romanas occidentales de origen pagano a las que nos hemos referido al ocuparnos de Constantino.
Imbuidos de estas nociones, los emperadores, como cabezas de un imperio cristiano, y cristianos
ellos mismos, tendían a verse entonces como responsables supremos del buen funcionamiento de este
imperio, incluso, y especialmente, en su aspecto religioso.
Entretanto, en el seno de la Iglesia se iba afirmando lentamente el primado de los sucesores de Pedro
como obispos de Roma y pastores supremos de la Iglesia universal. En relación a este punto se fue
delineando una situación competitiva entre el papa y el emperador, ya que uno como el otro se veían
a sí mismos, como cabeza de una sociedad cristiana que, desde el punto de vista del emperador,
coincidía con el Imperio Romano en su totalidad.

2
Debe tenerse en cuenta que en el contexto pagano anterior, del cual procedía esta tradición, el adjetivo “divino”
tenía una carga menos pesada que en el monoteísmo cristiano, ya que en el paganismo había muchos dioses, de
importancia relativa variable, entre sí y a lo largo del tiempo.

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Conviene detenerse por un momento en el entrecruzamiento de las jurisdicciones políticas y religiosa


en esta época. Cuando en 476 el rey Odoacro depuso al emperador Rómulo Augústulo y remitió las
insignias imperiales a Constantinopla se había limitado a declarar que bastaba con un emperador para
todo el imperio, aunque esto significaría en los hechos la independencia de los reinos germánicos de
la pars occidentalis. Por su parte, el único emperador romano subsistente, el de Oriente, no se
resignaba a la pérdida de Occidente. En cuanto a la Iglesia, si bien Roma, sede del papa, quedó por
un tiempo fuera del control directo de Constantinopla, la masa mayor de fieles cristianos se
encontraba en los territorios gobernados por esta, que eran los de mayor densidad demográfica y más
tempranamente cristianizados. De modo que el papa debía tener una gran consideración con el
emperador bizantino. Esta situación se agudizó desde mediados del siglo VI cuando Bizancio
recuperó el control de Roma.
El emperador en Constantinopla comprendía la importancia fundamental de la religión cristiana para
la paz y la unidad de la sociedad que él gobernaba, la oriental, poblada por fieles sobre los cuales el
papa entendía ejercer su oficio de pastor supremo. Desde la perspectiva imperial y expuesta en sus
términos más crudos, la cuestión era si a esta sociedad cristiana la gobernaba el emperador desde
Constantinopla o el papa desde Roma. Un aspecto evidente de este gobierno era el control del cuerpo
sacerdotal, del clero. Esto sería expresado de manera elocuente en el ceremonial elaborado en el
siglo X por el emperador Constantino VII Porfirogéneta para la investidura de los patriarcas de
Constantinopla, texto según el cual el emperador decía: “Por la gracia de Dios y nuestra propia
autoridad que procede de Dios promovemos a éste al Patriarcado de Constantinopla” (Rahner 1949:
288).
Los patriarcas no sólo eran designados por el emperador sino también depuestos por él cuando lo
consideraba conveniente (Wickham: 263).

Pretensión imperial de definir el dogma: el Henotikón de 482


Las pretensiones imperiales, sin embargo, no acababan ahí, como puede apreciarse en relación a la
herejía monofisita en el contexto de las controversias cristológicas de entonces, en las cuales, en el
seno de la Iglesia, se discutía sobre la naturaleza de Cristo, y particularmente sobre la manera en que
se conciliaban en Dios hecho hombre las condiciones humana y divina.
Una opinión, conocida como monofisisimo (de mono, una, y fysis, naturaleza), afirmaba con tal
énfasis la naturaleza divina de Jesús que prácticamente negaba su naturaleza humana. Contra esta
opinión, muy difundida en Egipto y Siria, el Cuarto Concilio Ecuménico, celebrado con la presencia
de legados pontificios en Calcedonia en 451, definió, de manera consistente con la tradición
apostólica, que Cristo era una sola persona, con dos naturalezas, divina y humana. Esta definición
dogmática fue confirmada por el papa.
Sin embargo, en oriente, un sector de la Iglesia siguió propugnando la creencia monofisita. Esto
ayuda a entender las incursiones de los emperadores bizantinos en el terreno dogmático.
Como hemos visto, en 325, ante la controversia arriana el emperador Constantino había actuado para
restablecer la paz y la unidad religiosa, convocando, con el consentimiento del papa, al Concilio de
Nicea. Ante una situación parecida, en 482 el emperador Zenón actúa con el objeto de apaciguar la
disensión monofisita, pero lo hace sin consultar al papa ni a una asamblea universal de los obispos
de la Iglesia. Con el solo asesoramiento del patriarca de Constantinopla, Acacio y otros clérigos
cercanos a su corte, Zenón emite el Henotikón, o “decreto de unidad”, supuesto compromiso entre
calcedonianos y monofisitas, expresado “en un tal nivel de vaguedad que cada uno de los dos
partidos puede pretender que refleja sus convicciones” (Rahner 1964: 183). En particular, el
Henotikón omite la afirmación de las dos naturalezas de Cristo, lo cual significaba un retroceso
respecto de la precisión alcanzada en el Concilio de Calcedonia en 451.

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Roma no permaneció indiferente ante esta intromisión imperial en el campo dogmático. El papa
Félix por carta en 484 recordó al emperador que en cuestiones de fe debía inclinarse ante la jerarquía
eclesiástica y reunió un sínodo que excomulgó al patriarca Acacio. Como dirá poco después el papa
Gelasio I, el emperador no tiene ningún derecho a emitir decretos fijando la fe, ya que el emperador
no es obispo. El último Rex et Pontifex había sido Cristo.
Este ejemplo muestra la faceta extrema del cesaropapismo, la pretensión de poseer autoridad para
efectuar definiciones dogmáticas, que se agrega a su pretensión de supervisión de la Iglesia en
materia de organización, designación de obispos y patriarcas y estándares de conducta del clero en
general.

Justiniano I
Estas tendencias se verían sublimadas en algunos casos, como el de Justiniano, “por el profundo
cristianismo del emperador” (Ullmann 1970: 32). En su reinado (527-565) vemos realizada la
autopercepción del monarca como rey y sumo sacerdote (o papa), en el sentido de arrogarse como
emperador (césar) facultades que la Iglesia de Roma consideraba propias del sucesor de Pedro.
Es así como Justiniano (al igual que otros emperadores bizantinos posteriores) legisla intensamente
sobre cuestiones de organización y carrera eclesiástica, justificado, a sus ojos, por su responsabilidad
de velar por el buen funcionamiento de la Iglesia y por la probidad del clero. Y en estas materias
llega a legislar por sí mismo, sin creerse en la obligación de solicitar la opinión de un concilio
eclesiástico, o del papa, como autoridades competentes sobre esas cuestiones. Incluso aparecen
secciones de contenido doctrinal, dogmático, en su célebre Código, como sucede en el título ‘De
summa trinitate et fide catholica’ (De la suma Trinidad y la Fe Católica).
La percepción de sí mismo como rex et sacerdos, heredada por sus sucesores, guía a su vez la
manera en que el emperador percibe al papa. Debemos recordar que Justiniano ha recuperado para el
Imperio el dominio de partes del antiguo sector occidental, incluida Roma, que Bizancio conservó en
teoría hasta el año 800, aunque en el último siglo con cada vez menos poder efectivo, debido a los
desafíos militares que el imperio bizantino tuvo que encarar en Italia y en otros frentes. Pero a
mediados del siglo VI, con Italia recién recuperada, la presencia bizantina es firme y la errática
política de Justiniano en relación a la herejía monofisita lo llevó a ejercer una gravosa presión sobre
sucesivos papas con consecuencias penosas para algunos de estos.
En este reinado, en paralelo con la obra impresionante de Justiniano en el campo jurídico, en materia
de conquistas militares y de construcciones religiosas (como Santa Sofía) y civiles, alcanza enorme
desarrollo un ceremonial que inculca un respeto reverencial por el emperador, contribuyendo a la
sacralización de su figura. Esto no era una novedad. Al menos desde los tiempos de Dioclesiano, a
fines del siglo III, en la corte imperial se practicaba la proskinesis, o sea la postración frente al
emperador, costumbre importada de Oriente. Lo nuevo es la manera en que el ceremonial, en un
marco arquitectónico grandioso, inculca esta actitud frente al emperador cristiano.
En la organización eclesiástica de entonces a los obispos de unas pocas sedes determinadas se les
reconocía un rango superior identificado con el título de “patriarca”. En documentos imperiales de
esta época el papa es llamado patriarca de Roma, y como obispo de la ciudad de la cual lo que
subsiste del Imperio ha recibido su carácter de romano, recibe un tratamiento honorífico superior al
de los otros patriarcas. Pero el emperador no reconoce al papa un verdadero principado en el
gobierno de la Iglesia, precisamente porque se arroga de hecho esta función. Llamándolo patriarca
tiende a equipararlo con el de Constantinopla, la única capital política del Imperio Romano
subsistente. El patriarca de Constantinopla está bajo su control y hacia fin del siglo VI comenzará a
usar el título de patriarca ecuménico, esto es, universal, calidad que el papa entiende que pertenece

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exclusivamente al obispo de Roma, como explicaría por entonces el papa Gregorio I, Magno. No
puede haber dos patriarcas universales. Sólo el papa lo es.

En siglos posteriores
La pretensión de ejercer autoridad sobre cuestiones de dogma reapareció en las centurias siguientes,
en especial con el objeto de restablecer la unidad de creencias entre católicos (fieles al concilio de
Calcedonia de 451) y monofisitas. En el siglo VII, en 638, el emperador Heraclio, convencido por el
patriarca Sergio de Constantinopla, proclamó por su cuenta una doctrina de compromiso, conocida
como monotelismo, rechazada por Roma. El sucesor de Heraclio, Constancio II, se empeñó en
imponer el monotelismo en todo el Imperio, política que suscitó la oposición del papa Martín I, quien
fue arrestado, conducido a Bizancio, juzgado por traición y depuesto, muriendo mártir poco después
(655).
En el siglo VIII y en las primeras décadas del IX la preocupación dogmática cambió de tema cuando
varios emperadores adoptaron la iconoclasia (“destrucción de imágenes”), herejía que repudiaba
como idolatría la veneración de las imágenes (iconos) sagradas. Ella se oponía a la doctrina católica
de la iconodulia, que distinguía a la veneración de imágenes sagradas, por ejemplo de Jesucristo, la
Virgen María o los santos, entendida como una ayuda para dirigir la mente, por medio de la imagen o
representación material, hacia la persona representada (Cristo, la Virgen, etc.) y no como adoración
del objeto material. Los papas y la mayor parte de Occidente rechazaron la iconoclasia y finalmente
el imperio bizantino restauró la ortodoxia en su ámbito en 843.
Las tendencias cesaropapistas, no obstante, subsistieron como una característica del imperio
bizantino hasta su caída en 1453, en sociedades como Rusia que fueron evangelizadas desde el
imperio romano de Oriente, y, en distintos momentos, en diversos Estados de Europa Occidental.
***

Bibliografía
Cabrera, Emilio (2012 [1997]). “Historia de Bizancio”. Barcelona: Ariel
Marx, J. (1935) “Compendio de Historia de la Iglesia”, edición basada en la 8va. original, Barcelona.
Rahner, Hugo (1949). “Libertad de la Iglesia en Occidente. Documentos sobre las relaciones entre la Iglesia y
el Estado en los tiempos primeros del cristianismo”. Buenos Aires: Desclée de Brouwer.
Rahner, Hugo (1964). L’Eglise et l’État dans le christianisme primitif. Textes choisis. París : Les éditions du
Cerf.
Ullman, Walter (2005 [1976]). “El significado constitucional de la política de Constantino frente al
cristianismo”, en Escritos sobre Teoría Política Medieval, Buenos Aires: Eudeba, págs. 11-33
Ullmann, Walter (1970 [1955]). The Growth of papal Government, Londres: Methuen & Co. Ltd., tercera
edición.
Treadgold, Warren, (2001). “Breve historia de Bizancio”. Barcelona: Paidós.
Wickham, Chris. (2009). “The Inheritance of Rome: Illuminating the Dark Ages 400-1000”. Londres:
Penguin.

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