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Es difícil, después de pasar la mayor parte de una vida en el siglo XX, impregnado de ideologías
polarizadas que supuestamente perdieron validez en un mundo en presunta fase de globalización,
tratar de percibir un nuevo perfil para el artista. Cuando se trata de especificar un rol para el
artista en esta configuración, o más modestamente, qué rol tengo como artista, uno tiende a
pensar que éste potencialmente tiene un cierto poder que bien administrado puede tener un
efecto social. Esta posibilidad parece seriamente disminuida en estos momentos, si es que
pensamos en el artista como un factor activo en la formación cultural.
Dentro de la globalización, por ser artista, corro el peligro de tender más hacia la reordenación
subjetiva de la información que a su documentación.
Los artistas poseedores de lo que teóricamente se supone que es una libertad de acción
prácticamente ilimitada, sufrimos de serias inercias que nos impiden la flexibilidad soñada.
Durante gran parte del siglo XX las cosas parecían mucho más claras que ahora: estaban los
buenos, estaban los malos, y la tercera posición. Entre tanto el entrecruce de los
fundamentalismos religiosos, económicos y militares lograron que los valores éticos en lugar de
corresponder a un cuerpo coherente ya no sean fácilmente distinguibles en la realidad.
Hace 40 años, cuando me fui becado del Uruguay a los EEUU, viaje quería decir que uno iba de un
lado a otro en el sentido que, claramente, abandonaba un complejo cultural para llegar a otro
distinto. Las implicancias de esa distancia recorrida decididamente iban mucho más allá de lo que
se asume para una distancia puramente geográfica. Era por ese cambio cultural que se me podía
clasificar como integrante de lo que entonces se llamaba flujo o robo de cerebros.
Criado en una sociedad en que la educación era un derecho innato, fui entrenado en la profesión
de artista sin tener que pagar un centavo. Pero, desgraciadamente, artista era una profesión que
el mercado nacional no se podía dar el lujo de mantener. Como consecuencia de esa indigencia
nacional, lo más simple era aceptar la subvención de un país que, sí, podía darse el lujo de
tenerme presente. La ventaja era doble: por un lado, los estudios se convertían en cosa útil para el
artista y, por otro, el centro hegemónico que daba los fondos para la beca se podía quedar con un
profesional ya entrenado sin costo alguno. Esto era así porque la carrera costaba mucho más que
lo que costaba mi beca, por lo que obtuvieron un profesional a menor costo, sin tener en cuenta
toda una vida posterior de impuestos. Con la atracción de artistas (e intelectuales) extranjeros ese
centro refrescaba su propio acervo cultural a bajo costo.
Otro de los aspectos interesantes es que el artista que se quedaba en la periferia, aun si solamente
producía trabajo en sus horas robadas, era percibido como artista. “Artista” y “artista de domingo”
eran sinónimos, y la única condición con la que había que cumplir era la de periódicamente
mantener la visibilidad. Mientras que en el centro hegemónico un artista que no expone
regularmente desaparece del mercado ni más ni menos como una compañía en bancarrota, en la
periferia había suficiente confianza tanto en la actividad como en la persona. Esto representaba
otro tipo de ideología: una en donde el artista es miembro de la sociedad y no necesariamente del
mercado y por lo tanto es un contribuyente al proceso cultural colectivo más allá del intercambio
comercial.
Es notable que esta disparidad ideológica nunca fue completamente registrada o analizada en las
escuelas de arte en América Latina. Quizá como producto de largos procesos de colonización,
siempre se dio por hecho que la formación artística se incrementa cuantitativamente como
cualquier otra disciplina.
Cuando la educación es un poco más progresista y trasciende la visión del estudiante como un
receptáculo que hay que llenar con información, se puede suponer que el profesional se
convertirá en un miembro activo en la sociedad y que como tal tratará de mejorarla.
Durante el siglo XX el sistema educativo general de América Latina difirió sensiblemente del
sistema hegemónico. Aun cuando las escuelas de arte permanecieron tradicionales y académicas
por mucho más tiempo que en los centros culturales, se vivía el flujo subterráneo de la Reforma de
Córdoba que tuvo lugar en Argentina en 1918 y que se expandió por el continente durante lso
cinco años siguientes. Se discutieron no solamente las estrategias pedagógicas sino también la
distribución de poder, y no solamente entre las distintas clases sociales sino también en la
universidad misma. La nueva meta de la educación fue la de corregir los desequilibrios imperantes
y lograr una conciencia colectiva de liberación. Con estos propósitos claros se estableció una
diferencia inmediata entre el progresismo educacional de América Latina y el progresismo más
tardío en los sitemas capitalistas tradicionales, particularmente en los EE UU. Allí las innovaciones
pedagógicas en la educación se identificaban con una liberación individual dentro de la estructura
capitalista. La teoría era que el individuo liberado tiene mejores oportunidades para competir. Se
pensaba menos en la posibilidad de que la liberación individual sería útil para lograr una sociedad
libre. Lo que es interesante también es que parece haber un desarrollo paralelo y simultáneo entre
arte y pedagogía.
La posición latinoamericana parece condensarse en una frase de Paulo Freire: “la lectura del
mundo precede a la lectura de la palabra”. La frase define con precisión una relación entre el
contenido y la forma. La dinámica hegemónica estimula los cambios formales para que el artista
pueda individualizarse y ser reconocido como un autor encapsulado en su “marca”. El artista
latinoamericano, aun cuando no niegue o sea ajeno a ese tipo de reconocimiento, raramente se
aboca a la especulación formal fuera de contexto. Siempre hubo una necesidad explicativa en la
tradición latinoamericana. La atmósfera creada por la explicación es tan importante que, en su
ausencia, la obra corre el peligro de ser entendida como una cáscara vacía, imposibilitada de una
compresión cabal.
En todo este proceso siempre hubo una cierta intuición con respecto a la necesidad de lo colectivo
que iba anudada con una borrosidad ideológica que correspondía a la autodefinición del artista
mismo. Siempre fue difícil precisar qué es lo que define a un artista, pero en las tensiones creadas
por el colonialismo y la dependencia, esta precisión es aún más difícil. Cuando era joven, me
encontraba entre los que creen que para hacer arte se necesita al menos un poco de inspiración, y
que uno generalmente trabaja cuando se siente inspirado. Y si la inspiración no está hay que
esperar que venga.
Sin embargo, aun siendo una actividad natural, el arte necesita de dedicaciones y decisiones
racionales como fertilizante. El que se entrena mejor gana, y el que gana es el mejor. Con el
agregado de que realmente no tiene por qué ser el mejor, sino que es suficiente que se logre
hacer creer que es el mejor. Para lograr ese consenso, ya no alcanza entonces que el artista haga
arte, tiene que promoverse o ser promovido, tiene que crear un “necesidad artificial” para que se
le categorice como imprescindible. La tarea entonces, se desfasa de la voluntad de afecta la
cultura como entendía la autodefinición sesentesca del artista cuando usaba “trabajador de la
cultura” como nombre de la actividad. “Trabajador de la cultura” reducía el rol y la importancia del
individuo. Pero como artista normalmente se tiene como primera tarea el de la afirmación
personal con fines d elucro, fama y marca histórica, y como segunda la posibilidad megalomaníaca
y delirante de ser todopoderoso y así efectivamente lograr un cambio cultural. Ese cambio
cultural, además, se lograría gracias a la contribución personal, sin considerar la posibilidad de una
tarea colectiva.
Bajo la égida de la libertad de expresión individualista, más que la libertad, lo que se estimula es el
narcisismo y el mercadeo de sus productos. Como artista en esta situación, yo no solamente tengo
el derecho de usarme como un tema de importancia primaria y trascendente, sino que también
puedo asumir el poder de “autobiografiar” el mundo. Puedo apropiarme de mi entorno y
declararlo parte de mi vida personal. Es ese permiso social en el contexto del mercado que en
última instancia culmina en la concentración de valor que se produce en la firma del artista. La
firma constituye, justamente, la concentración de la autobiografía en su máxima densidad.
La autobiografía que logra un éxito mercantil se convierte en biografía una vez que los datos son
procesador por terceros. Las obras son aceptadas como parte de esa biografía. Las biografías luego
son organizadas y arman la estructura cronológica que establece el rejido narrativo de la historia
del arte. La creencia de que la transición de autobiografía y luego en historia ocurre en ese orden,
y por ende que es un proceso continuo, natural y sin quiebre, es una fabricación ideológica ajena a
toda realidad científica. La noción de que cualquier cosa que yo haga, cualquier marca que trace,
dejará un rastro en la historia y será recompensada con una merecida admiración, genera una
codicia que necesita la constante producción de obra para satisfacerla. Estimula, también la
voluntad de competir. La ironía es que esta posición nos lleva a pensar más en estrategias para
lograr esa posición que en la creación de las obras. El público al que nos dirigimos deja de ser
nuestra comunidad para reducirse al grupo muy limitado de potenciales compradores por un lado
y a la posteridad por otro. El producto artístico entonces tiene que cumplir con el doble papel de
ser adquirible y de servir de monumento al artistaa que lo hace.
Los usos de la biografía entonces, van desde servir como símbolo de un respeto colectivo, por un
lado, a ser una marca histórica, o sea a servir como metáfora que usa la información individual
para crear una narración histórica, por otr. Son síntomas de la oposición artificial que se ha creado
entre la identidad, que es lo colectivo, y la originalidad, que es lo individual.
Identidad y originalidad por lo tanto representan dos ideologías opuestas. El camino trazado por la
secuencia autobiografía-biografía-historia es un camino coherente con el entorno comercial
capitalista. El otro camino, el inverso, de historia-biografía-autobiografía, en donde la obra es
contextualizada en su efecto cultural colectivo muchas veces implica una necesidad de servilismo,
de una aceptación de dogmas y autorrenunciamientos nocivos que no ayudan demasiado a la
expresión artística.
La cultura verdadera identifica el lugar en donde realmente está ubicado el poder y que funciona
sin la necesidad de nombres. Uno podría preguntarse si las culturas reales tienen una
autopercepción antropológica integrada, y si la cultura atribuida al poder individualizado no es
más que una construcción hipócrita.
El “multiculturalismo” es otra apertura similar, pero con la periferia entendida como heterogénea.
A pesar de sus primeros intentos bien intencionados de reconocer las identidades culturales no
hegemónicas, en el campo del arte se deterioraron para convertirse en una apropiación
hegemónica parcial de aquellas manifestaciones periféricas consideradas útiles. Las políticas
multiculturales siempre operaron con el sobreentendido de la preservación de un entorno
nacional. El sobreetendido determinó la voluntad de definir manifestaciones culturales disímiles
como formas de “subculturas nacionales”. Esta óptica se expandió para abarcar la periferia
extranacional y, al mantener el esquema nacionalista, cae en la expectativa de lo exótico. Se
imposibilita la apreciación correcta de las expresiones que puedan existir localmente en la
periferia y la diferenciación entre sus clases sociales.
Nacional o internacional, en ambos casos, las lecturas se basan en el consumo de la obra. No son
lecturas que tratan de identificar las coordenadas de la creación de las obras, sino que se hacen
desde el punto de vista de la apropiación, es decir de si las apariencias sintomáticas de las obras
sirven o no sirven para revitalizar las formas de expresión de aquellos que las apropian.
La utopía de una abolición de fronteras es atractiva o repulsiva según las dinámicas bajo las cuales
opera. El Imperio Romano promovió una forma bastante discutible de abolición de fronteras, y lo
mismo se puede decir del colonialismo europeo del siglo XIX, y con respecto al expansionismo de
los EEUU durante el siglo XX y en el día de hoy. Son globalizaciones, si, pero en el sentido que una
nación se autodefine como globo expandible. Se va inflando hasta ocupar todo el espacio
disponible. “Espacio disponible” es un término relativo porque se refiere solamente al espacio
merecedor de interés económico. En un sistema donde la cultura es un reflejo de la economía, la
expansión también es la de una interpretación muy particular de los valores culturales. La
presunción es que, en esos agujeros negros, carentes de interés desde el punto de vista
económico, tampoco hay cultura interesante. Se da la erección artificial de una falta de acceso a la
periferia.
La figura del artista en el siglo XXI tiene que definirse por la posición que el artista toma con
respecto a estas situaciones complejas y por cómo se describe a sí mismo en términos de su
función social. Al menos en términos utópicos, parece que sigue vigente la disyuntiva entre ser un
productor de mercancías por un lado o ser un trabajador cultural por otro. Sólo que las
consecuencias y estrategias parecen haber cambiado porque la situación es mucho menos clara.
Se navega no tanto en un extremo u otro sino en el campo creado por la tensión entre ambos, y a
veces la decisión no se hace personalmente, sino que la determina el medio en el cual se actúa.
Entre tanto es evidente que algunas elecciones consisten en limitarse a la producción de arte
mercantil. Hoy las ideas de nación e imperio ya no definen nuestras comunidades. La decisión
consciente de funcionar como un trabajador cultural, hoy parece más difícil, al menos antes e
definir qué cosa es una comunidad en el día de hoy. Quizá sea más claro definir a todos los artistas
como trabajadores culturales y más útil el discutir las distintas comunidades posibles como
públicos a los que nos dirigimos y que a su vez nos definen. Esto puede ir desde el barrio en que
vivimos, una comunidad que armamos, una parte del mercado artístico que nos aprecia o que
queremos que nos aprecie, una clase social, una región sociocultural, el centro hegemónico, hasta
la periferia como complejo total.
El público del artista ya no es una masa estática y localizada, un grupo de personas con los pies
enterrados en un lugar preciso. El artista hoy tiene posibilidades casi infinitas de definir un público.
En gran parte el contacto se basa en el contenido de la obra, en parte se basa en una definición
crecientemente precisa de cuál es el público que corresponde a la obra. El arte “para el pueblo”,
símbolo del activismo del siglo XX, consistía de obras con mensajes inteligibles para un
denominador común lo más vasto posible. La opción binaria era o la élite o el pueblo. Y cuando se
hablaba del pueblo, el arte era “para” el pueblo, producto de una actitud esencialmente
paternalista con la cual se intentó adecuar los valores plásticos elaborados por la clase media a las
necesidades que presume que tiene le proletariado. El cuadro así se convirtió en mural y en obra
gráfica, y la imagen se hizo obvia. El “pueblo” no tenía derecho ni al misterio ni a la expansión del
conocimiento, solamente a las variaciones que permite la permutación de lo conocido. El otro
camino explorado para el contacto fue el de los “medios”. Se experimentó con los espacios
alternativos no artísticos y con todos los medios de difusión posibles. Fueron pasos importantes en
cuanto a la apertura y transgresión de los medios artísticos aceptados en la época y el campo de lo
aceptado en el arte se fue abriendo en forma radical. Pero el paso decisivo, el de una distribución
y por lo tanto democratización del poder artístico, quedó sin darse.
El artista de hoy, como los artistas de otras épocas, corre el peligro de quedar seducido por la
exploración de los medios y de dejarse definir por ellos. Pero si bien es una actividad que
enriquece las posibilidades de creación, no enriquece la creación. La figura real del artista, en ese
aspecto, no ha cambiado, debiera continuar siendo definida por la misión de expandir el
conocimiento. Lo que quizá haya cambiado, es que hoy la meta del arte que se hace, no importa si
de acuerdo a algunos reaccionaria o progresista, tiene que ser elegida aún más claramente que en
el pasado.