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Dominio de uno mismo 

«Ayer comencé, por quinta vez en este año, un nuevo


régimen de comidas. Sé que tengo que perder peso, y estoy empeñado en lograrlo.
Me leo todo lo que encuentro sobre este tema. Me mentalizo. Pienso que voy a
lograrlo. Pero todas las veces me pasa igual. A las pocas semanas me vengo abajo.
Me parece imposible mantener mis propósitos siquiera unos meses».

Ideas semejantes a estas atormentan con frecuencia la mente de muchas personas,


que sufren la angustia de comprobar que son muy poco dueñas de sí mismas, que
apenas logran tomar las riendas de su existencia. Son personalidades un poco
flojas, flácidas. Se encuentran enganchadas a la televisión, pesan diez kilos de más,
han intentado ya quince veces dejar de fumar, les cuesta una barbaridad levantarse
de la cama o de su sillón, apenas prestan atención a nada que exija pensar un poco
y, junto a eso, sienten un aburrimiento que les abruma.

¿Y cómo crees que puede combatirse esa situación? Lo mejor es prevenirla, si es


posible, llevando una vida de cierta exigencia. Ya hemos hablado de los males que
tienen su origen en la vida fácil: mediocridad, pereza, falta de dominio sobre uno
mismo. Uno de los mayores riesgos del exceso de bienestar es que, como la
experiencia nos enseña, muchos terminan quedando bastante dominados por ese
bienestar. La seducción de una vida excesivamente cómoda hace que los hombres
perdamos a veces un poco esa libertad interior, ese necesario señorío sobre
nosotros mismos, convirtiéndonos en esclavos de esas comodidades.

No quiere esto decir que la formación deba conducir a una crispada lucha contra el
bienestar. Pero las circunstancias reales en que se mueve el hombre hacen
necesario insistir en la necesidad de la templanza, en el dominio de uno mismo, en
saber poner límites a las desmesuradas exigencias de nuestras apetencias
personales. La templanza es muy importante para evitar que el bienestar se
revuelva contra el hombre, apartándolo de los valores superiores que está llamado
a alcanzar.

La templanza es señorío sobre uno mismo. Con ella el hombre aprende a prescindir
de lo que le produce un daño, y con el tiempo advierte que el sacrificio es sólo
aparente, porque al vivir así, con sacrificio, se libra de muchas esclavitudes. La
lucha y el sufrimiento –apunta Enrique Monasterio– son peajes inevitables en el
camino de nuestra vida, y para ser feliz es indispensable perderles un poco el
miedo. La felicidad, o el amor, no son simples fenómenos químicos de escasa
duración, sino que exigen siempre un compromiso y un sacrificio mantenidos.
Quien pretende ingenuamente eludirlos, sólo logra alejarse de la felicidad, sólo
encuentra pequeños placeres, cada día menos intensos y más frustrantes, porque,
queramos o no, el paladar –y lo digo en sentido amplio– también se desgasta.

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Como decía Ortega, mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede
destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. Y buena
parte de ese riesgo de deshumanización proviene de la pérdida de libertad interior,
casi siempre más grave que la privación de la libertad física.

¿Por qué dices que es más grave? Sobre todo por sus efectos, pero también por la
facilidad con que pasan inadvertidos. Los peligros que nos acechan para
desposeernos de la libertad interior suelen ser bastante solapados, difíciles de
descubrir.

Se producen –como ha señalado José Antonio Ibáñez-Martín– cuando se impide


que la acción pase por el tamiz de la deliberación, de la reflexión, de manera que se
insta a actuar de modo instintivo más que racional; cuando una persona queda
esclavizada por sus propias pasiones, inmersa en el error o atenazada por la
ignorancia.

Esto es lo que sucede cuando se busca conseguir en las personas unas respuestas
determinadas, manipulando para ello las diversas pasiones humanas. Por ejemplo,
cuando se busca exacerbar el impulso sexual, o la pasión por el juego, la bebida o la
droga, con objeto de desencadenar de modo compulsivo esas fuerzas para provecho
de quien lo induce; o cuando se trata al hombre como una mera afectividad a
captar, y para ello se le engaña con un inexistente cariño, o mediante la seducción o
el miedo; o cuando se fomentan sentimientos de egoísmo, odio, venganza, etc.

Es importante estar prevenidos ante esos posibles errores. El inmoderado afán de


placer y de satisfacción causa una angustiada atención al yo, que destruye
precisamente lo que anhela. Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre
hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra
cada vez más

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