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TEMA 8.

EL SER HUMANO COMO PERSONA

EL SER HUMANO COMO PERSONA

El concepto de persona: antropología y relatividad cultural

El tratamiento que hemos hecho del ser humano en los temas anteriores, su excelencia, el hecho de
que la conciencia humana no pueda ser reducida a procesos neurales contingentes, se podría
reformular afirmando que el ser humano es persona.

Ahora, nos proponemos analizar qué es persona.

Primero, para saber qué se debe entender por persona. Segundo, porque esta cuestión tiene un
desarrollo histórico que nos hace ver que puede ser entendido de modo distinto según las culturas y
las épocas históricas. Tercero, porque es una cuestión en la que parece haber una confluencia
cultural, hasta el punto de haber en la actualidad un reconocimiento de ese rasgo que ha trascendido
al terreno político, porque el carácter personal es el que fundaría la dignidad humana, que es el
punto que constituye la mediación para las exigencias políticas en los derechos humanos que son el
reconocimiento de lo que conlleva el ser persona.

Son convenientes dos advertencias o interrogantes antes de comenzar con esta cuestión. ¿Implica el
reduccionismo una consideración de que el ser humano no es persona ni tiene más dignidad que la
de cualquier otro animal, de modo que todo el edificio moral y político sería sólo de un pacto que se
establece por conveniencia? ¿nos basta para defender el rasgo personal con las características de
que lo mental no es reducible a lo físico porque son propiedades emergentes del cerebro y no
identificables con los procesos cerebrales?

En opinión del profesor San Martín la respuesta a esta cuestión sería afirmativa, manteniendo los
enigmas que aún se dan en la emergencia de esas características.

Analicemos la siguiente dificultad: el carácter personal del ser humano, por elemental y evidente
que pueda parecer en nuestra cultura, no deja de ser un concepto histórico que se desarrolla en el
seno de ciertas culturas, que podría desaparecer de éstas, y que parece ausente en otras.

El primer punto de este tema es, pues, delimitar lo relativo y lo necesario del concepto de persona.

Marcel Mauss propone una especie de genealogía histórico evolutiva de este concepto que
evolucionó “de una simple mascarada a la máscara, del personaje a la persona, al individuo, del
individuo a la consideración del ser con un valor metafísico y moral, de una conciencia moral a un
ser sagrado, y de éste a una forma fundamental de pensamiento y acción”.

Así pues se trata de un concepto acuñado en una tradición filosófico-cultural que bien puede ser
ajena a otras tradiciones.

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La mera enumeración de las etapas por las que ha pasado la evolución del concepto indica cuál es el
problema con el que se enfrenta la antropología filosófica: el ser un concepto culturalmente
determinado que debería ser investigado en un diálogo intercultural, porque el concepto de persona
podría ser un concepto al que habría que aplicar la crítica del relativismo cultural. Pero, ¿se sigue de
ser un concepto con una relatividad cultural el que sea sólo válido para nuestra cultura?

Con este concepto no se trata de considerar datos científicos, sino de una definición adecuada a
cómo nosotros nos vemos a nosotros mismos.

La persona como constitutivo del ser humano y como construcción social

En el Derecho Romano y en otros muchos derechos consuetudinarios, el esclavo no era persona.


Con tal descalificación cultural, esos seres humanos no tenían carácter personal.

Desgraciadamente, cuando se habla de la relatividad cultural del concepto de persona, se insiste en


una vertiente de la cuestión, en el reconocimiento sociocultural de un hecho constitutivo del ser
humano. A este hecho constitutivo le damos el nombre de carácter personal y, por tanto, es
inherente a todo ser humano en cuanto tal.

Aunque las culturas difieren en el reconocimiento que le atribuyen. Lo culturalmente relativo es,
pues, el reconocimiento que dan a esos rasgos constitutivos del ser humano.

Dado ese reconocimiento y la diversidad que muestran las culturas se puede establecer una
evaluación moral de las mismas. Evaluación que no debería regirse solo por las palabras sino de
acuerdo a las realidades, es decir a los comportamientos para con los otros.

Puede darse el caso de que una cultura reconozca el carácter personal como principio básico de su
ordenamiento jurídico, pero que luego no tenga efectividad en esa cultura. En esto, la cultura
cristiana ha estado en primera línea. En la Modernidad no mejoraron las cosas, sino que
empeoraron, pues a medida que aumentaba el poder técnico de la sociedad, la población era
sometida a la más brutal explotación. En otras culturas puede ser al revés: no reconocen
explícitamente el carácter personal, porque no existe el concepto, pero la dignidad de la persona
humana puede ser decisiva en los comportamientos, y por eso, no permiten desigualdades que
vayan más allá de las capacidades de cada uno.

En este sentido, la antropología dialéctica (Diamond) considera que la cultura occidental está en
profunda desventaja comparada con otras culturas, que no tienen tantas normas sobre los derechos
de las personas, pero tratan a los seres humanos más como personas que los occidentales.

En este concepto se hace necesario, pues distinguir: la historia del descubrimiento de la categoría
con alcance ontológico, y la historia de la construcción sociocultural de la misma.

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Así pues, hay que entender a Mauss cuando afirma que no ha habido ser humano que haya carecido
del sentido del “yo”, de la personalidad consciente en su individualidad espiritual y corporal. Este
carácter de “yo”, de sentido de la individualidad, es lo que fundamenta lo que llamamos carácter
personal, lo constitutivo esencial del ser humano, aunque se haya necesitado toda una historia para
que se haya llegado al reconocimiento explícito del carácter fundamental e igualitario de todo ser
humano en este aspecto.

El carácter personal del ser humano

Naturalmente ese sentimiento de sí mismo puede ser mayor o menor, estimulado o reprimido
socialmente.

La autoconciencia, núcleo básico del carácter personal (lo que Zubiri llama personeidad), admite
grados, al igual que la conciencia moral. Pero esto no impide que la consideremos como algo
esencial al ser humano.

La base para comprender qué es este carácter personal es la diferencia entre la intencionalidad
directa (la conciencia de algo) y la intencionalidad refleja (la conciencia de la conciencia de algo).
Esta posibilidad de conciencia refleja es un elemento constituyente del ser humano en cuanto tal, y
es lo que permite el control de nuestra conducta por el pensamiento. De ese modo se convierte en
causa de la conducta.

La conciencia de la continuidad tanto de la intencionalidad directa como de la refleja, es decir, la


conciencia de sí mismo, la conciencia de conciencia refleja pasada es el yo.

El yo se espesa en el trascurso de la historia individual, va adquiriendo consistencia, se va


apropiando de su propia vida, la va construyendo desde sí mismo. Este carácter de “suyo” del yo es
lo que sería el carácter personal del ser humano. Y por eso dice Zubiri que sólo son actos personales
aquellos de los que se es autor, porque implican: un acto intelectivo de darnos cuenta y una decisión
libre de la voluntad. Pero, como también anota Zubiri, la persona no está en poder ejecutar actos
intelectivos o de voluntad, sino en que la inteligencia, la voluntad y la libertad sean “mías”. Esto
lleva al carácter irreductible e insustituible de la persona.

Persona y personalidad

Hay que distinguir la noción de persona de la de personalidad. Esta dualidad está enraizada en lo
que hemos dicho antes, porque no es lo mismo ser persona que tener una personalidad.

La persona se va haciendo como personalidad. Así, la personalidad es el conjunto de rasgos de la


persona que se van consolidando conforme la persona se va construyendo. Esos rasgos valen para

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cada uno y para los demás, incluso parte de esos rasgos de esa personalidad le son conferidos por la
sociedad, que es la que normalmente dice quién es esa persona, cuál es su personalidad.

Personalidad en cuyos cauces construye la persona su personalidad.

Una vez desarrolladas estas nociones, ya podemos interpretar qué significa la persona como
máscara, como portadora de un nombre, como representación de los derechos de una casa hidalga,
de una excelencia, etc. es decir, la persona, como identidad social y como principio del derecho y la
moralidad.

Es decir, descubrir el progreso de la concepción de la persona como un mero producto social, que
asume la identidad que la sociedad le da a una concepción ontológica (aunque la ontología sólo se
produce en la convivencia en el seno social).

Si bien el carácter de irrepetibilidad que fundamenta la dignidad que se atribuye al ser humano está
latente en la atribución de un nombre, pues tener un nombre, un origen, venir de una casa
determinada, significa participar de una tradición, ser alguien.

La persona como máscara no era sino la participación (simbolizada o ritualizada al llevar una
máscara, un disfraz) en el ser de los antepasados, un ser no sometido a la contingencia del presente.

EN TORNO A LA DIGNIDAD HUMANA

El concepto de dignidad recoge la excelencia del ser humano y se ha convertido en un concepto


angular en las discusiones sobre la humanidad.

El elemento fundamental de la humanidad está en asumir la dignidad humana. Persona y dignidad


son dos conceptos clave del edificio jurídico. Así, el trato inhumano lo es porque es indigno.

Análisis fenomenológico del concepto de dignidad: una filosofía auténtica debería independizarse
de aquellas teorías que terminan saliéndose de la filosofía, por ejemplo, las religiosas.

Ahora bien, ¿cómo abordar entones filosóficamente el concepto? pues la historia fáctica, que es la
recopilación de teorías a lo largo de la historia, no vale como argumento. La historia fáctica sólo
sirve si la pasamos por el tamiz filosófico, es decir, si detrás de las teorías históricas descubrimos y
verificamos la razón que les lleva a afirmar su tesis sobre la dignidad. Que Cicerón diga que el ser
humano posee dignidad porque en él reside un principio divino, no lo diferencia de las religiones.

Kant intenta una fundamentación: la dignidad depende de la autonomía moral. La dignidad le


corresponde al ser humano por ser autónomo, moralmente autónomo. Pero no da Kant una
descripción de qué es dignidad, lo que sería necesario para mostrar su fundamento.

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El problema es que el fundamento o lo deducimos de principios en sí mismos evidentes con lo que
debemos centrarnos en esos principios en sí mismos evidentes, o lo mostramos, con lo que debemos
mostrar sus principios evidentes.

Y aquí interviene la fenomenología, porque para saber qué significa dignidad debemos acudir a
aquellas cosas en las que realmente se dice algo apropiado. La fenomenología debe esforzarse en
mostrar las experiencias que subyacen a cualquier uso del lenguaje.

Un símil tomado de Merleau-Ponty. La geografía, para entender los términos que utiliza, depende
de la experiencia que tengamos de un paisaje. Siempre hay que acudir a la experiencia para conocer
los términos de la ciencia (al menos de las ciencias que se desenvuelven en el nivel fenoménico).

Así pues, hay que empezar por aclarar que lo que queremos saber es qué es la dignidad, porque se
habla de la dignidad de la persona de manera independiente de lo que uno sienta. Por ejemplo, se
habla incluso de la dignidad del embrión porque, se dice, siendo éste persona, y como la persona
tiene dignidad, el embrión tiene dignidad.

La pregunta está en si se puede predicar la dignidad de modo ontológico; ¿tiene la dignidad una
determinada realidad óntica independientemente de cualquier circunstancia?

De cara a hacernos una idea de la complejidad del concepto, podemos decir que tradicionalmente se
ha pasado de una acepción política y estamentaria (y en la que aún la usamos) a una acepción
ontológica.

El sentido estamental de dignidad es el más frecuente (aún es muy usado en los rangos eclesiásticos
y civiles). Una dignidad de carácter estamentario exige un trato correspondiente al rango.
Posiblemente este es el modelo básico del concepto de dignidad. Los pasos de una dignidad
estamental a una dignidad ontológica fueron dados en tiempo de los romanos, cuando el concepto
de dignidad era un nivel de excelencia logrado y reconocido como tal, y que confería el derecho a
ser tratado de un modo determinado. La “dignitas” traducía el elemento de valor que alcanzaba una
persona; el valor no era algo que uno se atribuyera, sino que se le confería, y a un valor conferido
corresponden determinados comportamientos de la persona investida de ese valor y para con la
persona de tal valor.

Una dignidad tiene dos elementos. Primero, la necesidad de que el investido de dignidad la muestre
y actúe de acuerdo a ella. Segundo, una vez reconocido en su dignidad, los otros que le han
atribuido dignidad, la deben reconocer y tratarlo de acuerdo a esa situación.

Tenemos, pues, que la dignidad conlleva seis pasos:

1) consecución de un nivel ontológico, la constitución de un valor en un sujeto


2) reconocimiento de ese valor por los otros
3) otorgamiento de una dignidad basándose en ese valor
4) ese otorgamiento supone un trato acorde al mismo otorgamiento

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5) asunción por parte del sujeto y de los otros de que ese trato es el merecido (se tiene derecho
a él) y corresponde a la dignidad
6) ofensa si y sólo si el trato no se corresponde a lo exigido por la dignidad; la dignidad queda
dañada

Tenemos, pues, en la dignidad varios elementos: reconocimiento, un reconocimiento de algo que es


de un modo especial un ser que es más porque tiene un valor. Ahora bien, lo que entra en
consideración es qué tipo de valor es. Por ejemplo, mi mascota vale más que otros perros, pero ese
valor no le confiere dignidad, por tanto se trata de un tipo específico de valor.

En el lenguaje la dignidad se refiere a las personas, no a las cosas. Se trata de un valor en el ámbito
humano. Reconocimiento de un merecimiento en la perfección humana. El merecimiento que hacía
que la comunidad invistiese al sujeto de un reconocimiento, y que es a lo que se llama dignidad. Por
tanto, la dignidad es el trato exigido o debido por lo que una persona es o ha devenido en el
contexto social.

Por tanto, la dignidad implica un reconocimiento, pero un reconocimiento desde un valor.

Y un reconocimiento de un valor no es otra cosa que la estima. Pero la estima, valorar, pertenece al
grupo de los sentimientos del sujeto para consigo mismo. En la medida en que ese sentimiento pasa
por su reconocimiento social, sólo hay dignidad en un contexto social. Y la ofensa, el no ser tratado
de acuerdo a esa exigencia, implica una herida sentimental de la más alta entidad. Con esto,
pasamos a otro plano: la conexión entre dignidad e identidad.

Pues la dignidad es una cualidad adscrita a la identidad de la persona, a lo que uno cree de sí
mismo, la identidad de cada uno. Primero, es el contenido con el que nos conocemos y que nos
atribuimos a nosotros mismos (contenido cognitivo). Este contenido es muy complejo y de origen
diverso.

El primer elemento de la identidad es seguramente social. Es el grupo familiar el que atribuye al


niño lo que es. Esa primera atribución de identidad se recubre con la identidad propia, con la
autoidentidad. Los ajustes de la identidad social y la autoidentidad no son automáticos, sino, más
bien, conflictivos, porque se da en la afirmación de la autonomía del niño.

Segundo, la identidad que es un contenido cognitivo de la conciencia cognoscente, no es sólo algo


conocido, sino también un elemento afectivo. El mundo afectivo ha sido un tanto postergado en la
filosofía. Sólo Espinosa y Kant han llegado a prever su importancia. Kant puso la facultad afectiva
como raíz de todo el edificio mental, y la raíz del afecto es el tiempo, que es afectado por cualquier
fenómeno. Pues bien, la identidad, tanto la social como la autoidentidad, que están integradas por
un afecto positivo, es la raíz misma del afecto. Así, la afirmación de la identidad de cada uno es
fundamentalmente afectiva, llena de sentimiento de estima para con uno mismo.

Tercero, el contenido de la identidad, tanto la social como la autoidentidad, no es sólo cognitivo y


afectivo, sino también práctico. La identidad conlleva unas acciones en relación con el mundo y con

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los otros. Cuando hablamos de la identidad como el contenido de quién soy no aludimos sólo a un
contenido cognitivo, sino a algo más complejo. Pues es una urdimbre cognitiva, afectiva y practica.
Es más, si algo podemos señalar respecto a la identidad es su carácter práctico, sin olvidar que este
carácter práctico está sostenido por el afecto, que es autoafecto o autoestima.

Ahora bien, la práctica es de cara al futuro, siempre se está en el proyecto de vida. Pero lo
importante es tener en cuenta que la identidad es una conciencia respecto a lo que se es. Y a partir
de un momento vital fácticamente determinado, de lo que se ha sido y de lo que se va a ser.

Pero lo que se va a ser es la proyección de lo que se quiere. Así, la autoidentidad que nos define se
constituye desde el proyecto que se quiere ejecutar. La autoidentidad es así práctica y vertida al
futuro, aunque no se debe olvidar que incluye en sí el pasado, y todo ello en urdimbre afectiva de
autoestima.

Es necesario hacer una reflexión para continuar.

Todo esto que hemos analizado se refiere a la vida vivida conscientemente. La vida biológica que se
juega en mis células, sólo incide en la vida biográfica a través de la vida psicológica en la que se
recogen los puntos afectivos del cuerpo. Esta consideración es importante para señalar el único
plano en el que se puede enraizar la dignidad, porque siendo ésta un sentimiento, no cabe más que
en el plano de la vida consciente.

La fenomenología utiliza dos momentos metodológicos ineludibles para recuperar el nivel del
análisis conceptual. Por un lado, la deconstrucción del concepto que queremos analizar, liberándolo
de las interpretaciones que no llevan tras de sí una experiencia directa. Es el momento llamado
epojé. Hay que hacer epojé de todas las interpretaciones de un concepto que pueden mostrar un
déficit de legitimidad. Por otro lado, la reconducción del concepto, al lugar donde pueda ser
explorada o mostrada la experiencia directa que le subyace, requiere suspender el uso del concepto
en ese momento.

Ahora ya podemos decir que el análisis de la dignidad exige hacer una epojé de cualquier uso que le
implique en contextos que no sean del ámbito de lo vivido. Y los análisis anteriores son en realidad
análisis reflexivos sobre lo que implica la dignidad.

Por eso lo importante fenomenológicamente es reconducir la experiencia implicada en la dignidad


al plano en que nace. Este es el de la identidad de cada uno que se estima a sí mismo, y, por tanto
exige a los demás el trato correspondiente a esa estima o valor que cada uno se da. Es cierto que
sólo hay dignidad cuando esa estima es asumida por los demás, porque el valor no sólo es propio, lo
que uno cree, sino que tiene que ser reconocido y atribuido por los demás.

Estamos, por tanto, en el lugar en que debemos explorar el carácter de la dignidad, enraizada en la
experiencia compartida de un valor dada la estructura de la vida humana consciente. Hay un núcleo
de estima que se caracteriza por el hecho de que los valores no son arbitrarios. Se dice que todo es
relativo, que el ámbito de los valores es subjetivo.

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Y es cierto, pero la subjetividad no implica subjetivismo ni la relatividad relativismo. Pues si estimo
algo de mí, algo propio, con ello no estoy diciendo que mi apreciación sea arbitraria sino que pongo
mi valor como valor que vale. Y yo no hago sino reconocerlo, y no me es indiferente que los demás
lo reconozcan o no.

Mi apreciación sólo tiene sentido en la exigencia del reconocimiento de los demás. Esta es la
medida del valor de mi valor.

Así, en el contenido de la identidad, y considerada desde su rasgo axiológico, hay elementos que
trascienden hacia los otros y que yo se lo exijo. Exigirlo a los demás es la consecuencia de la
constitución axiológica de la identidad. Lo que se les exige es que reconozcan ese núcleo axiológico
y que se comporten respecto a mí en consecuencia con ese reconocimiento.

Ahora damos un paso más, porque ese valor enraizado en la identidad está vinculado, en nuestra
tradición, al hecho de ser persona. Y cabe una pregunta, ¿es la dignidad de la persona porque la
persona es algo ontológico?

Sencillamente, la autoexperiencia del yo es lo que constituye la persona. Por tanto, la dignidad es


algo que fluye desde esa fuente de valor, y como tal eso es lo que llamamos persona.

Pues bien, como esta estructura es propia de todo ser humano, en este sentido conlleva una
dignidad, es decir, un valor reconocido socialmente, que se materializa en las exigencias con que la
historia ha ido enriqueciendo el concepto de persona y su dignidad.

Vamos a analizar, pues, el concepto de persona para tratar de conectar autoidentidad, persona y
dignidad.

Persona: con el concepto de persona tenemos los mismos problemas de análisis que con la dignidad.
¿es la persona un concepto ontológico o es una realidad vivida?

Tesis de la fenomenología a este respecto: la fenomenología empieza siempre en el análisis


reflexivo de la vida propia, ahí es donde aparecen los rasgos más sobresalientes de la persona: la
intimidad epistémica, que designa la característica de ser cada uno y sólo cada uno testigo propio,
sólo cada uno de nosotros es testigo radical de su vida, cada uno de la suya; la autoría de nuestra
vida, sobre nuestra vida tenemos una vista y una capacidad configuradora, de manera que tomamos
decisiones que le afectan. Toda decisión le afecta, así, somos punto de partida del conocer y del
hacer, siendo éste resultado del valorar.

Cada toma de partido por un contenido cognitivo, axiológico o práctico, pertenece a mi acervo
histórico, dando contenido íntimo a mi identidad. Este rasgo de ser yo el punto de partida en el
conocimiento, en la valoración y en la acción es lo que define la persona.

La persona, enriquecida por su propia historia de cogniciones, valoraciones y decisiones es lo que


llamamos personalidad, que está dotada de un carácter, porque esas características dan a la
personalidad unos rasgos de comportamiento relativamente estables y, por tanto, previsibles.

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En la tradición moderna (al menos desde Kant), este rasgo de la persona, de ser punto de partida de
la toma de decisiones y por tanto, de configurar la vida, es lo que la hace digna, lo que le da
dignidad.

La palabra dignidad está vinculada a valor. Un valor que no es intercambiable en precio.

La persona conlleva la exigencia por parte de los otros de un reconocimiento que conlleva unos
comportamientos acordes con ese reconocimiento. Esto es la dignidad, que parte del hecho de que
cada uno de nosotros somos punto de partida de cogniciones, valoraciones y decisiones, es decir,
somos personas.

Esta realidad ontológica, que sólo se da en los seres racionales porque exige una conciencia
reflexiva lleva la exigencia del reconocimiento mutuo de lo mismo en unos y en otros. No es un
problema fácil de resolver la cuestión fenomenológica de este reconocimiento.

El reconocimiento del rasgo personal en los otros no es un reconocimiento automático sino un logro
histórico. Primero, en la maduración de los individuos; luego, en la formación cultural de los
pueblos y que ha ido siendo formulado de distintas maneras. El tomar conciencia, bien de modo
individual, bien de modo colectivo, de que el otro (primero, el otro cercano, después, el otro
generalizado) es autónomo, es persona, dueño de su vida no es un logro instantáneo: es la historia
misma de la humanidad la que está implicada en ese reconocimiento.

Porque ser persona es exactamente esa autonomía, el ser dueño de cada uno él mismo, pero esto
conlleva el reconocimiento de esa autonomía, que no es otra cosa el origen de la dignidad, el
reconocimiento mutuo de la autonomía. Luego, en el proceso histórico se irá enriqueciendo el
reconocimiento, y de manera irreversible en los derechos humanos, que le advienen al ser humano
por el hecho del reconocimiento de su autonomía.

Ese reconocimiento ha ido creciendo de modo continuo. Desde el reconocimiento de los mínimos
vitales para mantener la vida hasta otros muchos elementos necesarios para que uno pueda hacer su
vida.

Con esto pasamos a otro problema subyacente, un problema que pone en juego el concepto de
dignidad.

La persona humana tiene dignidad. Como la persona es un dato ontológico, siempre que se dé esa
persona, se dará su dignidad. Esta cuestión arranca desde lo romanos: cuando la persona, el
ciudadano romano, se hace sujeto de derechos. En este contexto se da la discusión de si un aún no
nacido, un nasciturus, es sujeto de derechos, es decir, (en nuestra terminología) si es persona o no.

La discusión y decisión del Derecho Romano a favor del nasciturus es la que lleva a la discusión de
la dignidad en una dirección que llega hasta nuestros días. La discusión se ha acentuado al descubrir
las posibles ventajas terapéuticas de las llamadas “células madre” del embrión humano. Según
estimemos que toda célula o conjunto de células que, anidada o no en un útero, lleva
potencialmente a una persona, defenderemos una postura u otra.
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En este contexto se da la reactivación de la discusión sobre la dignidad, porque, si el acervo
genético de la persona (disponer de ADN), es la persona, deberemos asignarle los atributos tales
como la dignidad. Y si no es persona, podríamos hablar de la posible utilización del embrión en
esas investigaciones.

¿Qué se puede decir desde la fenomenología?

Desde los análisis expuestos no se puede deducir que el acervo genético de la especie humana
“tenga dignidad” directa si ésta es un reconocimiento mutuo de la autonomía. En los embriones no
anidados no se da ni siquiera una teleología hacia la persona, y por eso la decisión sobre el rango
ontológico del acervo genético depende de criterios no filosóficos. Por otro lado la teleología de lo
humano nos obliga a trasferir la dignidad a todo lo que sea, pueda ser o haya sido persona.
Precisamente esta teleología de lo humano es lo que no se da en los embriones no anidados.

LA PROBLEMÁTICA DE LA ALIENACIÓN EN LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

Antropología filosófica y alienación

La tarea crítica es una tarea ineludible en la antropología filosófica. La crítica antropológica debe
descender a la crítica social para detectar en la sociedad la imagen del ser humano que la anima y
que la reproducirá en los individuos.

La posible pérdida del camino hacia una realización o apropiación de la esencia del ser humano ha
sido tematizada en la historia de la filosofía bajo el tema de la alienación humana.

Hablar de alienación significa: proponer una meta, una idea, esencia o autoidentidad humana. Y
entender la alienación como una pérdida o un apartarse de esa posibilidad humana.

Este tema es ya clásico en la filosofía desde Hegel e implícitamente, desde Rousseau, para quien la
alienación se hace presente en el mal.

Alienación humana y estructura del mal son los dos temas básicos de la crítica antropológica.

Los diversos conceptos de alienación

Es necesario delimitar los diversos conceptos de alienación para seleccionar el más relevante desde
una perspectiva antropológica.

Ya en el siglo XXI, heredero del XX, es necesario rechazar los modos idealistas de comprender la
alienación bien como exteriorización, al estilo de Hegel, quien pensaba que el ser humano, al
exteriorizarse, por ejemplo en productos culturales, se alienaba; o como inautenticidad del hombre
que vive en el olvido de su esencia auténtica, en el olvido de su ser para la muerte, que sería la tesis

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de Heidegger; o como la inautenticidad humana de vivir en los usos, perdido en la inautenticidad de
lo social, que para Ortega sería algo inhumano.

La imagen del ser humano que se desprende de estas tres consideraciones es errónea en la medida
en que no atiende a la ontogénesis del ser humano. Pues si pensamos la génesis de la conciencia y
del yo desde la identidad social, difícilmente podemos pensar como una pérdida de sí mismo
aquello que es condición del sí mismo. Del mismo modo, si la estructura de la conciencia implica su
referencia a un trasfondo no proposicional de hábitos, el intercambio social “mecánico” tampoco
puede ser considerado como una pérdida de humanidad. Del mismo modo que la intencionalidad
directa o la advertencia de algo (y que es la primera presencia del ser humano) tampoco puede ser
conceptuada como una pérdida de la esencia humana.

La noción de alienación ha de ser concebida desde bases distintas, que tengan en cuenta en todo
momento la ontogenia y la historia humana.

La alienación como cosificación: formas de cosificación

¿qué es entonces la alienación? El concepto más claro para entender la alienación es el concepto de
cosificación.

Ya hemos considerado la diferencia entre el ser humano y otros seres. La necesidad de superar un
naturalismo que hace al humano un ser que pudiera ser pensado en una continuidad con la
naturaleza, pero con una naturaleza desprovista de atributos humanos. La alienación humana es
fundamentalmente cosificación. Aquella concepción del hombre que se esfuerza en verlo como
cosa, como producto natural determinado.

La cosificación no es ni exteriorización ni objetivación.

El ser humano no se cosifica al objetivarse mediante el trabajo o al producir cosas culturales. Esto
es lo contrario: humanizar el mundo. No nos cosificamos al humanizar la naturaleza, sino al revés.
Nos cosificamos cuando nos vemos a nosotros mismos como mera naturaleza.

La utilización del concepto de cosificación exige dos preguntas más. Una, respecto a las dos facetas
fundamentales de la alienación, la social y la psíquica, para explicar la conexión entre ambas. Otra,
sobre la génesis de la alienación cosificadora.

En efecto, la cosificación de la conciencia, de la persona puede ser: de carácter individual, el


perderse el ser humano en lo que llamamos alienación psíquica o locura, en la que desaparece el ser
humano como tal, desaparece el carácter personal humano, quedando sólo el “respeto social” hacia
lo que ha sido y puede volver a ser un humano; o de carácter social, al estar el ser humano
cosificado en la sociedad, que puede funcionar al margen de unos seres humanos que no incorporan
las posibilidades humanas inherentes a un nivel de desarrollo, y ello porque la estructura social

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puede tener como sustancia la cosificación de las relaciones humanas al estar instaurada sobre una
instrumentalización de la mayoría.

La génesis de la alienación y la estructura del mal

Ahora hay que referirse al origen del mal que representa la situación alienante que niega la esencia
humana a los seres humanos bien sea la esencia constitutiva, al orientarlos en una dirección de
escisión interna que podría terminar provocando alienación psíquica, bien sea al negarles la esencia
genérica realizada en es momento de la historia.

¿Está el origen del mal en la “debilidad constitucional” del ser humano? ¿o está fundamentalmente
en la sociedad? ¿basta reformar la sociedad para superar la alienación? ¿o es necesario reformar
también a los individuos?

Ricoeur piensa que si existe el mal, es porque la posibilidad del mal está grabada en la constitución
más íntima de la realidad humana. Ahora bien, ¿es esta posibilidad original porque somos malos por
naturaleza o es derivada porque es la historia quien ha generado la escisión entre individuo y
sociedad?

Lo razonable sería decir que el ser humano tiene tendencia al mal y al bien. Sólo que es más fácil
que se consolide el mal que el bien, porque el mal, si es letal, es irreversible, mientras que el bien
parece tener una existencia más frágil. Además, si el mal se consolida social y culturalmente, su
poder de destrucción es atroz.

No deja de ser irónico que la sociedad que con más ahínco defiende la vida y la dignidad humana
sea ella misma incapaz de plantearse con un mínimo rigor la existencia de ese mal estructural.

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