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Diplomado en Bioética: MODULO 1

EL COMIENZO DEL SER HUMANO

Por Jéromê Lejeune.

El profesor Lejeune, catedrático de Genética Fundamental en la Universidad de la Sorbona, está


considerado como el fundador de la citogenética clínica: ha sido el primer científico en verificar
que el síndrome de Down, el mongolismo, es resultado de una alteración en el cariotipo humano:
presencia por triplicado de un elemento 21. Firme defensor de la vida humana y de la dignidad de
la profesión médica es fundador y actual presidente de la sociedad Laissez les vivre.
Este estudio constituye una comunicación del autor a la Academia de Ciencias Morales y Políticas
de Francia, de la que es miembro. Su exposición sobre el inicio y primer desarrollo de la vida
humana es excelente; y conduce a una conclusión sugestiva: la de que el hombre nunca está
terminado.

La transmisión de la vida es muy paradójica. Sabemos con certeza que el lazo


que une padres e hijos es siempre material, puesto que es del encuentro de dos
células, el óvulo de la madre y el espermatozoide del padre, de donde saldrá el
nuevo ser. Pero también sabemos con la misma certeza que ninguna molécula,
ningún átomo constitutivo de la célula original tiene la menor oportunidad de ser
transmitida tal cual a la generación siguiente. Evidentemente lo que se transmite
no es la materia, sino una modificación de ésta o más exactamente una forma.
Sin necesidad de evocar el complejo mecanismo de las macromoléculas
portadoras del código de la herencia, esta paradoja aparente se borra si
señalamos lo que es común a todos los procedimientos de reproducción,
naturales o artificiales.
Una estatua, por ejemplo, requiere un sustrato material, de bronce, mármol o
arcilla. En el momento de su producción es verdad que existe una contigüidad
material entre la estatua y el molde, y luego entre el molde y la reproducción.
Pero lo que se ha reproducido no es ciertamente la materia, que puede variar a
voluntad del fundidor, sino exactamente la forma impresa en la materia por el
genio del escultor.
Ciertamente la reproducción de seres vivos es infinitamente más delicada que la
de una forma inanimada, pero procede del mismo modo, como se verá con un
ejemplo familiar. Sobre la cinta de un magnetofón es posible inscribir, por
minúsculas modificaciones locales magnéticas una serie de señales que
correspondan, por ejemplo, a la ejecución de una sinfonía. Tal cinta, instalada en
un aparato en marcha, reproducirá la sinfonía, aunque ni el magnetofón, ni la
cinta contengan instrumentos o partituras.
Algo así ocurre con la vida. La banda de registro es increíblemente tenue, pues
está representada por la molécula de D.N.A. cuya miniaturización confunde al
entendimiento. Para dar una idea, diremos que si se reuniese el conjunto de
moléculas de D.N.A. que especificaran todas y cada una de las cualidades de los
tres mil millones de hombres que nos reemplazarán en el planeta, esa cantidad
de material cabría cómodamente en la mitad de un dedal de coser.
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Este avance de los conocimientos permite pensar que algunos de los cambios
que separan las dos especies, no responden en absoluto a la divergencia paso a
paso postulada por la ingeniosa simplificación neo-darwinista. Parece incluso que
algunos «hallazgos» evolutivos no resultan de una modificación progresiva de las
instrucciones -como las variantes de un manuscrito con el correr de los años y en
la medida de los errores sucesivos de los copistas-, sino como una puesta en
orden de instrucciones muy antiguas, a las que una nueva sintaxis viniera a
conferir una significación muy distinta. Como si del jardín de las raíces griegas
artificiosamente ordenadas, un poeta inspirado hiciera surgir un día los cantos de
la Odisea.
El hecho de que el chino y el patagón, el lapón y el bosquimano, todos los
hombres tengan los mismos cromosomas idénticos, nos demuestra que
descienden todos de los mismos antepasados. Resulta que las razas humanas no
son más que variaciones de un tema común, asociaciones de límites inciertos, y
que la antigua idea de que los hombres son hermanos no es simplemente un
sentimiento poético o una esperanza de moralista sino una realidad observable.

1.1. La unidad original del individuo


Sin discutir demasiado sobre el origen de la especie humana en general, lo que
nos llevaría demasiado lejos de nuestro propósito, el estudio de los cromosomas
nos permite analizar el comienzo de cada ser humano. En cuanto pronunciamos
esas dos palabras «ser humano» se perfila una noción conexa, la de que el
individuo es uno y único. Uno porque es enteramente él mismo en todas sus partes
y único porque no puede ser reemplazado por ningún otro que le sea idéntico.
Aunque la ciencia no puede decirnos por qué señales se reconoce la
emergencia del individuo, puede enseñarnos en qué estadio de desarrollo la
individualidad podría ser todavía discutida. Un hecho muy raro, sacado de la
patología puede permitirnos estudiarlo.
Muy excepcionalmente ocurre que algunos sujetos son portadores al mismo
tiempo de células masculinas (reconocibles por sus cromosomas XY) y células
femeninas (reconocibles por sus dos cromosomas X); estos sujetos se encuentran
provistos por ello simultáneamente de los atributos masculinos de Hermes y de los
femeninos de Afrodita; de ahí el nombre de hermafroditismo.
La célula primordial es comparable al magnetofón cargado con su cinta
magnética. Tan pronto el mecanismo se pone en marcha, la obra humana es
vivida estrictamente conforme a su propio programa y si nuestro organismo es
precisamente un volumen de materia animada por una naturaleza humana, esto
se debe a esta información primitiva y sólo a ella. El hecho de que el organismo
humano haya de desarrollarse durante sus nueve primeros meses en el seno de la
madre no modifica en nada esta constatación, como lo muestran claramente los
experimentos realizados con huevos de gallina.
De acuerdo con el más estricto análisis determinista el comienzo del ser se
remonta exactamente a la fecundación y toda la existencia, desde las primeras
divisiones a la extrema vejez, no es más que la ampliación del tema primitivo.

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1.2. La fraternidad humana


Que esta reducción del ser humano a su propia naturaleza sea intuitivamente
satisfactoria depende exclusivamente de la confianza que se otorgue al
conocimiento de los fenómenos. Ciertamente el teórico de la biología molecular
puede parecer demasiado abstracto cuando define el ser por un verdadero
logos que anima la materia, pero no me parece que esto sea pretencioso por su
parte.
Cuando un profano oye por primera vez una composición musical debe escuchar
toda la obra a fin de conocerla. Pero el melómano reconoce a Mozart en el
primer movimiento y puede citar la obra en el segundo o tercero. Así ocurre con
la sinfonía humana, que el especialista reconoce en sus primeros acordes aunque
sean precisos muchos movimientos diversos para que su forma completa sea
evidente para todos.
Que existe una naturaleza humana es fácilmente observable, aunque no
sepamos descifrar la inmensa suma de información contenida en las moléculas
de D.N.A. Efectivamente, esos filamentos infinitos se encuentran cuidadosamente
acumulados en estructuras bien visibles con un microscopio ordinario, los
cromosomas. Un poco al modo de cintas magnéticas cuidadosamente
enrolladas en un minicassette.
Hace veinte años nadie habría sabido distinguir una célula humana de la célula
de un chimpancé. Hace diez años el simple recuerdo de los cromosomas hubiera
dado la respuesta: 46 en el hombre, 48 en el chimpancé. Habiendo aumentado
prodigiosamente en los últimos meses la finura del análisis, es posible reconocer un
aire de familia entre estas dos especies y descubrir al mismo tiempo diferencias
marcadas.

Podría creerse que dos óvulos fecundados, uno destinado a ser niño y el otro
destinado a ser niña se han unido estrechamente. Puesto que imitar los falsos
pasos de la naturaleza está mucho más a nuestro alcance que igualar sus éxitos,
la habilidad de los manipulados ha permitido reproducir este error en el animal,
más concretamente en los ratones, para observarlo más de cerca.
Reuniendo células tomadas de embriones extremadamente jóvenes,
procedentes de diversos cruzamientos, es posible obtener el desarrollo de
individuos compuestos. La elección de procreadores de pelea diferente permite
reconocer el origen múltiple de esas verdaderas quimeras gracias a los dameros
pigmentarios que llevan en su piel.
Tales quimeras artificiales no son de temer en el hombre mientras que prevalezcan
las tradicionales maneras de perpetuarse, pero nos enseñan que esta infracción a
la regla del individuo no puede darse más que en un estado extremadamente
precoz. Volviendo a los hermafroditas todo conduce a creer que resultan de una
fecundación simultánea de dos células femeninas recíprocas (el óvulo y su
glóbulo polar que sería aquí desmesuradamente voluminoso) y que finalmente
esta excepción natural es casi contemporánea de la fecundación.

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Al lado de esta preciosa enseñanza cronológica sobre la unidad del individuo,


estas quimeras nos ofrecen un ejemplo sorprendente de integración armoniosa
de dos razas celulares. ¿Sería totalmente quimérico esperar que esta coexistencia
fructífera y pacífica entre líneas que difieren por sus tablas de la ley de la vida
pueda servir de modelo a las naciones y a las sociedades?
Junto a esta constitución que parece infringir la unidad del individuo reuniendo
dos naturalezas en una sola persona, se conoce también su recíproca, que viola
la regla según la cual cada uno de nosotros es único, separando una misma
naturaleza en varias personas. Gemelos idénticos, surgidos de un único óvulo
fecundado poseen exactamente el mismo patrimonio genético y es evidente, sin
embargo, que cada uno de ellos es un individuo aislado. Aquí la experimentación
apenas ayuda, al menos en los mamíferos, y no tenemos más remedio que sacar
de nuestros conocimientos embriológicos una simple inferencia razonable.
Es prácticamente cierto que tras la implantación uterina, que se produce unos 6 ó
7 días después de la fecundación, la separación de un solo óvulo en dos
individuos distintos es prácticamente imposible. En todo caso, puesto que la
división completa resulta imposible apenas se apunta el sistema nervioso primitivo,
su límite absoluto puede establecerse a los doce o trece días de la fecundación.
En la medida que podemos conjeturar, parece que el mecanismo de separación
de dos gemelos idénticos a partir de un óvulo común es extremadamente precoz
y probablemente contemporáneo de la primera división en dos células, es decir,
en el momento de la puesta en común de los cromosomas de origen paterno y
de origen materno. no.
Estas observaciones sobre el individuo uno y único confirman plenamente la
noción, que el teórico de la biología molecular nos propone, de que la
individualidad del ser humano surge extremadamente pronto, es decir, en su
primer comienzo. Estas nociones puramente teóricas pueden en ocasiones ser
comprobadas en ciertas condiciones extremas como nos lo mostrará el caso
particular siguiente.
Un accidente absolutamente singular del que no se conocen más que unos
pocos ejemplos se da a veces en la constitución de los gemelos. A partir de un
óvulo fecundado XY, es decir masculino, puede suceder que al dividirse en dos,
uno de los gemelos, reciba un patrimonio equitativo y persista en su destino de
varón, mientras que el segundo no reciba el cromosoma Y, perdido en la
separación. Este gemelo imperfecto que posee un solo cromosoma X en lugar de
dos (pero que tiene por otra parte los otros cromosomas no sexuales) no puede
desarrollarse hasta ser una mujer completa. Dos X son efectivamente
indispensables para el completo desarrollo de la feminidad.
Sin embargo estos individuos portadores de un solo X tienen una constitución
femenina, pero no poseen ovarios y de ahí la esterilidad y la ausencia de
desarrollo de los caracteres sexuales secundarios. Una jovencita con esta
anomalía se quejaba de una molestia extraña: tenía la sensación de ver a su
hermano cuando se miraba en el espejo. En lugar de ser una anomalía mental,
esta impresión era una intuición extraordinaria, bien femenina por otra parte, que
le permitía sentir profundamente la realidad de una condición genética que

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ignoraba totalmente. Con excepción del cromosoma Y era, en efecto, muy


precisamente, un fragmento de su hermano, del que había salido.
Verdaderamente esta posibilidad de sacar una mujer imperfecta de un
fragmento de un varón aún sumergido en el sueño embrionario, evoca una
historia muy antigua que los teóricos harían mal en rechazar como un cuento
inventado; la naturaleza presenta a veces analogías sorprendentes.
Pero, volviendo atrás, esta primera célula que se divide activamente, este primer
conjunto en incesante organización, esta pequeña mórula que va a alojarse a la
pared uterina, ¿es ya un ser humano distinto de su madre? No solamente su
individualidad genética está perfectamente establecida, como hemos visto ya,
sino que -cosa casi increíble- el minúsculo embrión al sexto o séptimo día de su
vida, con nada más que un milímetro y medio de longitud es ya capaz de presidir
su propio destino. Es él y sólo él quien por un mensaje químico estimula el
funcionamiento del cuerpo amarillo del ovario y suspende el ciclo menstrual de la
madre. Obliga así a su madre a mantenerle su protección; ya hace de ella lo que
quiere y Dios sabe que no dejará de hacerlo en el futuro.
A los quince días de retraso de la regla, es decir a la edad real de un mes puesto
que la fecundación no puede tener lugar sino el decimoquinto día del ciclo, el ser
humano mide cuatro milímetros y medio. Su corazón minúsculo late ya desde
hace una semana. Sus brazos, sus piernas, su cabeza, su cerebro están
esbozados.
A los sesenta días, es decir, a los dos meses de edad, o un mes y medio tras el
retraso de la regla, mide alrededor de tres centímetros de la cabeza a las
posaderas. Cabría, plegado, en una cáscara de nuez. Dentro de una mano
cerrada sería invisible y ese puño cerrado lo aplastaría por inadvertencia sin darse
cuenta de ello. Pero abrid la mano y vedlo casi acabado: manos, pies, cabeza,
órganos, cerebro. Todo está en su sitio y sólo tiene que desarrollarse. Miradlo más
de cerca: se podría leer incluso en la palma de su mano y echarle la
buenaventura. Contempladlo más cerca aún; con un microscopio ordinario, y
distinguiréis sus huellas digitales. Está todo lo necesario para hacer su carnet de
identidad. El sexo parece aún mal definido, pero fijémonos de cerca en la
glándula genital: ha evolucionado ya como un testículo si es un muchacho o
como un ovario si es una niña.
El increíble Pulgarcito, el hombre más pequeño que el dedo pulgar, existe
realmente: no el de la leyenda, sino el que cada uno de nosotros hemos sido.
Pero, ¿funciona ya el sistema nervioso a los dos meses? Desde luego: si se le roza
el labio superior con un cabello mueve los brazos, el cuerpo y la cabeza en un
movimiento de huida. A los tres meses cuando un cabello toca su labio superior
vuelve la cabeza, bizquea, frunce las cejas, cierra los puños, aprieta los labios,
después sonríe, abre la boca y se consuela tomando un trago de líquido
amniótico. A veces nada vigorosamente abraza en su globo amniótico y da la
vuelta en un segundo.
A los cuatro meses se agita tan vivamente que su madre nota los movimientos.
Gracias a la casi falta de peso de su cápsula de astronauta da numerosas
volteretas, hazaña que le costará años volver a realizar al aire libre.

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A los cinco meses agarra firmemente el bastoncillo que se pone en su mano y


comienza a chuparse el dedo esperando su liberación. Es verdad que la mayor
parte de los niños no nacen hasta los nueve meses. Pero el más precoz de ellos,
que se haya desarrollado luego perfectamente, no tenía más que cinco meses
de edad real en el momento de abandonar el abrigo materno.
La ciencia nos descubre cada día un poco más las maravillas de la existencia
escondida, este mundo hormigueante de vida de los hombres minúsculos, más
maravillosa aún que el de los cuentos de hadas. Porque los cuentos fueron
inventados sobre esa historia verdadera, y si las aventuras de Pulgarcito han
encantado siempre a los niños es porque todos los niños, todos los adultos en que
se han convertido, fueron un día Pulgarcito en el seno de su madre. Así se hacía la
educación sexual antiguamente.
Queda la cualidad más específicamente humana, la que nos separa de todos los
animales: la inteligencia. ¿Cuándo aparece? ¿A los seis días, a los seis meses, a los
seis años o más tarde? Responder con una sola palabra no tendría ningún
sentido, pero delimitar las etapas del substratum de la inteligencia es accesible a
la observación.
El cerebro en formación está en su sitio a los dos meses. Pero serán precisos nueve
meses para que sus cerca de cien mil millones de células estén todas constituidas.
El cerebro, ¿está entonces acabado cuando el niño nace? No. Las innumerables
conexiones que enlazan las células con millares de contactos entre cada una de
ellas no estarán establecidas todas hasta los seis o siete años. Lo que corresponde
a la edad de la razón. Y este inextricable conjunto de circuitos no podrá
desarrollar su pleno poder más que cuando su mecanismo químico y eléctrico
esté suficientemente rodado o sea hacia los quince o dieciséis años, edad de la
plenitud de la inteligencia abstracta.
Y esto es tan cierto que, a partir de esta edad, los psicómetras comienzan a
otorgar puntos a los candidatos para compensar el debilitamiento que entraña el
inevitable envejecimiento que, según ellos, comienza a los veinte años.
Pero, ¿qué decir de las inexpresables modificaciones que debe efectuar cada
día el ejercicio mismo del pensamiento? ¿Cuántas ínfimas podas, rectificaciones
minúsculas, químicas o anatómicas, de esta inmensa red pensante se precisan
para definir este carácter, esta experiencia, premio de consolación, a veces
beneficioso que nos proporciona el tiempo pasado?
¿Cuánto tiempo para hacer un hombre? Napoleón decía que eran necesarios
veinte años. Toda una vida, diría un filósofo..., y después la eternidad, añade el
creyente, coincidiendo así casi con el instante del biólogo. Por el camino largo de
la paciente observación, el médico redescubre una verdad evidente que el
lenguaje común ha reconocido siempre. El hombre no está terminado jamás.
¿Terminado el Pulgarcito que llega a ser un bebé? ¿Terminado el escolar que
llega a ser adulto? Y el mismo adulto, ¿estará concluido mientras persista en él el
devenir que le es propio? Decir que un hombre está acabado, ¿no es la más
grave condena? Y si recibe el golpe de gracia, ¿no se afirma que se le ha
rematado?

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Juzgar sobre lo realizado y sobre las pruebas practicadas no puede dejar de


conducir a la sanción: recompensa o represalia, como lo requiere la justicia. Pero,
¿quién puede demandar a la inocencia misma? Porque si un feto es juzgado
sobre el futuro, es el hombre quien está ya ahí, despertándose.
En el coma profundo o bajo anestesia general el accidentado no piensa. Está
inerte, insensible y sin entendimiento. ¿Por qué, en esta ausencia de toda
actividad mental continuamos considerando sagrada su vida? Porque esperamos
que despierte. Pretender que el sueño de la existencia oscura no es el sueño de
un hombre es un error de método. Porque si todos los razonamientos no lograran
conmover, si se considerará insuficiente toda la biología moderna, si se
rechazaran incluso átomos y moléculas, si todo eso no pudiera convencerles, un
solo hecho lo conseguiría. Esperen un tiempo, aquel que se considera una mórula
informe nos dirá algún día que era y llega a ser, como nosotros, un hombre. Y la
experiencia lo prueba. No ocurriría nada igual si nosotros hubiéramos predicho tal
acontecimiento a propósito de un tumor o incluso de un chimpancé.
1.3.
Una lenta maduración
¿Qué es, entonces, este pensamiento lógico del que estamos tan orgullosos y que
nos llega tan tarde? ¿Es sólo un movimiento de la materia? ¿Puede estar
encarnado hasta el punto de reconocerse, aunque inexpresable en la sustancia
primaria de la primera célula? ¿Se encontraría entonces, según la afortunada
fórmula de los matemáticos, reducido a su más simple expresión?
Las nociones más elementales de la matemática, esas ideas cuyo descubrimiento
Platón confiaba al sabio, esos universales siempre incomprensibles y sin embargo
evidentes, ¿estarían también codificados en el mensaje de la vida? Todo el saber
humano, ¿no sería más que reconocimiento? Podría darse muy bien, al menos en
cierto sentido. La experiencia nos enseña que el gato recién nacido posee,
inscrita en su cerebro, la ecuación de la línea recta. Si el conjunto de puntos que
se proyecta sobre su retina están perfectamente alineados, algunas de sus células
cerebrales se encuentran excitadas, y solamente éstas, con exclusión de las
demás. Ocurre como si en la existencia oscura un circuito específico hubiera
quedado ingeniosamente ajustado, capaz de descubrir de inmediato y
automáticamente la rectitud de una línea.
Cuando Pascal renunciaba a definir los primeros objetos de la Geometría porque
las explicaciones que se pudieran dar al respecto no harían más que oscurecer
estas nociones evidentes, ¿presentía ya que por decisión de la naturaleza las
líneas rectas ideales estaban ya topológicamente inscritas en esta admirable red?
¿Y qué hubiera pensado Euclides si hubiera sabido que las tres dimensiones que
cierran su espacio se encuentran materializadas en los canales semicirculares del
órgano del equilibrio? ¿Serían los postulados de evidencia descubrimiento de
ciertos hallazgos de la vida?
Y si el experimentador descubre que las más elementales nociones de la
Geometría están genéticamente impresas en el cerebro de un hábil acróbata,
aunque torpe matemático -me refiero al gato callejero-, ¿qué no podrá descubrir
escudriñando con mayor profundidad su propio cerebro?

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Si todo puede ser dicho en la más simple expresión, si el mensaje de vida formula
a todo el hombre, ¿por qué necesita esperar esta lenta maduración? ¿Por qué
tantas mutaciones y crecimientos diversos antes de que el incomprensible poder
del pensamiento lógico pueda al fin manifestarse? Quizás, simplemente, a causa
del espacio y el tiempo sin los que no existe nada que nos sea accesible. Una
completa naturaleza de hombre no es suficiente a sí misma, es necesario todavía
que se le reconozca el derecho de expresarse, que es, para ella, el de vivir.
Ante esta aparente simplicidad y esta desconcertante complejidad del desarrollo
del hombre, el médico no puede evitar su inquietud y su admiración.
Inquietud porque sabe que los hombres no nacen iguales. Y aun sin invocar los
riesgos del infortunio o los rigores de la injusticia, sabe que el camino de la vida es
largo y siempre temible. Muy al contrario de las hadas inclinadas sobre la cuna,
que descubren la felicidad, el médico, desafortunadamente, no puede sino
predecir la mala fortuna; la buena se le escapa por completo. Puede incluso
escudriñar los caracteres del niño, todavía en el vientre de su madre, y leer en sus
cromosomas o en sus reacciones químicas un destino desgraciado. Algunos
estarán marcados ya desde su primera existencia y su misma constitución estará
quebrantada, otros serán lesionados más tarde en su propia génesis y quedarán
señalados por una terrible impronta. Incluso los más afortunados, los que se dicen
normales, serán tarde o temprano afligidos por inevitables deficiencias.
Ante este inmenso espectáculo de las condiciones humanas, le queda a la
medicina una sola actitud, que establece a la vez su nobleza y razón de ser:
intentar sin reticencia y sin abandonos, restablecer sin tregua esta imposible
igualdad, devolviendo a cada uno, si es posible, lo que el destino le ha sustraído o
negado.
Y también admiración. Porque al descubrir el mensaje de vida que plasma la
materia en una naturaleza humana, ve en todo instante esta obstinada
persistencia del ser bajo sus diversos aspectos. Ser humano por naturaleza desde
su comienzo. Jamás tumor, o ameba, pez o cuadrúpedo, el ser humano se
elabora en un silencio oscuro con infatigable esperanza.
Para disertar acerca de su derecho a realizar y para decidir sobre el respeto que
sus semejantes le deben, habría que ir más allá de la medicina, y entrar en el
campo de la moral o incluso de la política. Pero el historiador de la infancia no
puede hacer otra cosa que someter a esta ilustre asamblea de estudios de las
ciencias morales y políticas estas últimas preguntas:
¿Es moral disponer de los seres humanos? ¿Es político correr el riesgo de una
cesión semejante?

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