ANTONI AGUILÓ La sensación que tengo es que ninguno de los comentarios que he leído ha tenido la perspicacia de mirar con ojos de niño lo que observan desde la perspectiva adulta. A los niños hay que verlos con la mirada de un niño. Ya lo advertía Henri Matisse en 1953 cuando evocaba la necesidad de aprender a ver la vida a través de los ojos de un niño. Para Matisse, la mirada infantil es una mirada en buena medida desprejuiciada en la que se entremezclan curiosidad y misterio, la alegría de explorar y conocer el mundo. Se trata de mirada que permite desaprender y resignificar los modos habituales de ver, sentir y actuar. Los niños no solo reproducen la cultura, sino que también la producen. El abandono de la mirada infantil provoca una serie de efectos entorpecedores, como el distanciamiento de uno mismo y de nuestra curiosidad epistemológica, la dificultad para situarnos dialógicamente frente al otro y la falta de coraje para pensar, crear y transgredir. No resulta extraño, en este sentido, el elogio que Walter Benjamin hace de la infancia cuando reivindica su potencial crítico y utópico, aquello que en otros términos llama la "ilimitada fuerza curativa de la vida infantil". El potencial crítico de la mirada infantil puede observarse cuando, por ejemplo, El Principito pone en tela de juicio la racionalidad instrumental por la que se rigen muchos comportamientos razonables de los adultos: "A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: «¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?» En cambio preguntan: «¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?». Solamente con estos detalles creen conocerle". La sociedad actual parece sufrir una especie de ceguera progresiva que la vuelve incapaz de ver que reproduce comportamientos que atrofian cada vez más nuestra visión, nuestro sentido crítico frente a las heridas del mundo. En Ensayo sobre la ceguera, José Saramago narra cómo una ceguera blanca, fulminante, va atacando, uno tras otro, a los habitantes de una ciudad. Esta pérdida de la visión pone en evidencia lo peor del ser humano. En la novela, Saramago alerta de que en una sociedad de ciegos es importante que alguien asuma "la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido". Recuperar la mirada infantil es una forma de contribuir a esta responsabilidad. No se trata de adentrarse en el síndrome de Peter Pan, sino de reaprender a usar los ojos para vencer nuestra ceguera y ver más allá de lo que nos imponen o consienten. Hablo de una mirada que puede acompañarnos durante toda la vida, no necesariamente vinculada a una etapa cronológica. Recuperar esa mirada significa restaurar la infancia como metáfora, como lugar de resistencia ante tanta brutalidad y tanta injusticia; asumir nuestra condición de seres inacabados; liberar nuestra capacidad de imaginación y creación de nuevos sentidos a través de diferentes lenguajes: la danza, literatura, cine, la música, el teatro, la filosofía, etc.; entender que razón y emoción no son polos opuestos, sino complementarios; recordar nuestras propias infancias adormecidas en la memoria; pero sobre todo significa provocar gestos a contracorriente de los tiempos, gestos cotidianos de ruptura o interrupción del presente, como escuchar más despacio, pensar más despacio o desarrollar ese otro tipo de relación con el tiempo a la que invita la sabiduría rural de Miquel. He aquí la clave del éxito de ses taronges (las naranjas) y ses pilotes (las albóndigas).