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A
lo largo del año de campaña electoral estadounidense que acabamos de
vivir, se ha producido un profundo cambio en la retórica y un profundo
abismo ha surgido entre los dos bandos. Al principio, los candidatos
hablaban de temas netamente políticos –como la distribución de la riqueza
o la seguridad nacional– pero hoy hablan principalmente de sexo y dinero.
No son los temas políticos sino este discurso lo que ha provocado la explosión del
Partido Republicano –cuyos principales líderes acaban de retirar su apoyo
al candidato de su propio partido–, convirtiéndose el factor que ahora recompone el
tablero político haciendo resurgir un viejísimo diferendo civilizacional. Por un lado,
la señora Clinton se presenta como políticamente correcta mientras que Donald
Trump hace saltar en pedazos la hipocresía de la ex «First Lady».
Mientras tanto, Donald Trump denuncia la privatización del Estado y el hecho que
la Fundación Clinton hacía pagar a quienes trataban de obtener una cita en el
Departamento de Estado; denuncia que el ObamaCare no fue creado en interés de los
estadounidenses sino para beneficiar a las firmas de seguros médicos. Y, por si fuera
poco, Trump comete además el imperdonable pecado de poner en duda la sinceridad
del sistema electoral estadounidense.
Por supuesto, nadie vive prisionero de los esquemas con los que fue educado.
Pero, cuando se actúa sin reflexionar, se tiende a reproducir esos esquemas de forma
inconsciente. La cuestión del entorno religioso puede convertirse entonces en un
factor importante.
Para entender lo que está en juego, hay que retroceder hasta la Inglaterra del siglo
XVII. Después de derrocar al rey Carlos I de Inglaterra, Oliver Cromwell quiso
instaurar una República y purificar el alma del país. Decapitó al ex soberano, creó un
régimen sectario inspirado en las ideas de Calvino, masacró a los papistas irlandeses
e impuso el puritanismo como modo de vida. También concibió el sionismo, llamó a
los judíos a venir a Inglaterra y fue el primer jefe de Estado del mundo en reclamar la
creación de un Estado judío en Palestina. Aquel sangriento episodio de la historia del
Reino Unido se designa hoy en día como la «Primera Guerra Civil Británica».
En el siglo XIX, la Guerra de Secesión enfrentó a los Estados del sur –cuya
población se componía principalmente de colonos católicos– con los Estados del
norte –poblados esencialmente por colonos protestantes. La versión histórica de los
vencedores presenta aquel enfrentamiento como una guerra por la libertad, contra el
esclavismo. Pero esa explicación es pura propaganda ya que los Estados del sur
abolieron la esclavitud cuando concluyeron una alianza con la monarquía británica.
De hecho, se reprodujo entonces el enfrentamiento de los puritanos contra el trono
inglés y algunos historiadores incluso lo llaman la «Tercera Guerra Civil británica».
En todo caso, Kevin Philipps, uno de los consejeros de Richard Nixon, dedicó al
tema de las guerras civiles una larga tesis donde demuestra que esos conflictos
no resolvieron ninguno de los problemas planteados y anuncia un cuarto
enfrentamiento [1].
Thierry Meyssan