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Como romper con el librecambio.

La desglobalización y
sus enemigos, por Frédéric Lordon (I)
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Instaladas sobre el filo de la deuda, las economías occidentales flaquean de crisis


en crisis. Reuniones y cumbres «excepcionales» donde se juega la suerte de un
país, de un continente, conforman, a partir de ahora la cotidianeidad de los
responsables políticos. Desde hace tres años, éstos han asumido el rol de
«acompañante» de las finanzas. Pero se abre otra pista, que ya suscita temores y
controversias: ¿quién teme a la desglobalización?

Al principio, las cosas eran simples: existía la razón ‒que procedía por círculos (con Alain
Minc en el medio)‒, y luego, la enfermedad mental. Los racionales habían establecido
que la globalización era la realización de la felicidad; todos los que no poseían el buen
gusto de creer en ella estaban para el encierro. «Razón» sin embargo enfrentada a un
leve problema de coherencia interna ya que, queriendo demostrar su preocupación por
la discusión conducida según las normas de la verdad y del mejor argumento, no por ello
hubiera impedido el debate durante dos décadas y no hubiera aceptado abrirlo al
espectáculo de la crisis más grande del capitalismo.

Le Monde no duda en dar la «bienvenida al gran debate sobre la desglobalización», y lo


introduce (como «bienvenida», sin duda) a través de una editorial que explica que la
desglobalización es «absurda» y, para ser equitativo con los puntos de vista, a través de
una entrevista que certifica que es «reaccionaria» ‒en efecto, no es lo mimo y ambas
merecían ser mencionadas.
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La temporalidad de la macroeconomía querrá que los terribles efectos de la
megaausteridad europea realmente se hagan sentir. En el cruce del delirio de las
finanzas, de las políticas económicas bajo tutela de los mercados y de las
deslocalizaciones que continúan durante la crisis, la globalización promete mostrarse en
sus más variadas formas... ¿Obligará finalmente a que el debate presidencial plantee las
verdaderas cuestiones? ¿Cuáles? ‒desempleo, precariedad, desigualdades, pérdidas de
soberanía popular‒ se dirigen directamente a una sola: la globalización. La ruptura con
las alternancias sin alternativa ahora toma simplemente el nombre de
«desglobalización».

El nombre es simple pero el debate complicado, donde la discusión intelectual rediseña


el paisaje político, con sus inesperadas fracturas y sus dudosas recuperaciones, pero
siempre contra la comunidad de los intereses dominantes: los que no quieren aparecer
cada vez que se plantea la pregunta «¿A quién beneficia la globalización?» y quienes,
luego de haber luchado para que el debate no tuviera lugar, luchan ahora para hacerle
decir «de nuevo».

Este es un trabajo de historiador que requeriría el despliegue completo del abanico de


los argumentos globalizadores, desde los más estúpidos (la «globalización feliz», este
punto de vista ya se aseguró un lugar en la historia) hasta los más engañosos, que
actualmente no han sido todos abandonados ya que todas las municiones son buenas
para salvar lo que puede ser. Así, por ejemplo, repitiendo el gesto de La mondialisation
n’est pas coupable de Paul Krugman de 1998 (todavía no elegido Premio Nobel de
economía), que anteriormente había imitado estigmatizando a los «enemigos de la
globalización», el economista Daniel Cohen siempre cuida excluir la financiación del
perímetro de la globalización ‒es verdad que nunca fue muy cómodo defenderla, menos
aún desde 2007, en la que se la dejará, sensatamente fuera de este debate.

Aquí reconoceremos un procedimiento típico, mucho tiempo utilizado en el seno de lo


que podríamos denominar la izquierda quejosa, muy ligada a continuar mostrándose
solidaria con el asalariado que sufre (de todos modos es de izquierda), lamentando hasta
las lágrimas que haya desigualdades, precariedad y mucha infelicidad, pero decidida
sobre todo a no vincularlas a sus causas estructurales: la liberalización financiera y el
poder accionario, la construcción europea tal como elige deliberadamente exponer las
políticas económicas a la disciplina de los mercados financieros, la libre competencia y
no falseada, resumiendo, todas esas cosas intocables que implícitamente constituyeron,
si se permite, esta audacia geométrica, el contexto del círculo de la razón, es decir del
círculo de los que «quieren estar allí», el contexto de las cosas a decir (contra el encierro
de las cosas que no deben decirse) para continuar dándole la mano al ministro, ser
invitado a la televisión, ser consultado por los partidos (de izquierda, de derecha) ‒en
una palabra, querido por las instituciones.

Pesadilla a gran escala


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Pero aquí tenemos la crisis que arrastra todo ‒y su terrible amenaza al ridículo. El
infierno no son los demás, ¡son los archivos! Todos reman muy fuerte (pero, tranquilos,
sin sacrificar jamás lo esencial) para que se olviden de sus posiciones en el pasado: nadie
como la disuelta Fondation Saint-Simon, La República de las ideas, Terra Nova y otros
lindos fragmentos del aparato ideológico de la globalización. Resta que los medios
discursivos del pasado sean revisados. No hablar de «eso» era posible cuando la
globalización no se había convertido en una pesadilla a gran escala. Se aliviaría la suerte
de los desdichados a través de los procesos exclusivamente internos y cuidando
permanecer en el «contexto», sin cuestionar nada: reforma fiscal (seguro necesaria) y
sobre todo ¡e-du-ca-ción!

Se iba a educar a los «perdedores» ‒para hacerlos «altamente competitivos». ¡Ah! la


educación, la economía del saber, la knowledge-based economy que hizo las delicias de la
Comisión Europea, motivo perfecto para devolver a los tontos la responsabilidad de
hacerse “empleables” y no hablar más de las causas estructurales que destruyen el
empleo. Sin contar sus agradables horizontes, necesariamente de largo plazo (ya que se
trata de un asunto de formar los imbéciles), que autorizan a no hacer nada mientras
tanto. Ahora bien, «cosas estructurales» conocidas con el nombre de globalización, se
hace difícil no hablar más, ya que sus daños, tolerables mientras sean silenciosos, de
pronto tuvieron el mal gusto de hacerse ruidosos.

Por supuesto, podremos esforzarnos en mantener algunos antiguos argumentos. Así,


por ejemplo, la tesis de la «tecnología», que sostiene que la infelicidad del pueblo no
proviene de la globalización sino de las computadoras ‒sobre las cuales ¿usted no
querría que volviéramos?, pregunta el Sr. Pascal Lamy. Daniel Cohen, que aun sostiene
lo que queda de esta tesis ‒perfectamente adecuada a la de la economía del saber‒,
responsabiliza a la productividad a través de la tecnología y no a la globalización, por las
destrucciones de empleos y las desigualdades: ya que solo los bieneducados se superan
con las computadoras y ganan la apuesta reservada a los competentes ‒los otros, qué
lástima… Curiosamente, los desafíos de la globalización (ya reducida a los intercambios)
y de la «productividad», que son evocados en forma de una antinomia (o una, u otra, y
más la segunda que la primera), nunca son mostrados en su posible relación de
complementariedad, quizás incluso de causalidad: ya que después de todo, que es lo
que sostiene la loca carrera a la productividad sino las formidables presiones de la
competencias «no falseada» (con asalariados chinos a 100 euros mensuales, no puede
decirse que la competencia no es leal... Veremos qué pasará cuando África a 15 euros
¡entre en el juego!) y la conminación al permanente aumento de la rentabilidad
financiera, expresión misma del imperio de las finanzas accionarias, es decir ¿los pilares
de lo que podemos denominar globalización?

El economista Patrick Artus, que había anunciado en 2008 a propósito de la


«globalización» que «lo peor [estaba] por venir», lo pensó dos veces y a partir de ahora
cree que sería una locura «rechazar la globalización» con, a falta de un sentido muy
firme de la continuidad, un argumento lleno de esperanza: «eso» fue un poco duro hasta

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ahora, pero no hay que aflojar sobre todo ahora, ¡«eso» pronto dará sus frutos! Esquema
neoliberal desgastado, pero graciosamente a la moda, el llamado a la paciencia
emocionará sin duda a quienes se acuerdan de los quince años de deflación competitiva
a base de ajustes de largo plazo y de paciencia que darían sus frutos, pero «al final» ‒que
todavía esperamos. Sí, sin duda, China terminará por armarse de instituciones salariales
maduras propias para solventar un mercado interno y, de gran exportadora, pasará a
convertirse en uno de nuestros grandes clientes ‒¿Pero exactamente cuándo? ¿En diez
años? ¿Quince? ¿Una solución para llegar hasta allá? ¿O la paciencia rendirá sus frutos?
¿Y qué hay de la idea que, como China a 150 euros se convertirá en su momento en
víctima de las deslocalizaciones en Vietnam a 75, la globalización no conoce un previsible
rebote en dirección al continente africano‒ ¡aún totalmente a alistar! y que romperá
todos los precios. ¿Todavía una última vuelta de paciencia durante medio siglo más para
que África cumpla con su propio recorrido?

Evidentemente, el desastre presente cambia a los examigos de la globalización quienes,


no decidiéndose a declararse sus enemigos, manifiestan sin embargo la necesidad de
borrar la impresión de haber encontrado poco para decir. Por una serie de correcciones
de trayectoria que debe realizar la performance de ser insensibles como tales ‒no caer
en flagrante contradicción, aún menos dar a entender que podrían haberse
equivocado‒ operando reales efectos de reposicionamiento, ambos se esfuerzan en
encontrar que «volver a decir». Pero solo lo mínimo, y según lo que los acontecimientos
en curso autoricen, para mantenerse siempre en el centro de gravedad del discurso
legítimo ‒tal como ahora exige por ejemplo mostrarse firme al menos en palabras, con
las finanzas‒ y así continuar «perteneciendo». Entonces, sí, apurados por el curso de las
cosas, Daniel Cohen concede reservas que sin duda había retenido por mucho tiempo en
el poder accionario, y Artus se entrega a improbables distinciones entre
«mundialización» y «globalización» para preservar lo que puede ser... pero también dejar
algo para criticar. Incluso M. Lawrence Summers, exasesor económico de Barack Obama
e importante desregulador del Presidente William Clinton (1993-2001), admite que los
asalariados de Estados Unidos poseen «buenas razones» para pensar que «lo que es
bueno para la economía global no necesariamente lo es para ellos»…

Los crujidos del sistema y las cachetadas repetidas de lo real terminaron por abrir
brechas donde los argumentos demasiado tiempo prohibidos lograron resurgir ‒es
verdad que un sistema cuya defensa obliga a sus amigos a la retórica del «globalmente
positivo» está generalmente más cerca de los desechos de la historia que de su
apoteosis. Algo desorientado, el economista Cohen constata que «el discurso de la
globalización feliz es difícil (sic) de sostener hoy». La palabra «desglobalización», cuya
paternidad se le atribuye al economista filipino Walden Bello, se convirtió lógicamente en
el significante de un horizonte político deseable para todas las furias sociales que la
globalización no deja de generar. Ya que finalmente, las cosas son más simples: si
fácilmente se acordó denominar «globalización» a la configuración presente del
capitalismo, debería entonces hacerse también tan fácilmente para entender en la
«desglobalización» la afirmación de un proyecto de ruptura con este orden.

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Sin embargo, es verdad que hay varias maneras de «romper». La del diputado socialista
Arnaud Montebourg sigue siendo europea ‒le deseamos suerte con Alemania cuando se
trate de volver a someter las políticas económicas a la disciplina de los mercados y a la
independencia del Banco Central... Un poco a imagen del «efecto Fabius» en 2005 (que
había tomado partido por el «no» en el referéndum sobre el tratado constitucional
europeo), Montebourg, candidato respetable en las primarias de un partido
«respetable», indiscutiblemente hizo dar un salto cuantitativo de legitimidad al debate
sobre la desglobalización y hacer audibles discursos que no lo eran. Como el del
economista Jacques Sapir, cuya forma es más radical, ya que, en el abanico de soluciones
que prevé, no duda en incluir la opción de la restauración de soberanía nacional (a
través de la salida del euro) si todos las otras fracasaran». (Continuará...)

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