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Visiones de la Historia
Desde un punto de vista esquemático, podemos decir que en el pasado ha habido tres
modos fundamentales de entender la historia, tres modelos o figuras que intentan
representar el sentido de la historia.
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En cualquier caso, la introducción de la interpretación judeocristiana de la historia
supone el comienzo de la visión “lineal” del tiempo: la historia tiene un principio y un
fin. Y ese fin, además, será mejor que el principio, será la felicidad y la salvación. El
mundo humano y el mundo divino, por otra parte, se divorcian: el mundo terrenal,
físico, seguirá girando en torno a los ciclos fatales de las estaciones y la naturaleza; el
mundo divino, por el contrario, tiene una finalidad precisa, que es la salvación, la
construcción de la Ciudad de Dios, como dice San Agustín.
Ahora bien, no podemos pasar por alto la pregunta fundamental: ¿En qué consiste ese
progreso, esa salvación? Para todos los progresistas, la salvación consiste en la
rectificación de la estructura social antigua, la supresión de la alianza entre el trono y el
altar, la emancipación del individuo frente a los lazos sociales que lo retenían y la
traducción de la felicidad en términos económicos.
En esta trayectoria hay dos nombres que conviene retener: Comte y Hegel. Augusto
Comte divide la historia universal en tres etapas o estadios: el primero, Teológico, se
caracteriza por permanecer atado a las explicaciones religiosas del universo, y se le
supone ignorante de las leyes físicas; el segundo, Metafísico, significa el paso desde lo
religioso a lo filosófico, pero sin que se haya llegado a comprender la historia natural y
la ciencia física; por último, el estadio Positivo es el momento en que gracias a la
observación empírica se formulan leyes matemáticas sobre la naturaleza.
El marxismo inaugura una etapa que desde Hegel estaba ya dibujada: la filosofía de la
historia deja lugar a la Filosofía de la praxis. Es decir: puesto que ya sabemos cuál es el
sentido de la historia y hacia dónde se dirige, puesto que ya hemos tomado posesión de
la historia, ha llegado el momento de llevar a la práctica el paraíso laico. ¿Cómo se hace
eso? Fundamentalmente, a través del trabajo, a través del esfuerzo técnico: el
socialismo revolucionario se propone movilizar las energías sociales para materializar el
paraíso sobre la tierra. El arma es la técnica. Pero no sólo el socialismo revolucionario
va a llevar a la práctica el viejo sueño del Paraíso terrenal; también el liberalismo
considera llegado el momento de hacerlo. Cuando autores como Fukuyama o Popper
hablan de “Final de la Historia” o de “el mejor mundo posible”, se están refiriendo al
“ensayo general con todo” para materializar el viejo sueño liberal del gran mercado
planetario. Y una vez más, la técnica es el arma privilegiada para esta tarea.
Ahora bien: ¿Y si la certidumbre del Paraíso desaparece? ¿Y si el mito del progreso deja
de ser creíble? ¿Y si ya nadie cree en la salvación? Entonces sólo nos quedaríamos con el
arma: la técnica, pero sin saber para qué sirve. La civilización entera sería como una
máquina sin dirección. Pues bien: eso es lo que ha pasado en las últimas décadas.
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una verdadera marea que ha anegado por completo las pretensiones del discurso
progresista. Y la primera de esas mareas nos vino, como en muchos otros aspectos, de la
microfísica, que revolucionó los conceptos de la física clásica. Esa revolución conceptual
hizo que desde el campo de la filosofía de la ciencia se plantearan muchas dudas sobre
la supuesta naturaleza progresiva del conocimiento científico.
En efecto, uno de los puntos de apoyo fundamentales del progresismo era la presunción
de que todo conocimiento y todo saber son acumulativos, es decir, que se suman unos a
otros en un movimiento constante y eterno de perfección. Es el tópico: “Cada vez
sabemos más”. Pues bien: los filósofos de la ciencia contemporáneos han terminado
rompiendo con esa vieja visión. Los conocimientos no se acumulan progresivamente.
Toda nueva teoría no completa o afina la anterior, sino que con frecuencia rechaza la
teoría precedente, porque las nuevas definiciones y conceptos suelen tener un
significado distinto o contrario a los anteriores. La microfísica aportó un ejemplo muy
claro: el concepto de “masa”, en Newton, era una constante, pero para Einstein dejó de
serlo. Aquí no hay evolución ni acumulación. Lo que hay es refutación. Por eso autores
como Thomas S. Kuhn (La estructura de las revoluciones científicas) o Paul K.
Feyerabend (Contra el método) sostienen que el progreso científico es una falsedad.
Otra de las grandes refutaciones científicas de la idea progresista ha venido del mismo
campo que en su día sirvió para alimentarla: la evolución biológica. En efecto, hasta
hace poco tiempo el progresismo buscaba su fundamento en la teoría darwiniana de la
evolución: la ley básica de la vida sería un movimiento continuo de perfección de las
estructuras vitales; ese movimiento de perfección avalaría la tesis según la cual la regla
general del mundo es el progreso “hacia lo mejor”. Pues bien: todo eso ha sido
desmentido categóricamente por la biología actual. Dentro del propio paradigma
evolucionista, es decir, dentro de los propios seguidores de Darwin, todos los cálculos
estadísticos sobre el devenir de las especies demuestran que es imposible fijar el sentido
y la dirección de las mutaciones genéticas. Hay evolución, pero esa evolución no es
progresiva. En realidad, estamos en una interacción permanente entre elementos “de
cambio” (mutación, adaptación) y elementos “de conservación” (por ejemplo, las
estructuras genéticas). De manera que no hay progreso, porque no se puede fijar de
antemano la dirección de los cambios en las estructuras vivas. Como dice el premio
Nobel de Medicina Konrad Lorenz (en “Decadencia de lo humano”), la evolución es
aleatoria e imprevisible. En la vida natural no hay progreso: hay azar y, con frecuencia,
milagro y tragedia. Más clara es aún la refutación biológica del progresismo si salimos
del paradigma darwiniano y vamos a los nuevos paradigmas de tipo organicista como el
que ha expuesto Roberto Fondi, donde se contesta la propia idea de evolución: en este
caso, la famosa línea de la historia no aparece por ninguna parte.
Y otro de los grandes argumentos progresistas que han chocado contra la realidad
empírica es la presunción de que el devenir del cosmos obedecía también a una regla de
expansión constante y uniforme. Es el llamado “expansionismo”, basado en los cálculos
de Hubble, astrónomo que había descubierto que el alejamiento de las galaxias no se
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producía al azar, sino organizado en uniforme expansión. Esa expansión obedecía a una
medida, a una constante: la “constante de Hubble”. Ahora bien, desde los años setenta
se sabe, entre otras cosas, que esa “constante” no es constante. Es verdad que en el
cosmos hay movimiento, pero no es sólo un movimiento expansivo, sino también
contractivo. Las estrellas no se abren en una progresión eterna, sino que, por la
dinámica de la gravedad, como señaló Fred Hoyle, llegará a cerrarse sobre sí mismo.
Según Paul Davies (El universo desbocado), la inevitabilidad del fin del mundo está
inscrita en las leyes de la naturaleza, y ese fin no será la apoteosis de la felicidad, sino
una catástrofe de fuego. De nuevo nos encontramos al genio de lo trágico inscrito en el
núcleo mismo del cosmos, exactamente igual que pensaban ya nuestros antepasados.
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la fe y ahora se mata a sí misma. Más allá de la banalización de lo posmoderno (moda,
música, arte más o menos popular, etc.), el verdadero significado de nuestro tiempo es
la ruptura general con la filosofía de la modernidad. En cierto modo es verdad que
estamos en un “Fin de la Historia”. Pero lo que ha terminado no es la historia en
general ni las aspiraciones humanas, sino un cierto modo de entender la Historia. La
puerta está abierta a nuevas aportaciones.
Este progresismo descafeinado está detrás de todas y cada una de las iniciativas sociales
del sistema: disolución de los criterios políticos en beneficio de los económicos,
renuncia a la idea de comunidad política (por la vía del “patriotismo constitucional”),
supresión de los deberes sociales (insumisión, objeción), fractura de las instituciones
clásicas (el caso más relevante es el de la familia), apología de los derechos individuales
(pero reducidos a términos de consumo y bienestar material), respeto seudorreligioso
hacia la opinión del sujeto (fragmentación de las viejas religiones), etc.
El punto débil de esta concepción es que carece de un proyecto social constructivo. Por
decirlo así, el nuevo progresismo deja las grandes decisiones políticas en manos de
“aparatos” técnicos y económicos (la burocracia estatal, los grandes bancos, la finanza
internacional) y se limita a predicar una revolución íntima, una revolución en el ámbito
de la vida privada individual. Es lo que André Gorz, teórico en otro tiempo del
socialismo revolucionario, ha llamado “la revolución de la vida cotidiana”. Pero es
también lo que podríamos denominar, en palabras del filósofo español Javier
Muguerza, como una “razón sin esperanza”. Este neoprogresismo reaccionario ya no es
capaz de explicar por qué hay que llevar a la práctica la “microrrevolución”. Sólo nos
pide fe. ¿Pero fe en qué? ¿En la inevitabilidad de un determinado tipo de sociedad? ¿Y
dónde queda la voluntad del hombre? ¿Hay que creer ahora que el hombre ya no puede
crear? El neoprogresismo sostiene la tesis de que “es peligroso” que el hombre cree su
propio destino. El neoprogresismo es una filosofía del cansancio. Por eso puede ser
considerado como una ideología de la tercera edad.
Frente a esto, queda la puerta abierta para crear nuevas ideas de la historia y nuevos
proyectos de destino. La posmodernidad no es sólo un fin, la imagen de un crepúsculo;
es también el anuncio inevitable de un nuevo principio, la imagen de una aurora.
Muerta la historia como finalidad, puede volver a nacer la historia como voluntad –una
voluntad que al mismo tiempo reconozca sus limitaciones en un mundo que es el que es
y no puede ser otro.
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Elementos para una nueva idea de la Historia: el devenir como esfera
Ya hemos visto que toda concepción del mundo tiene tras de sí una concepción de la
historia. Hemos visto también que la interpretación lineal de la historia ha muerto: el
progresismo, que ha guiado los grandes movimientos ideológicos del mundo en los
últimos siglos, ha demostrado ser una falsa ilusión. Nos queda la otra concepción
clásica: la del ciclo eterno, la historia circular. Pero la concepción del ciclo también es, a
su modo, lineal, porque presupone un principio y un final determinados. Entre ambas
visiones, el lugar del hombre queda sepultado. Nosotros, sin embargo, tenemos razones
para creer en la capacidad humana, tanto individual como colectiva, para imprimir su
sello a los acontecimientos. Necesitamos, por tanto, una nueva visión de la historia.
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