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Concepciones de la historia y muerte del progresismo, por

José Javier Esparza


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Visiones de la Historia

Desde un punto de vista esquemático, podemos decir que en el pasado ha habido tres
modos fundamentales de entender la historia, tres modelos o figuras que intentan
representar el sentido de la historia.

La primera idea es la tradicional, cíclica. Nuestros antepasados más lejanos


interpretaban la historia como un ciclo sin fin. La historia era circular. Todo moría y
renacía eternamente. Se supone que esta manera de interpretar la historia comienza
con las culturas agrarias del Neolítico: la sucesión eterna de estaciones, de lluvias y
sequías, de frío y calor, de noches y días, sugería la idea de que todo en la vida, en la
tierra y fuera de ella, respondía a un mismo movimiento circular. Incluso en las
narraciones religiosas, que tienen un final, todo lo que moría volvía a nacer –pero para
morir de nuevo. Entre los germanos –y, en general, entre todos los pueblos
indoeuropeos–, el mundo nacía de la guerra entre Dioses y Titanes; los dioses vencían,
pero llegaría el momento en que el mundo volvería a hundirse en el caos; sin embargo,
después de ese caos todo volvería a renacer –para volver a morir.
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Junto a esa idea cíclica, aparecen también dos convicciones firmemente arraigadas en
la imaginación popular: una, la de que “todo tiempo pasado fue mejor”, convicción
ilustrada por el recurso a un mundo imaginario llamado Arcadia, es decir, una Edad de
Oro que nuestros antepasados situaban siempre en el pasado y respecto a la cual el
presente es una degeneración; la otra, la de que el futuro siempre será peor, como
demuestra, por ejemplo, la convicción popular griega de que el mundo acabará tras los
72.000 años solares que la tradición helenística atribuía a la duración de la vida sobre
la tierra. Eso sí: otras tradiciones aseguraban que, tras ese final, retornaría la Era de los
dioses y los héroes. De nuevo la Arcadia. La combinación de ambas visiones –el tiempo
como un ciclo sin fin; el pasado como Edad de Oro; el futuro sin esperanza– va a
permanecer en la filosofía popular europea de la historia hasta fecha muy avanzada.
Basta pensar en las coplas de nuestro Jorge Manrique. A esa filosofía de la historia
corresponderá una actitud trágica y heroica: abandonado en medio del ciclo eterno del
mundo, el hombre ha de luchar con unas armas espirituales que pasan, por ejemplo,
por la ética del honor.

La segunda gran forma de representarse la historia es la judeocristiana, de carácter


lineal; la historia pasa a concebirse como una línea recta. En efecto, con la
incorporación de los elementos judeocristianos al acervo cultural europeo tiene lugar un
cambio significativo: la teología hebrea va a explicar la historia en términos de dirección
y de esperanza. La escatología hebrea atribuye al mundo un principio: la Creación, y un
final: la Parusía, es decir, el retorno de Dios y la Salvación. La historia, por lo tanto,
tiene un sentido: la resurrección de las almas, y ése será el final, tras el cual no volverá a
haber principio. Por eso los primeros padres de la Iglesia reprocharán a los filósofos
paganos el habitar en “ciclos desconsolados”, es decir, en un mundo sin esperanza –
mientras que ellos, los cristianos, mantienen la esperanza porque han dado al futuro un
sentido redentor.

Con todo, al hablar de la idea judeocristiana de la Historia es preciso hacer una


salvedad. En efecto, entre la interpretación judía y la interpretación propiamente
cristiana hay una diferencia muy notable: para los hebreos, el final de la Historia es
puramente material, porque será el triunfo eterno de Israel (es interesante saber que el
“cielo” de los judíos, el Sheol, es simplemente un almacén de almas de paso, oscuro y
tenebroso, donde aguardarán al triunfo final de su pueblo); para los cristianos, por el
contrario, el triunfo es espiritual, el final de la Historia será el retorno de Dios, la
resurrección de las almas, y el Cielo juega el papel de anticipo de la Parusía para los
muertos, que gozan ya de la contemplación de Dios. Esta diferencia permitió que el
cristianismo cuajara muy rápido entre los europeos, cosa que hubiera sido imposible
para el hebraísmo. Entre otras cosas porque el cristianismo, en efecto, mantenía la idea
del retorno del Rey después del Apocalipsis, lo cual entroncaba con determinados
aspectos de la tradición anterior, pagana, y especialmente con el retorno de los dioses
después de la última gran batalla.

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En cualquier caso, la introducción de la interpretación judeocristiana de la historia
supone el comienzo de la visión “lineal” del tiempo: la historia tiene un principio y un
fin. Y ese fin, además, será mejor que el principio, será la felicidad y la salvación. El
mundo humano y el mundo divino, por otra parte, se divorcian: el mundo terrenal,
físico, seguirá girando en torno a los ciclos fatales de las estaciones y la naturaleza; el
mundo divino, por el contrario, tiene una finalidad precisa, que es la salvación, la
construcción de la Ciudad de Dios, como dice San Agustín.

Y llegamos así a la tercera gran forma de entender la historia: es la visión moderna,


progresista. Esta forma de entender la Historia como un progreso indefinido tiene
fuentes muy claras: para el hombre moderno no era posible contentarse con una
salvación limitada al Más Allá. No era posible ofrecer al hombre la posibilidad de una
felicidad absoluta en la vida eterna y, al mismo tiempo, negarle la posibilidad de esa
misma felicidad en la vida contingente, terrenal. Era preciso materializar, terrenalizar la
promesa de la salvación. Así, también el mundo de los hombres pasará a estar
dominado por esa visión lineal y ascendente de la Historia; también habrá, al final de
los tiempos, una salvación para las cosas de la tierra. De aquí nacerá lo que hoy
llamamos progresismo, que no es, al cabo, sino una secularización de la escatología
judeocristiana, y que es la visión característica del ciclo de la modernidad que hoy se
cierra.

En esta tentativa de secularizar la redención hay tres elementos fundamentales,


consecutivos entre sí, que conviene explorar con cierto detalle para entender en qué
consistió exactamente esta enorme revolución cultural que fue la aparición de la visión
lineal de la Historia. Esos tres ilustres antepasados del progresismo moderno son los
apocalipsis milenaristas judíos, el género utópico de la Baja Edad Media y del
Renacimiento, y el protestantismo, especialmente en su versión calvinista.

Veamos qué fue el Milenarismo. Los movimientos milenaristas nacieron en el ámbito


hebreo, como ha demostrado Norman Cohn, y de ahí pasarán al cristianismo. Su tesis
fundamental era la siguiente: el retorno del Mesías no será sólo un acontecimiento de
carácter espiritual –o sea, la resurrección de las almas–, sino que significará también
un trastorno político y social; la salvación de los creyentes se materializará a través de
una revolución contra los poderosos del mundo; el Final de la Historia será el triunfo, la
apoteosis de los creyentes y su Dios. La Iglesia terminará prohibiendo el milenarismo,
que se había convertido en un verdadero “bolchevismo medieval”, pero parece que su
filosofía siguió viva en amplias capas populares, especialmente en Centroeuropa. De
hecho, uno de sus más notorios herederos será el teólogo protestante Thomas Munzer,
considerado por el filósofo judeomarxista Ernst Bloch como “el teólogo de la
revolución”. Nótese, en todo caso, cuál es la importancia del Milenarismo: por primera
vez, alguien considera que la trayectoria lineal y ascendente de la Historia no se limita
al dominio de las almas, sino también al de los cuerpos –y, consiguientemente, al de la
estructura social. Los abuelos de los progresistas actuales son estos movimientos
milenaristas.
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El segundo vector que influirá en el nacimiento de la ideología del progreso va a ser el
fenómeno utópico europeo de los siglos XVI y XVII. Los ejemplos más prototípicos del
pensamiento utópico son bien conocidos: Tomas Moro (el autor, precisamente, de “La
isla de Utopía”), Campanella, Bacon, Gott... Su motor fundamental es muy semejante al
de los milenaristas: se trata de hacer posible la salvación de los hombres en este mundo.
El cristianismo había instaurado un divorcio entre el mundo divino y el mundo
humano: aquél era el lugar de la salvación, éste era el lugar de la perdición. Para los
utópicos, sin embargo, el mundo de los hombres también puede ser lugar de salvación, y
para ello imagina-rán sociedades perfectas situadas en un tiempo ajeno (el futuro) y un
espacio remoto (una isla, un país ideal). Otros autores, muchos siglos antes, también
habían imaginado sociedades perfectas: ahí está Platón con su República. Pero Platón
no confía al futuro sus aspiraciones, Platón no cree que la “salvación” vaya a venir como
producto de la marcha del tiempo, más aún: no encontraría sentido en el propio
concepto de “salvación”. Los utópicos, por el contrario, sí. Y en sus páginas se refleja
además un rasgo muy revelador. ¿Cuál es el proyecto final del utópico? Que el hombre
viva “según la naturaleza”, tópico que se encuentra absolutamente en todos ellos. ¿Y
cuál es esa naturaleza? No la del “buen salvaje” que más tarde imaginará Rousseau,
sino una naturaleza que pueda interpretarse en términos de dominación técnica, es
decir, una naturaleza ya por fin dominada, y a este respecto es crucial otro jalón del
itinerario utópico: La Nueva Atlántida de Bacon. Este matiz dominador es de una gran
importancia, porque aquí vemos cómo por primera vez la promesa de redención del
hombre gracias a la historia va a pasar por el dominio técnico. A partir de este
momento, progresismo y civilización técnica van a andar de la mano.

Y llegamos así al tercer antepasado que podemos atribuir a la visión progresista de la


Historia, que es el “protestantismo”. Los autores fundamentales que han estudiado la
reforma protestante (Max Weber, Werner Sombart, Louis Dumont) coinciden en
señalar que el protestantismo supone un esfuerzo por hacer bajar a la tierra lo que el
catolicismo limitaba al Cielo; la vida piadosa en la tierra es una prefiguración y una
anticipación de la vida santa en el Paraíso. No basta con esperar a que llegue la
salvación: hay que ponerla en práctica aquí y ahora. De este modo, la vida terrenal
queda puesta al servicio de la salvación que vendrá al final de los tiempos. Por otra
parte, la reforma protestante aporta una visión estrictamente individualista de la
salvación. Por eso el protestantismo será considerado como el germen del capitalismo:
porque santifica la vida económica y el esfuerzo individual, como veremos en este
mismo Curso cuando lleguemos a la génesis del modelo económico de la modernidad.
Tanto es así que Hegel y Thomas Mann verán en el protestantismo un precedente de la
Revolución francesa. Pero, de momento, quedémonos con las implicaciones del
protestantismo en materia de visiones de la Historia: la Reforma contribuye decisiva-
mente a que la promesa de redención histórica abandone el plano religioso y se sitúe en
el plano político y social.

La visión moderna de la Historia y sus ideologías


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A partir de estos tres elementos (el milenarismo, el utopismo y la reforma protestante)
se crea una visión de la historia donde la promesa de salvación al final de los tiempos,
inicialmente circunscrita al plano religioso y espiritual, se traslada al plano de la vida
terrena. El progresismo, por tanto –e insistimos en ello porque la idea es importante–,
es una secularización de la escatología judeocristiana: la salvación deja de ser divina y
pasa a ser humana. Si hay que citar a un autor de referencia, éste debe ser Condorcet
(1743-1794), autor de Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu
humano, que es el catecismo ilustrado del progresismo.

Ahora bien, no podemos pasar por alto la pregunta fundamental: ¿En qué consiste ese
progreso, esa salvación? Para todos los progresistas, la salvación consiste en la
rectificación de la estructura social antigua, la supresión de la alianza entre el trono y el
altar, la emancipación del individuo frente a los lazos sociales que lo retenían y la
traducción de la felicidad en términos económicos.

En esta trayectoria hay dos nombres que conviene retener: Comte y Hegel. Augusto
Comte divide la historia universal en tres etapas o estadios: el primero, Teológico, se
caracteriza por permanecer atado a las explicaciones religiosas del universo, y se le
supone ignorante de las leyes físicas; el segundo, Metafísico, significa el paso desde lo
religioso a lo filosófico, pero sin que se haya llegado a comprender la historia natural y
la ciencia física; por último, el estadio Positivo es el momento en que gracias a la
observación empírica se formulan leyes matemáticas sobre la naturaleza.

Hegel también divide la Historia en tres, y el protagonista de esa historia es la


conciencia individual, la afirmación progresiva del sujeto a través de la Historia: la
subjetividad comienza a implantar-se con la Reforma protestante (subjetividad frente a
Dios), avanza con la Ilustración (subjetividad frente al conocimiento) y culmina con la
Revolución Francesa (subjetividad frente al poder). Hegel dibuja la Historia universal
como una historia de amor entre el hombre –concebido como individuo– y la razón. La
vida humana es un permanente empeño por apoderarse de la Razón. Todo el sentido de
la Historia es ése. Por tanto, en el momento en que el hombre tome conciencia de la
razón, cuando tome la razón en sus manos, habrá tomado también las riendas de su
destino. Esa operación significará el Final de la Historia, y eso adviene con la
Revolución Francesa. Esta forma de entender la historia va a ser el motor de las dos
ideologías determinantes de los siglos XIX y XX: el liberalismo y el marxismo.

El liberalismo había acuñado sus conceptos fundamentales antes de Hegel y al margen


de esa corriente de pensamiento, pero su esquema general de interpretación es muy
semejante a lo propuesto por Hegel y Comte. El liberalismo, en efecto, considera la
historia como un movimiento lineal cuya meta es la progresiva emancipación de lo
económico. El sentido de la historia está guiado por una “mano invisible”
(secularización de la vieja idea de Providencia Divina) que libera a los agentes
económicos (la redención) y que los orienta hacia la consecución de un gran mercado
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libre (trasposición económica del Paraíso).

Del mismo modo, el marxismo interpreta la historia como un movimiento lineal y


ascendente destinado a la liberación del género humano. Pero aquí la dinámica no
reposa sobre la progresiva emancipación de lo económico, sino que reside en la lucha
permanente entre los poseedores de los instrumentos de producción y los esclavos de
los poseedores. El final de la historia vendrá cuando los esclavos, los desposeídos, se
conviertan a su vez en poseedores y beneficiarios. Eso es el paraíso de la “sociedad sin
clases” –cuyo modelo, por cierto, no es el comunismo tal y como lo conocemos, sino
una “sociedad universal de contables”, según se retrata en el Libro III de “El Capital”.

El marxismo inaugura una etapa que desde Hegel estaba ya dibujada: la filosofía de la
historia deja lugar a la Filosofía de la praxis. Es decir: puesto que ya sabemos cuál es el
sentido de la historia y hacia dónde se dirige, puesto que ya hemos tomado posesión de
la historia, ha llegado el momento de llevar a la práctica el paraíso laico. ¿Cómo se hace
eso? Fundamentalmente, a través del trabajo, a través del esfuerzo técnico: el
socialismo revolucionario se propone movilizar las energías sociales para materializar el
paraíso sobre la tierra. El arma es la técnica. Pero no sólo el socialismo revolucionario
va a llevar a la práctica el viejo sueño del Paraíso terrenal; también el liberalismo
considera llegado el momento de hacerlo. Cuando autores como Fukuyama o Popper
hablan de “Final de la Historia” o de “el mejor mundo posible”, se están refiriendo al
“ensayo general con todo” para materializar el viejo sueño liberal del gran mercado
planetario. Y una vez más, la técnica es el arma privilegiada para esta tarea.

Ahora bien: ¿Y si la certidumbre del Paraíso desaparece? ¿Y si el mito del progreso deja
de ser creíble? ¿Y si ya nadie cree en la salvación? Entonces sólo nos quedaríamos con el
arma: la técnica, pero sin saber para qué sirve. La civilización entera sería como una
máquina sin dirección. Pues bien: eso es lo que ha pasado en las últimas décadas.

La muerte del progresismo

En efecto, una de las grandes revoluciones de nuestro tiempo ha sido la muerte de la fe


en el progreso constante y ascendente del mundo. Dicho de otro modo: la visión lineal
de la historia, lentamente incubada y triunfante con la modernidad, ha demostrado ser
falsa porque no lleva a ninguna parte. Para explicar este proceso de descrédito podemos
recurrir a dos tipos de argumentos: uno, las razones teóricas que han llevado a la
muerte de la fe moderna; el otro, las razones empíricas que han hecho imposible seguir
pensando que la historia posea en sí misma dirección alguna.

Veamos primero los argumentos de tipo empírico. A partir de la observación científica


elemental de la existencia humana, nada permite pensar que cualquier tiempo futuro
vaya a ser mejor que el presente. La interpretación de la historia como una línea recta y
ascendente que nos liberará a través del conocimiento, la técnica y la ciencia ha
demostrado ser falsa. Desde el punto de vista científico, en el siglo XX hemos asistido a

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una verdadera marea que ha anegado por completo las pretensiones del discurso
progresista. Y la primera de esas mareas nos vino, como en muchos otros aspectos, de la
microfísica, que revolucionó los conceptos de la física clásica. Esa revolución conceptual
hizo que desde el campo de la filosofía de la ciencia se plantearan muchas dudas sobre
la supuesta naturaleza progresiva del conocimiento científico.

En efecto, uno de los puntos de apoyo fundamentales del progresismo era la presunción
de que todo conocimiento y todo saber son acumulativos, es decir, que se suman unos a
otros en un movimiento constante y eterno de perfección. Es el tópico: “Cada vez
sabemos más”. Pues bien: los filósofos de la ciencia contemporáneos han terminado
rompiendo con esa vieja visión. Los conocimientos no se acumulan progresivamente.
Toda nueva teoría no completa o afina la anterior, sino que con frecuencia rechaza la
teoría precedente, porque las nuevas definiciones y conceptos suelen tener un
significado distinto o contrario a los anteriores. La microfísica aportó un ejemplo muy
claro: el concepto de “masa”, en Newton, era una constante, pero para Einstein dejó de
serlo. Aquí no hay evolución ni acumulación. Lo que hay es refutación. Por eso autores
como Thomas S. Kuhn (La estructura de las revoluciones científicas) o Paul K.
Feyerabend (Contra el método) sostienen que el progreso científico es una falsedad.

Otra de las grandes refutaciones científicas de la idea progresista ha venido del mismo
campo que en su día sirvió para alimentarla: la evolución biológica. En efecto, hasta
hace poco tiempo el progresismo buscaba su fundamento en la teoría darwiniana de la
evolución: la ley básica de la vida sería un movimiento continuo de perfección de las
estructuras vitales; ese movimiento de perfección avalaría la tesis según la cual la regla
general del mundo es el progreso “hacia lo mejor”. Pues bien: todo eso ha sido
desmentido categóricamente por la biología actual. Dentro del propio paradigma
evolucionista, es decir, dentro de los propios seguidores de Darwin, todos los cálculos
estadísticos sobre el devenir de las especies demuestran que es imposible fijar el sentido
y la dirección de las mutaciones genéticas. Hay evolución, pero esa evolución no es
progresiva. En realidad, estamos en una interacción permanente entre elementos “de
cambio” (mutación, adaptación) y elementos “de conservación” (por ejemplo, las
estructuras genéticas). De manera que no hay progreso, porque no se puede fijar de
antemano la dirección de los cambios en las estructuras vivas. Como dice el premio
Nobel de Medicina Konrad Lorenz (en “Decadencia de lo humano”), la evolución es
aleatoria e imprevisible. En la vida natural no hay progreso: hay azar y, con frecuencia,
milagro y tragedia. Más clara es aún la refutación biológica del progresismo si salimos
del paradigma darwiniano y vamos a los nuevos paradigmas de tipo organicista como el
que ha expuesto Roberto Fondi, donde se contesta la propia idea de evolución: en este
caso, la famosa línea de la historia no aparece por ninguna parte.

Y otro de los grandes argumentos progresistas que han chocado contra la realidad
empírica es la presunción de que el devenir del cosmos obedecía también a una regla de
expansión constante y uniforme. Es el llamado “expansionismo”, basado en los cálculos
de Hubble, astrónomo que había descubierto que el alejamiento de las galaxias no se

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producía al azar, sino organizado en uniforme expansión. Esa expansión obedecía a una
medida, a una constante: la “constante de Hubble”. Ahora bien, desde los años setenta
se sabe, entre otras cosas, que esa “constante” no es constante. Es verdad que en el
cosmos hay movimiento, pero no es sólo un movimiento expansivo, sino también
contractivo. Las estrellas no se abren en una progresión eterna, sino que, por la
dinámica de la gravedad, como señaló Fred Hoyle, llegará a cerrarse sobre sí mismo.
Según Paul Davies (El universo desbocado), la inevitabilidad del fin del mundo está
inscrita en las leyes de la naturaleza, y ese fin no será la apoteosis de la felicidad, sino
una catástrofe de fuego. De nuevo nos encontramos al genio de lo trágico inscrito en el
núcleo mismo del cosmos, exactamente igual que pensaban ya nuestros antepasados.

Todos estos argumentos de carácter científico han transformado seriamente la


conciencia filosófica. Hoy ya nadie cree seriamente que la historia vaya hacia lado
alguno, y menos aún que ese “final” esté predeterminado. El Fin de la Historia ha
demostrado no ser más que un dogma de fe civil. Por la misma razón, no hay por qué
aceptar que el camino “natural” de la historia sea la emancipación de la conciencia
individual o la consecución de un orden económico de dimensiones planetarias. Y
entramos así en el otro grupo de argumentos que podemos utilizar para la refutación
del progresismo: las razones teóricas, filosóficas.

La crítica del progresismo –o, más concretamente, de la visión lineal de la Historia– ha


sido uno de los temas permanentes del pensamiento durante este siglo. Para no
complicar el análisis, podemos decir que su punto de referencia elemental es “La
decadencia de Occidente”, de Oswald Spengler. Por otra parte, a lo largo de este Curso
nos remitimos continuamente a las fuentes de la crítica teórica a la modernidad, de
manera que no nos extenderemos demasiado sobre este punto concreto. Pero sí nos
parece importante hacer referencia a un argumento que puede tomarse como punto de
partida para ulteriores análisis. Se trata del razonamiento de Karl Löwith: Buscar el
sentido de la historia en la propia historia es como naufragar y agarrarse a las olas. Es
decir: la historia es el marco vital de la existencia humana, las olas en las que navega el
hombre; por lo tanto, si convertimos la propia historia en el sentido último de nuestra
vida, estaremos convirtiendo a las olas en la única razón del viaje. Dicho de otro modo:
es como si en un cuadro no admiráramos la tela, sino el marco; como si en una obra
teatral no escucháramos a los actores, sino al propio escenario. En estas condiciones, la
vieja fe en un sentido lineal y ascendente de la Historia ha dejado de ser presentable
intelectualmente. Eso es lo que se ha llamado posmodernidad.

El vasto y heteróclito movimiento de ideas que se ha dado en llamar posmodernidad


significa el momento en que el pensamiento occidental, que había desplegado su
reflexión a partir de la fe en la visión lineal de la historia, pierde esa fe. La modernidad
deja de tener sentido. Por eso se habla de “post”: estamos en otro tiempo. Es algo que ya
vio muy bien Ortega cuando se definía como “nada moderno y muy siglo XX”. La
modernidad no es más que una forma secularizada de la fe religiosa en la salvación
espiritual, a la que suplantó. Y ahora ha corrido la misma suerte: la modernidad mató a

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la fe y ahora se mata a sí misma. Más allá de la banalización de lo posmoderno (moda,
música, arte más o menos popular, etc.), el verdadero significado de nuestro tiempo es
la ruptura general con la filosofía de la modernidad. En cierto modo es verdad que
estamos en un “Fin de la Historia”. Pero lo que ha terminado no es la historia en
general ni las aspiraciones humanas, sino un cierto modo de entender la Historia. La
puerta está abierta a nuevas aportaciones.

Frente a este estado de cosas, la propia modernidad ha reaccionado. El discurso


moderno ha levantado acta de la muerte de su fe histórica, pero trata de ofrecer a
cambio una nueva fe “vivencial”: “Es verdad –se nos dice– que la historia no es lineal,
que la promesa de una redención al final de la historia era falsa (una estafa) y que el
progreso no está inscrito en las leyes de la naturaleza, pero la idea era buena, de manera
que tratemos de vivir como si estuviéramos ya en el Paraíso, como si ya hubiéramos
llegado al final, como si hubiéramos ganado el combate contra el tiempo”.

Este progresismo descafeinado está detrás de todas y cada una de las iniciativas sociales
del sistema: disolución de los criterios políticos en beneficio de los económicos,
renuncia a la idea de comunidad política (por la vía del “patriotismo constitucional”),
supresión de los deberes sociales (insumisión, objeción), fractura de las instituciones
clásicas (el caso más relevante es el de la familia), apología de los derechos individuales
(pero reducidos a términos de consumo y bienestar material), respeto seudorreligioso
hacia la opinión del sujeto (fragmentación de las viejas religiones), etc.

El punto débil de esta concepción es que carece de un proyecto social constructivo. Por
decirlo así, el nuevo progresismo deja las grandes decisiones políticas en manos de
“aparatos” técnicos y económicos (la burocracia estatal, los grandes bancos, la finanza
internacional) y se limita a predicar una revolución íntima, una revolución en el ámbito
de la vida privada individual. Es lo que André Gorz, teórico en otro tiempo del
socialismo revolucionario, ha llamado “la revolución de la vida cotidiana”. Pero es
también lo que podríamos denominar, en palabras del filósofo español Javier
Muguerza, como una “razón sin esperanza”. Este neoprogresismo reaccionario ya no es
capaz de explicar por qué hay que llevar a la práctica la “microrrevolución”. Sólo nos
pide fe. ¿Pero fe en qué? ¿En la inevitabilidad de un determinado tipo de sociedad? ¿Y
dónde queda la voluntad del hombre? ¿Hay que creer ahora que el hombre ya no puede
crear? El neoprogresismo sostiene la tesis de que “es peligroso” que el hombre cree su
propio destino. El neoprogresismo es una filosofía del cansancio. Por eso puede ser
considerado como una ideología de la tercera edad.

Frente a esto, queda la puerta abierta para crear nuevas ideas de la historia y nuevos
proyectos de destino. La posmodernidad no es sólo un fin, la imagen de un crepúsculo;
es también el anuncio inevitable de un nuevo principio, la imagen de una aurora.
Muerta la historia como finalidad, puede volver a nacer la historia como voluntad –una
voluntad que al mismo tiempo reconozca sus limitaciones en un mundo que es el que es
y no puede ser otro.

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Elementos para una nueva idea de la Historia: el devenir como esfera
Ya hemos visto que toda concepción del mundo tiene tras de sí una concepción de la
historia. Hemos visto también que la interpretación lineal de la historia ha muerto: el
progresismo, que ha guiado los grandes movimientos ideológicos del mundo en los
últimos siglos, ha demostrado ser una falsa ilusión. Nos queda la otra concepción
clásica: la del ciclo eterno, la historia circular. Pero la concepción del ciclo también es, a
su modo, lineal, porque presupone un principio y un final determinados. Entre ambas
visiones, el lugar del hombre queda sepultado. Nosotros, sin embargo, tenemos razones
para creer en la capacidad humana, tanto individual como colectiva, para imprimir su
sello a los acontecimientos. Necesitamos, por tanto, una nueva visión de la historia.

Es verdad que la historia es un permanente devenir, una línea en perpetua mutación.


Pero esa línea no es recta ni va siempre hacia arriba. También es verdad que las cosas
se repiten, que las virtudes y los vicios humanos no han cambiado en miles de años: el
hombre y el mundo son siempre los mismos. Pero esa permanencia no implica que el
hombre no pueda actuar libremente en cada momento. De algún modo, la línea recta y
el círculo conviven y actúan al mismo tiempo.

A partir de estas constataciones, Nietzsche tuvo la intuición del Eterno Retorno:


“Eternamente gira el anillo del ser”, dice Zaratustra. Esta idea se considera como el
punto de partida de una nueva concepción de la historia: ya no lineal o cíclica, sino
esférica, según señala Alain de Benoist. La historia sería como una bola en torno a la
cual gira eternamente el hombre, pero pudiendo alterar permanentemente el sentido del
giro. La vida nos constriñe siempre, pero la libertad humana es una realidad radical.
Tomemos otra imagen: la de un ovillo de lana en torno al cual gira siempre el hilo –y no
puede sino girar–, pero cambiando siempre de dirección. Es una visión de la historia
dinámica, no como la del ciclo eterno, que es estática; y es una visión de la historia
realista, no como la de la línea recta, que es dogmáticamente optimista.

Para el hombre contemporáneo, que puede seguir creyendo en su capacidad de acción


para crear destinos nuevos, pero que no puede ya hacerse ilusiones sobre el supuesto
Fin de la Historia ni sobre la creación del Paraíso en la tierra, el devenir podría
responder exactamente a esa imagen: la de la esfera, la del ovillo.

¿Y no es la Historia, al fin y al cabo, el escenario de nuestro combate vital? En esto


podemos recoger la herencia de Ortega, que ya había hablado del hombre como ser
histórico, es decir, como ser que se realiza en la historia aportando sus obras. Desde ese
punto de vista, la historia es nuestro escenario, nuestro marco vital; un marco y un
escenario que construimos y reconstruimos eternamente. La historia no tiene ideales
inmanentes, ideales que habiten en la propia historia, como creían los progresistas; más
bien la historia es el escenario sobre el que los hombres proyectan sus ideales –los
cuales, a su vez, protagonizarán un nuevo conflicto: el que se establece entre los
proyectos de los hombres y las propias constantes del mundo. La Historia está abierta.
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Ese es su carácter esencial: la apertura. Y en ese sentido, la Historia debe ser
considerada como el escenario –un escenario arriesgado, azaroso, incierto,
indeterminado– de los trabajos y los afanes humanos.

Quien se sienta ajeno a los valores y a los principios de la modernidad, no puede


sentirse afectado por ese fenómeno actual que es la pérdida de la fe en la historia. El
gran desengaño sólo afecta a quienes hayan caído y permanecido en la ilusa fe del
progresismo liberal y del mesianismo socialista, que veían la historia como una
traducción terrena de la salvación celeste.

No tiene sentido dotar a las categorías temporales de un contenido moral o ideológico.


Es un error sacralizar el pasado, entre otras cosas porque eso nos condena a un
perpetuo lamento por la virtud perdida; es un error sacralizar el futuro, porque eso
significa aceptar la superchería de que todo cambio será inevitablemente para mejor; es
un error sacralizar el presente, porque el presente, en sí mismo, no es nada más que un
momento transitorio.

La superación de la actual visión lineal de la Historia sólo puede realizarse si llegamos a


ser capaces de integrar los tres momentos –pasado, presente y futuro– en un sólo
movimiento; si logramos sentir simultáneamente las tres dimensiones del tiempo
histórico. Dicho de otro modo: si conseguimos aunar la memoria que nos lega el pasado,
la identidad que nos otorga el presente y el proyecto que lanzamos hacia el futuro.
Giorgio Locchi llamó a esto Eterno Presente.

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