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200 millones de africanos en Europa en tres décadas.

Entrevista a Stephen Smith


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Según el antropólogo norteamericano Stephen Smith, autor de “La huida hacia


Europa”, «cuanta más ayuda al desarrollo, mayor número de africanos tendrá los
medios para abandonar África y dirigirse a Europa”. La tesis es sencilla: mientras
Europa se envejece y despuebla, África crece y rebosa juventud: casi la mitad de su
población son jóvenes menores de 18 años… y cada vez tienen más medios
económicos para sufragarse el viaje hacia Europa. Todo desembocará en una oleada
masiva de inmigrantes africanos hacia Europa que hará que dentro 30 años en el
Viejo Continente se cuenten entre 150 y 200 millones. A España podrían llegar 10
millones de africanos en ese período.

La tesis que expone en el libro “La huida hacia Europa” es sencilla. Mientras Europa
envejece y se despuebla, África crece y rebosa de jóvenes: un 40% de sus habitantes tiene
hoy menos de 15 años. A esa explosión demográfica se suma que, por fin, el continente
comienza a salir de la pobreza absoluta, lo que significa que cada vez más personas
disponen de los medios económicos necesarios para sufragarse el viaje hacia Europa en
busca de un futuro mejor.

África, especialmente el África subsahariana, está experimentando un crecimiento


demográfico históricamente sin precedentes. ¿A qué se debe?

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En la década de 1930, la población de África era de unos 150 millones de personas, una cifra
muy baja en un continente históricamente subpoblado y con un tamaño equivalente a más
de seis veces Europa. Gracias a la mejora de la higiene y la atención médica, la población de
África ha aumentado a 1.300 millones y alcanzará los 2.400 millones de habitantes en el año
2050. Como resultado de la rápida rotación generacional ‒la mitad de la población es
«reemplazada» cada 18 años por los recién nacidos‒ hoy cuatro de cada diez africanos son
menores de 15 años.

Usted pronostica que muchos de esos menores emigrarán a Europa en los próximos
años. ¿Por qué?

El que el 40% de los africanos actuales sean niños será uno de los principales impulsores de
esa emigración. África es un continente donde el «principio de ancianidad» aún prevalece,
donde a los ancianos se les concede inmediatamente prestigio, autoridad y riqueza,
especialmente a los ancianos hombres. Los jóvenes tratan de escapar de ese gobierno
patriarcal, de esa gerontocracia, y de buscar mejores oportunidades de vida en el
extranjero. En conjunto, el rápido crecimiento demográfico y la excepcional juventud del
continente africano provocarán una migración masiva a Europa tan pronto como más
africanos tengan los medios necesarios para hacer las maletas y salir.

Porque usted afirma que, en contra de lo que pensamos, los africanos que emigran a
Europa no son los «pobres entre los pobres» sino personas con ciertos medios
económicos para poder sufragarse el viaje...

Estamos atrapados en tres clichés. Creemos que «los más pobres de los pobres» huyen de
un continente que es un «infierno» para comenzar una nueva vida en el «paraíso» europeo.
Pero para viajar a Europa, dependiendo por supuesto del punto de partida desde el sur del
Sahara, se necesitan al menos 2.500 euros, más que la renta per cápita media de muchos
países subsaharianos. Así que no son los más pobres, sino los miembros de la emergente
clase media africana los que emigran, los mejor educados. A excepción de aquellos países
en crisis existencial como Somalia o Sudán del Sur, la mayoría de los migrantes dan la
espalda a los Estados en los que depositamos nuestras esperanzas de un futuro mejor en
África: Senegal, Costa de Marfil, Ghana, Nigeria, Kenia, Sudáfrica... Para ellos, Europa es el
mejor lugar al que ir, no sólo porque es la isla de prosperidad más cercana, sino también
porque es la capital mundial de la seguridad social: la mitad de los fondos invertidos a nivel
mundial en salud, educación y jubilación se gastan en Europa. Pero su riqueza no convierte
a Europa automáticamente en un paraíso para los migrantes africanos, como lo
demuestran las dificultades de la integración. El malestar de la segunda generación,
aquellos nacidos en suelo europeo, debería alertarnos sobre el hecho de que la integración
no es simplemente una cuestión de ingresos. Es el esfuerzo mutuo el que convierte a los

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extranjeros en vecinos y, eventualmente, en compañeros. Los ciudadanos requieren más
que dinero. Es como el desarrollo: no es suficiente dar dinero a países en vías de desarrollo
para que se desarrollen.

Usted considera que la ayuda al desarrollo es un modo de subvencionar la


inmigración, ¿no?

A corto plazo, y en el supuesto cuestionable de que la ayuda externa beneficie realmente a


los países en vías de desarrollo a desarrollarse, cuántos más africanos salgan de la pobreza
absoluta más emigrantes potenciales habrá, ya que un número cada vez mayor de
africanos tendrá los medios económicos para poder abandonar su continente. ¿Es esta una
buena razón para no ayudar a África a ser más próspera? Ciertamente no. A largo plazo,
una África verdaderamente próspera, que pueda satisfacer las necesidades de sus
habitantes, nos interesa a todos.

Según sus predicciones, en 2050 el número de africanos en Europa podría llegar a ser
entre 150 y 200 millones. ¿No está siendo alarmista?

No, eso es lo último que querría ser. Pero para explorar las incertidumbres del futuro solo
se puede partir de lo que se conoce, es decir, de los precedentes históricos. Uno de los
muchos precedentes históricos que analizo en mi libro es el de la inmigración mexicana a
Estados Unidos entre 1975 y 2014: doce millones de mexicanos entraron, junto con sus
hijos, en Estados Unidos, creciendo hasta convertirse en una comunidad mexicano-
americana de 30 millones, es decir, algo menos del 10% de la población de EEUU. Si África
alcanzara ahora un nivel de desarrollo comparable al de México en 1975, entonces
deberíamos esperar un flujo hacia Europa que desembocaría en unos 150 millones de
afroeuropeos en los próximos 30 años.

La población europea está envejeciendo. ¿Puede la llegada de esos millones de


jóvenes africanos ayudar a sostener por ejemplo el sistema de pensiones de
jubilación?

No creo que los jóvenes africanos puedan ser «combustible de jubilación» del Viejo
Continente. En primer lugar, no sólo son homines economici, sino personas reales en busca
de una prosperidad no sólo material. Su bienestar no se garantiza con un cheque. Y, en
segundo lugar, esos jóvenes africanos no pueden corregir el envejecimiento de los sistemas
de seguridad social de Europa porque el índice de dependencia ‒la proporción entre
contribuyentes y beneficiarios‒ no mejorará a causa de su presencia: por cada trabajador
africano que contribuya al sistema habrá que contar también a sus hijos (generalmente son
familias mucho más numerosas que la media europea) y quienes tendrán legítimamente
derecho a la educación y la sanidad públicas, entre otros servicios. Hablar de la inmigración

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como una «necesidad demográfica» es una falsedad, una estúpida falsedad: no se
«reemplaza» a un europeo por un africano quien, a su vez, no se convierte en europeo por
el mero hecho de poner el pie en el continente europeo.

Otra de sus afirmaciones más controvertidas es que cuanto menos integrados están
en Europa los inmigrantes africanos, más favorecen la llegada de nuevos inmigrantes.
¿Cómo y por qué lo asegura?

Las comunidades diaspóricas ‒es decir, los inmigrantes en Europa que quieren preservar su
estilo tradicional de vida‒ constituyen «mostradores de bienvenida» para los recién llegados
que también quieren vivir en Europa como vivían en su país de origen. Aquí funciona una
lógica negativa: cuanto menos integrada está una comunidad de inmigrantes, más atractiva
resulta para los nuevos inmigrantes que no se quieren integrar.

Asistimos en toda Europa al auge de movimientos nacionalistas y de derecha radical


que prometen convertir al Viejo Continente en una «fortaleza» infranqueable para
los inmigrantes. ¿Es eso posible?

Europa ya ha bloqueado a tres millones de refugiados de Oriente Medio en Turquía, y al


menos a 600.000 inmigrantes subsaharianos en Libia. Se han levantado verjas en muchos
lugares y se han firmado muchas «convenciones de inmigración» ‒acuerdos para pagar por
la retención de inmigrantes‒ con varios Estados africanos. Así que sí, se pueden reforzar las
fronteras, pero sólo hasta un límite. El límite es tanto ético como práctico. Europa no será
capaz, ni desde el punto de vista ético ni desde el punto de vista práctico, de contener un
flujo migratorio sostenido desde África al nivel que está previsto que ocurra cuando una
masa crítica de africanos escape de la pobreza absoluta.

Yo no creo en un gran plan como respuesta al desafío migratorio entre África y Europa, sino
más bien en la buena vecindad: uno no tiene por qué estar necesariamente entusiasmado
con su vecino, pero sabe que tiene que llevarse bien con él, así que dejas un margen para
encontrar soluciones cuando tu vecino tiene problemas porque sabes que sus problemas
también son tus problemas. Si ese es el «modelo español», todavía lo apoyo.

Hemos hablado de Europa, pero ¿qué efectos tendrá en África esa emigración masiva?

África está perdiendo, de hecho, a muchos de sus ciudadanos más dinámicos, más
talentosos y mejor educados, quienes están dando la espalda a sus países porque allí no
tienen esperanza en un futuro mejor. Europa no le hace un favor a África dándoles la
bienvenida. El dinero que los migrantes envían a casa no desarrollará África ‒es una ayuda
familiar, no una inversión productiva‒ y, lo que es más importante, no puede llenar el vacío
que dejan esas personas jóvenes y dinámicas. La democracia no florece si no hay una clase

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