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Tiene futuro la democracia?

Autor: Gabriel Tortella

El Brexit, la elección de Trump, el auge de los populismos, los nacionalismos y los partidos antisistema, junto con
las regresiones antidemocráticas en Rusia, Venezuela, Bolivia, Filipinas y varios otros países han hecho que
numerosos pensadores pongan en tela de juicio el futuro de la democracia en el mundo.
La Historia tiene algunas enseñanzas al respecto, pero no muchas, porque la historia de la democracia moderna es
corta. Si bien su gestación se prolongó algo más dos siglos (puede decirse que comenzó con la Revolución inglesa
del siglo XVII), la democracia plena tiene apenas un siglo de existencia. Se estableció precisamente en torno a la
Primera Guerra Mundial (1914-18), si bien algunos pioneros, como Nueva Zelanda y Australia, la implantaron un
poco antes. Aunque los tratadistas discutan sobre la definición precisa, entendemos por democracia el sistema
político en que el pueblo, sin más distinciones que la edad, elige a sus gobernantes; lo cual implica, por lo tanto,
el sufragio universal de ambos sexos, ejercido con periodicidad.
La historia de la democracia, con todo, es curiosa. Inventada y bautizada por los griegos clásicos (más exactamente,
los atenienses), duró relativamente poco tras el siglo IV de la era precristiana. La República romana estableció un
sistema parlamentario semidemocrático, que pronto derivó en dictadura e imperio. Desde entonces hasta el siglo
XX la democracia desapareció de la historia, aunque hubiera algunos conatos aquí y allá. ¿Por qué esta larga
interrupción de unos 23 siglos? Simplemente, porque ni los filósofos ni los gobernantes confiaban en la capacidad
de los pueblos de tomar decisiones sensatas en materias de alta política. Al fin y al cabo, por impresionante que
fuera el caso precursor de la Atenas clásica, el resultado de la primera democracia no fue ejemplar: ofreció errores
flagrantes, de los que el más recordado es la condena a muerte de Sócrates, aunque hubo muchos más.
La resurrección de la democracia en el siglo XX en nuestra era es producto de una evolución secular: la
introducción del parlamentarismo y la Revolución Industrial en Inglaterra pusieron en marcha dos procesos
paralelos: el desarrollo económico permitió, a través de la educación, la acumulación de capital humano en la
población, lo que la fue capacitando para participar cada vez más en la política; esta creciente participación fue
ensanchando las bases del parlamentarismo, de modo que los censos electorales se fueron ampliando hasta
alcanzarse el sufragio universal. De manera concurrente, el crecimiento económico alumbró el establecimiento de
una clase media, cuyo voto a favor de partidos moderados contribuyó a dar estabilidad a las nacientes democracias.
Este proceso, que se había desarrollado gradualmente a lo largo del siglo XIX, se precipitó con la Guerra Mundial
y el triunfo del comunismo en Rusia. El éxito de la democracia en el periodo de entreguerras se vio empañado por
el ascenso de los totalitarismos, que condujo a la Segunda Guerra Mundial. Pero ésta concluyó con triunfo de las
democracias (y del comunismo). Por otra parte, el crecimiento económico ha borrado las antiguas distinciones de
clase. En los países desarrollados, la gran mayoría puede considerarse clase media. La democracia pasó así a ser
el canon político, y la mayoría de los países se fueron proclamando democráticos, aunque muchos de hecho no lo
fueran. Parecía que nos aproximábamos al "fin de la historia" (expresión de Francis Fukuyama), en que la inmensa
mayoría de la población estaría gobernada democráticamente, disfrutando de la paz y el bienestar que el imperio
del Derecho y el Estado de Bienestar conllevan.
Por desgracia, las cosas no han sido exactamente así. En primer lugar, muchos Estados actuales sólo tienen de
democráticos el nombre. Tratan de mantener las apariencias, pero ni el sufragio se ejerce en ellos libremente, ni
hay separación de poderes, ni los gobiernos ceden su puesto de buena gana, antes bien recurren a toda clase de
artimañas (a menudo violentas) para perpetuarse. Además, hay amplios segmentos de la población mundial que
rechazan la democracia, los más importantes de los cuales son los movimientos islamistas radicales (Al Qaeda,
Estado Islámico), que la consideran un sistema ajeno y antagónico a su cultura. Uno de los grandes conflictos
mundiales es hoy el enfrentamiento entre occidente y estos movimientos antioccidentales, la mayoría de los cuales
opone la teocracia a la democracia.
Pero incluso dentro del campo realmente democrático las cosas no son tan idílicas como se creía hace una
generación. Dentro de países de impecable ejecutoria han aparecido movimientos que ponen en duda las bases de
convivencia que se daban por inamovibles hasta hace muy poco. A ellos me refería en el primer párrafo de este
artículo. Y es que la propia esencia de la democracia la convierte en un sistema muy frágil, que puede generar
tendencias autodestructivas. Una de ellas es la tentación del suicidio; se han dado casos de suicidio democrático
que están en la memoria de todos: esto ocurre cuando se vota por un gobernante que está decidido a instaurar un
Gobierno autocrático. Así ocurrió con Hitler en la Alemania de Weimar en 1932, o en Argentina con Perón, o en
Venezuela con Hugo Chávez. Y tantos otros casos ha habido. Las democracias son estables en la medida en que
sus mayorías se sienten satisfechas y seguras y no están dispuestas a votar por un candidato o partido que amenace
la estabilidad del sistema. Pero las sociedades son olvidadizas y, cuando sienten que su bienestar está en peligro,
tienden a ser muy susceptibles a los cantos de las sirenas populistas y a revolverse contra el régimen político al
que tanto deben. Existe en la conducta colectiva una tendencia a dar por hecho un cierto nivel de bienestar e incluso
una mejora continua de ese bienestar, de modo que una pausa en ese crecimiento provoca un movimiento de
rebelión que acostumbra a dar lugar a situaciones de inestabilidad que pueden llegar a poner en cuestión las bases
mismas de la democracia. Por otra parte, y debido a esa desmemoria colectiva, los hijos de aquéllos que bendijeron
y veneraron la llegada de la democracia ya no sienten ese fervor; frecuentemente sienten, al contrario, despego y
hastío hacia la institución, y están dispuestos a echarlo todo a rodar cuando se consideran víctimas de las fuerzas
impersonales del mercado. Se producen así fenómenos como el Brexit, el trumpismo, los nacionalismos, los
populismos y demás aberraciones democráticas.
Por otra parte, raro es el caso en que la democracia produce gobernantes excepcionales. Hoy se oyen con frecuencia
voces lamentando que no tengamos líderes como Churchill o De Gaulle. Desde luego, Cameron y Hollande son
poca cosa en comparación con aquellos gigantes. Pero es que figuras tan excepcionales eran productos de
circunstancias excepcionales, que exigían decisiones valientes y desesperadas. Hoy triunfan los políticos grises
que no lideran sino que van a la rastra, buscando el regate corto que prescriben las encuestas de opinión. O cuya
panacea es el regreso a un pasado en gran parte mítico e irreal, como es el caso de Trump, de los nacionalistas
catalanes o vascos, de los populistas franceses o alemanes, o de los aislacionistas ingleses. La supervivencia de la
democracia exigiría otro tipo de líderes, gobernantes que no persiguieran la reelección de un modo rastrero. Quizá
fuera mejor adoptar mandatos más largos sin posibilidad de reelección, al menos de reelección inmediata. O, igual
que en Estados Unidos, permitir una sola reelección.
Como toda obra humana, el sistema democrático adolece de graves defectos. Los que, pese a todo, creemos que
es la alternativa menos mala, debemos debatir cómo reformarla para salvarla. Renovarse o morir, como murió la
democracia ateniense.

* Economista e historiador, es autor de libros como La democracia ayer y hoy (con L. García Moreno, Gadir) y
Los orígenes del siglo XXI (Gadir).

Disponible en: http://www.elmundo.es/opinion/2017/03/01/58b5bcaa22601dfa348b45b8.html

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