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Cuando el socialismo era conservador, por Thibault Isabel

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Ninguno de los primeros teóricos del socialismo habría pensado, en ningún momento,
considerarse “de izquierda”. El socialismo era entonces una ideología antilibertaria y
antiliberal, con un conservadurismo cultural asumido, preocupado por detener la
delicuescencia moral y la miseria humana alentadas por la economía industrial.

Sabemos que los jacobinos, durante la Revolución, se sentaron, ciertamente durante un


tiempo, en la parte izquierda del hemiciclo parlamentario. Este fue el punto de partida de la
“izquierda” política, aunque todavía no reivindicaba esa denominación. Pero, precisamente
a principios del siglo XIX, los socialistas se mantenían, en general, hostiles al estatismo
jacobino. Frente al Terror de 1793, su localismo federalista los aproximaba incluso a la
Gironda (los girondinos), es decir, al campo conservador moderado. A partir de la
Restauración, la izquierda comienza a identificarse con el partido liberal (por oposición a los
defensores de la monarquía, que se sentaban a la derecha). Una vez más, los socialistas no
tenían ninguna razón para apoyar a este bando. Y cuando algunos de ellos sufran la
depuración, como Proudhon en 1848, tomarán asiento en la extrema izquierda, pero no
establecerán ninguna alianza con los liberales, que les eran tan extraños como los
monárquicos. La noción de izquierda no era un signo de alineamiento identitario común.

Habrá que esperar al affaire Dreyfus para que la división evolucione. En un clima de máxima
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tensión, las líneas ideológicas se redefinirán de forma binaria. Todos aquellos que toman
partido por las clases populares se sitúan en la izquierda; y, por reacción, todos aquellos
que optan por el statu quo se alinean en la derecha. Mientras que el conservadurismo
encarnaba, en los orígenes, un frente antimoderno contra el reforzamiento del poder
central y de la administración estatal, ahora se le asocia a la defensa de los intereses y
privilegios burgueses. El campo liberal, convertido en hegemónico desde el declive del
monarquismo, se escindirá en dos ramas: los liberal-conservadores que se ponen del lado
de los ricos y los liberal-progresistas que se ponen del lado de los pobres. Los socialistas se
reunirán con la izquierda liberal, convertida en “socialdemócrata”, incluso si aquellos
rechazaban inicialmente lo esencial de su programa.

De George Orwell a Christopher Lasch


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Muchos de los pioneros del socialismo eran conservadores, incluso en el campo anarquista.
Esto no significa que fueran de "derecha", porque el viejo conservadurismo escapaba al
juego de la oposición entre la izquierda liberal y la derecha monárquica. Los antiguos
parlamentarios conservadores, que se sentaban habitualmente en el centro, incluso en el
centro-izquierda, se adherían a los valores de la Fronda: ellos retomaban la herencia de la
aristocracia medieval, arraigada en las regiones, próxima al pueblo e impregnada de
espíritu caballeresco. Odiaban a las monarquías dirigistas de las grandes capitales
europeas. Sin ser hostiles a la Revolución de 1789, desconfiaban, por el contrario, del Terror
jacobino y miraban con recelo el surgimiento del mercantilismo burgués. Nacido bajo la
pluma del británico Edmund Burke, esta corriente inspiró, por ejemplo, los pensamientos de
Alexis de Tocqueville en Francia y de Jacob Burckhardt en Suiza. Aunque eran hostiles a las
revueltas obreras, estos filósofos tenían fuertes similitudes con los socialistas, con los que
compartían las principales ideas: rechazo del autoritarismo burocrático, defensa de las
comunidades locales y asociativas, tradicionalismo moral, valorización de la pequeña
propiedad contra el gran capital emergente, etc. Es, en cualquier caso, todo lo que
impulsará a George Orwell y Paul Goodman a definirse, ya en el siglo XX, como “anarquistas
conservadores”, viendo en esta expresión más un pleonasmo que un oxímoron.

La izquierda constituye, en la actualidad, la vanguardia del progresismo, sólo que


interpretado en un sentido modernista e individualista. Cuanto más liberemos las
costumbres, según la izquierda de hoy, más retrocederá el patriarcado capitalista. Sin
embargo, nada prueba que la ideología conservadora le haga el juego al capitalismo. El
historiador socialista Christopher Lasch incluso sostenía lo contrario en los años 70 y 80. El
capitalismo de los orígenes aprovechó la cultura protestante para echar a volar: Max Weber
demostró que la valorización fetichista del trabajo, del ahorro y de la austeridad, era parte
integrante del “espíritu liberal”. Pero el auténtico conservadurismo siempre desacreditó la
atractiva perspectiva del beneficio y la ganancia que fundamenta la lógica empresarial. Y,

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desde la entrada en la sociedad de consumo, es el principio individualista del goce y disfrute
el que mejor asegura el desarrollo del liberalismo. Mientras el capitalismo se inscribía en un
enfoque productivo, como en la época de los grandes patronos industriales, la austeridad
era necesaria y requerida: el desarrollo transitaba sobre la abnegación de los laboriosos
empresarios, indiferentes a su bienestar, centrados en el trabajo y guiados por la
preocupación de transmitir su vasto patrimonio a su linaje. Desde que todas nuestras
necesidades básicas fueron satisfechas, los controladores del capital deben vendernos
sueños para continuar prosperando. La sociedad de consumo se distingue de la sociedad
industrial en que ésta enriquecía a los accionistas gracias al valor añadido de los productos
que nosotros necesitamos para vivir, mientras que aquella enriquece al accionariado
gracias a la comercialización de productos que son totalmente inútiles pero que adquirimos
bajo los efectos de nuestros caprichos o de los condicionamientos del marketing. A este
respecto, el sistema establecido nos conforta en la ilimitación de los deseos, presuntamente
necesarios para el mantenimiento de la prosperidad.

Un innegable conservadurismo cultural


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Resulta ahora difícil comprender que el anarquismo original pudo ser conservador,
olvidando que el libertarismo, durante mucho tiempo, ha constituido una variante
minoritaria de esta escuela de pensamiento. La palabra “liberal” fue creada por Joseph
Déjacque en 1857 para afirmar el carácter igualitario del anarquismo en gestación. Esta
fórmula apareció en una carta abierta a Proudhon. Joseph Déjacque le acusaba de ser la
punta de lanza de un movimiento “anarquista en su término medio”. El objeto del conflicto
alcanzaba el estatuto de los valores: Proudhon pensaba que la moral era el fundamento de
la vida colectiva, mientras que Déjacque daba más importancia a la espontaneidad
individual.

El peso de la moral perdura en muchos socialistas anarquizantes tales como Louis Ménard,
Benoît Malon, Georges Sorel o Édouard Berth. No fue hasta la década de los años 60 cuando
el anarquismo libertario se extenderá realmente en el sentido en que hoy lo entendemos:
la posición de Déjacque se convertirá en mayoritaria en el plano de las ideas, no sólo en la
nebulosa anarquista, sino más allá. Con los movimientos de revuelta estudiantil (y en pleno
desarrollo de la sociedad de consumo), veremos surgir una identidad libertaria específica,
que desborda el marco anarquista histórico. De la lucha contra el poder centralizado
resultará un rechazo a toda obligación o restricción, a cualquier presión comunitaria
exterior, incluso a toda moral, en nombre de un derecho a disfrutar considerado de una
manera absolutista.

Nada más lejos del socialismo de los orígenes, que se inspiraba en un innegable
conservadurismo cultural. Lo nuevo es antiguo, decía Proudhon, y el progreso al que apela

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el socialismo en la reforma del mundo no hace más que devolvernos al curso más
conservador de la civilización: “La humanidad, en su marcha oscilante, retorna
incesantemente sobre ella misma; sus progresos no son más que el rejuvenecimiento de
sus tradiciones”. Es un espíritu muy similar al del socialista Pierre Leroux, el cual deploraba
el declive de los valores aristocráticos que, antes, prohibían la pasión por el lucro: contra la
burguesía mercantil, él apelaba al retorno de las antiguas virtudes nobiliarias.

Los vínculos entre el socialismo y el conservadurismo clásico eran tan estrechos que, a
veces, era difícil distinguir estas dos doctrinas. La auténtica diferencia estaba en el apego de
los conservadores al Estado (aunque en un modo descentralizado), mientras que la mayoría
de los socialistas optaba por un federalismo integral. La otra línea de fractura residía en el
antiliberalismo feroz de los socialistas, que militaban por una generalización de la
propiedad popular, mientras que los conservadores eran muy reticentes a revolucionar el
fondo del sistema económico y se contentaban con tímidas medidas a favor de los
pequeños propietarios de la tierra. Pero se trataba de matices dentro del posibilismo
político. El socialismo antimoderno constituía, en cualquier caso, la rama radical de la
ideología conservadora, de la misma forma que el liberalismo se declinaba entre sus alas
libertariana, orleanista, socialdemócrata y libertaria. Siempre ha existido un vínculo natural
entre el auténtico socialismo y el auténtico conservadurismo. ■Fuente: Éléments pour la
civilisation européenne

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