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Belleza oculta

En las mañanas era común encontrar al Viejo, como cariñosamente


llamábamos al monje más antiguo de la Orden, en el jardín del patio
interno del monasterio, cuidando de las plantas. Su predilección eran
las rosas, a las cuales les dedicaba horas y horas. Siempre que era
posible me gustaba acompañarlo, no por el gusto a la jardinería sino
por las conversaciones proporcionadas. En ese día, una joven fue a
buscarlo. La muchacha se declaró desencantada ante la vida. Nada le
entusiasmaba, sus días eran grises y las personas le parecían
desprovistas de encanto. Confesó que la alegría la irritaba pues le
parecía una tontería. Los días no era más que una sucesión de
errores y frustraciones. No existía razón para sonreír. Al terminar
con sus lamentos le preguntó al Viejo si era feliz. El monje que oyó
todo con paciencia y atención mientras cuidaba del jardín, le mostró
una oruga que tenía en la palma de la mano sacada de las flores, la
guardó en el bolsillo de la túnica para después soltarla en el bosque
y dijo: “Siempre habrá motivos para sonreír; la alegría es una
semilla que puede germinar incluso en el desierto. La alegría es una
elección de la sabiduría y del amor”.

La joven lo interrumpió para decir que todo era demasiado poético y


poco práctico. No tenía sentido que la alegría fuera una decisión,
mucho menos que estuviera relacionada con la sabiduría y el amor.
El Viejo explicó: “El sufrimiento es una elección. La alegría es la
alternativa”. La muchacha se irritó. Acusó de insensible al monje en
relación a los problemas ajenos, algunos muy serios. El Viejo, sin
perder la serenidad, prosiguió: “El problema nunca será el verdadero
problema. El problema es la manera como cada uno decide enfrentar
las inevitables adversidades. Puedes percibirlo como una barrera
insuperable y sentirte frustrada, entonces ahí tienes un problema.
También puedes entender que allí reside una lección de aprendizaje
y superación, en ese caso, estarás ante un maestro. En cada curva
podemos estancarnos o evolucionar. La decisión es personal. Cada
cual viaja en condiciones propias, como heredero de sus elecciones”.
La joven volvió a discordar. Sustentó que el sufrimiento tenía como
fuente razones externas, ajenas a la voluntad de las personas. No
había como evitar eso. El monje, con mucha calma, intentó
explicarle: “Pienso que no. Lo que determina la alegría o la tristeza
es la visión”. Hizo una pausa y comenzó a hablar como si pensase en
voz alta: “¿Dinero? Ya encontré gente feliz viviendo en barrios
pobres, así como personas deprimidas habitando mansiones a la
orilla del mar. ¿Nostalgia? Cierta vez fui a visitar a un amigo
internado para tratamiento de un cáncer severo. Nunca lo había visto
tan feliz. Me dijo que la enfermedad había sido la mejor cosa que le
había sucedió, pues le dio un nuevo sentido sobre valores e
intereses. Agradecía por aquel momento angular en su vida. La
enfermera que cuidaba de aquel sector estaba mal humorada y
lamentaba su suerte por haberse torcido el pie”.

La mujer reveló que había perdido su empleo y, como si no bastara,


el novio había terminado la relación abruptamente, al descubrirse
enamorado de otra mujer. El monje se esforzó para mostrarle un
infinito abanico de posibilidades: “Son situaciones que pueden
parecer el fin del mundo o que surgen como una oportunidad de
renovación para que tu don personal o la magia de la vida se revelen.
Cuántas veces lo que vemos como tragedia no es más que el
universo, en su infinita bondad e inteligencia, intentando corregir
una trayectoria errática, conspirando a nuestro favor, mientras
insistimos en interferir”. Volvió a guardar silencio por instantes y
expresó: “Un error muy común reside en confundir los deseos como
si fueran escalones evolutivos.  No siempre una cosa tiene que ver
con la otra. Entonces, es necesario fracasar para aprender a hacer lo
correcto. Nos demoramos para entender al creer que ya lo sabemos.
Como el ego suele gritar al hacer sus exigencias, tenemos dificultad
en oír los consejos de la voz suave del alma. Por esto es tan
importante el silencio, la quietud y el encuentro consigo mismo”.

“En resumen, alegría o tristeza, definen la visión que cada cual se


ofrece a sí mismo. Orgullo o humildad; vanidad o sencillez; ilusión
o verdad; maquillaje o cura. ¿Qué buscas cuando te observas en el
espejo? Esto define si el mundo continuará siendo un lugar
desagradable o no”.

La joven dio una carcajada. Sarcástica, dijo que aquel discurso era
bonito, pero distante de la realidad. Mencionó que le gustaría
encontrar un único motivo para sonreír. Declaró que su vida era una
tragedia. El Viejo se mantuvo impasible y dijo con dulzura:
“Dificultades financieras, problemas de salud, la muerte de personas
queridas, relaciones afectivas frustradas, sueños negados, muchos
son los motivos de tristeza cuando te observas prisionera de la
situación; o de alegría, cuando percibes la herramienta ofrecida para
aprender a vivir diferente y mejor. La vida precisa de las
decepciones para provocar el cambio en la manera de ver el mundo;
de las dificultades para perfeccionar la manera de andar. Así, de
modo extraño, la vida se vuelve perfecta a través de las
imperfecciones”.

La mujer declaró que perdía su tiempo con aquella conversación.


Tenía cosas que hacer. Antes de salir, acusó al monje de mantener
aquel bello discurso por el hecho de llevar una vida mansa, cuidando
de las flores, sin nunca haber enfrentado un revés. Se dio media
vuelta y partió. Yo quedé perplejo; toda aquella grosería me había
incomodado bastante. El monje se volteó, tomó el alicate y, con
enorme tranquilidad, volvió a cuidar de las flores. Me quedé
observándolo y vi que había paz en su expresión. Una calma
verdadera e irrefutable. Quise observar si sus pies tocaban el suelo,
pues tuve la sensación de que flotaba en el aire. Cuando comenzó a
tararear una antigua canción, me pareció demasiado y como había
visto todo sin decir palabra, resolví entrometerme. Le pregunté si no
se sentía ofendido con la situación. El Viejo me miró sorprendido y
respondió: “De ninguna manera. La descortesía fue de ella, yo la
traté con atención y amor. Le ofrecí lo mejor de mí con sinceridad.
Por ello, no puedo permitir que la desarmonía de nadie desestabilice
mi paz. Permito que la luz ajena me contagie, la sombra jamás”.
“Todo conflicto o decepción puede ser un problema paralizante o un
desafío para la evolución. Este es el poder de las elecciones. La
diferencia reside en la cantidad de luz que está infundida en tu
voluntad y qué virtudes has sedimentado en el ser, así cada cual
narra verdaderamente su propia historia. Queramos o no, la película
de la vida de cualquier persona cuenta una trayectoria de superación.
Toda victoria está entrelazada a fracasos, errores, decepciones,
además del compromiso en intentar de nuevo, una y otra vez. Claro
que lo puedes hacer con tristeza, pero considero más leve e
inteligente usar la alegría”.

Argumenté que algunas personas tenían una vida más difícil que
otras. Para mi sorpresa, el monje paró de podar las rosas, guardó el
alicate y se sentó en el banco de piedra a la sombra de un árbol.
Cuando me miró sus ojos estaban aguados. Le pregunté si estaba
bien y asintió con la cabeza. Después dijo: “Cada cual enfrenta las
perfectas lecciones que le corresponden. La vida entrega los
instrumentos necesarios y las condiciones adecuadas para que el ser
ilumine las sombras que lo habitan. Ni más, ni menos. En esencia,
tenemos que ejercitar el amor a través de las variadas virtudes
existentes. Las virtudes son las herramientas de la Luz, el amor es la
más importante de ellas”. Me miró profundamente a los ojos y dijo:
“Vivir el amor y la alegría al lado de quien amamos, en perfectas
condiciones de convivencia y sin problemas es maravilloso, pero es
para los débiles. A los fuertes les es destinado el desafío de hacer
florecer el amor y la alegría ante las adversidades”.

Le pregunté si la vida había sido dura con él. Una lágrima escurrió
por la piel arrugada del monje. Le pedí disculpas por haber
provocado, sin querer, aquella emoción. Él sonrió y dijo con
dulzura: “Está todo bien. Sólo hay nostalgia donde existe amor. Soy
grato a esto”. Después continuó: “Cuando joven, mis sueños eran
otros, nunca me imaginé haciendo parte de una orden esotérica y
viviendo en un monasterio. Deseaba una vida cómoda y una familia
feliz, ideal bonito de vida, que nada tiene de malo. Estudié mucho,
conseguí un excelente empleo, me casé con una bella mujer y llegué
a la cima de la carrera al conquistar la presidencia de una famosa
empresa multinacional. En seguida mi esposa quedó embarazada y
mis mejores sueños estaban en la palma de mi mano. Recuerdo que
pensé: ‘llegué a lo alto de la montaña’. Sin embargo, el parto se
complicó y en un sólo instante perdí a mi mujer amada y al hijo
deseado”.

Lo interrumpí para decirle que no era necesario continuar, en caso


de que no se sintiese a gusto. Me ofreció una sonrisa dulce y meneó
la cabeza diciendo que no tenía problema. Después continuó: “Como
si no bastara, una crisis financiera de ámbito mundial hizo con que
la empresa en la que trabajaba fuera absorbida por otra. Me
agradecieron por mis servicios, pues yo ya no era necesario allí.
Tuve varias relaciones, algunas muy interesantes; tuve otros
empleos excelentes, pero ya no me sentía a gusto con esto. Conozco
historias de muchos que lo lograron, pero conmigo fue diferente.
Creí que iría a sentirme triste, pero algo había cambiado. Poco a
poco percibí que mi éxito, a pesar de proporcionarme conforto y
admiración, era fuente de ansiedad, insomnio y nerviosismo. En el
matrimonio, aunque amaba a mi esposa, las discusiones eran una
rutina. Con el pasar del tiempo, por algún motivo, en el auge de la
vida profesional y afectiva yo estaba siempre descontento. Vivía un
sueño bonito y deseado por la mayoría de las personas, pero no era
feliz. Sí, atrás de la bella apariencia de un hombre fuerte y eficiente
que conquistó el mundo, era frágil en esencia e incapaz de
conquistar mi propia paz. El motivo era simple: aquel no era mi
sueño y comenzaba a entender esto. Otro era mi campo de batalla.
Al menos en esta existencia. Era preciso reinventarme. Vinieron
nuevos estudios, otros intereses, personas con nuevos valores, la
Orden. Fue una larga caminada hasta llegar aquí, con las dificultades
y alegrías inherentes a todo recorrido, pero diametralmente opuesta a
los sueños iniciales. Todos los problemas, conflictos y frustraciones
se mostraron imprescindibles para que el verdadero sueño se
presentara y aconteciese. La visión se modificó y diferentes se
volvieron las elecciones. Entonces conocí la felicidad de una manera
inimaginable en otros tiempos”.

El Viejo me miró como un padre y dijo: “Es preciso ver la belleza


oculta de la vida. El amor y la sabiduría escondidos en cada curva
cerrada del Camino. Los deseos necesitan frustrarse para que los
sueños se revelen; la vida precisa ser resbaladiza para que
corrijamos la ruta; lo incorrecto es el mapa que nos lleva a lo
correcto. La necesidad bendice la evolución; el problema, cuando es
bien aprovechado, se convierte en el esmeril de la virtud. De lo
contrario, continuaremos confundiendo pasión con amor;
conocimiento con sabiduría; fuegos artificiales con la verdadera
Luz”. Hizo una pequeña pausa antes de finalizar: “Entender la
belleza oculta de la vida significa desarrollar la capacidad de ver el
rostro de Dios en todas las cosas”.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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