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Experiencias profundas

Era muy temprano cuando encontré en el refectorio al Viejo, como


cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden.
Estaba solo y se deleitaba con una generosa porción de torta de
avena acompañada de una taza de café. Sonrió al verme e hizo una
señal para que me sentara a su lado. Llené una taza y me acomodé
en la mesa. Antes de que pudiéramos iniciar una conversación sobre
un asunto cualquiera, apareció otro monje. Él estaba en su primer
período de estudios en la Orden. Así como todos, pasaría cerca de un
mes dedicado a los estudios, reflexiones y debates en el monasterio.
El resto del año estaría al lado de la familia y con sus atribuciones
profesionales. En la Orden había desde panaderos hasta ingenieras
aeroespaciales; hombres y mujeres de los más variados rincones del
planeta, de diversas etnias y edades. Además de joven, este monje
era bastante inteligente y estaba inquieto hacía días. Sin más ni más
le dijo al Viejo que se iría en aquella mañana, antes de haber
completado una semana de estudios. Confesó que, a pesar de
admirar aquel ambiente, donde el conocimiento parecía brotar entre
las piedras de las paredes seculares, conforme dijo, contó sobre
algunos amigos que estaban pasando las vacaciones en Tailandia.
Estaba decidido a ir a su encuentro. No obstante, quería volver a la
Orden el año siguiente, o tal vez, el próximo, resaltó. El Viejo le
ofreció una sonrisa sincera antes de levantarse para darle un fuerte
abrazo. Después dejó que se sintiera cómodo, como hacen aquellos
que poseen la virtud de la delicadeza: “Entiendo tu elección. Si la
edad me lo permitiera, tal vez iría contigo”. El joven rio. Enseguida
prosiguió: “Las puertas del monasterio estarán siempre abiertas,
tanto para ti como para cualquier persona que esté dispuesta a usar la
filosofía y la metafísica como herramientas evolutivas. Vuelve
cuando el corazón te lo pida”. El muchacho le agradeció por la
comprensión y le garantizó que un día regresaría, se dió vuelta y
salió. Bebí un sorbo de café y comenté que el chico estaba
desperdiciando una oportunidad maravillosa. El Viejo discordó:
“Cada cual tiene su tiempo y manera de aprender. Diversos son los
talleres del mundo que forjan buenos maestros. No hay diferencia de
calidad entre ellas. Determinante será siempre el comprometimiento
del aprendiz al transmutar la propia realidad”.
Mencioné que el estudio era indispensable a la evolución. El monje
ponderó: “En parte, sí. El conocimiento es una herramienta de
extrema utilidad para la expansión de la consciencia. No obstante,
sin amor no se llega lejos”.
“A menudo, veo muchos perderse por las veredas de la existencia.
Personas repletas de saber, vacías de amor”. Hizo una pausa como si
tuviera un recuerdo en la mente distante y agregó: “Para que haya
transformación es primordial la disposición de vivir experiencias
profundas, sin las cuales todo conocimiento será de poca valía”.
“Mira la experiencia de la maternidad o de la paternidad, por
ejemplo. Se pueden leer todos los libros sobre cómo educar a los
hijos, estudiar sicología infantil, aplicar modernos métodos de
pedagogía, sin que la experiencia sea revolucionaria para el alma.
Para esto, el amor será indispensable”. Fue mi vez de discordar.
Sustenté que casi todos los padres aman a sus hijos. El Viejo explicó
con su usual gentileza: “Sí, los aman. Sin embargo, sabemos muy
poco sobre ese sentimiento, el amor; la virtud más mencionada de
todas es también la menos conocida”.
“Hay niveles de amor. Desde el no desear mal a alguien hasta lograr
amar al otro como a sí mismo, el amor atraviesa muchos portales
evolutivos. Mira, por ejemplo, cuando un hijo se enferma. Para
algunos padres las noches insomnes no pasan de mero
aborrecimiento; para otros, aunque nunca deseadas, se vuelven
experiencias profundas. La voluntad y la dedicación poseen evidente
influencia en la cura. Tanto del hijo como de los padres”.
¿De los padres? Se me hizo extraño. ¿No eran los hijos los que
estaban enfermos? El Viejo explicó: “En ese proceso, cuando es
bien aprovechado, así que los hijos se curan del cuerpo los padres
alcanzan la cura del alma”. Bebió un sorbo de café para proseguir:
“En las experiencias profundas las percepciones con relación a los
valores de la vida se modifican; cambian la visión y las elecciones.
No hay cansancio que le impida a los padres estar allí, al lado del
hijo. No hay compromiso mayor que los haga abandonar la vigilia o
perder la paciencia con el malestar típico de un niño enfermo. Para
algunos será una noche rica en sabiduría y amor; en aquel momento
pueden empezar a comprender que el amor no es intercambio; el
amor nace en la siembra de la colecta deseada. Ofrecemos el exacto
fruto que nos alimenta sin nada exigir a cambio. Así el amor se
vuelve una experiencia posible y real, no solo versos de la literatura
sagrada. Un sentimiento de infinitas posibilidades, que permite
alcanzar un poder inconmensurable y liberador, a medida que lo
ampliamos más allá de los hijos y de la familia. No obstante, para
quien no posee esa visión, será apenas una noche de sueño perdido”.
Mordisqueó un pedazo de torta y agregó: “No creas que la
experiencia con los hijos es la única vía. Eso sirve para todas las
situaciones difíciles que debemos enfrentar. Ante una mera
obligación, cualquier dificultad no pasa de un gran aborrecimiento.
Sin embargo, cuando hay compromiso, no solo para superar aquel
momento, sino de superarse a sí mismo, nos deparamos con una
experiencia profunda y con su enorme fuerza transformadora”.
Fuimos interrumpidos por la entrada de Anne al comedor. Ella era
una monja de muchos años de estudios en la Orden. Aunque era una
señora de casi ochenta años, unos pocos menos que el Viejo, su
rostro tenía trazos de innegable belleza a pesar de las muchas
arrugas. Existe una vitalidad que, cuando sabemos lidiar con el
tiempo, se transfiere del alma al cuerpo. Sus conferencias eran muy
concurridas dentro y fuera del monasterio. Las diferencias entre el
amor y la pasión era su tema predilecto. Así como en el Viejo, yo
apreciaba la serenidad y la capacidad de resolución de Anne ante las
crisis comunes ocurridas en el monasterio, haciendo con que
problemas considerados graves fueran solucionados de manera
sencilla y desconcertante. Todo es cuestión de que las personas
entiendan si están moviéndose por pasión o por amor, ella no se
cansaba de enseñar. Aún en lugares espiritualizados como el
monasterio, las sombras se presentan. Se hace necesario que alguien,
aunque sea una única persona, encienda un haz de luz para alejar la
oscuridad. El Viejo era así; ella también. Anne era una persona
linda.
Anne nos saludó con una sonrisa e hizo un gesto con la mano para
que no interrumpiésemos la conversación ni nos preocupáramos por
ella. Sirvió una taza de café. Discreta y para no incomodar, se sentó
en una mesa al otro lado del salón, bien alejada de donde estábamos,
no sin antes cambiar una rápida mirada de complicidad con el Viejo.
Una mirada que yo ya había reparado en otras ocasiones, pero
desconocía el origen o la razón.
Le pedí que prosiguiera. El Viejo comentó: “Por eso existen las
tragedias”. Me asusté. Dije que no había entendido. El buen monje
explicó: “Necesitamos experiencias profundas para evolucionar.
Este es el motivo de estar en el mundo. Para no desperdiciar el viaje,
tenemos que partir mejor de lo que llegamos. No obstante, por
descuido o falta de entendimiento, acabamos por envolvernos con
muchas cosas y comprometiéndonos con ninguna”.
“Evolucionar da mucho trabajo y exige esfuerzo. Caer, entender el
golpe, levantarse y aprender a andar de manera diferente. O, antes
del tropiezo, entender que es posible caminar diferente y mejor. Sin
tanto peso, un poco más leve a cada día”.
Indagué qué peso sería ese. El Viejo explicó: “El peso impuesto por
las sombras de la ignorancia, del egoísmo y del miedo. El peso del
orgullo, de la vanidad, de los celos, de la ganancia, de los deseos
insensatos y de las memorias dolorosas”. Como si adivinara la
siguiente pregunta, se anticipó: “¿Quieres librarte del peso? Usa las
virtudes, son los subtipos del amor. Coloca dosis cada vez mayores
de amor en cada gesto, palabra o elección”.
“Evolucionar es cambiar de piel como lo hace la cobra; es ella, pero
no es la misma, pues ahora es mayor y más fuerte. Con relación a
nosotros, no hablo de músculos, me refiero al alma. Más importante
que destruir los muros, es aprender a ver como ellos son pequeños y
así, sobrevolarlos”.
“Evolucionar es expandir la consciencia y ampliar la capacidad de
amar. Sabiduría y amor, juntos, como un elo inquebrantable.
Consciencia se resume en el conocimiento que cada uno tiene sobre
sí mismo y cómo eso altera la manera de interactuar con todo y
todos que lo rodean, modificando la realidad. Amar es buscar las
semillas de la vida, las virtudes, en lo más íntimo del ser para
transformarlas en jardín o desierto de una existencia”.
“No es fácil cambiar de piel. Asusta tener que rasgar la armadura
que aprisiona el ser en sí mismo para la reinvención del yo. Un
individuo diferente y mejor, más sofisticado por su mayor
simplicidad. Negamos, evitamos y, si prestas atención, percibirás
que huimos de las innúmeras oportunidades que la vida ofrece.
Recuerda que no hay transformación sin amor. Sufrimos por
alejarnos del sentimiento que más deseamos. Una paradoja”.
“Me miró a los ojos y disparó: “Amar será siempre la más profunda
de todas las experiencias”. “Sin embargo, no siempre estamos
atentos o dispuestos a profundizar en las regiones abismales del ser.
Remover en las gavetas de las memorias sufridas, limpiar cada una
de ellas, colocarlas en la ventana para que el sol del perdón, la
humildad, la compasión y el entendimiento las iluminen para
siempre y así no precisar esconder secretos incómodos, como si
fuesen la escena de una película que nos da miedo ver. Cada una de
esas memorias mostrará aquel que un día fui, pero que no soy más.
Soy el mismo y a la vez otro porque crecí. Debo entenderme para
amarme; debo amarme para poder amar al mundo. Cuando nos
negamos a vivir esa indispensable experiencia, la vida nos regala
una tragedia. Como un buen maestro le enseña al alumno con la
severidad necesaria la exacta lección para la cual él está listo, pero
que insiste en evitar”.
“¿Es necesaria la tragedia para mi aprendizaje? No. El dolor no es
indispensable para la evolución. El sufrimiento apenas se presenta
cuando me distancio de mí mismo. Cada vez que esto sucede me
alejo del amor. La tragedia es un intento de la vida para recordarme
el amor olvidado o aún desconocido. Es la vida aproximándome a
mi esencia al despertar lo mejor que traigo en mí”.
“Las tragedias personales son enormes desastres para los tontos;
para los sabios serán siempre aprendizajes valiosos. En verdad, solo
existen malas experiencias cuando las lecciones son desperdiciadas”.
En ese momento percibí otro rápido intercambio de miradas entre
Anne y el Viejo. De donde estaba sentada, ella no podía oír nuestra
conversación, pero fue como si un mensaje le hubiera sido enviado.
Paré y los miré a los dos. Una mirada inquisidora de quien quiere
saber de qué hablaban a través del silencio. Ellos se rieron. El Viejo
le hizo una señal a Anne para que se sentara a la mesa con nosotros.
Él le preguntó si recordaba la historia de Monique, a lo que ella
respondió afirmativamente con un movimiento de cabeza. El Viejo
le pidió a Anne que me la contara. La monja fue generosa. Relató
que Monique, una niña alemana, había perdido a sus padres en la II
Guerra. Fue a parar en un orfanato dirigido por monjas, donde
ofrecían poco estudio, mucho trabajo pesado y ningún amor. Por la
noche entraba escondida en la pequeña biblioteca del convento,
anexo al orfanato, para leer libros que le mostraban la posibilidad de
una realidad diferente a aquella que conocía. Sin embargo, Monique
tenía la sensación que el amor narrado en las historias era una
ficción. Aunque una parte de ella lo sentía y deseaba, la otra
afirmaba que el amor no existía. Cuando cumplió la mayoría de
edad, no mostró interés en ingresar a la vida religiosa. Fue obligada
a dejar el orfanato. Abandonada en la estación ferroviaria con el
dinero suficiente para un pasaje y una maleta con pocas piezas de
ropa, escogió embarcar para una ciudad cuyo nombre le sonaba
familiar: Munique.
Fue a trabajar como sirvienta en la casa de una señora muy rica que,
encantada con la belleza de la joven, le mostró a Monique un estilo
de vida del cual ya había oído hablar, pero que nunca pensó conocer.
Fiestas, ropas y bebidas caras, adulaciones y elogios, un ambiente de
seducción y dinero: la prostitución de lujo. Sin demora, la chica pasó
a usufructuar de un mundo donde las relaciones eran efímeras y
superficiales, pero le proporcionaban un tipo de comodidad material
que hasta entonces creía inalcanzable. Dejó que sus sombras
bailaran sobre las burbujas de champaña que bebía. ¿El alma?
Estaba segura que no la necesitaba. Cuando recordaba sus días en el
orfanato le agradecía a la vida por la fortuna que la sorprendía. Tuvo
éxito y fama, tanta, que fue convidada a mudarse a Zurique, en
Suiza, donde atendería a una clientela de millonarios banqueros
internacionales. Estaba convencida de que era uma persona de
suerte.
En el viaje en tren de Alemania a Suiza, compartió vagón con un
muchacho, casi de su edad, que había terminado la universidad en
Inglaterra y pasaba un año sabático para pensar sobre cuestiones
fundamentales a respecto de su propósito de vida y razones de la
existencia. Él le contó a la joven sobre el don y el sueño que tenía
para sí; de cómo esto lo alegraba y lo hacía saltar temprano de la
cama todas las mañanas. Monique quiso saber a qué se refería
cuando hablaba de sueños y dones. El chico le explicó que era tener
un fuerte propósito de vida y desarrollar un talento que lo hacía
especial. Agregó que todos tenemos dones y sueños, pero que
solemos no creer en ellos o en sus poderes. Ejercer el don y vivir el
sueño proporcionan días iluminados y plenos, dándole sentido a la
vida. Cada pequeño logro, aunque mínimo, permite que el alma
participe de la gran sinfonía del universo. Así, encontramos la
belleza que existe dentro de la gente y, en consecuencia, en el
mundo. Monique pensó en los hombres poderosos que conocía y se
le hizo que el joven era ingenuo al creer en bobadas como sueños y
dones. Sexo, dinero y prestigio eran los engrenajes del mundo. Ella
lo sabía muy bien. La vida le había enseñado lo que era bueno y
malo.
Al despedirse, el muchacho le dejó una tarjeta con su teléfono. La
chica, que consideraba toda aquella conversación un desperdicio de
tiempo, por algún extraño motivo, no lo arrojó a la basura. En
Zurique se volvió acompañante de un famoso político europeo.
Cierto día, se desentendieron; discutieron y él la golpeó. Maltratada
tanto en el cuerpo como en el alma, le pidió ayuda a la patrona y a
otros hombres a los que había servido. Una a una, todas las puertas
se le cerraron. Monique, sin saberlo, había pasado una peligrosa
frontera para quien vive en torno de la aristocracia mundana; ella
había osado, por un único día, ser ella misma y no solo obedecer los
deseos ajenos. Y más grave aún, había quebrado una regla capital
que le impedía regresar al juego. Aunque adulta, volvió a los días de
abandono. Era como al final de un show, cuando se cierran las
cortinas y percibimos que todo lo que vimos fue ilusión. Una
historia que no nos llevó a ningún lugar y, sin percibirlo, nos
mantuvo desamparados y frágiles todo el tiempo. Sin embargo,
mientras duró, nos hizo creer poseedores de un poder que, en
verdad, nunca existió. La efeméride típica de los espectáculos
proporcionados por los egos desajustados y distantes del alma.
Vinieron días de incomprensión y, por esto, de mucha rabia y dolor.
Después llegó la tristeza y la depresión.
La interrumpí para decir que, sin duda, aquella había sido una
experiencia profunda. Anne me corrigió: “Esta fue la tragedia
personal de Monique. Aguarda para saber de qué manera ella lidiaba
con los hechos. Esto definirá si la historia se transformará en una
experiencia profunda o será una narrativa triste de superficie, como
tantas que existen en el mundo”.
“Monique se sentía víctima de las circunstancias. Solo le restaba
ejercer la profesión en los rincones oscuros y lúgubres de la ciudad.
Era muy doloroso. Esto le traía rencor y tristeza; a cada noche estaba
más lejos del amor. Por tanto, más distante de aprovechar el
momento como piedra angular de transformación. A veces pensaba
en venganza, otras en suicidio. Un día, pasados algunos meses, al ser
echada por no pagar la pensión en la cual vivía, encontró la tarjeta
del joven con quien había compartido el vagón en el viaje a Zurique
en el fondo de un bolso. Por piedad, el dueño de la pensión le
permitió un último telefonema”.
“Fue la primera mañana de su vida, aunque solo lo comprendería
después. El muchacho la ayudó y la llevó a un lugar donde, en la
época, reunían personas que se habían perdido de sí mismas”. Anne
miró las paredes del monasterio y dio una linda sonrisa.
“Él le preguntó a ella cuál era su don. Monique no tenía ni la
mínima idea de lo que eso significaba. Confesó que no había
prestado mucha atención a la conversación en el tren. El joven
volvió a explicarle que se trataba de alguna habilidad que ella amara
practicar, algo que le diera la sensación de lo que había venido al
mundo para realizar. El don es la herramienta, el ejercicio del sueño
es la confección de la obra: la vida. Adicionó que el don se
manifiesta a través de un oficio, arte o por la caridad”.
“Por impulso, ella dijo que había aprendido a bordar con su madre
cuando era muy pequeña. Es más, era el único buen recuerdo que
tenía de la infancia y le causaba nostalgia; confesó que nunca más lo
había practicado. El joven buscó telas, agujas e hilos para Monique.
Ella insistió en que no recordaba los puntos de costura de los
bordados. El chico le rogó que no desistiera antes de iniciar. Debía
por lo menos intentarlo”.
“Al comienzo Monique encontró muchas dificultades, pero poco a
poco fue recordando las técnicas enseñadas por la madre. Otras le
llegaron por intuición, como un talento nato que florece a medida
que cuidamos de él. Así son los dones. Muchas veces se pinchó los
dedos con la aguja. Sonreía y proseguía. Al inicio los bordados no
estaban muy bien hechos, pero se percibía que la joven tenía
facilidad. Lentamente fue mejorando hasta lograr tejer lindos y
enormes páneles. Siempre bordaba ángeles en ellos; eran como una
firma. Con el pasar del tiempo, al depararse con las obras, las
personas identificaban a la autora por los ángeles bordados. Los
vendía en ferias, después en tiendas, hasta que fue invitada a
exponer los trabajos en una pequeña galería de arte en Barcelona.
Un día expuso en el Museo del Prado, en Madrid. Se había
consagrado como artista. No obstante, nada la hacía más feliz que
continuar bordando prendas para los niños de los orfanatos. Insistía
en que fueran hechos con colores alegres, diferentes de aquellos
oscuros que usaba en la infancia. En ellos también había ángeles
bordados. Por cada niño que vestía en el invierno, ella sentía que su
alma también se abrigaba. Esto la consagraba aún más que cuando
exponía en el museo. Consagrar es ser en conjunto con lo sagrado.
Sagrado es todo aquello que hace a una persona mejor. Así,
Monique vivió una experiencia profunda por la transformación,
superación y plenitud alcanzadas”.
Atónito, balbuceé que yo conocía a aquella artista. Monique era
Anne. Ella me sonrió con dulzura. “Cambié de nombre cuando
decidí renacer. No pienses que me averguenzo de Monique. Por el
contrario, le soy grata; sin Monique Anne no existiría”.
El Viejo comentó: “Monique fue la oruga; Anne, la mariposa.
Enfrentar la oscuridad y la dificultad del capullo con dignidad
desarrolló y fortaleció sus alas. La libertad es un vuelo tan solo
permitido cuando se deja de vivir por pasión para vivir por amor.
Esto será siempre una experiencia profunda”.
Sin que lo preguntara, Anne aclaró: “Pasión es envolvimiento; trae
contrariedad, incomodidad, ansiedad e impaciencia. Amor es
compromiso; enseña la serenidad, la infinitud y la belleza oculta de
la verdad. Pasión es cuando quiero para mí las cosas buenas que
existen en el mundo; el amor me hace querer para el mundo las
cosas buenas que habitan en mí. La pasión trae el afán de la colecta;
amar habla sobre la alegría de la siembra”.
“Amor es todo aquello que hago y me transforma en una persona
mejor. A través del amor me vuelvo sagrada”.
Ella agarró las manos del Viejo sobre la mesa y le dijo: “Ya lo he
mencionado muchas veces, pero soy feliz al recordártelo. Gracias
por haber atendido aquella llamada!”.
En respuesta, el monje apenas le sonrió.

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