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El mito de Pinocho

Era el cumpleaños de mi sobrino Lucas. Como sus padres estaban en


un simpósio fuera del país lo invité a almorzar. Yo lo aguardaba
sentado en la mesa del restaurante, situada en una apacible terraza,
cuando lo vi estacionar la motocicleta. Hacía algún tiempo no nos
veíamos, pero el amor no se borra con la distancia. Lucas era un
joven alto y fuerte. La barba, una tradición familiar, era espesa y
crecía. Él me ofreció una bella sonrisa y, enseguida, me dió un
fuerte abrazo. Estábamos alegres por el encuentro. Ya acomodados
en la mesa, Lucas se disculpó por el atraso. La motocicleta había
presentado un daño cuando salía de casa. Le comenté que había
tenido suerte al encontrar un mecánico que la arreglara rápidamente.
Él me explicó que había resuelto el problema solo. Ante mi
admiración y total ignorancia en asuntos relacionados con motores y
afines, Lucas reveló su enorme pasión por las motocicletas. Me
contó que cierta vez, durante un feriado lluvioso, había desmontado
la motocicleta, pieza por pieza, apenas para entender el
funcionamiento de cada parte; después, la montó por completo.
Sorprendido, le pregunté si el interés por la carrera, él cursaba
Sicología, era igual. Lucas me confesó que este era su gran dilema.
Cada vez le gustaba menos la universidad.
Le sugerí que cambiara de carrera o de universidad. Él admitió que
había crecido en un hogar armonioso, cercado de los cuidados
necesarios para desarrollar todo su potencial. Mi hermano, padre de
Lucas, era un prestigioso sicoanalista y su madre, una sicóloga muy
solicitada, ambos estudiosos del comportamiento humano. Esto lo
había ayudado mucho y hasta le gustaba conversar sobre el asunto.
Sin embargo, no podía imaginarse como terapeuta. Dijo que aunque
reconocía su importancia, le parecía aburrida esa rutina profesional.
Yo quise saber qué carrera le gustaría cursar, pues debía haber
alguna que le interesara. Lucas dijo que el dilema que enfrentaba era
justamente el desinterés en proseguir los estudios académicos.
Soñaba con montar un pequeño taller para poder pasar la vida
arreglando motocicletas. Esta era su pasión y estaba dispuesto a
abrazarla.
Argumenté que él podría estudiar Ingeniería Mecánica, Diseño
Industrial o algo parecido, para que en el futuro proyectara las
motocicletas que tanto le gustaban. Lucas aclaró que no se
imaginaba trabajando en ambientes corporativos, comunes a las
grandes empresas. Quería la vida sencilla e íntima de un pequeño
taller, con contacto directo con las motos y sus aficionados. Fue
imposible no recordar a Lorenzo, el zapatero amante de los libros y
de los vinos, un artesano de rara habilidad, que rehusó reiteradas
invitaciones de marcas famosas de calzados para trabajar con ellas.
Era una forma de ser y vivir.
Lo alerté sobre la fuerte resistencia que encontraría por parte de sus
padres. No por abandonar la sicología, sino por desistir de la
universidad, independiente del curso que escogiera. Tendría que
prepararse para no contar con el apoyo de ellos. Él aclaró que aún no
había conversado con nadie sobre el asunto. Lucas dijo que le
gustaría oír mi opinión. Yo se la expuse con la claridad que me era
posible: “Soy un gran admirador del conocimiento, por la
formidable herramienta evolutiva en que se convierte cuando es
bien aprovechado. No obstante, también soy un férreo
incentivador de sueños y de los dones personales. Aquello que la
tradición oriental denomina dharma, el sendero del aprendizaje
individual, o sea, del karma”.
“Pienso que una cosa no anula la otra; o sea, vivir el sueño y
ejercitar el don no debe llevar a nadie a abandonar el
conocimiento. Al contrario, sirve como perfeccionamiento. No se
debe creer que recorrer el sendero del dharma, del sueño y del don
sea fácil y no exija esfuerzos aún mayores. Aunque abandonemos el
dharma, recuerda que el karma, las lecciones correspondientes a esta
etapa evolutiva, nos acompañará”. Bebí un sorbo de agua y
continué: “En tu caso específico, habrá un desvío radical en cuanto
al estilo de vida. Los estudios siempre deben continuar, aunque
sea de otra manera”.
Lucas dijo que era consciente sobre la lluvia de críticas que recibiría
de la mayoría de las personas, pues cambiaría el refinado ambiente
académico por un taller lleno de grasa y aceite; el sonido de las
palabras que debatían ideas por el ruido de los motores que
necesitan ser regulados. Sabía también que sería más vulnerable a
las condenas por su comportamiento, en caso de que el proyecto que
escogiera para si no resultara. Las consecuencias serían rigurosas,
con un precio alto a pagar, al percibir que sus compañeros de
facultad avanzaron en la carrera profesional mientras él no había ido
a ningún lugar.
Me encogí de hombros y le comenté: “Sí, aquello que denominamos
de precio a pagar no es nada más que los inevitables efectos de
cualquier decisión. Recordando que cuando nos abstraemos de una
actitud, sea por miedo o por indiferencia, también habrá
consecuencias. Considero más sabio cuando decidimos por gusto
o convicción. Causa y efecto es una inexorable ley cósmica de
amor, justicia, equilibrio y aprendizaje. Las elecciones hacen de
cada persona el dios de la propia existencia, al estar
relacionadas con la construcción de la gran obra de la vida, la
evolución espiritual. Por tanto, siempre existirá la necesidad de
perfeccionar las elecciones a través del florecimiento de las
virtudes en el ser y en el vivir, además de requerir expandir, de
modo consciente, el mejor entendimiento sobre sí mismo, como
método eficiente de comprensión del mundo alrededor”.
“En esta línea de raciocinio, un individuo espiritualmente
maduro, con el ego dialogando de manera franca y amorosa con
el alma, más próximos a cada día, nunca lamenta un
acontecimiento indeseado, sino que abraza en reverencia sincera
al maestro que vino a ofertar una lección para su crecimiento”.
Lucas me contó que se estaba preparando para esa decisión
fundamental hacía algún tiempo. Sabía que el trayecto inverso era
más seguro, por contar con el soporte de conceptos culturales
establecidos desde siempre. Concordé con él: “Tengo un compañero
que fue mecánico de automóviles en la juventud, insistió en los
estudios, cursó la facultad de Derecho con enorme esfuerzo y se
volvió un respetado magistrado. Sin duda, un hombre merecedor de
aplausos por sus méritos y victorias. Aunque también sea un sendero
difícil y repleto de valor, es seguro por la admiración preestablecida
que invoca. Cuando recorremos los pasos ya consagrados de la
ascensión social contaremos con mayor comprensión y apoyo. Son
preconceptos casi imperceptibles. Estos nos dominan al no percibir
sus influencias en nuestra manera de pensar. Forman el inconsciente
colectivo. Cuando estamos movidos por las sombras, nos
amarran a sus ideas, como si fueran cuerdas invisibles que nos
impiden actitudes renovadoras. Andar en círculos equivale a no
salir del lugar. Sin percibirlo, esas cuerdas nos manipulan como
a un títere, impidiéndonos ser quienes podríamos ser”.
“La contracultura es el intento de la realización personal en el
sentido inverso del pensamiento social dominante. Un quiebre de
paradigmas que muchos llaman de caos, bobada o locura, pero
indispensable para la evolución”.
El joven se rascó la cabeza y admitió que su deseo era hacer la ruta
contraria, susceptible a los riesgos y críticas por no estar señalizada
y aprobada por los parámetros de ascenso profesional y firmados
dentro de las reglas sociales. Sin embargo, no estaba seguro de
lograrlo. Le ofrecí a Lucas mi visión: “Quien busca apenas una
existencia segura y se rehúsa a enfrentar riesgos, niega la esencia
de la vida. La historia no se interesa en los cobardes, sino que
aprecia el coraje. Aquellos que tienen la osadía de andar en
contravía del mundo, pero en el flujo del universo son los que
revolucionan el mundo al abrir las ventanas, hasta entonces
cerradas, solamente para recordarnos los rayos de sol olvidados
en el rincón de un día cualquiera”.
Lo alerté para no dejarse conducir por mis palabras, pues las
consecuencias de cualquiera de las elecciones que tomara serían
asumidas solamente por él y que ninguna decisión debería ser
tomada antes de estar ampliamente ramificada en su alma; habría
pérdidas y ganancias a ser consideradas. Enseguida, lo cuestioné:
"¿Qué tipo de vida quieres para ti? Existen varias opciones
disponibles. Siempre las habrá”.
Es necesario entender la pregunta adecuada para cada respuesta que
necesitamos. Equivocarnos en la lectura del mapa nos aleja del
destino pretendido.
Lucas volvió a rascarse la cabeza y dijo que ya sabía la decisión que
quería tomar. Confesó que había un vacío dentro de él y comprendía
cómo debía llenarlo. El problema es que estaría muy vulnerable y no
le gustaba esa sensación. Intenté explicarle: “Imposible el coraje
sin la sensación real de vulnerabilidad. El más bravo de los
guerreros apenas se consagra en la lucha al saber que la muerte
está siempre próxima y, aún así, ama las batallas, porque luchar
es su don. Reconoce en cada oponente, no a un enemigo, sino a un
maestro para perfeccionar sus habilidades. Cada manifestación
contraria es un golpe que, cuando es bien aprovechado, lo hace un
poco mejor; por ello, ama a sus adversarios. Él se encontrará varias
veces con el fracaso y con la decepción, pero aprenderá a crecer con
cada uno de ellos. Así, a pesar de las dificultades, los días serán
leves y alegres”.
Fue un almuerzo muy agradable, como lo son las conversaciones en
las cuales abrimos nuestros corazones. Nos despedimos y estuve un
tiempo sin tener noticias de Lucas. En Navidad, fuimos a pasar la
noche en casa de mi hermano, con la familia reunida, como solemos
hacerlo en esa importante fecha siempre que es posible. Yo estaba
radiante, pues mis hijas habían venido para estar con nosotros. Una
común-unión. En síntesis, amor y comunión. Esta es la magia de la
Navidad. Mi cuñada, una persona gentil y bondadosa, había
preparado la cena con mucho cariño. No faltaba nada, salvo Lucas
que no llegaba. Percibí un intercambio tenso de miradas entre ellos
cuando mis hijas preguntaron por el primo. Después de un tiempo,
Lucas llegó y una nube pesada se instauró en el ambiente. Él estaba
ébrio.
Aunque de manera educada, el padre lo reprendió con firmeza. Con
los ojos húmedos, la madre cuestionó el motivo por el cual él se
había involucrado con el alcohol en los últimos meses, algo que
nunca había sucedido antes. Lucas nos saludó con dulzura, como era
su temperamento. Después, fue a sentarse solo en la terraza.
Aproveché la llegada de otros invitados y fui a sentarme con Lucas.
Antes le pedí a mi hija mayor, con su natural buen humor, que se
mantuviera como la guardiana de un portal y, con delicadeza, evitara
la entrada de cualquier persona a la terraza. Ella guiñó un ojo en
aceptación.
A solas, no intercambiamos palabra por largos minutos. Lucas
evitaba mirarme. Fue él quien quebró el silencio para preguntar si yo
sentía pena de él. “De ninguna manera”, respondí. Quiso saber si yo
iba a reprenderlo. “Tampoco”, fui sincero. Enseguida, aclaré: “Vine
para decirte que no me importan los hechos. Quiero que sepas que
puedes contar conmigo siempre”. Lucas dijo que todo estaba
confuso. Pensaba hacer un largo viaje. Estaba seguro de que volvería
mejor. Yo argumenté: “Me encanta viajar, pues me hace un bien
enorme el contacto con otras culturas y me ayuda a extrañar mi casa;
o no. Cuando no extraño la rutina que creé para mí, tengo una
buena referencia para saber qué cambios me son necesarios.
Cuando viajamos, una cosa que debemos tener en mente es que cada
uno lleva a sí mismo en el equipaje para cualquier lugar al que vaya.
Podemos evitar lugares, situaciones y personas, pero nunca a
nosotros mismos”.
En ese instante, sus ojos se encontraron con los míos. Aproveché
para saber de él: “¿De qué huyes?”. Lucas explicó que no era de
qué, sino de quién, él huía. Confesó que no había tenido el coraje de
dejar la facultad de Sicología para montar un taller de motocicletas.
Cuando le contó a los padres sobre su proyecto, fue muy mal
recibido. Ellos se mostraron contrarios a la idea, se pusieron tristes
con la mera posibilidad de tal transición. Lucas dijo que amaba a sus
padres y no quería decepcionarlos. Tenía miedo que con ese cambio
los perdiese para siempre por el alejamiento y frustración que su
decisión provocaría.
Premisas erradas llevan a conclusiones equivocadas. Esta es la
base del juego de engaños. Estos son los pilares del raciocínio que
hacen derrumbar el puente de la vida. El asunto es vasto, pero le
expliqué a mi modo: “Hace poco hablábamos de viajes y de extrañar
nuestra rutina”. Lucas me interrumpió y, de manera educada, quiso
recordar que las rutinas son siempre aburridas y a nadie le gustan.
Dije que aquel discurso era un caso típico de una conclusión errada
porque partía de una premisa equivocada. Le expliqué: “Las rutinas
son pesadas para aquellos que llevan la vida como una
obligación. Se convierten en días increíbles cuando vivimos por
cada descubrimiento. Lo que define el peso o la ligereza de la
vida es cuánto de nuestros gustos y aptitudes colocamos en cada
momento del día”.
“Claro, aleja la insensatez y el desatino de las condiciones ideales
para vivir bien. Esto no existe. Las condiciones existentes serán
siempre las herramientas perfectas para el desarrollo personal.
Cada vez que me conecto con mi interior, me conecto con el
universo. Esta fuerza me fortalece. Las virtudes se presentan, la
consciencia se amplía y las elecciones son simples y claras. Para
cada dificultad existe una oportunidad disfrazada; por tanto, entre
más próximo del dharma más leve será el karma”.
“Dones y sueños son fundamentales por hacer parte de quién soy.
¿Quién nos convenció de que esa no puede ser nuestra rutina?”.
Lucas dijo que entendía mis palabras, pero que jamás tendría el
apoyo de los padres. Él los amaba y no quería perderlos. Aclaré:
“Mientras no seas tú mismo por entero, nunca estarás lo
suficientemente cerca de alguien más. Descubrir quién soy ayuda al
otro a revelarse ante mí”.
“Tus padres necesitan lo mejor que hay en ti. Por tanto, es necesario
juntar las partes de ti mismo abandonadas a lo largo de la existencia.
Aunque ellos sean valiosos aliados en tu jornada, solo tú podrás
recorrerla. No obstante, no olvides que aquellos que ofrecen
resistencia y oposición, también nos colaboran para hacernos
despertar habilidades y virtudes todavía adormecidas”.
“Encuentra tu forma de caminar. Esto es único. Mientras
niegues la esencia de los propios pasos no habrá ningún
camino”.
Lucas lloró mucho. Quiso saber si todavía había tiempo de rehacer
su trayectoria. Por experiencia personal, pude responder con
convicción: “Me encontré conmigo con casi cuarenta años de edad.
Créeme, es un encuentro eterno. Todos los días descubro algo que
desconozco en mí. Nunca es tarde ni demasiado temprano. La mejor
hora se define a medida que nos sentimos listos para los nuevos
descubrimientos que no tienen fin”.
Él me preguntó cómo sabría cuál era el momento correcto. No tuve
duda para responder: “La angustia siempre señala la necesidad de
transformación”.
Lucas sonrió por primera vez aquella noche. Era una sonrisa linda,
que mostraba el poder contenido en un deseo que no se puede
sofocar más. Sería como intentar impedir la llegada de la primavera
para no ver las flores surgir. Enseguida, dijo que se daría un baño y
se cambiaría de ropa. Le dije que le prepararía un café fuerte y le
pedí que no bebiera más alcohol en aquella noche. Lucas explicó
que no ya no lo necesitaba; estaba cansado de huir.
Sus padres se alegraron al verlo bañado y con ropa limpia. La
fisionomía de Lucas era óptima, así como el humor. Conversó con
los invitados y con las primas. La cena ocurrió en perfecta
comunión. En el transcurso de la noche, las personas se fueron
despidiendo. Al final, quedamos apenas mi hermano, la esposa,
nuestros hijos y yo. Lucas aprovechó el momento para comunicar la
decisión de dejar la facultad de Sicología. Abriría el soñada taller de
motocicletas con recursos propios; tenía algunos ahorros hechos en
el transcurso de los años. Mis hijas que nada sabían, se miraron
asustadas, pero a la vez encantadas con aquella revolución personal.
Querían saber más detalles. Las preguntas que hacían fueron
interrumpidas por la indignación de los tíos. La madre del joven le
recordó que ya habían conversado sobre el asunto y habían firmado
una decisión que Lucas se había comprometido a cumplir. Él
terminaría la universidad y después tendría el apoyo de la familia
para seguir la carrera que deseara. Alegó que habían invertido
tiempo y dinero en sus estudios. No era sensato abandonar todo ese
aprendizaje. Lucas aclaró que ninguna educación sería
desperdiciada; esto nunca sucede. Sin embargo, el conocimiento
sería adaptado a una nueva realidad, a un ciclo de vida que se
iniciaría en breve.
El padre, que oía la conversación entre la esposa y el hijo, me miró
con censura y me acusó de sublevar el buen senso de Lucas. Dijo
que en sana conciencia nadie cambiaría una experiencia académica
por una vida desprovista de estudios, como en un taller de mecánica.
Recordó que el hijo era inteligente y culto, con enormes
oportunidades de tener un consultorio reconocido por la cura que
proporcionaría a los pacientes. De lo contrario, tendría una
existencia entre grasa, aceite y motores, sin ningún propósito
edificante. Intenté mostrarle otra visión: “No niego el enorme valor
de la ciencia y de la academia. No obstante, pienso que hay más
sabiduría para todos los dolores en el ejercicio de las virtudes que
en la aplicación de la ciencia. La gentileza de una sonrisa, la
sinceridad de un abrazo, la simplicidad de una buena palabra, la
pureza de una mirada, la humildad de un gesto, la honestidad en el
trato, la compasión ante de una necesidad, la misericordia en
abrigar un corazón afligido, la fe al alimentar la esperanza en
alguien, son atributos sagrados que revolucionan el mundo al
transformar al individuo e iluminar caminos. Hay más poder de
cura en cada virtud aplicada en lo cotidiano que la más sofisticada
fórmula farmacéutica o en el más elaborado tratado científico.
Tales cosas no están en una universidad ni en un taller; solamente
estarán en el mundo si germinan en lo más íntimo de las personas.
Por tanto, es indispensable que el individuo esté bien para que haya
algo en sí bueno para ofrecer. Aquellos que se olvidaron de buscar
las estrellas de la vida en la noche oscura de la existencia caerán
en el abismo de la amargura. No importa la profesión, el saldo
de la cuenta bancaria ni donde vivamos, sin los pilares de los
dones y la argamasa de los sueños no habrá puente para
atravesar el vacío de la amargura. La primavera será
desperdiciada. ¿Qué flores esperar de una persona abandonada
de sí misma, que vaga perdida en el desierto de la propia
existencia?”.
Mi hermano dijo que yo no era más que un filósofo mediocre, un
escritor insignificante y un hombre fracasado. No en vano había
cambiado de profesión una vez y estaba prestes a hacerlo de nuevo.
Yo era un desorientado y una pésima influencia. Su esposa me acusó
de ver a la familia con desprecio dados mis varias relaciones
afectivas que no lograba sostener. Dijo que mis hijas se habían ido a
estudiar en países distantes porque no me soportaban.
Era verdad. No era verdad. Solamente premisas correctas legitiman
conclusiones acertadas.
Las niñas se aproximaron como para decir que no estaban de
acuerdo con aquella acusación. Por diferentes motivos, en aquella
sala, todos tenían lágrimas en los ojos. Reinó un silencio sepulcral,
típico de los velorios que embalan la muerte. Sin embargo, todo
final de ciclo trae en la esencia el despertar de la vida.
Era mi hora de hablar: “Hice muchas elecciones equivocadas en la
vida. Las hice de acuerdo con el nivel de consciencia que yo tenía
en cada época. Todavía las haré, no las mismas, sino otras. Hoy
haré de otra manera muchas de las cosas que hice ayer. El
arrepentimiento tiene el lado luminoso del redireccionamiento
moral. Tuve que ir a la oscuridad para entender dónde está la luz;
lidié con las pasiones más sórdidas para conocer el poder del
amor; le di la vuelta al mundo para comprender el valor de mi
casa. Siempre que puedo transformo en arte aquello que quedó en
borrador. Nuevos momentos, diferentes elecciones. Así es con
todos los que están dispuestos a caminar. Mira hacia atrás y
percibo al hombre que era y que no existe más. Soy yo, pero soy
otro. Soy uno, pero fui muchos”.
“No me asusto. Por el contrario, me alegro. Estaría triste si mirara
hacia atrás y me observara sin ningún cambio; una clara señal de que
no salí del lugar. No hubo evolución. Hay una larga jornada por
delante, los errores sinceros me acompañarán, pero solo los nuevos;
nunca los viejos errores, pues nos vuelven hipócritas al repetirse
indefinidamente. El más vulgar de estos es aquel que nos impide
soñar. El recelo por lo inusitado es el pavor ante el riesgo. Cerrarse a
la osadía es negar la vida. Es el miedo de amarse a sí mismo”.
“Este es el mito de Pinocho”. ¿Cómo así? Todos se preguntaron sin
entender esta última afirmación.
Me expliqué: “Este cuento infantil, al contrario del recuerdo más
común, de la nariz que crece con cada mentira, contiene escondido
el mito de la osadía, de la vida que apenas acontece a través de la
libertad. Recuerden que Pinocho es un muñeco de madera, un títere,
cuyo creador, Gepeto, para hacerlo humano, corta las cuerdas que lo
amarran, limitan y manipulan. El muñeco recibe la oportunidad de
ser un niño cuando comienza a escoger. Seducido por las delicias
efímeras del mundo, comete una serie de errores, se animaliza con
las orejas de asno y va a las tinieblas en la oscuridad del vientre de
la ballena. Conoce el terror de la ignorancia y las consecuencias
afines. Aprende que la mentira nos desfigura al negar el quién
somos. Gepeto lo protege todo el tiempo, no para impedirle que se
lance a la vida sino colocando al Grilo Conversador, que en verdad
es la consciencia que nos acompaña, dialogando con cada elección
del muñeco. Creador y consciencia, dejan que él erre para que pueda
entender la diferencia entre sombra y luz. No obstante, jamás lo
abandonan. Saben que el error transforma y madura. El miedo a
errar desperdiciaría esa linda historia. Recuerden que, al final, el
muñeco de madera evoluciona y al descubrir el propio corazón, el
Hada de la Vida, lo transforma en un niño de verdad. Al contrario de
Pinocho, algunos de nosotros terminamos la historia de la manera
que la comenzamos, como meros títeres. Son los que tienen miedo a
ser osados”.
Las niñas me abrazaron. Nos despedimos sin muchas palabras y
salimos. Estuve algunos días metabolizando la conversación de
aquella noche. Creo que esto le sucedió a todos. Estuvimos mucho
tiempo sin hablarnos. En la Navidad siguiente viajé para pasar las
fiestas con mis hijas. Un año más pasó. Incentivado por la nueva
enamorada, decidí hacer la fiesta de Navidad en mi casa. Llamé a mi
hermano y lo invité, así como a su esposa y a Lucas. Las chicas
también estarían allí.
Cuando llegaron traían una sonrisa sincera. Estábamos alegres por el
reencuentro. No fue preciso ninguna explicación ante lo ocurrido
hacía dos años. Habíamos reflexionado y cada cual extraído la
lección que le correspondía. El amor tiene el poder de pavimentar
senderos para que todos se encuentren. Sin reclamos, mi hermano
me abrazó largamente. Sin palabras, nos dijimos que nos
entendíamos y respetábamos uno al otro, cada uno con su manera y
belleza de ser. Lucas llegó más tarde. Parecía mayor y más guapo.
El aura clara tiene ese poder. Usaba una camisa que traía en el
bolsillo la logomarca de su taller. Estaba alegre y conversador. Nos
contó que había abierto el taller en Vargem Pequena, un barrio
bucólico y casi rural de Rio de Janeiro. Atendía a un nicho de
aficionados por las marcas Harley Davidson e Indian. El negocio
había crecido al punto de tener que contratar ayudantes.
Elogié el logotipo y en broma le dije que en mi agencia lo habríamos
hecho mejor. Él rió y dijo que aceptaba cualquier ayuda. Enseguida,
me miró y me comentó que había retomado los estudios, no en una
universidad, sino en una escuela libre de filosofía. Como todos
estaban curiosos, nos contó que esa escuela estaba inspirada en una
que existía en Palo Alto, California, en los años 60, donde las
personas podían entrar para asistir a cualquier clase. Salían también
cuando lo deseaban. El interés por el conocimiento era el único
incentivo. No había diploma ni el curso tenía fin. Diversas personas
eran invitadas para dar clases y los intereses eran muy diversos. La
filosofía era el eje central. Había clases de historia del arte, física
cuántica para leigos, espiritualidad, astrología, sicoanálisis para
iniciantes y varios asuntos afines. También había asumido ante sí el
compromiso de no parar de leer. Como un ritual sagrado que ayuda
en las infinitas transformaciones, leía todas las noches antes de
dormir. Lucas era la expresión vibrante de la felicidad.
A media noche brindamos. A solas, Lucas dijo que me tenía un
regalo. Cuando abrí la caja, dentro había una llave de rosca,
herramienta común a los mecánicos. Junto, una nota de
agradecimiento por haberlo ayudado a montar el taller. Contuve las
lágrimas para decirle que nada habría sucedido sin su voluntad y
osadía para vivir su don y su sueño: “Nada despierta en nosotros
sin que ya no exista en potencia”. Me encogí de hombros e hice
una broma: “Una lección de Aristóteles”. Él arqueó los labios con
una leve sonrisa y comentó: “En ese curso de filosofía asistí a una
clase sobre Sócrates. Citado por Séneca, el filósofo griego decía que
un individuo puede tener treinta tiranos reprimiéndolo, pero
cuando se libera de sí mismo, todos los demás se deshacen en el
aire. Esclavitud es una palabra que no se conjuga en plural”.
Lucas todavía era muy joven, pero tuve la nítida sensación de estar
ante un maestro que ya había logrado romper las cuerdas que le
impiden a los muñecos de madera conquistar la vida.

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