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El círculo hermenéutico

Heidegger deriva la estructura circular de la comprensió n a partir de la


temporalidad del estar en el mundo. En la tarea de la comprensió n textual, rige
como norma interpretativa la necesidad de apartar las interpretaciones
caprichosas y arbitrarias en virtud de un dejarse determinar por el texto mismo.
No obstante, el sentido de un texto solo puede ser construido por el intérprete en
la medida en que se proyecte un horizonte de espectativas de sentido global a la
par del desarrollo de la lectura en cada una de sus partes que, en todo caso, habrá
de reajustarse conforme avance la tarea.
De tal modo, existe una tensió n fundamental entre la funció n que desempeñ an
ciertos prejuicios y proyecciones de sentido y la posibilidad de dejarse determinar
por el propio texto. Resulta incluso factible que diversos proyectos de sentido
rivalicen en el transcurso del proceso interpertativo. De manera que quien desea
comprender está continuamente expuesto a posibles errores interpretativos que
ulteriormente no se corresponden con las cosas mismas.
Por lo tanto, la tarea del intérprete radica justamente en elaborar proyectos de
sentido que luego deben ser corroborados en el objeto (Gadamer, 2003). “La
interpretació n empieza siempre con conceptos previos que tendrá n que ser
sustituidos progresivamente por otros má s adecuados” (Gadamer, 2003, p. 333).
Dicho en otros términos, la comprensió n así entendida consiste en seleccionar,
entre los proyectos de sentido previos, aquellos que no resultan arbitrarios. Esto
implica que quien desea comprender no puede abandonarse a sus propios
preconceptos, ignorando al texto mismo. El que quiere comprender debe, en algú n
momento de su lectura, dejarse interpelar por la opinió n ajena, el uso lingü ístico
propio del discurso en cuestió n. Es necesario, entonces, atender, ser receptivo a la
alteridad del texto en el desempeñ o del ejercicio hermenéutico. Sin embargo, esto
no implica en modo alguno una actitud neutral o de autocancelació n de las
opiniones propias, sino má s bien se trata de ir asimilá ndolas a las que se
encuentran en el texto; se trata de confrontar las opiniones propias con su verdad
objetiva.
El trabajo de la comprensió n hermenéutica, entonces, consiste en controlar
aquellos programas de sentido previos, con el fin de atender a la objetividad
textual, alejando todas aquellas opiniones y preconceptos que tienden a apartarnos
de las cosas mismas. Sin embargo, esto no significa que todos los prejuicios puedan
ser controlados, ya que muchos de ellos nos determinan de manera inconsciente
(Gadamer, 2003).
Los prejuicios, entonces, deben, en la medida de lo posible, ser traídos a la
consciencia en el transcurso de la tarea hermenéutica. Como se ve, aquí no se trata
de una exhortació n para la eliminació n de todo prejuicio, tal y como acostumbraba
la filosofía de la ilustració n. Por el contrario, se impone una crítica del concepto de
prejuicio que nos permita darnos cuenta acerca del prejuicio iluminista que opera
bajo el concepto peyorativo de prejuicio. Solo a partir de la Ilustració n, el concepto
de prejuicio adquiere, segú n Gadamer, su cariz de sentido negativo. En sí, un
prejuicio no resulta necesariamente ser un juicio falso, ya que aunque previo,
también puede resultar, a la postre, verdadero.
En otras palabras, un prejuicio puede, a fin de cuentas, resultar legítimo (Gadamer,
2003). De acuerdo a la concepció n ilustrada, el efecto distorsivo del prejuicio
proviene de dos causas: del respeto concedido a una autoridad en determinada
materia, o bien es el efecto de nuestra propia precipitació n. Es por ello que la divisa
del iluminismo consistía, precisamente, en poner entre paréntesis los contenidos
de la tradició n para comenzar a regirse por el propio entendimiento, esto es:
pensar por uno mismo, de acuerdo a los dictados de la razó n. Esto es a lo que Kant
denominaba la mayoría de edad respecto del pensamiento. La gravitació n de la
autoridad tradicional es considerada por el iluminismo como dogmá tica, y es el
papel del estudio de los documentos histó ricos poner en entredicho las viejas
interpretaciones. De modo que el pensamiento ilustrado se propone dejar de lado
las tradiciones interpretativas sedimentadas, para juzgar las cosas con el auspicio
de la razó n. Lo que habrá de legitimar la propia opinió n no será ya la apelació n a la
autoridad de la fuente citada, sino má s bien la propia racionalidad de lo que se
sostiene mediante el razonamiento. Aquella autoridad, cuya contravenció n antañ o
se castigaba con la excomunió n o con la muerte, ha quedado finalmente despojada
de su legitimidad propia. La comprensió n no consiste en el mero comentario
explicativo, sino que el intérprete asume la posibilidad de que lo que está escrito
sea falso y por tanto, criticado. El modelo interpretativo a pasado, de tal modo, del
comentario a la crítica. Por esta vía, el concepto de prejuicio ha sido emparentado
por la Ilustració n con la superstició n y el pensamiento mítico. La tarea del
pensamiento racional es justamente el desencantamiento del mundo supersticioso
del pasado, su liberació n del prejuicio y el mito (Gadamer, 2003). Frente a ello, el
romanticismo pretenderá restablecer, por el contrario, la valía de un pasado
idílico, natural, que no estaría mancillado por las pretensiones de la conciencia
analítica. El romanticismo, segú n Gadamer, habrá de invertir completamente los
presupuestos de la Ilustració n, para volver a poner en primer lugar el pasado como
modelo, en contra del ideal de progreso, así como se reviste al mito y a lo
inconsciente de un aura de sabiduría originaria que superaría de este modo al
racionalismo.
No obstante, segú n Gadamer, es justamente esta inversió n del racionalismo lo que
ha perpetrado la oposició n abstracta entre mito y razó n.

“La creencia en la perfectibilidad de la razón se convierte en la creencia en la


perfección de la conciencia mítica y se refleja en el estado originario paradisíaco
anterior a la caída en el pecado del pensar”

Con el romanticismo, emerge una conciencia histó rica para la cual todas las
tradiciones se presentan como contrarias a la razó n; por ello, afirma Gadamer que
el romanticismo constituye, en este sentido, una radicalizació n de la Ilustració n. De
este modo, toda tradició n será considerada histó ricamente. Por la via de la historia,
de la conciencia histó rica, entonces, el romanticismo radicaliza la tendencia
iluminista de poner una distancia frente a las tradiciones y deja de ser una
excepció n para convertirse en la regla. En definitiva, se trata de cuestionar los
modos en que el prejuicio sobre el prejuicio se ha instalado en el pensamiento
historicista y luego, de intentar su deconstrucció n. Para Gadamer, como ya hemos
adelantado, la cuestió n será má s bien determinar y elaborar los criterios de
demarcació n entre prejuicios vá lidos e invá lidos. Uno de los puntos esenciales
será , sin duda, la cuestió n de si autoridad y razó n se oponen de manera absoluta, si
toda tradició n debe conciderarse irracional y debe deponerse en pos de un método
científico universal. Así, el concepto de autoridad llega a considerarse como un
sinó nimo de irracionalidad o incapacidad de servirse de la propia razó n, una
suerte de obediencia ciega o servidumbre voluntaria (Gadamer, 2003). Sin
embargo, el concepto de autoridad no tiene por qué ser pensado de esta manera en
el marco del pensamiento hermenéutico. De acuerdo con Gadamer, es cierto que en
principio la autoridad supone una ligazó n personal entre una autoridad y los
subalternos, pero la obediencia que se pueda observar respecto de la autoridad no
tiene que ser necesariamente consecuencia de una abdicació n de la razó n, sino que
es factible que provenga de un acto de reconocimiento plenamente consciente. En
tal sentido, la autoridad se gana en la medida en que se posee conocimiento de las
propias limitaciones y se considera que una persona determinada posee una
perspectiva má s acertada o má s amplia que, por ende, es recomendable atender.
En definitiva, de acuerdo con Gadamer, lo que fundamenta la autoridad no es el
abandono de la razó n, sino el reconocimiento de que el sujeto autorizado, la
autoridad, sabe má s. Por tanto, la obediencia a la autoridad bien puede ser el
resultado de un acto de libertad completamente racional. Este es el tipo de
autoridad propia del docente y del pedagogo (Gadamer, 2003). La tradició n y las
costumbres, no obstante, no responden a este esquema de obediencia personal,
sino que se trata má s bien de una consagració n anó nima que se impone de manera
objetiva. Pero tampoco se trata de una mera imposició n, ya que las tradiciones y
costumbres suponen, si no una revisió n siempre racional, al menos su cultivo y
adopció n. En ese sentido, aun las costumbres y tradiciones revisten un
componente de libertad en la medida en que se las puede o no respetar. En todo
caso, las tradiciones no subsisten por sí solas, sino que resulta necesaria su
conservació n y transmisió n. De acuerdo con Gadamer (2003), este es el punto en el
que el romanticismo ha acertado con su voluntad de rehabilitar ciertas tradiciones.

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