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VI-Echeverría-NF

Buenos días a todxs. Vamos a seguir con Esteban Echeverrìa, un autor, por definición, fundacional
en la literatura argentina.
En las clases anteriores, habíamos pensado en la metamorfosis o en la refiguraciòn del
romanticismo en el Rìo de la Plata, y en especial, en la obra de Esteban Echeverrìa. Como cuerpo de
ideas y doctrina estètica ingresa como punto de inicio para ejercer la ruptura con la herencia de la
tradición cultural española (propia del período colonial) y colocar a la Argentina en escala universal.
Pero en la asimilación, hay transformaciones y desplazamientos de los modelos y paradigmas
europeos (Francia). Por ejemplo, se distancia de la herencia rousseauniana (Rousseau) que postula
la negación de la cultura por ser corruptiva de la nativa bondad de la condición humana. Asimismo,
la figura del poeta que aparece en Echeverrìa como líder y conductor (ya no como enajenado,
maldito o rebelde) se inscribe dentro del proceso histórico y político (cierto diálogo con la vertiente
francesa que anula el principio de evasión estètica). El poeta asociado a la figura del líder como
intèrprete del cambio y de una época. Asunciòn de un mandato, el artista romàntico es aquel (como
conductor, hacedor o fiat) que ora con absoluta libertad y asume el designio y el compromiso de una
época. Asì entonces, se puede asociar con la dimensión pública del líder político, como aquel que
puede ver y es capaz de interpretar el signo de los tiempos. El poeta como legislador (el que sabe
interpretar o leer los signos, de la raíz verbal lego-legi-leitum en latìn). Ya habíamos empezado a
hablar de El matadero, y señalábamos que era un texto difícil de clasificr por su indesiciòn genérica;
pensando en ciertas lecturas como las de Jitrik , Sarlo, etc., se puede observar un desplazamiento
textual que irìa del cuadro de costumbres al “cuento”; incluso adelantándose a formas narrativas que
aùn eran incipientes en Europa. Lìmite borroso, podríamos decir, porque cuando la ciudad descripta
se abre al campo , o a sus manifestaciones residuales e indecisas (de ahì que el propio autor hable de
suburbio), allí, entonces, comienza la acción. Sin duda emparentado con el cuadro de costumbres
que muestra rasgos tìpicos de una sociedad, heredado del romanticismo español (empalmado en
algunos de sus rasgos con los artículos de Juan Bautista Alberdi en el periódico La Moda y en la
tradición hispánica con El pobrecito hablador (1833), de Mariano Josè de Larra, se desplaza
concentrando en una anécdota que hace la progresión y de la aceleración narrativa su modo de
funcionar. Una anécdota mìnima en cuanto a duración pero encastrada en todo una red significante
sostenida por la descripción, resultante de la actividad observadora y argumental (a modo de
diagnòstico) que ejerce el sujeto de enunciación, al que podemos identificar con la imagen de autor
de Echeverrìa. Fragmentariamente, muy cerca del relato moderno, anticipándose a algunos de sus
rasgos (Poe, el naturalismo francés, Horacio Quiroga), encuentra su eficacia narrativa al apartarse
de las conclusiones morales e ideológicas (desarrolladas en la primera parte del texto)
concentrándose y definiendo a sus personajes a partir de las acciones y, sobre todo, en su modo de
hablar: la lengua toma entonces, cobra un ímpetu fundante, con toda la potencialidad de sus efectos
políticos. Si el narrador o sujeto de enunciación básico penetra en el texto mediante sus
interferencias difundiendo su punto de vista y calificando lo que muestra o narra; luego se concentra
en una acción dramática entre personajes antagónicos. Entonces, en una primera parte donde se
hace un análisis de la sociedad porteña de sus costumbres y de sus morales disociadas, entre lo que
se dice y se actùa, entre la afirmación y la negación de un valor, se denuncia las relaciones y alianzas
de poder entre la Iglesia y el Estado, desacralizando los mandatos de las autoridades eclesiásticas
por sus vinculaciones con los federales. Llegado este punto, se nos presenta de un modo bastante
claro el conflicto político, que es, ante todo, partidario, cuando hay una figura que, como ya había
adelantado, sobresale en la extensión de su poder: Juan Manuel de Rosas. En ciernes de su
aparición en la escena pùblica hacia 1829, el nombre y la imagen de Rosas ejercerà la
transformación indeleble, indeclinable en la pràctica de las palabras, en la escritura y sus registros,
en la historia de las ideas y de la escritura, estètica y política. Hay un segmento màs concentrado
donde vemos en acción una serie de personajes; el Matarife, los jóvenes que juegan con los restos de
un novillo, la comparsa de muchachos, negras y mulatas achuradoras, la chusma, con todo el
cromatismo de la muchedumbre, de la multitud indiferenciada en los rasgos predominantes: la
brutalidad, la ignorancia, la ignominia, pero por encima de todo, la violencia. De los carniceros
cuchillo en mano al fatídico episodio del niño degollado por accidente hay una continuidad, si no
intencional, predecible por las características antedichas. Y entre enlazar al toro que se escapa, a la
diversión en represalia perpetrada sobre el cuerpo del unitario, el temerario y solemne héroe de una
civilización amenazada por el crimen, también hay un solo paso. Asì, el juez del Matadero ( el
matadero, el lugar concreto donde se faenan los animales para comerciar y distribuir las reses), la
Mazorca (el nombre con el que se conocía a la policía de Rosas) Matasiete y el mencionado joven
unitario. No hay nombres propios, solo rasgos que articulan formas imaginarias y colectivas de
segmentos y procedencias sociales. Asì, el texto tiende a la alegorización de los personajes, solo
atributos sin nombre, pseudònimos, signos exteriores y bien visibles: la Patrona (por Doña
Encarnaciòn Ezcurra de Rosas; el Restaurador, por Don Juan Manuel de Rosas). Conceptos,
posiciones políticas y sociales, en este entramado, lo que toma relevancia es una ecuación: el uno (el
de los unitarios), frente al indiviso de la “Santa Federaciòn”. En el desenlace de un relato de ficción
se lee (por ejemplo en David Viñas y luego en Sarlo), una metáfora política, una alegoría de la
situación argentina bajo el gobierno de Rosas. La analogía puntual y metonímica de poder pensar el
país como un extenso espacio asociado a un matadero: donde se animaliza al adversario y se
amputan los cuerpos del enemigo. Y en esa metàfora, los arquetipos sociales que se presentan,
Echeverrìa los hace coincidir con bandos políticos y mundos morales en conflicto. Hay que
mencionar la lectura que hace Piglia de los usos del lenguaje en el texto y del ingreso de la violencia
verbal, antes que la violencia física, y esto tiene que ver con la materialidad política de que està
hecha la lengua y su sentido. Acà Echeverrìa parece representar el mundo del otro, del enemigo. Y el
contraste entre la voz del unitario y la voz coral de los habitantes del matadero exhiben dos
conciencias linguisticas, dos r egistros de la lengua bien diferenciados. “A pesar de que la mìa es
historia, no la empezarè por arca de Noe y la genealogía de sus descendientes como acostumbraban
hacerlo los antiguos españoles de Amèrica, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas
razones para no seguir ese ejemplo, las callo para no ser difuso”. Asì comienza, como saben, El
matadero. Y lo que vendrà después será una historia pero apartada de los modelos del pasado
colonial; discurso del proyecto imperial español. Esa actitud antihispànica y esa mirada distanciada
con los modos d escribir la historia en los tiempos pretèritos de la colonia. Se continùa con la
observaciòn conyuntural de un tiempo presente dominado por la religiosad y la superstición, un
clima que rememora los tiempos coloniales, mediante un tono bíblico atravesado y diría mejor,
constituìdo, por la ironía. La mención de Noè no es caprichosa. Testimonio de un sujeto, implicancia
de la subjetividad enunciante (“la mìa es historia”). Los puntos suspensivos (“…los sucesos de mi
narración pasaban por los años de Cristo de 183…”) dejan abierta la constatación del tiempo
histórico, propiciando una suerte de marco referencial. Y si bien la narración se abre con esa
indeterminación temporal, los puntos suspensivos sedimentan la historia. En esa elipsis està la
historia. Nosotros, como lectores, podemos reconstruir un período, un contexto que se asocia al
segundo gobierno de Rosas (1835-1852) y donde Rosas asume, el 7 de marzo de 1835, por delegación
de la legislatura de Buenos Aires, la suma del poder público. Ese derecho extraordinario le fue
otorgado por la legislatura de Buenos Aries con el compromiso de conservar y defender la religión
Catòlica Apostòlica Romana y sostener la causa nacional de la Federaciòn. Su ejercicio durarìa “todo
el tiempo que el Gobernador considere necesario”. De ese modo, la sanción legislativa no hacìa otra
cosa que habilitar jurídicamente el carácter excepcional de su mandato y acrecentar el poder
omnìvodo de su liderazgo. A su vez, por la referencia textual impuesto por la muerte de la Patrona
del Matadero de la Convalecencia y esposa del Restaurado, el contexto de producción puede situarse
entre 1838 y 1840 (Doña Encarnaciòn Ezcurra muere el 19 de octubre de 1838 y el luto federal durò
hasta octubre de de 1840, cuando Rosas ante una proclama que suplicaba su suspensión, puso fin al
compromiso firmado por los miembros de la Sociedad Popular Restauradora).
En una Buenos Aires en plena cuaresma, una torrencial lluvia (“una lluvia muy copiosa” afirma el
texto que también podemos asociar con el diluvio bíblico), impide que lleguen al Matadero del Alto
las reses que deberían alimentar a la nación. Pero recordemos que el texto indica que son tiempo de
la cuaresma, un tiempo litúrgico en el calendario cristiano destinado a la preparación de la fiesta de
Pascua; se trata de un período de penitencia, purificación y elevación espiritual, donde se ejercita la
abstinencia de la ingesta de carne. Paulatinamente, luego de la perspectiva distanciada e irónica de
ese cuadro de costumbres que domina la primera zona del texto (disolviendo los lìmites del gènero,
hasta tal punto de conectar ensayo y ficción). Seràn descripciones cada vez màs detalladas de que
darán lugar a la escucha de las voces y diálogos de sus habitantes. “Escena para ser vista màs que
escrita”, “cosas que parecen soñadas”, dice el texto. Poco a poco la escritura adquiere una
dimensión narrativa que trasciende el mero cuadro de costumbres (un cuadro que podìamos ver
también ya en Apologìa del matambre) y se proyecta, ahora, hacia una denuncia en clave política y
social concreta, confiriéndole a la textualidad un matiz, como decía, alegórico. Y recordemos, de
paso, que el arte narrativo de Echeverrìa en El matadero, es el arte de la alusión y el sobreentendido
de las correspondencias y las analogías (nunca se nombra a Rosas, no directamente, nunca se
nombra la época sino que se dan pistas que podemos reconstruir. El ingreso de escenas pausadas
por el diálogo o por el griterío coral de sus habitantes, la sintaxis casi oral del relato, la mìmesis del
habla popular, o puesta en escritura de la voz del otro, las puntuales apariciones de Matasiete, la
secuencia de horror en su progresión temática, el diálogo polémico entre el unitario y el juez en las
escenas finales, acercan el texto a una historia propia de un relato realista.

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