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El Catoblepas • número 60 • febrero 2007 • página 1

De compras en el
mercado pletórico
Carlos M. Madrid Casado
¿Es todo capitalista un socialista vergonzante o
todo socialista es un capitalista vergonzante?
Una aproximación materialista al capitalismo{1}
«Cuando adoptamos una perspectiva filosófica, las
sociedades empíricas 'homologadas' como democráticas
quedan sometidas a esta disyuntiva entre cuyos términos
será preciso elegir (no cabe adoptar una posición neutral):
o fundamentalismo o funcionalismo.» (Gustavo Bueno,
Panfleto contra la democracia realmente existente, págs.
29-30.)
Este artículo no pretende mirar hacia el futuro, sino que quiere
mantenerse en el más estricto análisis del presente, tratando
de ver lo que hay... y la tesis que sustenta es, simplemente,
que debe defenderse estratégicamente el capitalismo por
cuanto es lo que hay y es lo más adecuado frente a otras
alternativas. Nada más. Pero nada menos.
1. Capitalismo vs. Socialismo
1. Numerosos filósofos suelen hablar y escribir, muy
alegremente, comparando capitalismo y socialismo, como si se
tratara de dos sistemas económico-políticos perfectos –en el
sentido de bien acabados– y perfectamente comparables. Así,
suele afirmarse que socialismo y capitalismo son contradictorios
e incompatibles, sin término medio, o una cosa o la otra; como
si dijéramos: una organización económica es socialista si, y sólo
si, la propiedad de los factores de producción ha sido
«socializada», expropiada; y, recíprocamente, si hay propiedad
privada de los factores de producción, entonces la organización
no es socialista sino capitalista, y esto aunque el Estado –o la
familia Corleone, o Robin Hood, o Curro Jiménez– se lleven el
diez o el noventa por ciento de lo producido y hagan con ello lo
que les venga en gana.{2}
Sin embargo, a nuestro entender y a fin de evitar ciertas
hipóstasis metafísicas, conviene andar con pies de plomo: no
estamos ante una cuestión de cero o uno sino ante una
cuestión de grado, pues las diferencias entre capitalismo y
socialismo son más graduales que absolutas. Porque en los
países «capitalistas» existen propiedades poseídas
colectivamente por grupos de personas y en los países
«socialistas» no faltan propiedades privadas. Porque, como
poco, el Estado siempre controla algo y siempre hay un
mercado negro más o menos significativo. Coincidimos, pues,
con Arthur Seldon cuando escribe:
«En todos los países del mundo hay elementos de ambos
sistemas. Las naciones capitalistas de Occidente tienen
componentes de socialismo, en algún sentido necesarios
cuando el mercado no puede producir bienes públicos; y las
naciones socialistas del Este europeo han incorporado
elementos capitalistas, imposibles de erradicar porque ni el más
represivo de los gobiernos es capaz de suprimir los mercados
sumergidos.» (Arthur Seldon, Capitalismo, pág. 39.)
Queremos mantener que la diferencia entre un Estado
capitalista y un Estado socialista no es una diferencia entre una
economía completamente libre y una economía totalmente
intervenida, sino una diferencia entre economías libres o
intervenidas en distinta medida, en mayor o menor grado
(porque, por mucho que quiera, el Estado nunca será capaz de
expropiar el cien por ciento de los medios de producción y,
recíprocamente, el Estado siempre controlará alguna
disposición referente a ellos como –pongamos por caso– la
moneda legal que circula). En palabras de Bueno:
«El Estado no sólo establece la moneda como parte
formal del sistema económico. También, en su papel de
Estado gendarme, hace posible que se mantengan a
salvo los mercados de los asaltos de los que
permanecen fuera de las cadenas de producción o
distribución. Mediante la escolarización obligatoria hace
posible la conformación de los individuos como
productores y consumidores; mediante la política de
seguridad social permite la subsistencia (incluyendo el
panem et circenses) de una población que de otro
modo causaría el desplome del sistema. El Estado crea
además las infraestructuras (ferrocarriles, autopistas,
líneas de alta tensión) sin las cuales la economía de
mercado no podría funcionar. En resolución, lo que se
llama «Estado liberal» o «economía libre» (del Estado)
es una ficción que sólo tiene un sentido comparativo
(respecto de los Estados llamados intervencionistas o
socialistas) en el contexto de la gradación de las
involucraciones de las categorías económicas en las
categorías políticas. La diferencia entre un Estado
liberal y un Estado socialista no es una diferencia entre
economía libre y economía intervenida; más bien, es
una diferencia entre «economías intervenidas» [o
«economías libres»], según determinadas
proporciones.» (Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna,
págs. 207-208, cc. nn.)
Resumiendo, a día de hoy, toda economía es mixta. Y ni
siquiera hay una «tercera vía», porque no hay ni una primera ni
una segunda. Todo se resuelve en un continuo no discretizable,
aunque otro tema bien distinto es decidir en qué lado de la
balanza ha de ponerse el contrapeso, o, dicho de otra forma,
cuál es la proporción idónea de la mezcla. {3}
2. Por tanto, de lo que se trata es de elegir entre un-(os)
capitalismo(s) y un-(os) socialismo(s) imperfectos, porque «la
Idea de democracia [léase capitalismo], como la Idea de
comunismo [léase socialismo], resultaría según esto de la
confrontación entre las diferentes sociedades o instituciones
democráticas, o comunistas en su caso, pero no de la
confrontación entre las sociedades empíricas democráticas (o
comunistas) con las Ideas puras de democracia (o de
comunismo)» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia
realmente existente,pág. 58). Y la cuestión clave es, pues, la
siguiente: ¿qué variante funciona mejor, la capitalista o la
socialista? O si se prefiere en términos más filosóficos –porque
la eutaxia es a la política lo que la verdad es a la ciencia–: ¿qué
es más eutáxico, el capitalismo o el socialismo realmente
existentes? Nuestra respuesta no puede dejar de ser
contundente: tirando de presentología, a día de hoy y por el
momento, los Estados más eutáxicos son los Estados
democráticos, capitalistas, dicho esto sin que por constatarlo
materialmente haya de presuponerse gratuitamente que
equiparamos el capitalismo democrático con la forma
económico-política más perfecta, con el Fin de la Historia (han
existido y probablemente existirán sociedades eutáxicas no
capitalistas y no democráticas, advertencia con la que evitamos
los «sofismas de Pericles» –cf. G. Bueno, Panfleto..., pág. 142).
Y, precisamente, esto es lo que a continuación vamos a
argumentar ad rem y ad hominem contra todos aquellos que
confunden la Economía Política con el Monopoly.
2. Primer round: argumentos ad rem en pro del
capitalismo
1. El capitalismo es más «racional» que el socialismo por
resultar más eutáxico, puesto que prácticamente «funciona»,
tanto porque el primero ha creado y crea riqueza de una
manera más estable que el segundo como porque genera
desigualdades relativas y no absolutas (por vía de ejemplo, los
«pobres» españoles de hoy lo son menos que los de hace
treinta años y son mucho más ricos que los pobres de Asia o
África, que a su vez son menos pobres, en términos generales,
que hace treinta años), y que en parte son corregidas por el
Estado de Bienestar –una herencia del socialismo que el
capitalismo, demostrando su extrema adaptabilidad, ha sido
capaz de hacer suya en aras de su propia eutaxia («Regla de
Ford» «El bienestar de los trabajadores forma parte del
bienestar de los empresarios»)–.
2. Los fallos del capitalismo –desigualdad y pobreza relativas,
injusticias, desempleo, inflación, ciclos expansivos y depresivos,
monopolios– son producto de un polígono de fuerzas de gran
complejidad, pero quedan socialmente compensados por sus
aciertos; porque idénticos defectos se presentan, y de modo
manifiestamente más acusado, en el socialismo –
estancamiento, supresión, corrupción, pobreza generalizada,
paro e inflación encubiertos, asesinatos arbitrarios–. Y ¿qué es
más eutaxico, mayor igualdad con menor nivel de vida para
todos o menor igualdad con mayor nivel de vida para todos?
Habrá quien diga que mejor todos pobres por igual que no
todos ricos, pero algunos más ricos. Es el viejo problema de los
grandes ingresos «justificados» en la sociedad socialista de la
escasez, de la miseria, pero «injustificados» en la sociedad libre
de la opulencia, de la plétora. Atendamos a los datos que al
respecto aportaba Helmut Schoeck:
«Si se les cita entonces algunos hechos económicos de la Unión
Soviética, por ejemplo que las diferencias de ingresos entre los
dirigentes y los asalariados bajos de la URSS es de 40 a 1,
mientras que esta relación es en los países occidentales, por
ejemplo en los Estados Unidos, Alemania Occidental, Suiza o
Inglaterra, de 10 a 1, y que los impuestos máximos de los que
tienen grandes ingresos en la Unión Soviética no pasan del
13%, suelen aceptarlo sin protestas y dudas. Pregunto
entonces: «¿No le escandaliza a Vd. que un manager, un
general, un realizador de cine, un director o un profesor cobre
en la Unión Soviética, comparativamente hablando, un sueldo
que es, respecto de los que tienen jornales más bajos, mucho
más elevado que un hombre de su categoría en el Occidente
capitalista?» Pero la exposición de estos hechos no les aparta
de su idea básica: que el caso es diferente, porque los
soviéticos mencionados trabajan para el pueblo (...) en un Plan
que dentro de cincuenta años (si todo va bien, y,
probablemente, a pesar del plan y no gracias al plan) permitirá
que el ruso medio tenga auto, una buena vivienda o una casa.
Pero para los dirigentes y empresarios de Occidente, que han
hecho posibles desde hace ya muchos años aquellas conquistas
y otras muchas, nuestro joven crítico de la sociedad encuentra
que una proporción de 10 a 1 es 'socialmente insoportable'.»
(Helmut Schoeck, La envidia y la sociedad, págs. 228-229.)
En resumidas cuentas, la igualdad del socialismo es la igualdad
a cero. A veces, por desgracia, en sentido literal. Por vía de
ejemplo: no es fácil precisar cómo entendió el cerebro oriental
de Pol Pot, que fue un «ilustre» discípulo de Sartre en la
Sorbona, la obra del desorientado comunista francés, pero
podemos hacernos una idea por los «resultados» de la
revolución socialista que llevó a cabo: entre un tercio y la mitad
de la población asesinada, todas las ciudades arrasadas, la
industria desmantelada, las cosechas quemadas... y los
jemeres rojos acabaron ejecutando a los que llevaban gafas
porque podían leer; realmente, Pol Pot dejó Camboya a medio
camino entre el ser y la nada.
Y, sin embargo, el capitalismo no ha necesitado un Muro de
Berlín para impedir el éxodo hacia el socialismo. La bravata
lanzada por Jruschef en 1956 de que el socialismo alcanzaría y
superaría el nivel de vida del capitalismo a finales de siglo XX
se la ha llevado el viento. Y esto equivale a una demostración
de la eficacia del capitalismo (realmente existente) por
reducción al absurdo de la ineficacia del socialismo (realmente
existido).
3. Además, como contraprueba de la eutaxia del capitalismo
puede apuntarse, como hace Carlos Rodríguez Braun, que «lo
normal en nuestros días es que, tras la histeria izquierdista que
pretende que nos acosa un ciego y vesánico liberalismo
estaticida, esa misma izquierda incorpore valores de respeto a
ciertos grados de libertad económica que antes consideraba
inaceptables» (Carlos Rodríguez Braun, Estado contra mercado,
pág. 61). No en vano, como añade Bueno, «las exigencias de la
eutaxia, del Estado, se imponen en la política real tanto a las
derechas como a las izquierdas, al partido del Gobierno y al de
la oposición, y por eso en democracia el partido de la oposición
asimila, hasta casi confundirse con él, las directrices del partido
que está en el Gobierno, salvo cuestiones de detalle y más bien
propagandísticas» (Gustavo Bueno, Panfleto..., pág. 301).
4. Ahora bien, desde una perspectiva materialista, la defensa
del capitalismo pasa por ser estratégica: se defiende siempre lo
menos malo, renunciando al mismo tiempo a postular fines
para la Humanidad, porque... ¿quiénes somos para dar
consejos al resto de seres humanos?, ¿quién es el majadero
capaz de hablar en nombre de todo el Género Humano? Hacerlo
sería pecar de idealismo. Con esto, pretendemos distanciarnos
de la común afirmación liberal de que el capitalismo, en calidad
de proyección económica del liberalismo, es la ordenación
natural más apropiada de toda sociedad, porque no
entendemos qué se quiere decir por natural. Tan natural nos
parece la tiranía asiria como la democracia ateniense. Incluso,
si nos apuran, diremos que la primera más, porque la tiranía ha
sido –para bien o para mal– la forma más habitual de gobierno.
El capitalismo no es más –ni menos– que una forma de
ordenarse económicamente que –por ahora– funciona.
3. Segundo round: argumentos ad hominem en pro del
capitalismo
1. Nuestra idea al respecto es que, desde el materialismo
filosófico, debe defenderse estratégicamente el capitalismo por
cuanto es lo que a día de hoy funciona y porque, tras el
derrumbe socialista, no hay otra alternativa. Además, el
capitalismo nos permite a ciertos grupos –algunos dirán
individuos, otros dirán instituciones– servirnos del propio
mercado pletórico que lo sustenta para desarrollar nuestros
propios planes y programas; por ejemplo: como las editoriales
producen pletóricamente, tanto podemos comprar y leer en
Editorial Planeta el último libro de magia sexual del Jodorowski
como España no es un mito de Gustavo Bueno. Sin capitalismo,
sin producción pletórica ni mercado pletórico, lo más probable
es que Ediciones B publicara cualquier libro progre antes que,
digamos, El Mito de la Izquierda o La vuelta a la caverna. Es
más, ¿hubiera sido posible, sin riesgo para nuestra integridad
corpórea, difundir y organizar actividades y encuentros
relacionados con el filomat en la URSS del diamat? ¿O, acaso,
hubiéramos acabado todos picando piedras en un gulag por
cuestionar la ortodoxia metafísica del materialismo dialéctico?
Al menos, en las democracias homologadas, lo más que nos
hacen es manipular la información relativa al materialismo
filosófico. Por el momento no hay mártires materialistas. En
resumidas cuentas, por todas estas razones, el materialismo
filosófico debe asimilar cierto funcionalismo democrático-
capitalista (y aquí es donde se inserta la cita de Bueno con la
que abrimos el artículo).
2. Como bien ha venido apuntado Felipe Giménez Pérez en los
Foros de Nódulo, si aplicamos ahora el materialismo histórico al
propio materialismo filosófico, ha de sacarse la conclusión de
que, ¡oh, casualidad!, este último surge simultáneamente con
la economía de mercado en España:
«Para un materialista histórico –y todos somos a estas alturas
materialistas históricos, como somos darwinistas, newtonianos
o einsteinianos– no hay casualidades ni contingencias
históricas, sólo por eso debiéramos establecer alguna conexión
entre ambas realidades. El materialismo filosófico no debe
defender el socialismo puesto que ha fracasado. Debe defender
el capitalismo, puesto que es el suelo de donde brota. Debe
criticar todo lo que es irracional. De todos modos, defender el
socialismo es irracional. Igual que defender el Islam o el
progresismo. (...) Ni la filosofía se identifica con el socialismo ni
el materialismo filosófico se identifica con el socialismo, porque
sería identificarse con la irracionalidad económica.» (Felipe
Giménez Pérez, «Materialismo, liberalismo, conservadurismo y
orden», pág. 19.)
Resumiendo, la cuestión clave es, a saber: ¿qué es lo
«racional», el capitalismo o el socialismo?
4. La distaxia del socialismo y sus presupuestos
idealistas
1. Antes de analizar las causas materiales de la distaxia del
socialismo, vamos a estudiar de cerca sus causas formales: sus
componentes idealistas, armonicistas, muy relacionados con los
errores de Marx como economista (aunque, de todos modos,
siempre ha habido aquí algo que los marxistas místicos pasan
por alto y es aplicar el propio materialismo histórico –que, por
descontado, aceptamos– a la obra marxiana: ¿cómo pueden
conjugarse sin contradecirse el carácter proletario de la obra de
Marx con la supuesta cientificidad burguesa que para ella se
reclama?).
2. Marx se basa en la (falsa) teoría del valor-trabajo que tomó
de sus maestros, de Smith y Ricardo (la teoría de que valor de
una mercancía proviene únicamentedel trabajo necesario para
producirla, que Marx consideraba homogéneo en todos los
casos, como si fuese lo mismo –argüía Böhm-Bawerk– el
trabajo del escultor que el trabajo del cantero...). Esta teoría,
que supone una simplificación inadmisible, por grosera, de la
realidad, es sin embargo la piedra angular del sistema
económico de Marx y, por extensión, del socialismo: sin ella, la
defensa teórico-científica de la «plusvalía» y la «explotación»
de los trabajadores por los empresarios resulta sencillamente
imposible. Además, Marx escamotea sistemáticamente el
problema económico fundamental, es decir, cómo se resuelve o
se lleva a cabo la producción económica en la sociedad
comunista, en la que reinará –promete, aunque no se sabe
cómo– la abundancia, pese a que por no haber no habrá ni un
sistema de precios. El gran error del socialismo marxiano es
querer eliminar algo tan fundamental como los precios, porque
eso supone condenarse a dar palos de ciego e impedir toda
posibilidad de hacer cálculos racionales a la hora de utilizar los
factores de producción. El dinero que hace posible el sistema de
precios es, desde el punto de vista económico, uno de los
inventos más importantes de los últimos tres mil años. Y algo
parecido debería decirse de la Bolsa, por más que protesten los
anticapitalistas que no la entienden. La función esencial de la
Bolsa no es el juego de la lotería sino la estabilización de los
precios futuros. Sin el mercado «especulativo» de la Bolsa, un
agricultor no tiene más remedio que esperar a recoger su
cosecha y llevarla al mercado para saber si va a obtener un
beneficio o una pérdida, si podrá comer ese año o pasará
hambre y si podrá pagar o no las deudas contraídas. La Bolsa
facilita a nuestro agricultor una información (incompleta, es
cierto) que le hace posible mejorar su capacidad de
supervivencia al permitirle asegurarse la venta con el fin de
optimizar ganancias. La idea socialista de suprimir el sistema
capitalista de precios, y no digamos ya el dinero, es, pese a las
promesas marxianas de abundancia, un auténtico disparate.
Este armonicismo implícito y explícito del socialismo marxiano
(y de todo socialismo, y también de múltiples versiones del
liberalismo capitalista) ha sido denunciado por Bueno:
«El gran capitalismo industrial, como el socialismo marxista
(sobre todo en su versión soviética), no podrían por menos de
asumir alguna forma de concepción monista de la Naturaleza y
de la Humanidad. Por tanto, la confianza en una 'ley' sobre el
destino infalible que solía acogerse a la bandera del Progreso.»
(Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, pág. 347.)
De hecho, Böhm-Bawerk ya lo dejó escrito en 1896, fecha de
publicación de La conclusión del sistema marxiano. Hacia el
final del libro, escribe lo siguiente:
«El sistema marxiano tiene un pasado y un presente, pero no
puede contar con un futuro duradero (...) En el campo de las
ciencias naturales, una obra como la de Marx sería hoy
imposible. Ha podido adquirir influencia, una fuerte influencia,
sobre las ciencias sociales que aún se encuentran en un estadio
infantil, y probablemente la irá perdiendo lentamente, muy
lentamente. Lentamente porque sus soportes más sólidos no
están en la mente convencida de sus defensores sino en sus
corazones, en sus deseos y esperanzas.» (Eugen von Böhm-
Bawerk, La conclusión del sistema marxiano, pág. 170, cc. nn.)
3. Yendo a la articulación lógico-material de esta nebulosa de
ideas, comprobamos que el socialismo no ha funcionado ni
funciona porque es irracional, porque carece de racionalidad
económica. El socialismo impide el cálculo económico, esto es,
impide saber si los proyectos que se llevan a cabo son o no son
«económicos», es decir, impide saber si se está generando
riqueza o si, por el contrario, se está derrochando la que ya se
tiene. Si la Unión Soviética llegó a durar setenta años fue
porque Lenin retrocedió a tiempo en su proyecto puramente
marxiano de eliminar los precios y porque los burócratas
continuadores tomaron siempre como guía de referencia los
precios internacionales. De lo contrario, la ruina habría sido
inminente.
Un empresario, si decide llevar adelante un proyecto, es porque
prevé(acertada o equivocadamente, eso lo decidirá el mercado)
que el valor de lo que va a producir es superior al valor de los
factores –tierra, capital y trabajo– que va a utilizar. Si el valor
de lo producido es inferior al de los factores de producción,
entonces se ha derrochado una parte de éstos y se tendrá que
cerrar la empresa con pérdidas (con la consecuencia de una
reducción en la riqueza nacional). Si es superior, se obtendrá
un beneficio, que es la señal de que el cálculo económico era
correcto. Es el mercado el que pone cada plan o programa
económico en su sitio. Puro darvinismo materialista. Y esto es
precisamente lo que el idealismo socialista no asume: la
generación de riqueza no es algo «automático», no basta con
trabajar para generar riqueza. Las buenas ideas nunca son
suficientes, porque los hechos propicios también son
necesarios. El proceso económico no sólo depende del sujeto
sino también del objeto. Generar riqueza depende de múltiples
factores, además de los propiamente productivos: depende de
la demanda del bien que se va a producir, pero también
depende de la oferta de otros bienes o servicios sustitutivos,
amén de otros mil factores sociales coyunturales. Hay que
calcular bien, hay que trabajar bien y, además, por así decirlo,
hay que tener la suerte de que las cadenas causales que anuda
la ley darvinista del mercado no sólo no obstaculicen sino que
impulsen nuestros planes o programas. «La competitividad es,
desde luego, la ley darwiniana del mercado pletórico» (Bueno,
Panfleto..., pág. 189). En resumidas cuentas, lo mismo que un
educador puede educar o maleducar a un alumno, un
empresario o un trabajador pueden generar o derrochar
riqueza.
4. Revisemos varios ejemplos de socialismo(s) distáxico(s). En
primer lugar, sin duda, habría que hablar de la URSS desde una
perspectiva materialista:
«Si la Unión Soviética se derrumbó –dirá cualquier teoría
materialista– no fue tanto a impulsos de los deseos de libertad
y de verdad de sus ciudadanos, cuanto a consecuencia, por
ejemplo del fracaso de la política económica y agrícola de los
planes quinquenales y septenales (la cosecha de 72); fracasos
determinados además, no sólo por motivos «internos»
(indispensable crecimiento de una burocracia capaz de llevar
adelante los gigantescos planes centralizados) sino también
«exteriores» (el cerco internacional, la guerra fría y la
necesidad de la «sangría» permanente de las industrias de
guerra).» (Gustavo Bueno, Prólogo a «Miseria de la Novedad»
de Pedro de Silva, págs. 42-43.)
En efecto, no cabe explicar el derrumbe socialista recurriendo a
explicaciones dogmáticas, nostálgicas de un paraíso soviético
cercado por un malvado capitalismo, sino atendiendo a los
hechos y remontándonos hasta los principios económico-
políticos que provocaron el desplome.
Una segunda ilustración de lo que decimos –y podríamos poner
muchas otras en el mismo sentido– la tenemos en nuestro
propio país. Hace ya muchos años, era más barato traer carbón
de Polonia, en avión, que extraerlo de las minas asturianas. En
una economía capitalista como la española, los beneficios de las
empresas productivas compensan las pérdidas de las empresas
improductivas. Pero en una economía socialista como la
cubana, la situación es la inversa: no es posible el cálculo
económico al sólo existir un sistema de precios-sombra,
predominan las empresas improductivas, todo lo que se
produce se consume (y aún falta), no hay ahorro, sin ahorro no
hay inversión, el capital no puede ser renovado, la producción
desciende en cantidad y calidad, y la consecuencia inevitable es
el empobrecimiento. Al principio, el empobrecimiento puede
disimularse recurriendo al endeudamiento exterior, pero el final
es siempre el mismo: el socialismo hecho carne entre los
cubanos: esto es, la miseria más objetiva. Tomar al asalto una
empresa y repartirla entre los pobres hará que los pobres se
coman los beneficios y desaparezca la empresa. «Pan para hoy
y hambre para mañana». Ya lo sabían los escolásticos
españoles y, con ellos a la cabeza, Domingo de Soto: «Asno de
muchos lobos pronto es devorado».
5. La eutaxia del capitalismo (I): fundamentación
material
1. Tras estudiar la distaxia socialista, tenemos que enfrentarnos
con la eutaxia capitalista. Si rechazamos la fundamentación
liberal del capitalismo, tenemos que aportar otra
fundamentación distinta que dé cuenta y razón de su eutaxia.
Nosotros vamos a proponer una fundamentación de signo
materialista. Simplificando mucho, a la hora de engarzar las
tres piezas centrales del sistema capitalista (a saber: la
eutaxia, el mercado y la democracia), caben dos posibles
reconstrucciones límite:
1. Fundamentación de raigambre idealista:
2. democracia → mercado → eutaxia
3.
4. Fundamentación de raigambre materialista:
5. mercado → eutaxia → democracia
Dentro de la rúbrica (A) entrarían la mayoría de
fundamentaciones liberales al uso –colindantes con el
fundamentalismo democrático–: si nuestro sistema económico-
político es eutáxico, es gracias únicamente a que disfrutamos
de una democracia; recíprocamente, la eutaxia y el mercado
sufrirán en la medida en que aparezcan déficits democráticos.
Es decir, la democracia y la libertad política constituyen la
causa primera de la eutaxia capitalista (así lo afirma, por
ejemplo, el economista norteamericano y premio Nobel de
economía Milton Friedman).
Dentro de la rúbrica (B) entrarían la minoría de
fundamentaciones materiales –colindantes con el funcionalismo
democrático–: si nuestro sistema económico-político es
eutáxico, es antes en virtud del buen funcionamiento del
mercado que de la democracia. Brevemente, la democracia no
es la causa sino el efecto de la eutaxia. En palabras de Bueno:
«La línea de las decisiones subjetivas puede dibujarse, a veces,
a contracorriente de las líneas objetivas atribuibles a la eutaxia
(la voluntad popular puede estar «equivocada» o «fanatizada»,
eligiendo, por ejemplo, plebiscitariamente a un Führer capaz de
llevarle a la ruina); pero la línea de las composiciones objetivas
no puede ir a contracorriente de las líneas subjetivas de
quienes tienen que realizarla. Pues esto convertiría aquellas
líneas objetivas en líneas puramente virtuales o utópicas. (...)
Si se defiende la racionalidad política en función de la eutaxia
objetiva, sólo en el caso en el cual las decisiones subjetivas
estuviesen de acuerdo con las líneas racionales objetivas
supuestas cabría hablar de racionalidad política; pero esto no
tiene por qué ocurrir, es decir, la «voluntad unánime» no es
infalible. ¿Quién se atrevería a defender la tesis de que la voz
del pueblo es la voz de Dios? Es por tanto pura metafísica,
teológica o secularizada, suponer que las urnas expresarán
inmediatamente la racionalidad de una voluntad política del
pueblo. (...) La democracia, en suma, no es en estas
circunstancias la causa de la eutaxia política cuanto el efecto o
síntoma de esta eutaxia (como lo era, en el sistema feudal, la
ausencia de motines campesinos o la ineficacia de los mismos).
(...) De otro modo, las democracias parlamentarias no
garantizan por sí mismas la eutaxia de las sociedades políticas
que no reúnan a su vez las condiciones mínimas cuanto a los
problemas económicos, jurídicos, religiosos, &c., propios y
derivados del contexto internacional.» (Gustavo Bueno, «La
Ética desde la Izquierda», pág. 30.)
Si bien nunca han existido sociedades políticas democráticas no
capitalistas, es cierto que han existido –contra las tesis de
Milton Friedman– sociedades políticas eutáxicas con economía
de mercado pero sin democracia. Por ejemplo, Singapur, Corea
del Sur o el Chile de Pinochet. Aunque a medida que se
desarrolla el mercado y crece con él la eutaxia, el capitalismo
precisa desplegarse como democracia política.
2. Desde esta vertiente, la Idea que preside la transformación
de las sociedades políticas no democráticas en sociedades de
constitución democrática es antes la Idea de libertad «objetiva»
que la Idea de igualdad o de fraternidad. La Idea de «libertad
objetiva», que bien podría llamarse «libertad capitalista», por
cuanto es la condición última de posibilidad y sostenimiento de
la eutaxia del mercado y con ella de la democracia en que
vivimos, consiste en una libertad de especificación, para elegir
entre los diferentes bienes que pletóricamente ofrece el
mercado.{4} Cuando el socialismo entra por la puerta, la libertad
objetiva salta por la ventana ...y la eutaxia económico-política
acaba en la Luna.
Ahora bien, en otro punto, cierto es que el Estado de Bienestar,
que es el modo según el cual llega a coordinarse el mercado
pletórico con la democracia en el capitalismo, nunca alcanza a
todos. El mercado nunca es «pletórico» en el sentido de
abundancia para todos. La clase de consumidores es isomorfa
con la clase de votantes y, por supuesto, ésta no incluye a los
inmigrantes, pero ellos se juegan la vida para poder tener
acceso a ese mercado supuestamente «pletórico». No obstante,
el reconocimiento de estas contradicciones capitalistas no
impide –desde un punto de vista funcionalista, no
fundamentalista– añadir que el capitalismo democrático sigue
siendo la mejor opción, «no en el sentido de lo que la realidad
permite en la aproximación a la Idea pura sino en el sentido de
lo que la realidad posibilita en el proceso de alejamiento del
despotismo o la tiranía» (Bueno, Panfleto..., pág. 33).
6. La eutaxia del capitalismo (II): trituración de los
componentes metafísicos del liberalismo
1. Y, ¿qué decir del liberalismo desde las coordenadas
materialistas que nos han servido para localizar el capitalismo y
la democracia? Varias cosas. Entre ellas, hasta donde
alcanzamos a ver, que el materialismo filosófico puede coincidir
con el liberalismo filosófico en lo prudente de defender el
capitalismo económico y la democracia política frente a otras
opciones menos eutáxicas –como, por ejemplo, las opciones
«progres» o «islamistas»–, sin perjuicio de que
simultáneamente se critiquen duramente ciertos principios
liberales profundamente metafísicos como son el individualismo
metodológico, la libertad individual o la inclinación a confundir
ética, moral y prudencia. En suma, hoy por hoy, cabe la
posibilidad de un acuerdo de mínimos en la práctica, pero
jamás en la teoría. Sin embargo, algunas dificultades nos salen
al paso y requieren ser diagnosticadas, aunque no estamos en
condiciones de despejar todas las incógnitas.
2. Desde el materialismo filosófico, como ha subrayado
recientemente Javier Pérez Jara en su artículo «Cuestiones
relativas al Socialismo, la Izquierda y otras categorías políticas
desde la perspectiva materialista», IZQUIERDA =
RACIONALISMO + UNIVERSALISMO, siendo posible identificar
esta última nota con una suerte de socialismo. Ahora bien,
según Gustavo Bueno, este socialismo no habría de ser
entendido necesariamente como un socialismo
específico,socioeconómico, encaminado a una determinada
acción sobre los medios de producción, puesto que:
«Si un Estado está controlado por una oligarquía nacional o
multinacional, la izquierda, por su variable socialista, tendrá
que orientarse en el sentido de la estatalización de las grandes
empresas productoras o comerciales; si el Estado es socialista
(en cuanto al control de las grandes fuentes de producción y
distribución) la izquierda, por su variable racionalista, y en
determinadas circunstancias (en las cuales la socialización
burocrática haya conducido a situaciones «irracionales») podrá
defender la privatización en algún sentido, precisamente para
devolver la posibilidad de que actúen otros mecanismos de la
razón dialéctica. (...) No parece posible erigir, en general, en
«seña de identidad» izquierdista, a una política de
nacionalizaciones, en cuanto opuesta a una política de
privatizaciones.» (Bueno, «La Ética desde la Izquierda», pág.
30).
Eliminada la característica socioeconómica, sólo cabría hablar
de universalismo como socialismo genérico (en cuanto crítica al
individualismo extremado). Pero, a nuestro entender, este
último concepto dista mucho de ser un concepto claro y
distinto, y plantea más dudas de las que resuelve. En efecto,
¿hasta qué punto es distinto si se solapa con el universalismo?
El universalismo es social pero no socialista, a menos que –
como señalaba Hayek– prolonguemos gratuitamente «social»
en «socialista», visto que no cuesta nada; pero conviene no
enredarse en la retórica de aseverar que todo principio social
es, en el fondo, socialista. Y, más aún, ¿hasta qué punto es
claro si cabe hablar incluso de un «capitalismo socialista»?
«Una gran empresa industrial multinacional capitalista
representa, en el conjunto de las sociedades humanas de un
período histórico determinado (o si se prefiere de su «clase
universal»), una socialización de los medios de producción tan
importante históricamente como pueda serlo la socialización
llevada a cabo en un Estado minúsculo. (...) Desde nuestro
punto de vista, el capitalismo se nos revela también como un
socialismo genérico, es decir, como un gigantesco proyecto de
socialización de las sociedades feudales del Antiguo Régimen a
las que llegó a destruir. El capitalismo logró establecer el
contacto social entre los pueblos más diversos y alejados,
universalizando el mercado, socializando el comercio y
universalizando los idiomas y la democracia. Tampoco puede
olvidarse que una gran parte de los métodos capitalistas
inspiraron la propia política de la Unión Soviética.» (Gustavo
Bueno, «Notas sobre la socialización y el socialismo», pág. 2.)
¿Pero acaso no suena «capitalismo socialista» a «círculo
cuadrado»? Sospechamos que el propio Bueno capta la tensión
inherente al concepto de socialismo genérico cuando escribe:
«Como característica genérica de la «función izquierda»
tomaremos aquí la Idea del «racionalismo universalista».
Generalizamos así la definición de la característica de la
«función izquierda» que utilizamos hace unos años . En aquella
ocasión, y en las coordenadas «nacionales» en las cuales se
mantenía el debate de entonces, nos acogimos a los conceptos
de «racionalismo» y de «socialismo», como componentes más
significativos de la característica que buscábamos. En la
presente ocasión, mantendremos el «racionalismo», pero
sustituiremos el «socialismo» por uno de los componentes más
genuinos del concepto de socialismo racionalista, a saber, el
«universalismo». El término «socialismo» (una vez
desaparecido el «socialismo realmente existente», en la forma
en que se presentó en la Unión Soviética), ha ido hoy
aproximándose indisolublemente, en España y en Europa, a
determinados partidos políticos (los partidos socialdemócratas)
que, tras su gestión en el gobierno (que introdujo a España en
la OTAN y en la Europa del «Estado del bienestar» y de la
«calidad de vida») no tendrían por qué tomarse como la
izquierda por antonomasia.» (Gustavo Bueno, «En torno al
concepto de izquierda política», pág. 20.)
Así pues, parece mejor referirse únicamente a universalismo, a
socialismo universalista, a capitalismo universalista, &c.
3. Hechas estas precisiones conceptuales, pasamos al siguiente
punto: estudiar si el materialismo puede coincidir con el
liberalismo en la defensa (estratégica) del capitalismo, sin que
por ello haya de renunciar a hacer una crítica demoledora de
las numerosas premisas metafísicas en que el último se
sustenta. Inmediatamente nos topamos con esta barrera: si el
materialismo filosófico es incompatible con cualquier clase de
derecha política, habrá que estudiar si el liberalismo filosófico
queda englobado dentro de la derecha o, acaso, existe alguna
versión liberal que haga suyo el par de características
funcionales de la izquierda: el racionalismo y el universalismo.
Por un lado, observamos que existe un liberalismo racionalista,
escondido muchas veces tras las filas de la derecha de corte
burgués o anticlerical:
«En cualquier caso, el racionalismo no es una nota exclusiva de
la Izquierda, puesto que, a pesar de Lukacs, también hay un
racionalismo de derechas. Pero con el socialismo ocurre otro
tanto: hay un socialismo de izquierdas, pero también hay un
nacional socialismo, considerado generalmente de derechas, y
esto sin contar con el socialismo real de la Rusia soviética, que
muchos consideran hoy como conservador. Asimismo los
movimientos socialistas, y aun colectivistas, de naturaleza
teológica (islámica o cristiana) difícilmente pueden llamarse de
izquierda, en el sentido político, precisamente por su
componente irracionalista.» (Bueno, «La Ética desde la
Izquierda», pág. 30.)
Pero, por otro lado, también constatamos que existe un
liberalismo universalista (algunos dirán, dejándose llevar por la
«equívoca» identificación entre socialismo y universalismo, que
lo que existe es un liberalismo socialista, aunque esto parezca
una contradicción en los términos). No en vano, todo el
liberalismo utilitarista inglés –y también el austriaco, así Mises-
postuló (emic) una acción universal encaminada a la
construcción de una Civilización (capitalista) Universal (como
reconoce Hayek). Otro tema es que (etic) fuera así, pero
¿acaso el comunismo socialista lo desarrolló éticamente
(¡GULAG!)?
En suma, el liberalismo no es, necesariamente, irracional ni
particularista. Con respecto a la nota racionalista, no hay duda.
Vayamos, pues, de nuevo, con la nota universalista. Leemos en
Mises:
«Desde un punto de vista histórico, el liberalismo fue el primer
movimiento político que quiso promover no el bienestar de
determinados grupos, sino el general. Difiere el liberalismo del
socialismo –que igualmente proclama su deseo de beneficiar a
todos– no en el objetivo perseguido, sino en los medios
empleados.» (Ludwig von Mises, Sobre liberalismo y
capitalismo, pág. 25).
En realidad el único subjetivismo individualista al que afecta la
definición de particularismo de Bueno es el subjetivismo
«mesiánico» de aquellos individuos que sí se erigen en
«representación única» de lo humano, con «segregación» de
las demás partes; entre los que, siendo serios, también
tenemos que contar a Lenin, Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot,
Castro... El subjetivismo mesiánico es, además, el punto de
partida necesario del subjetivismo de grupo: el Comunismo de
Lenin, el Comunismo de Stalin, el Nacional Socialismo de Hitler,
la China de Mao, la Camboya de Pol Pot, la Cuba de Castro...
Total: seis universalismos (emic) y seis subjetivismos (etic) del
siglo XX. Por su parte, el liberalismo –en el sentido que
indicamos más abajo– no defiende la subordinación total de la
sociedad a los intereses de cada individuo, sino que afirma
(emic) todo lo contrario, a saber: que cada individuo debe
subordinarse a la sociedad (al mercado, en su sentido más
amplio), si desea alcanzar sus propios fines. Sospechamos que
Javier Pérez Jara atisbó esta complejidad cuando formuló la
siguiente pregunta clave: «¿Los capitalistas y defensores de la
economía liberal no podrían apelar a que su sistema económico
no excluye la incorporación de ningún individuo al círculo de
racionalidad del sistema?» (J. Pérez Jara, «Cuestiones relativas
al Socialismo...»,pág. 1). Y la respuesta ha de ser, muy
probablemente, afirmativa, porque el hecho es que nadie va a
trabajar «pensando» en la eutaxia del Estado, sino en su propio
beneficio (comer, ir al fútbol, pagar la letra del coche...).
4. Dicho lo cual en pos de la compatibilidad –a día de hoy–
entre el filomat y el capitalismo, no hemos de regatear críticas
en la búsqueda de una trituración de los componentes más
metafísicos del liberalismo filosófico tal y como queda articulado
por sus partidarios, a saber: el individualismo metodológico, la
libertad individual o la inclinación a confundir ética, moral y
prudencia política (así, por ejemplo, un liberal al uso jamás
escribiría unas notas al pie como la 1ª y la 3ª de nuestro
«Obituario a Jean-François Revel»).{5}
A modo de ilustración, Murray N. Rothbard fue un «tomista
agnóstico», un iusnaturalista que defendió la existencia de la
ley natural desvinculándola de la propia existencia de Dios, en
la línea de los escolásticos españoles del XVI –de hecho, en La
ética de la libertad, llegó a citar en apoyo de sus ideas a
Francisco Suárez: «incluso en el caso de que Dios no existiera,
o no existiera uso de su razón, o no juzgara la rectitud de las
cosas, si hay en el hombre un dictado de la recta razón que le
guía, tendría la misma naturaleza de ley que tiene ahora» (De
legibus ac Deo legislatore)–. Rothbard, que no fue un liberal
ingenuo{6}, inclinó la ley natural –siguiendo también la tradición
hispana de libertad– más por el lado individualista que por el
lado estatalista. La razón nos dice que, por ley natural, todos
nacemos iguales por naturaleza, siendo propietarios de nuestra
propia persona y de nuestro trabajo. Por tanto, con derecho
natural a la propiedad (incluso llegó, aduciendo la propiedad de
la mujer a su cuerpo, a defender el aborto, en cuanto no sería
un asesinato sino la expulsión de un invasor indeseado en
nuestra propiedad [¡!]). Rothbard terminó yendo más allá del
«Estado mínimo» de Hayek hacia un nuevo horizonte
«libertario», anarcocapitalista. Por su parte, Hayek movióse
separándose tanto de una ética racional como de una ética
revelada: su escepticismo fraguó hasta una posición ultra-
tradicionalista según la cual todo lo que dura en el tiempo es
bueno, incluyendo acá las normas heredadas (¡pero el
asesinato y el pillaje han existido desde la noche de los
tiempos!).
Mientras que Hayek y Rothbard defienden el liberalismo desde
la ética, con los problemas insalvables que esto plantea al
mezclar la ética con la política (cf. Gustavo Bueno, «En nombre
de la Ética»), Ludwig von Mises lo hizo sin recurrir a juicios de
valor (signo de los tiempos con respecto al teorema de
imposibilidad del socialismo: por supuesto, Mises tenía razón),
es decir, apelando sólo a datos socioeconómicos (i.e.
iusnaturalismo vs. utilitarismo, pues Mises es utilitarista en
cuestiones éticas y kantiano en las epistemológicas). Y así,
aunque los tres autores mencionados comparten una serie de
premisas intolerables desde nuestras coordenadas
materialistas, hay uno de ellos cuyos análisis resultan en gran
parte aprovechables desde el materialismo filosófico. Nos
referimos, claro está, a Von Mises.
7. Conclusiones
1. Tiene razón Bueno cuando escribe que «no se es más
materialista por proyectar una humanidad futura colmada de
justicia, de sabiduría, y de abundancia, porque también un
formalista, eminentemente un idealista, puede albergar
proyectos filantrópicos similares y aún más radicales; ni
tampoco un formalista equivale al escéptico, porque también el
materialista puede ser escéptico y aun misántropo» (Gustavo
Bueno, Prólogo a «Miseria de la Novedad»..., pág. 45). Y así,
nec spe nec metu, proponemos que, por ser precisamente
materialistas, estamos más próximos al capitalismo que al
socialismo, por cuanto reconocemos al capitalismo como lo
único que funciona hoy día. No inventamos hipótesis. En
definitiva, retomando lo dicho al comienzo, la «combinación»
acertada es una organización social con un sistema de
producción capitalista de libre mercado corregido con un cierto
socialismo (el Estado de Bienestar), y no lo contrario: un
sistema socialista sin mercado (o de mercado restringido a los
bienes de consumo), que lo único que ha demostrado hasta hoy
es su ineficiencia, es decir, que no funciona. Empleando
palabras de Aleix Vidal-Quadras entresacadas de su artículo
«De consolatione dubiae sinistrae (y 2)»:
«El capitalismo real ha vencido al socialismo real precisamente
por su capacidad de admitir correcciones de primer orden tales
como el subsidio de desempleo, sanidad y educación
universales y gratuitas, pensiones de jubilación (...) En cambio,
al socialismo real no ha habido corrección de primer orden que
lo recompusiera porque al ser erróneo en orden cero, sólo le
cabía el colapso, tal como la experiencia ha demostrado.»
(Aleix Vidal-Quadras, Cuestión de fondo, pág. 72.)
Ahora bien, ¿qué bienes y servicios debe procurar el Estado de
Bienestar de que estamos hablando? Desde un punto de vista
abstracto, resulta difícil especificarlos a priori, pues dependen
de la coyuntura de cada Nación política. En España, podríamos
cifrar entre ellos la Educación y la Sanidad. Pero no faltan
críticos que pongan el dedo en la llaga del Estado de Bienestar,
y no sin razón...
2. Con respecto al tema educativo, actualmente, la práctica
totalidad de la población escolar asiste a centros escolares y
está alfabetizada, y por si fuera poco hoy se destina más dinero
que nunca a la educación en forma de becas, ayudas y
subvenciones de todo tipo. Ésta es, aproximadamente, la
realidad «oficial» de la educación; una realidad que, sin
embargo, no coincide del todo con la realidad educativa
«realmente existente». Hay, por ejemplo, un enorme fracaso
escolar, más o menos disimulado, que las autoridades políticas
en el poder se empeñan en negar sistemáticamente y que
afecta a todos los niveles educativos, desde la educación
infantil hasta la superior. Un fracaso escolar que se resume en
la falta esencial de calidad en la educación y que se evidencia
de muchas maneras, pero quizá especialmente en el hecho de
que la mayor parte de los licenciados no son capaces de
expresarse con un mínimo de corrección ni de escribir sin faltas
de ortografía, amén de que en muchos centros se viven
situaciones de verdadera lucha de «clases». ¿Por qué no
coincide la realidad educativa «oficial» con la realidad educativa
«realmente existente»? ¿Cómo es posible que cuantos más
medios se destinan y cuanto más se amplía la educación más
descontentos parecen estar tanto alumnos como profesores (y,
como consecuencia, la propia sociedad)? La respuesta, por más
que los políticos no quieran reconocerla y se dediquen a tirar
balones fuera, no puede ser otra que ésta: la intervención del
Estado no responde a las necesidades sociales. «La educación
lo es todo» ha sido un eslogan extraordinariamente efectivo
gracias a la ambigüedad esencial que esconde. Se atribuye así
a la educación un poder ilimitado que de hecho no tiene,
porque se escamotean los condicionamientos biológicos,
psicológicos y sociales que afectan decisivamente a todo
individuo y que marcan el punto de partida y los límites de toda
educación individual. No todo el mundo es, ni puede ser,
Cervantes, Newton, Nabokov o Einstein. Los condicionamientos
naturales limitan el alcance intelectual exactamente igual que el
físico, y no todo el mundo puede correr cien metros en diez
segundos, lo mismo que no todo el mundo puede entender con
rigor matemático la idea de límite o el cálculo infinitesimal. Y lo
mismo que la educación no lo es todo, tampoco hay «una
educación gratuita para todos». Aquí la falsedad es mucho más
evidente. La educación es siempre costosa. Y decir que «son los
ricos los que la pagan a los pobres» –la contracrítica
gubernamental– no es sino una mentira añadida. La mayor
parte de los impuestos la pagan las clases medias y bajas, no
las altas, y la verdad se acerca más a lo contrario: que son las
clases medias y bajas las que, en muchos casos, pagan, por
ejemplo, la educación superior de los hijos de las familias ricas
(que los envían a estudiar a las universidades públicas). Es,
desde luego, imposible saber si los particulares pagarían
voluntariamente el precio que tienen que pagar
obligatoriamente.¿Habrían invertido los particulares todo ese
dinero de haber podido elegir –en un sistema de educación
privada–? La respuesta es, con seguridad, que no: las familias
no habrían invertido en ningún caso esas enormes sumas de
dinero en una licenciatura para sus hijos a la vista de que en el
mercado sobran licenciados y faltan técnicos.
O cambiamos el sentido de la intervención pública o cedemos
terreno a iniciativas privadas, o «combinamos» ambas
soluciones. Es cierto que el mercado no suele generar los
desequilibrios tan enormes que provoca la intervención estatal,
que en manos de los políticos convierte la educación en
adoctrinamiento (p. ej. en «Educación para la Ciudadanía»),
mas ¿hasta qué punto no sería peor el remedio que la
enfermedad? (La competencia –que también está presente,
menos mal, en la masificada educación pública– siempre
genera beneficios pero puede desembocar en un monopolio no
estatal aún peor.) Como sabe perfectamente cualquier maestro
o profesor, la educación privada «vende» hoy los títulos
académicos, exactamente igual que la educación pública los
«regala».
3. Con respecto al tema sanitario, y dejando aparte el abuso
injustificado que supone que el Estado pague la sanidad privada
a los funcionarios públicos, puede decirse que la sustitución de
la sanidad pública por un conjunto de empresas sanitarias
privadas tendría el siguiente efecto (el mismo que se seguiría,
en principio y salvo monopolio, de la privatización de la
educación pública): la competencia que se crearía entre las
distintas empresas privadas en su búsqueda de beneficio daría
lugar a una rápida mejora de los servicios y a un abaratamiento
de los costes y los precios.
Esto es algo que ocurre siempre que hay competencia y sólo
cuando hay competencia (que también desaparece cuando
surge un monopolio privado). Los ordenadores portátiles que
hoy tenemos, cada vez mejores y más baratos, los tenemos
gracias a que se producen en libre competencia para el
mercado. Y otros dos ejemplos son Iberia y Telefónica, hasta
ayer monopolios estatales y hoy abiertos a la competencia.
¿Cuál ha sido el resultado de la liberalización? El rápido
desarrollo tecnológico (especialmente en la telefonía), una
ampliación y mejora de los servicios, y la caída en picado de los
precios (sobre todo en los vuelos, lo cual demuestra hasta qué
punto estaban artificialmente inflados por efecto del
monopolio). Lo cierto es que hoy vuelan y hablan por teléfono
muchas más personas que antes, con un servicio en general
mejor y a unos precios más baratos. Gracias al mercado, no al
Estado.
4. La oportuna toma en consideración de las circunstancias
concurrentes nos han determinado a sostener, desde unos
axiomas materialistas, que los factores de producción han de
ser, en gran medida, de control privado, porque hasta ahora la
experiencia nos dice que el mantenimiento del mercado, junto a
la ley darvinista que lo regula, resulta más eutáxico que
clausurarlo. Y, además, asignamos al Estado las siguientes
tareas imprescindibles: salvaguardar la seguridad de los
ciudadanos, así como la provisión de ciertos bienes y servicios,
variable según la evolución histórica de cada Nación política.
5. Concluimos haciendo nuestras las siguientes palabras de
Bueno:
«Entre el fundamentalismo y el puro empirismo (escondido
muchas veces bajo la hipótesis puramente negativa del
escepticismo o del relativismo) hay que poner el
funcionalismo... Acéptese la democracia y procúrese mejorarla,
a la manera como aceptábamos el sistema de ferrocarriles con
locomotoras a vapor, con todos sus inconvenientes, pero sin
por ello tener que sentirnos orgullosos (¿ante quién?) del
progreso que aquel sistema implicaba.» (Gustavo Bueno,
Zapatero y el Pensamiento Alicia, págs. 279 y 303.)
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Notas
{1} A Felipe Giménez Pérez, por dar que pensar, por ponerme
sobre la pista de mucho de lo que aquí se cuenta o se calla; y
por escribir algún que otro aforismo impagable, como aquel que
reza así: «Prefiero la dictadura del sable a la del puñal.»
Concedido.
{2} Así, por ejemplo, se decanta Mises: «Los principios del
liberalismo se condensan en una sencilla palabra: propiedad; es
decir, control privado de los factores de producción (pues los
bienes de consumo tienen, evidentemente, que ser siempre de
condición privada). Todas las restantes exigencias liberales
derivan de tal fundamental presupuesto» (Mises, Liberalismo,
pág. 37). (Otros autores prefieren cifrar la diferencia entre
liberalismo y socialismo antes en la ausencia o presencia de
coacción que en la titularidad de los medios de producción;
pero, a nuestro entender, con esto sólo consiguen desplazar el
debate político al campo etológico.)
{3} Hoy, en España, el Estado administra aproximadamente
alrededor del cuarenta por ciento de la riqueza nacional; en
Francia se acerca al cincuenta y en Estados Unidos ronda el
treinta. Esto refiriéndonos sólo al poder «directo» del Estado, al
que habría que añadir el poder «indirecto» derivado de toda
clase de subvenciones y ayudas, como por ejemplo las que
reciben esa cohorte de «intelectuales» orgánicos amarrados al
pesebre estatal que brincan y bailan, como los peces en el río,
a las órdenes del Faraón y del Fouché de turno.
{4} Comprendemos pero no justificamos que la expresión
«libertad objetiva» no deje de chirriar en ciertos oídos de
tendencia liberal, más afines a hablar de «libertad subjetiva».
Pero este último término nos hace sonreír a la manera que lo
hacía Espinosa cuando leía a aquellos que sostienen que hablan
o callan por libre mandato de su alma. ¡Como si la elección de
bienes en el mercado no estuviera condicionada y determinada
por la propaganda que los medios hacen de unos bienes más
que de otros! (Cf. Gustavo Bueno, Panfleto..., pág. 195 y ss.).
{5} Desde nuestras coordenadas materialistas, habría que
hacer frente también a la crítica en sentido contrario, es decir,
del liberalismo al materialismo, y que muy seguramente
procedería según el siguiente esquema tendente a sacar a la
luz la cuestión de la libertad, tanto en el plano individual como
en el social, en donde se trataría de neutralizar la crítica a la
gran complejidad que entraña engranar la dialéctica de clases
con la dialéctica de Estados: «si Marx es Hegel dado la vuelta y
Bueno es Marx del revés, no hay duda... Bueno es Hegel
redivivo, o lucha universal de clases o lucha de Estados
particulares, y si se apuesta por lo segundo se pierde lo
primero».
{6} En «Myth and Truth About Libertarianism», Rothbard hizo
frente a seis mitos acerca del liberalismo, llegando a tomar
distancia de un individualismo exacerbado, desde una
perspectiva próxima al materialismo ateo.

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